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EL

HOMBRE Y LA TIERRA

Naturaleza de la realidad geográfica


COLECCIÓN PAISAJE Y TEORÍA
Colección interdisciplinar de estudios sobre el paisaje
dirigida por
Federico López Silvestre
Javier Maderuelo
Joan Nogué
CONSEJO ASESOR
Miguel Aguiló, Lorette Coen, Fernando Gómez Aguilera,
Yves Luginbühl, Claudio Minca, Nicolás Ortega,
Carmen Pena, Florencio Zoido, Perla Zusman
Eric Dardel

EL HOMBRE Y LA TIERRA

Naturaleza de la realidad geográfica

Edición de Joan Nogué


Traducción de María Beneyto
Estudio introductorio a cargo de Jean-Marc Besse

BIBLIOTECA NUEVA
Cubierta: José María Cerezo
Título original: L’Homme et la Terre. Nature de la réalité géographique. Primera edición en Presses
Universitaires de France, París, 1952
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013
Almagro, 38
28010 Madrid (España)
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es
ISBN: 978-84-9940-536-0

Maquetación: Disegraf Soluciones Gráficas S. L.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución,
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Índice

PRESENTACIÓN, Joan Nogué


GEOGRAFÍA Y EXISTENCIA SEGÚN LA OBRA DE ERIC DARDEL, Jean-Marc Besse
1. LA GEOGRAFÍA COMO REALIDAD HUMANA
1.1. El espacio geográfico como «mundo»
1.2. Las dimensiones de la realidad geográfica
1.3. «Ser en el paisaje»
2. LA TIERRA. GEOGRAFÍA E HISTORICIDAD
2.1. La geograficidad
2.2. La Tierra, base de la existencia humana
2.2.1. «La Tierra como morada»
2.2.2. «La Tierra como misterio»
3. EL SABER GEOGRÁFICO
3.1. Explicar y comprender
3.2. El fundamento ontológico de la comprehensión geográfica
3.3. La geografía, lo mítico y la estética

EL ESPACIO GEOGRÁFICO
1. ESPACIOS GEOMÉTRICOS. ESPACIOS GEOGRÁFICOS
2. ESPACIO MATERIAL
3. EL ESPACIO TELÚRICO
4. ESPACIO ACUÁTICO
5. ESPACIO AÉREO
6. ESPACIO CONSTRUIDO
7. EL PAISAJE
8. EXISTENCIA Y REALIDAD GEOGRÁFICA

HISTORIA DE LA GEOGRAFÍA
1. LA GEOGRAFÍA MÍTICA
2. LA TIERRA EN LA INTERPRETACIÓN PROFÉTICA
3. LA GEOGRAFÍA HEROICA
4. LA GEOGRAFÍA DE CAMPO
5. LA GEOGRAFÍA CIENTÍFICA

CONCLUSIÓN
Agradecemos a Jean-Marc Besse y a Éditions du Comité des Travaux
Historiques et Scientifiques (CTHS) el permiso para la traducción del texto
«Géographie et existence d’après l’oeuvre d’Eric Dardel», publicado
originalmente en Éditions du CTHS en 1990.
PRESENTACIÓN

Esta colección no sería completa sin la presencia en la misma del breve


ensayo que Eric Dardel escribió en 1952, hace ahora sesenta años. Con la excusa
de este aniversario, publicamos por primera vez en España un libro reducido en
cuanto a su extensión, pero de enorme interés, tanto dentro como fuera de la
disciplina geográfica, en lo referente a la evolución teórica y metodológica de
los estudios de paisaje, objeto de esta colección. Prueba de ello es la reedición de
la misma en Francia en 1990 y su traducción al italiano (L’Uomo e la Terra,
Milano, Unicopli, 1986) y al portugués (O Homen e a Terra, Perspectiva, Sao
Paulo, 2011).
El Hombre y la Tierra pasó prácticamente desapercibido en el momento de
su publicación, por no decir ignorado. Ni el contexto cultural e intelectual
hegemónico en la Francia de la posguerra, ni el paradigma dominante en la
geografía francesa del momento facilitaron su difusión. Tampoco contribuyó a
ello el perfil de Dardel, un profesor de geografía de enseñanza secundaria tanto o
más interesado por la filosofía y la etnología que por la propia geografía. De
hecho, se casó con una de las hijas de Maurice Leenhardt, el gran etnólogo
francés de la época, especialista en Nueva Caledonia y uno de los fundadores del
Musée de l’Homme de París, además de profesor en la prestigiosa École des
Hautes Études en Sciences Sociales.
Sin lugar a dudas, Dardel (1899-1967) era un geógrafo un tanto atípico. Es
verdad que en sus primeros años de carrera académica e investigadora parece
esforzarse en seguir una trayectoria más o menos convencional. Así, en 1923 ya
encontramos un artículo suyo en la revista más prestigiosa del momento, los
Annales de Géographie, y, en 1941, presenta una tesis doctoral sobre la pesca en
Francia. La potente geografía regional francesa, creada a principios de siglo por
Paul Vidal de la Blache, se había abierto ya, unas cuantas décadas más tarde, a
estudios de carácter más sectorial y temático, como muestra el tema de tesis de
Dardel, aunque sin abandonar nunca los presupuestos teóricos y metodológicos
vidalianos, aún hegemónicos en aquel momento. Su tesis se publicará en 1948 en
un librito de la colección Que sais-je? Ahí se acabó el interés de Dardel por el
tema, y yo diría incluso que también por la geografía dominante en la época.
En efecto, a partir de entonces Dardel da rienda suelta a lo que realmente le
interesaba: por un lado, la enseñanza y, por otro, la reflexión teórica de carácter
histórico, filosófico y etnológico desde su condición de geógrafo, a la que nunca
renunció, sino todo lo contrario. En relación con su interés por la pedagogía y la
didáctica, no hay más que recordar la fundación, en 1945, junto con Gustave
Monod, de un ‘liceo’ experimental, piloto, en Montmorency, a pesar de las
enormes dificultades que, se sabe, tuvieron que superar. En el año 1959 la
institución adopta el nombre de Lycée Jean-Jacques Rousseau, dejando así muy
clara cuál era la orientación pedagógica del centro.
Su otro eje de interés se articulaba, como decíamos, en torno a la historia, la
filosofía y la etnología en tanto que geógrafo. Ello le llevó a una reflexión
avanzada a su tiempo y de gran actualidad hoy día: el ser humano es —también
— un ‘ser geográfico’, con todo lo que ello implica. De ahí su concepto de
‘geograficidad’, recuperado treinta años más tarde (curiosamente desde el
mundo anglosajón) por la geografía humanística de inspiración fenomenológica.
De ahí su peculiar concepción del paisaje, tan actual, tan contemporánea. Y de
ahí también su defensa de una geografía que no solo tenga en cuenta la supuesta
materialidad objetiva de su campo de estudio, sino también el mundo de los
símbolos, de las significaciones, de las percepciones, de las representaciones, de
las emociones.
Pero de todo ello —y de mucho más— nos hablará a continuación Jean-
Marc Besse en su estudio introductorio al libro de Eric Dardel. El profesor Besse
ya es conocido por los lectores de esta colección, puesto que se tradujo en la
misma su libro La sombra de las cosas. Sobre paisaje y geografía. Quiero
agradecer personalmente a Jean-Marc Besse y al Comité des Travaux
Historiques et Scientifiques (CTHS) su permiso para la traducción del texto
«Géographie et existence d’après l’oeuvre d’Eric Dardel», publicado
originalmente en Éditions du CTHS en 1990. Ante la existencia de un texto de
estas características, no tiene sentido alargar innecesariamente esta presentación.

JOAN NOGUÉ

GEOGRAFÍA Y EXISTENCIA SEGÚN LA OBRA DE ERIC DARDEL

Durante mucho tiempo se ha concebido la obra de Eric Dardel, El Hombre y


la Tierra, como el esfuerzo aislado de un pensador excesivamente desconocido.
En efecto, la comunidad de geógrafos ha admitido recientemente1 que ha tardado
más de veinte años en prestar a este libro la atención que merece. Un análisis de
las razones de este olvido entrañaría, probablemente, una discusión sobre la
historia de los caminos y de las problemáticas escogidas por la geografía
moderna. Pero nuestra intención no es la de situar a Dardel en el contexto de la
tradición geográfica (aunque solo fuera para deplorar esta ausencia).
Desearíamos, más bien, facilitar el acceso del lector a dicha obra, aclarando sus
intenciones, y mostrar en qué sentido la geografía se encuentra con Dardel en el
transcurso de un itinerario intelectual que se constituye según una unidad propia,
de una gran continuidad en sus intuiciones principales, pero también de una
notable diversidad en los objetos que actúan de soportes, así como en sus etapas.
Esta forma de proceder (considerando «la geografía» en la obra de Dardel, más
que Dardel «en» la geografía) permite reflexionar sobre el saber geográfico. Si
todavía debe leerse a Dardel es porque en él descubrimos, para los geógrafos de
hoy en día, una reflexión filosófica de suma importancia, y única en su género,
sobre los fundamentos de la geografía y sobre el profundo sentido de ser
geógrafo. Y si los análisis de Dardel en El Hombre y la Tierra merecen algún
interés, es porque permiten entablar una reflexión sobre «el ser geográfico» del
ser humano.
La reflexión de Eric Dardel se opone a la reducción de la geografía a una
«simple» disciplina científica. La diversidad de sus intereses conducen a Dardel
a prestar atención a las producciones «positivas» de la geografía, pero también a
los problemas más recientes de la filosofía y de la historia de las religiones, así
como a los dilemas éticos de su época. La lectura asidua de los poetas le
conduciría a considerar la geografía desde el punto de vista más general de una
reflexión sobre las actitudes humanas en el mundo. Así pues, la geografía
ilustraría de forma decisiva el hecho de que cierto número de elementos de la
existencia humana no pueden ser objetivados por la ciencia y, en consecuencia,
exigen otro tipo de aproximación.
Para Dardel se trata de tomarse en serio el enunciado fundador de la
geografía clásica según el cual la geografía es la disciplina que trata de las
relaciones del hombre con la Tierra. Pero esas relaciones, para el autor, definen
una «geograficidad» primigenia que tiene repercusión en la forma en la que debe
considerarse la geografía científica. Son entendidas por Dardel como
inscripciones de lo terrestre en lo humano y del hombre en la Tierra, de tal forma
que lo humano y lo terrestre no son geográficamente concebibles el uno sin el
otro. El «objeto» y el «sujeto» se arropan uno a otro y, para darse cuenta de esta
circularidad que constituye realmente el mundo geográfico, la geografía no
puede únicamente considerarse desde el punto de vista de la ciencia que analiza
y separa los elementos para plantear inmediatamente después su síntesis. El
mundo geográfico no es auténticamente accesible más que al nivel de la
experiencia vivida, donde lo terrestre y lo humano se ponen de acuerdo en una
medida originaria.
En El Hombre y la Tierra, Dardel aspira a formular la esencia de la
geografía. Pero en esa tentativa de dibujar un rostro para la geografía, adopta
cierta posición de la que debemos recoger la apuesta, los motivos y los efectos:
[…] la inquietud geográfica precede y conduce a la ciencia objetiva […] Es de este primer
deslumbramiento por la Tierra y de la intención inicial de reflexión geográfica sobre este
«descubrimiento» de lo que vamos a tratar en este texto… (págs. 51-52).

El lector no tiene que vérselas con un cuestionario epistemológico


«interno» de la propia disciplina: las motivaciones de Dardel no pasan por una
descripción destinada a la presentación de las reglas instituidas por la disciplina,
ni por un cuestionario reflexivo sobre esas mismas reglas. Su propósito no es
«epistemológico». Se orienta, sobre todo, hacia una interpretación global de la
geografía que pretende establecer los fundamentos y el punto de vista de la
existencia humana. ¿De qué «inquietud» trata la geografía? ¿Qué es lo que se
descubre al hombre cuando se le coloca «frente a la Tierra»?
A través de esas preguntas, Dardel se sitúa a sí mismo en lo que podríamos
llamar un «lugar de inocencia», un origen. Deberíamos imaginar que Dardel
ignora lo que es la geografía y trata de encontrar una respuesta. O, más bien:
deberíamos regresar a ese punto problemático que precede (en todo momento) la
solución a la que se le ha dado el nombre de una ciencia (la geografía). Hoy, la
cuestión está resuelta, ya que los geógrafos existen, pero Dardel nos invita a
preguntarnos el sentido de esta solución, reconsiderando lo que constituye la
intencionalidad fundadora de la geografía. Si la ciencia geográfica es, pues, la
respuesta a una inquietud, el lector de El Hombre y la Tierra está situado frente a
la pregunta de las condiciones de la posibilidad de esta respuesta.
1. LA GEOGRAFÍA COMO REALIDAD HUMANA

La posición de Dardel conduce a consecuencias decisivas para la


dilucidación del dominio propio de la geografía. En particular, el análisis
dardeliano recuerda que la palabra «espacio» contiene una gran cantidad de
significados, que comprometen cada una de las posiciones teóricas específicas
sobre la identidad de la disciplina.
La geografía no es, en principio, un conocimiento; la realidad geográfica no es, ante todo,
un «objeto»; el espacio geográfico no es un espacio en blanco que se rellene coloreándolo. La
ciencia geográfica presupone que el mundo sea comprendido geográficamente, que el hombre
se sienta y se sepa ligado a la Tierra como ser llamado a realizarse en su condición terrestre
(pág. 90).

Para Dardel, el espacio geográfico no es, pues, el espacio del mapa,


tampoco el puramente relacional de la geometría; es, al contrario, un espacio
«sustancial», irremediablemente material. Es el mundo de la existencia, un
mundo que reagrupa las dimensiones del conocimiento, ciertamente, pero,
también, las de la acción y la afectividad. La geografía se insiere en el mundo
vivido, en el entorno cotidiano de la existencia humana. El espacio no es
objetivo ni homogéneo, sino que contiene, como dice Dardel, «una cierta
tonalidad afectiva». Este espacio está marcado por valores heterogéneos y
provisto de direcciones de gran significación.
La realidad geográfica, en consecuencia, no es la naturaleza, entendiendo
por tal el sistema de leyes que la configurarían en su orden objetivo, ni tampoco
el soporte morfológico en el que se desarrollan las actividades humanas. La
geografía no se interesa por la naturaleza, sino por la relación de los hombres
con la naturaleza, relación existencial que es, a su vez, teórica, práctica, afectiva,
simbólica, delimitando precisamente lo que es un mundo. Dardel quiere
reencontrar la posición de la geografía clásica de Vidal de la Blache, pero
dándole un anclaje ontológico, decisivo por las consecuencias que arrastra. Toda
geografía, según Dardel, entraña una ontología.

1.1. El espacio geográfico como «mundo»

La presentación del espacio que efectúa Dardel prolonga una línea de


pensamiento heideggeriana. Según Heidegger, como sabemos, el mundo no se
halla en el espacio vacío que le predecería, sino que «cada mundo descubre la
espacialidad del espacio que le pertenece» (Sein und Zeit, pág. 104). El espacio
debe, pues, pensarse a partir de la «mundanidad», a partir del hecho de que «hay
mundo». De la misma manera, para Dardel, el espacio geográfico es
incomprensible si no se le coloca en el marco de una reflexión sobre el estar-en-
el-mundo del hombre, pues el «espacio está, sobre todo, ‘en’ el mundo, en el
sentido de que el estar-en-el-mundo, determinación constitutiva del Dasein2, ha
hecho surgir el espacio» (Sein und Zeit, pág. 111).
Pero es también la noción de «mundo» la que ha sido modificada por la
analítica heideggeriana. Si, tradicionalmente, se define al mundo como el
conjunto de objetos y seres existentes, o, para ser más exactos, como la totalidad
en el seno de la cual esos objetos y esos seres ocupan un lugar, para Heidegger el
mundo es relativo al Dasein. El mundo es efectivamente una totalidad, aunque
más como horizonte que como una realidad concreta. Es un horizonte global y
con una presunción de sentidos relativa al proyecto del Dasein y, en ese
horizonte, objetos y seres ocupan un lugar porque adoptan un significado desde
el principio.
Las cosas que se encuentran son, en primer lugar, es decir, originariamente,
instrumentos y signos que se sacan del fondo de un mundo inmediatamente
presumido. El mundo es, pues, el mundo «de la existencia», mucho antes que
otra cosa a la que se accede a través de la representación del conocimiento.
Existe «un espacio primitivo» (E. Minkowski), que no es el objeto construido
por el pensamiento, sino más bien la expresión de una dinámica primordial, de
un impulso de la existencia que atraviesa las cosas y las ordena.

1.2. Las dimensiones de la realidad geográfica

La geografía no es, pues, primordialmente una ciencia, aunque se


materialice en un saber. Es una experiencia, mejor dicho un choque sensible, un
encuentro con el Ser (pág. 99) que resonó en el hombre como una evocación
inolvidable de su destino, dándole su color.
¿Acaso la geografía no es, a fin de cuentas, una cierta manera de ser invadidos por la tierra,
el mar, la distancia, de ser dominados por la montaña, conducidos por la dirección,
actualizados por el paisaje como presencia de la Tierra? (pág. 97).

La realidad geográfica se experimenta en múltiples direcciones y es


alcanzada por el hombre en su encuentro con distintos elementos significativos
que le confieren el sesgo de un mundo vivido. El proyecto de Dardel, muy
cercano en este punto al de Bachelard de los «ensueños»3, consiste en levantar la
topografía de esta variedad de «imaginario material».
En la medida en que, como dice Dardel, «la geografía autoriza una
fenomenología del espacio» (págs. 80-81), se descubre que la realidad
geográfica se distribuye entre el «espacio material», el «espacio telúrico», el
«espacio acuático», el «espacio aéreo» y el «espacio construido», ofreciendo
cada uno de ellos sentidos propios de la existencia humana.
Así, la superficie material tiene que ver con la preocupación humana por
poner las cosas «a nuestro alcance». Se caracteriza por los valores de
distanciamiento y aproximación y por aquellos que se relacionan con la
dirección. El espacio del que se trata aquí es el espacio del sentimiento y de la
acción, espacio vivido como distancia de las cosas y descrito como el esfuerzo
por acercarse a ellas, en el que los nombres de lugares resuenan de manera
afectiva y moral. Los valores de la distancia y de la dirección determinan la
situación, a condición de que se introduzca un elemento dinámico: no se trata de
un simple emplazamiento topográfico, sino el que corresponde al proyecto de
apropiación por el hombre de un punto de la superficie terrestre4.
El espacio telúrico se corresponde, según Dardel, con los valores de
profundidad, de solidez, también de plasticidad, que se reencuentran en la
experiencia primitiva de lo «terrestre». Es a ese nivel donde la dimensión
material, sustancial, «pastosa» del espacio geográfico se revela de forma
ejemplar. A la profundidad, Dardel añade la cualidad del secreto, de la oscuridad,
de todo lo que se resiste a la constitución del mundo humano, que es por
naturaleza un mundo de lo abierto y del artificio. Así, podemos decir que de lo
telúrico procede el bosque, los espacios subterráneos, que inscriben en la
realidad geográfica una zona de sombra.
Si el espacio telúrico significa lo estable, el reposo, lo inmóvil, el espacio
acuático, al contrario, desarrolla los valores de la vida y del paso del tiempo. El
espacio líquido es un espacio móvil, a la vez fluido y portador. El contenido
ontológico del elemento líquido aparece de forma ejemplar en los ritmos (olas,
mareas, aguas que se mueven) que hacen aparecer el tiempo como el material
mismo de la existencia (pág. 76).
Pero es el espacio aéreo, la atmósfera, la que envuelve la existencia
procurándole su dimensión afectiva más apropiada. Luz, oscuridad, colores,
olores, sonidos, temperaturas, determinan un espacio «estético» —sensualidad,
dice incluso Dardel— cuyas resonancias expresivas se llenan inmediatamente de
símbolos. El vuelo de la noche, la helada inmovilidad de las cumbres nevadas
alcanzan al ser humano viajero en lo más íntimo de sus sueños y desvelos.
Finalmente, el hombre encuentra al hombre en sus obras y en sus rastros: he
ahí el espacio construido, producto de la historia, presentado por Dardel como el
sistema de anclajes y localizaciones humanas que, dotando a la Tierra de
artificios, le dan la apariencia de un rostro y la presencia de un paisaje. El
hábitat, los cultivos, las vías de comunicación, animan la Tierra, le proporcionan
la dinámica que permite hablar de un pasado y de un futuro. La carretera, dice
Dardel, «reconstruye el espacio dándole un “sentido”, en la doble acepción del
término: un significado expresado en una dirección» (pág. 85). Cuando
encuentra una huella humana en el suelo, el geógrafo descubre de hecho un
conjunto de valores, frente a los que va a plantearse los problemas de la
interpretación y del diálogo.

1.3. «Ser en el paisaje»

Sin embargo, resulta meridianamente claro que esas dimensiones y esos


valores son «inmediatamente» accesibles en el marco de una «pre-
comprehensión originaria» del espacio como mundo, antes incluso de que se
constituya la representación objetiva propia de la ciencia. En esta experiencia
directa del aspecto de las cosas se presenta un nivel del ser que escapa a la
ciencia.
Tal vez sea frente al espacio de las aguas donde mejor se muestre la insuficiencia de una
actitud puramente intelectual, de un saber que cosifica con condescendencia los fenómenos
[…]. El movimiento de las olas, del que la ciencia nos dice que es una oscilación sin
desplazamiento material, es, ante nuestros ojos, un desplazamiento real. ¿Quién lleva la razón?
¿La ciencia que tiende a reducir el mundo a un simple mecanismo o la experiencia vivida que
toma el mundo exterior como si de un fenómeno se tratase? ¿Y cómo rechazar como falsas, sin
más, tantas apariencias que aparecen en nuestro encuentro en los confines del espacio húmedo
y del espacio aéreo donde bailan ligeramente reflejos, sombras, imágenes borrosas, brumas,
otorgando nuestra sensibilidad a la fantasía de nuestro mundo? (págs. 77-78).

En el fondo ¿quién tiene razón? ¿La ciencia —el entendimiento que analiza
— o bien las apariencias sensibles que colman la vista con su aspecto
immediato? Para Dardel, existe una verdad manifiesta de las apariencias, porque
estas no son ilusiones, sino la fisionomía del fenómeno y a esta fisionomía solo
puede accederse en el marco de un encuentro estético. El análisis de Dardel le
conduce a una posición cuasi-romántica: la sensibilidad permite el acuerdo, la
reconciliación del hombre con el propio movimiento del mundo, expresión de un
alma comprometida para siempre con el secreto. Más adelante, Bachelard sentirá
el mismo asombro que Dardel ante el poder de resonancia de la imagen poética
que, aparte de cualquier relación de causalidad, y sin recurso posible a las
lecciones del pensamiento científico, reúne el hombre y el mundo, el hombre y
el hombre, en una repentina «llamarada del ser»5.
Si, en consecuencia, Dardel opone el espacio geográfico al espacio de la
objetivación científica, es porque quiere «salvar» el mundo sensible, que es el
espacio humano.
En cierto sentido, puede decirse que el espacio concreto de la geografía nos libera del
espacio, del espacio infinito del geómetra o del astrónomo. Nos instala en un espacio de
nuestra dimensión, un espacio que da y responde, un espacio generoso y vivo que se abre ante
nosotros (pág. 81).

El mundo geográfico es pre-galielano y es así como, finalmente, nos lo


presenta Dardel bajo la forma de paisaje.
Toda la geografía está contenida en el análisis del paisaje». El paisaje es la geografía
entendida como todo aquello que está alrededor del hombre, como entorno terrestre (pág. 86).

Aquí no se trata de la «geografía» como disciplina científica, sino de la


realidad objetiva que es el lugar donde se despliega la existencia humana. De la
misma manera, por paisaje no se entiende aquí la imagen subjetiva de un paraje
que se observa desde un punto elevado, según la definición clásica, sino que es
concebido como la manifestación del movimiento interno del mundo.
Al afirmar que «el paisaje, en su esencia, no está hecho para ser
contemplado» (pág. 88), Dardel pretende, en primer lugar, indicar que el paisaje
constituye una totalidad propia que responde a la inserción del hombre en el
mundo. Es a través del paisaje como el ser humano toma conciencia del hecho
que habita la Tierra.
El paisaje enjuicia la totalidad del ser humano, sus vínculos existenciales con la Tierra o, si
se prefiere, su ‘ geograficidad’ original: la Tierra como lugar, base y medio de su realización
(pág. 87).

Dardel recupera, adaptándolo al contexto de una hermenéutica de la


existencia, la gran intuición de los filósofos de la naturaleza frente al paisaje, la
de Goethe, la de Humboldt, la que llevaba a Carus6 a ver en la pintura de un
paisaje una «imagen de la vida de la Tierra» (Erdlebenbild)7. El paisaje se
presenta como una totalidad expresiva, atravesada por un «espíritu» que se
concentra en él y le constituye como lugar de elección, en una consonancia
mágica con las expectativas humanas.
Si el paisaje no es, pues, una simple yuxtaposición de elementos dispersos;
si se presenta como «impresión de conjunto», como totalidad, esta totalidad será
entonces solamente accesible a través de los sentidos y de los sentimientos, pues
aparece únicamente bajo la forma de una «tonalidad afectiva dominante». De tal
forma que, en realidad, entender un paisaje es «estar en el paisaje», es «ser»
atravesado por él en «una relación que afecta a la carne y a la sangre», nos dice
Dardel (pág. 87); es ser invadido por su color fundamental hasta convertirlo en el
impulso y el ritmo de su existencia.
2. LA TIERRA. GEOGRAFÍA E HISTORICIDAD

2.1. La geograficidad

Dardel relaciona el paisaje con lo que ha dado en llamar «geograficidad»


humana. La elección de este término no es gratuita. Significa la inserción del
elemento terrestre en las dimensiones fundamentales de la existencia humana,
así como la noción de «historicidad» implica la conciencia que el ser humano
tiene de su situación irremediablemente temporal. Es necesario, recordémoslo,
«que el hombre se sienta y se sepa ligado a la Tierra como ser llamado a
realizarse en su condición terrestre» (pág. 90).
La noción de historicidad es la formulación filosófica (Dardel la recibe de
Heidegger, pero también de Jaspers, Kierkegaard…) de la toma de conciencia de
que el destino del hombre consiste en realizarse históricamente. Esta
comprehensión histórica del mundo dará lugar, según Dardel, a la prelación en el
Existir.
Ser no puede consistir para el hombre en persistir simplemente en el ser. Ser es tener que
ser, es tener decisiones que tomar, actuar o abstenerse, resistir o atreverse. Dejarse vivir, evitar
las decisiones o, simplemente, las preguntas, ser sin lucha ni problemas, es, precisamente
faltar a su historicidad, huir de su destino, recaer por la determinación de los factores
naturales. El Devenir designa esta intensidad en el ser, propia de un existente que sobrepasa el
estado de la naturaleza y se determina a sí mismo. Su historicidad (…) responde en él a una
tensión interior que no se une a su ser, pero que es su mismo fundamento (L’histoire…, pág.
19).

La historia tampoco puede ser, para cada uno de nosotros, más que
concreta, ya que nos concierne personalmente, nos revela nuestro presente, es
decir, nuestra tarea, nuestra responsabilidad ante nuestra existencia.
Por lo tanto, esta realización de uno mismo, que es la existencia en su
actualidad, tiene lugar después de una situación, se manifiesta a través de una
espacialización (Ibíd., págs. 84 y 85). La existencia es movimiento, inicia un
modo de presencia en la Tierra que hará de esta tanto el soporte de la existencia
como el elemento de su despliegue. La terminología paralela establecida por
Dardel entre la «geograficidad» y la «historicidad» es la expresión de la
profunda unidad de lo terrestre y de lo histórico en la asunción por el hombre de
su destino.
Cualquier espacialización geográfica es concreta y actualiza al hombre en su existencia,
porque, en ella, el hombre se sobrepasa y escapa y conlleva de esta forma una
temporalización, una narración, un acontecimiento. (El hombre…, pág. 90).

La geografía es originariamente la existencia como tal, que, antes de


cualquier representación, se actualiza espacializándose. Pero nos queda por
comprender la capacidad asignada por Dardel a la Tierra cuando afirma que es
una posibilidad esencial del destino del ser humano.

2.2. La Tierra, base de la existencia humana

La Tierra, para Dardel, no es un planeta. Se presenta como el elemento


inmediato y primero en el que se mediatiza toda la existencia humana. «La
inteligencia del hombre conecta inmediatamente con la Tierra» (pág. 162). La
Tierra es como el suelo fundamental, el origen a partir del cual cualquier
conocimiento y cualquier existencia pueden elevarse y cobrar sentido. No es el
cuerpo móvil que atraviesa el espacio vacío e infinito del astrónomo: ella es la
base, dice Eric Dardel citando a E. Levinas, a la que un pacto secreto y mudo
nos une definitivamente. La Tierra es, para cada uno de nosotros, la posibilidad
de nosotros-mismos.
La Tierra, en tanto que base, representa el advenimiento mismo del sujeto, cimiento de
cualquier conciencia que se despierta; anterior a cualquier objetivización, se mezcla a toda
toma de conciencia, de donde surge el hombre en el ser, sobre el que erige todas sus obras, el
suelo de su hábitat, los materiales de su casa, el motivo de su esfuerzo, a lo que adapta su
preocupación por construir y erigir (pág. 100).

Esta afirmación de la Tierra como base «trascendental» que prohíbe


considerarla como «objeto» conduce a Dardel, en un gesto post-husserliano8, a
presentar la Tierra como el referencial absolutamente inmóvil a partir del cual
todos los movimientos y la noción misma de movimiento pueden cobrar sentido.
Pero es esta misma afirmación (la Tierra como base) la que asigna a las
mediatizaciones de la existencia humana su significación y su polaridad. En
efecto, Dardel considera la Tierra según una doble perspectiva: es, a la vez, la
morada del hombre, es decir, el mundo que históricamente habita y el fondo
oscuro, la misteriosa reserva de ser a partir de la cual un mundo puede ser
liberado, pero no se agota jamás. Puede ser útil, en este aspecto, iluminar la
conjunción de esas dos perspectivas planteadas por Dardel, evocando sus fuentes
directas e indirectas.

2.2.1. «La Tierra como morada»


Si bien Eric Dardel no cita explícitamente a Kant, el objetivo que asigna a
la ciencia geográfica le acerca a la perspectiva kantiana. En los dos casos se trata
de mostrar al ser humano su condición terrestre, de hacer del hombre un
habitante de la Tierra a fin de que pueda aprender el sentido real de su libertad.
La Tierra es percibida como el «mundo humano», mundo en el que la
humanidad despliega su historia como en una obra de teatro.
Recordemos los términos en los que la geografía es considerada por Kant
en el marco de esta perspectiva educativa. La educación es fundamentalmente la
educación de la libertad. Es el ejercicio que permite al hombre darse cuenta de
una facultad que ya está en él. La educación actualiza la libertad humana
conduciéndola por un camino racional hacia la autonomía. La educación es,
también, la experiencia orientada en la que el ser humano aprenderá a servirse de
su entendimiento y a utilizar las reglas que dirigirán su vida. La geografía
desempeña un papel particular en este conjunto pedagógico progresivo. La
geografía es «descripción de la Tierra», presenta a los alumnos, de forma
anticipada, lo que será el teatro, el lugar concreto de su existencia futura. La
geografía proporciona la información sobre lo que es realmente la Tierra, con
toda su diversidad regional y de formas de vida y enseña a los alumnos cómo
«frecuentar el mundo» para no perderse en el mismo, para saber moverse en él
de forma «pragmática». En consecuencia, en el marco de la geografía, la
relación de los hombres con la Tierra tiene un alcance muy preciso: aprenden el
«dominio real» en el que su libertad (que, en tanto que seres razonables, posee
un valor incondicional, absoluto) va a poder realizarse, es decir, ser real. A través
de la geografía el hombre aprende su condición de ser finito, de criatura terrestre
que comparte un mundo con otras criaturas. Y aprende que la Tierra es la morada
del hombre. En ese sentido, el saber geográfico no es un saber «teórico» como
otros: posee un valor práctico inmediato. Es un saber a la vez pragmático y
moral. Dardel comparte esta visión de la libertad situada en la Tierra, en un
mundo que debe pasar por esta situación para realizarse plenamente. También
encontramos en Dardel esta dimensión pragmática y cosmológica de la
geografía. Pero mientras que Kant, en la perspectiva del Aufklärung, considera la
Tierra como el soporte de una historia, después de todo, positiva, que es el
acceso futuro del hombre a su libertad, Eric Dardel expresa la muy clara
conciencia de tener la obligación de proteger una morada amenazada por lo que
esta misma historia ha provocado.
Puede haber sucedido, en efecto, que en el momento en que el progreso
tecno-científico le permitía dominar y recorrer la Tierra en todos los sentidos, la
humanidad haya perdido esta inteligencia natural que mantenía con la misma,
«que era, sin embargo, nos dice Dardel, su vocación primera». La ciencia
objetiva los fenómenos terrestres separándolos desde el mismo instante en que
aparecen por el horizonte concreto del mundo. En ese preciso momento pierden,
bajo nuestra mirada, el significado. La Tierra se transforma en «materia prima»,
«fuente de energía» (pág. 160), y se integra en un proyecto de explotación
técnica con unos efectos que Dardel nos señala como objetivamente destructores
olvidando lo que era, sin embargo, su intención original: habitar la Tierra. La
ciencia procedía de una «inquietud», de un «interés existencial» (pág. 157) que
ha descuidado. La geografía recibe de este olvido, según Dardel, su nueva
vocación: con un esfuerzo de la memoria, el despertar de una inquietud que es a
la vez el recuerdo de la intimidad esencial del Hombre con la Tierra. La
geografía restituye al conocimiento científico su significación cosmológica. No
puede, en este aspecto, reducirse a una operación de objetivación científica.
Librándose sin reservas a la ciencia, se expondría a lo que Jaspers denomina «una nueva
misión mítica», olvidando que la actitud científica objetiva entra en una comprensión total del
mundo que no puede dejar de ser también moral, estética, espiritual. La fría indiferencia
cósmica del espectador combina mal con la finitud y la derrelicción del hombre en su
existencia efectiva, con la exigencia concreta de su estancia terrestre (pág. 166).

La geografía debe conducir al hombre a «comprender» la Tierra: su


vocación es tanto el conocimiento como la conciencia de sus límites. Lo real de
lo que se ocupa la geografía no puede ser enteramente objetivado, su objeto
permanece en cierto sentido inaccesible, dice Dardel (pág. 51): hacia la Tierra
debe sentirse algo muy cercano al respeto. Prolongar ese sentimiento dándole la
forma de un lenguaje con el cual comunicarse será, entonces, el reto del
geógrafo.
Pero ¿podremos alcanzarlo? Es el comentario de la obra heideggeriana la
que permitirá a Dardel extraer una respuesta. El texto de Heidegger L’origine de
l’oeuvre d’art da lugar a una lectura muy clarificadora por parte de Dardel, cuyo
discurso geográfico se confronta de forma explícita y significativa a lo que
puede reverberar en él con una carga ontológica decisiva.

2.2.2. «La Tierra como misterio»

Encontramos en Heidegger el tema de la Tierra como mundo en el que la


Humanidad existe, así como el pensamiento de la Tierra como ese hogar original
a partir del cual la Humanidad se realiza. La Tierra es, efectivamente, presentada
como Heimat por Heidegger, es decir, como hogar cotidiano para vivir (y no
como suelo natal biológico). Pero Heidegger distingue Mundo y Tierra: «El
mundo se funda en la tierra y la tierra surge a través del mundo»9. Y, sobre todo,
la Tierra es presentada por Heidegger como lo que escapa al mundo: lo que se
niega al mundo: «… la Tierra no aparece como ella misma más que allá donde es
guardada y protegida en cuanto indetectable por esencia (…) es decir, que se
mantiene en constante reserva (…). La Tierra es en esencia lo que se encierra
sobre sí misma»10. Es esta dimensión la que va a conservar Dardel. La Tierra es
la base del Mundo, pero una base siempre nocturna y no manifiesta. Es como
una suerte de «recurso» del mundo, pero que el mundo y la historia no utilizan.
Debe, pues, considerarse, según Dardel, esta relación de la Tierra y el
Mundo como un conflicto, un conflicto entre un conjunto de significados
disponibles (el mundo) y lo que se resiste absolutamente a ser significado (la
Tierra)
El hombre combate sin tregua: de día, dando a las cosas un sentido, una grandeza, un
distanciamiento, haciendo emerger un mundo; de noche, el combate se libra en el fondo
oscuro de la «Tierra» al que regresa la obra humana cuando, abandonada, vuelve a
transformarse en piedra, madera y metal. (pág. 101)

El mundo se ha definido como un conjunto de posibilidades, concerniendo


tanto las acciones prácticas cotidianas como las elecciones morales o políticas.
Un mundo es también el conjunto de direcciones de acción y de pensamiento
que determinan una época dada de la historia. Pero siempre existe un conflicto
entre este mundo, que no es más que un mundo, y la Tierra. Respecto a este
mundo, la Tierra es el fondo impasible, la reserva no histórica e indiferente a la
que el mundo debe arrancarse para ser. La Tierra «resiste» en el muy particular
sentido que quiere darle el mundo histórico en el que ella es descubierta o,
mejor, es percibida como escapándosele. Es en ese preciso punto donde la
geografía recibe por parte de Dardel su inscripción en la perspectiva de una
ontología de la historicidad.
Cuando queremos reducir la geografía a un puro conocimiento objetivo, el elemento
propiamente terrestre de la Tierra desaparece. Las nociones y las leyes que podemos extraer no
conservan su valor más que si las arrancamos en un combate a algo que continúa
escondiéndose, a una existencia animal. Es esta lucha incesante de la luz y de la oscuridad, del
Hombre y de la Tierra, la que confiere a cualquier construcción humana lo que tiene de
concreto y de real y, de alguna manera, cualquier descubrimiento, cualquier «geografía», a la
vez que es concesión a la Tierra, abandono a la fuente que nos hace ser, manifiesta nuestra
historicidad fundamental (pág. 102).

La Tierra es para Dardel, siguiendo los pasos de Heidegger, algo parecido al


«retiro» o la sombra en la luz. Hay una opacidad del elemento terrestre que se
muestra como tal en el seno de cualquier manifestación: la pesadez, el
resplandor propio de tal color, por ejemplo, no pueden ser realmente alcanzados
en una medición analítica, sino solamente distinguidos y probados en la
atmósfera y la tonalidad particulares de un encuentro, es decir, justamente más
allá de toda significación particular. Así pues, en una casa se pueden detallar los
usos, las funciones, el estilo, que son elementos significativos; pero también
existe la presencia masiva de esta casa que habita el espacio reuniéndolo a su
alrededor. A esta dimensión no se accede más que por la presencia, y el análisis,
de hecho, no lo consigue. De la misma forma, la Tierra, en el límite de todo
discurso, no puede más que ser mostrada y se muestra como impenetrable, tal
como lo dice Dardel cuando evoca el «no significado de la Tierra, como un
impenetrable misterio de la naturaleza terrestre» (pág. 69).
Así, lo terrestre corresponde al elemento bruto desde donde se levanta la
historia humana, pero tiende a «des-historiar» las decisiones que conforman el
mundo asignándolas a la dispersión y a la usura. Lo terrestre es el elemento
inhumano que presenta la historia como el problema del hombre. Que Dardel
presente la Tierra como una posibilidad esencial del ser humano, que lo
geográfico sea el inevitable intermediario entre la humanidad y ella misma en su
tarea de existir históricamente, significa exactamente esto: que el mundo
humano se levanta sin recurso en la contingencia de sus elecciones, que la
geografía no tiene más vocación que aquella que consiste en recordar
infatigablemente a los hombres la contingencia irremediable de las situaciones
que se presentan y su irreversible responsabilidad ante este hecho. En este
aspecto, el geógrafo se enfrenta a una moral. Pues la geografía es la misma
existencia.
3. EL SABER GEOGRÁFICO

La Tierra no es para Dardel un objeto, sino, más bien, el límite de toda


objetividad y el horizonte en el que se recorta. Con ello, debemos entender que
la Tierra no puede ser considerada como un producto de objetivación, que la
reduciría a una imagen medible a ojos vista, es decir a una representación. La
Tierra desbarata la voluntad de dominio, correlativa a la objetivación
tecnocientífica. Cierto, Dardel nos ha repetido varias veces que la Tierra tiene un
rostro (¿el espacio geográfico es el rostro de la Tierra?) ¿Y un rostro no es lo que
es buscado por una mirada? ¿No es, pues, una imagen es decir, un objeto?
Si hay que entender esta metáfora del rostro en su justa medida, debería
reconocerse en el rostro lo que excede cualquier imagen y cualquier exceso. El
rostro no se reduce a la mera exterioridad material de la superficie donde puede
ser visto. Tampoco es el efecto mecánico de un concurso de causas naturales. El
rostro no es «manejable». En su propia animación, en los pliegues propios que le
dan su aspecto, el rostro expresa y se expresa. Lo que conforma el rostro como
rostro es que es un signo: contemplándolo, se accede a la manifestación de una
interioridad, de una intención expresiva e inaprensible. Referirse a la Tierra
como un rostro es, pues, reconocer el rastro de la presencia de un «espíritu», es
acoger el testimonio, en una actitud que es la de escuchar y dialogar más que la
de la abstracción que esquematiza.
Pero, al afirmar que la realidad geográfica, el espacio terrestre, es un cuerpo
portador de sentidos más que un objeto regido por un sistema de leyes, Dardel
sitúa el saber geográfico en el horizonte de las disciplinas hermenéuticas, más
que en el de las ciencias empírico-analíticas11. La geografía es un saber que
debe, según Dardel, movilizar de forma preferencial las técnicas de
desciframiento y de lectura, de la comprensión y de la interpretación, más que
una ciencia de la naturaleza preocupada por la explicación y la deducción.

3.1. Explicar y comprender

Recorriendo la Tierra, el geógrafo encuentra un lenguaje objetivamente


escrito en la materia y en el espacio: una escritura.
[…] el término griego sugiere que la Tierra es una escritura por descifrar: que el contorno de
una orilla, las sinuosidades de un río, el perfil de una montaña son los signos de esta escritura.
El conocimiento geográfico tiene por objeto dilucidar esos signos… (pág. 52).
La geografía no es principalmente una ciencia de la naturaleza, según el
modelo heredado de la física clásica. El geógrafo no tiene por primera vocación
explicar el fenómeno terrestre. Cierto, se puede intentar explicar una escritura, es
decir, un conjunto regulado de trazos sobre un soporte, relacionándola a un
encadenamiento y a un cúmulo de causas y presiones previas (naturales y
humanas) de las que sería el producto resultante, lo que no implica que se
comprenda su sentido. Es lo que separa el puro hecho físico del fenómeno de la
expresión y no se sabría considerar la escritura como un simple hecho físico.
Tratemos de aclarar la distinción en juego: ¿se puede afirmar que la máquina que
reproduce una grabación «comprende» lo que «lee» o no se trata, más bien, de la
repercusión mecánica de un conjunto de condiciones físicas, es decir, un
fenómeno directamente reducible al dispositivo que reglamenta el proceso?
Parece, en efecto, que la máquina reacciona a la señal previamente inscrita, pero
que no la recoge completamente. Para que se alcance el sentido, es necesario que
la materialidad del rastro siñaléctico sea sobrepasado, que la sucesión de los
rastros materiales se integre en una intencionalidad subyacente que restituya la
unidad; es imprescindible un ser que, recibiendo la señal, pueda religarla a un
valor. Entender el sentido de lo que se transmite en la expresión (aquí, una
«escritura»), no es reaccionar como bajo la presión exterior de un estímulo; es
interpretarlo desde el punto de vista de un valor, es decir, de un sistema de
esperas y anticipaciones que permita interpretarla.
La noción de la explicación en las ciencias de la naturaleza entraña una
doble motivación en el análisis de los fenómenos. En primer lugar, la explicación
se caracteriza, como acaba de verse, por su carácter «reduccionista». Si explicar
es mostrar la causa y la relación entre causa y efecto, ello significa que un
fenómeno será explicado cuando haya sido enlazado a un conjunto de hechos
considerados lógicamente como antecedentes por una relación de inferencia. El
ideal de la explicación es la identificación, sea la integración del fenómeno a un
sistema de relaciones lógicas, o su reducción a un momento en un desarrollo
deductivo. Toda «emergencia» del fenómeno en relación con las categorías
dispuestas a priori por la teoría no puede ser en este aspecto más que
provisional. El hecho recibe su sentido de la teoría que la integra y en sí mismo
no es portador de un significado inaugural que debería descifrarse.
Esto es lo que da, pues, su sentido preciso a la palabra «naturaleza» en la
expresión «ciencias de la naturaleza». Desde Newton, la causa ya no se entiende
como esta potencia misteriosa que produce el fenómeno y lo anima. La
causalidad es estrictamente designada por la relación medible entre los
fenómenos que se suceden. La naturaleza, entonces, es definida como el
conjunto de fenómenos unido por un sistema de leyes en una dimensión de pura
horizontalidad. El fenómeno natural pierde la profundidad de su «por qué» y no
se ve concernido más que por la pregunta del «cómo» de su aparición.
Sin embargo, el acceso a la actitud explicativa presupone, lo sabemos, una
operación decisiva que es la de la ruptura de cualquier compromiso personal en
el fenómeno. La objetividad de la explicación exige este distanciamiento entre el
yo y las cosas, esta ironía malintencionada (de la que habla Bachelard) respecto
al poder de seducción de las apariencias, esta despersonalización de la mirada
que conduce, a la vez, al reconocimiento del orden natural como tal y lo aísla de
toda implicación en el registro de los valores.
Ahora bien, si la geografía no es para Dardel en primer lugar un intento de
explicación causal, es que se alimenta de una experiencia irreductible, que es un
«encuentro inolvidable» con la Tierra. La experiencia geográfica es, antes que
nada, una puesta en presencia afectiva con la singularidad de un lugar y de una
«fisonomía» inmediatamente portadora de significado.
La experiencia geográfica no es, en principio, la aplicación de un sistema de
categorías y de leyes sobre un conjunto de objetos que se trataría de integrar en
un registro teórico. Esta experiencia posee todos los caracteres de una emoción,
es decir de un desposeimiento de sí misma en contacto con el mundo exterior, lo
que permite al geógrafo dejarse captar, invadir por la tonalidad propia del lugar.
La intencionalidad secreta que anima el saber geográfico consiste, según Dardel,
en articular este asombro originario en una palabra comunicable.
Aún más, la experiencia geográfica es presentada por Dardel como un
encuentro profundamente interpersonal:
El hombre busca la Tierra, la espera y la llama con todo su ser. Incluso antes de haberla
encontrado, la presiente y la reconoce… Así, lo que el hombre busca en la Tierra es un
«rostro», una cierta acogida. Es por ello que expresa su decepción cuando esta no le tiende
más que la pura objetividad de un existente brutal. (pág. 103)

Es en la inquietud de un arrebato íntimo donde tiene lugar el encuentro de


las realidades terrestres. Y este «reconocimiento» deseado con tanto ardor por el
ser humano, ¿qué puede significar sino la seguridad, dada por la Tierra, de la
posibilidad para el hombre de habitar la Tierra? Lejos de la despersonalización
de las relaciones del sujeto y del objeto requeridas en las ciencias de la
naturaleza, la relación del hombre con la Tierra es inmediatamente «interesada»;
pone en peligro, de repente, los valores implicados por el hombre en su
existencia. También, en su búsqueda de una confirmación y una acogida por la
realidad terrestre de sus proyectos, lo que el hombre ejerce sobre sí mismo es la
capacidad de atrapar «una llamada que se alza desde el suelo, la ola o el bosque,
una oportunidad o un rechazo, una potencia, una presencia» (pág. 52). La
singularidad expresiva del lugar reclama de parte del ser humano una capacidad
comprehensiva.
«Comprender» un lugar (para Dardel, un paisaje, como ya hemos visto)
consiste en traducir la emoción bruta que su encuentro ha hecho nacer y crecer
en nosotros en otro lenguaje que posea un poder de elucidación. Comprender es
interpretar un sentido inmediatamente percibido que ocupará ese mismo lugar.
Es articular una impresión que es el signo de una repentina concordancia del
ritmo de nuestro ser y de la forma del mundo. La comprehensión ocurre cuando
los distintos aspectos o los distintos momentos del fenómeno (forma plástica,
despliegue sonoro de la frase, «escritura» característica del paisaje) se unen en la
unidad de una idea o de una imagen que procuran al fenómeno su carácter de
totalidad. Comprender es, pues, regresar al hogar secreto que constituye la
unidad real de la pluralidad espacial y temporal en la que se dispersa el
fenómeno. En el fenómeno entrevisto se encuentra la unidad de un tema, de una
intención, de tal forma que cada aspecto despejado en la actividad de descifrar
sea comprendida como una parte expresiva del todo al que reenvía. En el caso de
la geografía, para Dardel, que se apoya de manera significativa en dos
descripciones de Vidal de la Blache, la comprehensión resulta de la posibilidad
de ordenar los distintos aspectos del paraje bajo una imagen, en otros términos,
una unidad «melódica» implícita o explícita, que representa «la impresión
general» del lugar. La Tierra se presenta en formas múltiples que el saber
geográfico tiene como objetivo expresar. El saber geográfico es la traducción a
una lengua humana de la lengua fundamental que constituye la Tierra. O, más
bien, es el eco de la resonancia que provoca en el hombre el encuentro con la
escritura terrestre, es decir, el despliegue en las formas de esta habla que emerge
del fondo oscuro del ser.

3.2. El fundamento ontológico de la comprehensión geográfica

Antes que la ciencia, existe, pues, una presencia de lo terrestre, que es


nuestro estar-en-el-mundo: «Entre el Hombre y la Tierra se anuda y permanece
una especie de complicidad en el ser» (pág. 57). Esta complicidad es más vivida
que expresada y rige discretamente nuestros comportamientos, dándoles su
medida. Constantemente presente, escapa a menudo, sin embargo, a la toma de
conciencia o a la representación.
La realidad geográfica exige una adhesión tan total del sujeto a través de su vida afectiva,
su cuerpo, sus costumbres, que llega a olvidar, incluso, su propia vida orgánica» (pág. 91).

El saber geográfico tiene como objetivo dilucidar esta presencia inmediata


en la Tierra en sus distintas modalidades. Pero el problema es saber cómo un
discurso puede rendir cuentas, justamente, de lo que parece escapar a cualquier
discurso. ¿Cuál debe ser la forma del discurso geográfico para que pueda ser
restituido el encuentro personal del ser humano y su hogar terrestre? Hay en el
paisaje, dice Dardel, «un rostro, una mirada, un oído, como una espera o un
recuerdo» (pág. 90). ¿Cómo avanzar hacia ese oído, suscitar esa gran memoria
del lugar, transmitir en un lenguaje las peripecias de esa intimidad?
Lo que está claro es que ese tipo de exigencia pone en tela de juicio
cualquier requerimiento de la geografía en el registro de las ciencias de la
naturaleza según la concepción positivista que se ha desarrollado. Implica el
rechazo de cualquier neutralización axiológica: el acceso al mundo geográfico
reclama, al contrario, una asunción en el horizonte de los valores. La geografía
es una disciplina de la interpretación cuyo alcance para el conocimiento reside
menos en su aptitud para formular las leyes objetivas del espacio que en su
perpetua preocupación de enlazar la conciencia de esas leyes a una experiencia
viva del mundo de donde emergen y en el que encuentran sentido.
Lo que nos lleva a la cuestión de la relación de la geografía con la verdad:
esta no puede comprenderse como un correlato y el producto de un esfuerzo
metódico en vista de la objetivación de fenómenos; más bien al contrario, es la
expresión de la cualidad de inserción en el ser que conoce un sujeto. La
«verdad», según Dardel, de la que se trata en geografía, consiste menos en la
adecuación, siempre exterior, de un discurso en un campo de realidad, que de
una especie de intensidad que actúa en la expresión. La «verdad» geográfica se
mantiene más en la transferencia de un valor (aquel que ha sido captado en
contacto con el lugar) que en su subsunción de una noción.
Por la «participación» del geógrafo en la realidad a la que se supone debe
representar la comprensión y la interpretación se hacen posibles y transforman
de este modo la experiencia geográfica en un auténtico saber. El geógrafo
alcanza el ser y lo expresa porque él «lo es». El geógrafo siente en sí mismo lo
que traduce en lenguaje: lo «comprende» en el sentido en que «posee» una
experiencia. Lo propio de las disciplinas «hermenéuticas» es que sujeto y objeto
se pertenecen recíprocamente y, para Dardel, ocurre lo mismo tanto en la
geografía como en la historia. La historicidad del ser humano repercute en su
geograficidad y, entonces, de la misma forma que la comprensión histórica es
posible porque el hombre es un ser esencialmente histórico y encuentra y
descubre en él la historia antes de reconocerla en las cosas, la comprensión
geográfica no es más que la prolongación y la actualización del ser geográfico
del hombre; es una capacidad estructural que es un «poder ser» lanzándose por
delante de sus posibilidades. El espacio geográfico se «comprende» antes
incluso de que puedan designarse las «leyes», porque corresponde a la
espacialidad de la existencia humana.
Comprender, es, en este caso, comprenderse a través de lo que se comprende y comprender
al propio mundo según lo que uno comprende de sí mismo (L’histoire…pág. 80).

La hermenéutica geográfica de Dardel posee una dimensión ontológica que,


parece, nada puede anular. Así pues, el lugar es comprendido por el geógrafo
porque forma parte de sus posibilidades de existencia, porque, en el fondo,
desvela una posibilidad de ser en el mundo con la que el geógrafo comunica
«lateralmente». Existe una simpatía originaria e indeterminada con la Tierra que
hace posible la comprensión de las más diversas realidades geográficas, mientras
que son probadas como variaciones de un mismo estar-en-el-mundo fundamental
del hombre y que permite a la sabia conciencia del geógrafo comunicar
interiormente con las formas ingenuas de la presencia en el paisaje. El problema
tampoco consiste en saber si el geógrafo dice la verdad, sino en reconocer de
dónde arranca la verdad, o, lo que sería lo mismo, la experiencia originaria de
que su discurso no es más que la articulación progresiva.
Pero si el saber geográfico debe ser considerado como una empresa de
elucidación puesta en pie a partir de la experiencia de una primera participación,
vivida sin poder ser expresada, entonces el discurso responsable de conducir esta
elucidación no podrá, para conseguir transcribir este encuentro mudo de un
universo de sentidos, contentarse con un solo registro referencial. El saber
geográfico pone en juego una emoción, lo que quiere decir que ordena la
memoria; para restituir la naturaleza propia de ese impacto, para guardar la
intensidad, el lenguaje deberá dar derecho a la presencia de la imagen, a su poder
de evocación y fijación de una dirección con sentido. La fuerza de la evocación,
parece decir Dardel, no comporta la pérdida del rigor de la observación, por lo
que puede, por ejemplo, pasar sin esfuerzo del lenguaje del geógrafo al lenguaje
del poeta, llegando de este modo «a una frontera que la ciencia formal prohibiría
franquear, pero que, sin embargo superaremos en dirección a un mundo irreal
donde una geografía auténtica permanece subyacente» (pág. 55).Tratemos
entonces de indicar lo que puede ser un lenguaje capaz de repercutir a través de
la evocación «la participación» del geógrafo en el elemento terrestre. En los
confines de estas distintas formas de experiencias del sentido que son la ciencia,
el mito y el arte, la geografía puede encontrar, según Dardel, su auténtico status.

3.3. La geografía, lo mítico y la estética


La geografía originaria es una «geografía mítica». Ciertamente, la historia
de la geografía no se reduce a esta primera etapa; le suceden, según la
terminología de Dardel, «la geografía profética», «la geografía heroica» y la
«geografía de los descubrimientos», dejando para el final «la geografía
científica». Sin embargo, bajo esta aparente sucesión cronológica, irreversible en
algún sentido, deberíamos darnos cuenta de las modalidades permanentes de la
relación del hombre con la Tierra cuya dignidad ontológica es casi equivalente.
Estas características cronológicas poseen simultáneamente un alcance
«arqueológico».
Antes que nada, lo que nos importa es seguir el despertar de una ciencia geográfica a través
de los distintos enfoques que se dan a la aparición del hombre sobre la faz de la Tierra. Por lo
tanto, se trata menos de períodos cronológicos que de actitudes duraderas del espíritu humano
respecto a la realidad circundante y cotidiana, en correlación con las formas dominantes de la
sensibilidad, del pensamiento y de las creencias de una época o de una civilización (pág. 105).

Entre las distintas posibilidades de referirse a la realidad terrestre, Dardel


parece, sin embargo, aislar la «geografía mítica», fundadora, de la actitud
profética, de la actitud heroica y de la actitud científica. En efecto, estas tres
últimas proceden de un «desencanto»: han contribuido a romper el «encanto»
que calificaba la complicidad primera del hombre y la Tierra en el universo
mítico.
Estas tres actitudes distintas, que las circunstancias de la historia, a veces, mezclarán,
tienen en común una cierta distancia tomada por el hombre respecto a la Tierra, una cierta
liberación del hombre respecto a lo terrestre y, a menudo, una superioridad confesa o implícita
del hombre sobre las realidades exteriores de su entorno (pág. 129).

El interés que Dardel siente por el mito no se niega. Varias veces volverá
sobre esta cuestión, en la que desarrollará un punto de vista cercano a los análisis
de Maurice de Leenhardt, pero también de Van der Leew y de Eliade12. Su
concepción fenomenológica del mito conduce a Dardel a entrever un modo de
compromiso prioritario en el ser, una ontología espontánea alternativa a la
ontología metódicamente elaborada por la ciencia, pero de una dignidad
equivalente.
Puesto que se trata, para el ser humano, de encontrar en un lenguaje la
emoción nativa que suscita en él la experiencia del lugar, la palabra mítica, de
entrada, se impone, y prolonga la emoción en palabras y en imágenes. El
geógrafo debe aprender con el etnólogo, el historiador de las religiones y el de
las civilizaciones una forma de relacionarse con la Tierra que está presente en él
de una forma primitiva y que, en el fondo, le anima a ello, aunque no sea
consciente. Pues el mito «es lo que nunca podemos ver en nosotros, el resorte
secreto de nuestras visiones del mundo, de nuestra abnegación, de nuestras más
queridas ideas»13. No es seguro, en consecuencia, que el geógrafo mítico haya
desaparecido en el movimiento ascensional hacia la geografía erudita. La ciencia
comunica interiormente con el mito, que es como el corazón sensible desde
donde la ciencia emprende el vuelo. Existe, en efecto, una actualidad del mito
que procede del hecho de que designa la zona de la experiencia primordial que
aflora constantemente bajo las experiencias presentes. «Original significa menos
anterior que permanente»14. El mito es una «infancia» persistente en el hombre,
ribetea secretamente su historia en los márgenes de su memoria. Pero el contacto
con las formas sensibles la despierta, la suscita todavía, y permite al ser humano
asentir al fin al mundo. La geografía es tal vez esta infancia o la prolongación
sabia de esta infancia.
La geografía auténtica parece también confundirse, en Dardel, con la
conciencia mítica.
El mito […] se concibe […] en ese sobrecogimento que asalta al hombre en medio de las
cosas […] lo mítico es el lenguaje de un hombre que se siente profundamente solidario con el
mundo, parte del mundo…15.

El mito expresa la participación del hombre en la corriente general de la


vida del mundo, reinserta al ser humano en una totalidad en la que la reflexión
ha introducido una grieta. El mito se despliega antes de cualquier separación del
sujeto y del objeto, antes, incluso, de cualquier narración (de un «antes» no
cronológico, sino metafísico). En el otro extremo del recorrido del saber
reconcilia, a través de la afectividad, al ser humano con el mundo que acaba de
atravesar.
Esta experiencia de la adherencia al mundo se encuentra muy precisamente
en el reencuentro mítico del espacio, tal como es ampliamente analizada en la
obra de Dardel. Podemos destacar la frase siguiente:
Ya que la Tierra es la madre de todo lo viviente, de todo lo que es, un nexo de parentesco
une al hombre a todo lo que le rodea: a la humanidad, a los animales, incluso hasta las piedras.
La montaña, el valle, el bosque, no son simplemente un marco, un «exterior», por más familiar
que sean. Son el mismo hombre. Es donde se realiza y se conoce. (pág. 108)

El espacio mítico es un espacio sustancial, cargado de valores, un espacio


sagrado. Acoge y distribuye las distintas corrientes de la vida ontológicas en las
que se inserta la existencia humana. Solo él asegura a la realidad humana su
fundación y su fin, inscribiendo los caminos de la existencia humana en la
cohesión general del mundo.
Sin embargo, ¿cómo siente el ser humano, concretamente, su inserción en el
mundo? ¿Cuál es el elemento que le proporciona su justificación ontológica? La
cuestión debe plantearse, pues la historia, paradójicamente, conduce a la
geografía a alejarse de la Tierra: se debe, pues, devolver su oportunidad al mito.
Hay que reconstruir la relación original con la Tierra que la geografía moderna
ha obviado, según Dardel.
El análisis del mito nos proporciona una respuesta sobre la que Dardel ha
insistido en varias ocasiones16. El mito, en efecto, se prolonga y se expresa en la
figuración plástica. Correlativamente, la experiencia nativa del mundo es una
experiencia estética. La palabra «estética» debe ser tomada en este caso en el
sentido lo más general posible: la experiencia estética es primordialmente una
sensibilidad hacia las formas del mundo y el sentimiento de afinidad profunda
que une a los hombres a esas formas.
El mundo, allá donde se le encuentra en primer lugar a través de las sensaciones, de las
emociones, de los sentimientos, de las creencias, se manifiesta como la vida de las formas, en
una participación estética17.

La estética es el primer nexo de unión entre el hombre y el mundo. Su


primera forma de situarse, de comprenderlo. Es la «primera coherencia que el
hombre introduce en el mundo, la primera cohesión de los seres entre ellos…»18.
Pero esta «correlación de los seres del mundo por medio de las formas»19 tiene
lugar antes que cualquier discurso, es sufrida, sentida, antes de poder ser
formulada de forma reflexiva. Por otra parte, no es seguro que la reflexión pueda
agotar toda la intensidad que encierra este «abandono que confía en las
propuestas de lo sensible»20 «a las pulsaciones del mundo»21.
La geografía como experiencia y como saber se presentaría, pues, como
conciencia estética. Existe una sensibilidad geográfica, que es la expresión de un
«acuerdo» del ser humano con las formas de la Tierra. Por lo demás, cuando
Dardel parece querer conducirnos hacia una orientación de la geografía como
«saber sensible», sanciona implícitamente los efectos de la historia de la ciencia
moderna. Sabemos que las transformaciones de la relación con la naturaleza que
han sido provocadas por la extensión cultural del modelo «psico-matemático»
provocaron, en el siglo XVIII, la afirmación concurrente de que existe otro tipo de
relación con la naturaleza: la percepción estética. J. Ritter22 demostró con creces
que es la conciencia estética la que en Baumgarten, Schiller, Carus, permite a la
existencia humana reencontrar una dimensión cósmica, es decir mantener con la
Tierra esa relación sensible y práctica que da a la existencia su sentido concreto.
Hasta Alexandre von Humboldt se mantuvo en esta relación cósmica, seguida
por él hasta el mismo momento en que inicia la geografía moderna en una de sus
principales direcciones. Es la misma intención que conducía a Büsching, en sus
propósitos sobre la geografía, a reivindicar explícitamente el mantenimiento de
su sentido visual en el horizonte negándose a clasificar la geografía en la
perspectiva de la astronomía poscopernicana.
La geografía prolonga esta afirmación de los derechos de la conciencia
estética. Es un reflejo de la tentativa de restituir al ser humano la posibilidad de
atrapar, en la percepción de las cosas, el orden general del mundo. Lejos de
destituir lo sensible, lo reconoce como una de las regiones de la verdad,
atribuyendo a las formas el poder de enlazar al ser humano con el movimiento
invisible de lo real.
Es tal vez esa preocupación por las formas la que justifica, profundamente,
la presencia de las imágenes en el discurso geográfico y el recurso constante de
Dardel a la palabra de los poetas. Pues la geografía, dice Dardel
[…] no implica solamente un reconocimiento de la realidad terrestre en su materialidad: se
conquista también como técnica de no-realización en la realidad misma (pág. 56).

La imagen no es el excedente subjetivo y arbitrario que confundiría la


descripción y la explicación geográficas. Posee el poder de unir, de coser juntos
el ser y el lenguaje. La imagen es la impregnación recíproca de lo real y del
sentido, alcanza directamente la forma, es decir el sentido mismo en el ser. Por
ello es la garantía de una verdad. La imagen es, en efecto, la resaca donde nace
el lenguaje y se eleva desde las formas del mundo sensible. Transfiriendo la
forma visible, por su poder de expansión y sus ritmos, a la expresión humana,
ordena el sentido a su estado de nacimiento.
La geografía, a la vez saber, mito y arte, es originaria para Dardel porque es
una de las direcciones posibles de la experiencia de la promoción de la
existencia humana y del mundo en el lenguaje. La geografía, constantemente «en
debate entre el conocimiento y la existencia» (pág. 166), abarca un doble
nacimiento; el despertar del hombre al mundo, el despertar del mundo en el
hombre. Empresa necesariamente inacabada y, como todas las infancias, vuelta a
empezar.

JEAN-MARC BESSE

1 Cfr. las diversas contribuciones que acompañan a la traducción italiana de la obra de Dardel, L’Uomo
et la Terra (al cuidado de C. Copeta), Milano, Unicoli, 1986.
2 Siguiendo a Henry Corbin, Dardel traduce Dasein por la expresión «realidad humana».
3 L’eau et les rêves, París, J. Corti, 1942. La Terre et les rêveries du repos, París, J. Corti, 1948.
4 Véase L’histoire, science du concret, París, PUF, 1946, págs. 84-85.
5 G. Bachelard, La poétique de l’espace, París PUF, 1957, pág. 2
6 Carl Gustav Carus (3 de enero de 1789, en Leipzig, Alemania, 28 de julio de 1869, en Dresden,
Alemania), amigo de Goethe, fue pintor, psicólogo, naturalista y micólogo alemán. Fue uno de los
miembros más destacados de la Naturphilosophie [N. de la T.].
7 C. G. Carus, «Septième lettre sur la peinture de paysage», en C. G. Carus y C. D. Friedrich, De la
peinture de paysage dans l’Allemagne romantique, París, Klincksieck, 1983, pág. 109.
8 E. Husserl, «L’arche-originaire Terre ne se meut pas», en La Terre ne se meut pas, París, Ed. de Minuit,
1989. Se trata de la traducción del manuscrito de mayo de 1934, publicado en 1940 por M. Faber.
9 «L’origine de l’oeuvre d’art», en Chemins qui ne mènent nulle part, París, Gallimard, 1962, pág. 52.
10 Ibíd., pág. 50.
11 J. Ladrière, L’articulation du sens, París, Ed du Cerf, 1984.
12 Para evocar el contexto intelectual más cercano a Eric Dardel, se puede consultar la obra de J.
Clifford, consagrada a Maurice Leenhardt, Maurice Leenhardt personne et mythe en Nouvelle Caledonie,
París, Jean Michel Place, 1987.
13 «Le mythique, d’après l’oeuvre ethnologique de Maurice Leenhardt», Diogène, 7, 1954, pág. 70.
14 Ibíd., pág. 56.
15 Ibíd., pág. 53.
16 «Magie, mythe et histoire», Journal de psychologie normale et pathologique, 2, 1950. «Le
mythique…», Diogène, 7, 1954.
17 «Le mythique…», pág. 62.
18 «L’esthétique, comme mode d’existence de l’homme archaïque», Revue d’histoire et de philosophie
religeuse, 3, 1965, pág. 352.
19 Ídem.
20 «Le mythique…», pág. 62.
21 «L’esthètique…», pág. 355.
22 J. Ritter, Subjektivität, Sechs, Aufsätze, Frankfurt am Maine, Surhrkamp, 1974.
EL HOMBRE Y LA TIERRA

Naturaleza de la realidad geográfica

La Tierra nos enseña mucho más sobre nosotros mismos que todos los libros

Terre des hommes, SAINT-EXUPÉRY


1

EL ESPACIO GEOGRÁFICO

En el Occidente del siglo XIX, el desarrollo de la ciencia geográfica fue una


de las manifestaciones características del espíritu de la modernidad. Finalizadas
tanto la Edad Media y su inquietud metafísica como el Humanismo, tan atento a
los problemas psicológicos, morales y políticos del hombre, el mundo occidental
se volcó sobre la Tierra, el Espacio y la Materia. Su voluntad de poder y su deseo
de instalarse en las dimensiones del mundo exterior le condujeron a apropiarse
del universo a través de la medida, el cálculo y el análisis. Por ello, la ciencia
geográfica forma parte, junto con la cosmografía, la botánica, la geología, la
zoología, la hidrología o la etnografía, de esa Geografía Universal preocupada
por comprender el mundo geográficamente en su totalidad y en sus «regiones»,
como fuente de energía y horizonte de la vida humana. Pero, antes de la
preocupación del geógrafo por convertir a la geografía en una ciencia exacta, la
historia nos muestra una geografía dinámica y activa, una voluntad intrépida por
recorrer el mundo, cruzar los mares, explorar continentes. Conocer lo ignoto,
alcanzar lo inaccesible: la inquietud geográfica precede y conduce a la ciencia
objetiva. Ya sea por el amor al terruño o por la búsqueda de lo desconocido, una
relación concreta se establece entre el hombre y la Tierra, una geograficidad del
hombre, propia de su existencia y de su destino.
Es de este primer deslumbramiento por la Tierra y de la intención inicial de
reflexión geográfica sobre este «descubrimiento» de lo que vamos a tratar en
este texto, interrogando la geografía desde la perspectiva propia del geógrafo y
también, simplemente, del hombre interesado por el mundo que le rodea.
1. ESPACIOS GEOMÉTRICOS. ESPACIOS GEOGRÁFICOS

El espacio geométrico es homogéneo, uniforme, neutro. Llanura o montaña,


océano o selva ecuatorial, el espacio geográfico se compone de espacios
diferenciados. El relieve, el cielo, la flora, la mano del hombre, confieren a cada
lugar un aspecto singular. El espacio geográfico es uno y, además, tiene nombre
propio: París, Champagne, Sáhara, Mediterráneo.
La geometría opera en un espacio abierto, vacío de contenido, disponible
para cualquier combinación. El espacio geográfico tiene horizonte, forma, color,
densidad. Es sólido, líquido o aéreo, ancho o estrecho: limita y resiste.
La geografía es, según su etimología, la «descripción de la Tierra», aunque,
si pretendiésemos definirla con rigurosidad, deberíamos añadir que el término
griego sugiere que la Tierra es una escritura por descifrar: que el contorno de una
orilla, las sinuosidades de un río, el perfil de una montaña son los signos de esta
escritura. El conocimiento geográfico tiene por objeto dilucidar esos signos, lo
que la Tierra revela al hombre sobre su condición humana y su destino. No se
trata de un atlas abierto ante sus ojos. Es una llamada que se alza desde el suelo,
la ola o el bosque, una oportunidad o un rechazo, una potencia, una presencia.
Escribe Vidal de La Blache refiriéndose a los bosques de los Vosgos: «En todas
partes ya domine la floresta o los desbroces lo hayan parcelado, el bosque está
presente. Hechiza la imaginación, colma la vista. Es el ropaje natural del lugar.
Bajo el rebozo sombrío, matizado por el claro follaje de las hayas, las
ondulaciones de las montañas parecen desvanecerse. La sensación de altura se
subordina a la del bosque…». Presencia, presencia insistente, casi obsesiva, bajo
el juego alterno de lo sombrío y lo claro, el lenguaje del geógrafo se transforma
fácilmente en el del poeta. Lenguaje directo, transparente, que «habla» sin
esfuerzo a la imaginación mucho mejor de lo que lo haría el discurso «objetivo»
del sabio porque transcribe «fielmente» la escritura trazada sobre la superficie
terrestre.
El rigor de la ciencia no se devalúa en absoluto al confiar su mensaje a un
observador que sabe admirar, elegir la imagen justa, luminosa, plena de matices.
Solo ella presta al término concreto su contención y su medida. Testigo, y de la
misma pluma, es esta evocación de la costa bretona donde la alegría de la
existencia se debe a la profusión de seres vivos: «Esta costa, ora salvaje, ora
tierna y suave, donde las playas suceden a las rocas, ensenadas de arena a
rompientes, acoge con hospitalidad a la vida. Esas orillas recortadas ofrecen a la
vida vegetal y animal el abrigo que necesita la naturaleza generadora, mucho
mejor que los rígidos acantilados normandos golpeados sin cesar por el roce de
los guijarros. Entre esas anfractuosidades existen tranquilos recovecos, fondos
arenosos donde se abren paso los peces, canales pedregosos refugio de langostas.
Las algas, bajo las olas, desprenden lamas de plata sobre los bancos de rocas.
Revisten con alfombras deslizantes bloques de piedra y guijarros o recubren a
flor de agua los refugios donde pulula la vida de peces y moluscos…». Esta
explicación nos penetra discretamente por lo pintoresco de las imágenes, pero
resulta sorprendente que, arrebatado por el encanto del estilo, el lector descifre
aún con más claridad la escritura del litoral.
De esta interpretación dada por un geógrafo accedemos, casi sin transición,
al universo romántico donde el rostro de la Tierra cambia de aspecto debido a las
vibraciones de color que, según la hora del día, inciden en ella. Al atardecer, el
silencio se cierne sobre esta villa islandesa: «Se acercaba la noche y el mar
brillaba como la seda. El sudoeste aparecía velado por ligeras y vaporosas nubes.
Un sol frío, abriéndose hacia la bahía de Faxa, se mantenía suspendido sobre la
gran ciudad rodeada por áridos montes volcánicos. Casi impracticables entre las
fincas diseminadas, vastos pantanos de un color parduzco se extendían por
pequeñas prominencias arenosas. De vez en cuando, un lago solitario, negro de
silencio, casi ahogado por los jarales. Abedules enanos parecen bordear las
colinas donde, entre el brezo, oloroso y suave, anida el chorlito real…»1. La
escritura, haciéndose más literaria, pierde en fuerza, pero gana en intensidad
expresiva por el ligero estremecimiento de existencia que le presta la dimensión
temporal restaurada.
Son las estaciones del año las que temporalizan el espectáculo de la Tierra
en el país de Marie Chapdelaine2, donde es julio el que exhibe todos los matices
de sus azulones, sus acianos: «Es en los lugares requemados, en las laderas
rocosas, en cualquier parte donde los escasos árboles dejaban pasar el sol, donde
la tierra había sido, hasta entonces, casi uniformemente rosa, del rosa encendido
de las flores que cubrían las copas de los árboles de los bosques de carpes; los
primeros acianos, rosas también, se confundían con las flores, pero, bajo el calor
persistente, adquirían, lentamente, un tono de un azul pálido, luego azul intenso,
un azul de reyes, para pasar a ser de un azul violáceo, casi índigo y, cuando en
julio llegaba la fiesta de Santa Ana, sus plantas, cargadas de racimos, formaban
extensas manchas azules entre el rosa de las flores de los bosques de carpes que
empezaban a morir…».
De esta forma se llega a una frontera que la ciencia formal prohibiría cruzar,
pero que superaremos dirigiéndonos a un mundo irreal donde una geografía
auténtica permanece subyacente. El instante arroja su destello fugitivo y
cautivador cuando la magia de las palabras y de las imágenes dibuja ese cuadro
nocturno en el mar de los Trópicos: «Se extendía bajo el cielo sin Luna3, negro
con un ribete blanco. Pero apenas nuestros pies lo rozan, chisporrotean chispas:
el agua está repleta de un polvillo fosforescente y tan tibio que apenas se nota
cuando nos penetra; simplemente, nos hace más ligeros…, pero esta agua tan
densa, tan cargada de partículas vivas, era, durante el día, totalmente límpida. Se
apreciaba el fondo acanalado del mar y, sobre ese fondo, las arrugas de la
superficie dibujaban una redecilla de rombos en movimiento, irisados como una
red de luz de grandes mallas que arrastraríamos …». Visión directa, concreta,
donde la geografía envuelve y penetra los sentidos de dulzura y de luz.
Siguiendo nuestra explicación de las expresiones geográficas, entramos, por
la vía de la imaginación, en una geografía de ensueño. En la Fantasía del
atardecer, el mundo circundante invita al poeta Hölderlin a disolverse en la
inconsciencia de los elementos: «A poniente florece la primavera; innumerables
florecen las rosas y el mundo reposa en sus reflejos dorados. ¡Oh, llevadme,
nubes púrpura! ¡Ojalá mi amor y mi tristeza pudieran disolverse en aire y en
luz!». Todo el vocabulario de la Tierra, el líquido, el rocoso, el luminoso, el
aéreo, comunicando con el movimiento y los sonidos, entra en la deslumbrante
geografía de Shelley:
«A partir de ahora, dice el Océano, los campos del mar, espejo del cielo…,
se alzarán… bajo los vientos que los agitan, como el aliento del verano agita los
trigales; mis corrientes fluirán en los continentes ricos en gentes y pueblos y
alrededor de las islas afortunadas; y, de su trono de cristal, el azul Proteo y sus
ninfas marinas observarán las sombras de los hermosos navíos…». Geografía de
gloria donde los símbolos operan una transmutación de sustancias en las que las
ondas marinas no se transforman en ritmos sonoros: «Mi alma, dice Asia, es un
bajel encantado que, al igual que un cisne adormecido, flota sobre las olas
argentinas de tu armoniosa canción; y la tuya, cerca del timón, dirige como un
ángel la nave, mientras que todos los vientos resuenan con esa melodía».
En la frontera del mundo material, donde se integra la actividad humana y
la del mundo imaginario, librando su simbolismo a la libertad del espíritu,
encontramos una geografía interior, primitiva, donde la espacialidad original y la
movilidad profunda del hombre dibujan rumbos, trazan caminos hacia otro
mundo; la liviandad se libera de la pesadez para elevarse a las cumbres. La
geografía no implica solamente un reconocimiento de la realidad terrestre en su
materialidad: se conquista también como técnica de no-realización en la realidad
misma. Poética en Prometeo encadenado de Shelley, en Novalis se hace
profética: «Un cierzo hostil y glacial sopló del norte sobre los campos helados;
la maravillosa patria se petrificó, luego se evaporó en el éter, los espacios se
poblaron de universos deslumbrantes. El alma del mundo y todo su cortejo de
fuerzas se refugiaron en un santuario aún más secreto, en las regiones superiores
del corazón, para reinar hasta la aurora en el esplendor naciente del nuevo
día…».
Si el geógrafo ofrece a la imaginación y a la sensibilidad, hasta en sus más
increíbles sueños, la ayuda de sus evocaciones terrestres, cargadas de valores
terrenales, marinos o atmosféricos, igual de espontáneamente la experiencia
geográfica, tan profunda y tan simple, invita al hombre a prestar a las realidades
geográficas una suerte de animación y fisonomía en la que revive su experiencia
humana, interior o social. Es con la mayor de las naturalidades con la que
hablamos de ríos majestuosos o caprichosos, de torrentes impetuosos, llanuras
risueñas, relieves atormentados. Incluso desgastado por su uso, ese vocabulario
afectuoso afirma que la Tierra es grito o confidencia, que la experiencia del río,
de la montaña o de la llanura es, en primer lugar, calificativa, que la aprehensión
intelectual y científica no consigue apagar el valor por la noción. Temor,
admiración, simpatía, aún participamos, por muy Modernos que seamos, por un
acuerdo o un desacuerdo fundamental, del ritmo del mundo circundante. Entre el
Hombre y la Tierra se anuda y permanece una especie de complicidad en el ser4.
Max Scheler lo recordaba, ciertos pueblos han vivido en un «estado de fusión
afectiva vital» con el mundo que llamamos «exterior»: los Hindúes, por ejemplo.
Francisco de Asís se sentía unido por un parentesco espiritual al viento, a los
pájaros, al agua, a las abejas.
La obra del propio especialista no recusa completamente este encuentro
inolvidable del hombre con la Tierra, esta participación geográfica en el espacio
concreto ¿Qué decir del asombro o admiración de donde nace la vocación del
geógrafo? Sin ser, por cierto, un geógrafo muy vinculado al método científico,
Emmannel de Martonne confiesa que el geógrafo responde a la necesidad de
«fijar el recuerdo de los lugares que nos rodean». ¡Fijar lo inestable, lo
inasequible, someter a la inteligencia lo que le desborda y le tienta, todo a la vez!
Se admite, sin dificultad alguna, que, en este caso, el «recuerdo» excede a la
simple preocupación científica de anotar las medidas de temperatura y salinidad.
El geógrafo que mide y calcula aparece más tarde; antes, hay un hombre ante el
que se descubre «la faz de la Tierra»; existe el navegante acechando nuevas
tierras, el explorador en la selva, el pionero, el emigrante o, simplemente, el
hombre atacado por un movimiento insólito de la Tierra, ya sea una tempestad,
una erupción, o una inundación. Una visión de la Tierra que, más tarde, el
conocimiento se encargará de ajustar.
2. ESPACIO MATERIAL

El océano es el espacio geográfico por excelencia. Es el océano, ese mismo


océano ante el que Alain escribía: «nuestras ideas se alejan del objeto y quedan
entre nuestras manos como herramientas…»; esa inmensidad que desafía nuestra
medida y nuestras limitaciones. Pues ese «infinito» es materia. Bajo la ardiente
luz del Ecuador, el océano está compuesto por una sustancia extraña. Las aguas
de la superficie, «con una pesadez de aceite», fueron vistas por Pierre Loti de un
azul «tan intenso que parecían… los matices del índigo». Su superficie palpitaba
con un polvo orgánico que se confundía con la misma materia del espacio. «A
nuestro alrededor, prosigue el observador, argonautas navegaban indolentes con
todas sus velas extendidas; sobre todo había profusión de medusas flotantes
inclinándose, cada una, hacia no sé qué imperceptible aliento, una transparente
vela levemente coloreada de carmín, como si fuera un tapiz de flores de cristal
rosa…». La navegación indolente de los argonautas, esos alientos imperceptibles
que, sin embargo, se perciben en esas velas en miniatura, esa lenta progresión
rosa sobre el azul profundo e inmóvil de las aguas, es de esa viva y móvil
materia de la que está hecha la superficie del mar, sorprendida y descrita por un
gran colorista.
En todas partes, el espacio geográfico está tallado en la materia o diluido en
una sustancia móvil o invisible. Es el acantilado, la escarpada pendiente de una
montaña, la arena de la duna o la yerba de la sabana, el cielo mohíno y lleno de
humo de las grandes ciudades industriales, la gran marejada del océano. Aérea,
la materia sigue siendo materia. El espacio «puro» del geógrafo no tiene nada
que ver con el espacio abstracto del geómetra: es el azul del cielo, frontera entre
lo visible y lo invisible; es el vacío del desierto, espacio para la muerte; es el
espacio gélido del hielo, el espacio tórrido del Turkestán, el espacio lúgubre de
la landa bajo la tormenta. Y hay algo más, esa extensión a atravesar o a huir, la
arena que emprende el vuelo o esos hornos naturales. El viento que ruge.
Resistencia o ataque de la Tierra. Incluso el silencio o la desolación es también
una realidad del espacio geográfico, una realidad que oprime, una realidad que
excluye.
Este espacio material no es, pues, «algo» indiferente, encerrado sobre sí
mismo que se pueda utilizar o ignorar. Es siempre una materia que acoge o
amenaza la libertad humana. ¿Acaso una región montañosa no es, sobre todo,
una región que obstaculiza la libre circulación de los hombres? La llanura no es
«vasta» ni la montaña «alta» más que a la escala del hombre, a la medida de sus
propósitos. Al bosque se le siente como «espesura», la Amazonia es percibida
como «cálida», antes que esas cualidades se consideren nociones estudiadas.
Aparte de esa referencia a un proyecto o a una experiencia vivida, esos
conceptos de amplitud, de altura, espesor o calor carecen de sentido.
¡Antropocentrismo, dirán! Pero debe tomarse partido: sin una presencia humana
real o imaginada, no existe geografía ni, tan siquiera, física, sino una ciencia
vana. El antropocentrismo no es una imperfección, sino una exigencia
ineludible.
Pero si la realidad es geográfica solo para el hombre, ¿qué significa ese
para? Desde luego, «para el hombre» puede adoptar a menudo ese valor
claramente utilitario y significar «en interés» o «para uso de» el hombre. En ese
caso entra la Tierra como tierra de cultivo o material de construcción, el río para
navegar y el cielo para la aviación. La geografía puede ser «económica»; incluso
el estudio del relieve o del clima contiene subyacente la preocupación por su uso
y producción.
Habitable, cultivable, navegable, esas aptitudes no agotan el sentido de ese
«para el hombre», que expresa, simple y llanamente, su punto de vista. Una
cadena de montañas o un desierto pueden ser considerados como fronteras fuera
de cualquier consideración puramente utilitaria: como delimitación étnica, por
ejemplo, o como límite de civilización. Una región del globo se presentará como
india o británica. Los Alpes o los fiordos noruegos se prestan a una
consideración estética. Pero, en todos los casos, se trata de una realidad
procedente de un propósito del hombre: la frontera no se opone como frontera
más que a una libertad humana con la que choca o con la que se siente protegida,
que la salva o que la respeta. Un territorio no es británico más que para los
británicos conscientes de su diferencia o de su superioridad o, quizás, para los
extranjeros que lo perciben como tierra extranjera. Lo pintoresco de ciertas
regiones solo puede concebirse en un mundo en que la belleza natural se acepta
de antemano como un atractivo o una distracción.
Es de suma importancia no dar crédito al error de considerar que la
espacialización geográfica se produce únicamente debido a un comportamiento
activo. En algunos casos, el hombre es manipulado por el entorno geográfico:
sufre la influencia del clima, del relieve, del medio vegetal. Es montañero en la
montaña, nómada en la estepa, terrateniente o marino. La naturaleza geográfica
lo propulsa sobre sí mismo, lo modela según sus costumbres, sus ideas, a veces,
incluso, en sus aspectos somáticos. La montaña llega a «aplastarlo», la selva le
«ahoga», la landa le sume en la melancolía. Algunas veces el hombre busca esta
pasividad. Pueblo de bosques, los Hindúes han querido suprimir cualquier
distancia entre el ser interior y la naturaleza por la que el hombre vive en estado
de comunión con la vida universal manifestada a través del clima, la vegetación
y los animales. Sin acudir a ese caso extremo, una experiencia casi común nos
incita, sin ninguna intención literaria y con toda naturalidad, a declarar
«grandioso» o «salvaje», «acogedor» u «hostil» ciertos aspectos de la Tierra que
nos sobrecogen. ¡Tierra dramática! ¡Tierra apacible!, es el escueto resumen con
el que el filósofo español Ortega y Gasset califica sus impresiones después de
cruzar España y Francia5.
Que el espacio geográfico aparezca como esencialmente cualificado en una
situación concreta que afecta al hombre es lo que prueba la espacialización
corriente que lo espacializa, como la lejanía y la dirección. Las distancias
geográficas no proceden de una medida objetiva, con la ayuda de unidades de
longitud previamente resueltas. Bien al contrario, la preocupación por medir con
exactitud procede de la preocupación primordial que el hombre lleva dentro de sí
y que pretende tener a su alcance todo lo que le rodea. La distancia se percibe, en
primer lugar, no como cantidad, sino como una cualidad expresada por los
términos cerca o lejos. Lo que está cerca es aquello de lo que se puede disponer
sin esfuerzo; lo que está lejos exige un esfuerzo e, implícitamente, el propósito
de acercarse. El alejamiento de un lugar, de un pueblo de la montaña, se percibe,
en una primera instancia, como un trayecto pesado o fácil. Está a tres horas de
camino. El alejamiento no depende directamente de la distancia efectiva. Tal
localidad situada a 3 km está, de hecho, más lejos al estar colgando de la
montaña que otra situada a 5 km, pero en el valle. Marsella, en la época de las
diligencias, estaba a 8 jornadas de París. El ferrocarril permitía, a principios de
este siglo, ir de una ciudad a otra en una media jornada. En 1950, el avión
permite unir París y Nueva York en el mismo intervalo de tiempo que en el año
1900 se empleaba en llegar de París a Brest. El alejamiento real, el único
geográficamente válido, depende, pues, de los obstáculos a superar, del grado de
facilidad con el que el hombre puede poner un lugar a su alcance. A veces,
incluso, estamos obligados a alejarnos, a retirarnos, para tener la cima de una
montaña ante nuestros ojos o para poder tomar una fotografía aérea.
La libertad humana se afirma suprimiendo o reduciendo la distancia. La
civilización occidental ha hecho de esa lucha contra las distancias, entendida
como economía de esfuerzo y de tiempo, una de sus preocupaciones prioritarias.
La navegación a vapor ha acercado geográficamente América y Europa y la
aviación comercial ha puesto al alcance de Londres o Nueva York cualquier
lugar habitado en todo el mundo. Ese «acortamiento» del mundo ha trastornado
todos los datos políticos y económicos, creando una interdependencia planetaria
aún más acentuada por la radio y el teléfono. La intervención de los Estados
Unidos en las recientes guerras mundiales presupone un mundo encogido por la
mejora en los transportes. Algunos paisajes terrestres, las plantaciones de caucho
en Malasia, o las explotaciones petrolíferas en Tejas, han nacido de la lucha
contra las distancias. La vida material de nuestras poblaciones europeas depende
de una cosecha de trigo en Argentina o Canadá, de un bloqueo de las rutas
marítimas de la lana, del algodón o de la celulosa. Resulta inútil recordar aquí
esta interdependencia de los pueblos o esta «instantaneidad» de las
comunicaciones en que se afirma el poder del mundo moderno sobre el espacio.
Este deseo de recorrer distancias ha suscitado la necesidad de obtener
mediciones precisas, reemplazando las antiguas medidas empíricas.
En un principio, las direcciones también fueron fijadas por necesidades
prácticas. Al mismo tiempo que intenta mantener las cosas próximas, el hombre
necesita, a su vez, encaminarse para reconocerse en el mundo que le circunda,
para reencontrarse y mantener recto su camino y acortar las distancias. Un
hombre despistado es un hombre desorientado; dudar es, en todos los sentidos,
dudar sobre qué dirección tomar. Desde su infancia, desde sus primeras
civilizaciones, el hombre marca su territorio para poder encontrar su camino: la
casa familiar, el campanario del pueblo natal, una colina, árboles. Delante,
detrás, dentro, fuera, a derecha, a izquierda, tienen un sentido concreto, pero no
bastan cuando las relaciones entre humanos exigen normas oficiales. El levante,
el poniente, el mediodía, los determina la posición del sol. Así se «dibujan» las
regiones del espacio terrestre que, más tarde, la observación de las estrellas o de
la brújula permitirán asegurar y precisar. Repartidas alrededor de su hábitat,
tomado como centro de interés, esas regiones tienen un sentido vivido en primer
lugar, además de un valor afectivo. El Morgenland y el Abenland, país del sol
naciente, país del sol poniente, tienen algo más que un significado intelectual.
Un cierto misterio envuelve al país «detrás de la montaña», mientras que el «país
delante de la montaña» resplandece de claridad. Un juicio de valores ha
mantenido opuestos durante siglos la Baja Normandía o la Baja Bretaña con la
Alta Normandía o la Alta Bretaña como país pobre o «buen» país,
respectivamente. Una favorable y afectuosa aureola opone en Alsacia el Land al
Ried; en la cuenca de París, la Beauce o el Valle del Loire a los Gâtines, los
Brennes, la Sologne. Para los ciudadanos del siglo XVIII, términos como Indias o
comercio con las Islas o Sudán despertaban ecos afectivos e imaginativos.
Así pues, el lenguaje geográfico transporta las sorpresas, las privaciones,
los sufrimientos o las alegrías que se atribuyen a las regiones. Norte no es
únicamente una dirección como cualquier otra: es una región de nuestra
imaginación o de nuestro recuerdo; es el cierzo, el frío, el hielo, los mares
hostiles, los terruños indigentes. Sur quiere decir sol, cielo ardiente, pedregales o
huertas fecundadas por el agua.
Matices afectivos colorean palabras que deberían registrarse sencillamente
con su nombre, ya sea Champagne, Bocage, Java, Suiza, Riviera. Dirigirse es
también seguir un camino recto. Recto no significa siempre rectilíneo, pues, al
menos en geografía, la línea recta no es siempre «el camino más corto» entre un
lugar y otro. En montaña o en terreno pantanoso rodear los barrancos o los
humedales permite alcanzar con más seguridad y más aprisa el punto al que
pretendemos llegar. El espacio geográfico propone o impone varios caminos a
seguir: senderos, pistas de caravanas, rutas. La ansiedad del viajero aparece en
lugares desconocidos donde el bosque, la meseta uniforme, o la montaña tan
quebrada impiden que pueda observarse cualquier punto de referencia. Desde el
inicio de los tiempos, el hombre en sociedad ha fijado marcas que le evitaran
tales dudas y a medida que la civilización ha ido desarrollando medios de
transporte más regulares y sólidos, ha procurado itinerarios más directos, rutas
directas, continentales y reales o bien marítimas y ficticias. Esa misma
preocupación de «ir hacia» que antaño le obligaba a buscar guías, en nuestros
días aparece con innumerables medios puestos a su disposición para señalarle el
camino. Pero toda esta técnica de vías de comunicación no hace más que
expresar, de una forma más perfeccionada y más precisa, una relación geográfica
original con la Tierra en la que el espacio concreto es ese «hacia» el que va a
dirigirse, por el que debe transitar y donde plantar sus señales.
Pero el hombre no solamente encuentra distancias en el suelo que pisa y en
el que puede perderse u orientarse. Hablamos de «vía fácil», ruda, directa o
«tortuosa», de «vía de placer» o «de sacrificio», de «etapas» de la vida, de
«perderse» y de «equivocaciones», de «desvíos» y de «límites» a superar; a
veces nos «desviamos» y debemos situarnos «en el buen camino»; existen
«malas pendientes» y ascensos «morales». En una palabra, sentimos
«distanciamiento» de ciertas personas; las sentimos «cercanas» o «lejanas»,
incluso «inaccesibles». Todas estas expresiones parecen responder a una
espacialización en la que el cuerpo desborda el espacio, lo que Minkowski llama
«el espacio primitivo», en el que se mueven nuestros pensamientos, nuestros
deseos, nuestra voluntad. Espacio que engloba el espacio material, pero más
cercano, sin duda alguna, del espacio geográfico concreto que del espacio
geométrico. Espacio donde se despliega la existencia porque es, en esencia,
extensión, búsqueda de un horizonte, de caminos existentes destinados a
acercársele. La vida le ofrece recorridos a seguir, sencillos o accidentados,
seguros o inseguros. Allí donde los términos no pueden ya agarrarse a una
realidad que se resiste y evade y que ya no son más que cifras, la geografía
aporta su propio vocabulario, porque es concreto y cualitativo, cercano y claro.
A menudo, la ruta impone al hombre su dirección, porque él no sabe a ciencia
cierta cuál es su meta. Durante los sombríos días de junio de 1940, las carreteras
de Francia vieron cómo se confirmaban estas teorías al transcurrir por ellas
fugitivos, la mayoría indiferentes a cuál era la dirección de la carretera y
suplicándole únicamente una cosa: huir. En aquel momento, la «geografía de la
circulación» actuó como una verdadera geografía afectiva, ya que el hombre no
veía en la carretera la distancia que le dictaba su angustia, sino el instrumento de
su salvación; de esta forma, su «éxodo» exteriorizó su desasosiego interior, el
intenso movimiento de su «yo» hacia «cualquier otra parte». En otro sentido, no
es exagerado afirmar que el alma de un pueblo se expresa en el aspecto de sus
carreteras. La estética de las carreteras adquiere aún más valor cuando no han
sido planificadas, pensadas a propósito, sino que han sido construidas con el
mero fin de unir pueblos sin preocuparse en absoluto de su aspecto. Y, sin
embargo, la carretera subraya la geografía de los campos que atraviesa, pone en
evidencia las ondulaciones del terreno, anima los amplios horizontes de las
llanuras, ilumina la sombría frondosidad de los bosques; su discurrir hacia el
horizonte arrastra la imaginación, la sume en el ensueño de la aventura. La
carretera francesa es recta, sin más ornato que la doble hilera de chopos o
plátanos confirmando su linealidad de belleza sobria, clásica; una belleza lógica
que corresponde a una época del cuerpo nacional de ingenieros. La carretera
inglesa se entretiene rodeando, yendo y viniendo, demorándose entre sus tupidos
setos repletos de flores, sus árboles y sus amplios taludes. De ellas se desprende
una poesía natural que recuerda el encanto y el misterio que caracterizan a los
poetas ingleses. Por la carretera o el canal, traducción topográfica de la
movilidad humana, el hombre se expresa espacialmente como constructor de
espacios.
Distancia y dirección definen la situación. En primer lugar, ese término no
evoca más que inmovilidad y permanencia: es un lugar estable e inerte. La
localización de un puerto o de una ciudad no se debe a un acto de libertad que
elige entre veinte lugares posibles, sino por un movimiento que se detiene en un
lugar al que se dirige, o que, en parte, lo alcanza y lo sobrepasa. En realidad, la
historia de la mayor parte de las ciudades nos muestra que se han desarrollado
gracias al comercio y al intercambio, como París y Londres en la Edad Media o
Liverpool y Nueva York en la modernidad. El término «situación estática»
esconde carreteras que se cruzan, relaciones que se crean, mercados y ferias
donde se producen encuentros y, todos, procedentes de cualquier parte. Lyon es
un lugar de encuentro, pero, a la vez, es también un lugar de paso hacia Borgoña,
Saboya, el Macizo Central. Es una etapa en la carretera hacia París, Ginebra,
Milán y Marsella. Una ciudad activa no es un espacio inerte, sino un espacio que
vibra, un espacio vivo.
En geografía, la noción de situación desborda los más variados ámbitos de
la experiencia del mundo. La «situación» de un hombre supone un «espacio»
donde se «mueve»; un conjunto de relaciones y de intercambios; direcciones y
distancias que, de alguna forma, fijan el lugar de su existencia. «Perder su
situación» equivale a ser despojado de su «lugar», «venir a menos», perder sus
relaciones, estar sin dirección, reducido a la impotencia y a la inmovilidad. Aquí
también la geografía, sin olvidar lo concreto, presta sus símbolos a los
movimientos interiores del hombre.
3. EL ESPACIO TELÚRICO

El espacio geográfico no es únicamente superficie. Siendo materia, implica


una profundidad, un espesor, una solidez o una plasticidad que, en principio, una
percepción interpretada por el intelecto no las percibe, sino que las descubrimos
a través de una experiencia primitiva: respuesta de la realidad geográfica a una
imaginación creadora que, por instinto, busca algo parecido a una sustancia
terrestre o que, tropezando con ella, la idealiza en símbolos, consecuencias,
movimientos, prolongaciones, profundidades. La experiencia telúrica pone a la
vez sobre el tablero, como con tanto acierto lo ha demostrado Gaston Bachelard,
una estética de lo sólido o de lo pastoso y una cierta forma de la voluntad o del
ensueño. La gleba que levanta la carreta, las profundas hendiduras del Tarn o del
Tajo, las abruptas escarpaduras de los Alpes o del Himalaya, las canteras o las
entradas a las minas practicadas por el hombre para extraer piedra o metal, no
actúan únicamente a nivel de nuestra receptividad ocular. En todo ello existe una
experiencia concreta e inmediata en la que experimentamos la intimidad material
de la «corteza terrestre», un arraigo, una suerte de cimientos de la realidad
geográfica.
Hemos encontrado un ejemplo de esta experiencia primitiva en estas pocas
líneas de Emmanuel de Martonne, observador preciso y «objetivo» de los
paisajes alpinos: «las largas pendientes herbáceas de esquistos, las crestas de
cuarcita desmoronándose, los sólidos salientes de granito, las macizas murallas
calcáreas y las erosionadas vertientes dolomíticas le (al alpinista) transforman
fácilmente en geólogo». Aunque proceda de una reflexión científica, esta
evocación rezuma algo del primer encuentro con lo telúrico. Lo que se
desmorona, el macizo, lo erosionado, perdura desde una experiencia concreta,
ingenua incluso, en la que la geografía se hace sustancial y nos aboca a una
suerte de geología primitiva que es, al principio, interés, sino pasión, por los
materiales y la estructura de la Tierra, antes de transformarse en una ciencia
objetiva. Imágenes que el hombre empieza a percibir como sensaciones táctiles o
como manifestaciones visuales de una intimidad sustancial antes de
transformarse en ideas o nociones. Se puede reconocer cierta causalidad
pergeñada, espontánea, donde el fondo y el interior, visibles en el flanco del
desfiladero o del cañón, sean la causa de cómo es la superficie.
Montañas y acantilados ponen al descubierto la osamenta rocosa de la
Tierra. Una consistencia y una resistencia del espacio telúrico. «El granito es la
sustancia fundamental», escribía Hegel en su Philosophie de la nature. La roca
aguanta frente a la tempestad y la erosión continental. Es inquebrantable,
inalterable, como los mismos cimientos del mundo. Declara Goethe: «Aquí
descansas inmediatamente sobre una base que alcanza las más profundas
regiones de la Tierra… en ese momento las fuerzas íntimas de la Tierra actúan
sobre mí». Percibe la roca como un poder que «da solidez a su alma». Esta
firmeza del granito, de la arenisca o de lo calcáreo puede ser percibida, en un
sentido hostil y contumaz, como dureza. Tiene algo de inhumano con lo que
tropieza, sin encontrar refugio, la voluntad del hombre. En sus Recuerdos de un
alpinista, Javelle describe su desasosiego cuando, al llegar al Val d’Anniviers y
no aparecer ningún tipo de vida, cree «cambiar de mundo»; ante él se levanta el
universo mineral, un mundo contra el hombre: «Ya nada recuerda a la vida. Dos
reinos enteros de la naturaleza han desaparecido a la vez: no queda más que el
mundo mineral y la fría magnificencia de sus fenómenos…Todo se borra bajo la
fría impresión de un mundo material, fatalmente abocado a todas las formas
pasajeras de las cosas…». Así pues, ocurre que lo que es, en un sentido
completamente concreto, experimentado como lo esencial o lo fundamental de
cualquier geografía, como potencia telúrica eterna, aparece ante el hombre
también como un no significado de la Tierra, como un impenetrable misterio de
la naturaleza terrestre.
Pero el espacio telúrico no es siempre rechazo. Se abre al hombre. Le llama
con el atractivo de las cumbres o como atracción subterránea. El relieve, la
altura, la escarpadura despiertan el deseo de la escalada como una liberación, la
impaciencia de vencer el obstáculo, de hollar la nieve virgen, de vencer la
llanura o el valle desde una visión panorámica. La montaña responde a una
geografía ascensional del alma, a una vocación de «elevarse» y de pureza. «Mi
vocación —decía Hölderlin— es la de cantar a todo aquello que es más alto que
yo». El Hombre exige a la montaña el simbolismo de altura moral al mismo
tiempo que la satisfacción de una voluntad de escalar y superarse. Para los
Hindúes, los glaciares deslumbrantes del Himalaya son el asiento inaccesible de
Shiva. Para Hölderlin, la pureza radiante de Dios manifiesta su gloria desde las
altas montañas: «Las cumbres plateadas brillan allá arriba con un apacible
resplandor, la nieve deslumbrante ya se llena con el esplendor de las rosas y, más
arriba todavía, por encima de la luz, vive el Dios puro, el Dios bienaventurado
que disfruta con el juego de los rayos de luz. Vive solo y silencioso y muestra el
esplendor de su rostro» (Heimkunft, an die Verwanten). Al deslumbramiento de
Hölderlin se opone la voluntad de Nietzsche, áspera y dura como un desafío:
«Un sendero que ascendía con insolencia, un sendero malvado y solitario, un
sendero de montaña aullaba bajo el desafío de mis pasos.» Nuestro siglo ha
multiplicado los medios para satisfacer esa necesidad agresiva de medirse con el
espacio telúrico, con las aristas y con las cumbres, las pendientes nevadas y los
glaciares. El alpinismo no es únicamente un deporte que a menudo roza la
temeridad. Es también, y por esa misma pasión, un conocimiento interior en
acción, un conocer por el actuar, una aprensión de la Tierra como espacio
telúrico a través del esfuerzo, la conquista y el peligro. A lo largo de la historia,
el telurismo es a menudo el aliado del hombre que ansía afirmar su libertad. La
montaña ha protegido los valles del Vaud y de Cévennes y ha sido, alrededor del
lago de los Quatre-Cantons, cuna de la independencia suiza. Pero en 1799
también fue la tumba del ejército ruso de Souvorof.
Los manantiales traicionan, en la ladera del valle, el largo camino de las
aguas subterráneas, de las cavidades y de las galerías escondidas, una realidad
secreta, tenebrosa, que tiene la cualidad de despertar la curiosidad y la necesidad
de explorar de los hombres. No es nuestra pretensión examinar cómo se
complace la imaginación humana estimulada por el espacio subterráneo. Este
problema ya fue estudiado desde el punto de vista mitológico y de la expresión
literaria por Saintyves6 y por Bachelard7. Tampoco queremos recordar aquí la
importancia geográfica de las cavidades subterráneas, algunas tan extensas como
la célebre Cave du mammouth, en los Estados Unidos, cuyas galerías y salas se
extienden a lo largo de unos 500 kilómetros. Basta con que no olvidemos que la
ciencia de los espeleólogos fue precedida por el interés de pioneros y entusiastas
de la exploración subterránea, que la atracción ejercida sobre el hombre por el
telurismo actúa como el deseo de sacar a la luz la realidad telúrica de una forma
directa y pura, como dentro y debajo del espacio, como las «entrañas» de la
Tierra. Esta atracción pone en marcha, tanto desde el punto de vista de la
voluntad como de la imaginación, motivaciones humanas bastante complejas:
descender, lo que corresponde en el plano psíquico a una búsqueda interior; estar
perdido, con todos los estados emocionales que se derivan; entrar en un pasadizo
estrecho, lo que obliga a deslizarse, arrastrarse, a acomodarse a las exigencias
del recorrido, penetrar en un mundo extraño en los confines del miedo y de la
opresión.
La Tierra como realidad telúrica no es estática. Hablamos, incluso a
propósito, de la superficie continental, de «movimientos» y de «ondulaciones»
del suelo, de terreno «accidentado», «agitado», «desconyuntado». Es como si el
rostro de la Tierra respondiera a nuestra inquieta movilidad que espera del
mundo que se anime, se mueva, se pliegue bajo nuestros ojos8. De alguna forma,
esos movimientos hacen manar el espesor y la profundidad de la materia
terrestre, su sustancia telúrica. A menudo se nos ofrece la ocasión de sorprender
en vivo esta movilidad sustancial del espacio telúrico: cuando el viento hace
«humear» la duna, cuando un torrente pirenaico socava las laderas de la
montaña, cuando las olas azotan los acantilados, en los torrentes de lodo y en los
conos de deyección. El juego alterno de lo visible y de lo escondido, la subida a
la superficie de las capas profundas, el telurismo en acción se manifiesta en
todas las formas del vulcanismo. Telurismo violento en los instrumentos activos,
telurismo aún perceptible en los macizos extintos. Philippe Arbos, describiendo
dos puys9 de la región de los Dômes, encuentra en el río «petrificado de lava»
que surge de sus conos el movimiento material primitivo: «Se sigue, como si se
pillara a la naturaleza por sorpresa, el camino de las dos corrientes de lava
salidas respectivamente de cada uno de los volcanes para ver cómo,
rápidamente, se confunden a lo lejos como si fueran un río»10.
El espacio telúrico como espacio cerrado, profundidad y movimiento, se
encuentra también en el bosque. Llena el espacio, envuelve al hombre de
misterio y pavor: jungla india, selva amazónica, taiga siberiana: «Quien no ha
estado en ourmany, dice un proverbio ruso, no sabe lo que es el miedo.» El
bosque comunica al espacio su profundidad y su silencio. Oscuridad solemne,
sonoridad ahogada que amplifica el menor ruido, misterioso cuando, filtrada en
rayos, la luz, tamizada, danza en el sotobosque, hechiza la imaginación de los
hombres, favorece su sensibilidad y su meditación. Por alguna razón penetra en
el alma germánica, en la «naturaleza» romántica del folclore finés y
escandinavo. Prisionero y, algunas veces, ahogado, el hombre encuentra en
ciertos momentos un refugio o un hábitat. Terreno de caza, frontera natural, le
proporciona madera para trabajar o leña para calentarse. Su nombre va unido a
los lugares donde existe: Ardennes, Fôret Noire, Thuringen, Wald.
4. ESPACIO ACUÁTICO

No es necesario insistir sobre la importancia y la originalidad del dominio


de las aguas en el espacio geográfico. Los mares ocupan, con mucho, la mayor
superficie del globo e, incluso en el continente, las aguas lacustres y fluviales,
los estanques y los manantiales ocupan un lugar preponderante. Donde falta el
agua, el espacio parece incompleto, anormal; el desierto, las mesetas calcáreas
sugieren, con toda naturalidad, la idea de la muerte. Inversamente, ciertos
escritos nos parecen áridos, porque interpretamos una forma de ser
completamente precisa, muy distinta, por ejemplo, de lo que calificamos de
arduo, espinoso u oscuro. Los hombres y los hábitats recalan a lo largo de los
valles y de los fondos húmedos. Los mapas de población muestran de forma
sorprendente la concentración de habitantes a lo largo de las costas en Provenza,
en Bretaña o en Noruega, o, en la región parisina, casas construidas al nivel de
los recorridos de los manantiales. Los valles, los manantiales, los estanques
también son lugares verdes «sonrientes». «La risa del Verano resplandece en sus
riberas», escribe sobre el río Albert Samain. Las aguas, inseparables de los
espacios verdes, son vida.
El espacio acuático es un espacio líquido. Torrente, riachuelo o río, fluye,
pone en movimiento al espacio. Es movimiento y, en contraste, fija el espacio
que le rodea, riberas o llanura. El río es una sustancia que se arrastra, que
«serpentea». Las aguas «se deslizan a través de los espesos matorrales,
suavemente agitados. Las aguas ni tan siquiera murmuran, apenas fluyen»11. «En
el fondo de los ríos límpidos, el movimiento juguetón de las luces y las sombras
azules, ese reino secreto repleto de flores inmóviles y extrañas» (Maeterlinck)
revela una experiencia directa del espacio acuático. El agua corriente, ya que es
movimiento y vida, alegra el espacio. Rimbaud evoca este

… Hoyo verde donde canta un río


Agarrándose desesperadamente a los harapos
De plata…

El registro afectivo de la alegría propone por sí mismo su propio


vocabulario para calificar el mundo acuático. Risa de las aguas, gorjeo o canción
del riachuelo, sonidos risueños de la cascada, amplitud jubilosa del gran río.
Llamada a la alegría, vivacidad material del espacio, juventud transparente del
mundo12. Pero el espacio acuático goza también de discreción. Transmite algo de
reserva y es apaciguador. Se habla con frecuencia del murmullo de las aguas, del
susurro de los riachuelos. El canto de las aguas parece cargado de
sobreentendidos e, igual que su claridad, está llena de claroscuros. Y el espacio
líquido se detiene, se extiende en la regia inmovilidad del lago. Pero el vasto
silencio de las aguas no es de la misma naturaleza que el gran silencio del
bosque; su inmovilidad no tiene el mismo valor que la de la planicie, con una
movilidad discreta, recogida, un reposo ganado sobre una inquietud. Marina o
lacustre, el agua más tranquila espera el soplo que la haga ondular. El «imperio
de las olas» es revelación material de la profundidad y, a veces, llamada del
abismo, como nos lo cuenta la leyenda de las sirenas: hechizo engañoso que
asciende desde el reino de las sombras. El mar es una fuerza envolvente, un
ambiente en un sentido absolutamente propio; es elemento. La tempestad desvela
brutalmente su necesidad de engullir. A Michelet, la tempestad cerca de Gênes se
le aparece furiosa y absurda: «No se veía casi nada y lo que podíamos ver era
limitado y terrible… La tempestad crujía con su espuma blanca que era
destrozada, sin piedad, por feroces cuchillas. Eran unos ruidos insensatos y
absurdos; nunca algo previsto; eran unos truenos discordantes con unos silbidos
tan acres… que había que taparse los oídos». Contra el hombre, por encima del
hombre, fuerza hostil y dominante, el mar en furia nos recuerda, a veces, una
potencia sin alma surgida de las entrañas del mundo.
Habitualmente, el mar muestra un carácter «más apacible». «Baña» las
orillas, las acaricia mientras sus olas mueren en la playa, suaviza el clima. Atrae
por su frescura y por la posibilidad de nadar. «Nunca he podido estar cerca del
agua, confiesa Swinburne, sin desear estar dentro de ella.» La civilización
moderna ha multiplicado las facilidades y las tentaciones de esta relación
concreta con el espacio móvil del mar. Aún más a menudo, el espacio movedizo
de las aguas se presenta como espacio porteador. Se abre bajo la piragua o el
bajel; une pueblos y continentes. Es él quien confió la potencia marítima a
griegos, holandeses o ingleses y fue él quien negó el Imperio a Napoleón. La
ciencia contemporánea ha puesto de manifiesto su extraordinario volumen, sus
simas prodigiosas, a la vez que la técnica ofrece a la imaginación y a la voluntad
las nuevas dimensiones de la navegación y de la exploración submarina. Y es
entonces cuando el espacio fluido se hace cómplice de los designios del hombre.
Por su movilidad, por los brincos repetidos del torrente o el movimiento
rítmico de las olas, las aguas ejercen sobre el hombre una atracción que puede
llegar a la fascinación. Parece como si existiera una palabra que hechizara, una
sustancia que llamara la atención. Palabra discreta o escandalosa, acariciadora o
amenazadora, que da al río o al mar una personalidad. Michelet decía: «La tierra
es muda y el Océano es una voz. Habla a los astros lejanos, responde a su
movimiento en su lengua grave y solemne. Habla a la tierra, habla a la orilla con
un acento patético, dialoga con sus ecos…». El espacio oceánico es como una
voz que asciende desde las profundidades y acaba vibrando en la superficie.
Victor Hugo dice: «El rugido del abismo es el esfuerzo que hace el mundo por
hablar.» El latido regular de las olas, el lento balanceo de las mareas, el flujo de
las aguas temporalizan el mundo y hacen que el tiempo aparezca como la
sustancia misma de la existencia, mientras que la ribera, la llanura o la montaña
estabilizan el mundo y lo hacen eterno.
Pero es al hombre antes que nada a quien se dirige la escritura movediza de
las aguas. Es el único ser para el que puede significar algo. Sin la presencia del
hombre, el mar no es más que un eterno monólogo. En su mito de Ahasvérus,
Quinet presta al Océano la tristeza de un gran ser solitario: «Hace tiempo que
empujo y amontono mi oleaje sin conseguir nada. ¿Acaso oiré para siempre
relinchar a mis olas, y me veré, siempre, solo en mi inmensidad? ¡Ah! ¡Si alguna
vez encontrara una orilla, un mundo distinto a mí!»¿ Una orilla? Ese lugar
privilegiado para el diálogo o, mejor aún, ese diálogo material sin el cual el
mundo líquido no es más que un mundo absurdo, un vano volver a empezar una
y otra vez. En la orilla está el hombre: desde allí da rienda suelta a sus sueños y a
sus aventuras; desde allí parte como los focenses y los normandos hacia nuevas
orillas; desde allí llevará la guerra o el comercio a otros pueblos. Muchos son
aquellos que han respondido a la llamada de la mar o que han hecho de ella el
medio de comunicarse. El mar une y el mundo griego le debe su unidad. El mar
divide: Génova contra Venecia, Amsterdam contra Lisboa. El mar se retira y la
tierra muere: Aigues-Mortes, Brujas, Brouage. Él remonta los grandes ríos y
promueve puertos activos: Rouen, Nantes, Anvers, Hambourg, Londres. El mar
ataca los promontorios y los islotes, destruye la casa de los hombres: Saint-
Denis-Chef-de-Caux, Bourg-d’Ault. El mar mantiene en constante
transformación las orillas. El espacio marino no cesa de estar en movimiento, es
una potencia; es lo que la geografía científica denomina «un agente». Una serie
de aparatos inventados por el hombre (boyas, balizas, sirenas, faros) controla
esta potencia, vigilancia humana destinada a una presencia movediza que el
escollo o la niebla ocultan maliciosamente. Tal vez sea frente al espacio de las
aguas donde mejor se muestre la insuficiencia de una actitud puramente
intelectual, de un saber que cosifica con condescendencia los fenómenos. Es lo
que, con mucho acierto, nos dice Alain es estas líneas relativas al mar: «Aquí,
las formas os aseguran que no son; evidentemente, no existe una ola junto a la
otra; al contrario, el mar, todo el mar, no deja de recordarnos que las formas son
falsas». Veamos cómo corren las olas; no corren en absoluto, sino que cada gota
de agua se eleva y desciende y, además, no hay gota de agua. Esta naturaleza
fluida se opone claramente a nuestras ideas13. «Esta lección de filosofía que nos
da la mar recuerda a nuestra impaciente razón que ciertos aspectos geográficos
aparecen como ilusorios y que debemos aceptarlos como tales, es decir,
conseguir que nuestro raciocinio sea más flexible. El movimiento de las olas, del
que la ciencia nos dice que es una oscilación sin desplazamiento material, es,
ante nuestros ojos, un desplazamiento real. ¿Quién lleva la razón? ¿La ciencia
que tiende a reducir el mundo a un simple mecanismo o la experiencia vivida
que toma el mundo exterior como si de un fenómeno se tratase? ¿Y cómo
rechazar como falsas, sin más, tantas apariencias que aparecen en nuestro
encuentro en los confines del espacio húmedo y del espacio aéreo donde bailan
ligeramente reflejos, sombras, imágenes borrosas, brumas, otorgando nuestra
sensibilidad a la fantasía de nuestro mundo?
5. ESPACIO AÉREO

El espacio geográfico es atmósfera: elemento sutil y difuso donde flotan


todos los aspectos de la Tierra. Invisible y siempre presente. Permanente y, sin
embargo, cambiante. Imperceptible, pero arrancado por el viento en su
insignificancia. La luz nos llega a través del espacio aéreo, cruda o tamizada,
modificando el rostro de la Tierra, según la hora, según la estación del año. Los
vapores matinales se detienen en ríos y praderas. El espacio diurno separa las
cosas y las tiene dispuestas para la actividad. Presta a los objetos su «cuerpo», al
hombre el sentido de sus tareas. Desde que amanece estamos ya en armonía con
el día y nuestro despertar es la llamada que nos lanza para poder realizar nuestro
poder ser. Pero también estamos de acuerdo con la noche y su poder de hacer
irreal el mundo, de profundizarlo en volumen y en silencio. La noche tiene «un
contenido propio» (Minkowski): el mundo nocturno disuelve los límites y las
distancias, agranda la montaña y llena la llanura. Es reposo, paz en la tarde14,
pero también misterio y ensoñación.
Sombra y luz, el espacio aéreo se confina a lo soñado, a lo mágico. En el
puerto de Paillers, justo por encima de Barèges, nos dice Michelet en su Tableau
de la France, los Pirineos tienen «esa atmósfera mágica que, una vez acerca y,
otra, aleja los objetos: esos torrentes espumosos, esas praderas esmeralda».
El espacio aéreo vibra y resuena. Desgarrado por la tormenta, gimiendo
bajo la tempestad, acompasado por las campanas. El gélido viento del invierno
ríe en la gran llanura «donde, en las largas noches, la veleta enronquece»
(Baudelaire). Es el espacio frío y significa hostilidad, sufrimiento, escasez,
aislamiento. La industria del hombre se previene contra el invierno, contra el
cierzo, la nieve, el hielo. Distintos en su forma según los lugares, las
adaptaciones se parecen en cuanto a los medios: el fuego, el techo, la lana o las
pieles para vestirse; el trineo, los patines o los esquís para desplazarse. Un ritmo
de vida idéntico ha hecho nacer la unidad de la civilización nórdica. Los largos
inviernos han acurrucado la vida de los montañeses, impuesto meses de
inactividad de los que han nacido industrias temporales, relojería, madera,
juguetes. Pero el frío no es siempre hostil con el hombre: estimula la energía, es
el aire vivificante de las cumbres. Nietzsche, como nos dice Bachelard, huye de
la tibieza húmeda de la llanura donde la melancolía espía las almas débiles y
proyecta su imaginación a un mundo frío, transparente, duro como lo es su
dureza moral, cercana a la crueldad. Para Hölderlin, la nitidez de los espacios
ilimitados se transforma en expansión y plenitud de ser. Libertad real del Éter:
«¡Eres tú quien los alimenta con tu brevaje, oh Padre! Y el aire vivificante mana
de tu plenitud eterna y fluye a través de todos los vasos de la vida». El frío ha
hecho nacer sociedades fuertes y economías productivas en Suecia, en Canadá:
ha suscitado una industria específica que procede del transporte de productos y
del bienestar en general. El espacio aéreo es tibio en Bretaña, en Irlanda; es
tórrido en las tierras quemadas por el sol. Esta geografía atmosférica ha
transmitido al lenguaje moral muchas imágenes expresivas: «la frialdad» de una
mirada, «ardor» o «calor» en una conversación, acogida «tibia» o «glacial», etc.
Existe una relación que sobrepasa una evaluación cuantitativa de la
temperatura y donde la noción del exterior, en el sentido de una realidad
«externa al hombre», es decir extranjera a su destino, se opone a la del
«interior», entendido como una realidad familiar, acogedora. Es lo que pone en
evidencia Minkowski en una página que deberíamos citar entera. Visión de un
mundo terrestre inmóvil y glacial: «Claro de Luna, cielo estrellado, cumbres
nevadas de una cordillera; en el valle, pinos que trepan hacia las montañas, una
aldea que duerme. Alrededor, el silencio. El silencio de la noche, pero la Luna
brilla, las estrellas resplandecen en el firmamento, la nieve, allá arriba, se
extiende con su blancura lunar. No brilla: espectáculo majestuoso, pero frío,
estático y monótono. No sopla ni una brizna de aire. El tiempo pasa, permanece,
siempre el mismo… El hombre contempla el espectáculo que se le ofrece; no
participa en absoluto. No encuentra su lugar. A veces, maravillado, admira, pero
permanece alejado… No encuentra nada a lo que aferrarse; no encuentra nada
que se le parezca. Allí es un extranjero.»
Pero apenas el sol se levanta, este mundo donde el hombre «no encuentra
respuesta» se hace familiar, «íntimo». Lanza sus rayos sobre la Tierra como una
«feliz llamada a la vida». Inclina al hombre hacia la Tierra, donde encuentra
«todo aquello a lo que… aspira». El sol, con su calor, su llamada a la vida, «nos
libra únicamente de la angustiosa inmensidad del espacio; lo reduce, lo
condensa, nos lo hace accesible» y nos abre a «la dulzura de vivir». Así, la
geografía autoriza una fenomenología del espacio. En cierto sentido, puede
decirse que el espacio concreto de la geografía nos libera del espacio, del espacio
infinito del geómetra o del astrónomo. Nos instala en un espacio de nuestra
dimensión, un espacio que da y responde, un espacio generoso y vivo que se
abre ante nosotros.
El espacio aéreo es un espacio portador donde flotan las nubes, de donde
cae la lluvia. Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha soñado con volar. Ha
sido en el siglo XX cuando ha podido abrir nuevas rutas. La aviación ha creado
un marco, un mundo sin precedentes de distancias y direcciones, un ritmo nuevo
de movimiento, una nueva sensibilidad. El avión, dice Saint-Exupéry, «nos ha
hecho descubrir el auténtico rostro de la Tierra». Mientras que las carreteras
evitan las regiones estériles, los peñascos y las arenas, mientras que esta Tierra,
cuyos caminos «se inclinan hacia los abrevaderos y los establos», nosotros la
habíamos creído humilde y tierna, «desde arriba, desde nuestras trayectorias
rectilíneas descubrimos la base esencial, los cimientos de los peñascos, la arena
y la sal donde la vida, algunas veces, como un poco de musgo, se arriesga a
florecer, aquí y allá, en un hueco entre ruinas»15. Es, pues, nuestra imagen
completa del mundo terrestre la que se pone en cuestión, nuestro repertorio de
formas y aspectos, nuestro sentido de los límites humanos16. El espacio aéreo es
también una materia que nos hace sentir de inmediato su presencia. Olor de la
tierra recientemente arada, aroma del heno, perfume de la lavanda y de los
brezos, pero también el relente fétido de los pantanos de la selva ecuatorial, del
légamo, el registro del olfato, ese «sentido de las sustancias» (Jean Nogué) que
se extiende y penetra, revelando inmediatamente la materia de las cosas. «La
lluvia despierta el rojo de las hojas muertas, el olor de la resina y de la tierra». El
rumor de riachuelos filtrado por las hojas ahítas de aguaceros. Y ese olor y ese
rumor me llevan lejos, pues el olor de la Tierra mojada es el mismo en cualquier
parte…»17. El olor, inseparable de algunos lugares, o de algunas estaciones,
efectúa una especie de fusión con el medio ambiente, calificando de sensualidad,
pesada o ligera, las realidades geográficas. Llena el espacio e, indirectamente,
pone en valor el plano visual. El espacio shellyano está completamente
impregnado de aromas que lo hacen más comprensible. «Mi aliento, dice la
Tierra, se eleva como el perfume de una violeta entre las altas yerbas y llena a su
alrededor peñas y bosques con una luz más serena».
6. ESPACIO CONSTRUIDO

La geografía se encuentra con un espacio construido, un espacio obra del


hombre. A veces adopta una forma rudimentaria, pero enormemente
significativa, como las estacas plantadas en las uniformes mesetas mejicanas, el
Llano estacado, con la única finalidad de marcar una extensión sin distinciones
o, también, poner balizas en ciertos mares sin profundidad. Los campos, las
plantaciones, las terrazas de las montañas chinas, los deltas cuadriculados de los
arrozales, representan modalidades de «construcción» del espacio que proceden
de la realidad geográfica. Pero la forma más importante de espacio construido va
unida al hábitat del hombre. El pueblo o la aldea todavía están dominados por su
entorno rural; en su extremo opuesto, la gran ciudad moderna, donde el hombre
ha sido moldeado en su conducta, sus hábitos, sus costumbres, sus ideas y sus
sentimientos por ese horizonte artificial que le ha visto nacer, crecer y elegir su
oficio. Entre el pueblo y la gran ciudad, entre la adormecida pequeña ciudad
provinciana y la enorme ciudad industrial en la que los negocios no cesan, existe
algo más que una diferencia de grado, de cantidad o de superficie. Se trata de
espacios que, para el hombre, difieren de calidad y significado. El pueblo
encuentra su razón de ser en el trabajo del campo que impone al hombre su ritmo
lento y seguro. La pequeña ciudad se entiende como centro de relaciones de un
grupo de pueblos, centro de comercio local, ferias y mercados. La gran ciudad es
una empresa del hombre sobre la Tierra, un desarrollo alrededor de un puente, de
un puerto, de una encrucijada de caminos, de una explotación minera o de una
manufactura. Supone intercambios a grandes distancias, recursos locales o
facilidad de acceso. Por el contrario, ella es en sí misma un cierto horizonte
geográfico, unas veces aéreo y opulento; otras, miserable y repugnante, una
presencia compacta de donde puede nacer ese educado eufemismo particular que
se ha dado en llamar «urbanismo», o esos sobresaltos, esas revueltas, esas
andanadas que la historia registra como reacciones propias de las poblaciones
urbanas. En la Edad Media, las ciudades de Alemania, Holanda y norte de
Francia forman enclaves libres y privilegiados cuyo espíritu local y exclusivo
crea un pequeño mundo aparte, orgulloso de los símbolos de su particularismo,
campanarios, estandartes, atalayas, siempre dispuestos a extender su autoridad
hacia la campiña que les rodea.
La ciudad no es un panorama que se abarque con una sola mirada: París
visto desde «Montmartre», Lyon desde lo alto de Fourvières. La ciudad, como
realidad geográfica, es la calle. La calle como centro y escenario de la vida
cotidiana, donde el hombre es paseante, habitante, artesano; elemento
constitutivo y permanente, a veces casi inconsciente, de la visión del mundo y de
su desamparo; realidad concreta, inmediata, que hace del ciudadano «un hombre
de la calle», un hombre como los demás, bajo la mirada de cualquiera, «público»
en el sentido original de la palabra18. Para muchos hombres, sobre todo en siglos
pasados, es el lugar donde se nace, se vive y se muere sin apenas salir de él. La
calle de la Edad Media, callejuela tortuosa, calle en pendiente, callejón con su
fisonomía pintoresca o sórdida, con su gremio instalado desde tiempos
inmemoriales, sus tenderetes, sus ruidos y sus olores, sus cruces cercanos y sus
callejuelas adyacentes, la calle librada a la noche, a la oscuridad y al silencio es
el punto de anclaje del hombre en el universo, su espacio concreto y familiar.
Ciertas ciudades, a lo largo de los siglos, se adormecen, se quedan sin vida,
sin su función geográfica esencial: Brujas, Pisa, Poitiers. La decrepitud, la
somnolencia, el aburrimiento se instalan en la realidad geográfica mezclándose
en el horizonte y en la atmósfera donde viven sus habitantes. Otras ciudades, por
el contrario, se extienden, se desarrollan: la expansión, la improvisación, la
fiebre de construir y abrirse camino forman parte integrante del espacio
geográfico; esas inmensas aglomeraciones «tentaculares», casi monstruosas,
como Manchester, New York, Chicago, Johanesbourg, dan al hombre una
impresión de vértigo, de desmesura; lo gigantesco se evade de la cantidad para
convertir lo incalculable, lo inconmensurable, en una cualidad del espacio. El
espacio construido es un fracaso para la mirada, ya que borra y esconde la
naturaleza del lugar.
Uno de los hechos característicos del siglo XX es que un número creciente
de seres humanos son urbanitas: solo en Europa hay unas veinte ciudades que
alcanzan o sobrepasan el millón de habitantes, un tercio de los australianos viven
en dos ciudades, Sydney y Melbourne; cuatro de cada cinco individuos en
Estados Unidos, en Argentina y en Inglaterra, y tres de cada cuatro en Alemania
residen en ciudades. Es un hecho que desborda el dominio puramente
demográfico de la «geografía humana». Poblaciones inmensas nacen y se
mueven en la gran ciudad, un número cada vez mayor de hombres están
prácticamente «desenraizados», sin unas raíces con una tierra y un horizonte
natural, seres cuyos observadores más «objetivos» se ponen de acuerdo para
reconocer el carácter irritable, versátil, sujeto a psicosis o a problemas afectivos.
El hombre también se ha hecho constructor de espacios abriendo vías de
comunicación: senderos, pistas, carreteras, vías férreas, canales, son formas de
modificar el espacio, de recrearlo. La carretera deshace el espacio para rehacerlo,
para reagruparlo. A veces, ese reagrupamiento deja su huella con gran firmeza
cuando el relieve del terreno impone al técnico terraplenes, viaductos, muros de
contención, zanjas. Incluso en terreno llano, la carretera reconstruye el espacio
dándole un «sentido», en la doble acepción del término: un significado
expresado en su dirección. En el campo que atraviesa y que, por contraste,
parece aún más inmóvil, más tranquilo, actúa como una llamada al movimiento,
como una huida hacia el horizonte y aún más allá de él: la carretera abre el
horizonte y dinamiza el paisaje. Al mismo tiempo es presencia humana, un
pasaje, real o posible. La acción humana se inscribe sobre la Tierra: la vía
romana, indiferente a los accidentes naturales del terreno, es recta según la
exigencia estratégica que provocó su construcción. La carretera moderna, con su
función comercial, atraviesa los valles donde están las ciudades y, por un prurito
de comodidad, rodea los obstáculos en lugar de atacarlos de frente. La vía férrea,
ya que no puede empinarse por la montaña, la evita por medio de túneles que
unen llanuras y valles de la manera más corta y rápida posible. El puerto, en
primer lugar pasaje (portus), contacto entre el elemento continental y el
elemento marítimo, mira hacia el mar, indicando un «por allá», una invisible
dirección hacia otras orillas. En todos estos casos, el movimiento material o
posible implicado en la «vía» actúa como una «abertura» del espacio, fenómeno
de abertura que está en la base de toda la geografía de las comunicaciones y de
los transportes. Descubrimiento de una posibilidad escondida del espacio,
movilización de su inmovilidad, exteriorización de la movilidad innata del
hombre en su relación existencial con la Tierra.
7. EL PAISAJE

Demangeon escribe evocando la planicie de Est-Anglie: «Las turberas, las


capas de agua durmiente perdidas entre cañaverales, los caprichosos canales
bordeados de sauces, los pantanos solitarios que visitan en invierno bandadas de
aves acuáticas, nos dan la impresión de una naturaleza abandonada, algo triste y
melancólica». La llanura inunda al hombre de silencio y de melancolía. Suelo y
vegetación, cielo de invierno, el rostro local y familiar de la Tierra con sus
alejamientos y sus direcciones, el paisaje reúne todos esos elementos
geográficos. Lucien Febvre dijo: «Toda la geografía está contenida en el análisis
del paisaje.» El paisaje es la geografía entendida como todo aquello que está
alrededor del hombre, como entorno terrestre.
Más que una yuxtaposición de detalles pintorescos, el paisaje es un
conjunto: una convergencia, un momento vivido. Un vínculo interno, «una
impresión» une todos sus elementos. El mismo paisaje de Est-Anglie, al llegar el
buen tiempo, cambiará con la llegada del hombre. «En verano, continúa
Demangeon, esas soledades se llenan de turistas y de multitud de velas blancas
que navegan por sus tranquilas aguas. Lejos de los lagos y de los fondos
demasiado húmedos, todo se cubre de hierba: es una región pastoral de una gran
riqueza, donde pacen miles de cornudas cabezas de ganado: prados verdes,
bueyes pastando, molinos de viento, fosas rodeadas de sauces, barcos a vela que
aparecen entre los árboles: en cierto sentido, encontramos las reminiscencias de
un paisaje holandés»19. El paisaje se unifica alrededor de una tonalidad afectiva
dominante, perfectamente válida aunque refractaria a cualquier reducción
puramente científica. El paisaje enjuicia la totalidad del ser humano, sus
vínculos existenciales con la Tierra o, si se prefiere, su geograficidad original: la
Tierra como lugar, base y medio de su realización. Presencia apasionante o
extraña y, sin embargo, lúcida. Nitidez de una relación que afecta a la carne y a
la sangre.
El paisaje no es un círculo cerrado, sino que se despliega. No es
verdaderamente geográfico más que por sus extensiones, por el segundo plano
real o imaginario que el espacio abre más allá de la mirada. En el horizonte de la
llanura canadiense, se siente, dice André Siegfried, la presencia del «Gran
Norte», intrínsecamente unida a sus perspectivas, a su vida, como el oeste puede
estarlo con el paisaje de Ohio, o el sur sahariano con Argelia. El paisaje es una
huida hacia toda la Tierra, una ventana de posibilidades ilimitadas: un horizonte.
No es una línea fija, sino un movimiento, un impulso.
En el ámbito de su visión diaria y de su acostumbrado trajín, el hombre
expresa su relación geográfica con el mundo a través de la ordenación de su
territorio: «constructor de bosques» en Malasia o en las Landas, destructor de
bosques, de suelo vegetal y de ríos en el noreste brasileño, cambia, en otro lugar,
en horizonte bucólico las aguas del Zuiderzée. La geografía puede expresar,
inscribir en el suelo o en el paisaje, el concepto mismo del hombre, su forma de
buscarse, de decidir ser un individuo o parte de un colectivo. En estudios de gran
belleza, Roger Dion ha expuesto en un lenguaje claro y sencillo el sentido de
esos paisajes agrícolas de Francia, tan familiares que a nosotros nos parecen
«naturales», hasta el punto de atribuirlos, tal vez con algo de precipitación, al
clima o a la calidad del suelo. Las campiñas del Norte, con sus campos
«abiertos», dispuestos en franjas, sus pueblos apiñados, idénticos sobre suelos
muy distintos, proceden de una economía agrícola muy antigua, sometida a
rigurosas servidumbres propias de un régimen agrario comunitario en el que el
terreno está destinado al «paso de rebaños». Al contrario, las regiones del sur,
con sus fincas dispersas, aisladas entre sus cercados, salpicados de árboles,
llevan la huella de una agronomía individualista donde cada cual dispone de la
«libertad de cerrar y plantar». Así pues, la lectura atenta del paisaje rural revela
el hecho capital de la historia social y económica de que Francia, en las
cercanías del Loire, fue el lugar de encuentro de una civilización germánica de
régimen colectivo y pastoral y, hacia el sur, de una civilización agrícola e
individualista conforme al derecho romano20. Este ejemplo muestra que el
paisaje, en su esencia, no está hecho para ser contemplado, sino como inserción
del hombre en el mundo, lugar de combate por la vida, manifestación de su ser
frente a los demás, base de su ser social. En los países de muerte lenta, la
hambruna impone su presencia lúgubre y obsesiva en todo el paisaje. Tal es el
caso de la región brasileña del «noreste azucarero», donde las carencias
alimentarias son causa de una espeluznante mortandad que sobrepasa en algunas
zonas trescientas por cada mil personas: «La muerte domina todo el nordeste.
Siempre está presente. Planea sobre cada paisaje. Forma parte de la vida»21. Una
verdad del paisaje se libera, no como teoría geográfica o como valor estético,
sino como expresión fiel de la existencia, y es por ello que los alineamientos
megalíticos, el perfil de un castillo feudal, forman parte integrante de la
geografía local como testigo de una presencia humana que da sentido a todo lo
que le rodea. El paisaje no es únicamente «paisaje de la historia», campo de
batalla o ciudad muerta. El Loire, abandonado por el tráfico fluvial, desprende
algo cercano, familiar, pero también solitario, triste. Esos muelles silenciosos
hablan del hombre al hombre. El paisaje presupone, pues, una presencia del
hombre, incluso cuando este está ausente. Habla de un mundo en el que el
hombre llevaba a cabo su existencia como presencia circunspecta y atareada. A
pesar de sus recientes transformaciones, la Sologne todavía nos habla «de lo que
era la existencia humana en esas casas de arcilla y madera, sin ventanas, con
techos de junco, que todavía pueden verse en algunos lugares apartados…»
(Vidal de la Blache). El pasado, desvelado por el paisaje, confirma que la
superficie y el volumen del espacio terrestre se abren a otra dimensión que es
temporal. Decía ya Bernardin de Saint Pierre: «Un gran árbol, cuyo tronco es
cavernoso y cubierto de musgo, nos hace sentir la infinitud». Un valle encajado
donde se manifiesta el trabajo prolongado de las aguas arrastra el espíritu hasta
las profundidades del tiempo, de un tiempo atrapado como factor secreto de la
Tierra.
Es sobre todo cuando el espacio geográfico se mueve y vibra al ritmo que
nos es propio, cuando tomamos conciencia de la temporalidad: agitación del
bosque, ondulaciones de los trigales por el soplo del viento, olas y mareas. Pero
no es necesario que el movimiento sea rápido: «Las hojas, una a una, caen como
grandes manchas. Sobre el espejo ennegrecido de los displicentes
manantiales»22.
El apenas perceptible movimiento del glaciar e incluso la inmovilidad del
lago temporalizan el mundo. «El agua es la mirada de la Tierra, su instrumento
para contemplar el tiempo», dice Claudel. Hay, en el paisaje, un rostro, una
mirada, un oído, como una espera o un recuerdo. Cualquier espacialización
geográfica es concreta y actualiza al hombre en su existencia, porque, en ella, el
hombre se sobrepasa y escapa y conlleva de esta forma una temporalización, una
narración, un acontecimiento.
8. EXISTENCIA Y REALIDAD GEOGRÁFICA

La geografía no es, en principio, un conocimiento; la realidad geográfica no


es, ante todo, un «objeto»; el espacio geográfico no es un espacio en blanco que
se rellene coloreándolo. La ciencia geográfica presupone que el mundo sea
comprendido geográficamente, que el hombre se sienta y se sepa ligado a la
Tierra como ser llamado a realizarse en su condición terrestre.
La geografía no designa un concepto indiferente ni desa- pegado. Tiene
mucho que ver con lo que a uno le interesa en grado superlativo: inquietudes,
preocupaciones, proyectos, ataduras. La realidad geográfica, para el hombre, es,
antes que nada, allí donde está, los lugares de su infancia, el entorno que le atrae.
La tierra que pisa o trabaja, el horizonte de su valle, o bien su calle, su barrio,
sus desplazamientos cotidianos a través de su ciudad. A veces, la realidad
geográfica exige un trabajo duro, un gran esfuerzo de los hombres. Lo limita y lo
encierra, lo ata a la «gleba», estrecho horizonte impuesto a sus gestos o a sus
pensamientos por la vida o la sociedad. El color, las formas, los olores de la
tierra, la vegetación, se mezclan, en los recuerdos, con los estados afectivos, las
ideas, incluso aquellas que creíamos más emancipadas. Pero esta realidad no
toma cuerpo más que en una irrealidad que la sobrepasa y la simboliza. Su
«objetividad» se enraiza en una subjetividad que no es pura fantasía. Se le llame
ensueño o piedad, un elemento eleva por encima de ella misma la realidad
concreta del entorno, en un más allá de lo real, y, entonces, el saber se resigna
sin esfuerzo a un no-saber, a un misterio. La realidad geográfica exige una
adhesión tan total del sujeto a través de su vida afectiva, su cuerpo, sus
costumbres, que llega a olvidar, incluso, su propia vida orgánica. Sin embargo,
vive escondida y presta a despertarse. El alejamiento, el exilio, la invasión, sacan
al entorno del olvido y le hacen aparecer como privación, sufrimiento o ternura.
La nostalgia nos hace sentir el país como ausencia, como un distanciamiento
profundamente doloroso. Conflicto entre lo geográfico como interioridad, como
pasado, y lo geográfico completamente exterior del ahora.
A pesar de su dimensión afectiva, la realidad geográfica no requiere, sin
embargo, de una geografía romántica de la Tierra. Habitualmente, la «geografía»
se mueve en un plano discreto, más vivido que expresado. El hombre exterioriza
su relación fundamental con la Tierra a través de su hábitat, de la disposición de
sus campos, de sus viñas, de sus prados, por su forma de vida, por la circulación
de bienes y personas. Relación sintética con la Tierra como base y como
horizonte que deriva de una decisión global. Un mismo país es vivido de manera
distinta por un nómada y un sedentario. En una misma existencia, una ruptura
profunda puede destrozar la unión original con la tierra natal bajo el efecto de un
estado emocional violento. Katrina, joven campesina finlandesa, escuchando al
marino Johann describir su país de origen, las islas Aland, vio de repente con
otros ojos las rudas campañas de Osterbotten, donde ella había nacido: «Ese
país, en el que siempre había vivido sin hacerse ningún tipo de preguntas, le
pareció, de pronto, triste y pobre. La monotonía de la llanura le repugnaba. Ni
los campos de centeno, ni los huertos de patatas podían devolver la alegría a su
mirada. Soñaba con campos de trigo amarillos como el oro, y frutas olorosas,
sobre todo esas manzanas que crecían allá abajo, al sur, en las islas encantadas
de Aland…»23. Asistimos a un viraje que trastoca todos los valores, a un
auténtico «desencanto» que cambia hasta el mismo horizonte del mundo. Sin
lugar a dudas, la realidad tan concreta y tan cercana de la Tierra no se aprehende
más que a través de una interpretación de conjunto que es una forma de
acercarse al Ser. El «color» bajo el que nos aparece la realidad geográfica
depende de la preocupación y del interés dominantes que nos lleven al encuentro
de existencias particulares.
Así pues, la intensidad geográfica puede variar de una región a otra, incluso
desde el punto de vista de una actitud lúcida y reflexiva, por no decir científica.
«El lugar es solemne», declara Vidal de la Blache en el Mont-Saint-Michel,
donde limitan Normandía y Bretaña. Existen lugares privilegiados donde lo
geográfico se hace evidente incluso al más indiferente: Penmarch, ese «fin de la
Tierra», el Gris-Nez desde donde la mirada descubre, en días claros, los
acantilados blancos de Kent, el pico del Midi de Bigorre donde los Pirineos y la
inmensa llanura forman un panorama alucinante, el valle de Chamonix o el de
Engandine. También hay regiones monótonas y banales a las que no se presta
atención. Ocurre que la simpatía hace salir al espacio de su torpeza y que, según
la expresión de Konezewski, «la imaginación despierta los poderes adormecidos
de la naturaleza, dirige sus fuerzas ciegas para participar en la misma»24. Todo
ello se enfrenta al simple determinismo que ata al ser vivo a su medio natural.
En esta experiencia geográfica, uno se abandona a la distracción, a la
pluralidad de los detalles; otro concentra su interés en una forma dominante que
estructura una realidad geográfica. Bajo los efectos de un choque emocional
puede producirse una reorganización de los espacios. Cuando, por ejemplo,
suena la sirena de alarma, la pluralidad natural del espectáculo relajado se tensa
bruscamente, se recoge y se transforma en «singular». Para el combatiente bajo
amenaza de peligro, el suelo, que tal vez no era más que una extensión
cualquiera de terreno, se transforma en una potencia protectora donde cavar un
abrigo: «se entierra», «se humilla», podríamos decir, remitiéndonos al sentido
etimológico de esta «Humilitas» que inclina el hombre hacia la tierra (humus)
para preservar su condición humana en peligro.
Esta singularización de los espacios terrestres los separa de su banalidad
como redescubrimiento que revaloriza cualquier apariencia. En la pérfida calma
que reina en las trincheras, el soldado Paul Lintier anotaba en 1915 en su diario
de ruta: «De allá abajo, de detrás de esas montañas con sus admirables perfiles
que suavizan la luminosidad de esta hermosa mañana, en este minuto puede
sorprendernos la muerte. Qué alegría tendremos al contemplar esas sonrisas que
la naturaleza prodiga, incluso en las estaciones más austeras, en respirar, en
vivir, cuando sepamos que mañana viviremos, respiraremos, abriremos todavía
los ojos al mundo»25. Allí donde la Tierra puede perderse de un instante al otro,
recobra toda su frescura de espectáculo único y nuevo; vuelve a ser un don, pura
gratuidad. Es lo que sin duda quiere decir Rainer Maria Rilke al poner en la boca
de Orfeo, de regreso de los Infiernos, esta revelación de la Tierra de los vivos:
«Estar aquí es esplendoroso.» A partir de la muerte, la Tierra, como Ser
resurgido de la nada, se ilumina en toda su gloria terrestre.
La realidad geográfica actúa sobre el hombre despertando la conciencia. A
veces, incluso, actúa como un despertador, como si, incluso antes de que
tomemos conciencia, ya estuviera allá. Tal fue la experiencia de Guizot
descubriendo la mar en Honfleur en 1831. Al reconocerla, supo que, sin saberlo,
era lo que buscaba su ser para realizarse: «No fue en absoluto una impresión
súbita, singular, la que me causó la vista de la mar; sentí que mi alma se
ensanchaba de manera natural, con total facilidad, como si hasta entonces le
hubiera faltado espacio y que en presencia de ese espacio inmenso, tan parejo,
encontrara la plenitud de su existencia y de sus movimientos…»26. Testigo del
que no podemos sospechar complacencia romántica alguna: el espacio ilimitado
se transforma en un símbolo de la superficie, de la liberación de la existencia por
medio de un retorno a una libertad, de alguna forma, anterior, original.
Múltiples son las modalidades por las que la realidad geográfica conduce,
por su símbología e imágenes, a un más allá de la materia. El agua, por ejemplo,
tiene una función que idealiza la del espejo que amplifica, repite y encuadra. En
ella, el mundo se contempla y «tiende a la belleza» (Bachelard). Río, lago o mar,
la superficie de las aguas rinde homenaje al universo y lo poetiza. El Bateau Ivre
de Rimbaud,

… Bañado en el poema
Del mar, infusión lactescente de astros
Devorando los azures verdosos
El agua no es solamente el espejo que la Tierra tiende al cielo, a los árboles,
a las montañas; tiene su transparencia propia y su misterio. Cruza las imágenes
que ascienden desde las profundidades y aquellas que reenvían el cielo o el río.
La intimidad de la sustancia líquida suaviza el oro frío del reflejo y cava un
mundo de formas movibles que parecen vivir bajo la mirada.
El bosque no es solamente la extensión arbolada en su realidad objetiva.
Pone en duda la totalidad de la existencia. Ha sido formadora de almas y de
sensibilidades. Es un «mundo», tal como lo hace notar Jacques Soustelle, a
propósito del bosque mejicano de Lacandons: «Ver el bosque desde arriba o
desde el exterior, y luego entrar en él es pasar de un mundo a otro… el bosque
tiene sus entradas y sus salidas, como los Infiernos… Tiene su propia atmósfera,
una atmósfera sin sol… la tierra que jamás es tocada directamente por el calor es
un blando lodazal; cada paso nos hunde; las raíces se pudren… hay aguas
inmóviles donde la luz no se refleja nunca; apenas se parecen al agua de tan
oscuras, azules o verdosas. Todo se descompone lentamente, y todo rebrota con
un espeso olor a podedumbre»27. Nuestro universo lógico fracasa con su espacio
riguroso frente a esta masa exuberante y putrefacta opaca a la luz donde la vida
brota continuamente sobre la muerte y donde el cieno exhala la insulsez de la
muerte. Un mundo que traga al hombre, con la luz, y entorpece sus pasos firmes,
sus claras ideas.
En el flujo de las impresiones subjetivas que se une a nuestra aprehensión
de las configuraciones geográficas, el color se transforma en el color del mundo,
revela la sustancia de las cosas, en un acuerdo fundamental de nuestra existencia
con el mundo. El azul del Mediterráneo solicita una participación fundamental a
su profundidad, a su nitidez. El azul del cielo actúa de ordinario sobre nosotros
como el fondo que da forma a las colinas y a las montañas, y, al mismo tiempo,
como victoria sobre la pesadez, como fuerza aérea que desmaterializa las
materias terrestres, invita al sueño y a la especulación. A veces, el azul se
comunica a todo el paisaje. Cuando cae el rocío, invade con su paz las orillas
islandesas: «El mundo entero era azul, de un azul pálido velado por el vapor.
Hacia el sur, tenía una tonalidad azul más sombría, pero, por encima de las
montañas, al noroeste, flotaba, delicada y ligera como la bruma, un resplandor de
un violeta purpúreo… La ciudad se dormía en el nido de la noche. Las
humaredas que se levantaban por encima de los tejados no tejían más que un fino
velo azulado. El mar también parecía dormir. En los arrecifes refluía, evaporado
casi al instante, un imperceptible vaho. La bahía se transformó en un inmenso
espejo azul como el cielo, ese cielo tan puro de donde descendían blandamente
la paz y el reposo de la noche …»28. La percepción de sinestesia nos da acceso a
una cierta intimidad de la materia geográfica. Hay colores calientes, como el
amarillo de las mieses o de la arena, que elevan el tono de la vida y que alegran
el mundo; colores aterciopelados como el verde de ciertas hojas y prados que
traicionan la naturaleza de las cosas sin la mediación del conocimiento.
El color, relación directa del hombre con el mundo, unido al movimiento y
a la sustancia, nos permite «ver» inmediatamente la eclosión de las flores, la
madurez de los frutos, la aridez del desierto, la dureza del granito. Cuando las
realidades salen de ellas mismas y vienen a nuestro encuentro, participamos del
propio ritmo del mundo, de sus fuerzas en lucha: Jean Nogué escribía: «Los
rojos de un cielo encendido nos transmiten una conciencia dramática del
universo, a la que sigue una forma especial de recogimiento a medida que la
sombra acaba de insinuarse a través de lo visible.» La realidad geográfica
resuena de esta forma en nosotros. Un Beethoven, un Weber o un Debussy han
sido capaces de percibir y transmitir la armonía musical que vibra en el espacio
campestre, silvestre o marino.
Movimiento, combate, acontecimiento, todo ese dinamismo se deja adivinar
en el espacio concreto de la Tierra. La intuición especulativa de Whitehead, para
quien el mismo espacio está en relación con los acontecimientos, es bastante
cercana a la visión del poeta que, con Victor Hugo, cree sorprender bajo la forma
de dos peñascos chorreando espuma marina «dos combatientes sudorosos»;
bastante cercano al lenguaje corriente que deja pasar algo de esa experiencia
elemental de la realidad-acontecimiento. La alta montaña se «alza» por encima
del valle y «destaca» del macizo vecino puesto en valor por las vertientes que
«tiene enfrente». La localización de esta montaña resulta de las relaciones
recíprocas entre lugares-acontecimientos. ¿Cómo evitar abrir de este modo la
espacialidad del espacio geográfico en su perspectiva temporal? ¿Acaso la
geografía no es, a fin de cuentas, una cierta manera de ser invadidos por la tierra,
el mar, la distancia, de ser dominados por la montaña, conducidos por la
dirección, actualizados por el paisaje como presencia de la Tierra?
Temporalización de nuestro entorno terrestre, espacialización de nuestra
finitud, la geografía se dirige, más allá del saber y de la inteligencia, al hombre
mismo como persona y como sujeto. Un elemento cuyo sujeto no es esencial
interviene, lo más a menudo a su pesar, en su experiencia geográfica: la
iluminación, tal como señala Merleau-Pointy, «no está del lado del objeto»; es
«lo que nos hace ver el objeto», está entre nosotros y de ordinario se nos escapa
para posarse sobre el paisaje. El mismo lugar cambia según la estación o la hora.
Para el habitante de las brumas nórdicas, la Provenza es algo muy distinto a lo
que es para el marsellés o el ciudadano de Niza. Pero, a menudo, se necesitan
condiciones excepcionales para que la iluminación «aparezca»; es necesario, por
ejemplo, que los rayos del sol, como ocurre en las regiones polares, alcancen
muy oblicuamente el suelo y se reflejen: «El sol, esta noche, se ha quedado por
encima del horizonte. Durante horas, iluminará el suelo con su luz rasante. […]
Al sol de medianoche cada convexidad, cada pliegue del suelo, cada surco de la
nieve, acentuará su relieve. No hay otro momento como este para sacar
fotografías excepcionales…29», observa en Groenlandia André de Cayeux.
Cómplice de nuestra subjetividad no significa imaginario.
Tan poco imaginario como el hecho de que, en las experiencias de habitar,
construir, cultivar, circular, la Tierra se experimente como base. No solamente
punto de apoyo espacial y soporte material, sino condición de cualquier
«posición» de la existencia. De cualquier acción de posar o reposar. El sueño,
declara Emmanuel Lévinas, mezclando nuestras relaciones habituales con lo que
nos es particular, nos invita a replegarnos en esta base para ponernos en contacto
inmediato «con el lugar soporte del Ser». Al acostarnos y acurrucarnos en un
rincón para dormir, nos abandonamos al lugar, y este se transforma en nuestro
refugio en tanto que base 30. En nuestra primera relación con el mundo, tal como
se manifiesta en ese gesto banal, nos abandonamos «a las virtudes protectoras
del lugar», firmamos un pacto secreto con la Tierra, expresamos con nuestra
conducta que nuestra subjetividad de ser humano se retira a ese terreno seguro
para posarse, o mejor, «reposarse». Es de ese «lugar», base de nuestra existencia,
de donde, despertándonos, retomamos conciencia del mundo, audaz o
circunspecto, y salimos a su encuentro para actuar. Existe algo tan primitivo en
ese lugar donde la conciencia se yergue para mantenerse frente a los seres y los
acontecimientos que «su hogar», el país natal, el lugar de referencia, es, para
hombres y pueblos, el lugar donde se duerme, la casa, la cabaña, la tienda, el
pueblo. Ante todo, habitar una tierra es confiar, por así decirlo, en lo que hay
debajo de nosotros para poder dormir: la base donde se recoge nuestra
subjetividad. Para nosotros, existir es partir de ahí, de lo que es más profundo
que nuestra conciencia, de lo que es «fundamental», para destacar en el mundo
circundante los «objetos» a los que dedicaremos nuestros cuidados y proyectos.
Elemento ni abstracto ni conceptual, sino concreto. Antes de cualquier elección,
existe ese «lugar» que no hemos escogido donde se efectúa la «fundación» de
nuestra existencia terrestre y de nuestra condición humana. Podemos cambiar de
lugar, desplazarnos, pero seguiremos buscando un lugar; requerimos de una base
donde posar el Ser y cumplir con nuestras posibilidades, un aquí desde donde se
descubre el mundo y un allá a donde dirigirnos. Cualquier hombre tiene su país
y su propia perspectiva terrestre. Desamparo del exiliado, del deportado a quien
le son retiradas las bases concretas y propias de su ser, le quedan multitud de
«objetos»: árboles, colinas, casas, pero está herido en su propia subjetividad y no
hay razón que pueda devolverle el valor perdido de esos objetos, ya que no
puede recuperarlos. El hecho de descansar en «tu» casa sobrepasa el contacto
material con el suelo, pero para que la Tierra sea la razón más concreta y más
normal de ese reposo, se cuestionan las mismas bases de la existencia31.
La Tierra, en tanto que base, representa el advenimiento mismo del sujeto,
cimiento de cualquier conciencia que se despierta; anterior a cualquier
objetivización, se mezcla a toda toma de conciencia, de donde surge el hombre
en el ser, sobre el que erige todas sus obras, el suelo de su hábitat, los materiales
de su casa, el motivo de su esfuerzo, a lo que adapta su preocupación por
construir y erigir. Que, a fin de cuentas, haya algo inexpresable y oscuro en esa
relación «fundamental» con la Tierra es lo que nos dice Heidegger en su estudio
titulado Vom Ursprung des Kunswerkes. Visión del templo griego edificado
encima del mar: «El edificio se yergue, en silencio, sobre la roca. Obra humana,
descansa sobre el soporte rígido que le ofrece el peñasco cuya masa oscura se
amontona sin razón alguna. Se alza inquebrantable bajo la tempestad que ruge y
la desvela en toda su violencia. El resplandor que desprende la piedra, que no
brilla más que por un don del sol, presta al día toda su luz, al cielo toda su
inmensidad, a la noche toda su oscuridad. Domina y su firme estatura hace
visible el invisible espacio aéreo. Inquebrantable, la obra de los hombres se
mantiene apartada de las olas y su silencio hace que retumbe su estruendo. El
árbol, como las hierbas, el águila y el astro, la serpiente y la cigarra revisten
entonces una forma distinta a la suya para aparecer tal como son. Ese hecho de
salir a la luz y abrirse totalmente es lo que los griegos designan con el nombre de
Physis, concepto que nos da una idea acerca de aquello sobre lo que el hombre
crea su hábitat. Nosotros lo llamamos la Tierra…». No es necesario decir que en
ese pasaje la Tierra, olvidando su significado propiamente geográfico, designa el
fondo oscuro de donde todos los seres salen a luz. La esencia de la Tierra es
aquello que siempre se esconde bajo cada uno de los seres y que luego sale a la
luz. El trabajo del hombre consiste, al construir el templo, en sacar la piedra, el
metal, la orilla, la noche, de su torpeza, de su oscuridad original, sin llegar jamás
a sustraerlos enteramente de la Tierra, que queda en la sombra y los disimula. El
hombre combate sin tregua: de día, dando a las cosas un sentido, una grandeza,
un distanciamiento, haciendo emerger un mundo; de noche, el combate se libra
en el fondo oscuro de la «Tierra» al que regresa la obra humana cuando,
abandonada, vuelve a transformarse en piedra, madera y metal.
Aunque aquí se nombre a la Tierra en un sentido que sobrepasa su acepción
geográfica, la elección de este término no es meramente arbitraria. Es de la
Tierra como profundidad chtoniana32 de donde extraemos la piedra. Pero el
elemento «terrestre» de la piedra se resiste a nuestros esfuerzos para penetrar en
su naturaleza. Podemos romperla en mil fragmentos y nunca encontraremos nada
en su «interior» que nos descubra su secreto. La piedra deja entre nuestras manos
una cifra, un peso, pedazos. Pero ella «ya se ha retirado a la torpeza sorda de su
peso y de su masa». Cuando queremos reducir la geografía a un puro
conocimiento objetivo, el elemento propiamente terrestre de la Tierra
desaparece. Las nociones y las leyes que podemos extraer no conservan su valor
más que si las arrancamos en un combate a algo que continúa escondiéndose, a
una existencia animal. Es esta lucha incesante de la luz y de la oscuridad, del
Hombre y de la Tierra, la que confiere a cualquier construcción humana lo que
tiene de concreto y de real y, de alguna manera, cualquier descubrimiento,
cualquier «geografía», a la vez que es concesión a la Tierra, abandono a la fuente
que nos hace ser, manifiesta nuestra historicidad fundamental.
Inversamente, el espacio terrestre aparece como la condición de realización
de toda realidad histórica, a la que da cuerpo y asigna a su lugar. Podríamos
decir que es la Tierra la que estabiliza la existencia. En el ritmo de la vida, aporta
el elemento de reposo y de distensión que atempera su inquietud y su tensión. De
las extensas llanuras, de las montañas y del océano, del trabajo de la tierra, de la
vegetación y de los ciclos de la vida orgánica, emana calma y equilibrio. Como
destino para el hombre, la Tierra es, por excelencia, la circunstancia (circum-
stare) que se alza a su alrededor y mantiene su presencia como compromiso en el
Ser. El lejos y el cerca, la vertiente del sol y la vertiente de la sombra, la huida
horizontal de las riberas y de los campos, la verticalidad de las altas cimas,
confirman en cualquier instante la existencia de su presencia, como
espacialización del mundo, emersión por encima de las cosas
El hombre busca la Tierra, la espera y la llama con todo su ser. Incluso
antes de haberla encontrado, la presiente y la reconoce. Pierre Loti contó cómo,
en su infancia, la mar, que era la tendencia profunda de su ser, hizo que la
reconociera: «De pronto, me detuve, helado, temblando de miedo. Ante mí
aparecía algo, algo sombrío y susurrante, algo que había aparecido por todos
lados al mismo tiempo, algo que no parecía tener fin: una extensión en
movimiento que me daba un vértigo mortal… Evidentemente era eso: ni un
minuto de duda, ni de asombro de que así fuera. No, nada más que el terror:
reconocía y temblaba…». ¿Cómo puede reconocerse lo que no se conocía de
alguna forma? Presentimiento o aspiración. Las realidades geográficas esbozan
un simbolismo del alma que, en un primer momento, nada tiene que ver con el
saber, pero que la ciencia retoma luego en un nuevo proyecto. Así, lo que el
hombre busca en la Tierra es un «rostro», una cierta acogida. Es por ello que
expresa su decepción cuando esta no le tiende más que la pura objetividad de un
existente brutal. «En la zona en que comienzan los peñascos y los glaciares,
escribe Jean Proal33, la montaña pierde cualquier rastro de lo que podríamos
llamar su humanidad… No es sobrehumana, es inhumana. No rechaza al
hombre, lo ignora». Rechazar es, en cierta forma, ratificar su existencia,
confirmarle en el Ser. Ignorarlo es quitarle cualquier significación, cualquier
valor, librar al absurdo total al hombre afianzado al ser en un mundo que no está
hecho para él, exponiéndole a la angustia del existente que se siente «de más» y
busca excusas.
Jean Grenier nos mostró que el hombre puede sentir un vértigo geográfico
ante «la revelación» de ciertos paisajes terrestres ante los que se siente abrumado
por su exceso, por su sobreabundancia, tal como le ocurrió al personaje que,
descubriendo el Sena a través de la ventana de su habitación, «un inmenso
espacio donde se arremolinaban los árboles, los cielos, las viñas y las iglesias»,
se deshizo en llanto «no por admiración, sino por impotencia». En la realidad
humana la vida se hace sorpresa ofreciéndose totalmente y siendo, sin embargo,
completamente inaccesible, aniquilamiento súbito de una existencia que
comprende la mediocridad de su propia vida. El mismo autor habla también de
esos espectáculos en los que, en determinadas situaciones afectivas, provocan
una atracción irresistible, un vértigo, un deseo a muerte, cuando la belleza del
paisaje o la intensidad del sol crean un vacío alrededor del hombre y le entregan
a la tentación de unirse a la nada, como ocurre en las terrazas de Capri o en la
Giralda de Sevilla34. Situaciones, sin duda alguna, extremas y que dan cierto aire
de verosimilitud humana a ciertas leyendas, demasiado utilizadas y muy
degradadas, como la antigua tradición de las Sirenas. Y, sin embargo, no
debemos olvidar esta experiencia de un «fulgor del ser», de un comienzo
absoluto del existir que hace del encuentro con la Tierra algo muy distinto a un
espectáculo banal e insignificante: una superación extasiada de la mediocridad
cotidiana, sobrevolar, una evasión a una nueva dimensión del ser, tal como
buscaban de distintas maneras los antiguos cultos orgiásticos y las religiones de
la ebriedad sagrada.

1 Kristmann Gudmundsson, Rive Bleu.


2 Novela redactada en 1913 por el escritor francés Louis Hemon que transcurre en Canadá, en el Québec
francés, y que trata de una familia que intenta establecerse en un medio rural. [N. de la T.].
3 Fauconnier, Malaisie.
4 Recientemente C. Koncewski, recordaba que «nuestros dinamismos reflexionan en sí mismos… el
mundo exterior, implicado, por así decirlo, en las fibras de nuestra sensibilidad», La sympathie…, pág. 130.
5 El Espectador, Tomo II, Madrid 1936, pág. 87.
6 Essai sur les grottes dans les cultes magico-religieux, París, 1918.
7 La terre et les rêveries du repos.
8 Un geólogo, ante el grandioso espectáculo de los cañones del Colorado, no pudo evitar evocar «el
lenguaje misterioso que mantienen en este lugar el agua y la piedra». Ese lenguaje no desvela únicamente
esa «belleza del abismo» en el sentido de una grieta abierta en el espacio. Lo que el geólogo encuentra aquí
—y el geógrafo con él— es un abismo temporal, la revelación inmediata de una inmensa duración. Un
paleografía se entreabre como un vértigo en el tiempo, en los prodigiosos amontonamientos de rocas y en
los extraordinarios movimientos tectónicos que un observador, incluso profano, puede leer en la escritura
telúrica, en las vertientes de las montañas y de los grandes valles.
9 Puy, colina volcánica [N. de la T.].
10 L’Auvergne, 1932, pág. 154.
11 Goethe, Faust, II parte, trad. Porchat, pág. 342.
12 Para algunos hombres, el agua es un elemento melancólico, triste, incluso fúnebre (cfr. Bachelard, El
agua y los sueños, pág. 119).
13 Alain, Propos aux bords de la mer.
14 Dulzura del espacio crepuscular:
Y en la soledad insensible y muda
Bajando lentamente sus luces de rama en rama
El resplandor dorado de la tarde desciende sobre el amarillo denso
Y la noche cubre con su velo los follajes nocturnos…»
Stephan Georg, Paysage I, en Le septième anneau. Trad. M. Boucher, tomo II, pág. 95.
15 Terre d’hommes, pág. 62.
16 De esta nueva geografía, la admirable colección de fotografías «Découverte aérienne du monde» es
un documento precioso.
17 Lanza del Vasto, Pelèrinage aux sources, París, 1943, pág. 243.
18 La calle de Belleville, escribe R. Garric, en Belleville, 1929, «es insidiosa, atrayente; es sombría, y
desde la callejuela más apartada, el trabajador seducido se siente obligado a volver a ella…».
19 Las Islas Británicas, págs. 231-232.
20 Essai sur la formation du paysage rural français, Tours, 1934.
21 J. de Castro, Géographie de la faim, pág. 149.
22 Stefan Georg, Paysage I, en Choix de poèmes, II, trad. M. Boucher, Paris, 1943, pág. 95.
23 Sally Salminen, Katrina,trad. del sueco por Sven Sain-Derrichen, París, 1937, pág. 9.
24 La sympathie…, 1951, pág. 155.
25 Paul Lintier, Le tube, pág. 186, citado por Jean Norton Cru, Du témoignage, París, pág. 217.
26 Carta de Guizot a su mujer, publicada por Marie Pierre en Grands esprits et nobles coeurs.
27 Méxique, terre indienne, pág. 230. La cursiva es de Dardel [N. de la T.].
28 Krismaann Gudmunsson, Rive Bleu, págs. 28-29.
29 Terre Arctique. Avec l’expédition française au Groenland, París, Grenoble, 1949, pág. 94.
30 De l’Existence à l’Existant, pág. 119.
31 Cfr. Ibíd., pág. 120.
32 Las divinidades griegas chtonianas son antiguas divinidades que contribuyeron a la formación del
Panteón griego [N de la T.].
33 Au pays du chamois, pág. 394. La cursiva es de Dardel [N. de la T.].
34 Les Îles, pág. 84
2

HISTORIA DE LA GEOGRAFÍA

Si la geografía como realidad terrestre es el «lugar» de la historia,


persistencia que atraviesa el Acontecimiento, las geografías como concepciones
del mundo circundante prestan testimonio de épocas sucesivas en que eran la
imagen admitida de la Tierra. La historia de la geografía que vamos a bosquejar
a continuación no debe confundirse ni con una historia sobre el descubrimiento
de la Tierra ni con un estudio sobre el desarrollo de la ciencia geográfica. Antes
que nada, lo que nos importa es seguir el despertar de una ciencia geográfica a
través de los distintos enfoques que se dan a la aparición del hombre sobre la faz
de la Tierra. Por lo tanto, se trata menos de períodos cronológicos que de
actitudes duraderas del espíritu humano respecto a la realidad circundante y
cotidiana, en correlación con las formas dominantes de la sensibilidad, del
pensamiento y de las creencias de una época o de una civilización. Esas
«geografías» se relacionan siempre con cierta concepción global del mundo, con
una inquietud central, con una lucha efectiva con el «fondo oscuro» de la
naturaleza circundante. Es decir, que esta historia no tiene sentido si no se ha
comprendido a la perfección que la Tierra no es un dato en bruto a considerar tal
como ella se «presenta», sino que entre el Hombre y la Tierra siempre se desliza
una interpretación, una estructura y un «horizonte» del mundo; una
«iluminación» que muestra lo real dentro de lo real, una «base» a partir de la
cual la conciencia emprende el vuelo.
1. LA GEOGRAFÍA MÍTICA

En las sociedades llamadas primitivas y, en gran parte, en las sociedades


antiguas y medievales, la unión del hombre con la Tierra ha recibido en el
contexto espacio-temporal del mundo mágico-mítico un sentido esencialmente
cualitativo. La geografía es más que una base o un elemento. Es una potencia.
De la Tierra ascienden fuerzas que atacan o protegen al hombre, que determinan
su existencia social y su propio comportamiento, que se mezclan con su vida
orgánica y psíquica de modo que es imposible separar el mundo exterior de los
hechos propiamente humanos.

A) La Tierra, en el universo mítico, es origen. Es la fuente de la vida, el lugar


de donde proceden todos los hombres y todos los seres y hacia la que guardan, a
lo largo de toda la vida, relaciones y obligaciones filiales. Podría tentarnos
pensar en este «origen» a través de nuestras categorías de anterioridad
cronológica y de causalidad. Pero sería imprudente detenerse en esta
interpretación. Los representantes de la «mitología» clásica relativos a Démeter
no son más que mitos en desuso. No es menos legítimo subrayar la antigüedad y
la universalidad de la religión Tellus Mater sobre la que han pasado los milenios
sin conseguir que se tambaleara. En la base al culto de las divinidades chtonianas
existe el sentimiento de que la Tierra está viva y es vivificante, potencia de
fertilidad y fecundidad, relacionada íntimamente con la feminidad en su función
maternal universal. El hombre, cuenta un mito australiano, está hecho de tierra.
El relato del Génesis muestra a Adán creado con lodo; la relación etimológica
conservada por la lengua latina humus humanus expresa la misma experiencia
mítica. Venir al mundo es separarse de la Tierra, pero sin romper nunca
enteramente el cordón umbilical con el que la Tierra alimenta al hombre. En este
concepto más «vivido» que concebido, la relación no es únicamente la del
pasado original, sino que es la relación siempre actual de la religio, que el culto
debe renovar a diario. Por ello, la muerte devuelve al hombre a «su casa», al
seno materno, para las nuevas generaciones.
Esta relación existencial lleva implícitos cantidad de ritos y de actitudes
mentales: «Es pecado, dice un profeta indio1, herir o cortar, desgarrar o rastrillar
a nuestra madre común para los trabajos agrícolas». El manejo de la tierra está
siempre en los confines de la celebración y del sacrilegio (cultus; culto, cultivo).
La costumbre de dar a la tumba o a la urna funeraria la forma de la casa, la
preocupación manifestada hasta nuestros días por las culturas más dispares para
hacerse enterrar en el suelo patrio, derivan de esta relación afectiva del hombre
con la Tierra.
Potencia chtoniana, presente en los lugares subterráneos en relación con la
muerte, pero también potencia procreadora siempre partícipe en los nacimientos,
reproducciones, germinaciones, la Tierra es, bajo todos los aspectos, el potencial
de vida y de alimento que transmite a los hombres su propia sustancia. Por las
semillas que maduran en su seno, por el trigo, la patata y el ñame, por el vino
que sube desde el suelo a través de la planta, por el aceite, por la miel, por los
manantiales que prodiga generosamente. Entre la Tierra y el hombre se produce
un intercambio recíproco y constante. Es necesario renovar las virtudes nutricias
y fecundadoras de la Tierra: ritos de sacrificio, animales, frutas, harina,
recargarán la Tierra en potencial de vida. Los trabajos agrícolas son rituales que
hay que fortalecer, orientados hacia una «disposición» de la Tierra a «producir».
Cultus también significa «adorno»: no basta con regar al árbol, vehículo de vida,
sino que se le adorna, se le pinta con colores vivos, se le cuelgan guirlandas. El
árbol es tratado como una persona, como a una potencia, ya que en él habita un
principio sagrado de vida.
Ya que la Tierra es la madre de todo lo viviente, de todo lo que es, un nexo
de parentesco une al hombre a todo lo que le rodea: a la humanidad, a los
animales, incluso hasta las piedras. La montaña, el valle, el bosque, no son
simplemente un marco, un «exterior», por más familiar que sean. Son el mismo
hombre. Es donde se realiza y se conoce. Existe a través de ellos: los indios
peruanos creen que proceden de las montañas y de las piedras; otros pueblos
atribuyen el origen de sus hijos a las grutas, a los manantiales, a los ríos; se cree
que cierto pantano o prado contiene gérmenes que fecundan a las mujeres
cuando los cruzan; en otros casos, son las ranas, los peces, las hierbas acuáticas
las que cobijaban a los niños antes de ser acogidos en el vientre materno. Los
griegos decían que esta intensa y viva relación de los hombres con los lugares les
hace «paisanos», «autóctonos», en su sentido más literal. El grupo humano, clan
o tribu, constituye una sola entidad con su país de origen, y, por ello, emigrar es
una ruptura profunda: un trasplante, una pérdida de sustancia.
Esta relación con la Tierra se intensifica cuando, revalorizados por el mito,
los elementos topográficos llaman la atención de una manera especial. Un
peñasco con una forma singular, un árbol de grandes dimensiones, una cueva,
actúan en esta geografía mítica como poseedores de un poder especial, como
testigos de una gran potencia. A menudo, ahí están los antepasados. En las
numerosas sociedades donde el régimen alimentario es la regla, la relación de
parentesco con los vegetales adopta una posición dominante. Según las regiones,
los hombres descienden de las plataneras, los brezos o las mimosas. Aparición
efímera de una potencia esencialmente vegetal. Al morir, regresan como semillas
al ciclo vegetal. Sobre las tumbas crece la hierba y el ciclo vuelve a empezar…
El simbolismo acuático representa un papel de suma importancia en esta
geografía mítica. En todas las religiones, las aguas intervienen como factor de
regeneración, de incremento del potencial de vida2. «Receptáculo de todos los
gérmenes, sustancia primordial de donde nacen todas las formas», las aguas
constituyen el espacio primordial, poseen el poder de «empezar», de tener
dispuestas las virtualidades, de renovar la energía vital de los seres que se
hunden en ellas. Cercana a la savia, a la sangre y a la leche, es especialmente
activa en la lluvia fecundadora. El agua se transforma con facilidad en el
símbolo por excelencia de la vida, como lo confirman las alusiones al «agua de
vida», «a la fuente de la eterna juventud», los ritos del bautismo y de lustración.
Esta importancia de las aguas en el mundo mítico ha pasado al primer plano de
las representaciones colectivas de algunos pueblos: los de Java sitúan al sur de
su país «un mar de niños»; los de Brasil «recuerdan» los tiempos en que
«todavía estaban bajo las aguas».
Está claro que en una interpretación en la que la Tierra es la sustancia
misma de la que están hechos los hombres, donde los árboles y las rocas son los
túmulos funerarios de los ancestros, donde el río, el mar, el estanque, regeneran
los seres, los hombres no pueden dedicarse a la observación de objetos
inanimados. Lo que nosotros llamamos subjetividad está transferida a las
realidades geográficas y es el hombre el que se siente y se ve objeto: produce un
juego de fuerzas que se manifiestan a su alrededor y sobre las que reacciona con
su magia y sus ritos. Incluso estados emocionales o afectivos como el miedo, los
celos o el amor, que nosotros «situamos» en la vida interior, le parecen como una
intrusión de alguna potencia difusa a su alrededor y que, desde afuera, le invade.
Y ese afuera pleno de vida y de potencia se transporta naturalmente para tener
perspectiva de sí mismo, para observarse, para tomar pie sobre un ser más fuerte,
más duradero y más «esencial» que él mismo.

B) La Tierra no es solamente origen, es presencia. La realidad humana se


actualiza como posibilidad convocada para ser por el conjunto de estas
presencias que lo rodean. La Tierra se manifiesta como actualización renovada
sin cesar, en virtud de la función eterna del mito. El mito no es, de ninguna
manera, el relato de un acontecimiento ocurrido en una fecha precisa y única. Es
absoluto, es esencia. Los diversos seres actualizan, repiten y manifiestan esta
esencia, esta realidad típica y ejemplar. Es el murmullo del mar, el resplandor del
sol, el viento, las plantas y los animales en medio de los cuales se siente
presente, quienes le aseguran su presencia efectiva. Esta actualización se
produce, a menudo, bajo la forma de un retorno periódico, ciclo del día y de la
noche, ciclo de las estaciones y de los trabajos agrarios, ciclo vegetativo y
orgánico en las plantas y en los animales. Es durante esas variaciones de aspecto
del mundo exterior, en la renovación constante de los seres y formas, que el
presente se fortalece y se transmite como en una reserva escondida de verdor y
de fuerza.
No es, pues, real que el espacio sea el efectivamente abarcado por la mirada
del hombre, espacializado por su encuentro con un paisaje que se le encara y se
presenta ante él. Así, el navío que ha «desaparecido en el horizonte…ha salido
del espacio»3. El espacio carece, pues, de realidad subsistente: se esconde donde
el hombre no puede seguirle. No es el hombre el que se hace una idea del
espacio, es el espacio el que va a su encuentro y le llama; no existe más que en
esa actualización, en ese movimiento de presentarse. Lo que no significa que
este «fuera del espacio» carezca de realidad. Un navío que surgiera del espacio
solo es irreal en nuestra geografía. Salido del espacio, todavía conserva para el
Melanesio una realidad potencial, una realidad de la voluntad que sostiene y
protege al mundo. Los «Primitivos» tienen una propensión a representar fuera
del espacio los lugares geográficos que les enseñaron los Blancos4; de esta
forma, esos lugares no poseen realidad mítica garantizada, validada por el mito y
que, a nuestros ojos, adopta algo vaporoso, irreal, hecho del material de los
sueños. El avión que los trobianos entrevieron en una revista ilustrada y que
llaman5 lili’u está hecho de esa extraña sustancia.
Por todo lo dicho, el espacio geográfico aparece siempre a la medida del
hombre: sustancial, finito, cualificado incluso en sus distancias, evaluadas con
las «medidas» que son «reales»: pasos, alcance de la flecha, jornada de camino.
Espacio fluido, difuso, que, de alguna forma, se abre ante el hombre, quien, bajo
la acción mágica, se ensancha y se relaja. En ciertos estados afectivos violentos,
el Indio o el Melanesio lanzan una flecha al cielo para someterlo a su poder:
relevada por otras flechas disparadas unas tras otras, la puntería de la primera
alcanzará su objetivo, poniendo el cielo al alcance del hombre y abriendo, ante
él, el mismo espacio.
El espacio del Primitivo, siempre mezclado con la experiencia vivida,
condensada en esos pequeños valles, esas cabañas, esos bosquecillos que atraen
su interés, se presta con dificultad a interpretaciones que, junto con la fe en
ciertas imágenes seductoras, caen dentro de una amplificación racional
irreflexiva. Ciertas alusiones del mito a los fenómenos luminosos se toman con
demasiada ligereza como equivalentes a las célebres cosmologías solares de
Egipto o de Irán. Las «hijas del día», de las que hablan ciertos mitos de Oceanía,
recurren a una simplísima imagen de mujeres, casi niñas, apareciendo en «todo
el horizonte marino con la gloria de la aurora»6. Sobrenatural, se dirá quizá, pero
de ese sobrenatural que el rostro de la Tierra ofrece «naturalmente» al hombre
cuando se deja penetrar por la magia de las formas y de la luz. Espacio
reencontrado y cantado en una situación afectiva acogedora en el color y la luz.
Aquí, la gloria es lo sobrenatural visible a través de la naturaleza, la iluminación
a través de la luz. Espacio sentido como presencia, como extensión, como rostro
de la potencia que lo habita.
La Tierra, potencia telúrica de la piedra viva y de la piedra petrificada, no se
limita a la superficie visible de las cosas. La superficie es únicamente la zona en
la que aparecen las fuerzas escondidas; la ascensión a la superficie de lo sagrado
revela una presencia difusa, siempre dispuesta a mostrarse sin entregarse. Entre
los Bambaras, Faro, poseedor de la vida y señor de la luz, está presente en los
fenómenos atmosféricos, la lluvia, el trueno, el arco iris, en cada torrente y en la
menor gota de rocío; asciende en el vapor azulado por encima de las charcas y su
cólera deseca el riachuelo7. Las formas esconden otras que pronto aparecerán:
las hierbas del río hacen nacer a los peces. En los Marind-Anim de Nueva
Guinea una fuerza misteriosa encerrada en las plantas y las piedras los
transforma en seres humanos. Formas inestables, presencias permanentes. Las
metamorfosis de los cuentos de hadas han conservado bajo una forma literaria el
recuerdo, a veces nostálgico, de ese mundo donde lo visible no es más que el
don siempre revocable de la presencia invisible.
Donde la muerte no es más que un modo de existencia, o, como mucho, un
cambio de forma o de residencia, los difuntos, los antepasados y los dioses viven
con los humanos. Los dèmas de Marind-Anim están en casi todas partes: en la
tierra, en las aguas, en el mar, de donde surgen como seres bizarros o extraños
fenómenos. En los campos de batalla donde han caído los héroes florecen rosales
y zarzarrosas. Una tradición neocaledonia cree que los difuntos viven en pueblos
submarinos; en otros lugares son las arrasadas landas, las áridas alturas las que
acogen los bailes de los divinizados muertos arrastrando en su danza hasta el
alba a toda la naturaleza que les rodea. Las cavidades de los peñascos y las
sombras del bosque son los lugares donde los hombres se sienten
inmediatamente en contacto con los invisibles. Seres angélicos o demoníacos,
elfos, trolls, djinns, pueblan las soledades desérticas, las montañas, los bosques,
las aguas. Wotan cruza con su feroz cuadrilla los huracanes nocturnos y
Dionisios arrasa con su «caza salvaje» montes y valles.
Son todas esas presencias las que viven y dan alma a la geografía mítica;
presencias dispersas a través del espacio y detrás de él, que alteran toda
profundidad emotiva y afectiva del hombre para que cada amanecer sea una
victoria sobre las tinieblas y el destello de cada estrella un guiño que le hace el
mundo. Nada es indiferente o extraño. Todo le dice algo. Un relámpago, un arco
iris, una tempestad, son presagios, una advertencia, un lenguaje cifrado. El
mismo espacio es una potencia que adopta todo su valor numinoso en el desierto
o en la estepa y el arquitecto los utilizará para rodear los santuarios de majestad
y de silencio.

C) Examinando la Tierra como origen y como presencia no hemos podido


evitar hacer alusión a un tercer carácter de la geografía mítica. Una realidad
geográfica repleta de poder sobrenatural requiere una actitud temerosa y
respetuosa, una creencia y una inquietud «metafísica». Los Primitivos, los
ancianos, los Orientales, no han tenido jamás, respecto a la Tierra, el desapego
objetivo de los modernos, ni su desprecio técnico por una realidad que no sería
más que materia y materiales. Estar tendido, yacer, es, para la Tierra, ejercer un
poder de distancia o acercamiento, desplegar las distancias como un rechazo o
un don. Una dirección es un poder que va por delante del hombre para dirigirlo,
para «orientarle»; un poder que puede disimularse, mezclándose o
escondiéndose. Habitar la Tierra, recorrerla, plantar y construir es tratarla como a
un poder al que se debe honrar: cada uno de esos actos es una celebración, un
reconocimiento del vínculo sagrado que une a los seres de la Tierra, de las aguas
o del aire. En un sentido completamente etimológico, la Tierra debe ser
«contemplada». Resulta imposible distinguir aquí lo que llamaríamos la esfera
propiamente geográfica del mundo y su esfera cosmográfica. El sol, la luna, las
estrellas, forman parte de la realidad geográfica, del paisaje circundante. Para los
Indios Cora, las estrellas son «flores que se abren». Los negros del Togo admiten
que cada aldea tiene «su propio sol». A veces, las estrechas relaciones unen
fenómenos que nosotros atribuimos a aspectos completamente distintos: el
mismo poder se manifiesta en las fases lunares, en las apariciones y
desapariciones de peces en el agua, en el cambiante brillo de la perla. Llevar
encima el símbolo del sol es asegurarse una parte del poder cósmico del astro.
En la base de la geografía de los «Primitivos» hay, pues, un comportamiento
religioso, y es a través de este valor sagrado como se manifiestan los «hechos»
geográficos. Ningún hecho puede invalidar jamás la interpretación mítica, pues
solo lo que es garantizado por el mito se transforma en legítimamente real.
Lo que quiere decir que algunos hechos que nosotros consideramos reales
no lo son, necesariamente, para una geografía mítica. La realidad geográfica
presenta lagunas, zonas de «silencio» que escapan a la atención del hombre y
que «no le dicen nada». Existen, lo hemos visto, «regiones» cargadas de valor
negativo, tierras maléficas libradas al desorden y a las fuerzas impuras. Hay, en
fin, regiones donde se condensa y se manifiesta con insistencia lo sagrado.
Montañas sagradas como el Fuji-Yama, el monte Garizim o el Olimpo; bosques
poblados de poder, como los de Irlanda, Galia o Germania; ríos llenos de poder
purificante como el Ganges o el Nilo. El complejo sagrado-maldito, siempre
inestable y reversible, mantiene sobre estas delimitaciones una incertidumbre
innata: el «mundo» salvaje y desencadenado puede siempre invadir el «mundo»
ordenado y cultivado. A veces, el hombre, con gran dificultad, defiende su
reducido dominio de los poderes del bosque y de la sabana con las armas de la
magia. Y aún más, la esfera maldita es objeto de ritos y hechizos que no difieren
en mucho de los ritos religiosos propiamente dichos y la zona arrancada al caos
esconde aún fuerzas y lugares capaces de comportarse como enemigos del grupo
y de sus dioses.
Sin embargo, no deberíamos concluir que todo es impreciso e
indeterminado en este espacio imbuido de poder. El poder está unido a
elementos perfectamente localizados en el territorio y puede manifestarse en
cualquier momento. El héroe-caballero Yvain, derramando agua en un peñasco
en el bosque de Brocelandia, hace estallar el trueno y derramarse la lluvia. Las
encinas sagradas de Dodona, de Geismar o de Uppsala son unos árboles bien
definidos. Los tótems, dice Elkin, «son siempre locales», unidos a un área bien
definida del territorio de la tribu»8. Estos lugares, desde luego, no son
divinidades en sí mismas, pero es ahí donde «tiene lugar» la hierofanía y algo de
ella permanece, una especie de carga mágica o de emanación mítica. Por ello se
dirigen rezos a los lugares consagrados. En Nueva Caledonia la oración dirigida
a los lugares precede a la oración a los antepasados, pues pertenece a una forma
más antigua de religión, la de los tótems. El tótem está ligado a los «centros
totémicos», lugares frecuentados por la especie «totémica», lugares
«reservados», sagrados.
Cada «medio» sagrado tiene naturalmente su resonancia numinosa propia:
existen las aguas sagradas y el medio forestal sagrado; la montaña es un
«dominio» sagrado que tiene afinidades con las ideas de ascensión, de altura, de
soledad. La consistencia alcanza al modo de ser absoluto en la piedra, las peñas,
las escarpaduras: «Ante todo, la piedra “es”9»; ella es el existente por excelencia,
la que resiste y subsiste, la que impacta y soporta. Es una cualidad directamente
probada y a la que tienden todos los seres a través del endurecimiento. La piedra
es un acontecimiento en ella misma y una posibilidad para los demás seres.
Algunos idiomas tienen un verbo significativo: «hacerse de piedra». La piedra
tiene un significado que supera la definición mineralógica que conocemos. Y
procede de algo en concreto: para los Aranda de Australia, las piedras son los
ancestros visibles en el territorio de los descendientes, signos sensibles de una
perpetuidad de la que los «vivos» no son más que la significación «actual». Así,
esas piedras y esas rocas son los mismos mitos incorporados al terruño, donde la
dureza (durus) no es más que la dureza tangible. Lo que nos parece lo más
alejado de la vida contiene y manifiesta, sin embargo, una presencia viva.

D) La Tierra es el gran principio de unidad del grupo, clan o tribu, la forma y


la condición del hombre como estar-con. Es el marco natal de la comunidad, un
cierto país, un cielo, lugares salvajes y tierras cultivadas; a menudo, el único
«mundo» «conocido»; casi siempre, el único «reconocido», el único «válido», el
único «auténtico». Pero es mucho más todavía: el país de los antepasados y de
los dioses, la «Tierra» repleta de su sustancia y de su poder, «la patria» en el
sentido original del término. Es de la Tierra de donde son extraídos los miembros
del grupo, la arcilla con la que están hechos. Finalmente, es la propia
comunidad, vivida y comprendida como comunidad en su forma perdurable y
fundamental.
En el mundo mítico donde el individuo carece de «existencia», donde el ser
individual no es más que parte de un todo, miembro de un clan, depositario de
una función, la Tierra es la base de la colectividad, el soporte concreto de la
esencia permanente e invisible representada en el grupo de vivos. El vínculo
entre el grupo y la Tierra se renueva a diario por el flujo de vida que va de los
hombres a las tierras, a las plantas y a los animales y que regresa, luego, a la
comunidad. Una misma corriente de vida circulando entre la sociedad y la
«naturaleza», del hombre a la sustancia, la materia, la misma esencia de la
realidad geográfica. Más tarde, quedará el recuerdo persistente de esta unidad de
sustancia y vida, toda la fuerza que se atribuye todavía en la tragedia griega a los
términos «raza» y «sangre». En estas nociones sobrevive una estrecha relación
con la Tierra. Pues «raza» no es únicamente la permanencia humana a lo largo
de un linaje, es la fidelidad al vínculo terrestre, recuerdo a menudo demostrado
por un emblema y por el nombre; es la transmisión de esta misma savia llegada
de la misma Tierra10, renovada por el trigo, el vino o el aceite arrojados en el
terruño.
Esta fuerza de cohesión que la Tierra transmite a la comunidad humana se
ejerce con una intensidad y una amplitud particulares en y por la relación
totémica. Ya sea un canguro, un tiburón o un cocotero o, más modestamente, una
oruga, gusano o hierba, el tótem está, por una parte, vinculado al centro
totémico, centro local del que participa estrechamente, y, por otra, al grupo
social, emanación de la especie totémica. El mito asegura y garantiza este
parentesco. Para los Aruntas, los canguros son auténticos miembros de sus
clanes. Para los Papúes de Dobou, es humano, tomot, lo que procede de la misma
unidad «geográfica», lo que participa del suelo, del cielo, de la atmósfera mítica
de la isla. A los Blancos, ya que no proceden de la misma geografía, se les
excluye de esta categoría. Sin embargo, el término tomot se aplica con toda
naturalidad a los yams, tubérculos de los que se nutren los isleños. No existen las
barreras que nosotros levantamos entre vegetales y humanos: los yams son
personas a las que se habla, «que se pasean por las noches con sus tallos y sus
tubérculos». Forman hasta tal punto parte del mismo orden de existencia que los
Papúes creen que, trasplantados, se negarán a germinar y desarrollarse. Los
Blancos, al contrario, vienen de otro «mundo» a los que los indígenas no pueden
aplicar ni sus categorías ni su vocabulario. Por la misma razón, los Esquimales
consideran a los Blancos como otros, como irreductibles a sus costumbres
mentales, por esta razón y porque no tienen nada en común con la Tierra, el
clima, el mar, los ancestros míticos que constituyen su «mundo»11. La llegada de
los europeos a Oceanía fue literalmente interpretada como la intrusión de «otro
mundo» en su propio horizonte: esos hombres escapaban a todas las cualidades y
valores habituales concebibles, y fueron considerados como aparecidos.
Esta relación fundamental del grupo social con su «geografía» bajo forma
de participación, de circulación de vida, de celebraciones, es mantenida y
fortalecida con ceremonias y fiestas. Esas acciones sagradas, a menudo
celebradas en los «centros totémicos» locales, pretenden facilitar el crecimiento
y la reproducción de las especies totémicas. Indirectamente, puesto que la
naturaleza está viva y que esté viva no es evidente, sino que la regularidad de sus
manifestaciones depende de operaciones mágico-religiosas, la naturaleza y el
grupo humano proceden de la misma unidad vital y se requiere de la celebración
colectiva para que la Tierra conserve su poder, sus cosechas mejoren y los
hombres se perpetúen. Pero, a fin de cuentas, esas ceremonias que hacen ser a la
naturaleza circundante y mantienen la vida, que aseguran el regreso de la lluvia,
de las estaciones, de los alimentos, están englobadas en una interpretación mítica
del mundo. La Tierra no es ese hecho tan crudo de algo que existe por sí mismo;
los ríos, las montañas, las piedras, los árboles no son productos que rijan
«naturalmente» el mundo. Todo lo que existe, no existe a menos que sea
fundado. La realidad del río, de la montaña, de la Tierra, no es una realidad
subsistente, sino validada, instituida; y es el mito quien valida y funda la
realidad. Y ése es, según nos parece, el auténtico sentido de esos «mitos de
creación» o «mitos axiológicos» tan imprudentemente invocados por unos, tan
denigrados, en nuestros días, por muchos autores. Es temerario considerar esas
«cosmogonías», aunque a menudo parezcan ceder a una suerte de narración
cronológica, como «cuentos» o incluso como «génesis». En la medida en que
esos mitos se tomen por «cuentos» nos encontraremos frente a mitos
degenerados, leyendas: traicionan, en efecto, un cierto trabajo de intelección, de
explicación por la vía histórica. De hecho, los mitos de creación, como todos los
mitos, envuelven la realidad sensible y la validan. Son más bien los mitos de
«fundación», por los cuales la presencia de «esta» montaña, de «esas» islas, de
«ese» río está garantizada. Se trata de una especie de «ontología» ingenua;
justificación para la «institución» mítica expresada simbólicamente por la noción
de «origen»; justificación en segundo grado por el rito, validado, él mismo, por
la palabra del mito. Esta fundación no es, en realidad, un acontecimiento
rechazado en un pasado muy lejano; es continua y es actual. Para encontrarle un
fiador en nuestra mentalidad de Modernos, debería invocarse uno de los grandes
«principios» que «sostienen» el mundo, la ley de gravitación universal o, quizás,
el principio de conservación de la materia.
Es fácil verificarlo para realidades bien determinadas. Así, entre los Dobu,
«un peñasco submarino movedizo llamado Nuakekepaki es todavía terrible y
provoca que se hundan canoas en alta mar». El mito nos cuenta que
Nuakekepaki es un «hombre-peñasco» de mar adentro que «a fin de pagar a los
hombres de Tierra firme una mujer que les había quitado, hacía naufragar las
canoas para apoderarse de los objetos preciosos que contenían». Hoy,
habiéndose adoptado la costumbre, sigue con la misma estratagema, aunque ya
no se trate de la célebre deuda12. Es también el mito quien fija los lugares
consagrados a las ceremonias, los lugares totémicos. En virtud del mismo
proceso, son los mitos los que han revelado los emplazamientos secretos donde
viven los espíritus ancestrales y de donde, con los ritos apropiados, les harán
salir para que entren en las especies animales provocando su multiplicación. Los
Australianos del noroeste sitúan en la Pointe Birdinapa muchos centros de
multiplicación de animales y es ahí, en la fecha indicada, donde la ceremonia
«enseña» a la especie cómo podrá ser abundante. Un cántico hace alusión al
origen mítico de la ceremonia.
Así pues, la realidad geográfica encuentra su validez en una «institución»
que la saca del «fondo oscuro», elemento primordial, «agua primitiva» como lo
admiten numerosos pueblos. En cambio, la peña o el manantial confirman cada
día con su presencia esta «legitimación» original, esta «autorización» mítica sin
la que no serían nada y en la que los ritos deben repetirse de vez en cuando. De
esta forma, el ciclo así cerrado va del mito fundador a la realidad fundada y de la
realidad visible a sus apoyos invisibles. Es la razón por la que un árbol o una ola
no pueden nunca transformarse en elementos unidos al hombre por una simple
relación de conocimiento; son siempre seres con los cuales participa afectiva y
colectivamente, como manifestaciones de la potencia de vida dispersa a su
alrededor. Cuando el mito se transforme simplemente en fábula y el patético
literato prolongue las líneas de la creencia, los hombres continuarán viendo en
las olas y en los árboles algo más que «objetos». Pero pronto llegará «la muerte
del gran Pan» y no quedará de esas presencias (retozos de las Nereidas en la
superficie de las aguas, voces apagadas de las Driadas entre el murmullo de las
hojas) más que las danzas ligeras de la bruma en el silencio del bosque o el
latido de la ola sobre la arena. Pero mucho tiempo después, para muchas
imaginaciones, las soledades salvajes del bosque, los montes arrasados y las
landas servirán de refugio a las «noches de Walpurgis», a «aquelarres de brujas»
que la leyenda preservará, con la secreta complicidad de nuestra imaginación,
del implacable rasero científico.

E) El espacio geográfico mítico no conlleva ninguno de los puntos de


referencia objetivos, ninguna línea ideal y convencional a partir de la cual se
cuenten las distancias y fijen las direcciones. Por ello, todos los observadores
están de acuerdo en reconocer a los Primitivos, incluso a los más bastos, un
notable sentido de orientación que actúa como un instinto y que les permite
reencontrarse, sin duda alguna, en la selva o en el bosque. La preocupación por
el alejamiento o la dirección representa un importante papel en su vida. Pero las
diferenciaciones, las delimitaciones, dependen, como el mismo espacio, de una
apreciación cualitativa donde nuestras medidas y nuestros cálculos operando en
un espacio homogéneo son reemplazados por una evaluación de fuerzas, de
poderes, de diferencias concretas; por una valoración jerarquizada de las
«partes» del espacio. Incluso el tamaño o la altura, que objetivamos sin
dificultad, son vividas, sentidas, más que evaluadas objetivamente. Una montaña
alta manifiesta una disposición a «dominar», una presencia solitaria. Una vasta
llanura es un vacío que se hace, una superficie en potencia, una vocación de
movimiento o un poder de desolación.
Sin embargo, este espacio mítico no es la confusión total de los lugares, de
las regiones. Conlleva señales seguras, centros de referencias, puntos de salida
que no engañan. Esta estructura no tiene, por supuesto, nada que ver con las
líneas y las zonas de nuestra geografía. Se trata de una estructura mítica, es decir,
cualitativa; se distingue entre espacios «fuertes» o sagrados y espacios «débiles»
o sin importancia; lugares señalados, santificados, árboles, rocas, pantanos,
montañas y regiones indiferentes, «profanas». Una jerarquía de valores
espaciales, una organización a partir de un «centro» al que se regresa siempre y
con el que uno se «orienta». Y, aquí, la experiencia sagrada es inseparable de una
aprehensión estética, como nos lo recuerda el complejo significado de las
palabras cosmos y mundus13.
Este espacio flexible y gradual aparece ya en el pequeño pueblo, con su
horizonte mítico y local. Y se condensa en las casas y los cultivos y aún más en
el altar, centro de ese pequeño mundo y punto de anclaje del clan sobre la tierra:
lugar de encuentro de ancestros y vivos, del tótem y de sus descendientes. A su
lado se levanta la cabaña del clan; más allá, se encuentra el «fondo del país». A
su alrededor se distribuyen las cabañas y las plantaciones, pero más lejos, fuera
de los espacios familiares, el horizonte se nubla: allá se extiende la región de los
espíritus, la zona salvaje donde no es prudente aventurarse. El país mítico no
conforma un área continua, sino un «conjunto heterogéneo de lugares animados
por grupos humanos»14 que el altar «mantiene unidos». El altar cimenta en un
todo coherente el complejo topográfico. Para él, tótems y ancestros gobiernan el
país y sus habitantes. Es donde se revela el misterio de la vida cósmica, se
preparan las estaciones, los campos fértiles y la fecundidad de los rebaños.
Donde se perpetúa la raza. De él, la geografía recibe su estabilidad, su unidad, su
vida. La disposición de los habitáculos, alamedas y plazas no hace más que
inscribir en el suelo, renovada en ritos, la palabra del mito.
El «centro» mítico ha quedado profundamente grabado en el suelo,
sobreviviendo al declive de los ritos y las creencias. En las culturas más
evolucionadas de Asia y Europa tuvo más amplitud, más prestigio, pero
acreditará durante largo tiempo la importancia que los hombres concedían a
ciertos lugares privilegiados. El «centro del mundo» es, a menudo, una montaña
sagrada donde se encuentran unidos por un mismo eje, axis mundi, la «puerta del
cielo», «el ombligo de la Tierra» o la «entrada a los Infiernos». Podríamos citar
muchos ejemplos: entre los indios, el «mundus» o centro del mundo es el monte
Méru, por encima del cual brilla la estrella polar. La montaña persa Harabérézaïti
(Elburz) es el centro de la Tierra; en Palestina, el monte Gérizim recibe el
nombre de «ombligo del mundo» y el Templo de Jerusalén estaba construido
sobre una roca que, decían, escondía la boca del lehom donde rugían las aguas
subterráneas. A menudo, el centro del mundo es un santuario o una ciudad santa.
Babilonia es Bâb-ilâni, «la puerta de los dioses», la puerta del cielo, y se levanta
sobre Bâb-apsi, la «puerta de apsu», la puerta del mundo inferior donde reinan
las fuerzas chtonianas. Inútil recordar cómo alguno de esos lugares, la Acrópolis,
el Capitolio, Delfos, Olimpia, han conseguido por medio de santuarios
prestigiosos esta función de «centros», orientando y calificando su entorno. Allí
se empezaban a contar las distancias y hacia allí acudían los peregrinos, los
fieles. Esta tradición continuará durante la Edad Media, «orientando» las
mezquitas y las iglesias hacia La Meca o Jerusalén y, a su vez, transformándose
estos «centros» de la geografía mítica en hogares o factores de cultura.
La valorización mítica del espacio condiciona las divisiones geográficas. La
finca germánica, lugar habitado y familiar, está enclavada en las zonas
pantanosas, en los brezales y bosques donde reinan poderes peligrosos. El
Nuevo-Caledonio distingue una naturaleza que reverdece, fértil y fácil para los
vivos, y una zona árida o boscosa, donde los huecos de las rocas y los troncos
vacíos reciben el bao, el cadáver-dios; más lejos, las crestas de las montañas,
donde los árboles perfilan sus curiosas formas, ofrecen asilo a los dioses errantes
y a los muertos anónimos15. Así pues, en todos los pueblos existen dos tipos de
espacios, dependiendo de dos cosmogonías distintas: un mundo circundante
donde se manifiesta la presencia y el trabajo del hombre, regiones pobladas,
tierras cultivadas, ríos navegables, mares frecuentados, montañas accesibles; y
un mundo inquietante, superficie desértica, tierra salvaje, mar desconocido,
donde nadie ha penetrado. En plena civilización helénica, mientras el genio
moderador de los Griegos rechazaba la violencia orgiástica de los cultos tracios,
Laconia todavía tenía sus lugares hechizados: en el monte Tagete, las Bacantes o
lemai se dejaban arrastrar en su locura sagrada. Así, el cosmos, el orden
cósmico, el espacio humanizado, es una tierra «fundada» en el doble sentido que
ha sido creada, que ha sido ordenada y unida por potencias superiores y, por otra
parte, es un arquetipo extraterrestre, un fiador que existe a un nivel cósmico
superior16. Por consiguiente, el Tigris encuentra su modelo en la estrella Anuntt
y el Eúfrates en la estrella de la Golondrina. En cambio, las soledades pobladas
de monstruos pertenecen a un espacio indiferenciado, no fundado, esencialmente
impuro y desordenado; su modelo mítico es el Caos. Esta cosmología está
particularmente bien diseñada entre los Bambaras. La tierra produce por sí
misma los tomates indígenas o ngoyo, asimilados a la sangre, antes incluso de
ser cultivada para alimentar a los hombres. Contienen el embrión del que Faro,
principio de la lluvia chorreante y fecunda, se sirve para transfundir a las
mujeres su poder generador. Más allá se extiende el dominio de Mousso Koroni,
turbulento señor de la noche, del desorden y de la brujería. En esta mitología, la
Tierra aparece, por sí misma, como una fuerza desatada, como una sustancia
impura, que la magia del hombre debe domar o controlar. Llevar zapatos,
calzarse, deriva míticamente de esta impureza original. Cada golpe de azada
representa una herida hecha a esta Tierra, un acto de purificación. Por este honor
concedido a Faro, los campos cultivados no incurren en la impureza telúrica.
Esta idea de que el cultivo repara los desórdenes del principio de la impureza
parece pertenecer a una antiquísima clase de creencias. El mismo concepto de la
impureza de la tierra virgen lo encontramos entre los Dogons17. En la mitología
órfica, los hombres, nacidos de las cenizas de los Titanes, seres impuros, deben,
antes de cualquier iniciación, purificarse de ese elemento titánico, malo y
mancillado, para no conservar más que el elemento superior, dionisíaco. Y la
alusión se aclara si se recuerda que los Titanes son, simplemente, los hijos de
Gaia, la Tierra. De esta manera, el culto aparece como medio para proteger el
espacio ordenado contra las incursiones demoníacas, «inmundas»: de ahí esas
cercas, más mágicas que reales, de las que se rodean numerosas ciudades18, este
seto y este no man’s land con el que los campesinos de la Guinea francesa
envuelven el bosque sagrado situado junto a cada aldea. Desde luego, existen
otros principios de «determinación» regional del espacio, además de la
distinción de grados y de valores relativos a lo «sagrado». Solamente vamos a
exponer uno entre ellos, tan importante como generalizado: el que enfrenta el
dominio femenino al dominio masculino. En gran cantidad de pueblos, la
distinción aparece inscrita en el paisaje y en la disposición del asentamiento.
Hay alamedas plantadas con árboles de «naturaleza» femenina y alamedas donde
se erigen las esencias masculinas. El elemento seco, las rocas, la madera seca, la
estación seca conforman el dominio masculino; el elemento húmedo, las plantas
embebidas en agua, los manantiales, las lluvias, se relacionan con la feminidad.
Los Dayaks de Borneo relacionan a la mujer con la serpiente de agua,
manifestación del poder del agua primitiva, de la Luna unida por sus reflejos al
dominio acuático, del árbol de la vida; al hombre se le relaciona con el
rinoceronte, el halcón, el sol, manifestación del poder del mundo superior. En
Nueva Caledonia, donde la oposición seco-húmedo recupera la oposición
hembra-macho, se utilizan, al inicio de la estación seca, dos taros, plantas
femeninas para esconder la magia del sol y provocar nubes y lluvia19. Entre los
Trobiands, los hombres gozan de un papel preponderante en la horticultura que
tiene lugar de mayo a septiembre, época en que soplan los vientos alisios del
nordeste que traen la sequía y el calor, mientras que las mujeres trabajan de
diciembre a febrero, cuando el monzón del nordeste trae tiempo fresco y
lluvias20. Estos ejemplos, que podrían fácilmente multiplicarse, muestran que el
hombre primitivo proyecta a su alrededor, de diferentes maneras, esta noción de
dos principios opuestos y complementarios que experimenta en su vida
cotidiana, psíquica y social, y cuya colaboración o antagonismo condicionan la
corriente de vida que anima y sostiene a todos los seres. Todo ello muestra
claramente que, en un espacio mítico, es su propio ser, su alma, lo que el hombre
encuentra ante sí, en los árboles, en los animales, en los astros. Y algo ha
quedado en los cuentos de hadas, donde ciertos personajes, ogros, princesas,
tienen su alma escondida en alguna parte, en un rincón del bosque, o en forma de
pez, o de pájaro.
En la geografía mítica, la Tierra es, como decía, una relación que, vista
desde nuestro objetivado universo moderno, aparece como una adherencia total
y absoluta: sueño y vértigo, en disociación; en ella, el hombre se abandona y se
confía. «El animismo» que percibimos nunca es querido ni buscado: es
espontáneo, como en los niños. El sol, los árboles, las «cosas» están vivas; el
hombre admite espontáneamente que las cosas «no están siempre ahí», sino que
van y vienen según uno se acerque o se aleje. Esta geografía no puede disolverse
por ella misma, puesto que el mito, siempre situado bajo todas las cosas para
cimentarlas, es precisamente lo que hace aparecer la realidad como realidad, y la
realidad confirma siempre el «fundamento» mítico.
Para que se rompa ese círculo cerrado será necesario que un gran impacto
sacuda los principios «fundamentales» del mito fundador, que un «desencanto»,
en el sentido estricto de la palabra, disipe el «encanto», que una «palabra»
aparezca para volver a interpretar la palabra del mito y la escritura de la Tierra,
de forma que esta «escritura» conlleve una nueva lectura. Es lo que ocurre
cuando el mito es sustituido por una Profecía que da a la Tierra un significado
distinto, solidario con una Historia. Es también lo que sucede cuando la
geografía mítica, que es, en esencia, representación colectiva, podríamos decir
que genérica, dependiendo de la comunidad de tradición, de raza y de sangre, es
quebrantada por una audacia individual, un ideal de aventura y de
descubrimiento, enraizada, en primer lugar, en el culto a los héroes, a los
superhombres, antes de lanzarse a los viajes y exploraciones exigiendo energía,
coraje y heroísmo en el sentido moderno de la palabra. Finalmente, de alguna
forma, el mito ha incubado otra «palabra», Logos, que, bajo una forma sobre
todo dialéctica, por el juego de preguntas y respuestas en busca de un sentido, de
un principio, de un universo, someterá a la Tierra a las exigencias de una verdad
segura, objetiva, universal. Estas tres actitudes distintas, que las circunstancias
de la historia, a veces, mezclarán, tienen en común una cierta distancia tomada
por el hombre respecto a la Tierra, una cierta liberación del hombre respecto a lo
terrestre y, a menudo, una superioridad confesa o implícita del hombre sobre las
realidades exteriores de su entorno. Es por ese proceso de disgregación por el
que hay que indagar.
2. LA TIERRA EN LA INTERPRETACIÓN PROFÉTICA

Las relaciones del hombre y de la Tierra han sido trastornadas por las
grandes concepciones proféticas. En la doctrina persa de Zoroastro podemos ya
apreciar que la verdad sobre el mundo es una revelación que el Reformador ha
recibido para que se comunique a los hombres. Ahura Maz-da es claramente
presentado como el creador del mundo: «¿Quién asegura la solidez de la Tierra y
del espacio para que no caigan? ¿Quién es el creador de las aguas y de las
plantas? ¿Quién ha dado su velocidad a los vientos y a las nubes? ¿Quién fue el
benéfico creador de la luz y de las tinieblas?». Es cierto que de los antiguos
fondos religiosos de los persas subsisten divinidades, los Amesha spenta, que
presiden las «regiones» de la naturaleza: el ganado, el fuego, los metales, la
tierra, el agua, las plantas. Anahita, diosa del agua y de la fecundidad, conserva
un carácter claramente naturalista, como puede apreciarse en el himno que le es
consagrado: «Ella tiene mil bahías, mil afluentes y cada una de esas bahías y
cada uno de esos afluentes requiere cuarenta días para ser recorridos por un buen
jinete y la desembocadura de uno de esos ríos se extiende sobre cada una de las
siete partes de la tierra…». Pero estas potencias están claramente subordinadas al
señor del universo, Ahura-Mazda. En cuanto a las potencias malignas, el
invierno, la serpiente, las tinieblas, los astros malvados, se degradan al rango de
demonios. Pero, ante todo, la mitología persa tiene un sentido netamente ético y
escatológico. La tierra, las aguas, la vegetación, el ganado, forman parte del
inmenso combate que enfrenta en el mundo entero el bien al mal, hasta el triunfo
final de la luz sobre las tinieblas.
Pero es en la profecía bíblica donde debe buscarse la interpretación mejor
pergeñada de la historia del mundo, también la más importante, ya que del
pueblo hebreo se transmite al Judaísmo, al Cristianismo y, en cierta medida, al
Islamismo.
Respecto al mundo mítico, la posición monoteísta y profética es una
revolución. La exigencia interna de la revelación bíblica hace volar por los aires
los marcos de la experiencia y de la concepción míticas del mundo; rompe el
vínculo orgánico entre el hombre y la Tierra, ese vínculo que el hombre, incluso
cuando lo recupera como potencia nutricial y protectora, busca instintivamente
en el pasado, dirigiéndose a los ancestros de los que prolonga la existencia, a la
madre y tíos maternos, depositarios y garantes del flujo vital que lleva en él. Ella
cambia de arriba abajo el significado de la realidad terrestre para el hombre
presente; por último, la jerarquía de valores es derrocada, de tal forma que es el
hombre, en lugar de ser simplemente una forma pasajera, el que ahora domina la
Tierra que, como realidad circundante, ha sido destituida de su papel original; ha
dejado de ser experimentada como una presencia y, por ello, ha perdido su
«alma»; en una palabra, ha sido desa- cralizada, dispuesta, a partir de ahora, a ser
un concepto objetivo y material por parte del hombre.
La Tierra no es origen; no está al principio de la vida y del Ser. Es una obra,
una creación. Por ella misma, no es más que esa sustancia «informe y vacía» del
Caos, «abismo» y «tinieblas», espacio ante el espacio. Antes que «la superficie»
separe las cosas y haga aparecer un espacio, solo «el espíritu de Dios se movía
por encima de las aguas». Esta visión no tiene el sentido de una «historia» del
mundo si nos referimos a un conocimiento del pasado original; está proyectada
hacia el futuro, es profética. Entra en un propósito del Creador, en una Historia,
es decir, en la realización de un sentimiento considerado como fin. La Tierra está
hecha para recibir el verdor, los árboles, «los grandes peces y todos los animales
vivos» y, al fin, al hombre. La Tierra procede del Creador. Está fuera de él y por
debajo de él. La Tierra es en perspectiva de algo. A través de ella, algo debe
cumplirse.
La gran conmoción que se opera en la realidad geográfica, bajo el efecto de
las profecías, del anuncio, de la promesa, es la temporalización de la Tierra y del
espacio concreto. Los conceptos de creación, encarnación, apostolado, anuncian
la llegada de una nueva era; la profecía relativa a los «nuevos cielos» y a «una
nueva tierra» desvían a la Tierra hacia una dirección temporal que atraviesa el
ciclo del eterno regreso de las estaciones, de las vidas y de los siglos. Un
«futuro» sale al encuentro de la Tierra, como realidad actual, y hace del suelo,
del país, del Umwell, el lugar de una historia, de una espera.
El hombre, pues, no puede esperar nada de la Tierra por ella misma. No
puede obtener de ella ninguna verdad esencial. No ha salido de la Tierra, ha sido
«formado con el polvo de la Tierra», pero ha sido «el aliento de Dios» el que le
ha transformado en un ser vivo. Y volverá al polvo de donde fue creado. Pero
Dios le reserva otro destino. Es polvo, pero en la medida en que le basta su
existencia según la Tierra, en la que él se sitúa apartándose del propósito de Dios
de crearlo «a su semejanza», predestinándole a una vida futura. En la medida en
que la Tierra es tomada como valor absoluto en que se separa de la Historia de la
que forma parte, se hace opaca, vana y desesperante. «El sol se levanta, el sol se
pone. Suspira desde el lugar donde se levanta de nuevo. El viento se dirige hacia
el mediodía, regresa hacia el norte reemprendiendo, una y otra vez, las mismas
circunstancias. Todos los ríos van al mar y el mar no se llena; continúan yendo al
lugar donde se dirigían… Lo que ha sido es lo que será y lo que ha ocurrido es lo
que ocurrirá, no hay nada nuevo bajo el sol…» (Eccl. I, 5, vrs). Hoy en día, ese
mundo en que la Tierra es la única preocupación y el único interés, donde todo
regresa y nada ocurre, es un «mundo absurdo», un mundo en que, según el
lenguaje bíblico, «todo es vanidad».
Pero esa misma estancia terrestre cobra un aspecto completamente distinto
cuando se contempla a través del propósito que Dios ha revelado a los creyentes.
No existe presencia; no tiene nada que decir a los hombres, no tiene alma ni
valor absoluto. Solamente se presenta y manifiesta a través de Dios. Entonces se
aparta de la belleza, de la verdad, de la armonía profunda de la Tierra, cuando
toda la creación canta la gloria del Creador. «Que los cielos se alegren y que la
Tierra esté en la alegría, que el mar resuene con todo lo que le habita, que el
campo celebre todo lo que contiene, que todos los árboles de los bosques griten
su alborozo delante del Ser Eterno» (Slm. 96, 11-12). Las colinas de la Tierra,
las aguas del mar, los bosques y las llanuras no son más que «presencias» o
«potencias». Ya no son «seres», todavía no son ni «cosas»; son «dones», señales,
testigos. Una simbología poética y musical se dirige a quien sabe ver y entender,
a quien escucha, incluso en el silencio de la noche y la soledad del desierto, la
Palabra pronunciada sobre el mundo por la voz de los profetas y de los
apóstoles. Los lugares «marcados» por Yahvé, el monte Sinaí, la montaña de
Sión, el Jordán, la «Tierra prometida», no tienen, por sí mismos, valor sagrado.
Son únicamente los lugares de una «historia», los lugares donde algo se anuncia.
Pero todo en la naturaleza puede poner al descubierto el interés que el Eterno
presta a su creación, transparentándose en los fenómenos exteriores el poder de
Dios; nos lo atestigua el grandioso himno del salmo 104: «Te envuelves de luz
como con un manto, y extiendes los cielos como con una cortina. Cimientas tu
habitación sobre las aguas, pones las nubes en tu carroza, cabalgas sobre las alas
del viento.» Nada puede relacionar esta glorificación con el panteísmo, al
contrario: la Revelación se presenta como la afirmación vigorosa del
monoteísmo, como una purificación del espacio.
En una lectura del mundo exterior según el tiempo, la Tierra aparece como
una realidad temporal y, de alguna forma, precaria, fundada en una voluntad
creadora, aclarada en el futuro, situada en una espera, sobrepasada por su
duración provisional, por la eternidad de Dios, limitada por otro espacio que
recupera la noción de los «Cielos», opuestos a la Tierra. Es en esta atmósfera de
la profecía bíblica donde la palabra «terrestre» adquiere pleno significado
respecto a celeste, realidad sustraída a las dimensiones y a las limitaciones de
todos los órdenes del espacio terrestre.
Aunque no despejemos aquí los conceptos objetivos y abstractos de los
Modernos respecto al espacio, no puede menos que considerarse que el espacio,
en la interpretación profética, está dispuesto para un conocimiento de este tipo.
Se asiste a una auténtica espacialización del espacio en el sentido de que, el
espacio, liberado de sus amplificaciones míticas, contemplado como una
superficie, como un mundo desplegado, se ensancha también hasta el infinito del
que toma su unidad como elemento de unificación de todos los existentes,
transformándose en símbolo de la universalidad del mundo en Dios. En este
universo, que, por lo demás, permanece muy real por la historicidad que aporta,
los astros, las montañas, los ríos, los seres vivos, subordinados a la soberanía del
hombre, están disponibles para una comprensión que los sitúe en su realidad
subsistente y útil. Para que ese punto de vista prevalezca definitivamente, bastará
con que la idea de una dirección soberana de la Providencia se diluya ante la
idea de las leyes naturales, de una suficiencia y de una permanencia del
desarrollo natural de los fenómenos.
Bajo el efecto del monoteísmo profético, se han dejado de «ver» seres
sagrados en cada peñasco, en cada planta, en algunos animales. Esta
«profanación» o este exorcismo resulta de la condena pronunciada en nombre
del «Dios verdadero» contra los ídolos, los demonios y los «falsos dioses»21.
Cualquier supervivencia de temor o veneración a «baals o astartés», poderes de
la germinación y de la fecundidad, sería, a partir de entonces, «idolatría» y
superstición y sabemos con qué acritud el profeta Amos fustigaba incluso el
culto idólatra al mismo Jehová: «Cambiaré vuestras fiestas en duelos y todos
vuestros cantos en lamentaciones…». Se pronuncia la sentencia de muerte contra
esos supervivientes de la superstición; el apóstol Pablo, dirigiéndose a los
Corintios, resume ese punto del pensamiento profético: «No existen ídolos en el
mundo, ¡solo hay un Dios!». La piedra y la madera, el astro y el manantial
regresan a su «fondo» oscuro a donde son arrojados al margen de la «Verdad», a
las tinieblas del paganismo. Lo que las cosas del mundo exterior pierden de este
modo, transformándose en simplemente «terrestres», es decir, en precarias y
pasajeras, es el hombre quien lo gana elevándose, por su vocación espiritual, por
encima de la naturaleza y de su propia «naturaleza».
Pero, por otro lado, convirtiendo la vida humana en un intervalo en el que
debe hacerse algo, frenando el gozo de los bienes terrestres y la contemplación,
la ética judeo-cristiana, sin haberlo buscado a propósito, ha lanzado las
inteligencias y las energías humanas a un ascetismo del actuar en la exploración,
puesta en valor y conocimiento de la Tierra.
3. LA GEOGRAFÍA HEROICA

Entendemos por geografía «heroica» esta comprensión de la Tierra en la


que el espacio geográfico es considerado como espacio a descubrir, llamada a la
aventura, ampliación de la estancia terrestre fijada por la tradición y la vida del
grupo. Ofrece, de hecho, dos aspectos bien diferenciados: es obra del «héroe»,
personaje medio-fabuloso/medio-histórico, y se produce en la atmósfera de la
«fábula», en un mundo legendario donde se exaltan las virtudes viriles,
conquistadoras. Pero entra plenamente en el horizonte de una conciencia
histórica cuando esta geografía se transforma en «heroica» por los riesgos
asumidos, por el espíritu emprendedor y por el coraje. Esas dos formas de
geografía heroica tienen en común, sin embargo, que ambas representan,
respecto a la geografía mítica, siempre colectiva y tradicional, una manifestación
de la iniciativa individual donde el individuo paga con su persona, se evade del
horizonte de la tribu o del clan, no sin llevarse con él muchas costumbres
mentales y nociones sacadas de su «medio» de origen.
Esta nueva forma de comprender la realidad geográfica supone un retroceso
del poder de los mitos, una regresión de la potencia del clan sobre el individuo.
En sentido contrario, manifiesta una inquietud orientada hacia otros valores, una
búsqueda y una liberación que van a actuar sobre el mundo mítico y acelerar su
descomposición. Al clan mantenido coherente por el mito totémico y por una
primacía del parentesco y de los valores femeninos, como valores de vida, le
sucede una nueva fase en la que el elemento masculino y la idea de poder serán
relevantes: sociedad monárquica sometida al patriarca, al rey o al caudillo;
sociedad aristocrática gobernada por los patres, jefes de familias nobles basadas
en la filiación masculina.
Las concepciones del mundo se modifican en el sentido de una primera
conciencia histórica, todavía fluctuante y confusa, pero, sin embargo, reveladora
de una búsqueda, de una necesidad de explicación y de fundación temporal. El
mito cambia en cosmogonía o teogonía, en una «historia del mundo» que ya
pertenece más al mundo de la leyenda que al del mito propiamente dicho,
aunque la costumbre haya atribuido a esos relatos el término «mitología».
Hemos encontrado en todos los pueblos leyendas preocupadas por asentar el
orden actual de la Tierra en una base perteneciente a un pasado «fabuloso».
«Todavía no existía ni bestia, ni hombre, cuenta una leyenda maya, ni pájaro, ni
cangrejo, ni árbol, ni piedra; no existían ni cavernas, ni barrancos, ni bosques.
Solo el cielo. El rostro de la Tierra todavía no era visible; solo la mar se extendía
en todo su espacio bajo el cielo… Todo era silencio e inmovilidad en la tinieblas
de la noche22».
El hombre, incapaz de concebir un no-ser absoluto, pone»al principio» una
materia bruta, una superficie líquida (las «aguas primordiales»), sin dimensiones
ni horizontes (las «tinieblas»), sin vida (silencio e inmovilidad); es en este
espacio anterior al espacio que el poder fundador erige un mundo, construcción
progresiva y jerarquizada, asignando a cada ser su lugar y su función. La
mitología egipcia de Heliópolis cuenta cómo, del seno del tenebroso océano,
emergió el primer ser, Atum, inundando con su luz solar la inmensidad, cómo
dio nacimiento a los dioses y a los elementos, cómo separó el suelo de la bóveda
celeste. En la tradición de Memfis, más espiritualista, Ptah-Our, dios
todopoderoso, saca del caos con su «palabra», exteriorizando el movimiento
interior de su pensamiento, todos los dioses y seres del mundo. Las leyendas
babilonias hablan del tiempo antes del tiempo, en que Marduk, dios luminoso,
echó a las divinidades caóticas, como Tiamat; ellas hacen de cada amanecer una
nueva victoria del espíritu de la luz sobre la noche y el caos. Estas «génesis»,
obra de doctores y sacerdotes, dejan entrever un principio de la historia
destinado a legitimar un culto o el poder político de un soberano o de una
ciudad, y a «fundar», con esta «autorización», su propia autoridad en el sentido
completo del término. El mundo empieza a ponerse en movimiento a partir de
esta fundación; se dispone a seguir un cierto sentido, pero con la reserva de que
el pasado contiene ya el germen de lo que sucede y no puede sino ser repetido.
El futuro no aporta nada esencial e, incluso, se manifiesta con regresión, con
decadencia, que no es más que una suerte de movimiento histórico por
envilecimiento.
Al mismo tiempo que este primer despertar de una conciencia histórica
todavía vinculada, es cierto, a cantidad de conceptos mágico-míticos, se
manifiesta un interés por la Tierra en tanto que realidad geográfica, una
inquietud por el espacio a recorrer y a explorar, y una primera geografía de la
aventura, del viaje como hazaña y proeza. La leyenda se convierte, a su vez, en
la respuesta a este nuevo interés del oyente o del lector por el hombre atrapado
por ciertas realidades geográficas y el modo de exaltación del «héroe»: toma
formas distintas desde el poema épico, Odisea o Eneida, hasta las sagas
nórdicas, pasando por los cuentos irlandeses, las novelas de caballerías del ciclo
bretón o las leyendas germanas. El héroe se bate contra las fuerzas oscuras del
mundo exterior, como Heracles luchando contra el desencadenamiento de las
tempestades, de las aguas furiosas.
Una geografía ya casi consciente conforma el telón de fondo de la Odisea,
aunque a menudo se mezcle con lo maravilloso. El mundo de los poemas
homéricos está todavía impregnado del concepto mágico-mítico: aún no puede
apreciarse una clara diferencia entre el hombre y el mundo que le rodea; las
potencias presentes en el mar o en la roca se entrecruzan en las empresas
humanas. El tema de la navegación de los Argonautas no es únicamente digno de
interés por su eco, por mucho que lo haya deformado la leyenda, sino porque
podemos percibir viajes y migraciones históricamente posibles. Parece
corresponder a una nueva curiosidad por los lugares lejanos y las aventuras
marítimas; la energía humana triunfa sobre los miedos y los obstáculos
procedentes de las realidades geográficas y de las fuerzas misteriosas que las
conducen. Pero es característico de la mentalidad de la era legendaria que esos
viajes parezcan proceder de un hybris, de una desmesura, y que, sobrepasando el
horizonte asignado al hombre por su destino, provoquen la némesis, «la envidia
de los dioses» que se vengan con pruebas y cambios de fortuna. El elemento
dramático de la leyenda y de la epopeya reside en esas resistencias de un mundo
mágico-mítico que contrapone todas las incertidumbres de lo desconocido a la
audacia personal del héroe. En ese «crepúsculo de los dioses», estos ya se
sienten impotentes para cerrar el acceso a los caracteres curiosos y aventureros.
Némesis tiene, en los Griegos, cada uno de los rasgos de una potencia
chtoniana23. Aunque Prometeo, en Esquilo, plantee un problema muy distinto,
representa, sin embargo, en cuanto a espíritu de revuelta, el instrumento de una
liberación del hombre respecto al mundo circundante; entregando el fuego a los
hombres, enseñándoles a construir casas, a conocer las estaciones, el amanecer
de los astros, el arte de construir carros, trabajar la tierra, hacer navíos, trabajar
los metales, proporciona a los hombres los medios para mejorar su condición
terrestre. Salido de esta raza de dioses que representan las fuerzas de la
naturaleza, encarna, al menos según Esquilo, la conquista de la libertad humana
sobre los elementos, sobre la Tierra, haciéndolo en contra del orden establecido
por los dioses. Es decir, la dominación de la Tierra se lleva a cabo como una
revolución y, para nosotros, ese es el hecho capital.
Las narraciones de viajes son la forma más habitual de manifestar el gusto
por la libertad y la aventura en el mundo legendario. El tema del jefe errante en
busca de algún objeto mágico o excepcional se repite a menudo, como el de
Jasón buscando el Toisón de Oro o Cuchulainn, el héroe celta, penetrando,
escoltado por monstruos, hasta los confines del mundo poblado por seres
demoníacos; viajes del héroe irlandés Mael-Duin que, después de haber
aprendido de los druidas a construir y a botar un navío, se detiene en las islas
más extraordinarias; sagas escandinavas donde abundan los aventureros
recorriendo el mundo. El elemento geográfico se convierte por momentos, sobre
todo en el poema Volospa, en una filosofía de la naturaleza. Las narraciones de
los viajes escandinavos, como Edda y las sagas islandesas de la primera época,
nacen en una atmósfera claramente legendaria, aunque deben abordarse, con las
últimas narraciones, en las orillas de la historia. En la Edad de los «héroes», los
Vikingos como Egil Skalgrimsson y Olaf Trygvasson suceden a los exploradores
que colonizan Groenlandia y avanzan hacia las tierras del Oeste. Al igual que las
navegaciones legendarias de Ulises o de Jasón precediendo las expediciones
históricas de Hannon o de Pyteás.
La geografía realmente legendaria, con su modelo de héroe aventurero,
corresponde al ideal de una sociedad aristocrática. En el fondo de un mundo que
en su conjunto permanece unido al horizonte del clan, destaca el «bien nacido»,
el noble, el líder, a quien un destino excepcional reserva la audacia y la aventura.
La curiosidad, con su contrapartida de riesgos y desengaños, no se justifica más
que como la señal de una fuerza y un carácter que elevan al héroe por encima de
lo común. A menudo ocurre que este aventurero de alto rango representa el papel
de héroe fundador, como Hagnón de Amphiopolis o Protis de Masalia; audaz en
su proyecto y cubriendo con su audacia a sus compañeros en el exilio, pero, con
todo, respetuoso de la tradición.
Esta geografía permanece todavía completamente sometida a las
representaciones mágico-míticas. Sin hablar de los combates contra monstruos,
hidras, serpientes, dragones, manifestaciones del poderío cósmico, debemos
recordar que ciertos temas geográficos, legados por el mundo mítico, continúan
hechizando la imaginación geográfica, la de los mismos aventureros, la de los
narradores y la de los oyentes. Sea estimulando el interés de los viajeros, sea, al
contrario, frenando la exploración, estas narraciones deciden en gran parte la
historia y la geografía.
No existen muchos pueblos que hayan admitido un «país del alma», un
«más allá» a buscar tras un horizonte, a pesar de todo, terrestre. Unas veces
cargado de valores numinosos positivos como «paraíso terrestre», otras
entregado a fuerzas malignas y, por ello, anatemizado por la prohibición.
Positivo o negativo, pero siempre constitutivo del orden del mundo, ese país del
alma cambia de valor o amplitud según los pueblos. En las naciones del norte se
opone al mitgard, país habitado, el utgard, paraje de afuera, landa, pantano,
montaña. En las regiones del mediodía, del sur, es el misterio de la estepa o del
desierto. Los pueblos marítimos sitúan más allá de los mares tierras maravillosas
o terribles, morada de los bienaventurados o de los demonios. Los isleños de las
Trobiands sitúan en la isla de Tuma un auténtico país de Jauja que, siendo el
mundo de los muertos un mundo donde viven en la abundancia los espíritus
ancestrales, es, a la vez, reserva de vida de donde, periódicamente rejuvenecidos,
vuelven a reencarnarse. El mismo concepto tienen en Nueva Zelanda, Nueva
Guinea, Fidji e islas Salomón, donde se creía que los antepasados deificados se
retiraban a unas tierras que nadie había visto jamás. Entre los celtas irlandeses o
de Armoric, las «Islas Afortunadas» o las «Islas de los Bienaventurados», como
entre los escandinavos, están situadas en Occidente, en relación con la
desaparición del Sol, con la idea de la muerte y la regeneración por las aguas
marinas. La leyenda de las Islas Afortunadas ha cruzado la Edad Media y
sobrevivido al Renacimiento, fomentando en el hombre una atracción secreta por
el misterio y lo ilimitado, este «vacío» del espíritu siempre dispuesto a sacudir
las cadenas del universo lógico y del mundo real. Evasión en lo imaginario y lo
quimérico a la manera de la Utopía de Tomás Moro o de los Viajes Imaginarios
de Ian Swift, de los que el siglo XVIII se mostró tan goloso. Impaciencia moderna
de «partir», de huir de la banalidad cotidiana hacia algún país de ensueño, de
crucero o de vacaciones.
Estas leyendas se mezclan frecuentemente con la historia de los
descubrimientos geográficos, predisponiendo a los navegantes a «encontrar» lo
que buscaban, con la fe puesta, a menudo, en documentos cartográficos, y
deseosos de aceptar las más fantásticas configuraciones geográficas. Los mapas
del siglo XV incluyen islas legendarias tales como Antilia, Brasil, cuyos nombres
acabarán por tener una asignación geográfica positiva o, por ejemplo, la «isla de
las Delicias» o la «isla del Paraíso»: en el siglo XVI, los navegantes portugueses
en los mares de Cabo Verde creían en la existencia de las «islas encantadas», que
un hechizo había convertido en invisibles durante cierto tiempo. Esas creencias,
compartidas por gran número de personas, explican el éxito de uno de los más
célebres fraudes literarios: El Livre des merveilles du monde, que publicó en
París un médico y astrólogo de Liège. Este libro debe en gran parte su éxito al
hecho de que datos positivos se ven invadidos por todo un elenco de detalles
fantásticos que, en aquel momento, se tomaban por auténticas realidades: en la
costa de Libia, el mar, y sin invadirla, es más alto que la Tierra; en las comarcas
meridionales, el calor hace hervir el agua; después de haber mencionado la
«Tierra de mujeres», donde no hay «más que hembras», después de haber
cruzado la «provincia de la Tinieblas» cerca de «Catay», el viajero cuenta lo que
ha oído decir sobre «el Paraíso Terrestre», rodeado de un muro de espuma,
agujereado por una sola entrada «que está cercada de fuego ardiente»; es de ese
Paraíso terrestre de donde nacen los cuatro ríos del mundo. Este extraño y
románico relato en el que se mezclan las alusiones a Marco Polo, los testimonios
de los viajeros occidentales de los siglos XIII y XIV, la narración de un príncipe
armenio, Hetum, y varios escritos fantásticos que se leían durante la Edad
Media, no tiene únicamente el interés de mostrarnos cuál era la imagen de la
Tierra en el momento en que se inician las grandes expediciones marítimas, de
darnos cumplida cuenta de las fábulas geográficas con las que se deleitaba la
Edad Media (hombres que se cubren el cuerpo con sus orejas, seres con una sola
pierna que se hacen sombra con su único pie, Etíopes con el pelo blanco cuando
son niños, negros como el carbón cuando envejecen, etc.). Tiene también el
interés de enseñarnos en qué mundo, crédulo y ávido de lo maravilloso, se
produjo la gran revolución geográfica que, entre 1480 y 1530, llevó a los
occidentales casi hasta los extremos del planeta. Se comprende que, en aquellos
tiempos, en los que todavía no se ha adquirido la noción de una naturaleza que
obedece leyes invariables y demostradas por la razón, en los que la visión del
mundo exterior queda prisionera de las creencias en las fuerzas demoníacas y
mágicas, en las metamorfosis y en los cuentos de hadas24, los grandes
navegantes mezclasen a menudo la ficción con la realidad: Cristóbal Colón ve en
el Orinoco uno de los cuatro ríos salidos del Paraíso Terrestre y Américo
Vespucio cree que los caimanes, hallados en las cabañas de los indígenas de
América Central con las patas atadas, son dragones. No se puede despojar de la
historia de la exploración este descubrimiento maravillado de la Tierra, en el que
lo fantástico y lo prodigioso arrastran primero la imaginación y la voluntad antes
de lanzar a los hombres a las nuevas rutas marítimas. No se puede, sin deformar
esta epopeya vivida, y bajo pretexto de objetividad racional, abstraer esos
«delirios geográficos» de los que se ha hablado a propósito de Colón25, este
vuelo de la imaginación por encima de las realidades positivas, que ha sido, sin
duda, uno de los detonantes del descubrimiento geográfico y que, moderado por
una civilización humanista y por tradiciones literarias, ha suscitado en las clases
ilustradas del siglo XVIII el gusto por los viajes y el exotismo. De esta forma se
preparó el despertar de una conciencia geográfica en el sentido actual del
término. Inversamente, el descubrimiento de tantos mares y tierras nuevas, de lo
sobrenatural, en cierta medida natural, que emana de la belleza o de la
singularidad de ciertos aspectos nuevos de la Tierra, de una humanidad a
menudo tan distinta de las sociedades occidentales, renovó la sensibilidad y la
imaginación de nuestra civilización y agudizó la curiosidad; con el sentimiento
de la naturaleza, surgió el deseo de aclarar los misterios y enigmas de las últimas
tierras desconocidas, de poner las bases de una geografía natural, es decir,
científica.
4. LA GEOGRAFÍA DE CAMPO26

La expresión «geografía de campo» es de Lucien Fèbvre. Se opone, en una


acertada fórmula, a la «geografía de estudio» o de laboratorio, la de los sabios
trabajando en sus documentos, mapas, fotografías, estadísticas, informes de
viajes. Es también un capítulo de la geografía heroica, siendo aquí el heroísmo el
riesgo asumido, el coraje de la empresa y su ejecución, la resolución de fuertes
individualidades, algunas veces con final trágico, como en el caso de un
Magallanes o un Lapérousse. Cubre largos períodos de la historia universal,
desde Pytheas explorando más allá del mar del Norte hacia el año 349 a.C., los
parajes de la lejana Thule donde «no subsiste ni tierra, ni mar, ni aire, sino un
compuesto de estos tres elementos, algo parecido al pulmón del mar», hasta los
grandes exploradores del siglo XIX, Stanley, Livingstone, René Caillié,
Nachtigal, los pioneros de las regiones polares, los Nansen, los Nordensskjold,
los Charcot, Peary, pasando por los viajeros de la Edad Media, Marco Polo,
Cathala de Sévérac, así como los «grandes navegantes» de los siglos XV y XVI y
los del XVIII, Cook, Bougainville, Wallis.
No es necesario repetir esta historia grandiosa y bien conocida. Primero fue
escrita por hombres que, con grandes esfuerzos, encararon las dificultades y
sufrimientos con energía y a veces, también, con sangre, antes de aparecer en los
libros. Espíritu de aventura, inquietud del espacio y de la novedad, regocijo al
ser el primero en penetrar en una región inaccesible, de pisar la primera tierra
violada27, de penetrar un secreto como la ruta de las Indias o las fuentes del Nilo.
Las preocupaciones mercantiles y políticas no explican únicamente este frenesí
por descubrir, aunque su influencia, a menudo decisiva, haya podido contribuir
en gran medida al descubrimiento y posterior exploración. Llegados a este
punto, podemos hablar de una poética del descubrimiento geográfico, en el
sentido de que materializa, hace realidad una visión holística del mundo. Y es
también una creación, una creación de espacio, apertura del hombre a una
extensión del hombre, impulso hacia un porvenir y fundación de una nueva
relación entre el hombre y la Tierra.
Nadie encarna mejor esta poética del espacio terrestre que Cristóbal Colón,
visionario y «poeta del espacio», como le llama el historiador Pereyra antes de
poner su visión en acción; los motivos mercantiles y políticos, incluso la
preocupación por su gloria personal, se ven dominados por la tensión de la
voluntad y el poder de la imaginación. El Colón febrilmente inclinado sobre la
Imago Mundi de Pierre d’Ailly, cubriéndola de anotaciones y anotando esta
mención reveladora «La Tierra entera es una Isla», precedió y guió al Colón que
partió el 3 de agosto de 1492 del Puerto de Palos, con cartas para el emperador
de China guardadas en sus baúles. Un mes más tarde, las tres frágiles carabelas,
dejando atrás las Islas Canarias, ponían rumbo hacia el oeste, viajando hacia lo
desconocido por el sueño insensato de un temerario que, por un error de
interpretación que se reveló fecundo desde el primer momento, trazó la ruta para
descubrir «un nuevo mundo». Fue héroe y poeta por ese «poder secreto que le
elevó por encima de sus limitaciones de sabio, de sus locuras de místico
enajenado, de sus durezas de usurero y de sus faltas contra la caridad»28. Lo fue
por esa exaltación espontánea a la naturaleza ante el entusiasmo del primer
encuentro, exaltación, sin embargo, muy contenida, como lo demuestra esta
sencilla anotación que describe la isla Guahani, al término de su primer viaje:
«Esta isla es bastante grande y llana, con árboles muy verdes y muchos ríos y en
medio de un enorme lago sin ninguna montaña y todo es tan verde que es un
placer verlo». La hazaña de Cristóbal Colón está en el límite de la leyenda y la
historia, de la leyenda como exaltación del heroísmo de seres de excepción
frente a una naturaleza todavía impregnada de magia, y de la historia como
comprensión humanista del hombre llevando a cabo su destino frente a la
naturaleza.
La ceguera geográfica es tan obstinada en el gran navegante, obsesionado
por su propio mito, que, contra toda razón, declara y continúa declarando como
asiáticos los fragmentos del nuevo continente, a pesar de los desmentidos que le
infringen sus viajes sucesivos, tomando Cuba por Cipango, situándola en
América Central y alcanzada en el transcurso del cuarto viaje «a diez días del
Ganges», buscando indicios del Paraíso Terrestre.
Es completamente cierto que Colón, en el umbral de la modernidad, está
todavía embebido por la cosmografía medieval, ligado a una imagen de la Tierra
liberada desde hace largo tiempo de ciertos espíritus. Los exploradores no solo
han prolongado, en pleno período histórico y humanista, la geografía legendaria.
A veces han contribuido a la formación de nuevas leyendas, como la de El
Dorado o la Atlántida.
Sin embargo, de buen o mal grado, las exploraciones tan brillantemente
llevadas a cabo durante el siglo XVI y posteriores transformarían la imagen que
los hombres se hacían de la Tierra, ensanchando el espacio geográfico,
enriqueciendo el repertorio de las imágenes de la Tierra y de las civilizaciones
humanas, por la disipación progresiva de los temas legendarios en provecho de
una más completa conciencia geográfica. De la «sobre-naturaleza», la
admiración desciende hacia la naturaleza geográfica. Pedro Arias describe en
1515 la región de Cartagena, en América central, como una «tierra del Elíseo»,
eximida de los rigores del invierno y de los calores del verano, proporcionando
manioca y yuca con las que los indígenas, viviendo en una desnudez paradisíaca,
fabrican su pan, patatas «más suaves que los champiñones» y el maíz. Los
franceses del siglo XVIII quedaron maravillados ante los panoramas y la
generosidad de la flora de la isla Borbón, renombrada por Henri Duquesne «isla
del Edén». Testimonio entusiasta de La Condamine enviado por la Academia de
Ciencias en 1743 para medir un arco del meridiano terrestre en el Ecuador.
Descendiendo por el Amazonas en una simple balsa, se abandonó a la seducción
de esos rincones salvajes: «Estaba en medio de los salvajes. Me resarcía con
ellos el haber vivido entre hombres. Disfrutaba por primera vez de una dulce
tranquilidad. El silencio que reinaba en esa soledad me la hacía más amable. Un
número prodigioso de flores desconocidas me ofrecían un espectáculo nuevo y
variado. Las maderas de olor y las resinas odoríferas me ilustraban. La arena
sobre la que andaba era de oro.»
Confesión aún más significativa, ya que procede de un «hombre de ciencia»
en misión científica, pero seducido por una naturaleza completamente distinta a
la de los horizontes europeos. Y, sobre todo, esta confesión reveladora: «Yo me
resarcía de haber vivido entre los hombres.» Testimonio que podemos encontrar,
con distintos matices y escritos por otras plumas. Descubrimiento simultáneo de
la Tierra como naturaleza, como exuberancia de vida y belleza de formas, y de
sociedades humanas profundamente distintas a las del «viejo mundo». Llegados
a este punto, es conveniente hacer observar que el siglo XVIII, de donde pronto
nacerá una primigenia geografía científica, practica una geografía sentimental y
emotiva que, ampliada por la imaginación, tiende hacia la expresión literaria. La
geografía como experiencia afectiva y disfrute estético se transforma en una
expresión del hombre, con Bernardin de Saint-Pierre, con Rousseau, precediendo
a Chateaubriand. Herido por la sociedad, decepcionado por la incontinencia
moral del siglo, el hombre se gira hacia la naturaleza, hacia el exotismo, para
encontrar una respuesta a su inquietud, un complemento a su no-totalidad. Pero
busca esta naturaleza exterior, cercana o lejana, a través de su afectividad: el
placer de la soledad, sentimiento de la melancolía y del misterio, religiosidad a
flor de piel. En este sentido, la geografía, como «oxígeno del alma», es, sin duda,
una forma de humanismo.
También lo es de otra forma: los navegantes y los escritores buscan al
hombre a través de la ciencia geográfica, al hombre en tanto que centro de
interés y generador de nuevas ideas. La Pérouse ve en la exploración un medio
de conocer a los seres humanos. Visitando en 1786 la isla Mowea, en las
Sandwich, es conquistado por la forma en que le acogen los isleños y la sencillez
de su vida. Anota: «Los navegantes modernos no tienen como objeto describir
las costumbres de los nuevos pueblos, sino completar la historia del hombre.»
Encontrar nuevos puntos de vista para ampliar y suavizar la historia del hombre,
integrar a su propia visión del mundo los conceptos, a veces tan singulares y tan
distintos a los de otras sociedades, es responder al interés por la humanidad del
hombre, prolongar el humanismo. Muchas ilusiones se mezclan en la admiración
de los occidentales por los pueblos encontrados al azar durante las navegaciones.
Ante el humor pacífico y acogedor de los tahitianos, «nacidos bajo el más
hermoso sol, alimentados con frutas de una tierra fecunda y sin cultivar», un
compañero de Bouganville es incapaz de controlar su entusiasmo: «Es el único
lugar de la Tierra donde los hombres viven sin vicios, sin prejuicios, sin
necesidades, sin disensiones.» Pero incluso estas ilusiones tienen que refrenarse
en cuanto entran en la óptica del siglo que ha visto aparecer con complacencia la
leyenda del «buen salvaje» o del «sabio Hurón», acogido con la misma avidez
que los relatos de los viajes reales o imaginarios, y descrito con pasión en
Robinson Crusoe y con ternura en Pablo y Virginia. El siglo XVIII termina, con
Jean-Jacques, en una exaltación sincera de la realidad natural, de los amaneceres,
de los bosques silenciosos de los paisajes alpinos. Esta estética sirvió a la causa
de la comprensión geográfica de la Tierra: la anuncia, la reclama. Todavía tiene
que pagar como tributo numerosos errores; así, por ejemplo, Bernardin de Saint-
Pierre se equivoca en relación con el supuesto flujo y reflujo ocasionado por el
deshielo de los polos. Pero acostumbra a los hombres a observar las realidades
del mundo circundante, a contemplar los colores de un cielo tropical y a
escuchar el silbo de la tormenta. Incita al hombre a «salir», a abandonar sus
salones y sus calles, para ir afuera, para diseñar parques «a la inglesa», para
vivir, de alguna forma, «al aire libre» y, en ese «regreso a la naturaleza»,
refrescar así su sensibilidad, reanimar su energía para mejor comprender su
condición humana terrestre.
5. LA GEOGRAFÍA CIENTÍFICA

La geografía científica se gesta en los descubrimientos. Para que prospere


dicha geografía, es necesario que predomine la búsqueda y la afirmación de un
orden lógico sometido a leyes invariables y universalmente válidas. Pero para
que se libere esta actitud científica frente a la realidad geográfica, es necesario
que la voluntad, el entusiasmo, se debiliten y dejen un respiro, una pausa, antes
de regresar a la experiencia, la reflexión, el análisis. En cierto sentido, la
geografía científica es lo opuesto al descubrimiento geográfico, que exige fuerza
de voluntad, amor al riesgo y una cierta apertura al gozo y al placer de la
novedad que va a desvelarse. La geografía de campo y la geografía de
laboratorio traslucen actitudes y momentos distintos, exigiendo la segunda
menos impaciencia por descubrir, una existencia menos comprometida en su
proyecto, y un cierto distanciamiento del «objeto geográfico».
Sin embargo, esta geografía científica viene preparándose desde hace
mucho tiempo, desde la época en que predominaba casi en todas partes la
concepción mítica del mundo, en el contexto de los viajes legendarios o
interpretados a través de la leyenda. La historia de la formación de esta ciencia
se escapa de nuestro propósito. Lo que tenemos a la vista es la forma en que se
ha despertado una conciencia de la realidad geográfica como objeto de
conocimiento y sobre qué «objetos» se ha apoyado.
Ha habido, más allá del interés «científico», una geografía empírica nacida
de necesidades políticas o mercantiles, la geografía de las rutas marítimas de
fenicios, árabes, hanseáticos, la de las rutas continentales del Imperio Persa o del
Imperio Romano. Para las necesidades estratégicas, administrativas o
comerciales, se han levantado mapas; también inventarios de los recursos
naturales y de los pueblos que habitan la Tierra. Una «política» geográfica ha
consolidado la obra de conquistadores y pioneros.
Ahora bien, el nacimiento de una ciencia de la Tierra exige otra intención
que la de buscar las bases de un intercambio o de una política. Es necesario que
los hombres se asombren de los hechos con los que se encuentran, que los
sobrepasen como simples hechos existentes; es necesario que en su espíritu
nazca la duda respecto a los mitos y leyendas que los justificaban, con la
intención de someterlos a la crítica; que aprendan a distinguir lo que está en sus
manos y lo que depende de otra realidad y obedece a las leyes naturales. Los
griegos han aplicado a la realidad geográfica el descubrimiento de las leyes
invariables, el sentido, ya diáfano en Heráclito, de un orden universal que
«siempre ha sido y siempre será». Es esta preocupación la que, a tientas y
eclipses, ha sido transmitida a los Modernos y ha suscitado una «ciencia de la
Tierra» antes incluso de que se pueda hablar, con rigor, de «geografía científica».
Sin embargo, se debe distinguir entre dos actitudes distintas respecto a esta
objetivación de la geografía. Ha existido una ciencia del descubrimiento, una
exploración metódica para recoger las imágenes, las observaciones, para
verificar las hipótesis. A finales del siglo XVIII aparece una geografía de
inventario, una geografía que se trabaja en laboratorio, registrando sus
conocimientos en estadísticas, gráficos, o mapas científicamente precisos.
El resorte de este descubrimiento es, en general, la curiosidad, el gusto por
lo pintoresco, la novedad. Desde la Antigüedad, los hombres se pasean por el
mundo con un espíritu curioso, como Alejandro Magno, o el Emperador
Adriano, el primero de los «turistas» recorriendo su país por el simple placer de
conocerlo. Pero una auténtica curiosidad «científica», ávida por clasificar,
comparar e incluso explicar, se halla en Herodoto, que se convierte, a la vez, por
una concordancia significativa, en padre de la historia, de la etnografía y de la
geografía. Con él nace la geografía descriptiva, gestada en el transcurso de sus
numerosos viajes. Inevitablemente, en esos primeros balbuceos de una ciencia
naciente, produce algún error, como atribuir el clima tórrido de la India al hecho
de que, al levantarse el sol, está más cercano a él que cualquier otro país o creer
que los vientos afectan al curso del sol. Pero demuestra una verdadera
inteligencia geográfica cuando reconoce la influencia del clima sobre las razas
humanas, o cuando relaciona los aluviones con la formación de los deltas, o el
papel del Nilo en la historia de Egipto. Ciencia aún entregada al gozo de
descubrir, de multiplicar las observaciones antropológicas y etnográficas. Una
auténtica escuela de geógrafos, recuperando la obra de los jonios, empieza a
aclarar una serie de problemas científicos con los alejandrinos, sobre todo con
Eratóstenes y Ptolomeo, que representan el punto culminante de la ciencia
geográfica en la Antigüedad. Sabio interés por las realidades geográficas, del
que ya dan testimonio los poemas homéricos. Respuesta a un momento histórico
excepcional: la inmensidad del mundo conocido y recorrido desde la India hasta
el Océano y el mar del Norte. Otra circunstancia excepcional se producirá en la
Edad Media cuando los geógrafos árabes encuentren un campo de investigación
ampliado hasta el África Central y el centro asiático.
Pero también hay un punto débil. Los siglos bárbaros que siguen a la caída
del Imperio Romano retrasan la curiosidad científica, ya vacilante entre los
romanos, y la limitan al horizonte marítimo y continental de Occidente. Cuando
la conquista otomana corta las rutas hacia Asia, comienza una nueva decadencia.
Incluso en el seno del mundo griego, esta ciencia no está exenta de regresiones,
ya que Estrabonio y Diodoro no tienen la capacidad de comprender
completamente la ciencia de Eratóstenes.
La ciencia no se asentará definitivamente hasta que el espíritu científico de
los siglos XVII y XVIII haya adquirido más disciplina y rigor en el ámbito de las
matemáticas y de la astronomía, creando una física, subordinando cualquier
conocimiento válido al control de la medida, de la explicación causal, de la
previsión. Por supuesto, la geografía del descubrimiento y de la investigación no
desaparecen del todo. Humboldt, fundador de la geografía propiamente
científica, es, por sí mismo, un gran viajero que visita América Central y
Meridional y el Asia rusa. Y, por fin, el siglo XX es, por excelencia, el siglo de
los exploradores, aunque la mayor parte de sus viajes adopten el carácter de
investigaciones científicas. Livingstone sale a la búsqueda de las fuentes del
Nilo, Nachtigall quiere descubrir el secreto de África central, Hayden y Powell
explorarán las montañas Rocosas y Nordenskjold el «paso del Norte-Este». Aún
más impresionante es el caso del crucero Challenger, que inauguró en 1873 las
expediciones marítimas con objetivos puramente científicos. Desde entonces, las
expediciones de esta naturaleza se han multiplicado: oceánicas, continentales,
polares.
La novedad de esos viajes es que el descubrimiento se ve precedido y
englobado por la ciencia. Es el geógrafo como hombre de ciencia quien
determina los objetivos a alcanzar fijando, a menudo, los itinerarios. La
«geografía de campo» se pone al servicio del laboratorio o del instituto de
enseñanza para establecer un inventario de los hechos geográficos. La
preocupación por inventariar los hechos geográficos se manifiesta, en primer
lugar, en las grandes obras de síntesis de la geografía contemporánea, las de Karl
Ritter (1817-18), Eliseo Reclus o Eduardo Suess. Con la creación de los
organismos geográficos para la investigación o la enseñanza, con las grandes
revistas especializadas, la coordinación de los trabajos presta al inventario una
forma más y más precisa, bajo forma de mapas orográficos, batimétricos,
climatológicos, botánicos, estadísticos, fotográficos, planos en relieve… El
geógrafo tiende a transformarse en sedentario y a unirse al geólogo, al botánico,
al zoólogo, en una actividad cada vez más intelectual y técnica.
Sin embargo, en esta actitud estrictamente científica, el geógrafo conserva,
en relación con otras ramas de la ciencia, una originalidad que le es propia.
Irreductible a una pura y simple ciencia de la naturaleza, situada en el punto de
unión entre las ciencias de la naturaleza como la geología, la biología y la
antropología y las ciencias humanas, como la historia o la etnología, la geografía
sigue siendo «humana». No se concibe a sí misma como una simple física del
comportamiento humano. Imposible eliminar en el «objeto» cualquier valor
moral o estético. Imposible, por el lado del observador, suprimir, enteramente,
este «punto de vista», desde el que se abarca la realidad geográfica; imposible
borrar, en consecuencia, la subjetividad del sujeto por la cual la realidad se
transforma en realidad. Incluso la geografía física o biológica, en algún aspecto,
sigue siendo humana, pues la montaña o el mar no son, en abstracto, montaña o
mar. No lo son más que para el hombre. Además, revelan algo del hombre. La
montaña le descubre ciertas adaptaciones corporales, reacciones psicológicas, un
cierto movimiento del ser que le transforman en montañero o en alpinista.
La geografía es una ciencia de síntesis. Tal vez, para algunos, esto sea una
razón para descalificarla como ciencia y no reconocerle un «dominio» que no
proceda del saqueo de la geología, de la metereología, de la hidrología, de la
botánica, de la sociología y de muchas otras ciencias; pero lo cierto es que esta
«mirada de conjunto», esta mirada humana sobre la Tierra es también propia de
una ciencia objetiva. La diversidad de los temas estudiados procede del
«panorama» que tiene el hombre a partir de su centro de observación. Por el lado
del objeto, el espacio geográfico abarca, en la superficie de la Tierra, en la zona
en que está el hábitat del hombre, la distancia, el relieve, el cielo, el color, el
movimiento, la vida animal, vegetal, incluso la vida humana. El geógrafo seguirá
al geólogo en su estudio estratigráfico y tectónico de las rocas, pero solo hasta
una cierta profundidad; entonces se apartará para interrogar la climatología,
luego la hidrografía, abandonándolas a su vez en cuanto se disuelve la base
terrestre y humana para regresar al punto en que se anudan las relaciones
recíprocas de las distintas ciencias. De lo que deriva una seria dificultad interna
y que consiste en saber dónde se detiene exactamente la prospección geográfica.
Ahí se hace necesario el discernimiento personal del geógrafo. Corresponde
a la geografía reagrupar y ordenar los temas tomados prestados a distintas
ciencias según las exigencias de su principal objetivo, que consiste en no olvidar
nunca la realidad tal como se presenta tanto en su dimensión global como
concreta. Con esos elementos reagrupados, el geógrafo encontrará un marco
razonado y coherente, donde la impresión directa es confirmada por la reflexión,
como uno puede observar en los ejemplos, ya clásicos, de las monografías
regionales de Demangeon sobre Picardía o de Blanchard sobre Flandes. En el
marco de la «Geografía General», donde se trata de atrapar un fenómeno
geográfico en su extensión planetaria, el geógrafo se muestra atento a captar los
conjuntos y las combinaciones de los hechos geográficos, más que a
descomponerlos, aislarlos o abstraerlos. Estudiar las nubes y las precipitaciones
atmosféricas con el único fin de determinar los distintos tipos de nubes es más
bien propio de la metereología o la física, pero no interesa demasiado a la
geografía. Las nubes casi nunca se muestran en tipos puros y aislados. Lo que se
encuentra, de hecho, son conjuntos de nubes que presentan todas las variedades
posibles. La geografía de las nubes nació hace unos treinta años, con los trabajos
de Schereschewski y Wehlé, atentos a ese cúmulo nebuloso que es efectivamente
el origen de las lluvias o de los obstáculos duraderos a la insolación. Asimismo,
la geografía vegetal, o filogeografía, se desinteresa de la sistemática y de la
morfología de las especies, dominio de la botánica, para inclinarse hacia la
ecología, que pone en relación las distintas especies con sus condiciones de vida
(flora acuática, desértica, de la estepa, etc.) o hacia las asociaciones vegetales
(bosque denso, parque, sabana, pradera, etcétera).
Explicativa o descriptiva, la geografía está profundamente unida a lo real.
Será determinista siempre que las leyes naturales le proporcionen una base
sólida. Pero no ignorará que el hombre, en la Tierra, reacciona al medio: la
civilización holandesa o la noruega son, en cierta medida, un desafío a las
exigencias naturales. Los paisajes de Manitoba, las corrientes comerciales
transoceánicas, ciudades como París, Londres o Nueva York, son conquistas del
hombre sobre la naturaleza, hechos no «naturales», sino perfectamente
«artificiales». El hombre crea condiciones de vida absolutamente nuevas.
Incluso llega a desfigurar completamente el aspecto natural de una región por
meros intereses, como ha demostrado recientemente Josué de Castro en su
Geografía del hambre. El determinismo, en fin, donde es necesario, no es una
negación, sino una condición de la libertad humana. El hombre no ha podido
prever cosechas e industrias, construir casas y carreteras, liberarse de las
limitaciones del hambre, de la sed y del frío, de la distancia y de la exuberancia
vegetal, porque podía contar con la constancia de los hechos, la resistencia de la
materia y la invariancia de los fenómenos periódicos. Sin determinismo no hay
ni previsión ni construcción posibles.
La geografía, tomando la realidad del mundo como espacial y el espacio
como rostro de la Tierra, expresa una inquietud fundamental del hombre.
Responde a un interés existencial que no puede apagar el propósito de invertir en
el hombre como objeto de conocimiento; alejarse de la Tierra y del espacio
concreto para conocerlos desde afuera es olvidar que, por su misma existencia, el
hombre está comprometido como ser espacial y como ser terrestre. Es, pues, lo
que Karl Jaspers llama una ciencia-límite, como la psicología o la antropología,
una ciencia en la que el objeto permanece, en cierta medida, inaccesible, porque
la realidad de la que se ocupa no puede ser completamente objetivada. Pues el
hombre «pertenece a una ciencia que ha hecho del mismo su objeto de
estudio»29; es sujeto, ser libre, capaz de elaborar proyectos nuevos y empresas
imprevisibles. La geografía debe comprenderse no como un marco cerrado
donde los hombres se dejan observar como si de insectos en un terrario se
tratara, sino como el medio a través del cual el hombre realiza su existencia
mientras la Tierra sea una posibilidad esencial de su destino.

1 Eliade, Tratado de historia de las religiones, pág. 219.


2 Eliade, pág. 168 y sig.
3 Leenhardt, Do Kamo, pág. 64.
4 Ídem, pág. 63.
5 Van der Leeuw, L’homme primitif, pág. 108.
6 Leenhardt, pág. 64.
7 G. Dieterlen, Essai sur la religion bambara, pág. 44.
8 Lévy-Bruhl, pág. 16.
9 Eliade, Traité d’histoire des religions, pág. 191.
10 Leyendas como la de Deucalión, que muestran las piedras lanzadas por los héroes, es decir «los
huesos de la Tierra», metamorfoseados en seres humanos, surgieron para recordar a los Helenos sus
orígenes terrestres.
11 Lëvy-Bruhl, La mythologie primitive, págs. 63-80.
12 R. F. Fortune, Sorceres of Dobu, pág. 98, citado por Lévy-Bruhl, pág. 39.
13 Cosmos, para los griegos, designaba un orden inseparable de la belleza. Mundus comporta el sentido
implicado en el adjetivo mundus, limpio, claro, opuesto a immundus, sucio, impuro (immundus ager es un
campo mal cuidado), en los términos mundare, purificar, mundatio, purificación, munditia, limpieza.
Correlaciones bastante cercanas a los distintos sentidos del término griego Kosmos.
14 Do Kamo, pág. 138.
15 Do Kamo, pág. 77.
16 Cfr. Eliade, El mito del eterno retorno, págs. 21 y sigs.
17 G. Dieterlen, págs. 18, 40, 53 y 70.
18 Tal parece ser el origen del legendario foso que Rómulo trazó alrededor del futuro emplazamiento de
Roma.
19 Journal des Oceanistes, vol. V, pág. 29.
20 Hay que señalar que los dos principios masculino y femenino tienen valores muy distintos. El
primero, en relación con el Sol, con la piedra, con los animales terrestres, concuerda con la luz, el poder, la
posesión; el segundo, emparentado con el mundo acuático y chtónico, siempre tiene un algo misterioso,
como corresponde a un principio de vida. Constatación que acercaría ciertas teorías modernas que ven en la
feminidad lo que, por su modo de ser, «se aparta de la luz», tiende a «retirarse a otra parte», escapando de
este modo a la conciencia; lo femenino pone, pues, en jaque el conocimiento y la posesión del hombre,
revelando de este modo que él apunta a otra realidad más allá del poder, que se realiza, no expresándose,
sino reservándose para el futuro. (E. Levinas, Le temps et l’autre, en Le choix, le temps, l’existence, París
1947, págs. 183 y sigs.)
21 Así pues, el Deuteronomio ordena la destrucción de los lugares de culto cananeos: «Demoleréis
enteramente todos los lugares donde las naciones que vosotros heredaréis sirvieron a sus dioses, sobre los
montes altos, y sobre los collados, y debajo de todo árbol frondoso; demoleréis sus altares, quebraréis sus
pilares sagrados, quemaréis a fuego sus imágenes de Asera (XII, 2,3).
22 Comparar con la versión de los orígenes del mundo dada por el poema de Volospa, en la mitología
nórdica:
Fue en los tiempos primeros cuando Ymir vivió;
no había arena ni mar, ni las frías olas,
tierra no había, ni el alto cielo,
solo el vacío abismo, tampoco había hierba…»

Cita de Christopher Dawson, Los orígenes de Europa, pág. 255.


23 Jean Coman, L’idée de Némesis chez Esquile, págs. 29-33.
24 Cfr. Lucien Fèbvre, Le problème de l’incroyance au XVI siècle.
25 Pereyra, La découverte des routes maritimes, trad. de R. Ricard, pág. 129.
26 En el original, la géographie de plein vent [N. de la T.].
27 Saint-Exupéry ha expresado con intensidad ese sentimiento en el pasaje de Terre des Hommes donde
cuenta su aterrizaje en una meseta intacta de cualquier huella humana.: «pisaba a grandes zancadas una
arena infinitamente virgen. Era el primero en derramar de una a otra mano ese polvo de conchas, como si
fuera el oro más precioso. El primero en romper el silencio. En esa suerte de banquisa polar que, en toda la
eternidad, no había formado ni una brizna de hierba, yo era como una semilla llevada por el viento, el
primer testigo de la vida» (París, Gallimard, 1939, pág. 71).
28 Pereyra, pág. 160.
29 K. Jaspers, Philosophie, I, pág. 100.
CONCLUSIÓN

Resulta difícil imaginar en nuestra época otra relación del hombre con la
Tierra que no sea la del conocimiento objetivo propuesto por la geografía
científica. Esta voluntad de promover un orden espacial y visual del mundo
responde a la tendencia general del pensamiento occidental en los tiempos
modernos. Visualización del mundo en imagen universal, en representación, que
el hombre tiene delante de él para dominarla mejor. Como demostró Heidegger
en sus Holzwege1, tal objetivación del mundo desde el Renacimiento, y sobre
todo después de Descartes, procede de la asunción plena por parte del Hombre
de su subjetividad, en el sentido de que acepta como único fundamento de la
verdad la certitud interior del yo, a diferencia del hombre antiguo, para quien el
mundo se desvela a sí mismo, que vive, por así decirlo, bajo la mirada de las
cosas circundantes y se ve, en esta «aparición», determinado como destino. A
diferencia, también, del hombre medieval, que somete su pensamiento a la
autoridad de una verdad revelada, transmitida por la doctrina cristiana, el
hombre de los tiempos modernos se cree y se acepta como dueño soberano de la
verdad; no admite otra garantía que la que él mismo puede darse, siendo esta
libertad la que está en la base de cualquier fundamento y cualquier razón.
Progresa atacándolo todo, armado con sus medidas y sus cálculos, poniendo
cualquier cosa frente a él, para que obedezca y sirva a su causa.
Es inevitable y saludable que la geografía continúe con su tarea de levantar
la imagen lo más exacta y más completa posible de la Tierra a base de
inventarios, de mapas precisos, de estadísticas ajustadas. Pero es conveniente
recordar que la objetividad no es por sí misma una garantía de verdad absoluta a
la que podamos abandonarnos sin reservas. Una visión puramente científica del
mundo podría muy bien derivar, como nos recuerda Paul Ricoeur2, en una
tentación de abdicar, en «un vértigo de la objetividad», en un «refugio cuando
estoy harto de querer y la audacia y el peligro de ser libre me pesan». Es para
nosotros una obligación moral y un deber de probidad intelectual recordar que el
hombre moderno saca su objetividad de su propia subjetividad de sujeto, que es,
en última instancia, su libertad espiritual, juez de la verdad, y que no puede, sin
renunciar a su humanidad, alienar su soberanía. «Este ser de razón que es el
hombre en el siglo de las luces, dice Heidegger, no es menos sujeto que el
hombre que se comprende como nación, que quiere ser pueblo, que se impone la
disciplina de la raza y, a fin de cuentas, se apropia de la Tierra para dominarla».
En el momento en que se propaga por todas partes este tipo de hombres que
reducen el espacio a objeto, la Tierra en materia prima o en fuente de energía
industrial, que disponen soberanamente de todo e incluso de la vida humana,
debemos admitir que ese resorte secreto que erige al hombre de hoy en día sobre
su propia libertad, no difiere, esencialmente, de una voluntad de poder, tenso con
toda la fuerza de su poder-ser y muy permeable a la pasión. Si incluso nos
olvidamos del uso a veces inquietante que el hombre hace hoy de su soberanía
absoluta en el plan general, reforzando sin cesar «muy objetivamente» su poder
de destrucción, aniquilando «científicamente» vidas humanas en guerras o
campos de concentración, hechos incontestables expuestos en el terreno de la
geografía bastarían para incitar a más prudencia y modestia cuando exaltamos
nuestra visión puramente objetiva del mundo. Estaría bien, por ejemplo, prestar
atención a las advertencias bastante objetivas de un Josué de Castro en su
Geografía del hambre o de un William Vogt en La faim dans le monde. Nos
daríamos cuenta de que habría mucho que decir sobre la manera en que el
hombre dispone de la Tierra como dueño absoluto, provocando, a menudo, la
erosión del suelo o un régimen de carestía alimentaria próximo a la hambruna.
Deberíamos también recordar que en el preciso momento en que Occidente
se las ingenia para someter toda la Tierra a su poder por medio de la ciencia y la
industria, cuando ha desnaturalizado la realidad geográfica en espacios urbanos
y nivela todas las diferencias geográficas bajo una civilización material y
uniforme, se nota cómo se multiplican los medios con que el hombre trata de
evadirse de ese mundo artificial y encontrar en la geografía un contacto más
natural, más directo: turismo, vacaciones pagadas, excursiones, albergues
juveniles.
A menudo, la experiencia geográfica se lleva a cabo dando la espalda a la
indiferencia y al desinterés de la geografía sabia sin caer, por ello, en el absurdo.
Se realiza en una intimidad con la Tierra que puede permanecer en secreto.
Inexpresada, inexpresable es la «geografía» del campesino, del montañero o del
marino. Reprimida en el silencio por torpeza o por pudor, y, sin embargo, tan
viva e intensa que el nexo con la Tierra, la montaña o el mar sobrepasa a menudo
los afectos humanos. En su conducta y en su vida cotidiana, en una sabiduría
lacónica cargada de experiencia, el hombre manifiesta que cree en la Tierra, que
se confía a ella.
Es ahí, en su horizonte concreto, donde una adherencia casi corporal le
asegura su equilibrio, su norma, su reposo. Sobre la Tierra no se discute y sin
ella todo se hunde. Contra el invasor napoleónico, los campesinos rusos
defendían sus tierras quemando sus cosechas e isbas y los españoles se agarraban
a su tierra hasta la muerte. La Tierra, para quien la vive y para quien la muere, no
se parece en nada a la de un saber desinteresado; es el interés por excelencia. La
Tierra es la apuesta de la historia: para unos, codicia del espacio extranjero o
expansión territorial; para otros, defensa del suelo nacional. El mar es una
potencia por la que se lucha: griegos contra fenicios, portugueses contra árabes,
ingleses contra franceses. El cielo, a su vez, transformado en terreno de combate
o vía de comunicación, provoca ardientes competiciones. La Tierra, como
superficie planetaria, ya entra en los conceptos humanos desde que las guerras
son a escala global, desde que se trazan planes para organizar pueblos y
economías alrededor de un océano, para un continente entero o para el conjunto
del planeta.
La inteligencia del hombre conecta inmediatamente con la Tierra. En
algunos casos bajo la forma de una colusión sorda. En el extremo occidental de
Bretaña, donde las olas furiosas, monstruosas, atacan los peñascos y lanzan los
navíos a la costa, Michelet escribe en su Tableau de France3: «La naturaleza es
atroz, el hombre es atroz, y parecen entenderse. Desde que el mar les arroja un
miserable bajel, corren hacia la costa hombres, mujeres y niños para saquearlo.»
Complicidad reconocida en los tiempos antiguos por los lucrativos privilegios
feudales, derecho a saqueo (droit de bris en Bretaña, o de varech en Normandía).
De ordinario, esta inteligencia con la Tierra es el acuerdo del campesino con la
subida de la savia o con el «tiempo», la del marino con el viento o las corrientes.
Para aquellos que pueden expresar ese vínculo profundo, la Tierra es «el país»,
esa experiencia primera e inolvidable, esa mirada asombrada del niño al que se
le abre el conocimiento de un mundo más vasto. Cantando las «movedizas
nieblas y las nubes voladoras» de su Flandes natal, Émile Verhaeren, escribía:

Mi país, entero, vive en mi cuerpo


Absorbe mi fuerza en su fuerza profunda
Para que a través de él sienta mejor el mundo
y celebre la Tierra con un canto más fuerte

La geografía exige de algunos todas sus jornadas y todos sus esfuerzos, y es


ahí que realizan su ser y se comprenden. Para otros, el país son líneas y colores,
pero también caminos, casas: un presente. Árboles añosos y tumbas: un pasado.
Son tierras de cultivo, campos que recolectar, proyectos: un futuro. En una
palabra, una continuidad, una fidelidad. Un equilibrio en el mar tumultuoso de la
vida.
La geografía presupone y consagra una libertad. La existencia, eligiendo su
geografía, expresa a menudo su yo más profundo. «Cada alma, decía Amiel,
tiene su clima.» El del poeta Hölderlin es el Mediterráneo y sus soleadas islas
que, sin embargo, nunca conoció. Chateaubriand ama el mar, pero la montaña,
cuya desmesura le aplasta, le parece «la estancia de la desolación y del dolor».
El simbolismo de Novalis se mueve en el mundo de la Noche, donde el alma
siente cómo se disuelven las separaciones que la hieren y encuentra la esperanza
y la paz. En cuanto a Baudelaire, Sartre pretende que haya «cuidadosamente
delimitado la geografía de su existencia decidiendo arrastrar sus miserias a una
gran ciudad, rechazando todos los exilios reales, para poder perseguir mejor las
evasiones imaginarias en su habitación»4. Esta geografía que rechaza también
cualquier geografía, cualquier descubrimiento de nuevos horizontes, parece, a
veces, oscilar entre la nostalgia de otra vida y el espacio desabrido y glacial al
que se condena a vivir sus días sin alegría.

Yo he vivido largo tiempo bajo amplios pórticos


Que los soles marinos teñían con mil fuegos,
Fue allí donde viví durante las voluptuosas calmas,
En medio del azur, de las ondas, de los esplendores

Evasión. La geografía es a menudo una huida hacia delante de sí misma.


Cuántos viajeros ilustres, desde Chateaubriand a Montherlant, no han paseado
por la Tierra su tedio y su inquietud con la esperanza de renovar su lasa energía,
de encontrar ese primer asombro, esa ingenuidad en la mirada que ya habían
perdido. Búsqueda demasiado artificial y que permanece distante y sin provecho.
La superioridad que se otorga el hombre moderno sobre el mundo circundante es
un obstáculo insalvable para poder disfrutar de una armonía sincera con el
bosque, el mar o la montaña. Al multiplicar sus puntos de vista sobre la Tierra, el
hombre no gana, al parecer, más que un saber pretencioso. Montherlant escribe:
«Se cree ganar porque se gana en superficie y se pierde en profundidad y se
regresa embebido de una ciencia falsa y peor que la ignorancia, porque se lo
cree.» Cuando el viaje es para el hombre poca cosa más que un medio de
abandonarse en la inautenticidad, en el «divertimento», la seriedad de su propia
existencia y las exigencias de su libertad se ponen en tela de juicio.
Uno de los dramas del mundo contemporáneo es que la Tierra ha sido
«desnaturalizada», que el hombre ya no puede «verla» más que a través de sus
mediciones y sus cálculos, en lugar de dejar que se le descifre su escritura sobria
y viva. Nuestra civilización y una ciencia a menudo entregada a la vulgaridad
han multiplicado el número de seres privados de cualquier savia provinciana, de
la sensatez prudente y fuerte que da el contacto diario con la llanura, con el cerro
o las marejadas, del ritmo natural de la vida en medio de las cosas.
Las doctrinas contemporáneas de la desesperación y del absurdo,
contrastando con la extraordinaria habilidad técnica y científica del hombre
moderno, no están sin relación con el desencanto de nuestro universo,
banalizado por un saber que nivela los relieves, aplasta las diferencias, apaga los
colores. Que exista en nuestra época la búsqueda a menudo ferviente de una
visión fresca y nueva no se puede dudar al ver cómo el arte contemporáneo apela
a la sensación de pureza, y capta y transmite su admiración ante la vida sin
preocuparse por el sentido, el nexo lógico con el mundo común. La pintura se
abandona a la materialidad viviente desde la emoción, y la música y la poesía a
la musicalidad pura. Juego espontáneo de líneas, colores y sonidos.
En el seno mismo del universo científico, un cierto malestar procede de la
oscilación sincera del pensamiento entre dos órdenes del mundo, el de la
realidad concreta, pero local y momentánea, y el de lo real, abstracto y universal,
despejado por el método científico. ¿A qué nivel de realidad las aguas marinas
son verdaderamente «reales»? ¿Es a su nivel de fenómeno donde sus
transparencias, sus reflejos, sus ondulaciones actúan sobre nuestros sentidos y
nuestra imaginación? ¿O bien a nivel del esquema que obtiene el análisis
físicoquímico? ¿Es a la ola que «vemos» o a la molécula, al átomo que
«concebimos» a quien debemos conceder el valor esencial? La ciencia no apunta
a la realidad de las cosas, sino a su posibilidad; no a su particularidad
«histórica», sino a su conexión «legal»; no a su naturaleza, sino a su
«composición». La geografía, por su posición, no puede evitar debatirse entre el
conocimiento y la existencia. Apartándose de la ciencia, se perdería en la
confusión y la charlatanería. Librándose sin reservas a la ciencia, se expondría a
lo que Jaspers denomina «una nueva misión mítica», olvidando que la actitud
científica objetiva entra en una comprensión total del mundo que no puede dejar
de ser también moral, estética y espiritual. La fría indiferencia cósmica del
espectador combina mal con la finitud y la derrelicción del hombre en su
existencia efectiva, con la exigencia concreta de su estancia terrestre.
Resistiendo al espíritu de pesadez que, en nombre de una razón demasiado
rígida y demasiado imperiosa, carga nuestra libertad espiritual, tenemos que
salvaguardar el manantial donde se fortalece sin pausa nuestro conocimiento del
mundo exterior a través de la poesía o simplemente de un pensamiento liberado.
La vida se encarga, a pesar de todas nuestras barreras intelectuales y de todas las
precauciones de un positivismo corto de vista, de restituir a los espacios
terrestres su frescor y su gloria, por poco que sepamos aceptarlos como un don.
El poeta Stefan Georg ha cantado esta juventud del horizonte terrestre devuelto
al asombro del hombre:

¿Por qué encantos han sonreído estas mañanas de la Tierra


Como en su primer canto? Canto de un alma asombrada
Mundos rejuvenecidos y que lleva el viento
El viejo perfil de los montes ha cambiado de rostro
Como en los vergeles de la infancia se han visto flotar flores
La naturaleza se estremece con el escalofrío de la Gracia.

1 Die Zeit des Weltbildes, en Holzwege, págs. 82 y sigs.


2 Philosophie de la volonté, pág. 326.
3 La edición original del conocido Tableau apareció en 1833. Michelet cita con elocuencia al vizconde
de Léon a popósito de un escollo: «tengo enfrente una piedra más preciosa que las que adornan las coronas
de los reyes» (edición L. Refort, París, 1934, pág. 12, núm. 1).
4 Baudelaire, París, 1937, pág. 222.
Table of Contents
PRESENTACIÓN, Joan Nogué
GEOGRAFÍA Y EXISTENCIA SEGÚN LA OBRA DE ERIC DARDEL, Jean-
Marc Besse
1. LA GEOGRAFÍA COMO REALIDAD HUMANA
1.1. El espacio geográfico como «mundo»
1.2. Las dimensiones de la realidad geográfica
1.3. «Ser en el paisaje»
2. LA TIERRA. GEOGRAFÍA E HISTORICIDAD
2.1. La geograficidad
2.2. La Tierra, base de la existencia humana
2.2.1. «La Tierra como
morada»
2.2.2. «La Tierra como
misterio»
3. EL SABER GEOGRÁFICO
3.1. Explicar y comprender
3.2. El fundamento ontológico de la
comprehensión geográfica
3.3. La geografía, lo mítico y la estética
EL ESPACIO GEOGRÁFICO
1. ESPACIOS GEOMÉTRICOS. ESPACIOS GEOGRÁFICOS
2. ESPACIO MATERIAL
3. EL ESPACIO TELÚRICO
4. ESPACIO ACUÁTICO
5. ESPACIO AÉREO
6. ESPACIO CONSTRUIDO
7. EL PAISAJE
8. EXISTENCIA Y REALIDAD GEOGRÁFICA
HISTORIA DE LA GEOGRAFÍA
1. LA GEOGRAFÍA MÍTICA
2. LA TIERRA EN LA INTERPRETACIÓN PROFÉTICA
3. LA GEOGRAFÍA HEROICA
4. LA GEOGRAFÍA DE CAMPO
5. LA GEOGRAFÍA CIENTÍFICA
CONCLUSIÓN

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