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Así y todo, el Heike Monogatari igualmente vale la pena, por motivos literarios: creó un
imaginario que se sigue manteniendo tenazmente, mérito nada menor de una escritura.
La Historia de Heike destila el sabor agridulce de lo heroico, la atracción fatal de la
hazaña imposible, el abrazo tibio de la muerte.
¡Mucho hay que pecar para reunir 108 motivos! Resulta exagerado. Así y todo, resulta
atractiva la idea de un sonido que crea vacío, un ámbito insondable en el que resulta
posible recomenzar. Este es el motivo por el que releo con gusto el comienzo del Cantar
de Heike. Sumamente humana es la intuición de unos pasos (aquí numerados hasta 108)
que conducen a la metanóia, transformación que propicia un giro personal completo,
pero sin abandonar este mundo.
La abrumadora música del noise contemporáneo construye vacío desde el bullicio: ¿por
qué no concebir la creación de un ámbito redentor desde el barullo de las palabras y
obras que nos han sido impuestas? Allí es donde veo pleno sentido a la costumbre de
numerar los pecados. En el badajo que golpea percibo los latidos urgentes de un bronce
que purifica.
Llevado por el sonido de la campana del templo central del antiguo Kioto (que por
cierto recorrí centenares de veces), dejo que el anuncio inicial de 100 entradas de la
serie "Desear el Zen" se extienda hasta 108. Aquí acaba un retazo de vida y escritura
para que en su momento aparezcan otros. Es esta una forma de anunciar un final y a la
vez un nuevo ciclo.
La del nido es una imagen recóndita y a la vez impactante ya que, hablando con
precisión, el Zen anida en nosotros antes y después de recorrer el camino del que
siempre hablamos. Pero el Zen hace nido en nosotros igualmente en el transcurso del
viaje: nel mezzo del cammin di nostra vita, arranca diciendo el poeta.
Cabe insistir una y otra vez que la experiencia del Zen se compendia en el muy
machadiano hacer camino al andar. En efecto, el objetivo indisimulado del Zen no es
otro que cambiar de forma progresiva lo que somos. Vale decir: el Zen persigue
modificar lo que somos a medida que progresamos en el oficio de vivir.
"La vida cotidiana es el camino", afirma Sekkei Harada. Esta sentencia hay que saber
entenderla: lo que llamamos "camino" lo vivimos como conciencia cotidiana, o sea
como algo que se tramita y se transita en la propia y cotidiana capacidad de volver
consciente lo que uno vive. A su vez, mencionar "lo cotidiano" remite en cada caso a "lo
inmediato". De modo que manifestar o producir "conciencia inmediata" (la cual incluye
conciencia de lo inmediato), "eso" (para citar la definición de Eihei Dôgen), y no otra
cosa, es "el camino".
De allí que una sutra tan venerable como Avatansaka se atreva a afirmar: "lo único que
existe es la mente cotidiana". Este aforismo de fuente budista no podría ser más radical
y valiente, siempre y cuando se midan sus implicancias. Porque la sentencia
(aparentemente general y platónica) engloba toda la persona (cuerpo, mente, emoción,
lenguaje, circunstancias). O sea: incluye "eso que surge" cuando decimos o pensamos el
término "persona". En suma: "lo único que existe" es nuestro modo concreto de vivir en
el proceso de hacerlo, una y otra vez, consciente.
El Zen "hace camino" en una persona cuando "se solapa" (como un guante perfecto en
imperfecta mano) o "encarna" (haciéndose carne de una carne) la forma circunstancial
de la vida de cada cual …la cual "vida" traduce una figura mediante la cual se exhibe
(en cada momento, en cada ciclo) el vacío potencial de una mente y un corazón vivos.
Lo que de entrada parecía abstracto (véase como testimonio mi sinuoso razonar) puede
volverse peligrosamente concreto y cercano (si es capaz de desencadenar una práctica).
Tanto que cabe preguntarse: ¿estamos dispuestos a bancarnos algo que se sitúa tan al
alcance de la mano? Porque, a veces, los dedos que tocan materia incandescente se
acaban chamuscando.
Zen es atreverse a ser aquello que ya somos, estemos donde estemos y del modo en que
nos toque serlo. Claro que quien juega con fuego se acaba quemando: el Zen cambia de
a poco lo que creíamos ser (¡incluso lo que queríamos, o pretendíamos, o
imaginábamos, o fantaseábamos, ser!). Al cambiar nuestra mirada, también se
modifican los parajes (exteriores e interiores) que solíamos frecuentar.
Los más grandes recordarán una novela de los 60, Miedo a volar. El Zen cura el vértigo
del vuelo, acentuando el cuidado para aprender a volar de verdad.
Como saben unos cuantos, el Zen atrae a montañeros, cultores del trekking, karatekas,
parapentistas, yudokas, maratonistas, esquiadores, submarinistas, surferos, yoguis. Los
suelo observar con atención. Están en buena posición para entender (otra cosa es que lo
adviertan) que no existe estabilidad fuera de un movimiento uniformemente equilibrado
en el vacío.
¿Qué suponía el ayuntamiento que iba a encontrar al abrir el melón del karma? No me
interesa criticar al gobierno de la ciudad de Barcelona, cuya actuación es defendible. Me
interesa preguntarme: a estas alturas ¿qué entiende la gente cuando sale a colación lo
oriental?: ¿en qué condiciones resulta posible divulgar, abrir, publicar un arcano al
parecer opaco y de lo más abstruso?; ¿qué conseguimos entender de todo eso?; ¿vale la
pena?
El Zen vuelve cierto el adagio de Cesare Pavese: la única auténtica alegría en la vida es
comenzar.
En Barcelona, una campaña municipal divulga en sus carteles la idea de karma como
boomerang vengativo contra quienes viajan sin billete. De modo algo confundente, el
programa se llama Karma.
El karma del colado, amenazan los anuncios, consiste en pagar 100 euros cuando es
descubierto in fraganti. En cambio, en Japón, karma es algo que cada uno lleva
interiorizado, por el hecho de vivir inmerso en ese paradigma. Allí le llaman giri: deber
de retribución al beneficio de formar parte del colectivo (la primera retribución consiste
en no hacerle trampa al sistema social). Vean hasta qué punto cambian los
razonamientos, según las culturas.
La observación muestra que, más allá de este o aquél esquema de razonamiento, en las
sociedades modernas nadie duda que (al menos en teoría) es deber cívico no colarse en
el transporte público. Desde allí, las culturas plantean disyuntivas.
- Si abonamos la tarifa solo para zafar del temor a que nos caiga encima el rayo del
karma municipal (en forma de automatismo retributivo en manos de un funcionario),
estaríamos manteniendo la misma perversión mental de suponer (y supeditarnos a) una
especie de justicia a posteriori, poder drástico que da a cada cual lo que merece (según
tarifa impresa).
- Regirse en cambio por puro deber colectivo, transforma a la sociedad una especie de
deus absconditus que no se confiesa tal, una providencia ya no divina sino diluida en el
cuerpo social (me recuerda a Gramsci afirmando que ideología es el cemento que
cohesiona el cuerpo social). Solo cuando falla el policía interno aparece la autoridad
uniformada, ceñuda, municipal: la multa como argumento en segundo grado.
Los franceses solían decir, con bastante sorna: le debut de la sagesse est la peur du
gendarme. ¡Larga y trabajosa la tarea de extirpar de raíz el recurso al temor y/o a la
magia (siempre van juntos) como argucias para sostener la convivencia social!
Cambiar la vida en uno enseña a obrar en beneficio de los demás. Es la grata paradoja
del Zen: el que ama, gana. Porque existe en cada persona la coordenada de querer ganar.
Así podemos vislumbrar una paradoja que, como un koan, podemos enunciar de este
modo prudente: a más abandonar, más recuperar. Esa dinámica se vive con intensidad
en la práctica del zazen, que está hecho de continuo abandono y de previsible
recompensa.
Somos únicamente aquello que vivimos, aunque a veces esta simple verdad no nos
quepa en la mollera. La realidad material (inevitable) el Zen la vuelve hermosa, carnal,
jugosa, fructífera para la persona y su entorno. Lanzada al centro del estanque, una
piedra dibuja ondas que se esparcen, sinuosas, suaves: ¡ese es el pequeño prodigio del
suminagashi!
Cada vez que se ofrece ocasión, recuerdo que el Zen actúa como el suminagashi: desde
el centro hacia afuera, en completo silencio, dejando que la forma se esparza por el agua
libremente y descubra cuál es su modo peculiar de manifestarse.
¿Qué es ese arte plástico japonés llamado suminagashi? Consiste en pintar, en el agua,
círculos que flotan y producen formas arrancadas al vacío, colores dispuestos a
entreverarse, fronteras de líneas evanescentes y porosas. Todo resulta posible para un
pincel expresivo: todo consigue ser dicho sin hablar. El silencio del pincel se transforma
en grito que atemoriza las barreras y las invita a de a poco desaparecer. ¿Qué otra
técnica pintaría mejor la vibración íntima de una existencia bien vivida?