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BLOQUE II

POLÍTICAS DE IDENTIDAD

Migraciones II
Grado en Antropología Social y Cultural
TEMA 3: La construcción de identidad en el sujeto migratorio

En este tema se pone de manifiesto una nueva visión a la hora de analizar los procesos de
construcción de identidad colectiva en las zonas fronterizas de estados vecinos donde el
movimiento migratorio es intenso y bidireccional. Esta nueva visión supera la visión oficial de los
inmigrantes como sujetos que salen de un Estado-nación (nacionales) y se asientan para siempre en
otro Estado-nación tal y como lo definen Claudio Bolzman, Rosita Fibbi y María Vial (1999) como
migración condenada a la asimilación en el país de acogida mediante un proceso inevitable, gradual,
lineal, endógeno, que culmina en la tercera generación perdiendo ya todos aquellos rasgos
específicos (lengua, cultura... del país de origen) al convertirse en miembros plenos del país de
acogida. Aquella visión oficial se empieza a cuestionar porque las condiciones socioeconómicas
imperantes a partir de los años ochenta no permiten este proceso de asimilación de forma que
acercan su visión a la europea que desde los años setenta habla de la doble pertenencia de los
migrantes, primero como bloqueo en los procesos de inserción tanto en las estructuras de formación
como de empleo, para pasar a hablar en los años noventa de la gestión de las estrategias identitarias
de los jóvenes siempre centrados en la que estos autores definen como problemática noción de
"segunda generación" poniendo como ejemplo la construcción de la identidad "beur" en Francia por
los jóvenes franceses que "debía ser el joven francés típico, con una sola y mínima diferencia:
descender de árabes, es decir, norafricanos", única gran tentativa a responder de manera diferente a
la religiosa ante el racismo institucional y popular en Francia (Zéraoui, Zidane; Marín Guzmán,
Roberto. 2006: "Árabes y musulmanes en Europa: historia y procesos migratorios", p:103). Y es
que, como señala Pablo Vila (1999), "las identidades se forman a partir de un complejo
entrecruzamiento de categorías y narrativas identitarias acerca de nosotros mismos y los Otros a
través del tiempo", por lo que, dice, no se debe hablar de "identidad" sino de "identidades" evitando
la idea de que existe una única identidad sino que la identidad responde a una construcción a través
del tiempo en un proceso de negociación con los "otros".
En el contexto transnacional, dice Vila, el proceso de construcción identitaria se encuentra
contaminado por el hecho de que las personas transitan de un sistema clasificatorio a otro en un tipo
de discurso que resulta central en esta construcción: las categorías sociales. Vila lo ilustra con lo que
sucede a uno y otro lado de la frontera entre EEUU y México: la Ciudad de El Paso y Ciudad Juárez
que define como un ámbito multicultural donde conviven mexicanos, méxicoamericanos,
afroamericanos y anglos. Resulta que al moverse de un país a otro se cambia de un sistema
clasificatorio a otro, pero se mantiene en ambos un lugar seguro en cada taxonomía. Vila pone como
ejemplo la categoría "chilango" que en México indica que es una persona nacida y criada en la
ciudad de México con las connotaciones de picardía, tendencia a emprender... sin embargo, al
cruzar la frontera de EEUU se convierte en un méxicoamericano (si vive en el sudeste) o un hispano
(si vive en cualquier otro lugar), es decir, adquiere una nueva identidad a los ojos de los otros que
viene acompañada de nuevas connotaciones a las que debe responder reconstruyendo su identidad
individual y social. El sistema clasificatorio mexicano se basa en la región de origen, mientras que
el estadounidense es racial y étnico y solo en la frontera están presentes ambos sistemas que
permiten categorizar y narrar a los otros y a nosotros mismos. En este sentido, Michael Kearney
(1994) considera la frontera como un rito de paso peligroso y ambiguo ya que nadie sabe si va a
atravesarla con la adecuada nueva identidad, y este peligro se acentúa en el caso de los pueblos
indígenas, sobre todo por la naturaleza fluida y problemática de la identidad indígena. Y nos dice
que, en primer lugar, el término estigmatizado "indio" surgió por oposición al término dominante
"europeo", pero posteriormente, con la formación de los nuevos Estados-nación y la necesidad de
forjar una identidad nacional homogénea, esa oposición pasó a ser ante el término "mestizo" que se
convertía en dominante frente a "indígena" que seguía siendo el marginal. Y, en segundo lugar, esta
identidad "indígena" es problemática por su indefinición, su identidad social se ha basado,
fundamentalmente en su comunidad de origen, sin embargo, en las zonas fronterizas el término
"indio" combinado con los adjetivos "sucio, tonto o estúpido" se ha vuelto común, de modo que
aprenden allí que ellos no son blancos, ni mestizos, ni quizá verdaderamente mexicanos, por lo que
se generan condiciones que alimentan una concepción más consciente y colectiva de lo que es ser
indígena hasta el punto de poder hablar de una transnacionalización de la etnicidad indígena. De
hecho, al cruzar la frontera de los Estados Unidos, los indígenas pasan a ser "trabajadores agrícolas
extranjeros", sin embargo, estos indígenas, con esa nueva concepción consciente y colectiva de su
etnicidad, llevan consigo la mayoría de los problemas que se encontraban en el contexto mexicano y
al unirse en asociaciones en California fusionan aquellos agravios con los nuevos que sufren como
trabajadores agrícolas extranjeros en EEUU, siguiendo lo que Kearney define como un proceso
dialéctico del racismo y la identidad.
Vila (1999) señala que las fronteras son espacios de límites y diferencias, pero que al mismo tiempo
son espacios de encuentro de los diferentes, lo que permite el anclaje de esas nuevas identidades
que el transnacionalismo va construyendo, aunque al mismo tiempo, mucha gente se siente
amenazada ante la pérdida de su identidad y cultura. Jorge Duany (2000), a propósito de Puerto
Rico, lo explica hablando del auge de lo que llama "nacionalismo cultural" en detrimento del
nacionalismo político. Para él, el nacionalismo cultural se basa en la afirmación de la autonomía
moral y espiritual de cada pueblo, es decir, la nación ya no se concibe como un Estado soberano
delimitado, sino como una comunidad basada en la conciencia colectiva de una historia, un idioma
y una cultura compartida. Este nacionalismo cultural admite múltiples formas de
autodeterminación, incluso las comunidades diaspóricas se sienten como parte integrante de esta
nación por el mantenimiento de los vínculos entre personas, identidades y prácticas, de forma que,
señala, las imágenes más difundidas de la identidad nacional se han desterritorializado y
transnacionalizado y aunque a muchos les suponga una grave ruptura entre la nacionalidad y la
ciudadanía como fuentes de afiliación colectiva, las identidades nacionales terminan fluyendo y al
mismo tiempo persistiendo a través de muchos bordes, tanto territoriales como simbólicos.
Vila (1999) también hace hincapié en la importancia de las teorías narrativas acerca de las
identidades a la hora de entender la complejidad del proceso de construcción de identidades en
contextos transnacionales, de forma que, por ejemplo, el discurso anti-indígena mexicano se
reintroduce en las narrativas a través de metáforas de región que nombran sin nombrar,
atribuyéndose al mismo tiempo cualidades positivas asociadas a términos raciales y culturales, de
forma que su propia identidad actúa como frontera simbólica e incluso, debido a su fuerza, muchas
veces se pide que la frontera pase de simbólica a convertirse en frontera física. Sobre ese telón de
fondo, explica Vila, se construyen las identidades sociales, donde la constitución de una identidad
social valorada depende del sistema clasificatorio de referencia y es que, en todo caso, el discurso
hegemónico provee de un vasto arsenal de argumentos estructurados y consagrados para apoyar sus
reclamos identitarios haciéndoles sentir no solo distanciados geográficamente, sino también
temporalmente, de forma que los otros no solo pertenecen a otro mundo sino también a otra
dimensión temporal. Kearney denomina a esta situación como la dialéctica del racismo y de la
identidad indígena haciendo que surja la etnicidad, como refleja en su estudio sobre los mixtecos,
como una nueva imagen de comunidad que provee de una definición al mixteco cuyo propósito
universal pasa a convertirse en la defensa de los derechos humanos de los mixtecos con
independencia de dónde estén situados sus territorios, siendo sus reivindicaciones transnacionales al
desplazarse la política indígena a la arena de la defensa de los derechos humanos. Esta etnicidad,
señala, es una forma de autoidentificación que surge de la oposición, conflicto y auto-defensa y que,
a su vez, constituye y promueve socialmente esa identidad étnica. Como consecuencia, la etnicidad
abre dos caminos, por un lado, es un recurso cultural y político para la auto-defensa y
autodeterminación, pero, por otro lado se convierte en un estigma potencial. En ambos casos,
juegan un papel fundamental los medios de comunicación en la labor de dar forma y reificar la
identidad mixteca. Pero este proceso, señala, tiene además otra consecuencia, que se pone de
manifiesto en el tipo de organización que establecen los mixtecos en el "extranjero", concretamente
en EEUU, ya que desafían el imperativo posmoderno de fragmentación del sujeto que dice que la
identidad individual se fragmenta entre varias posiciones diferentes del sujeto, formando grupos de
intereses especiales, ya que en estas organizaciones se reintroduce un sujeto reconstituido a la
historia a partir de la materia prima de la etnicidad ya que se trata de un fenómeno transnacional, no
solo en un sentido espacial, sino también histórico. Esta nueva identidad lucha por escapar del
poder domesticador del gobierno, sea este cuál sea, para constituirse fuera de sus proyectos
nacionalistas. De hecho, muchos mixtecos se han visto atraídos por su identidad indígena después
de vivir en la diáspora, aunque llevan consigo sus experiencias políticas que suman al común
denominador: la defensa de los derechos humanos de los mixtecos. Y, dice, si los derechos humanos
son su principio definitorio, se opone una fuerte resistencia a la fragmentación de la identidad en
categorías que muchas veces resultan antagónicas.
En conclusión, siguiendo a Vila, no debemos hablar de identidad como algo con lo que se nace y
será único a lo largo de la vida, sino de identidades, en permanente construcción, tanto de nosotros
mismos, como de los "Otros". En este tema ha quedado de manifiesto como un mismo sujeto puede
ser portador simultáneamente de una identidad local, transfronteriza, transnacional y universal. Y es
que, como señalan Bolzman et al, los migrantes están llamados a jugar un papel activo en la
producción de su propia identidad que además va unido a la dificultad de que la experiencia vital es
cada vez menos la de pertenencia nacional, que se pone mucho más de manifiesto en la llamada
segunda generación, donde no existe el contexto de continuidad histórica y geográfica de algún
espacio nacional.
TEMA 4: El otro en la política migratoria de los países receptores

Verona Stolcke (1999) hace referencia al resurgimiento del racismo en Europa bajo un nuevo
disfraz y con una nueva retórica de la exclusión en la cual el término "raza" no aparece y en su lugar
figura la diferencia de la identidad cultural, tradiciones y herencia entre los grupos, al tiempo que
acepta la delimitación cultural en base al territorio. Este resurgir "racista sin raza" convive con la
concepción de una Europa supranacional, culturalmente integrada, haciendo cada vez más patente la
necesidad de fomentar entre los europeos un sentimiento de cultura compartida y de identidad de
objetivos, a la vez que se considera a los extranjeros, sobre todo los procedentes del pobre sur o del
este, como indeseables y amenazadores. Señala que la opinión pública europea tiende a culpar a los
inmigrantes de las desgracias socioeconómicas producto de la crisis al ver alimentado sus temores
por la retórica de la exclusión que políticos de derechas y gobiernos conservadores utilizan
ensalzando la identidad nacional basada en la exclusividad cultural. La eficacia de este discurso
viene, tal y como indica Stolcke, porque apela al "habitus nacional", noción exclusivista de
pertenencia y de posesión de derechos políticos y económicos que caracteriza la idea moderna de
Estado-nación (Elias, 1991), de forma que los inmigrantes se convierten en una amenaza a la
integridad cultural de la nación. En definitiva, como señala Akhil Gupta, seguimos entendiendo el
mundo como un espacio fragmentado, dividido en diversas sociedades nacionales donde cada una
está "enraizada" en su propio sitio, encarnando su propia cultura distintiva tanto que "sociedad" y
"cultura" se anexaron a los nombres de los Estados-naciones de tal forma que el espacio funcionaba
como principio central de organización donde la diferencia cultural, la memoria histórica y la
organización se inscribían, paradójicamente, hoy en día es un mundo de diáspora, flujos culturales
transnacionales y movimientos masivos de poblaciones, desconcertando nuestra visión del mundo y
haciendo que las líneas familiares entre "aquí" y "allá" se tornen difusas, así como las certezas y
fijaciones culturales de la metrópolis. En este sentido, Appadurai (2006) señala que la presencia de
inmigrantes considerados como indeseables activan las incertidumbres de muchos individuos con
los bienes estatales, desde la vivienda y la salud hasta la seguridad y la sanidad por estar estos
derechos directamente vinculados a "quién eres tú" y, por tanto a "quiénes son ellos". Y esta
incertidumbre gana en fuerza siempre que los rumores, el temor o el movimiento social merman las
redes de conocimiento social existente. En esta misma línea se posiciona Andrea Rea (2006) al
señalar que los "otros" en Europa, definidos en base al derecho -la extranjería- se han visto
complementados con una visión cultural y étnicamente coloreada, al tiempo que se va
constituyendo una "identidad europea imaginada" que abre paso a nuevos procesos de
categorización y derogación de los individuos y grupos en base a la "cultura" o "etnicidad" con
consecuencias sobre grupos minoritarios (movilización, sumisión, retirada, etc.) y grupos
mayoritarios (lucha contra la discriminación, imposiciones culturales y normativas, etc.) ya que
estas nuevas categorizaciones transitan desde su definición legal (nacionalidad) a criterios culturales
o étnicos, incluso religiosos ("Negros", "Gitanos", "Musulmanes", etc.). Como señala Appadurai,
estas etiquetas étnicas son contenedores abstractos para las identidades de miles, o millones de
personas y nunca existen de forma ajena a las prácticas del Estado.
Rea señala que a partir del final de la Segunda Guerra Mundial la composición de la población
europea ha experimentado profundos cambios debido a los procesos migratorios. Estos cambios
empezaron en Reino Unido, Francia, Alemania, Bélgica. Holanda y Suiza, seguidos de Suecia,
Dinamarca y Finlandia, hasta abarcar a países tradicionalmente emisores de emigrantes como
España, Portugal, Grecia e Italia. Estos procesos, señala, han convergido sin apenas diálogo
intergubernamental aunque sigue sin existir una política migratoria común, de forma que la
migración en Europa se caracteriza por un proceso dual: diferenciación nacional en un marco de
convergencia europea. Así, señala Stolcke, en los años ochenta, todos los estados de la Europa
Occidental limitaban la inmigración e intentaban integrar a los que ya estaban en sus territorios;
cada país diseñaba su propia política de inmigración; por ejemplo, el modelo francés, inspirado en
la fórmula republicana tradicional de asimilación e incorporación cívica, contrastaba con el modelo
anglosajón que dejaba espacio para la diversidad cultural, aunque ya en los ochenta se observaba
cierta confluencia entre ambos modelos. Hasta hace poco, dice Rea, esta inmigración era
considerada como una respuesta a las demandas del mercado de trabajo, sin embargo, actualmente,
la política migratoria tiende a centrarse en cuestiones de pertenencia e identidad, de forma que el
extranjero ya no se representa solo como un trabajador, sino que responde a la nueva imagen del
"Otro", el "otro no-europeo" cuya definición legal y simbólica varía. Surgen entonces nuevos
procesos de redefinición identitaria: ellos/nosotros; europeo/no-europeo; mayoría/minoría,
construidas por medios legales e institucionales, discursos y mensajes presentes en los medios de
comunicación y otras vías que parecen cristalizar dos orígenes genéricos de la diversidad cultural:
"subsaharianos" y "musulmanes". En Europa, los derechos de ciudadanía siguen siendo un derecho
exclusivo de los autóctonos, aunque algunos empiezan a considerar la existencia de una ciudadanía
dual: una para los nacionales y otra para los inmigrantes con derechos limitados, cuya distancia ha
ido disminuyendo a partir de los años noventa cuando la reforma de la legislación de la ciudadanía
ha entrado en las agendas políticas de los países europeos. Y es que lo irónico de la situación actual,
como dice Gupta, es que a medida que los lugares y localidades se vuelven más indeterminados, se
vuelven más visibles las comunidades imaginadas (Anderson, 1983), más sujetas a sus lugares
imaginados, asumiendo una asociación natural entre una cultura (la "cultura europea"), un pueblo
("los europeos") y un lugar ("Europa") de modo que la distinción cultural se produce dentro del
campo de las relaciones de poder, existe una política de la alteridad no reductible a la política de la
representación y es en el área de la legislación sobre la inmigración donde en Occidente se conectan
la política del espacio con la política de la alteridad.
En cuanto a la antropología, indica Gupta, la migración plantea una cuestión importante, ¿cómo
concebimos el mundo? Porque si nuestra concepción es de un mundo de lugares separados y
culturalmente distintos, la migración pondría en riesgo de opacar o borrar la distintividad cultural de
los lugares. Pero si, por el contrario, se entiende que la diferencia cultural se produce y mantiene en
un campo de relaciones de poder en un mundo siempre interconectado espacialmente, la restricción
de la inmigración se pone de manifiesto como una herramienta eficaz para mantener sin poder a los
que no lo tienen, de forma que la diferencia se torna parte y parcela de un sistema global de
dominación.
En Europa, el contexto actual de las migraciones se caracteriza por un doble proceso: viejos grupos
de inmigrantes y sus descendientes, nacionalizados pero sin convertirse del todo en europeos, frente
a nuevos flujos migratorios que o fortalecen la presencia visible de grupos minoritarios o aumentan
la diversidad de orígenes nacionales. Este doble proceso, señala Rea, viene marcado por nuevas
redefiniciones de los grupos inmigrantes en términos étnicos lo que lleva a distinciones entre grupos
mayoritarios y minoritarios en base a su origen, al tiempo que desaparece "extranjero" como
categoría social. Mientras tanto, la identidad "europea" solo aparece en contraste a la "no-europea"
y el recurso a las categorías étnicas contribuye a la construcción de los inmigrantes como "clases
peligrosas" por su pertenencia a "culturas peligrosas", en el sentido en que Stolcke denomina
"fundamentalismo cultural" que legitima la exclusión de los extranjeros en base a la creencia de que
las distintas culturas deben mantenerse aisladas por su propio bien. Stolcke indica que ya en 1985,
un comité convocado por el Parlamento Europeo concluyó que "la xenofobofilia" era un fantasma
que rondaba la política europea. Uno de los resultados de este comité fue la "Declaración Contra el
Racismo y la Xenofobia" de 1986; en 1989, el Parlamento constituyó otro comité para evaluar y
poner al día la información relativa a la inmigración extraeuropea. De esta forma, la noción de
xenofobia quedó incorporada a la terminología del Parlamento Europeo, descrita como un
sentimiento o resentimiento latente, una actitud previa al racismo y al fascismo, capaz de abonar el
terreno para que ambos prosperen, pero que en sí mismo no era susceptible de calificación jurídica
ni de medidas preventivas; sus componentes son difíciles de identificar, pero uno de ellos es la
"tradicional desconfianza hacia los extranjeros, y el miedo ante el futuro combinado con un reflejo
de autodefensa". Para Stolcke esta definición tan ambigua indica que se asume que las personas
tenemos tendencia natural hacia la xenofobia, lo que no viene a ser sino una legitimación del
fundamentalismo cultural basado en la naturaleza, tal como lo fue el concepto biológico-moral de
"raza" para el racismo. Y es que la entrada y el asentamiento de inmigrantes en Europa vuelve a
plantear el interrogante de qué es el Estado-nación moderno, cuáles son los requisitos para acceder a
la nacionalidad y a la ciudadanía.
Para dar respuesta a estos interrogantes, tradicionalmente se ha recurrido a tres criterios:
descendencia (ius sanguinis), lugar de nacimiento (ius soli) y domicilio, combinados con distintos
procedimientos de naturalización. La elección de uno u otro criterio depende, en gran medida de las
distintas concepciones de la comunidad nacional y de los vínculos reales de nacionalidad. El
fundamentalismo cultural arraiga la nacionalidad y la ciudadanía en una herencia cultural
compartida, cuyo nacionalismo, a diferencia del racista, alude a fronteras y a las diferencias
culturales.
En conclusión, podemos decir que frente a una cada vez mayor transnacionalización de las
poblaciones existe una cada vez mayor esencialización de los sentimientos nacionalistas, así como
un rechazo al extranjero, inmigrante... que se traduce en lo que Stolcke denomina "xenofobofilia"

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