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La revolución incompleta: idealismo y realismo en la filosofía de René Descartes

Matías Ezequiel Pettinaroli

Introducción

Aunque el problema del conocimiento es abordado por la filosofía desde la antigüedad, fue durante la
modernidad que este abordaje tomó un giro radical. El gesto fundacional de la filosofía moderna consistió
en comprender que la pregunta ontológica sobre lo que es debe ser precedida por un cuestionamiento de los
fundamentos y posibilidades del conocimiento de lo real.

Al volver reflexivamente sobre el acto de conocer, este aparece como un encuentro entre un sujeto que
conoce y un objeto conocido. Sujeto y objeto son dos términos correlativos de una relación en la cual cada
uno es en la medida que se relaciona con el otro. Precisamente la gnoseología nace cuando la filosofía
abandona la visión “natural” sobre el conocimiento y problematiza, ente otras cuestiones, los términos de
esta relación.

En su libro Teoría del conocimiento, Johannes Hessen formula las que, según él, son las cinco preguntas
fundamentales de la gnoseología. Por mor de la brevedad nos ocuparemos solo de la tercera de esas
preguntas, la relativa a la esencia del conocimiento: ¿es el objeto el que determina al sujeto o, a la inversa,
es el sujeto el que determina al objeto? 1 Las respuestas a esta pregunta pueden ser reunidas en dos grandes
corrientes que dividen la historia de la teoría del conocimiento.

Según la primera corriente en términos cronológicos, el realismo, el objeto es el que determina al sujeto.
García Morente afirma que para el realismo “el conocimiento es eso: reflejo; y de esta manera entre el
pensamiento del que conoce y la realidad no existe discrepancia alguna. El pensamiento es verdadero; y
esto quiere decir que entre él y la cosa –objeto del pensamiento– existe una perfecta adecuación”2
En términos más técnicos, Ferrater Mora define al realismo como la concepción según la cual: “el
conocimiento es posible sin necesidad de suponer […] que la conciencia impone a la realidad —en orden a
su conocimiento— ciertos conceptos o categorías a priori; lo que importa en el conocimiento es lo dado y
en manera alguna lo puesto (por la conciencia o el sujeto)”3

En cuanto a la segunda corriente, el idealismo, Ettiene Gilson afirma que “una doctrina es idealista en la
medida que, ora con relación a nosotros, ora en sí, convierte al conocer como condición del ser”4. Esto
significa que, a diferencia del realismo, en el acto de conocer es el sujeto el que determina al objeto.
Siguiendo nuevamente a Ferrater Mora:

El rasgo más fundamental del idealismo es el tomar como punto de partida


para la reflexión filosófica no "el mundo en torno" o las llamadas "cosas
exteriores" (el "mundo exterior" o "mundo externo"), sino lo que
llamaremos desde ahora "yo", "sujeto" o "conciencia" 5

1
Cf. Hessen, J. Teoría del conocimiento, Buenos Aires, Losada, 2006, p. 34
2
Garcia Morente, M. Lecciones preliminares de filosofía, México, Ediciones Porrúa, 1980, p. 61
3
Ferrater Mora, J. Diccionario de Filosofía, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1964, vol. II, p. 539
4
Gilson, E. El realismo metódico, Madrid, Editorial Rialp, 1974, p. 63
5
Ferrater Mora, J. op. Cit, vol. I., p. 899
1
De esto se sigue que para el idealismo hay que distinguir entre el objeto tal como es conocido del objeto en
sí mismo, porque el sujeto nunca puede tener un acceso a lo real más que a través de sus representaciones.
En cuanto a los orígenes de esta doctrina, Descartes es considerado por muchos especialistas como el primer
filosofo idealista. No obstante, esto parece discrepar con el hecho de que haya autores que lo califiquen
como un pensador realista.6

El objetivo de este trabajo es dar cuenta de esta ambigüedad como propia del sistema cartesiano y mostrar
que pueden hallarse en él tanto componentes idealistas como realistas. Esto significa que si bien Descartes
es el primer filósofo idealista, quedan resabios realistas en su concepción que lo ligan fuertemente a la
tradición anterior.

El camino que realizaremos será el siguiente:

En una primera instancia veremos los fundamentos que tiene una interpretación idealista de la filosofía de
Descartes. Mostraremos cómo en Meditaciones metafísicas Descartes realiza el gesto fundador del
idealismo al poner en el yo el fundamento de su sistema y al hacer del pensamiento la vía por la cual se
deberá recuperar la realidad perdida por la duda metódica. Por consiguiente, creemos que los momentos
claves para entender el idealismo cartesiano se encuentran al principio y al final de Meditaciones
metafísicas, o más exactamente, en la primera, en la segunda y en la sexta meditación.

En segundo lugar, consideraremos ciertos resabios realistas que persisten en su concepción substancialista
del sujeto y, en especial, en el innatismo que conlleva su noción de idea clara y distinta. Para esto nos
centraremos en ciertos pasajes claves de la segunda meditación y en la prueba ontológica de la existencia
de Dios de la quinta meditación.

Para finalizar, reflexionaremos brevemente sobre si esta ambivalencia de la filosofía cartesiana es coherente
o no lo es. Siendo más precisos, deberemos responder si el realismo que contiene la noción de idea clara y
distinta es viable luego de haber puesto en duda la capacidad cognoscitiva de la razón mediante la hipótesis
del genio maligno y reducir al sujeto a la interioridad de la conciencia.

La revolución copernicana de Descartes

Al comienzo de Meditaciones metafísicas, Descartes anuncia el motivo de su indagación: la intención de


revisar el conjunto total de sus creencias para darles un fundamento seguro. Para esto se impone la regla de
dudar y desechar cualquier saber que no se presente como evidente. Pero como sería una tarea imposible
revisar una por una sus creencias, atacará a los fundamentos de todas ellas: los sentidos y la razón.

En esta acción radica el hecho fundacional de la filosofía moderna: en hacer del sujeto y sus facultades el
centro de atención para establecer los límites y posibilidades del conocimiento.

Y en esta vuelta sobre los fundamentos del conocimiento descubrimos que tanto los sentidos como la razón
son susceptibles de ser puestos en duda. En primer lugar, los sentidos nos engañan en muchas ocasiones lo
cual basta, según el método que guía la investigación, para que sean desacreditados totalmente. Aun así,

6
Cf. Hessen, J. op. Cit.; Carpio, A. Principios de Filosofía. Una introducción a su problemática, Buenos Aires,
Editorial Glauco, 2004
2
aunque pareciera que no se debiera dudar de los objetos que los sentidos presentan claramente como
cercanos, la posibilidad de que todo sea un sueño obliga a que desconfiemos incluso de lo que los sentidos
nos presenta como más seguro: que existen objetos materiales en torno del cuerpo con el que nos vinculamos
más estrechamente. Por otro lado, la razón, tanto en su capacidad de intuir como de razonar debería ser
descartada como fuente de verdades: acaso podría no existir el Dios bondadoso en el que creemos, tal vez
existe un genio maligno que se empecina en engañarnos sistemáticamente.

Lejos de ser una duda escéptica, una duda que representa un fin en sí mismo, estamos ante un paso metódico.
Lo que resta hora es alcanzar una verdad absoluta que resista el ataque de la duda metódica, un “punto
arquimediano” desde el cual se pueda refundar el edificio del saber. Y como bien sabemos ese principio fue
hallado en el yo y sus pensamientos:

“De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo


cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa
cierta que esta proposición: “yo soy”, “yo existo”, es necesariamente
verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu”7

“Pienso, por lo tanto soy”, es la primera certeza que resiste cualquier duda, incluso aquella a la que nos
somete la posibilidad de un genio maligno.

Ahora bien, si queremos obtener alguna otra cereza deberá ser extraída de este primer reducto de certeza
que es el pensamiento. Gilson considera que es en este gesto “donde se produjo por primera vez en filosofía
la revolución copernicana”8

Llegamos a un punto importante de nuestra argumentación. La “revolución copernicana” que realizó


Descartes consistió en considerar que la filosofía debe ir desde el pensamiento a las cosas, y no, como había
hecho hasta ese momento, desde las cosas al pensamiento. Y aunque pueda encontrarse un antecedente del
Cogito, ergo sum en San Agustín, hay que tener en cuenta que este jamás pidió al pensamiento que
garantizara la existencia de la materia como lo hizo Descartes.

El gesto fundador del idealismo fue dado por Descartes al distinguir entre el objeto tal como aparece a la
conciencia y el objeto mismo, entre la cosa y la representación subjetiva de la cosa. Esta distinción le impide
al meditador cartesiano afirmar sin más la existencia de la chimenea y el fuego que experimenta con toda
claridad. Entre el sujeto y la realidad extramental se produjo un hiato debido a la opacidad del pensamiento,
el cual ya no es un mero reflejo de la cosa. Por consiguiente, el problema que enfrenta Descartes es establecer
un puente entre el pensamiento y algo que esté más allá para romper la clausura del sujeto en sí mismo.

En Los principios de la filosofía encontramos caracterización del pensamiento que nos permitirá
comprender la novedad del planteo cartesiano:

Mediante la palabra pensar entiendo todo aquello que acontece en nosotros


de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello; así pues no sólo
entender, querer, imaginar, sino también sentir es considerado aquí lo
mismo que pensar.9

7
Descartes, R. Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, traducción y notas Vidal Peña, Madrid, Editorial
Alfaguara, 1977, p. 24
8
Gilson, E. op. Cit, p. 62
9
Descartes, R. Los principios de la filosofía, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1987, p. 26
3
En esta misma línea, en las respuestas al tercer grupo de objeciones se define el concepto de “idea” como
“todo lo que el espíritu concibe de un modo inmediato”10
En estas definiciones ponemos apreciar la concepción idealista que este sistema de pensamiento está
forjando, en la cual lo conocido inmediatamente por el sujeto no es el objeto como realidad extramental sino
el objeto en tanto idea. En otras palabras, pensar es el acto de darse a sí mismo el objeto. Tal como lo
entiende Hamelin:

Lo que hay más de nuevo en la definición de Descartes, lo que hace de él el


iniciador de todas las especulaciones modernas sobre el pensamiento, es el
lugar que concede al sujeto en el acto de pensar. Sintió tan vivamente, como
hasta entonces nadie había sentido, que pensar o darse a sí como objeto es
hasta tal punto un acto del sujeto, que ser para sí es, en cierto modo, ser por
sí. Esto queda expresado en el sum del cogito cartesiano.11

Por consiguiente, en la medida que el pensamiento queda definido exclusivamente en función de la


consciencia y sus estados, y que la única relación inmediata que el sujeto tiene es consigo mismo, Descartes
realiza el giro copernicano que funda el idealismo moderno.

No obstante, los resabios realistas que la formación escolástica dejó en el filósofo francés hacen que este
giro idealista de un paso atrás, porque cuando da un paso más allá de la certeza de su propia existencia, el
narrador cartesiano no puede evitar preguntarse por lo que él es, por su esencia. Y la respuesta a esta
pregunta queda plenamente configurada en los márgenes de la tradición:

¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es
una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no
quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso
pertenece a mi naturaleza.12

Recordemos que cuando la filosofía anterior se preguntaba por lo real y sus principios constitutivos, siempre
respondía en términos de sustancias, esto es, de entidades ontológicamente independientes de cualquier otra
entidad. Descartes, del mismo modo, reproduce la idiosincrasia filosófica al pensar al fundamento de su
sistema como una sustancia.

No obstante, incluso aceptando que en la concepción cartesiana del sujeto se encuentran signos de realismo,
el gesto idealista inicial ya fue realizado. Pero todavía falta recuperar la realidad pérdida por la duda
metódica, tanto en el ámbito de las verdades matemáticas como el mundo de la materia. Pero para esto debe
poder recuperar la confianza tanto en la razón como en los sentidos, aunque solo sea parcialmente con
respecto a estos últimos. En otras palabras, debe descartar la hipótesis del genio maligno demostrando que
existe un Dios bondadoso que no pretende engañarlo.

Las pruebas de la existencia de Dios: el argumento causal y el argumento ontológico.

10
Descartes, R. Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, traducción y notas Vidal Peña, Madrid, Editorial
Alfaguara, 1977, p. 147
11
Hamelin, O. El sistema de Descartes, Buenos Aires, editorial Losada, 1949, p. 192
12
Descartes, R. op. cit, p. 26
4
El estado de la cuestión hacia comienzos de la tercera meditación es este: tenemos al yo y a sus pensamientos
como una realidad evidente que resiste toda duda. Ahora bien, de entre los pensamientos “algunos son como
imágenes de las cosas, y a estos solos les conviene el nombre de ‘ideas’”13. De estas ideas unas parecen
nacidas con el sujeto o innatas, otras venidas de fuera o adventicias, y otras inventadas a voluntad o ficticias.

La estrategia para salir de la clausura de la conciencia y probar que algo más aparte de la sustancia pensante
existe es probar que algunas de las ideas que contiene el pensamiento no pudieron haber sido creada por el
propio sujeto, que existe alguna idea que necesariamente debe provenir de un otro. Por definición, estas no
son las ideas ficticias. También podría dudarse de que las ideas adventicias provengan de algo que no sea el
pensamiento, como la materia, ya que no es la razón la fuente de la creencia de la existencia de sustancias
externas sino una tendencia natural carente justificación. Además recordemos que en este momento de la
argumentación sigue vigente la posibilidad de que la experiencia del mundo material sea una ilusión, un
sueño.

Llegados a este punto la única posibilidad es demostrar que entre las ideas innatas alguna no es causada por
el mismo sujeto pensante. Y la principal candidata es la idea de Dios, es decir, la de un ser perfecto e infinito.

Para mayor comodidad de la exposición desarrollemos el argumento utilizando la primera persona, tal como
lo hace Descartes en su meditación.

¿Podría ser el yo la causa de la idea de Dios? Antes de responder esto, debemos distinguir entre la realidad
formal y la realidad objetiva de las ideas.

La realidad formal de una entidad está dada en el hecho de que esta tiene, de acuerdo a su esencia, un cierto
grado ontológico o nivel de realidad. Por ejemplo, la cualidad de ser blanco es un accidente que se predica
de las sustancias y solo pueden subsistir en las sustancias. Por eso, la propiedad de ser blanco tiene un grado
de realidad formal inferior a la de ser hombre. A su vez, un hombre es una sustancia finita que, comparada
con una sustancia infinita tendría menos grado de realidad formal. Por esta razón, podría hacerse una
jerarquía ontológica de las entidades de acuerdo a su realidad formal: en primer orden, una sustancia infinita;
por debajo, las sustancias finitas, y por último, los accidentes de las sustancias.

Ahora bien, las ideas son, en relación al yo, como el ser blanco lo es para una mesa: las ideas son accidentes
del yo. Por esta razón las ideas tienen menor grado de realidad formal que la sustancia pensante. No
obstante, las ideas son representaciones de ciertas entidades: mesas, triángulos, cualidades, Dios, y en cuanto
representaciones, además de su realidad formal tienen realidad objetiva. El grado de realidad objetiva
depende del grado de realidad formal de aquello que la idea representa. Es así que, si bien la idea de Dios
tiene el mismo grado de realidad formal que cualquier otra idea, al representar a una sustancia infinita tiene
mayor realidad objetiva que las ideas de accidentes e incluso de sustancias finitas.

Volviendo a la pregunta sobre si puedo yo ser la causa de la idea de Dios, el paso fundamental del argumento
es la introducción de un principio que según Descartes es evidente: “debe haber en la causa eficiente y total
por lo menos tanta realidad como en su efecto” Esto implica que yo no puedo ser causa de algo que tuviera
mayor realidad que yo. La idea de Dios, en tanto idea, tiene menos realidad formal que yo por ser un
accidente del pensamiento, pero en cuanto a su realidad objetiva, esta es mayor a la realidad formal que yo
poseo como sustancia finita porque representa a una sustancia infinita. Por consiguiente, yo no puedo ser
causa de la idea de Dios. Su causa debe ser una sustancia infinita, es decir, Dios.

13
Ibídem, p. 33.
5
Como vemos, es un argumento que demuestra la existencia de Dios partiendo desde sus efectos y
demostrando que no hay otra causa posible. Si bien son muchas las críticas que se le han hecho a este
argumento, digamos que al menos el planteo inicial es correcto: si queremos encontrar algo más por fuera
de la esfera de yo, tenemos que partir de él y de sus pensamientos que son lo único que hasta el momento
pueden darse por seguro. 14

En la quinta meditación Descartes desarrolla otro argumento en favor de la existencia de Dios, el


denominado argumento ontológico. En este caso no es un argumento que se remonta desde la idea de Dios
a su causa, sino que parte de la idea de Dios para mostrar que en ella se encuentra implícita la existencia de
Dios.

El argumento comienza analizando un ejemplo de idea clara y distinta cómo lo es la de triangulo. Pero antes
de pasar al ejemplo, determinemos qué se entiende por idea clara y distinta. En Los principios de la filosofía,
Descartes explica que:

Llamo clara a la idea que se presenta y manifiesta a un espíritu atento, así como
decimos que vemos claramente los objetos cuando, estando presentes a nuestros ojos,
actúan de lleno sobre ellos, y estos están dispuestos a mirarlos; y distinta a la que es
tan precisa y diferente de todas las demás, que no comprende en sí sino lo que
manifiestamente aparece al que la considera como es debido.15

Es decir que una idea es clara cuando podemos advertir todos sus elementos sin la menor duda, mientas que
la idea será distinta cuando aparezca claramente diferenciada, separada y recortada de las demás, de tal
manera que no podamos confundirla con ninguna otra idea.

Por ejemplo, tomemos la idea de un triángulo. A partir de ella concebimos que el objeto triangulo tiene
ciertas propiedades que son esenciales en él. Por ejemplo, se concibe que el triángulo tiene que tener
necesariamente tres lados, tres ángulos y estos sumar 180°. Estas propiedades el triángulo las posee
independientemente de que exista o no un triángulo fuera de mi mente. Es decir, aunque yo fuera el único
ser existente y no existiera el mundo exterior, mi idea de triangulo me obliga a pensar al triángulo con ciertas
propiedades que son inherentes a él.

Este ejemplo brinda la primera premisa del argumento: cuando tengo idea de una cosa, se sigue que todo
cuanto reconozco clara y distintamente pertenecer a esa cosa, le pertenece en efecto. Ahora bien, es un
hecho que tengo una idea clara y distinta de Dios y que una de las propiedades que le atribuyo a Dios a
partir de su idea es la perfección absoluta. Ahora bien, el paso fundamental se da al asumir que la existencia
es una perfección más, y que algo no existente es menos perfecto que algo existente. Por lo tanto, de esto
tengo que concluir que Dios necesariamente existe, porque si no lo hiciera no sería perfecto.

Pero inmediatamente Descartes introduce una posible objeción. Es cierto que no podemos pensar un
triángulo cuyos ángulos no sumen 180° o una montaña sin un valle. También es cierto que no puedo pensar
o concebir a Dios sin existencia ya que en ese caso no tendría una idea de un ser perfecto. Ahora bien, al
igual que la imposibilidad de concebir una montaña sin su valle no hace que exista una montaña, la
imposibilidad de pensar que Dios no existe no hace que exista efectivamente. En otras palabras, una cosa

14
En la tercera meditación se encuentra otro argumento causal para demostrar la existencia de Dios. Si el primero
partía del cogito, el segundo lo hace desde el sum. Demuestra que Dios es la única causa posible de la existencia de la
sustancia pensante.
15
Descartes, R. Los principios de la filosofía, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1987, p. 48
6
es pensar algo como existente y otra que esa cosa exista efectivamente. Mi pensamiento no se impone a la
realidad, el que yo piense algo de un modo no hace que sea efectivamente así. El argumento ontológico,
dice esta objeción, hace un injustificado salto desde el plano del pensamiento al plano de las cosas.

La respuesta no se hace esperar. Es cierto que del hecho de que yo no pueda pensar una montaña sin un
valle no se sigue que existan efectivamente montañas y valles. Lo mismo vale para un triángulo y sus
propiedades. Pero con la Idea de Dios es distinto, porque solo en la idea de Dios concibo un objeto
necesariamente existente; en ningún otro concepto la existencia es un atributo inseparable del objeto. Es
decir, pueden no existir montañas y pueden no existir triángulos porque la existencia no es una nota de la
idea de triángulo o de montaña como lo son el tener valle o el que sus ángulos sumen 180°, no obstante la
existencia sí es una propiedad constitutiva de la idea de Dios. El argumento ontológico solo se aplica a la
idea de Dios porque la existencia no es una propiedad esencial de ninguna cosa.

Son bien conocidas las numerosas críticas que se le ha hecho a este argumento en la historia de la filosofía,
pero lo que nos importa aquí es la posición realista de Descartes que se vislumbra en este argumento. En su
respuesta a la objeción que el mismo realiza del argumento afirma:

No se trata de que mi pensamiento pueda hacer que ello sea así [que Dios exista], ni
de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino que, al contrario, es la necesidad
de la cosa misma —a saber, de la existencia de Dios— la que determina a mi
pensamiento para que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin
existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy
de imaginar un caballo sin alas o con ellas.16

“No soy libre de pensar a Dios como inexistente” porque es la cosa la que se impone al pensamiento y no
al revés. Pienso a las cosas con determinadas propiedades porque las cosas mismas son de esa manera.
Tengo que pensar a Dios como necesariamente existente porque para Dios la existencia es una propiedad
esencial. La idea clara y distinta de Dios solo refleja esa necesidad, mi pensamiento es pasivo con respecto
al objeto. El realismo propio de la concepción de idea clara y distinta consiste en que, en el caso de estas
ideas, es el ser la medida del pensamiento y no al revés. Tener una idea clara y distinta es captar la cosa en
su misma esencia.

Pero aquí debemos llamar la atención sobre un aspecto importante. Una vez anulada la razón por la hipótesis
del genio maligno, la correspondencia entre las ideas claras y distintas no puede asegurarse. Por
consiguiente, ¿qué legitima introducir un argumento ontológico en este punto? La ya probada existencia de
Dios por los argumentos causales de la tercera meditación. Para Descartes, el garante de esa fiel
correspondencia entre mi pensamiento y la realidad, entre la idea de una cosa y la cosa misma, es Dios. La
bondad de Dios me garantiza que cuando yo tengo una idea clara y distinta sobre algo, no estoy siendo
engañado y lo concebido en esa idea se corresponde con lo real.

Además, como veremos a continuación, Dios es el puente que Descartes necesitaba para salir de la clausura
del pensamiento y dar un paso hacia el mundo de la materia.

La recuperación del mundo externo

16
Descartes, R. Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, traducción y notas Vidal Peña, Madrid, Editorial
Alfaguara, 1977, p. 56
7
Los argumentos en apoyo de la existencia del mundo externo se encuentran en la sexta meditación y tienen
un carácter muy diferente a los argumentos que desarrollamos anteriormente en cuanto a la fuerza con que
se establecen las conclusiones. Son tres argumentos sumamente cortos.

En primer lugar, en cuanto a las cosas materiales:

Sé que puede haberlas, al menos, en cuanto se las considera como objetos de la pura
matemática, puesto que de tal suerte las concibo clara y distintamente. Pues no es dudoso
que Dios pueda producir todas las cosas que soy capaz de concebir con distinción; y nunca
he juzgado que le fuera imposible hacer una cosa, a no ser que ésta repugnase por completo
a una concepción distinta.17

Es decir que, dado que tengo una idea clara y distinta de las cosas materiales como objetos de las
matemáticas; y que Dios tiene el poder para producir todo aquello que soy capaz de concebir clara y
distintamente; es posible que las cosas materiales existan. Podemos apreciar que a partir de este
argumento no recuperó la existencia de las cosas, solo demostró su posibilidad.

El segundo argumento apela a la imaginación. Antes que nada debe distinguirse entre imaginar y concebir:
se puede concebir sin problemas una figura de mil lados, pero no imaginarla. Tener una idea clara y distinta
de un triángulo no es tener una imagen de un triángulo en la mente, sino poder establecer las características
esenciales del triángulo.

Ahora bien, imaginar supone una cierta dedicación y esfuerzo por parte de la mente, de modo que la
imaginación no es esencial al pensamiento sino que parece depender de algo que no es la mente. Se tiene la
tendencia natural a considerar que hay un cuerpo que está estrechamente vinculado al alma y que es el
responsable de que se pueda imaginar. Se puede concluir de este modo que la facultad imaginativa quedaría
justificada si hubiera cuerpos materiales además de la sustancia pensante. Es interesante el modo en que
presenta su conclusión:

como no puedo encontrar otro camino para explicar cómo se forma [la imaginación],
conjeturo que probablemente hay cuerpos; pero ello es sólo probable, y, por más que
examino todo con mucho cuidado, no veo cómo puedo sacar, de esa idea distinta de la
naturaleza corpórea que tengo en mi imaginación, argumento alguno que
necesariamente concluya la existencia de un cuerpo.18

Nuevamente se presume, aunque no se demuestra, la existencia de la materia.

El último argumento parte de los sentidos. Hay una facultad pasiva de percibir ideas de objetos materiales.
Si esa facultad es pasiva, debe haber en algo o alguien la capacidad activa de producir esas ideas. Se descarta
dos grandes posibilidades antes de demostrar que provienen de cosas externas y materiales, que radique en
el propio sujeto o en Dios porque estas posibilidades implicarían un engaño constante, lo cual no es
compatible con la existencia de un Dios bondadoso. (Nótese cómo una vez demostrada la existencia de Dios
se puede llegar a conclusiones que antes estaban vedadas). Lo que el tercer argumento demuestra en
definitiva es que deben ser las cosas materiales las que producen las ideas de objetos materiales porque de
no ser así sería víctima de un engaño sistemático, lo cual no se corresponde con la bondad de Dios.

17
Ibídem, p. 61
18
Ibídem, p. 62
8
Claramente estos argumentos no tienen la fuerza que tiene el cogito o las pruebas de la existencia de Dios,
al punto que podríamos preguntarnos en qué medida el sujeto recupera el mundo que la duda metódica le
quitó. Las cosas materiales solo son cognoscibles a partir de las ideas que el sujeto tiene de ellas en la
medida que Dios funciona de garante.

En relación a esto, Descartes hace una aclaración sumamente importante que da cuenta de su concepción
del conocimiento empírico. ¿Qué enseñan los sentidos? Primero: “que tengo cuerpo que se halla indispuesto
cuando siento dolor, y que necesita comer o beber cuando siento hambre o sed, etcétera.”19 Segundo,
mediante el dolor y el placer la naturaleza me enseña que, en relación a este cuerpo “estoy tan íntimamente
unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa”20. Tercero, “que existen otros
cuerpos en torno al mío, de los que debo perseguir algunos, y evitar otros” 21

No obstante, hay otras creencias que parecen tener su fundamento en los sentidos pero no lo tienen en
realidad, sino que son producto del hábito y de un más uso de la capacidad de juzgar. 22 Ejemplo de este
tipo de errores que tienen su origen en los sentidos son:

[…] la de que en un cuerpo caliente hay algo semejante a la idea de calor que yo tengo;
o que hay en un cuerpo blanco o negro la misma blancura o negrura que yo percibo: o
que en un cuerpo amargo o dulce hay el mismo gusto o sabor, y así sucesivamente […]
23

En general, Descartes va a considerar que las ideas de propiedades que provienen de los sentidos, también
llamadas secundarias, son claras pero no son ideas distintas, porque en general tendemos a suponer que hay
una relación de semejanza con algo que no somos nosotros, ahí afuera, cuando en realidad estas ideas
sensibles tienen que ver con la manera en que nuestros sentidos captan, a manera de estímulos, algo que
supuestamente está afuera:

Por ejemplo, cuando alguien siente un dolor agudo, el conocimiento que de él tiene es
claro; y no por eso es siempre distinto, porque ordinariamente lo confunde con el juicio
falso que formula sobre la naturaleza de lo que, según él, está en la parte herida, que
él juzga semejante a la idea o el sentimiento de dolor que está en su pensamiento,
cuando lo único que percibe claramente es el sentimiento o pensamiento confuso que
está en él.24

En este sentido las ideas de objetos externos tienen una opacidad que contrasta con la trasparencia de las
ideas claras y distintas que capta el intelecto.

19
Ibídem, p. 68
20
Ibídem
21
Ibídem
22
En la cuarta meditación, luego de demostrar que Dios existe, es bondadoso y por ende, no quiere engañarnos,
Descartes debe justificar la existencia del error. La solución a este problema consiste en que, teniendo una facultad de
conocer limitada, la voluntad humana es ilimitada y por ende, puede emitir juicios sobre ámbitos donde su
conocimiento no es claro y distinto. Por consiguiente, el error se evitaría limitando los juicios solo a aquellas cuestiones
sobre las que la inteligencia puede conocer.
23
Ibídem
24
Descartes, R. Los principios de la filosofía, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1987, p. 48
9
Aquí podríamos llamar la atención sobre cuanto se aleja esta concepción del realismo aristotélico – tomista
en cuanto al valor cognoscitivo otorgado a los sentidos. Para Aristóteles o Tomás los sentidos son un medio
que permiten transferir las formas sensibles al alma, la cual es pasiva con respecto a las cualidades del
objeto. En cambio, para Descartes las ideas de propiedades secundarias que provienen de los sentidos tienen
un valor puramente subjetivo, porque solo presentan el modo en el que el sujeto elabora lo que reciben los
sentidos. Por consiguiente, si definimos al idealismo como la concepción para la cual el conocimiento de la
cosa está mediado por elementos subjetivos que impiden un acceso al objeto en sí, se podría afirmar que al
menos en relación al conocimiento de las cosas materiales la posición de Descartes está más cerca del
idealismo que del realismo aristotélico - tomista. 25

Esto se confirma si atendemos a la cuestión del dualismo entre alma y cuerpo y la relación que tienen entre
sí. Una vez que Descartes establece que pensamiento y extensión son de naturaleza incompatible, se le
presenta el problema de qué tipo de relación tiene el cuerpo con el alma porque ya que no se puede admitir

25
En apoyo de esta interpretación nos gustaría citar in extenso a Hamelin, quien aboga por una interpretación idealista
de Descartes:
“Todo lo que no es extenso o derivado de lo extenso pertenece, según Descartes, al
pensamiento. De aquí se deduce en primer lugar y según es sabido que las cualidades
que el sentido común y la filosofía tradicional refieren a la materia pasan a formar
parte del pensamiento. […] Sin duda, pertenecen al pensamiento en tanto este está
vuelto al cuerpo y pertenecen a él; pero dado el caso, sería preciso decir que
pertenecen, sin más, al pensamiento, porque la presencia de la imaginación y de los
sentimientos no constituyen una prueba indiscutible de las cosas materiales”
Hamelin, op. cit. p. 182

En contra de esta opinión, Hessen es un autor que coloca a Descartes en la fila de los realistas. En Teoría del
conocimiento afirma que la pregunta por la esencia del conocimiento dio lugar a tres corrientes, el realismo, el
idealismo y el fenomenalismo. Dentro del realismo, identifica tres alternativas: el realismo ingenuo, el realismo natural
y el realismo crítico y vincula a Descartes dentro de esta última junto con todo el racionalismo y empirismo moderno.
A diferencia del realismo natural, para quien nuestro conocimiento del objeto se corresponde con la constitución propia
del objeto, el realismo crítico considera que las propiedades sensibles o secundarias del objeto se dan solo en el plano
de la representación y no se corresponden con las propiedades del objeto real. Por ejemplo, el sabor dulce o el color
blanco del azúcar son manifestaciones subjetivas del objeto, pero no propiedades del objeto mismo. Por esta razón este
realismo es crítico. Ahora bien, aún es una forma de realismo porque considera que hay objetos reales, independientes
de la experiencia que causan nuestras representaciones.
En este punto quisiéramos señalar que si bien aceptamos que Descartes es en muchos sentidos un realista, no creemos
que lo sea por las razones que llevan a Hessen a considerarlo de esta manera.
En primer lugar, podría servirnos la distinción entre un realismo gnoseológico y un realismo metafísico. El primero es
realismo que estamos analizando en este trabajo, aquel que considera que el sujeto no impone ningún tipo de forma al
objeto sino que refleja mediante el pensamiento la estructura del objeto en sí mismo. El realismo metafísico no pone
énfasis en el modo de conocer al objeto sino en su constitución ontológica. Según Ferrater Mora el realismo metafísico
afirma que “las cosas existen fuera e independientemente de la conciencia o del sujeto” (Ferrater Mora, op. cit. p. 539)
Ahora bien, considerar que Descartes es un realista crítico porque acepta la existencia de las cosas materiales, a pesar
de que el conocimiento sobre ellas no se corresponda con su modo de ser, sería basarse en el concepto de realismo
metafísico, pero no en el gnoseológico.
Por otro lado, es incorrecto afirmar que la única diferencia que existe entre lo que Hessen llama realismo natural y la
concepción de Descartes es que para este último las propiedades secundarias son subjetivas mientras que para el
primero no. La actitud frente a la existencia del mundo también es distinta. Para Aristóteles y Tomás, máximos
representantes del realismo natural, la existencia de las cosas materiales es un dato de los sentidos y un supuesto en
toda indagación sobre el conocimiento, mientras que para Descartes la materia es susceptible de duda. Recordemos la
debilidad de los argumentos que prueban la existencia de la materia. Estos solo sirven en la medida de que Dios brinde
la garantía de que no estamos siendo sistemáticamente engañados. Por esta razón no parece adecuado acercar a
Descartes con el realismo aristotélico – tomista en relación a la creencia de la existencia del mundo material. Aristóteles
y Tomás ni siquiera le encontrarían sentido a este cuestionamiento porque parten del presupuesto gnoseológico de que
lo conocido es la “cosa misma” y no una entidad mental. Cf. Suma Teológica, cuestión 85, art. 2.
10
sin más algún tipo de acción transitiva del primero sobre la segunda. Los vínculos causales que se dan entre
las sustancias extensas no pueden extenderse al pensamiento. Apelar a la glándula pineal y a los espíritus
animales como lo hace en Tratado de las pasiones de alma tampoco clarifica el asunto porque sigue en pie
el problema de cómo un órgano material se vincula con una sustancia no material.

Ahora bien, siguiendo a Hamelin, una manera de resolver este problema atribuirle al pensamiento una
completa independencia de la materia y aceptar que el alma posee un arsenal de ideas innatas que le permite
conocer las cosas externas. Estas ideas no solo serían ideas relacionadas con las propiedades primarias de
las cosas –tamaño, forma, etc.-, sino también ideas de propiedades secundarias como el color, el sabor, el
olor, etc. En el texto Réponse au placard de Regius encontramos apoyo a esta afirmación:

Todo el que haya comprendido hasta donde se extienden nuestros sentidos y qué es lo que
en rigor pueden llevar hasta nuestra facultad de pensar, debe confesar […] que ellos no
nos representan las ideas de las cosas tales como nosotros las formamos en nuestro
pensamiento; de manera que, salvo ciertas circunstancias que no pertenecen sino a la
experiencia, no hay nada en nuestras ideas que no sea natural al espíritu o a su facultad
de pensar […]

Aquí encontramos afirmaciones de tinte plenamente idealistas. Lo conocido por el sujeto de los objetos
materiales no es un dato obtenido por los sentidos, sino que son las ideas innatas las que permiten pensar la
cosa presentada por los sentidos. A continuación aclara esta tesis:

Por ejemplo, es únicamente la experiencia la que nos hace juzgar que estas o aquellas
ideas, actualmente presentes en nuestro espíritu, se refieren a algunas cosas que están
fuera de nosotros: pero si juzgamos así, no es en verdad porque esas cosas la hallan
transmitido a nuestro espíritu por intermedio de nuestros órganos de los sentidos tales
como las percibimos, sino porque le han transmitido a nuestro espíritu algo que le ha
servido de ocasión para que, por la facultad natural que él tiene, las formara en ese
momento y no en otro. Pues como nuestro autor asegura en el artículo 19, según los
principios de mi doctrina, lo único que los sentidos pueden llevar, desde los objetos
externos hasta el alma son ciertos movimientos corporales; pero ni esos movimientos ni
las figuras que de ellos provienen son concebidos por nosotros con la forma que afectan
en los órganos de los sentidos […]

Es decir que los sentidos interactúan de un modo exclusivamente mecánico con los objetos materiales, esto
es, mediante acciones por contacto directo entre sus partículas. Esos movimientos son elaborados
subjetivamente a partir de ciertas ideas innatas y dan lugar a las ideas adventicias que representan a los
objetos externos.

De donde se infiere que hasta las ideas del movimiento y de las figuras son innatas en
nosotros y que con más razón deben serlo las ideas del dolor, de los colores, de los sonidos
y de tantas otras cosas parecidas, a fin de que nuestro espíritu, en ocasión de ciertos
movimientos corporales con los cuales no tiene ningún parecido, pueda representarlas”26

De modo que el papel de los sentidos no es el de trasponer las propiedades de las cosas al pensamiento; su
papel no es cognoscitivo sino más bien práctico, permiten que se evite lo dañino y se busque lo beneficioso

26
Citado por Hamelin, O. op. cit, p. 186, nota 1
11
para el cuerpo. El carbón incandescente no es rojo ni caliente en sí mismo, pero ese modo de representarlo
es una consecuencia útil de las interacciones mecánicas del objeto con la vista y el tacto para que el sujeto
evite tocarlo y lastimarse.

Aquí emerge una tensión entre el idealismo y el realismo cartesiano que debemos resaltar. Recordemos que
el supuesto realista del argumento ontológico es que las ideas claras y distintas son un reflejo del objeto.

No obstante, acabamos de afirmar las propiedades del objetos externos no tienen una manifestación directa
en las ideas del sujeto sino que el sujeto ya posee ciertas ideas que le permiten conocer la cosa externa. En
este sentido, si el pensamiento parece ser totalmente independiente de la realidad externa, debemos
preguntarnos en qué medida puede afirmarse que las ideas claras y distintas de las propiedades primarias
reflejan pasivamente al objeto.

La solución es que si en alguna medida hay un componente realista en la concepción de las ideas innatas,
este realismo es más próximo al de Platón que al de Aristóteles. No es porque veamos cosas triangulares
que adquirimos, por abstracción, la idea de triangulo, sino que la idea de triangulo refleja una esencia
verdadera e inmutable que es independiente de la voluntad del sujeto y de cualquier cosa material existente.
En la quinta meditación Descartes afirma:

“Y lo que encuentro aquí más digno de nota es que hallo en mí infinidad de


ideas de ciertas cosas, cuyas cosas no pueden ser estimadas como una pura nada,
aunque tal vez no tengan existencia fuera de mi pensamiento, y que no son
fingidas por mí, aunque yo sea libre de pensarlas o no; sino que tienen
naturaleza verdadera e inmutable. Así, por ejemplo, cuando imagino un
triángulo, aun no existiendo acaso una tal figura en ningún lugar, fuera de mi
pensamiento, y aun cuando jamás la haya habido, no deja por ello de haber cierta
naturaleza, o forma, o esencia de esa figura, la cual es inmutable y eterna, no ha
sido inventada por mí y no depende en modo alguno de mi espíritu” 27

Por consiguiente, podemos concluir que si bien el pensamiento y sus ideas innatas son totalmente
independientes de la materia, con respecto a las verdades matemáticas o a la naturaleza divina las ideas
claras y distintas le sirven como medios transparentes para captar su esencia.

Conclusión.

A lo largo de estas páginas repasamos la argumentación de Meditaciones metafísicas con el fin apoyar la
interpretación que hace de Descartes el fundador del idealismo moderno. Afirmamos que si el idealismo es
la doctrina que considera que en el acto de conocer el sujeto es el determinante por sobre el objeto, Descartes
realiza un planteo idealista en la medida que coloca al sujeto y sus representaciones como la única certeza.
En contraste con el realismo, para quien el objeto y sus determinaciones son un dato dado al sujeto,
Descartes se posiciona como idealista en la medida en que se dedica a la tarea de tener que demostrar la
existencia y congnoscibilidad de algo más por fuera del ámbito de la subjetividad. Y esta posición se vuelve

27
Descartes, R. Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, traducción y notas Vidal Peña, Madrid, Editorial
Alfaguara, 1977, p. 54 (cursivas mías)
12
más acentuada cuando, en relación a las sustancias extensas, luego de probar su existencia establece que los
sentidos no dan un acceso cognoscitivo a su naturaleza.

No obstante, también pudimos identificar componentes realistas en el planteo cartesiano. En primer lugar,
destacamos un gesto realista en la presentación del yo como una sustancia luego de que fuera constatada su
existencia como una evidencia que resiste todo ataque de la duda metódica.

Además, su concepción de las ideas claras y distintas es realista ya que asume que estas son un medio
trasparente por el cual el sujeto capta las propiedades esenciales y necesarias de las cosas. Esta es la clave
del argumento ontológico que desarrolla en la quinta meditación: lo que se capta con claridad y distinción
en la idea de Dios, le pertenece necesariamente a Dios.

Para concluir podríamos preguntarnos si las pretensiones realistas que ostenta Descartes en relación al
conocimiento racional es coherente con el giro idealista que funda su sistema. Hay razones para responder
negativamente esta respuesta.

El gran problema al que se enfrenta Descartes luego de superar mediante el cogito la duda metódica es
recuperar la seguridad en la razón como fuente de conocimiento seguro. Porque si algo resulta claro en el
planteo cartesiano es que, al menos con respecto al conocimiento intelectual, sus pretensiones son
plenamente realistas. Ahora bien, si le adjudicamos a la duda inicial una función real dentro del sistema
cartesiano, tenemos que afirmar que la intuición intelectual no puede legitimarse a sí misma sino que
necesita de un garante externo. Debe encontrar una garantía de que aquellas ideas claras y distintas que tiene
el sujeto se corresponden al objeto que representan.

Lo que en nuestra opinión resulta problemático es que una vez dado el paso idealista de reducir al sujeto a
su interioridad y quemar mediante la duda metódica los puentes hacia el exterior que brindaban los sentidos
y el intelecto, Descartes necesita a Dios como garante de que la razón refleje fielmente al objeto. De este
modo el planteo cartesiano del argumento ontológico tiene un problema que no tuvo el de San Anselmo:
para que este argumento funcione necesita que la existencia de Dios ya este demostrada. Por consiguiente,
el idealismo cartesiano limita y condiciona fuertemente sus pretensiones realistas.

Creemos que esta dificultad, que podemos reexpresarla como la dificultad de justificar el valor objetivo de
los conceptos a priori, solo alcanzó una respuesta coherente en el idealismo trascendental kantiano, es decir,
un idealismo completo en el sentido de que renuncia a pretensiones realistas y asume plenamente el carácter
subjetivo del conocimiento.

Coincidimos con Gilson en su afirmación de que el único realismo posible es aquel para el cual la
cognoscibilidad de la cosa es un presupuesto y no algo por demostrar. Por consiguiente, desde el momento
en que se problematiza la capacidad de la razón de acceder a la estructura íntima de la cosa, como hace
Descartes, queda vedada toda respuesta realista al problema de la esencia del conocimiento.

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Bibliografía principal

 Descartes, R. Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, traducción y notas Vidal


Peña, Madrid, Editorial Alfaguara, 1977
 Descartes, R. Los principios de la filosofía, México, Universidad Nacional Autónoma de México,
1987

Bibliografía secundaria

 Carpio, A. Principios de Filosofía. Una introducción a su problemática, Buenos Aires, Editorial


Glauco, 2004
 Ferrater Mora, J. Diccionario de Filosofía, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1964
 Garcia Morente, M. Lecciones preliminares de filosofía, México, Ediciones Porrúa, 1980
 Gilson, E. El realismo metódico, Madrid, Editorial Rialp, 1974
 Hamelin, O. El sistema de Descartes, Buenos Aires, editorial Losada, 1949
 Hessen, J. Teoría del conocimiento, Buenos Aires, Losada, 2006

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