mejunjes; sus labios brillantes de alconcilla; negras
sus cejas de antimonio, y todo cuanto podía verse de su cuerpo revocado de albayalde. Cubiertas iban sus ne- gras y tartáreas manos por guan tes de Andalucía; desnudos sus hombros, absurdamente distintos del semblante; flacas sus piernas, pol- lo cual era cosa más fácil alcanzar- le en su huida que a los mismos co- jos. Ejercitaba su memoria, aun cuando infeliz y con fallos frecuen- tes.
Acompañaban ese absurdo engen- dro la mentira, el
perjurio, la astu- cia, el fraude, el aleve dolo, la adu- lación, no pocos villanos, muchísi- mos ciudadanos, hombres criados exquisitamente, nobles lucios, ricos en gran número, casi todos los áu- licos, pues incluirlos a todos sin excepción, no sería justo, puesto que es odioso decir que a todos, si bien cada uno de esos hombres, tanta es su modestia que se consi- derarán excluidos por el casi Lle- vaba con gran desabrimiento y eno- jo que se le llamase por su nombre Falso; quería hermoseada esta ape- lación
con algún disfraz. Ese corte- jo —puesto que el
vulgo, con un mi- metismo servil, se acomoda y se
acicala en el espejo y al gusto del gobernante — todos ,
rechazando nombres propios, se decoraban y
los
cohonestaban con nombres ajenos. Así que la
mentira llamábase descui- do, el perjurio llamábase asevera- ción de la verdad, la astucia, pru- dencia; a la lagotería oí llamarla urbanidad y buena educación, y unas veces quería parecer amor y otras admiración; profesábase con- sanguínea de la verdad. Los villa- nos oían con sumo gusto si alguna vez se les llamaba hidalgos; y los