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Arte y naturaleza, un relato posible

Cristian Lira expone su Naturaleza modular. Piezas de origen natural trabajadas como módulos —mitad
regulares, mitad irregulares— dispuestas en una galería de arte. Una vez más, como siempre, arte y
naturaleza. Un maridaje antiquísimo, pero sumamente inestable; basta con constatar las peticiones de
nulidad, los divorcios y las reconciliaciones; sus triunfos y caídas. ¿Será por siempre así?

Del consenso a la crisis

Desde Platón en adelante, la relación entre arte y naturaleza se quiso llamar “imitación”. Este concepto
ganó mayor fuerza aún en el Renacimiento, cuando artistas y teóricos lo levantaron como programa de
todo verdadero arte. “El arte es imitación de la naturaleza”; tal fue el lugar común en los siglos
posteriores, mientras se mantuvo en buen pie la teoría del clasicismo. Pocos, sin embargo, coincidían
acerca de lo que eran el “arte” o la “naturaleza” y menos sobre lo que era la “imitación”. Que si la
naturaleza superaba al arte o si el arte constituía la perfección de la naturaleza. Las opiniones
discrepaban, pero nadie dudaba de esta eterna alianza. (La definición del arte como imitación de la
naturaleza no debe confundirse con la idea del arte como formador de imágenes verosímiles,
reconocibles, “naturalistas”; esto, a lo más, puede ser el efecto de una manera, entre muchas, de
entender tal definición.)

Que la naturaleza era superior a todo arte, proponían algunos, puesto que era la obra del mayor artista
que ha habido y habría jamás; nada es más bello ni más variado que la creación divina. Que el arte era
superior decían otros: la verdadera belleza jamás se podría encontrar en el imperfecto mundo material
de la naturaleza; sólo el hombre —el artista—, guiado por la gracia divina, podía sintetizar lo mejor de la
naturaleza hasta acercarla, al menos, a la verdadera perfección. Así, el mismo procedimiento artístico se
constituía en metáfora de la función del arte: el arte perfecciona la naturaleza a partir de los ejemplos
que le concede ésta, y así también el arte perfecciona a los hombres, constituyéndose en ejemplo para
estos al fusionar belleza y virtud (al mostrarles la piedad del santo, la valentía del guerrero o la justicia
del sabio).

Sin embargo, la gracia —tal como la divinidad— fue perdiendo poco a poco la importancia como forma
de aprehender la naturaleza, en la misma medida que la ciencia moderna se imponía como modo de
conocimiento del mundo sensible. La naturaleza, como el mundo material al que el hombre pertenecía
(su hábitat), tenía leyes que podían ser conocidas; no reveladas por la gracia, sino aprehendidas a través
de la experiencia organizada en un método (científico). Alexander Pope dedicó un famoso epitafio a
Isaac Newton: “La Naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche, / Dios dijo: ‘Hágase Newton’ y todo
fue luz”. (Dios, en estos versos, más que afirmar la importancia de la gracia, abre la puerta al mundo
desacralizado, con leyes que él ayuda a iluminar, pero que lo sobrepasan.)
Y tal como cambiaba la idea de la naturaleza también lo hacía el arte. Si la naturaleza ya no era “la
fuente de todo saber” tanto como “el objeto de la búsqueda cognoscitiva” —como lo afirma Giulio Carlo
Argan— el arte no era ya la mejor manera de conocerla, sino la ciencia. La experiencia cambiaba y así lo
hacía la concepción de mundo. Con el avance industrial y las urbes masificadas, ¿dónde quedaba la idea
de naturaleza? Y, de paso, ¿donde quedaba la idea del arte? Se abría paso la crisis de la modernidad.

La naturaleza domesticada y el avance de la técnica

Del siglo XVIII en adelante, cada vez estamos menos seguros de lo que es el arte y para qué sirve. En
realidad, cada vez estamos seguros de menos cosas. Si la técnica ha pretendido someter el mundo a su
antojo, la vida espiritual dominada por el escepticismo parece decirnos que cada vez sabemos menos de
él.

En el nuevo régimen social que emergía junto con la modernidad, forjado a punta de revoluciones y
contrarrevoluciones, no parecía haber lugar para el arte. La aristocracia, principal fuente de mecenazgo,
caía en desgracia. La naturaleza, antiguo manantial del que bebían el arte y el saber, era ahora el objeto
de conocimiento por parte de la ciencia y de dominio parte de la técnica. El concepto y la función del
arte en el antiguo régimen perdían sentido. Y de ahí en adelante ha sido largo el camino del arte en la
búsqueda de su identidad.

Pero, para iniciar esa búsqueda, el arte debió afirmarse como un fin en sí mismo. No debía depender de
nada externo que lo pudiera arrastrar en la crisis que hundió al antiguo régimen. Buscó entonces, cada
vez más, separase del pasado, interrumpir la tradición. Y pretendió, asimismo, distanciarse del concepto
en el que lo había encasillado el pasado, la imitación. De las diversas formas de entender estas dos
negaciones nació el arte moderno.

Si ya no había siquiera ese consenso mínimo acerca de que “el arte era imitación de la naturaleza”, al
menos se abría la posibilidad para que el significado y la función del arte fueran objeto de discusión
radical, sin presupuestos ni dogmas (tarea que, aún hoy y aún aquí, continuamos). Si se acababa el
mundo que había otorgado un sentido, una finalidad para el arte, éste sobreviviría constituyéndose
como un fin en sí mismo. Ese fue el único consenso —en la práctica— que acompañó al arte en la
búsqueda moderna: el valor absoluto del hacer artístico, más allá de la imitación, más allá de la
naturaleza, más allá de cualquier función social.

En un mundo en que la técnica volvía todo un medio, en que la mercancía abstraía todo lo concreto en
un intercambio potencial (“todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma”, sentenció Marx), el
arte reclamó su necesidad absoluta. Pero, si el arte se autoafirmaba rompiendo con el pasado y
rompiendo con su condición mimética, ¿quedaba desterrada así la naturaleza del mundo del arte?

Pero, ante todo ¿qué era la naturaleza? Sin duda ya no era el “orden revelado e inmutable de la
creación”. La naturaleza era ahora el mundo material al que la civilización moderna volcaba su afán de
dominación. Una vez que la ciencia se sintió lo suficientemente segura de haber aprehendido sus leyes,
la naturaleza se convirtió en un medio de enriquecimiento; su explotación, como la del hombre, un
modo de acumulación de capital. La técnica se erguía ahora como la función primordial de la sociedad
moderna; no sólo como un medio de ésta, sino como su fin.

La antigua domesticación de animales y vegetales se transformó en una sofisticada técnica de


combinación y selección de caracteres en pos de la mezcla y creación de nuevas especies (hoy ya no nos
impresionan la manipulación genética y la clonación). En este mundo utilitario, el arte “autónomo” fue
la mala conciencia de la modernidad, y la naturaleza, la mala conciencia del arte, ahora emancipado de
las ataduras con ella.

Un fantasma recorre el mundo… del arte

El arte, por su antigua deuda con la naturaleza, nunca ha terminado de superar el trauma de su
domesticación. En él, la naturaleza aparece como un fantasma. A veces es un espectro inesperado, pero
en otras ocasiones, expresamente invocado.

Para algunos románticos, la naturaleza era aquello donde el hombre podía reconocerse y que
permanecía incorrupto aún en el mundo, y como tal se la buscaba lejos de la ciudad: podía ser apacible,
como en el campo y la montaña, o agresiva, como en la selva exótica. Para otros era una fuerza
desmesurada —apreciable en terremotos, volcanes y tormentas— que podía competir con la racional
civilización humana y, llegado el caso, destruirla, convertirla en ruina.

Para Courbet, en cambio, la naturaleza constituía una cifra de la autonomía artística y la crítica social. La
naturaleza, al igual que la mujer, aparece en sus cuadros desnuda de toda alegoría. En el fondo, se
convoca a la naturaleza para postular a la realidad como fuente del arte, no a una idealización, sea de la
naturaleza, del espíritu o cualquier otra cosa. Los paisajes de Courbet, como todos, pueden ser objeto de
las más diversas proyecciones, pero constituían una crítica al idealismo romántico que presentaba la
naturaleza como una promesa de redención en el contexto de una sociedad basada en el dominio y la
tecnificación.

Los modernismos de fines del siglo XIX —del Impresionismo al Simbolismo— tematizaron una y otra vez
la naturaleza como parte de un programa de vaciamiento de la historia: la negación de la pintura clásica
narrativa, en el caso del Impresionismo; la exclusión de la historia como contexto y contingencia, en el
caso del Simbolismo.

La Vanguardia heroica, por su parte, levantó los más radicales —y extravagantes— programas para
negar la naturaleza como fuente del arte o, al menos, invertir los términos (“la vida imita al arte”, había
sentenciado Oscar Wilde). Malevich lo hacía desafiando con el blanco suprematista (la plena sensibilidad
no-objetiva) al azul del cielo; el paradigma de la abstracción geométrica o “concreta”, por su parte,
llamaba al arte a cortar sus nexos con el mundo objetivo.

Sin embargo, el espectro de la naturaleza no dejó de manifestarse. Como el espectro del árbol en los
estudios que llevaron a Mondrian a su conocido sistema ortogonal. También en las estrambóticas
figuraciones surrealistas. Y en el interés de Klee por las “fuerzas creativas” de la naturaleza, más allá de
su apariencia fenoménica.

Hacia los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, la división casi absoluta de las “fuerzas artísticas”
de occidente, entre abstracción concreta o geométrica y abstracción expresiva o informal, pareció cerrar
el espacio a la naturaleza en el arte. “La obra de arte”, había sentenciado Theo Van Doesburg, “no debe
recibir nada de los datos formales de la naturaleza”. “Una mujer, un cuadro, una vaca son concretos en
el estado natural, pero en el estado de pintura, son abstractos, ilusorios, vagos, especulativos…”. El
fantasma seguía presente. Se rechazaban los datos de la naturaleza porque se querían obras de arte que
fueran objetos concretos, tan concretos como los objetos naturales.

Arte contemporáneo y naturaleza

Pasada la efervescencia de la Vanguardia, la modernización del arte tendía a interpretarse como la


prescripción de un arte no figurativo (que no imitara nada) y literal (el sentido de una obra debía
limitarse a la afirmación de su existencia material). Pero, desde mediados del siglo XX y en diversos
lugares del mundo, comenzó a desmoronarse este dogma modernista que sostenía el paradigma de la
abstracción.

Sucedió lo siguiente. Los artistas más radicales de la época se esforzaron por mantener un nivel
importante de innovación a pesar de las grandes restricciones que imponía el modernismo. De hecho
transformaron las restricciones en procedimientos formales, a los que llegaron a través de una decidida
economía de medios. Pero tal fue el estrés formal al que sometieron a los formatos y procedimientos
artísticos heredados, que éstos terminaron alterándose y convirtiéndose en extraños híbridos: obras
que cumplían, en principio, toda la normativa modernista, pero que en sus resultados producían efectos
absolutamente inesperados. “Su desafío extremo se desarrolló como devoción excesiva” (Hal Foster);
una devoción perversa, diríamos. Sucedió así con el concretismo en Argentina y Brasil. Con el grupo
Gutai de Japón. Con el “espacialismo” de Lucio Fontana. Con la investigación del monocromo por parte
de Yves Klein y Robert Rauschenberg. Y más tarde también con las investigaciones de los minimalistas
norteamericanos. Y esto por nombrar sólo algunos ejemplos.

En el intertanto, los artistas descubrían nuevos temas e intereses y habían redescubierto antiguos
problemas que el modernismo había subvalorado o, sencillamente, proscrito. La participación del
espectador, la dimensión performática de la obra de arte visual, el desdibujamiento de fronteras entre
los géneros artísticos, la cita irónica, la utilización de fragmentos de la vida cotidiana en las obras, entre
otros. Llegaba el momento de la Neovanguardia, de la reconstrucción del legado vanguardista a partir
de nuevas coordenadas.

Y uno de los intereses y temas que volvía, como no, fue la naturaleza. Una archicitada mención de Marx
a Hegel dice que, en la historia, personajes y hechos transcurren primero como tragedia y luego como
farsa. Más allá de la pertinencia de estas categorías dramáticas (hay algo de “todo tiempo pasado fue
mejor” en la valoración que supone), lo importante es saber que la historia no se repite. Para bien o
para mal, Napoleón no fue Cesar, ni Chávez es Bolívar. La naturaleza que volvía al arte no era aquella
que antes había sido expulsada; y el arte que la recibía, tampoco.

En un principio, la naturaleza apareció connotada. Así fue en los sugerentes “conceptos espaciales” de
Fontana o en los objetos biomórficos de Louise Bourgeois y Emilio Renart (más adelante, en los de Eva
Hesse); también en los “bichos” de Lygia Clark. Pero, a medida que se abría paso el objetualismo, cada
vez sería más común ver fragmentos naturales utilizados como obras o partes de obras de arte. Así
sucede con los “trepantes” de la misma Clark o con gallo blanco que remata la “odalisca” de
Rauschenberg. Aquí ya estamos en la línea ascendente de la expansión del arte, y la relación entre arte y
naturaleza se abrirá camino a partir de distintos ejes.

Un eje será el uso como obra de arte de indicios corporales, que aluden a lo natural en tanto que
elementos orgánicos. En Piero Manzonin este eje de desarrolla con el uso artístico de su aliento, sus
huellas digitales y su supuesta mierda envasada. También en Yves Klein con sus “antropometrías”. Este
camino se radicalizaría luego en el Accionismo Vienés, la performance y el body art, con el uso literal del
cuerpo humano como agente y soporte, a la vez, de la obra de arte.

El otro eje atrajo hacia el espacio artístico fragmentos naturales no humanos, más o menos salvajes,
para luego lanzarse a producir arte con elementos naturales en el espacio público o incluso en paisajes.
Tenemos así a Joseph Beuys realizando performances con una liebre muerta o un coyote, para luego
plantar siete mil robles en la Documenta de Kassel de 1982 (una de sus más conocidas “esculturas
sociales”). Esto también estaba presente en la revalorización de los materiales naturales que proponía el
arte povera; recordemos los doce caballos que presentó Jannis Kounellis en una galería. Hacia los
setenta, ya se institucionalizaba el Earth Art o Land Art: el arte volvía a la naturaleza. En algunas
ocasiones lo hacía para desafiarla, una vez más, como en el muelle en espiral de Robert Smithson, en el
campo plantado con 400 pararrayos de Walter de María o en los monumentales “envoltorios” de
Christo, que han cubierto acantilados, islas y valles. En otras, la obra se repliega humildemente en la
naturaleza, produciendo efímeros efectos, epifanías, de los que muchas veces no quedan más testigos
que el propio artista y un posible registro audiovisual, como en algunas acciones de Andy Goldsworthy.

Triunfo y caída (arte y naturaleza hoy)

Hace más de cuatro siglos que en el techo de la Galería del Palacio Farnese, en Roma, se le encargó a
Annibale Carracci que pintara un gran fresco. El pintor nos dejó una de sus obras maestras, un enorme
fresco que homenajea las fábulas de la mitología clásica. El tema principal, que ocupa el centro del
techo, es el Triunfo de Baco y Ariadna. Se trata de una graciosa y grandilocuente composición, colmada
de cuerpos arqueados y movimientos vehementes que dibujan una serie de pasiones festivas: desde la
dignidad triunfante de Baco a la embriaguez de Sileno. Todo ha sido combinado, sin embargo, en un
bello equilibrio, propio de una obra inaugural del “clasicismo barroco”. Y, en un detalle que será mil
veces copiado, la pintura de Carracci no cubre simplemente el techo, sino que crea un complejo
dispositivo retórico: una retícula compuesta de representaciones ilusorias de escultura, arquitectura y
pintura.
La escena que nos presenta es fantástica: dioses, faunos y sátiros comparten alegremente con tigres y
cabras, en medio de danzas, cantos y odres de vino. Es fantástica, en estricto rigor, porque en esta
bacanal el hombre aún no ha acontecido. No existe la disociación entre naturaleza y cultura y no existe,
por tanto, ni la naturaleza y ni la cultura como tales. Carracci plasmó su visión de un estado de
naturaleza precultural como un mundo pleno, pero al que sólo podemos aludirlo desde la pérdida
irrecuperable, es decir, desde el lado de la cultura. Pero es ahí donde interviene el triunfo del arte: la
pintura, en el caso de Carracci, constituye aquella potencia capaz de reconciliarnos con la naturaleza, al
generar visiones de ésta en estado de plenitud y, sobre todo, lo hace desde la plenitud plenipotenciaria
de la pintura, que en el techo de la Galería Farnese imita a la naturaleza, pero también a la escultura y a
la propia pintura. Todo puede ser tematizado y así sublimado por la pintura.

En este triunfo de la representación artística se redime el hombre, que cae rendido ante la belleza y
armonía del estado de naturaleza que se le presenta, y se redime la naturaleza, al trascender a través
del arte su imperfecta manifestación material. “El mito es como un relato que podría haber sucedido si
la realidad coincidiera con el paradigma de la realidad”, afirma José Ferrater Mora. Y el arte es donde la
representación del mito coincide con la representación de la naturaleza: mundo e idea se encuentran,
realidad y paradigma coinciden.

¿Puede hacer el arte contemporáneo una promesa equivalente a la que hacía Carracci? Puede
intentarlo, y de hecho lo hace; siempre habrá artistas y críticos mesiánicos. Pero la promesa de
reconciliación con la naturaleza a través del arte ya no tiene sentido, si es que alguna vez lo tuvo. ¿Con
cuál naturaleza nos reconciliaremos? ¿Con el paraíso perdido de alguna selva? ¿Con los cerros de basura
que desechamos? ¿Con los vegetales transgénicos y animales clonados? ¿Con las redes de comunicación
que se expanden por el mundo? Si algo podemos rescatar del arte moderno es su anti-idealismo. En este
sentido, una tarea posible para el arte actual sería investigar cuál y cómo es la naturaleza en que nos
tocó vivir, y de qué manera puede ser presentada o representada. Si el arte ya no puede prometer un
triunfo, al menos puede diseccionar la caída.

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