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El fracaso del socialismo como principio de ordenamiento social es hoy evidente para
cualquier persona sensata e informada - lo que excluye, por supuesto, a los socialistas.
Estos, sin embargo, insisten en que el fracaso colectivista fue un mero accidente histórico,
que la teoría es fundamentalmente correcta y que puede funcionar en el futuro si se
cumplen las condiciones apropiadas. (...) Intentaré demostrar en ese texto, recurriendo en la
medida de mis limitaciones a las enseñanzas de la escuela austriaca de economía, que
absolutamente no es el caso, que la teoría económica (por no hablar de los fundamentos
filosóficos, éticos, sociológicos y políticos!) Del socialismo es insostenible en sus propios
términos, y que ipso factolos resultados calamitosos constatados por la experiencia
histórica son, y siempre serán, una consecuencia inevitable de un orden (rectius: desorden!)
socialista. No hay que enfatizar la importancia de tener plena conciencia de la naturaleza
perniciosa de esa corriente política y de sus funestas implicaciones, ya que en nuestro país
un poderoso movimiento totalitario está muy cerca de tomar el poder.
El núcleo del pensamiento económico socialista está en la concepción del valor como
consecuencia del volumen de trabajo necesario para la producción de las mercancías, y eso
no sólo en Marx, sino también en otros teóricos como Rodbertus, Proudhon, etc. Esta teoría
del valor constituye la premisa elemental de la que se deduce la plusvalía y la explotación.
Marx, como se sabe, no inventó la teoría del valor-trabajo. Ella fue expuesta bien antes por
Adam Smith y David Ricardo y, dada la autoridad de estos maestros, ganó foros de
ortodoxia. Es difícil entender cómo estos dos pensadores notables, cuyos descubrimientos
fueron realmente magníficos, pudieron fracasar tan cabalmente justamente en la cuestión
crucial del valor. Tal vez a causa de los avances de las ciencias naturales, que estaban
revelando propiedades antes insospechadas en las cosas, se imaginaron que era más
"científico" considerar el valor también como un atributo de la cosa.
Varios pensadores antes de Smith ya habían tenido la visión correcta: el valor de las cosas
depende de la evaluación subjetiva de su utilidad. El valor está en la mente de los hombres.
Hoy se sabe que los filósofos escolásticos y los primeros economistas franceses, Cantillon y
Turgot, habían concebido una teoría económica superior en muchos puntos a los clásicos
británicos, sobre todo en cuanto al valor. Smith y Ricardo, sin embargo, pusieron la
economía en la pista equivocada con una teoría del valor falaz y, en ese aspecto, causaron
un grave retroceso en el pensamiento económico.
Pero no por mucho tiempo. Mientras Marx y otros pensadores socialistas hacían de la teoría
objetiva del valor la piedra fundamental de su doctrina, varios estudiosos ya habían
constatado el desacimiento de esa teoría e, independientemente, buscaban alternativas. En
todo caso, no sería exagerado afirmar que Marx fue un economista clásico ortodoxo y que
sus maestros, Ricardo en especial, pueden ser considerados los fundadores honorarios
involuntarios del socialismo "científico". Por ironía, el "revolucionario" Marx fue un
conservador extremado en teoría económica, mientras que los economistas burgueses
austriacos emprendieron una verdadera revolución en ese campo científico.
Varios economistas, entre ellos el austríaco Carl Menger, llegaron básicamente a la misma
conclusión que sus olvidados antecesores pre-clásicos: el valor es subjetivo. La teoría
subjetiva del valor -o teoría de la utilidad marginal- resuelve el problema satisfactoriamente,
sin dejar huecos. El valor no tiene nada que ver con la cantidad de trabajo empleado en la
producción de la cosa, pero depende de su utilidad para la satisfacción de un propósito de
una determinada persona. La utilidad decrece a medida que se adquieren más unidades de
un bien dado, puesto que la primera unidad se emplea en la función más urgente según la
escala de valores de cada uno, la segunda unidad ejerce la función inmediatamente menos
urgente, etc.
Para un sujeto que ya tiene una televisión, por ejemplo, tener otra ya no tiene la misma
urgencia - dicho de otra forma, los televisores son idénticos, exigieron la misma cantidad de
trabajo en su producción, pero no tienen el mismo valor. Cada individuo tiene una escala de
valores diferente, y lo que es valioso para uno puede no valer nada para otro. Hasta para el
mismo individuo la utilidad - y de ahí el valor - de un determinado bien varía en el tiempo.
Esto puesto, es fácil verificar que los precios reflejan la interacción entre ofertantes y
demandantes, cada uno con su respectiva escala de valores. Los compradores y
vendedores potenciales expresan sus preferencias en el mercado, condicionadas por sus
valoraciones personales e intransferibles, y de esa interacción surge una razón de cambio,
un precio, que va variando para igualar oferta y demanda a lo largo del tiempo, de modo
que en un determinado instante todos los que valoran lo que quieren adquirir (en el caso la
TV) más que lo que se proponen dar a cambio (en el caso un precio monetario x) consiguen
comprar el producto.
Con el fin de definir el valor con más rigor que Ricardo y llevar la teoría a sus últimas
consecuencias lógicas, Marx acaba demostrando involuntariamente la invalidez de las
proposiciones pertinentes. Como sus predecesores, Marx distingue entre valor de uso y
valor de cambio. Para él, los cambios sólo ocurren cuando coincide la cantidad de trabajo
empleado en lo que se da y en lo que se recibe. Sólo hay intercambio, pues, en los términos
marxistas, cuando hay coincidencia de valor, que a su vez es función del volumen de
trabajo gastado. Ocurre que esa línea de raciocinio pronto tropieza en un obstáculo
insuperable: el trabajo es heterogéneo. En ausencia de homegeneidad, no hay como tomar
el trabajo como unidad de cuenta y medida de valor. Marx intenta superar el problema con
los conceptos de trabajo "simple" y trabajo "complejo", fijando una proporción entre ellos,
pero falla totalmente. Como los precios flotan, Marx decreta que esas variaciones son
ilusorias; el real es un cierto "precio medio" que equivale al valor, que equivale al volumen
de trabajo gastado en la producción del bien.
Al buscar huir de la red de falacias que va tejiendo, Marx incurre en una obvia petición de
principio que hasta hoy engaña a los ingenuos: la medida del valor sería la cantidad de
trabajo "socialmente necesario" para la producción de determinada mercancía. Ahora bien,
sólo podemos saber lo que es "socialmente necesario" investigando lo que lleva a los
individuos que componen una sociedad a valorar una cosa suficiente para que su
fabricación sea "socialmente necesaria". ¿Por qué se producen más CDs de axé que de
música clásica? ¿Por qué la pagoda es más "socialmente necesario" que la música erudita?
Porque hay mucha más gente que le gusta la pagoda que los que prefieren música erudita.
Es claro que lo que se ha dado como probado, que el valor depende de la cantidad de
trabajo "socialmente necesario", es precisamente lo que se necesita probar. ¿Qué es
"socialmente necesario"? Es lo que los individuos desean. Por lo tanto, es evidente que
tenemos que buscar el valor de las cosas en las preferencias individuales, no en el costo de
producción. Además, el trabajo no es el único factor de producción. Marx evidentemente
sabe que el trabajo sin el factor tierra -los recursos naturales- es inútil y viceversa. Él
asegura que sólo el trabajo humano crea valor, pues la naturaleza es pasiva.
Pero si el trabajo aislado es incapaz de crear valor, lo que nos impide afirmar que el valor
depende de la cantidad de recursos naturales "socialmente necesarios" a la producción de
eso o de aquello? Y, como toda producción demanda tiempo, ¿por qué no puede ser el
valor definido como la cantidad de tiempo "socialmente necesario" para la fabricación de
una mercancía? En ese orden de ideas, más lógico sería concebir el valor como función de
la cantidad de trabajo, tierra, tiempo y capital "socialmente necesarios" para la producción
de un bien. Al final de cuentas, eso es lo que Marx hace en el vol. III de El Capital,
relacionando el valor al costo de producción, contradiciendo su propia concepción del
valor-trabajo expuesto en el vol. I.
Para la teoría subjetiva, sin embargo, no hay misterio y no hay excepciones: el "valor de
cambio" no es función del trabajo o del costo de producción, y jamás presupone igualdad de
valor. Si doy tanto valor al que me propongo a cambiar en cuanto a lo que me es ofrecido,
simplemente no cambio. Sólo hay cambio cuando los valores son diferentes, cuando cada
parte quiere más lo que recibe de lo que da. El contrato de trabajo no escapa a la norma.
Cada contratante valora más lo que da de lo que recibe, luego no hay explotación. De
hecho, probándose la falsedad de la teoría del valor-trabajo, se invalida inexorablemente la
explotación y la plusvalía, y todo el edificio teórico deducido de esa teoría desoye como un
edificio de Sergio Naya.
Además, basándose en la "ley de hierro de los salarios", según la cual siempre que la
remuneración del trabajo subiera por encima del nivel de subsistencia los "proletarios"
aumentarían su descendencia, trayendo los salarios de vuelta al nivel de subsistencia
original, Marx aseguró que el capitalismo engendraba la miserabilización creciente del
proletariado. Se trata de una tesis contradictoria en sus propios términos, ya que si la
tendencia era que la remuneración del trabajo permanecía estancada en un nivel de miseria
no habría una miserabilización "creciente", sino una "miserabilidad constante".
Marx, como es común entre los intelectuales, odiaba la división del trabajo. Pero fue la
profundización de la división del trabajo que permitió el aumento de la productividad del
trabajo y el consiguiente aumento del poder adquisitivo real de los salarios. El "alienado"
obrero que aprieta tornillos en la línea de montaje es recompensado por el hecho de que la
productividad de su trabajo es tal que le permite adquirir productos antes ni existentes y
tener un patrón de vida muy superior al artesano autónomo del pasado que controlaba todo
el, proceso de producción.
Marx creía que la libre competencia llevaría a una superconcentración del capital. En
realidad, la competencia se ve obligada a detener la reducción de los costes y los precios,
resultando en una mejor utilización de recursos escasos y liberándolos para el empleo en
nuevas líneas de producción. Marx no distinguió al capitalista del emprendedor. En realidad,
capitalista es todo aquel que consume menos de lo que produce - que ahorra. Hoy, en los
países civilizados, los trabajadores son capitalistas y sus ahorros reunidos en grandes
fondos de pensiones e inversiones capitalizan empresas en todo el mundo. El emprendedor
es todo aquel que vislumbra un desequilibrio entre la valoración corriente de los costos y los
precios futuros de un producto cualquiera, y ve en él una oportunidad de ofrecer a los
consumidores cosas que valoran más que su coste de producción. La figura del
emprendedor es insustituible - el estado no puede ejercer ese papel. ¡Eso los comunistas (y
no sólo los comunistas!) Pudieron comprobar en la práctica, para su tristeza.
En el sistema de Marx, como vimos, los intercambios presuponen igualdad de valor entre
los bienes negociados. Sucede que, como se ha señalado anteriormente, los intercambios
presuponen precisamente lo contrario: desigualdad de valor. O no hay intercambio alguno.
Así, si la realidad se comportara como en la teoría de Marx, no habría intercambios. En
realidad, nadie trabajaría siquiera para sí mismo, puesto que tal actividad implica una
sustitución de un estado actual considerado por el agente como insatisfactorio por un
estado futuro reputado como más satisfactorio. Es decir, hasta el trabajo autónomo implica
un intercambio y valores desiguales. El mundo de Marx sería poblado por seres
autárquicos, autísticos y estáticos. Un mundo muerto. No admira que los regímenes
socialistas sufra invariablemente una tendencia a la completa estancamiento y parálisis de
la actividad económica.
Otro descubrimiento fundamental, hecho por un discípulo de Carl Menger llamado Eugen
von Bohm-Bawerk, se relaciona con la influencia del tiempo en el proceso productivo. Él
percibió una categoría universal de la acción humana: la gente da más valor a un bien en el
presente que el mismo bien en el futuro, puesto que el tiempo es escaso, y luego es un bien
económico. Los individuos al actuar eligen ciertos fines y cuanto antes pueden alcanzarlos,
mejor.
A partir de ese axioma, obtuvo la explicación definitiva del fenómeno del interés, y más, que
el interés en las operaciones de crédito financiero es un caso especial de un fenómeno
general. La producción demanda tiempo; del inicio de la producción hasta la venta del
producto hay una demora, sin mencionar el riesgo de que el producto no se venda. Ocurre
que nadie quiere esperar hasta que la venta ocurra para recibir su parte en el total - eso si la
venta realmente sucede, y el precio es recompensador. Los propietarios de los factores de
producción -los trabajadores, los propietarios del espacio alquilado, los proveedores de
insumos, los dueños de los bienes de capital- quieren recibir pronto su parte sin compartir
los riesgos. Dicho de otra forma, ellos prefieren bienes presentes a bienes futuros. Pero los
bienes presentes sufren un descuento. De ahí recibir menos de lo que recibir en el futuro.
La parcela que un determinado trabajador agrega al producto final - el valor del producto
marginal, como dicen los economistas - puede o no ser remunerado íntegramente. Hay
frecuentemente casos en que el trabajador recibe más de lo que produjo, cuando el precio
no cubre los costos, lo que no tiene explicación por la teoría marxista. ¡El capitalista paga la
plusvalía al proletario! Lo que es cierto es que en la economía de mercado hay fuerzas
operando incesantemente para igualar el salario al valor del producto marginal. Tanto el
lucro como el perjuicio son signos de desequilibrio. Los perjuicios significan que los
compradores no valoran un determinado bien más que el gasto mínimo corriente para
producirlo. Los trabajadores están recibiendo más de lo que su trabajo produce. El
empresario tiene que reducir los costos para reducir el precio de su producto, o romper.
El beneficio significa que los consumidores valoran un dado bien a un precio dado que el
coste de producirlo. Los trabajadores están recibiendo menos que el valor del producto
marginal. Esto quiere decir que los compradores quieren más de este producto. El retorno
alto atrae la competencia, lo que aumenta la demanda por factores de producción - trabajo
incluido - y hace caer el precio por el aumento de la oferta del producto. La tasa de
ganancia baja y los salarios tienden a igualar el valor del producto marginal, descontada la
tasa social de preferencia temporal - el interés.
El emprendedor, así, paga ahora a los propietarios de factores con bienes presentes a
cambio de recibir los mismos bienes (dinero) en el futuro, corriendo el riesgo de no recibir.
Este descuento de los bienes presentes en términos de bienes futuros, como ya se ha
señalado, es lo que se llama de interés.
La primera objeción que viene a la mente es la cuestión de los incentivos: ¿quién planea y
quién obedece a las órdenes del planificador o planificadores? ¿Quién determina el patrón
de remuneración de los servicios y qué patrón es éste? En una sociedad que se presume
igualitaria, la remuneración debe ser igual para todos los tipos de trabajo? En ese caso, el
neurocirujano tendrá el mismo incentivo para ejercer sus funciones que el basurero? Según
los marxistas, cada uno contribuye a la colectividad según sus posibilidades y recibe de un
fondo común según sus necesidades. Ya es posible hasta ahora imaginar la complejidad del
problema.
Porque un discípulo de Bohm-Bawerk, Ludwig von Mises, fue más allá, alcanzando la raíz
del problema del socialismo, que es aún más profunda de lo que la complicación de los
incentivos permite vislumbrar. Mises se encontró que la actividad económica en una
economía compleja depende de un cálculo previo que tenga en cuenta los precios del
dinero de los factores de producción. Imposible ese cálculo, imposible la actividad
económica.
Ocurre que, en una sociedad socialista pura, todos los factores de producción pertenecen a
un solo dueño: el estado. Sin propiedad privada, los factores de producción no se cambian
y, por lo tanto, no tienen precio. La escasez relativa de los factores de producción y sus
usos alternativos queda oculta y el planificador central inexorablemente es llevado a actuar
a ciegas. Mises admitió, para argumentar, que la cuestión de los incentivos no presentase
ningún obstáculo, que todos se empeñen diligentemente en sus tareas. Es decir, se postula
que la naturaleza humana sea aquella que los teóricos socialistas quieran que sea, no lo
que es de hecho. Sin embargo, en ausencia de precios para los factores de producción, el
cálculo económico es imposible y la actividad económica se vuelve caótica,
Sin embargo, Mises y Hayek fueron considerados refutados y relegados al ostracismo por la
comunidad de los economistas. Mises murió olvidado en 1973, pero Hayek vivió lo
suficiente para reír por última vez cuando el comunismo se había soltado y todos los
análisis de ambos se revelaron ciertas. Él murió en 1992, tras testificar la caída del Muro de
Berlín y el colapso soviético.
conclusión
La doctrina socialista por ser intrínsecamente falsa lleva inevitablemente a una perversión e
inversión del sentido de las palabras, como notó Orwell - por ironía él mismo un socialista
convencido. La libertad es esclavitud y la esclavitud es libertad; la democracia es dictadura
y la dictadura es democracia; la cooperación voluntaria es la coerción y la coerción es una
cooperación voluntaria. El estado socialista es dueño de todo, lo que traduce la triste
realidad de que los que comandan el gobierno son los señores implacables, los propietarios
absolutos de los comandados. El socialismo es más que una restauración de la esclavitud;
es su perfeccionamiento y culminación.
Es importante recordar que el análisis anterior vale para cualquier tipo de socialismo, sea el
comunismo (socialismo de clase), nazismo (socialismo de raza) o fascismo (socialismo de
nación).
Todo lo que se ha expuesto aquí es conocido desde hace décadas. Sin embargo, pocas
personas saben ya que la intelectualidad dejó de bloques de su divulgación. Es una
vergüenza, pues una de las tareas principales de los intelectuales -los que se dedican al
estudio de las ideas- debería ser justamente la de esclarecer la sociedad acerca de las
ideas correctas a ser adoptadas para el bien común, y advertir del peligro de aceptar teorías
equivocado. Pero no es lo que pasa, por desgracia.
Parece que los intelectuales sufren de una propensión irreprimible para el socialismo,
ciertamente porque en él vislumbran la oportunidad de empalmar el poder absoluto en
cuestión propia. En términos marxistas, marxismo mismo no es nada más que la ideología,
la falsa conciencia, una clase - la inteligencia - se difunde debido a sus propios intereses.
Estas falsas ideas se propagan y engañan - alienan - a las futuras víctimas de la clase
"revolucionaria". Es un deber inaplazable de todo ciudadano consciente denunciar ese
esquema podrido, desenmascarar la falacia socialista y aclarar la opinión pública en la
medida de sus posibilidades