You are on page 1of 7

“Reflexiones diversas acerca de ¿qué es la literatura?


Antología para Literatura de 6°Año
Colegio ESTUDIANTES de LA PLATA

¿Alguna vez la enseñanza de la literatura se preguntó por su objeto?


Digamos que, mientras la literatura que se leía en la escuela estaba exigida por las políticas
y los conflictos culturales que trajo aparejada la inmigración de principios del siglo XIX, la
pregunta no era necesaria. La pregunta, entonces, estaba demás, en la medida en que lo
seleccionado, el recorte, concebido como un todo, se ajustaba a una concepción de la
literatura construida alrededor de la norma culta. Esa pregunta recién se formulará en las
aulas en la década de 1960 y se plasmará como crítica, promoviendo una impostergable
revisión del objeto, a fines del siglo XX. El concepto “literatura” - Portal educativo del
Estado (www.educ.ar)

El fin (Einstellung) del mensaje en tanto tal, el acento que se pone sobre el mensaje por su
propia cuenta es lo que caracteriza la función poética del lenguaje. Esta función no puede
estudiarse con provecho si se pierden de vista los problemas generales del lenguaje, y, por
otro lado, un análisis minucioso del lenguaje exige que se tome muy en cuenta la función
poética. Todo intento de limitar la función poética a la poesía, o de confinar la poesía a la
función poética, no llevará más que a una simplificación excesiva y engañosa. La función
poética no es la única función del arte del lenguaje, no es más que la función dominante,
determinante, mientras que en las demás actividades verbales no juega más que un papel
secundario, accesorio. Roman Jakobson. “Lingüística y poética”, en Ensayos de
lingüística general. Barcelona: Seix Barral, 1975.

En nuestras relaciones cotidianas, a veces decidimos muy apresuradamente que los detalles y
las digresiones del relato que alguien nos hace no son pertinentes y que nuestro interlocutor
viola el principio de cooperatividad. Pero en literatura, este principio está “hiperprotegido”, en
el sentido de que presuponemos la pertinencia y el valor de los momentos oscuros, aberrantes y
digresivos. Cuando el relato literario parece que no obedece a las reglas de la comunicación
eficaz, es que está al servicio de una comunicación diferente e indirecta. Habría que acumular
una inmensa suma de incomprensiones y de frustraciones frente a un texto para hacernos
decidir que no hay gestión de comunicación cooperativa, pues en literatura hasta la
impertinencia de los detalles puede ser un componente significativo del arte. En suma, lo que
distingue a Muerte en Venecia del relato de la muerte de un tío que haría un amigo es sobre
todo que tenemos buenas razones para suponer que el primer relato será rico, complejo, “valdrá
la pena” escucharlo o leerlo, tendrá una unidad y demás propiedades de la literaturidad…
Jonathan Culler. “La literaturidad”. Teoría literaria. México: Siglo XXI, 1993.

1
Se dice que a fuerza de ascesis algunos budistas alcanzan a ver un paisaje completo en un
haba. Es lo que hubiesen deseado los primeros analistas del relato: ver todos los relatos del
mundo (tantos como hay y ha habido) en una sola estructura: vamos a extraer de cada
cuento un modelo, pensaban, y luego con todos esos modelos haremos una gran estructura
narrativa que revertiremos (para su verificación) en cualquier relato: tarea agotadora
(“Ciencia con paciencia. El suplicio es seguro”) y finalmente indeseable, pues en ella el
texto pierde su diferencia. […]
Por lo tanto, hay que elegir: o bien colocar todos los textos en un vaivén demostrativo,
equipararlos bajo la mirada de la ciencia in-diferente, obligarlos a reunirse inductivamente
con la copia de la que inmediatamente se los hará derivar, o bien devolver a cada texto no
su individualidad, sino su juego, recogerlo –aun antes de hablar de él- en el paradigma
infinito de la diferencia, someterlo de entrada a una tipología fundadora, a una evaluación.
¿Cómo plantear pues el valor de un texto? ¿Cómo fundar una primera tipología de los
textos? La evaluación fundadora de todos los textos no puede provenir de la ciencia, pues la
ciencia no evalúa; ni de la ideología, pues el valor ideológico de un texto (moral, estético,
político, alético) es un valor de representación, no de producción (la ideología no trabaja,
“refleja”). Nuestra evaluación sólo puede estar ligada a una práctica, y esta práctica es la de
la escritura. […]

¿Por qué es lo escribible nuestro valor? Porque lo que está en juego en el trabajo literario
(en la literatura como trabajo) es hacer del lector no ya un consumidor, sino un productor
del texto. Nuestra literatura está marcada por el despiadado divorcio que la institución
literaria mantiene entre el fabricante y el usuario del texto, su propietario y su cliente, su
autor y su lector. Este lector está sumergido en una especie de ocio, de intransitividad, y,
¿por qué no decirlo?, de seriedad: en lugar de jugar él mismo, de acceder plenamente al
encantamiento del significante, a la voluptuosidad de la escritura, no le queda más que la
pobre libertad de recibir o rechazar el texto: la lectura no es más que un referéndum. Por lo
tanto, frente al texto escribible se establece su contravalor, su valor negativo, reactivo: lo
que puede ser leído pero no escrito: lo legible. Llamaremos clásico a todo texto legible.

La retórica clásica, cuya interrogación no está aún cerrada, notaba en el empleo de las
figuras, es decir en un lenguaje que se desdobla para cercar un espacio y destacar su
distancia, uno de los rasgos específicos de la función que hoy llamamos literaria. La
literariedad de la literatura estaría así oscuramente ligada a ese espacio interior donde se
enturbia, y por eso mismo se revela, la literariedad del lenguaje, a ese sutil intervalo
variable, a veces imperceptible, pero siempre activo, que se introduce entre una forma y un
sentido, abriéndose a otro que convoca sin nombrarlo. Pero la literatura toda -letras, líneas,
páginas, volúmenes- ¿acaso no dibuja como una inmensa figura siempre perfecta, jamás
acabada, cuyo texto inmediato hablaría, interrogativamente, de una significación más
distante-más que distante-y sólo ofrece para descifrar, como una huella en el suelo, la
evidencia de su retracción? Roland Barthes. S/Z. México: Siglo veintiuno editores, 2000
[1970]: 1-2.

2
Los saberes con los que se construyen los textos literarios hablan de la sociedad de un modo
que no puede ser directamente traducido en términos de contenido: indican cuáles son los
tópicos del imaginario colectivo. La literatura ofrece mucho más que una directa
representación del mundo social. Ofrece modalidades según las cuales una cultura percibe esas
relaciones, la posibilidad de afirmarlas aceptándolas o cambiándolas. La literatura puede
ofrecer modelos según los cuáles una sociedad piensa sus conflictos, juzga las diferencias
culturales, se coloca frente a su pasado o imagina su futuro. Beatriz Sarlo. “Literatura e
Historia”. Boletín de Historia Social Europea, nº 3. La Plata, Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación, 1991: 25 a 36.

Pero la piedra de toque en la diferencia entre best seller y literatura es la sinceridad,


elemento irreductible y verdadera divisoria de aguas. De un lado, están los usos directos y
veraces de la palabra, el transcurso utilitario del verbo en la sociedad: aquí confluyen los
«Buenos días», «Te amo», «Paso a buscarte a las ocho», y el best seller. Del otro lado, ese
peculiar cuestionamiento de la significación al que llamamos Literatura. La
incompatibilidad es absoluta; en este rubro debe anotarse el fracaso de ciertos escritores,
formados en hábitos propiamente literarios, para escribir best seller. La literatura es falaz
en dos planos: usa una palabra cuyo valor de cambio deja de ser su sentido directo, y pone
en escena el teatro de ese uso perverso. El best seller es simétricamente veraz en dos
planos: dice lo que quiere decir, y lo ofrece como lo que es.

Ahora bien: la literatura, que es experimentación, podría hacer el experimento (ya que ha
hecho tantos) de practicar una escritura totalmente sincera, no más acá sino más allá de su
falacia constitutiva. De ese modo, dando una vuelta completa, podría dar un aceptable
simulacro de best seller. Ese experimento fue hecho hace unos años, y con excelente
resultado: El amante, de Marguerite Duras. Es asombroso constatar el olfato del público
adquirente, en estos casos. César Aira. “Best seller y literatura”. ABC Cultural, 1 de
abril de 2000.

“Literatura” no es un término transhistórico que designa el conjunto de las producciones de


las artes del habla y la escritura. La palabra cobró muy tardíamente este sentido que hoy es
común. En el espacio europeo, recién en el siglo XIX quedó atrás su anterior sentido de
saber de letrados, pasando a designar al arte mismo de escribir. El libro de Madame de
Staël, De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales,
publicado en 1800, está a menudo considerado como el manifiesto de este nuevo uso. Sin
embargo, muchos críticos hicieron como si se tratara meramente de un cambio de nombre:
se dedicaron entonces a establecer un vínculo entre acontecimientos y corrientes políticas
históricamente definidas, y un concepto intemporal de literatura. Otros buscaron tener en
cuenta la historicidad del concepto de literatura. Pero en general, lo hicieron en el marco
del paradigma modernista. Éste determina a la modernidad artística como la ruptura de cada
arte con el sometimiento a la representación, que lo había convertido en el medio de
expresión de un referente externo, y su concentración en una materialidad propia. La

3
modernidad literaria fue así definida como la disposición de un uso intransitivo opuesto a
su uso comunicativo. (...)
Este [paradigma modernista de las artes] busca fundar la autonomía de éstas en su propia
materialidad, obligando a reivindicar una especificidad material del lenguaje literario.
Ahora bien, ésta resulta inhallable. La función comunicativa y la función poética del
lenguaje no dejan de entrelazarse, tanto en la comunicación ordinaria, repleta de tropos,
como en la práctica poética que sabe desviar para su provecho enunciados perfectamente
transparentes.
(...)La frase de Rimbaud [“¿Qué alma hay sin defectos?”, ] no tiene que ver con un uso
propio, anticomunicativo, del lenguaje. Se define por un vínculo nuevo entre lo propio y lo
impropio, lo prosaico y lo poético. La especificidad histórica de la literatura no radica en un
estado o un uso específico del lenguaje. Depende de un nuevo balanceo de sus poderes, de
un nuevo modo que se convierte en acto al dar a ver y a oír. La literatura, en suma, es un
régimen nuevo de identificación del arte de escribir. Un régimen de identificación de un
arte es un sistema de relaciones entre prácticas, formas de visibilidad de dichas prácticas, y
modos de inteligibilidad. Es un nuevo modo de intervenir en el reparto de lo sensible que
define al mundo en que vivimos: el modo en que éste se hace visible para nosotros, y en
que lo visible se deja decir, y las capacidades e incapacidades que se manifiestan a través de
esto. Es a partir de esto que puede pensarse la política de la literatura “como tal”, su modo
de intervención en el recorte de los objetos que conforman un mundo común, de los sujetos
que lo habitan y de los poderes que éstos tienen para verlo, nombrarlo y actuar sobre él. (p.
15) Jacques Rancière, Política de la literatura. Paris, Galilée, 2007: 12 a 15.

Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al
pensamiento-al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía-, trastornando todas
las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando
una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro. Este
texto cita “cierta enciclopedia china” donde está escrito que “los animales se dividen en a)
pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f)
fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos,
j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que
acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. 1
En el asombro de esta taxinomia, lo que se ve de golpe, lo que por medio del apólogo, se
nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la
imposibilidad de pensar esto.
[…] No son los animales “fabulosos” los que son imposibles ya que están
designados como tales, sino la escasa distancia en que están yuxtapuestos a los perros
sueltos o a aquellos que de lejos parecen moscas. Lo que viola cualquier imaginación,
cualquier pensamiento posible, es simplemente la serie alfabética (a, b, c, d) que liga con
todas las demás a cada una de estas categorías. (pp.1-2)

1 “El idioma analítico de John Wilkins”, Otras inquisiciones. Emecé Editores, Buenos aires, 1960, p.142.

4
Este texto de Borges me ha hecho reír durante mucho tiempo, no sin un malestar cierto y
difícil de vencer. Quizás porque entre sus surcos nació la sospecha de que hay un desorden
peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene; sería el
desorden que hace centellear los fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la
dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito; y es necesario entender este término lo
más cerca de su etimología: las cosas están ahí “acostadas”, “puestas “, “dispuestas” en
sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar de acogimiento, definir
más allá de unas y de otras un lugar común. Las utopías consuelan: pues si no tienen un
lugar real, se desarrollan en un espacio maravilloso y liso […]. Las heterotopías inquietan,
sin duda porque minan secretamente el lenguaje , porque impiden nombrar esto y aquello,
porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la
“sintaxis” y no sólo la que construye las frases-aquella menos evidente que hace
“mantenerse juntas” (unas al otro lado o frente de otras) a las palabras y a las cosas. Por
ello las utopías permiten las fábulas y los discursos: se encuentran en el filo recto del
lenguaje, en la dimensión fundamental de la fabula; las heterotopías (como las que con
tanta frecuencia se encuentran en Borges) secan el propósito, detienen las palabras en sí
mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y
envuelven en esterilidad el lirismo de las frases. (p.3) Foucault, Michel, “Prefacio” a Las
palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1968.

Gelman hace un esfuerzo por traducir el dolor en arte o por traducir el dolor al arte desde el
texto más despojado de su obra: un repaso de su producción como de la bibliografía crítica
producida sobre su obra (cf. Bibliografía) nos permite sostener que el eje sobre el que se
centra Si dulcemente se liga a este ejercicio escriturario que trabaja lo político, no tanto
desde la posibilidad de la literatura de ¨decirlo todo¨ (cf. Derrida, 1998) sino más bien
desde la fuerza que al texto le imprime el decidir cómo decirlo, sin sujeciones, sin
normativas, sin prescripciones.
No aportaríamos nada nuevo al decir que Gelman cuestiona los presupuestos de la poética
sesentista: la crítica ya ha hablado de estas cuestiones (cf. Porrúa, 2002). Intentamos
simplemente insistir sobre un aspecto de su trabajo político. Aspecto que nos ha ayudado a
descubrir Derrida al remarcar que es la literatura el discurso social que tiene el derecho a
decirlo todo. No obstante, cabe reiterar, que este derecho a decirlo todo no supone tener la
obligación de decir algo ni, por otro lado, tener que hacerlo de una manera particular.
Estos otros aspectos que no están explicitados en las categorías derrideanas son claves a la
hora de pensar la literatura y, en nuestro caso particular, el poemario de Gelman nos
permite traerlo a la luz para, desde esta manifestación escrituraria, interrogar el
funcionamiento de esta forma del discurso en el seno de nuestro tejido sociocultural y, a la
vez, contribuir a discutir el modo en que se ha pensado desde Argentina el trabajo del
escritor. Analía Gerbaudo. “Sobre ¨lo político¨ en la poesía de Gelman: notas sobre una
sospecha”.

En el estudio de un período, podemos reconstruir con más o menos exactitud, la vida material, la
organización social general y, en una gran medida, las ideas dominantes. Es a menudo difícil de
precisar cuál de estos aspectos es determinante en el todo complejo, si es que tal aspecto

5
puede llegar a ser determinante. La separación de estos aspectos es, en un sentido, arbitraria; por
ejemplo, una institución importante como lo es el teatro seguramente tomará su color en grados e
intensidades diferentes, en relación a ellos. Pero, mientras que en el estudio de un período pasado
podemos separar aspectos de la vida particulares, y tratarlos como independientes, es obvio que esta
es sólo la forma en que se pueden estudiar, pero no vivenciar. Examinamos cada elemento en forma
disgregada, pero en la experiencia vivida en ese tiempo, cada elemento estaba en fusión con los
otros, como una parte inseparable del todo complejo. Y parece ser verdad, por la naturaleza del arte,
que es de esa totalidad que el artista obtiene su material; es en el arte donde el efecto de toda una
experiencia vivida se expresa y se hace corpórea. Relacionar una obra de arte con cualquier parte de
ese todo puede ser útil en distintas medidas. Pero en el análisis, es una experiencia común darse
cuenta de que uno ha investigado la obra en términos de las partes separables, y siempre queda un
elemento para el que no podemos encontrar un factor externo correspondiente. Es éste al que yo me
refiero como estructura de sentimiento. Es tan firme y definido como una estructura, pero está basada
en los más profundos y menos tangibles elementos de nuestra experiencia. Es un modo de responder
a un mundo particular que en la práctica no es experimentado como un modo alternativo a otros, sino
que es experimentado como el único modo posible. Sus medios, sus elementos, nos son
proposiciones o técnicas; son sentimientos relacionados que se materializan. De la misma manera, es
accesible a otros no a través de la argumentación lógica o las destrezas profesionales, por sí solos,
sino por experiencia directa – una forma y un sentido, un sentimiento y un ritmo – en la obra de arte,
la obra de teatro como un todo. Raymond Williams, El teatro de Ibsen a Brecht.

Cuántos jóvenes tendrán un flechazo desde las primeras páginas de La Chartreuse de


Parme, y se convencerán de inmediato de que sólo puede ser ésta la más bella novela del
mundo; reconocerán en ella la novela que siempre habían querido leer y que servirá de
piedra de toque para todo lo que leerán luego (…) eso es lo que nos sucedió como a tantas
generaciones que se sucedieron desde hace un siglo (…) en cuanto a saber si este milagro
se seguirá repitiendo y por cuánto tiempo es imposible decirlo; las razones de la fascinación
que ejerce un libro (su poder de seducción, que es algo distinto de su valor absoluto) se
deben a una cantidad de elementos imponderables. Si retomo hoy La Chartreuse sigue
teniendo (…) el envión de su música, su allegro con brio vuelve a cautivarme: esos
primeros capítulos en el Milán napoleónico, donde la historia con sus tiros de cañón, y la
experiencia individual andan juntos. El clima de pura aventura en el que se ingresa con un
Fabricio de 16 años que gira alrededor del húmedo campo de batalla de Waterloo entre
carros de vivanderos y caballos en fuga, es el de la verdadera aventura romanesca, marcada
por el peligro y la invulnerabilidad a la que se suma una fuerte dosis de candor. Los
cadáveres con los ojos abiertos, los brazos rígidos, son los primeros verdaderos cadáveres
con los que la literatura de guerra intentó explicar lo que era una guerra (…) ¿Es acaso el
hecho de pertenecer a una generación que vivió guerras y cataclismos políticos lo que me
convirtió, para toda la vida en un lector de La Chartreuse? A decir verdad, en mis recuerdos
personales, infinitamente menos libres y menos serenos, son las disonancias y los chirridos
los que dominan y no aquella música que arrastra pero tal vez sea más bien porque
proyectamos las aventuras stendhalianas sobre nuestra propia experiencia para
transfigurarla, como hacía Don Quijote, que nos consideramos hijos de una época cercana a
la de Fabricio (…). Una lectura histórica y política de La Chartreuse ofrece una vía fácil y
casi obligada, ya abierta por Balzac (que define a la novela como el Príncipe de un nuevo

6
Maquiavello); del mismo modo, que resultó fácil y obvio mostrar que la pretensión de
Stendhal de exaltar los ideales de libertad y progreso ahogados por la Restauración, resulta
del todo superficial. Pero, precisamente, la liviandad de Stendhal puede darnos una lección
histórica y política que no debe subestimarse, toda vez que nos muestra con qué facilidad
los ex jacobinos y los ex bonapartistas se convierten (o permanecen) miembros importantes
y activos del establishment monárquico. Que tantos posicionamientos y actos aún
arriesgados que parecían provocados por convicciones absolutas, hayan resultado luego
poca cosa, es un hecho que se ha visto muchas veces en Milán y otras partes; pero lo bello
en La Chartreuse es que se lo constata sin escándalo como una cosa natural”. Calvino,
Italo. “Pequeña guía de La Chartreuse para uso de los nuevos lectores”. [La
Repubblica, 1982. En Calvino, I. La machine littéraire. Paris: Seuil, 1990]

You might also like