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Artículo incluido en:

Lavrin, A.; Cano, G. y Barrancos, D. (coords.). Historia de las


Mujeres en España e Hispanoamérica (vol. 3, siglo XIX).
Madrid, Cátedra, 2006, pp. 559-583.

Mujeres y sociabilidad política en la construcción de los


estados nacionales (1870-1900)

Dra. Pilar GARCÍA JORDÁN


Catedrática de Historia de América
Universitat de Barcelona
pgarciajordan@ub.edu

Dra. Gabriela DALLA-CORTE CABALLERO


Prof. Asociada de Historia de América
Universitat de Barcelona
dallacorte@ub.edu

1. Acerca de la esfera privada y pública en la conformación de los estados-nación


latinoamericanos. A modo de introducción
La construcción de los estados nacionales en América Latina –proceso que se
conformó en torno a mediados del siglo XIX–, implicó el desarrollo de una serie de
fenómenos que dieron al subcontinente una especificidad en el escenario internacional.
Nos referimos a la consolidación de economías básicamente productoras de materias
primas, al desarrollo de una sociedad dual –tradicional y moderna–, a la configuración
de corrientes intelectuales que primaron la inmigración extranjera por sobre la
población nativa, y a la construcción, desde finales de la centuria, de sociedades
calificadas “de masas”. Elemento central de la organización de los países
latinoamericanos como estados-nación, fue la formación de instancias de decisión
centralizadas. El estudio de estos procesos ha excluido, casi sistemáticamente, una
perspectiva de género que pudiese permitirnos comprender no sólo la participación que
les cupo a las mujeres en aquella organización y en las instancias correspondientes, sino
también la propia constitución genérica del espacio político nacional latinoamericano.
Es sabido que gran parte de los estudios sobre las mujeres ha privilegiado el papel de
la mujer en la familia o en la literatura y, en menor medida, en la vida religiosa
contemplativa. De este modo, las mujeres fueron estudiadas teniendo en cuenta,
básicamente, su actuación en lo que se denominó “esfera o vida privada”. Los debates
sobre nacionalismo y naciones, por otra parte, se han reducido, prioritariamente, a la
esfera política representativa excluyendo, por consiguiente, el debate sobre las mujeres
así como sus prácticas políticas. Así, se ha comprobado que los estados nacionales
latinoamericanos en construcción crearon pautas de inclusión y de exclusión de las
mujeres en las diversas instancias estatales relativas a los espacios de sociabilidad
política y a la configuración de la arena pública. En los últimos años, la perspectiva de
género ha vuelto su mirada a la construcción del Estado y se han detectado algunas
líneas básicas en relación a la configuración del espacio público que, si bien excluyó
normativamente a las mujeres del derecho ciudadano, les abrió paso a otras esferas de
la práctica social y política. En este sentido, nuestro objetivo aquí, más que proponer
una historia de las mujeres, es abordar el desarrollo de los espacios de sociabilidad
desde una perspectiva genérica. Este cambio de perspectiva responde claramente a las
nuevas orientaciones que ha tenido la Historia de las Mujeres en América Latina y en
España. Hablar de América Latina, no obstante, reporta sus riesgos si pensamos la
enorme heterogeneidad del subcontinente y de los propios espacios integrados en los
estados nacionales. La variedad de lenguajes, contextos culturales, realidades étnicas,
culturas políticas, economías nacionales, regionales y locales, dificulta cualquier
conclusión lineal para el espacio latinoamericano, en particular en la construcción
genérica de la arena política, por lo cual es evidente que una “historia” a nivel nacional
corre el riesgo de convertirse en una narración de la trayectoria asumida por las élites y
por las instituciones normativas.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, y fundamentalmente en las últimas tres
décadas de la centuria, etapa abordada en este capítulo, los debates sobre la condición
política de las mujeres fueron notables, en particular en el ámbito discursivo burgués en
cuyo seno se conformó una mentalidad hegemónica sobre el papel asignado a la mujer.
Sin embargo, las discusiones que se produjeron en dicho ámbito incidieron en la
manera en que cada Estado asumió la inclusión de las mujeres a la esfera de la
sociabilidad o del Derecho, y en el modo en que las mujeres, y también los hombres,
plantearon las relaciones de poder que son, finalmente, relaciones sociales. La
legislación electoral, civil y penal del periodo 1870-1900 retrata de manera casi
fotográfica las expectativas de los diversos organismos estatales en cuanto al papel
reservado a las mujeres en el diseño de la nacionalidad, del Estado y de la ciudadanía.
Hasta la crisis de Wall Street (1929), la participación de las mujeres en el espacio
público se definió más por las varias propuestas para su incorporación a la construcción
de los Estados Nacionales, que por la difusión del sufragio femenino o el derecho de las
mujeres a convertirse en representantes. Es evidente que la construcción de los espacios
modernos de sociabilidad política se fundó en la exclusión tácita e incluso en la
prohibición expresa de la participación electoral de las mujeres. Si el deber cívico del
voto benefició muy tardíamente a las mujeres, ello no implica que el espacio público
latinoamericano no fuera interpelado por las mujeres de diversas clases sociales y
orientaciones políticas. La participación pública de las mujeres encontró un campo de
acción en el uso político de los espacios religiosos así como en las prácticas asociativas
enmarcadas en sociedades privadas femeninas, las cuales cumplieron un claro rol
político al sustituir al Estado o al acompañarlo en numerosas ocasiones y contextos en
la resolución de “problemas sociales”. Además, debemos anotar que la supuesta
separación de las esferas privada y pública fue, probablemente, mucho más fuerte entre
los grupos dirigentes y entre las familias “notables” que entre los sectores populares
latinoamericanos. Aquí, más que pensar que el Estado reflejó conceptos de femineidad,
partimos de la idea de que el Estado asumió discursos que incidieron en la producción
del concepto de femineidad. Uno de esos discursos en América Latina fue,
evidentemente, el legal, que como forma de poder estatal fue en esencia genérico.
Globalmente podemos considerar que fueron la Ilustración y la Revolución francesa
los procesos que marcaron el inicio de una compleja transformación hacia una nueva
concepción del derecho, un nuevo lenguaje de la igualdad legal y de la ciudadanía. El
paso de la sociedad notabiliar a la sociedad contemporánea se dio desde mediados del
siglo XIX al primer tercio del siglo XX, cuando se produjo una progresiva ruptura del
orden social sustentado por un comportamiento colectivo de tipo jerárquico que atribuía
un rango a los diferentes actores sociales. Las jerarquías tradicionales parecieron ser
desmontadas gracias al lenguaje del derecho y de la igualdad. Los nuevos Estados
discutieron esencialmente quién era apto para pertenecer o para incorporarse al nuevo
estado político, en particular, a la ciudadanía, y a lo largo del periodo, mientras se
desarrollaban estas discusiones en los espacios legislativos estatales, mujeres diversas –
esposas de líderes políticos y monjas, entre otras (Serrano, 2004)– encabezaron quejas
y pedidos contra su exclusión del ámbito público en un progresivo despertar quizás
aislado de la “conciencia femenina”. La relación entre las mujeres y el estado nacional
emergente latinoamericano no se redujo a las cuestiones vinculadas a la ciudadanía y al
derecho al sufragio, ni a la existencia de la división entre lo público y lo privado, sino
que abarcó cuestiones de derecho civil, educación, economía, políticas de familia,
sexualidad, higiene y salud. Las mujeres estuvieron presentes antes de ser consideradas
ciudadanas en el pleno sentido de la palabra, esto es, las relaciones de género
intervinieron en la construcción de la identidad nacional, en las ideologías políticas o en
el diseño de políticas culturales y de educación, afirmación que cuestiona los estudios
tradicionales sobre la praxis femenina (Potthast y Scarzanella, 2001).
Es por ello que en estas páginas abordamos diversos aspectos (educación, religión,
planteamientos sobre el honor y la domesticidad) que, en nuestra opinión, permiten
entender los debates en torno a la cuestión de la ciudadanía y de la sociabilidad, áreas
éstas que muestran que las mujeres gozaron de un amplio campo de acción en la
construcción de los estados nacionales latinoamericanos, donde la aplicación de las
reformas liberales presentaron similitudes, en el plano institucional, relativas a la
redacción de las constituciones, los códigos civil y penal, y las leyes educativas.

2. Derecho, Familia y Mujer en el estado-nación


La interpelación de las mujeres a los legisladores varió en función del estado-nación
en construcción en cada país, siendo caso relevante y estudiado el dirigido por las élites
de las ciudades portuarias que, interesadas en propiciar su plena incorporación a la
economía internacional, y con la finalidad de captar a los grupos de poder locales y
regionales, utilizaron el matrimonio como estrategia de alianza. Contrariamente a lo
que sucede en la actualidad, en que el casamiento se considera parte de la esfera
privada de la vida, en el siglo XIX sirvió para garantizar la formación de redes
familiares que accedieron a los circuitos de poder en un contexto de reforzamiento de
las facciones políticas por sobre los partidos políticos formales. Digamos, al respecto,
que uno de los mitos más importantes en torno a la política es el del poder invisible de
las mujeres, su influencia en las sombras y la práctica de un juego político escondido y,
en ocasiones, secreto. No es que las mujeres optasen por adoptar los valores definidos
por los hombres como importantes, ni que luchasen por sus puntos de vista, sino que
entraron en la política a partir de asuntos relacionados con el cuidado, la alimentación y
la preservación de los grupos más vulnerables que, en las últimas décadas del siglo
XIX, fueron esencialmente las mujeres y los niños. En consecuencia, sostenemos que
frente al empuje agresivo del progreso, en la base de la construcción de los estados
nacionales, las mujeres aportaron otra mirada. Sin embargo, conviene señalar que, no
obstante la baja participación política de las mujeres, ello ni implicó que éstas
careciesen de influencia pues las mujeres legitimaron su papel aludiendo a su condición
de “madres” y haciendo del espacio público que ocupaban una extensión de las
actividades maternas. De hecho, normalmente se consideraba que la actuación pública
femenina era una especie de extensión del papel que la mujer parecía cumplir en la
esfera familiar. Así, la legislación se ha apoyado en una división del trabajo en la
política, que ha ido paralela con los papeles tradicionales y desiguales de varones y
mujeres en la familia. El estado-nación se construyó, en gran medida, a partir de esta
dicotomía, promocionando un estilo que fue reflejo de la institución política de la
división de tareas en la propia estructura familiar. En la nación, estas “supermadres” –
estas matronas como muchas veces se hacían llamar a finales del siglo XIX– no
pusieron en tela de juicio el hecho de que los puestos de mando, de donde provenían
legítimamente las órdenes, estuviesen reservados para los varones. Desde esta
perspectiva, muchas veces se ha sostenido que a las mujeres quedó la influencia
indirecta, que compensaba en gran medida la participación directa masculina.
La diferencia genérica en la legislación familiar permite analizar el proyecto
ideológico liberal que asignó el espacio doméstico a la mujer y la vida pública al varón.
Pero ¿cuál era la situación de las mujeres latinoamericanas ante la ley en América
Latina? El análisis de las mujeres en el contexto de construcción del estado-nacional, y
de estos Estados en su constitución genérica, muestra que las mujeres fueron relegadas
a la esfera privada aunque en cada uno de los países, y no obstante la importancia que
en todos ellos tuvieron los códigos de honor, el papel asignado a las mujeres en la ley
varió en función de la especificidad histórica de la sociedad, sus vinculaciones con el
exterior, y la mayor o menor homogeneidad étnica, entre otras cuestiones. Al quedar
marginadas de gran parte de las esferas del poder estatal, las mujeres fueron relegadas a
ciertas esferas de la sociedad civil que, para muchos, es sinónimo de cercanía al estado
de naturaleza. En todo caso, es evidente que la integración del subcontinente a la
economía mundial exigió de las élites la formulación de un pensamiento excluyente que
fue la base de la formación de los Estados. A las mujeres de élite, por ejemplo, este
pensamiento les atribuyó la tarea de atender a la niñez en riesgo y de proteger a las
mujeres trabajadoras, vistas también estas últimas como madres. No en vano los
fundamentos del orden burgués estudiados a través del prisma ofrecido por el derecho
de familia decimonónico demuestran que la institución familiar fue el fundamento de la
burguesía y objeto central del poder político (Gerhard, 2000: 331-359; Kocka, 2000).
Desde la perspectiva de género, la formación del Estado liberal se cimentó en el
principio de la fragilidad de la mujer y potenció ideológicamente su capacidad para
procrear hijos para la nación. En este sentido, las mujeres fueron objeto de reflexión por
su función procreadora y por su capacidad para reproducir un orden nacional donde el
género se convirtió en un determinante de la conducta estatal al dejar en manos de un
sector definido de las mujeres –notables y religiosas– la tarea de asumir el cuidado de
los sectores considerados menos favorecidos.
Los años que van de 1870 a los inicios del siglo XX permiten percibir unas
sociedades profundamente diversas, donde el ideal de una mujer doméstica contrastaba
en ocasiones con la realidad de Estados latinoamericanos convulsos en su construcción,
en los que la legitimación de la separación entre vida pública y vida privada aparece
más difuminada por la vida cotidiana de individuos de ambos sexos. Las últimas
décadas del siglo XIX fueron ricas en actividad femenina desarrollada en los salones y
en las tertulias –las de Juana Manuela Gorriti, Clorinda Matto de Turner y Mercedes
Cabello en Perú fueron muy conocidas en su época–, en la vida artística y en la
beneficencia, ya que muchas mujeres formaron parte de un momento de reformas
sociales del “nuevo orden liberal”. Este nuevo orden tomó forma en el plano normativo,
en el discurso religioso y científico, en el marco político y legal, y en una realidad
social en la que las mujeres actuaron desde el espacio del diseño político y desde el
mundo de la familia y el trabajo. Entonces, cabe la pregunta ¿cuál fue el rol de las
mujeres en la construcción del espacio político propio de los estados nacionales en
América Latina? Los países latinoamericanos que lideraron un proyecto
“modernizador” para América Latina se fundaron sobre la base de ideas moralizantes
propias del pensamiento positivista y en teorías socialdarwinistas, higienistas y
eugenésicas. La construcción del Estado supuso también la transformación legislativa
para dotar a las nuevas configuraciones políticas de una codificación que pudiese hacer
frente a los cambios económicos, políticos y sociales, pero estos cambios no afectaron
sustancialmente entre 1870 y 1900 la situación jurídica femenina. En el caso de
México, por ejemplo, la codificación civil concedió a la mujer casada el derecho de
tutela y de educación de la prole, pero no afectó ni a sus derechos políticos, ni a su
dependencia respecto de padres, maridos y hermanos varones.
Asentadas las bases de los nuevos países independientes, a partir de mediados del
siglos XIX, sus grupos dirigentes comenzaron a construir imágenes nacionales y el
pensamiento en torno a la patria y la nación para lo que propiciaron una ofensiva en el
campo de la educación. En este terreno las mujeres maestras fueron claves en la
formación de un sistema educativo estatal y laico. Ejemplos significativos fueron la
reforma de José Pedro Varela en Uruguay con el establecimiento de la coeducación y la
profesionalización de la carrera docente, así como el proyecto de Domingo Faustino
Sarmiento en la Argentina promoviendo la llegada de las maestras estadounidenses a
las ciudades portuarias rioplatenses. Estas reformas educativas coincidieron en el
tiempo con la divulgación de las imágenes nacionales y con la invención de la
tradición, aspecto éste central para la unificación de las prácticas consuetudinarias de
una población heterogénea étnicamente y, en varios Estados, procedente de países
diversos. Pese al importante el papel cumplido por las mujeres en la educación, la tesis
dominante en el periodo aquí estudiado fue similar a la sostenida, en México, por Diego
Alvarez en 1852 en su Discurso sobre la influencia de la instrucción pública en la
felicidad de las naciones quien defendió que la instrucción femenina no debía elevar “la
mujer hasta el grado de competir con el hombre, y que tome parte en las deliberaciones
de éste” debiendo ser las mujeres “buenas hijas, excelentes madres y el mejor y más
firme apoyo de las resoluciones sociales” (Arrom, 1988: 39).
La codificación legislativa fue otra de las bases de la construcción de la nacionalidad
y, por lo que a nosotros interesa, fue fundamental la legislación civil y educativa
particularmente en la organización de la familia en tanto base de la nación. La nación se
fundó en la representación simbólica que, a su vez, incorporó creencias religiosas y se
expresó en disposiciones legislativas cuyo objetivo era reforzar los valores nacionales.
Valga como ejemplo el caso mexicano en el que la legislación civil de finales del siglo
XIX estableció un orden genérico rígido, patriarcal, que redujo los derechos de las
mujeres -como muestran los Códigos Civiles de 1870 y de 1884- en derecho de familia
en los que la mujer fue considerada objeto de derecho, como “esposa” y “madre”. Sin
embargo, aún siendo cierto que en todos los países latinoamericanos hubo cierto
consenso en garantizar el papel de la familia y se mantuvieron las leyes coloniales
discriminatorias que daban prioridad al varón sobre la mujer, así como las ideas sobre
la situación legal de las mujeres –excluidas de la política–, la movilización de las
mujeres, la educación y las ideas liberales comenzaron a dejarse sentir (Arrom, 1988;
Ramos Escandón, 2001).
La discrepancia entre las reformas en el estatus de las mujeres, personal y familiar, y
la construcción del moderno estado nacional no se vio como una limitación al progreso
nacional. El discurso de la modernidad en la era de la construcción de la nación definió
la desigualdad de las mujeres como una realidad que no sólo no iba a atentar contra las
libertades sino que era necesaria para sostener el orden social. Las mujeres fueron
interpeladas para crear una nación viable, moderna, con un sistema de salud y de
educación idóneo para hacer de la población un sector verdaderamente productivo
ligado al progreso, y con un sistema de familia que procuró preservar el honor para
producir mejores madres, civilizadas y miembros responsables de una sociedad en
construcción que era propia de los estados nacionales. Así, mientras en Europa el
feminismo se nutría de los movimientos de liberación y argumentaba la igualdad
jurídica y política de la mujer, en América Latina el proceso llegaría con posterioridad,
en gran parte debido a la especificidad de los grupos burgueses latinoamericanos.

3. ¿Politización despolitizada? El mundo asociativo femenino en el siglo XIX


latinoamericano
La historia nos muestra que en los orígenes de los estados nacionales
latinoamericanos las mujeres estuvieron presentes tempranamente en las concepciones
políticas emergentes de las entidades soberanas surgidas contemporáneamente a los
mismos estados independientes, y participaron en diversos espacios de sociabilidad,
formales e informales, algunos populares como fue el caso de las cofradías o de las
sociedades, y otras claramente elitistas como los encuentros de lectura y de poesía, las
sociedades literarias y filantrópicas, las asociaciones mutuales, y las sociedades
benéficas, que se desarrollaron para reforzar la presencia del Estado y el
funcionamiento del régimen representativo. Sin embargo, cuando los grupos dirigentes
latinoamericanos se embarcaron en la modernización dejaron a la mitad de sus
habitantes, las mujeres, al margen del esfuerzo del cambio político. La construcción del
Estado supuso un aumento del poder del padre, en aras a ensalzar al soberano, al juez y
a la escuela. El nuevo Estado requirió ciudadanos eficientes que fueron puestos al
cuidado de las mujeres mientras negaba el voto a una ciudadanía ampliada a la que
consideraba deficientemente formada. En este contexto, el universo político aparece
masculinizado, y las mujeres son adscritas a un ámbito segmentado del poder y
relegadas a espacios periféricos como fueron los ocupados por asociaciones tales como
las sociedades benéficas.
Sólo recientemente la historiografía ha revalorizado el estudio de las estrategias
asociativas y de sociabilidad como formas política de actuación pública. No es extraño
que las sociabilidades femeninas, entre las que encuentran un lugar privilegiado las
actividades filantrópicas y benéficas, no hayan sido puestas de relieve: hacer política
entre las mujeres exigió la adopción de formas diferentes a las adoptadas por los
varones y, en ocasiones, se trató de vías indirectas de participación en los asuntos
públicos lo cual per se no supone considerar peyorativamente aquellas actividades. En
América Latina, las mujeres notables han estado vinculadas, familiarmente, con
varones notables relacionados con los asuntos públicos y, por ende podemos afirmar
que las mujeres líderes surgieron, normalmente, de la oligarquía y de la política
oligárquica gracias a redes sociales y a lazos de parentesco sobre los que se sustentaba
la estructura política. Es evidente que en los grupos familiares organizados a partir de
alianzas de parentesco, la obtención y ocupación de posiciones políticas y sociales era
una de las condiciones sine qua non para la supervivencia del grupo como tal. Y, en
consecuencia, las "asociaciones de familias" fueron la base de la estructura
socioeconómica que se mantuvo y reprodujo a partir de prácticas de sociabilidad
iniciadas a fines del siglo XVIII, las cuales tuvieron su apogeo en el siglo XIX y que se
desarrollaron hasta las primeras décadas del siglo XX. En suma, las redes de familias
de notables utilizaron el proceso de amalgama familiar para obtener notabilidad y las
mujeres, con su actividad pública, coadyuvaron a conservar y aumentar dicha
notabilidad (Balmori, Voss, Wortman, 1990).
Es recurrente aquí el caso argentino que nos ofrece la generación del ’80, generación
que formó parte de una red que se tejió, en parte, gracias a la Guerra de la Triple
Alianza contra Paraguay que fue el conflicto que creó el primer ejército y la primera
burocracia nacionales. Con anterioridad, mientras en el interior del país las asociaciones
de familias notables apoyaron la eliminación de las rebeliones locales, observamos que
desde mediados del siglo XIX, la política nacional se fue imponiendo a partir del
control de los mecanismos institucionales y del diseño de fórmulas de penetración
institucional entre las que tuvo un significativo papel la codificación. El proceso
permitió el progresivo y efectivo control del Estado durante la segunda mitad de la
centuria, aunque en 1870 era evidente la disputa política entre el poder central y los
grupos locales, claramente superados estos últimos en el juego político. Para entonces,
las sólidas relaciones personales tejidas durante la primera mitad del siglo XIX no
fueron suficientes para asegurar la pervivencia de los grupos familiares en el poder, los
cuales vieron condicionadas sus relaciones políticas por las fuerzas militares del poder
central que pretendieron intervenir en los enfrentamientos políticos locales y regionales.
En este contexto, la pérdida de poder de las familias tradicionales muestra que es el
poder central el que afirma la unidad política a partir de la captación de fuerzas locales,
imprescindibles en la esfera política aunque menos relevantes en el ámbito patrimonial
y económico. Podemos concluir entonces, que las estrategias familiares condujeron a
un espacio más amplio de relaciones políticas mediante el tejido de lazos de parentesco
con la élite política nacional. Las mujeres se plegaron a la diversificación de funciones
“políticas”, y las sociedades benéficas ocuparon un papel preponderante en la división
sexual del trabajo político. Es por ello que en lo que resta de este apartado abordaremos
dos casos, primero en forma genérica el proporcionado por el asociacionismo
“caritativo” en el México post-independiente; después, de manera más detallada, el
ofrecido por el caso argentino que nos permite entender el juego de poder al interior de
las asociaciones femeninas laicas, y el papel que las mismas obtuvieron en el escenario
social de la mano del reconocimiento de las instancias estatales.
La historia nos muestra que en América Latina la construcción de los Estados
Nacionales fue paralela a la organización de sociedades de beneficencia y de caridad
formadas por mujeres. Digamos aquí que, frecuentemente, los movimientos de
“reforma moral” han visto en su seno la presencia activa de las mujeres llevadas de su
interés en la dirección de las políticas sociales de la nación. Parece evidente que,
mayoritariamente, las mujeres que se aventuraron a la arena pública lo hicieron a partir
de su rol tradicional de “esposas” y de “madres”, haciendo hincapié en valores morales;
por ello, no debe sorprender que la “intromisión” de las mujeres en la política fuera
vista como una extensión no deseada de los papeles femeninos tradicionales y que
podía, incluso, atentar contra el orden social. Los estudios sobre el tema han mostrado
que aquellos movimientos reformistas no generaron cambios estructurales aunque sí
modificaciones legales, constitucionales y educativas. Y, pese a que la actividad
caritativa fue una práctica habitual ya en la primera mitad del siglo XIX, lo novedoso
en las últimas décadas de la centuria fue la organización interna y la exigencia
reglamentaria de legitimar las elecciones internas, la presentación de informes, la
supervisión por parte de las instituciones municipales y el control, por ejemplo, de las
adopciones de niños y niñas puestos bajo la jurisdicción de las mujeres asociadas.
La política del siglo XIX en Iberoamérica se ocupó de las relaciones entre la Iglesia
y el Estado y de los privilegios corporativos, así como de elaborar el marco
gubernamental para las oligarquías regionales que rivalizaron por el control de los
recursos. Tradicionalmente se ha sostenido que la situación de las mujeres
latinoamericanas cambió muy poco hasta entrado el siglo XX. El caso mexicano nos
permite cuestionar la afirmación ya que, tras la independencia, no obstante la
imposibilidad legal de las mujeres de ocupar cargos públicos y acceder al voto, aquéllas
sufrieron importantes cambios en sus condiciones de vida puesto que se beneficiaron de
los debates en torno a la libertad, la igualdad, el derecho natural, la abolición del poder
político hereditario y de los privilegios, y la promoción de la propiedad privada y de la
libertad de contratación.
Las impresiones que sobre la vida de las mujeres mexicanas dejó Fanny Calderón de
la Barca, la esposa escocesa del primer ministro español ante el México independiente,
muestran las actividades femeninas de la época en las organizaciones de caridad que
representaron una novedosa tendencia hacia la actividad cívica colectiva. En el periodo
1830-1850 había en la ciudad de México tres organizaciones auspiciadas por el
gobierno; la primera fue la Junta de Señoras de la Casa de Cuna en 1836 –encabezada
por la otrora marquesa de Vivanco, que había perdido su título noble en 1826– donde
los hombres proporcionaban el dinero y las mujeres entregaban su tiempo y su
atención. Las “damas distinguidas” también formaron parte de una segunda asociación,
la Junta de Beneficencia del Hospital del Divino Salvador para mujeres dementes. Sin
embargo, a mediados del siglo XIX parece que estas asociaciones declinaron y, en
1864, un informe acerca de los establecimientos de beneficencia mexicanos señaló que
la administración de la Casa Cuna, hasta entonces en manos de la Junta de Señoras,
pasaría al Ministerio de Fomento. Así, el Estado fue asumiendo mayor responsabilidad
en la provisión de servicios sociales y, después de autorizar el establecimientoen 1843
de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul, ésta se hizo cargo rápidamente
de muchas de las instituciones de beneficencia de la capital y proporcionó un “canal
formal” para las mujeres que querían dedicarse al servicio público, de forma que
cuando en 1874 y como consecuencia de las “guerras de la reforma” la orden fue
expulsada, ésta contaba con más de trescientas mujeres mexicanas adeptas.
Conviene retroceder unos años para señalar que el México de mediados del siglo
XIX nos muestra un país en crisis, con el deterioro de la ley y el orden, rebeliones de
castas y movimientos secesionistas que fragmentan la nación. En ese contexto, el
debate político oscila entre federalismo y centralismo primero, liberalismo y
conservadurismo después y, por cuanto se refiere a las relaciones entre hombres y
mujeres, parece que éstas se beneficiaron de la discusión en torno a la libertad, la
igualdad, el derecho natural, la abolición del poder político hereditario y los privilegios,
y la promoción de la propiedad privada y la libertad de contratación. Las mujeres, no
sólo las pertenecientes a la élite, se movilizaron y fueron movilizadas para la
construcción del estado nacional, siendo el eje de tal movilización la educación y, en
ella, la formación de las madres. Por ende, la mujer se benefició del papel cívico que le
cupo en la formación de los futuros ciudadanos. Cuando en 1855 los liberales
accedieron al poder, la construcción del Estado exigió la sustitución de los pilares del
viejo orden: Iglesia, Ejército, caciques regionales y pueblos comunales; sin embargo,
los debates constitucionales de 1856-1857 mostraron que las mexicanas no participaron
de la democratización que en ellos se planteaba porque la política era considerada
inapropiada para el “bello sexo”.
Para entonces, como ha mostrado Arrom (1988), cuando se postulaba la “elevación”
de las mujeres, lo que se quería decir en realidad era reforzar el papel de las mismas en
el grupo familiar. Durante la Reforma, la Ley Juárez del año 1856 fue el primer intento
por parte del Estado por asumir el control sobre la sociedad civil hasta entonces
delegada en la Iglesia, con lo cual se pretendía que el individuo pasara a incorporarse al
cuerpo social a través de su papel de ciudadano, no como miembro de la Iglesia (Ramos
Escandón 2001). Y las mujeres, por su parte, acudieron a los espacios de sociabilidad
aunque lo hicieron en condiciones de discriminación, al ser reclamadas bien como
“matronas”, bien por su influencia “purificadora” o “filantrópica”. En consecuencia,
podemos afirmar que fueron las décadas de 1840 y 1850 cuando afloraron el
marianismo y el victorianismo, siendo particularmente difundida la exaltación
romántica de la maternidad, valorada como una misión “sublime” y “santa” que daba a
las mujeres una posición social casi sagrada. El marianismo, o la elevación de la mujer
dentro de la familia, coincidió entonces con una caída en la movilización de las mujeres
y en su participación política, incluso en el servicio en instituciones de beneficencia,
razón que lleva a Arrom (1988) a acusar al marianismo de sustituir la tradición religiosa
del culto a María, por el culto a la maternidad secular, excluyendo a las mujeres del
ámbito público para relegarlas al espacio privado. Según esta historiadora mexicana,
mientras que en Europa y Estados Unidos las mujeres llevaron el “concepto de su
superioridad moral hasta su conclusión lógica, utilizándolo para respaldar demandas de
igualdad de derechos y papeles públicos”, en México aceptaron, en su mayoría, el culto
de la domesticidad y sus diferencias con los hombres. La razón de tal posición fue que
dada la debilidad del Estado mexicano y la insuficiente democracia existente, las
mujeres no se sentían “particularmente disminuidas por el hecho de no poder votar”.
Este tema debe considerarse también en relación con el de la clase social a la que
pertenecían las mujeres puesto que, mientras las pertenecientes a los sectores populares
se vieron escasamente beneficiadas por los cambios republicanos y fueron obligadas a
emplearse en el mercado laboral, las mujeres de la élite, consideradas prestigiosas,
optaron por participar en organizaciones de caridad y de presión política, y de esta
manera tuvieron la oportunidad de alcanzar una educación superior a la más
rudimentaria, haciendo insostenible la tradicional inferioridad de las mujeres y abriendo
camino al marianismo. Después del momentáneo fomento de las organizaciones
filantrópicas de mujeres durante el Imperio de los años 1864 a 1867, y tras la marcha ya
señalada de las Hermanas de la Caridad, surgieron durante el Porfiriato diversas
organizaciones de caridad, paralelamente al reconocimiento de la capacidad cívica de
las mujeres, en particular de la élite. Estas fueron solicitadas por los reformadores que
reclamaban su integración al esfuerzo nacional, puesto que en caso de no producirse tal
integración no sería posible, en su opinión, solucionar los problemas del país. En
consecuencia, en el periodo 1870-1900 vemos a las mujeres actuar como maestras,
integrar asociaciones de caridad y formar parte de grupos de presión política.
Las experiencias de género y la historia de las mujeres nos pone frente a la
construcción de la mitología nacional y de los estereotipos culturales que acompañaron
la construcción de los estados nacionales. México representa, probablemente, el país
latinoamericano donde los arquetipos de masculinidad y femineidad están
estrechamente entrelazados con la mitología de la autodefinición estatal y de la
identidad nacional, pero también lo vemos, aunque con otras peculiaridades, en
Paraguay o en Puerto Rico, aún colonia española, donde la participación de la mujer en
la lucha política emancipadora, pese a ser escasa, fue significativa llegando a formar
parte de las juntas revolucionarias de 1898 en régimen de igualdad con los varones
(Picó, 1975, 2).
En todo caso, la tónica común en los países latinoamericanos a lo largo del siglo
XIX fue que se confió en la imagen de la maternidad para legitimar la actividad política
femenina, una maternidad real o figurada que adjudicaba a las mujeres de élite una
especie de servicio voluntario. Sin embargo, en cada país en función de sus
peculiaridades, las mujeres encontraron espacios de sociabilidad alternativos como fue
el caso de Perú, donde las precursoras de la emancipación fueron novelistas y poetas a
diferencia de Chile donde, en la década de 1870, la emancipación estuvo ligada a la
incorporación de mujeres a la educación superior y a las profesiones. Sin embargo, no
podemos olvidar que en ambos países, las mujeres no sobrepasaron los límites fijados
por el papel maternal universal de la mujer y legitimaron su actuación pública
argumentando que se trataba de una prolongación natural. Por ello no es extraño que el
primer Congreso Interamericano de Mujeres celebrado en La Habana en 1923, años
después del periodo aquí abordado, se calificara el movimiento de mujeres
latinoamericano existente hasta entonces como de una “maternidad social” (Chaney,
1983: 39).
Cuando las mujeres comenzaron a irrumpir en el terreno político, casi siempre fue
ocupándose de asuntos domésticos, del bienestar y de la salud de la población. La
práctica histórica nos muestra, de hecho, que por lo que se refiere a la participación de
las mujeres en el ámbito político, normalmene se desarrolló en una situación en la que
se combinaba una normativa excluyente –negación de su posibilidad de elegir y, al
mismo tiempo, acceder a puestos políticos– y el pensamiento sobre la diferenciación de
las esferas correspondientes a los sexos en función de supuestos valores morales.
Conviene también señalar que las mujeres se involucraron en la política activa
latinoamericana en momentos de crisis. Y, a modo de reflexión general, podemos
concluir que, por lo que se refiere a la contribución de la mujeres al progreso, a la
construcción de la nación en los años aquí abordados se produjo a través de dos vías; la
primera, la maternidad, vía en que el ideal era una “maternidad ilustrada” para todas las
mujeres; la segunda, la participación como fuerza de trabajo, reservada a las mujeres de
los sectores populares. El sistema de codificación moderno conformado en los estados
nacionales latinoamericanos tuvo en cuenta esta división y la libertad individual,
elemento fundamental del liberalismo, no fue extendida a las mujeres que, no es casual,
no fueron objeto de biografías pasada la etapa independentista y hasta el surgimiento
del movimiento feminista, a inicios del siglo XX.
Pasando al caso argentino, que nos debe permitir entender el juego de poder al
interior de las asociaciones femeninas laicas, y el papel que las mismas obtuvieron en el
escenario social de la mano del reconocimiento de las instancias estatales, abordaremos
el papel asumido por la organización de una sociedad caritativa femenina en una ciudad
portuaria argentina ligada al mercado internacional como Rosario, buen ejemplo para
comprender algunas de las características del estado-nación latinoamericano. La
Sociedad Damas de Caridad surgió en el año 1869 a partir de una reunión realizada en
la casa particular de una de las mujeres más importantes de la élite local, Blanca M. de
Villegas. El objetivo de la asociación femenina fue “constituirse en una sociedad
filantrópica” y en sus inicios se reservaron sus recursos y sus fuerzas a la resolución de
cuestiones formales tales como condiciones de membresía, reglamentación interna,
definición de los derechos electorales y obligaciones de las socias, por citar algunos.
En 1872, tras prestar protección a una mujer pobre y a un grupo de niños que habían
quedado huérfanos, las mujeres convocadas alrededor de la nueva sociedad benéfica
decidieron hacerse cargo de la creación de una institución que denominaron Hospicio
de Huérfanos y Expósitos con la finalidad de cumplir con el objetivo perseguido de
actuar “a favor de la humanidad doliente”, objetivo aceptado tanto por las instituciones
locales como por la misma sociedad civil. Las Damas de la Caridad pretendieron
ofrecer cuidados materiales y educativos a los huérfanos, y se mantuvieron en el
escenario político, asociativo e institucional gracias a suscripciones populares y
donaciones que las propias Damas realizaron a título personal hasta que, a fines de la
década de 1880, las diversas instancias estatales (municipal, provincial y nacional)
decidieron otorgar una subvención permanente.
Es indudable que la construcción del orden urbano rosarino exigió un trabajo
conjunto pero, al mismo tiempo, diferenciado en función de atribuciones y de las
jurisdicciones demarcadas para cada organismo. Pese a la amplia capacidad de decisión
de las Damas de Caridad, en algunos casos fue el Defensor de Menores quien
determinó el destino de las criaturas del Hospicio y quien en ocasiones llegó a disputar
dicha atribución legal. La distribución de tareas y jurisdicciones, así como el importante
papel político cumplido por las mujeres concentradas en torno a la asociación benéfica
femenina, se puso de manifiesto con motivo de la epidemia de cólera que sufrió la
ciudad en 1886. Fue en ese momento cuando las instituciones municipales solicitaron
de las Damas que acogiesen, en colaboración con las órdenes religiosas femeninas
instaladas en la ciudad, a aquellos niños y niñas que, habiendo sido afectados por la
epidemia, habían quedado huérfanos. Para garantizar el cuidado de los mismos, la
policía entregó a las religiosas que llevaban adelante el cuidado directo de los bebés
diversos objetos (catres, colchones, sábanas, almohadones, comida) pero se desentendió
de la suerte corrida por las criaturas. Las Damas aceptaron hacerse cargo de todos los
ingresados, pero hicieron constar su deseo de recibir una subvención para atender al
mantenimiento de los niños y sintetizaron bien cómo se pensaban ellas mismas cuando
se presentaron en 1899 como “un grupo de señoras respetables”, de “matronas”, que
había decidido lanzarse “con ahinco á la grande y abnegada tarea de hacer el bien y
concibiendo desde luego el pensamiento de favorecer especialmente con sus afanes y
cuidados á los niños”. Los huérfanos primero y los expósitos después constituyeron el
objetivo de aquel grupo de damas que, dispersas o agrupadas, fueron, en sus propias
palabras, “tras el vagido y el lamento llevados por la piedad, á salvar una existencia y
endulzar una agonía”. El Hospicio que crearon pretendió ser “una institución popular
tan delicada para las masas de bajo nivel social, porque es una línea la que separa el
baldón de la desventura”. No escatimaron esfuerzos en dejar claro que habían actuado
con el concurso “de todos los miembros de la sociedad del Rosario, en primer término,
y de las ayudas materiales de algunos Poderes de la Nación y de la Provincia, después”
y, siempre que la situación lo requirió, sostuvieron que la tarea asumida por la Sociedad
-a diferencia de lo acaecido en Buenos Aires donde las asociaciones se encargaban ya
de los niños expósitos, ya de los huérfanos, ya de los abandonados, ya de la educación-
era consecuencia de la negligencia del Estado en asumirla como propia. En
consecuencia, las Damas de Caridad se ocuparon en atender a todas aquellas
necesidades dado que “Los Poderes se han ido desligando de ellas por que otras tareas
superiores los han reclamado en absoluto”.
Para entonces, se habían planteado incidir en la elección de los miembros de la
administración pública involucrados en las áreas en las que el Hospicio y las Damas
tenían injerencia, esto es, el cuidado de los bebés abandonados y huérfanos, el destino
de las adopciones y el control de la infancia. Ausentes teóricamente de la política activa
partidaria, las Damas recrearon una reglamentación muy concreta en cuanto a sus
atribuciones en las prácticas jurídicas dirigidas a las familias, a la maternidad, y a los
niños y niñas, y al mismo tiempo establecieron las formas de acceso al poder de la
sociedad benéfica mediante la definición de un sistema electoral externo que llevó a
algunas mujeres de la élite a ocupar los puestos más destacados de la asociación. Ese
ejercicio, a la larga, les permitió integrarse directamente en todos los niveles del
entramado institucional local, regional y nacional (Dalla Corte, 2004).

4. Abstención política como sinónimo de femineidad: régimen representativo,


legislación constitucional y sufragio
Como sabemos, los partidos políticos son los protagonistas centrales de los procesos
electorales contemporáneos, reconocidos por los ordenamientos jurídicos
latinoamericanos como sujetos actuantes en los procesos político-electorales aunque, en
este punto, común denominador a todos los países latinoamericanos fue la exclusión de
las mujeres en el régimen representativo por cuanto implicaba involucrarse en
actividades que “no le eran propias”. De la misma forma, aunque algunas
constituciones latinoamericanas aprobadas en la segunda mitad del siglo XIX
introdujeron artículos por los que las mujeres “concedían” la ciudadanía –extranjeros
con los que contraían nupcias, como las constituciones hondureñas de 1864 y 1873
(Mariñas Otero, 1962)– las mujeres fueron sistemáticamente excluidas del sufragio
hasta la década de 1940 para las elecciones presidenciales y federales, aunque en
algunos casos, la Argentina por ejemplo, habían obtenido ya el derecho a ejercer el voto
en el ámbito provincial y municipal y en otros, como Colombia, el estado soberano de
Socorro otorgó el derecho al voto a las mujeres en la década de 1880, pero no les
concedió el derecho a ser elegidas.
En América Latina, donde todas las constituciones sufrieron, por varias décadas, la
influencia de la aprobada en Cádiz en 1812, los conceptos jurídicos propios del derecho
político electoral, así como las instituciones resultantes permiten comprender tanto la
evolución de la integración de la representación nacional, como las características que
ha tenido el sufragio en la configuración del estado nacional. La incorporación plena de
las mujeres en calidad de ciudadanas es una problemática que ha sido estudiada desde
diversas perspectivas, dependiendo ya del interés por la historia política, ya del intento
por comprender los modos en que las mujeres se incorporaron al sistema electoral. En
todo caso, es evidente que la construcción del estado-nación latinoamericano entre
1870 y 1900 negó a las mujeres la capacidad de convertirse en sujetos de imputación
ciudadana, no obstante el género contribuyera en gran medida a la construcción de la
identidad grupal, la memoria histórica y reforzara los mitos sobre la constitución del
poder. Siguiendo a Stern (1999: 409), la diferencia sexual era absorbida culturalmente
por los Estados necesitados de legitimar su poder socialmente pues “las construcciones
culturales tienden a naturalizar el género y a reafirmar los papeles de género apropiados
como la base del orden y el bienestar sociales”.
La democracia deliberativa que los grupos dirigentes pretendían construir incorporó
como problemas a enfrentar y, eventualmente, a resolver el hecho de obtener la
homogeneidad social y cultural de la nación. La política del Estado en relación a las
mujeres supuso fijar los criterios de su participación en el esquema de la modernidad y
en el ideal del progreso nacional. La edificación de la nación dio lugar a la construcción
política del Estado en base a la “deliberación constitucional” (Ackerly, 2000). De este
modo, el honor nacional se fundó, indudablemente, en la familia patriarcal y el llamado
progreso nacional exigió, como hemos visto, la participación de las mujeres en dicho
proceso como “madres” y “servidoras”. La historia cultural y de las mentalidades nos
señala que una tesis recurrente en los círculos políticos y culturales de la élite
latinoamericana fue la concesión a las mujeres de algunas competencias en los asuntos
públicos, en tanto se les reconocía un mayor juicio y una moralidad más alta. Sin
embargo, tal valoración no condujo al reconocimiento de los derechos políticos de la
mujer; por el contrario, se les excluyó de dichos derechos con el argumento de que, en
realidad, las mujeres no tenían necesidad de participar en tales asuntos (públicos). La
“noble” tarea de educar a los futuros ciudadanos pareció ser el techo de cristal de los
derechos reconocidos a las mujeres como vemos en los casos siguientes.
Paraguay, conocido tras la Guerra de la Triple Alianza como “el país de las
mujeres”, perdió parte del territorio y a buena parte de su población masculina.
Enfrentada con el desequilibrio demográfico –había cuatro veces más mujeres que
hombres, en su mayoría niños y ancianos–, la propaganda política optó por utilizar -
¿manipular?- a las mujeres: diversos diarios tales como “Cacique Lambaré”,
“Huybebe”, “El Cabichuí”, “El Centinela” y “La Estrella” se encargaron de incentivar
la participación de las mujeres en la guerra presentándolas como heroínas y patriotas, o
mostrando, como hizo “El Semanario”, la generosidad de las mujeres al donar sus
joyas. Residentas –es decir, mujeres que seguían a las tropas– y destinadas –esto es,
mujeres que eran calificadas de disidentes por oponerse públicamente a la guerra o por
el hecho de que sus parientes masculinos hubiesen conspirado contra el presidente
López– se vieron involucradas en el conflicto bélico. Bárbara Potthast (1996, 2001)
deduce que la propaganda realzó en realidad el rol tradicional femenino, y a las mujeres
se les dejó la función de educar a los ciudadanos y reconstruir económicamente al país.
En el caso de la clase alta, la mujer fue valorizada como ciudadana políticamente
responsable y como modelo de virtud del hogar mientras que en el caso de las mujeres
agricultoras, su trabajo fue dignificado con la finalidad de contar con ellas para
recuperar la. Durante los treinta últimos años del siglo XIX, y pese a la valoración del
papel femenino, el rol público de las mujeres no cambió; los hombres no compartieron
con ellas el poder, ni tampoco les concedieron derechos ciudadanos.
Igualmente sucedió en México donde las peticiones de las mujeres instruidas y
pertenecientes a la élite para su inclusión en la esfera de la representación política –
elegible y electora– se iniciaron, fundamentalmente a fines del siglo XIX y en los
prolegómenos de lo que sería la Revolución de 1910. Frecuentemente dichos reclamos
se relacionaron con la vida cultural, el ámbito doméstico, la condición social de los
niños, en un reforzamiento del modelo de mujer vigente que idealizaba su papel
exclusivamente dedicado a la familia y al entorno más cercano. Además, la
“maternidad correcta” estaba condicionada por el matrimonio legal y, dado que en
México dichos matrimonios eran minoritarios, el modelo de femineidad comenzó a
quebrarse a fines del siglo XIX. No obstante, aunque las mujeres, particularmente las
mujeres provenientes de las élites, podían acceder a carreras profesionales como la
medicina o la abogacía, siempre vieron negados sus reclamos de participación política
considerada como una actividad exclusivamente masculina. Más aún, las demandas de
carácter político, que se incrementaron en gran medida en la década de 1890, y el
llamado en la época “movimiento feminista”, fueron considerados peligrosos y
contrarios a la femineidad. No obstante algunas mujeres promovieron publicaciones y
se incorporaron a los partidos políticos como fue el caso de Juana Belén Gutiérrez de
Mendoza, destacada promotora de un semanario de oposición a Porfirio Díaz –Vésper–
y miembro activo del Partido Liberal Mexicano.
Sin embargo, los reclamos políticos no eran exclusivos de las mujeres de las clases
altas y el caso mexicano muestra claramente lo que, sin duda, se produjo en otros países
latinoamericanos y es que la participación y los reclamos políticos femeninos
coincidieron con el deterioro de las condiciones materiales de vida de las mujeres.
Ciertamente, la crisis que en el México de inicios del siglo XX afectó al sector textil y
el tabaco, movilizó la participación de mujeres que eran las que enfrentaban, en primera
persona, la carestía, la muerte de sus hijos o el desempleo de sus esposos. La
agudización de las malas condiciones de vida coincidió con la irrupción de la violencia
revolucionaria en México, por lo que es imposible comprender el proceso
revolucionario sin atender a las tensiones sociales sufridas por las mujeres. Ya en la
fase de la Revolución, la celebrada canción de guerra que lleva el nombre de Adelita,
reflejaba la participación de la mujer en las luchas armadas y se inscribía en la historia
de la revolución y en las experiencias de las “soldaderas”, las mujeres en la guerra. El
maderismo –palabra popularizada en honor a la etapa de presidencia de Francisco I.
Madero, uno de los revolucionarios méxicanos más importantes– construyó un nuevo
modelo femenino en el que se permitía a las mujeres acceder a las artes, las ciencias, el
comercio, la educación, la instrucción y la industria, pero le negaba ya la participación
política, ya el feminismo entendido como lucha política. Y, al igual que hiciera el
porfiriato, el maderismo equiparó “mujer” a “madre” y recibió el apoyo de mujeres que
participaban en el ámbito público y dirigían organizaciones femeninas (Lau Jaiven y
Ramos Escandón, 1993). El necesario epílogo, no obstante superar los límites
cronológicos del periodo aquí tratado, es que la Revolución pasó sin conceder los
derechos políticos a la mujer, que continuó excluida de la ciudadanía hasta el gobierno
de Adolfo Ruiz Cortines entre 1952 y 1958 gracias a la reforma que otorgó a la mujer
mexicana la plenitud de sus derechos políticos.
En Puerto Rico, último caso aquí esbozado, sometido al colonialismo peninsular
hasta la firma del Tratado de París, sabemos que en las últimas décadas del siglo XIX
no se desarrolló un movimiento feminista al uso, lo cual no impidió que algunas
mujeres no destacaran en las luchas políticas sostenidas por criollos y peninsulares.
Mujeres excepcionales formaron parte de las juntas revolucionarias de 1898 aceptando
al igual que los varones las responsabilidades de la insurrección, pero entonces las
hacendadas y las mujeres de la pequeña burguesía no estaban en condiciones de luchar
por los derechos políticos (Picó , 1975).

5. A manera de conclusión. Algunas reflexiones sobre la mujer en la construcción


del estado-nación
La historia de las mujeres ha seguido diversas estrategias y se ha interrogado acerca
de los grupos antes invisibles estudiando los códigos prescriptivos sobre la dote y los
derechos hereditarios, las relaciones sociales, los valores en torno al honor, a familia y a
la sexualidad, así como sobre las instituciones en la que se vieron involucradas las
mujeres tales como los conventos y las asociaciones. También ha abordado el papel de
las mujeres como participantes activas de la sociedad, pese a la subordinación genérica,
a través de la revalorización de funciones vitales, tradicionalmente devaluadas, y que
refieren directamente al ámbito político. Desde esta perspectiva, se ha estudiado la
contribución femenina en los levantamientos políticos, los ritos, los actos colectivos,
profundizando en la dicotomía entre códigos prescriptivos, ideologías e instituciones
sociales y la vida real y cotidiana.
Las mujeres latinoamericanas fueron, frecuentemente, juzgadas como un elemento
conservador desde el punto de vista electoral y sólo empezaron a alcanzar el derecho al
voto en la década de 1930. Hasta ese momento, el Estado liberal se había constituido
como un sistema de coacción y reforzado su autoridad en el orden social legitimando
normas y formas de sociabilidad, manteniendo las ideas patriarcales y refirmando la
presencia del varón como el ideal. Ciertamente, el liberalismo no reconoció a la mujer
una relación específica con el Estado y, generalmente, las actividades políticas y
públicas femeninas no fueron consideradas como una esfera relevante de la sociabilidad
estatal. Sin embargo, esto no excluye que las mujeres no detentaran cuotas de poder que
le permitieron participar activamente en el entramado formal e informal del diseño
estatal. Comparar la situación jurídica tiene sentido si pensamos que el siglo XIX fue el
siglo de las codificaciones y el de la definición de los derechos. Conviene anotar al
respecto que, a pesar de que el feminismo y la historia de las mujeres han descrito el
trato que los grupos de élite intelectual y el Estado han dado a la diferencia sexual, no
han analizado el papel que les cupo a las mujeres en la construcción del estado nacional
latinoamericano desde la construcción jerárquica del género. Si pensamos que el género
es, además de un sistema de relaciones sociales de poder, un sistema social que divide
el poder, es fácil concluir que estamos frente a un sistema político y podemos volver a
pensar el Estado desde la perspectiva de las sociabilidades de las mujeres como una
importante práctica en el juego estatal.
El análisis que proponemos sobre la situación jurídica de las mujeres en los derechos
latinaomericanos del siglo XIX trata de ofrecer una perspectiva histórico-social, política
y sociológica incorporando al debate un tema que tradicionalmente ha sigo ignorado, el
de la presencia de las mujeres, el de su inclusión o exclusión sistemática del orden
jurídico, el de la práctica jurídica frente al avance normativo, las argumentaciones y
discusiones de los legisladores burgueses, la jurisprudencia que de alguna manera
acompaña, al tiempo que regula y es consecuencia, el orden social y las relaciones que
se configuran y consolidan en dicho marco.
En las últimas décadas del siglo XIX algunos movimientos de emancipación de la
mujer coincidieron con el acceso femenino a asociaciones laicas, plataforma de
expresión que sirvió para reivindicar derechos civiles y deberes sociales, y que puso
énfasis en la educación y el acceso al mercado de trabajo. Las mujeres se convirtieron
en sujetos de novedosos discursos que avalaron prácticas sociales en las que, de alguna
manera, complementaron al Estado, aunque a veces compitieron con él. Si el Estado
encarna diferencias de género al reforzar el poder masculino, y si el estado-nación se ha
construido sobre la subordinación legal de las mujeres ¿pudo el poder femenino
participar activamente en la construcción de ese Estado?
En América Latina, la actividad política femenina ha sido, generalmente, indirecta y
tangencial, en ocasiones dependiendo de momentos de crisis, y ha mantenido la
frontera tradicional fijada para las mujeres. En el complejo periodo que va de 1870 a
1900 y que los historiadores han coincidido en señalar que se trata del momento de
construcción del estado nacional en América Latina, es posible identificar una serie de
problemas relativos a la participación de las mujeres en dicha construcción, a la
conformación de los roles femeninos por parte de dichos dispositivos de control
institucional, así como a los reclamos y demandas que las mujeres dirigieron a las élites
interactuantes. Sin embargo, debemos hacer dos salvedades: por un lado, hablar de las
mujeres en la era del “nacionalismo” no es lo mismo que hablar de las mujeres en la
construcción de la nación; por otro lado, el feminismo que sigue el modelo británico y
norteamericano del siglo XIX y principios del XX halló poca resonancia entre las
mujeres de América Latina. Por ende, las herramientas de análisis deben tener en
cuenta las especificidades locales que allí se conformaron. Es necesario, por
consiguiente, revisar la relación entre Estado y sociedad que, en el caso de América
Latina es central para comprender la profunda imbricación entre mujeres y naciones, la
manera en que se han construido las relaciones de género por Estados reputados
“modernos” o “liberales” cuya naturaleza es excluyente.
Las mujeres, a partir del aprovechamiento de cuestiones tales como el tejido
asociativo, aportaron a la sociedad civil y al Estado el sentido moralizador de sus
iniciativas llevadas generalmente al terreno de los más desfavorecidos tanto en el
mundo eclesiástico, como en el de la notabilidad. La valoración pública de virtudes
catalogadas como femeninas y el traslado de esas mismas virtudes privadas a la esfera
pública exigió su conversión en virtudes cívicas. Las experiencias ciudadanas
protagonizadas por las mujeres en el ámbito de la sociabilidad se hacen visibles en el
plano de los discursos –legales, filosóficos, políticos y propios del higienismo– y en el
de las representaciones en espacios cívicos como la religiosidad y la filantropía. Las
últimas tres décadas del siglo XIX facilitaron el ejercicio de actividades públicas
femeninas en diversos espacios de la sociabilidad: el hogar, la Iglesia, las tertulias y las
asambleas convocadas en el seno de las asociaciones femeninas laicas que
constituyeron, cada una a su manera, una faceta de la sociabilidad femenina en el marco
del ejercicio político y estatal. Como vemos, se trata de un entramado de espacios
formales y no formales que coadyuvaron a la construcción del Estado y que
intersectaron la esfera privada y la esfera pública. La dinámica política fue en los
hechos transversal a las relaciones del género y estas relaciones impregnaron el proceso
de construcción del poder político.

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