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El lado malo de la virtud

Excélsior columna editorial de José Elías Romero Apis 24/04/2015 01:14

Todo hombre sensato quiere tener gobiernos virtuosos. Pero todo hombre realista sabe que las
virtudes no siempre son buenas para todo tiempo y lugar. Por ejemplo, pensemos en el gobierno
honesto. Todos decimos desearlo, pero ¿todos los gobernados quieren que nuestros gobiernos
apliquen las leyes?

¿Todos los gobernantes quieren legalidad, honestidad y justicia? ¿Todos los mexicanos, de verdad,
quieren castigo para el infractor? No estoy muy seguro de ello.

El gobierno honesto funciona bien en las sociedades honestas, como Finlandia y Dinamarca. Pero
en la Región 4 no siempre sería benéfico porque el gobierno honesto exige que, también, lo sean
los ciudadanos. Y, mientras más cumplidor lo es de su honestidad más la exige de sus gobernados.
El gobierno que no es transgresor no permite que los ciudadanos violen la ley laboral ni la ley fiscal
ni, mucho menos, la ley penal. Vamos, ni siquiera lo permite con la ley vial. Castiga fieramente al
que no paga los impuestos, pero, también, al que no respeta la velocidad de tránsito.

En la zona latinoamericana, la honestidad gubernamental casi siempre lleva a la represión porque


la infracción no es excepcional, sino generalizada. Se tendría que castigar a tantos infractores que
parecería un gobierno represor.

Pensemos en otra virtud y veremos que el gobierno transparente es, también, el más intrusivo. Yo
me desnudo, pero también te encuero. Te muestro mis cuentas, pero muéstrame las tuyas. Me
someto a la auditoría gubernamental, pero te atienes a la auditoría fiscal. Te enseño mis
despilfarros, pero me enseñas tus derroches. Te platico todo, pero te escucho todo. Te explico mis
concesiones, pero me explicas tus sociedades. Te sincero mi gobierno, pero me confiesas tu
negocio.

Otro caso sería el gobierno tolerante. El que nos permite todo, pero, también, se permite todo. El
que no se escandaliza de nuestras faltas, pero tampoco de las suyas. El que no se siente autorizado
para exigirnos, pero tampoco se siente obligado para cumplirnos. El que, de alguna manera, es el
opuesto a los dos anteriores que mucho se exigen, pero que mucho nos exigen. Este gobierno, por
el contrario, ni nos pide ni nos da.

¿Qué no decir del gobierno aristocrático? El que está integrado por puros funcionarios
proverbialmente inteligentes, magistralmente preparados, perfectamente experimentados. Pero
estas tecnocracias han llegado a pensar que los ciudadanos sólo reclamamos sandeces y que los
presidentes sólo ordenan estupideces.

Son los que creen que la pobreza es una estadística porcentual y no un drama humano. Los que
consideran que la delincuencia es una resultante multicausal y no una alteración de la calidad de
vida. Los que suponen que la democracia es un sistema de gobierno y no una cultura de
convivencia. Los que, en fin, piensan que la soberanía, la libertad y la justicia son materias de
estudio académico y no instrumentos de poder político.

Sigo ejemplificando. Desde muy joven abracé el federalismo como lo viven los estadunidenses.
Congresos locales legislando a su gusto en sus materias. Gobernadores que no tengan que
reportarse con el secretario de Gobernación. Federalismo sin mandos únicos, ni legislaciones
uniformes, ni modelo idéntico, ni auditoría central, ni desafuero de gobernadores, ni desaparición
de poderes.

Pero, para el ejercicio real del federalismo se requiere suficiente autoridad local y, en México, hay
estados en plena ingobernabilidad. Otros más se encuentran entre la subgobernabilidad y la
infragobernabilidad. Sólo algunos gozan de una gobernabilidad más o menos normal.

Así, sólo nos quedaría acometer a la mitad de los estados, instalarles protectorados y tratarlos
como a los viejos territorios federales. O, por el contrario, respetar su libertad interior y pagarlo
con el precio de un vacío de poder. Es decir, o nos volvemos intervencionistas o nos volvemos
secesionistas. O los sometemos o los perdemos. Son decisiones reservadas para los políticos de
muy alto refinamiento.

Mi pretérita juventud me hizo abrazar la democracia de los franceses con su cohabitación plural y
su pluripartidismo ideológico. Sin renegar de que las elecciones son caras y que los diputados son
muchos. También abracé el constitucionalismo de los ingleses sin la militarización de la policía, la
centinelización de la justicia o la gendarmerización de la política.

Mucho me sedujeron el orden estructural de los alemanes y el desorden funcional de los italianos,
tan contradictorios entre sí pero ambos tan provechosos en sí mismos. Y mucho me atrajo la
división de poderes donde el mismo mandamás no expidiera, al mismo tiempo, la ley y la
sentencia.

Más tarde, la edad mi hizo abrazar la política real y aceptar la difícil aleación de la ciencia y el arte,
de la razón y la inspiración, de la inteligencia y la intuición.

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