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HOMBRE Y LA TIERRA
EL HOMBRE Y LA TIERRA
BIBLIOTECA NUEVA
Cubierta: José María Cerezo
Título original: L’Homme et la Terre. Nature de la réalité géographique. Primera edición en Presses
Universitaires de France, París, 1952
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013
Almagro, 38
28010 Madrid (España)
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es
ISBN: 978-84-9940-536-0
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Índice
EL ESPACIO GEOGRÁFICO
1. ESPACIOS GEOMÉTRICOS. ESPACIOS GEOGRÁFICOS
2. ESPACIO MATERIAL
3. EL ESPACIO TELÚRICO
4. ESPACIO ACUÁTICO
5. ESPACIO AÉREO
6. ESPACIO CONSTRUIDO
7. EL PAISAJE
8. EXISTENCIA Y REALIDAD GEOGRÁFICA
HISTORIA DE LA GEOGRAFÍA
1. LA GEOGRAFÍA MÍTICA
2. LA TIERRA EN LA INTERPRETACIÓN PROFÉTICA
3. LA GEOGRAFÍA HEROICA
4. LA GEOGRAFÍA DE CAMPO
5. LA GEOGRAFÍA CIENTÍFICA
CONCLUSIÓN
Agradecemos a Jean-Marc Besse y a Éditions du Comité des Travaux
Historiques et Scientifiques (CTHS) el permiso para la traducción del texto
«Géographie et existence d’après l’oeuvre d’Eric Dardel», publicado
originalmente en Éditions du CTHS en 1990.
PRESENTACIÓN
JOAN NOGUÉ
GEOGRAFÍA Y EXISTENCIA SEGÚN LA OBRA DE ERIC DARDEL
En el fondo ¿quién tiene razón? ¿La ciencia —el entendimiento que analiza
— o bien las apariencias sensibles que colman la vista con su aspecto
immediato? Para Dardel, existe una verdad manifiesta de las apariencias, porque
estas no son ilusiones, sino la fisionomía del fenómeno y a esta fisionomía solo
puede accederse en el marco de un encuentro estético. El análisis de Dardel le
conduce a una posición cuasi-romántica: la sensibilidad permite el acuerdo, la
reconciliación del hombre con el propio movimiento del mundo, expresión de un
alma comprometida para siempre con el secreto. Más adelante, Bachelard sentirá
el mismo asombro que Dardel ante el poder de resonancia de la imagen poética
que, aparte de cualquier relación de causalidad, y sin recurso posible a las
lecciones del pensamiento científico, reúne el hombre y el mundo, el hombre y
el hombre, en una repentina «llamarada del ser»5.
Si, en consecuencia, Dardel opone el espacio geográfico al espacio de la
objetivación científica, es porque quiere «salvar» el mundo sensible, que es el
espacio humano.
En cierto sentido, puede decirse que el espacio concreto de la geografía nos libera del
espacio, del espacio infinito del geómetra o del astrónomo. Nos instala en un espacio de
nuestra dimensión, un espacio que da y responde, un espacio generoso y vivo que se abre ante
nosotros (pág. 81).
2.1. La geograficidad
La historia tampoco puede ser, para cada uno de nosotros, más que
concreta, ya que nos concierne personalmente, nos revela nuestro presente, es
decir, nuestra tarea, nuestra responsabilidad ante nuestra existencia.
Por lo tanto, esta realización de uno mismo, que es la existencia en su
actualidad, tiene lugar después de una situación, se manifiesta a través de una
espacialización (Ibíd., págs. 84 y 85). La existencia es movimiento, inicia un
modo de presencia en la Tierra que hará de esta tanto el soporte de la existencia
como el elemento de su despliegue. La terminología paralela establecida por
Dardel entre la «geograficidad» y la «historicidad» es la expresión de la
profunda unidad de lo terrestre y de lo histórico en la asunción por el hombre de
su destino.
Cualquier espacialización geográfica es concreta y actualiza al hombre en su existencia,
porque, en ella, el hombre se sobrepasa y escapa y conlleva de esta forma una
temporalización, una narración, un acontecimiento. (El hombre…, pág. 90).
El interés que Dardel siente por el mito no se niega. Varias veces volverá
sobre esta cuestión, en la que desarrollará un punto de vista cercano a los análisis
de Maurice de Leenhardt, pero también de Van der Leew y de Eliade12. Su
concepción fenomenológica del mito conduce a Dardel a entrever un modo de
compromiso prioritario en el ser, una ontología espontánea alternativa a la
ontología metódicamente elaborada por la ciencia, pero de una dignidad
equivalente.
Puesto que se trata, para el ser humano, de encontrar en un lenguaje la
emoción nativa que suscita en él la experiencia del lugar, la palabra mítica, de
entrada, se impone, y prolonga la emoción en palabras y en imágenes. El
geógrafo debe aprender con el etnólogo, el historiador de las religiones y el de
las civilizaciones una forma de relacionarse con la Tierra que está presente en él
de una forma primitiva y que, en el fondo, le anima a ello, aunque no sea
consciente. Pues el mito «es lo que nunca podemos ver en nosotros, el resorte
secreto de nuestras visiones del mundo, de nuestra abnegación, de nuestras más
queridas ideas»13. No es seguro, en consecuencia, que el geógrafo mítico haya
desaparecido en el movimiento ascensional hacia la geografía erudita. La ciencia
comunica interiormente con el mito, que es como el corazón sensible desde
donde la ciencia emprende el vuelo. Existe, en efecto, una actualidad del mito
que procede del hecho de que designa la zona de la experiencia primordial que
aflora constantemente bajo las experiencias presentes. «Original significa menos
anterior que permanente»14. El mito es una «infancia» persistente en el hombre,
ribetea secretamente su historia en los márgenes de su memoria. Pero el contacto
con las formas sensibles la despierta, la suscita todavía, y permite al ser humano
asentir al fin al mundo. La geografía es tal vez esta infancia o la prolongación
sabia de esta infancia.
La geografía auténtica parece también confundirse, en Dardel, con la
conciencia mítica.
El mito […] se concibe […] en ese sobrecogimento que asalta al hombre en medio de las
cosas […] lo mítico es el lenguaje de un hombre que se siente profundamente solidario con el
mundo, parte del mundo…15.
JEAN-MARC BESSE
1 Cfr. las diversas contribuciones que acompañan a la traducción italiana de la obra de Dardel, L’Uomo
et la Terra (al cuidado de C. Copeta), Milano, Unicoli, 1986.
2 Siguiendo a Henry Corbin, Dardel traduce Dasein por la expresión «realidad humana».
3 L’eau et les rêves, París, J. Corti, 1942. La Terre et les rêveries du repos, París, J. Corti, 1948.
4 Véase L’histoire, science du concret, París, PUF, 1946, págs. 84-85.
5 G. Bachelard, La poétique de l’espace, París PUF, 1957, pág. 2
6 Carl Gustav Carus (3 de enero de 1789, en Leipzig, Alemania, 28 de julio de 1869, en Dresden,
Alemania), amigo de Goethe, fue pintor, psicólogo, naturalista y micólogo alemán. Fue uno de los
miembros más destacados de la Naturphilosophie [N. de la T.].
7 C. G. Carus, «Septième lettre sur la peinture de paysage», en C. G. Carus y C. D. Friedrich, De la
peinture de paysage dans l’Allemagne romantique, París, Klincksieck, 1983, pág. 109.
8 E. Husserl, «L’arche-originaire Terre ne se meut pas», en La Terre ne se meut pas, París, Ed. de Minuit,
1989. Se trata de la traducción del manuscrito de mayo de 1934, publicado en 1940 por M. Faber.
9 «L’origine de l’oeuvre d’art», en Chemins qui ne mènent nulle part, París, Gallimard, 1962, pág. 52.
10 Ibíd., pág. 50.
11 J. Ladrière, L’articulation du sens, París, Ed du Cerf, 1984.
12 Para evocar el contexto intelectual más cercano a Eric Dardel, se puede consultar la obra de J.
Clifford, consagrada a Maurice Leenhardt, Maurice Leenhardt personne et mythe en Nouvelle Caledonie,
París, Jean Michel Place, 1987.
13 «Le mythique, d’après l’oeuvre ethnologique de Maurice Leenhardt», Diogène, 7, 1954, pág. 70.
14 Ibíd., pág. 56.
15 Ibíd., pág. 53.
16 «Magie, mythe et histoire», Journal de psychologie normale et pathologique, 2, 1950. «Le
mythique…», Diogène, 7, 1954.
17 «Le mythique…», pág. 62.
18 «L’esthétique, comme mode d’existence de l’homme archaïque», Revue d’histoire et de philosophie
religeuse, 3, 1965, pág. 352.
19 Ídem.
20 «Le mythique…», pág. 62.
21 «L’esthètique…», pág. 355.
22 J. Ritter, Subjektivität, Sechs, Aufsätze, Frankfurt am Maine, Surhrkamp, 1974.
EL HOMBRE Y LA TIERRA
La Tierra nos enseña mucho más sobre nosotros mismos que todos los libros
EL ESPACIO GEOGRÁFICO
… Bañado en el poema
Del mar, infusión lactescente de astros
Devorando los azures verdosos
El agua no es solamente el espejo que la Tierra tiende al cielo, a los árboles,
a las montañas; tiene su transparencia propia y su misterio. Cruza las imágenes
que ascienden desde las profundidades y aquellas que reenvían el cielo o el río.
La intimidad de la sustancia líquida suaviza el oro frío del reflejo y cava un
mundo de formas movibles que parecen vivir bajo la mirada.
El bosque no es solamente la extensión arbolada en su realidad objetiva.
Pone en duda la totalidad de la existencia. Ha sido formadora de almas y de
sensibilidades. Es un «mundo», tal como lo hace notar Jacques Soustelle, a
propósito del bosque mejicano de Lacandons: «Ver el bosque desde arriba o
desde el exterior, y luego entrar en él es pasar de un mundo a otro… el bosque
tiene sus entradas y sus salidas, como los Infiernos… Tiene su propia atmósfera,
una atmósfera sin sol… la tierra que jamás es tocada directamente por el calor es
un blando lodazal; cada paso nos hunde; las raíces se pudren… hay aguas
inmóviles donde la luz no se refleja nunca; apenas se parecen al agua de tan
oscuras, azules o verdosas. Todo se descompone lentamente, y todo rebrota con
un espeso olor a podedumbre»27. Nuestro universo lógico fracasa con su espacio
riguroso frente a esta masa exuberante y putrefacta opaca a la luz donde la vida
brota continuamente sobre la muerte y donde el cieno exhala la insulsez de la
muerte. Un mundo que traga al hombre, con la luz, y entorpece sus pasos firmes,
sus claras ideas.
En el flujo de las impresiones subjetivas que se une a nuestra aprehensión
de las configuraciones geográficas, el color se transforma en el color del mundo,
revela la sustancia de las cosas, en un acuerdo fundamental de nuestra existencia
con el mundo. El azul del Mediterráneo solicita una participación fundamental a
su profundidad, a su nitidez. El azul del cielo actúa de ordinario sobre nosotros
como el fondo que da forma a las colinas y a las montañas, y, al mismo tiempo,
como victoria sobre la pesadez, como fuerza aérea que desmaterializa las
materias terrestres, invita al sueño y a la especulación. A veces, el azul se
comunica a todo el paisaje. Cuando cae el rocío, invade con su paz las orillas
islandesas: «El mundo entero era azul, de un azul pálido velado por el vapor.
Hacia el sur, tenía una tonalidad azul más sombría, pero, por encima de las
montañas, al noroeste, flotaba, delicada y ligera como la bruma, un resplandor de
un violeta purpúreo… La ciudad se dormía en el nido de la noche. Las
humaredas que se levantaban por encima de los tejados no tejían más que un fino
velo azulado. El mar también parecía dormir. En los arrecifes refluía, evaporado
casi al instante, un imperceptible vaho. La bahía se transformó en un inmenso
espejo azul como el cielo, ese cielo tan puro de donde descendían blandamente
la paz y el reposo de la noche …»28. La percepción de sinestesia nos da acceso a
una cierta intimidad de la materia geográfica. Hay colores calientes, como el
amarillo de las mieses o de la arena, que elevan el tono de la vida y que alegran
el mundo; colores aterciopelados como el verde de ciertas hojas y prados que
traicionan la naturaleza de las cosas sin la mediación del conocimiento.
El color, relación directa del hombre con el mundo, unido al movimiento y
a la sustancia, nos permite «ver» inmediatamente la eclosión de las flores, la
madurez de los frutos, la aridez del desierto, la dureza del granito. Cuando las
realidades salen de ellas mismas y vienen a nuestro encuentro, participamos del
propio ritmo del mundo, de sus fuerzas en lucha: Jean Nogué escribía: «Los
rojos de un cielo encendido nos transmiten una conciencia dramática del
universo, a la que sigue una forma especial de recogimiento a medida que la
sombra acaba de insinuarse a través de lo visible.» La realidad geográfica
resuena de esta forma en nosotros. Un Beethoven, un Weber o un Debussy han
sido capaces de percibir y transmitir la armonía musical que vibra en el espacio
campestre, silvestre o marino.
Movimiento, combate, acontecimiento, todo ese dinamismo se deja adivinar
en el espacio concreto de la Tierra. La intuición especulativa de Whitehead, para
quien el mismo espacio está en relación con los acontecimientos, es bastante
cercana a la visión del poeta que, con Victor Hugo, cree sorprender bajo la forma
de dos peñascos chorreando espuma marina «dos combatientes sudorosos»;
bastante cercano al lenguaje corriente que deja pasar algo de esa experiencia
elemental de la realidad-acontecimiento. La alta montaña se «alza» por encima
del valle y «destaca» del macizo vecino puesto en valor por las vertientes que
«tiene enfrente». La localización de esta montaña resulta de las relaciones
recíprocas entre lugares-acontecimientos. ¿Cómo evitar abrir de este modo la
espacialidad del espacio geográfico en su perspectiva temporal? ¿Acaso la
geografía no es, a fin de cuentas, una cierta manera de ser invadidos por la tierra,
el mar, la distancia, de ser dominados por la montaña, conducidos por la
dirección, actualizados por el paisaje como presencia de la Tierra?
Temporalización de nuestro entorno terrestre, espacialización de nuestra
finitud, la geografía se dirige, más allá del saber y de la inteligencia, al hombre
mismo como persona y como sujeto. Un elemento cuyo sujeto no es esencial
interviene, lo más a menudo a su pesar, en su experiencia geográfica: la
iluminación, tal como señala Merleau-Pointy, «no está del lado del objeto»; es
«lo que nos hace ver el objeto», está entre nosotros y de ordinario se nos escapa
para posarse sobre el paisaje. El mismo lugar cambia según la estación o la hora.
Para el habitante de las brumas nórdicas, la Provenza es algo muy distinto a lo
que es para el marsellés o el ciudadano de Niza. Pero, a menudo, se necesitan
condiciones excepcionales para que la iluminación «aparezca»; es necesario, por
ejemplo, que los rayos del sol, como ocurre en las regiones polares, alcancen
muy oblicuamente el suelo y se reflejen: «El sol, esta noche, se ha quedado por
encima del horizonte. Durante horas, iluminará el suelo con su luz rasante. […]
Al sol de medianoche cada convexidad, cada pliegue del suelo, cada surco de la
nieve, acentuará su relieve. No hay otro momento como este para sacar
fotografías excepcionales…29», observa en Groenlandia André de Cayeux.
Cómplice de nuestra subjetividad no significa imaginario.
Tan poco imaginario como el hecho de que, en las experiencias de habitar,
construir, cultivar, circular, la Tierra se experimente como base. No solamente
punto de apoyo espacial y soporte material, sino condición de cualquier
«posición» de la existencia. De cualquier acción de posar o reposar. El sueño,
declara Emmanuel Lévinas, mezclando nuestras relaciones habituales con lo que
nos es particular, nos invita a replegarnos en esta base para ponernos en contacto
inmediato «con el lugar soporte del Ser». Al acostarnos y acurrucarnos en un
rincón para dormir, nos abandonamos al lugar, y este se transforma en nuestro
refugio en tanto que base 30. En nuestra primera relación con el mundo, tal como
se manifiesta en ese gesto banal, nos abandonamos «a las virtudes protectoras
del lugar», firmamos un pacto secreto con la Tierra, expresamos con nuestra
conducta que nuestra subjetividad de ser humano se retira a ese terreno seguro
para posarse, o mejor, «reposarse». Es de ese «lugar», base de nuestra existencia,
de donde, despertándonos, retomamos conciencia del mundo, audaz o
circunspecto, y salimos a su encuentro para actuar. Existe algo tan primitivo en
ese lugar donde la conciencia se yergue para mantenerse frente a los seres y los
acontecimientos que «su hogar», el país natal, el lugar de referencia, es, para
hombres y pueblos, el lugar donde se duerme, la casa, la cabaña, la tienda, el
pueblo. Ante todo, habitar una tierra es confiar, por así decirlo, en lo que hay
debajo de nosotros para poder dormir: la base donde se recoge nuestra
subjetividad. Para nosotros, existir es partir de ahí, de lo que es más profundo
que nuestra conciencia, de lo que es «fundamental», para destacar en el mundo
circundante los «objetos» a los que dedicaremos nuestros cuidados y proyectos.
Elemento ni abstracto ni conceptual, sino concreto. Antes de cualquier elección,
existe ese «lugar» que no hemos escogido donde se efectúa la «fundación» de
nuestra existencia terrestre y de nuestra condición humana. Podemos cambiar de
lugar, desplazarnos, pero seguiremos buscando un lugar; requerimos de una base
donde posar el Ser y cumplir con nuestras posibilidades, un aquí desde donde se
descubre el mundo y un allá a donde dirigirnos. Cualquier hombre tiene su país
y su propia perspectiva terrestre. Desamparo del exiliado, del deportado a quien
le son retiradas las bases concretas y propias de su ser, le quedan multitud de
«objetos»: árboles, colinas, casas, pero está herido en su propia subjetividad y no
hay razón que pueda devolverle el valor perdido de esos objetos, ya que no
puede recuperarlos. El hecho de descansar en «tu» casa sobrepasa el contacto
material con el suelo, pero para que la Tierra sea la razón más concreta y más
normal de ese reposo, se cuestionan las mismas bases de la existencia31.
La Tierra, en tanto que base, representa el advenimiento mismo del sujeto,
cimiento de cualquier conciencia que se despierta; anterior a cualquier
objetivización, se mezcla a toda toma de conciencia, de donde surge el hombre
en el ser, sobre el que erige todas sus obras, el suelo de su hábitat, los materiales
de su casa, el motivo de su esfuerzo, a lo que adapta su preocupación por
construir y erigir. Que, a fin de cuentas, haya algo inexpresable y oscuro en esa
relación «fundamental» con la Tierra es lo que nos dice Heidegger en su estudio
titulado Vom Ursprung des Kunswerkes. Visión del templo griego edificado
encima del mar: «El edificio se yergue, en silencio, sobre la roca. Obra humana,
descansa sobre el soporte rígido que le ofrece el peñasco cuya masa oscura se
amontona sin razón alguna. Se alza inquebrantable bajo la tempestad que ruge y
la desvela en toda su violencia. El resplandor que desprende la piedra, que no
brilla más que por un don del sol, presta al día toda su luz, al cielo toda su
inmensidad, a la noche toda su oscuridad. Domina y su firme estatura hace
visible el invisible espacio aéreo. Inquebrantable, la obra de los hombres se
mantiene apartada de las olas y su silencio hace que retumbe su estruendo. El
árbol, como las hierbas, el águila y el astro, la serpiente y la cigarra revisten
entonces una forma distinta a la suya para aparecer tal como son. Ese hecho de
salir a la luz y abrirse totalmente es lo que los griegos designan con el nombre de
Physis, concepto que nos da una idea acerca de aquello sobre lo que el hombre
crea su hábitat. Nosotros lo llamamos la Tierra…». No es necesario decir que en
ese pasaje la Tierra, olvidando su significado propiamente geográfico, designa el
fondo oscuro de donde todos los seres salen a luz. La esencia de la Tierra es
aquello que siempre se esconde bajo cada uno de los seres y que luego sale a la
luz. El trabajo del hombre consiste, al construir el templo, en sacar la piedra, el
metal, la orilla, la noche, de su torpeza, de su oscuridad original, sin llegar jamás
a sustraerlos enteramente de la Tierra, que queda en la sombra y los disimula. El
hombre combate sin tregua: de día, dando a las cosas un sentido, una grandeza,
un distanciamiento, haciendo emerger un mundo; de noche, el combate se libra
en el fondo oscuro de la «Tierra» al que regresa la obra humana cuando,
abandonada, vuelve a transformarse en piedra, madera y metal.
Aunque aquí se nombre a la Tierra en un sentido que sobrepasa su acepción
geográfica, la elección de este término no es meramente arbitraria. Es de la
Tierra como profundidad chtoniana32 de donde extraemos la piedra. Pero el
elemento «terrestre» de la piedra se resiste a nuestros esfuerzos para penetrar en
su naturaleza. Podemos romperla en mil fragmentos y nunca encontraremos nada
en su «interior» que nos descubra su secreto. La piedra deja entre nuestras manos
una cifra, un peso, pedazos. Pero ella «ya se ha retirado a la torpeza sorda de su
peso y de su masa». Cuando queremos reducir la geografía a un puro
conocimiento objetivo, el elemento propiamente terrestre de la Tierra
desaparece. Las nociones y las leyes que podemos extraer no conservan su valor
más que si las arrancamos en un combate a algo que continúa escondiéndose, a
una existencia animal. Es esta lucha incesante de la luz y de la oscuridad, del
Hombre y de la Tierra, la que confiere a cualquier construcción humana lo que
tiene de concreto y de real y, de alguna manera, cualquier descubrimiento,
cualquier «geografía», a la vez que es concesión a la Tierra, abandono a la fuente
que nos hace ser, manifiesta nuestra historicidad fundamental.
Inversamente, el espacio terrestre aparece como la condición de realización
de toda realidad histórica, a la que da cuerpo y asigna a su lugar. Podríamos
decir que es la Tierra la que estabiliza la existencia. En el ritmo de la vida, aporta
el elemento de reposo y de distensión que atempera su inquietud y su tensión. De
las extensas llanuras, de las montañas y del océano, del trabajo de la tierra, de la
vegetación y de los ciclos de la vida orgánica, emana calma y equilibrio. Como
destino para el hombre, la Tierra es, por excelencia, la circunstancia (circum-
stare) que se alza a su alrededor y mantiene su presencia como compromiso en el
Ser. El lejos y el cerca, la vertiente del sol y la vertiente de la sombra, la huida
horizontal de las riberas y de los campos, la verticalidad de las altas cimas,
confirman en cualquier instante la existencia de su presencia, como
espacialización del mundo, emersión por encima de las cosas
El hombre busca la Tierra, la espera y la llama con todo su ser. Incluso
antes de haberla encontrado, la presiente y la reconoce. Pierre Loti contó cómo,
en su infancia, la mar, que era la tendencia profunda de su ser, hizo que la
reconociera: «De pronto, me detuve, helado, temblando de miedo. Ante mí
aparecía algo, algo sombrío y susurrante, algo que había aparecido por todos
lados al mismo tiempo, algo que no parecía tener fin: una extensión en
movimiento que me daba un vértigo mortal… Evidentemente era eso: ni un
minuto de duda, ni de asombro de que así fuera. No, nada más que el terror:
reconocía y temblaba…». ¿Cómo puede reconocerse lo que no se conocía de
alguna forma? Presentimiento o aspiración. Las realidades geográficas esbozan
un simbolismo del alma que, en un primer momento, nada tiene que ver con el
saber, pero que la ciencia retoma luego en un nuevo proyecto. Así, lo que el
hombre busca en la Tierra es un «rostro», una cierta acogida. Es por ello que
expresa su decepción cuando esta no le tiende más que la pura objetividad de un
existente brutal. «En la zona en que comienzan los peñascos y los glaciares,
escribe Jean Proal33, la montaña pierde cualquier rastro de lo que podríamos
llamar su humanidad… No es sobrehumana, es inhumana. No rechaza al
hombre, lo ignora». Rechazar es, en cierta forma, ratificar su existencia,
confirmarle en el Ser. Ignorarlo es quitarle cualquier significación, cualquier
valor, librar al absurdo total al hombre afianzado al ser en un mundo que no está
hecho para él, exponiéndole a la angustia del existente que se siente «de más» y
busca excusas.
Jean Grenier nos mostró que el hombre puede sentir un vértigo geográfico
ante «la revelación» de ciertos paisajes terrestres ante los que se siente abrumado
por su exceso, por su sobreabundancia, tal como le ocurrió al personaje que,
descubriendo el Sena a través de la ventana de su habitación, «un inmenso
espacio donde se arremolinaban los árboles, los cielos, las viñas y las iglesias»,
se deshizo en llanto «no por admiración, sino por impotencia». En la realidad
humana la vida se hace sorpresa ofreciéndose totalmente y siendo, sin embargo,
completamente inaccesible, aniquilamiento súbito de una existencia que
comprende la mediocridad de su propia vida. El mismo autor habla también de
esos espectáculos en los que, en determinadas situaciones afectivas, provocan
una atracción irresistible, un vértigo, un deseo a muerte, cuando la belleza del
paisaje o la intensidad del sol crean un vacío alrededor del hombre y le entregan
a la tentación de unirse a la nada, como ocurre en las terrazas de Capri o en la
Giralda de Sevilla34. Situaciones, sin duda alguna, extremas y que dan cierto aire
de verosimilitud humana a ciertas leyendas, demasiado utilizadas y muy
degradadas, como la antigua tradición de las Sirenas. Y, sin embargo, no
debemos olvidar esta experiencia de un «fulgor del ser», de un comienzo
absoluto del existir que hace del encuentro con la Tierra algo muy distinto a un
espectáculo banal e insignificante: una superación extasiada de la mediocridad
cotidiana, sobrevolar, una evasión a una nueva dimensión del ser, tal como
buscaban de distintas maneras los antiguos cultos orgiásticos y las religiones de
la ebriedad sagrada.
HISTORIA DE LA GEOGRAFÍA
Las relaciones del hombre y de la Tierra han sido trastornadas por las
grandes concepciones proféticas. En la doctrina persa de Zoroastro podemos ya
apreciar que la verdad sobre el mundo es una revelación que el Reformador ha
recibido para que se comunique a los hombres. Ahura Maz-da es claramente
presentado como el creador del mundo: «¿Quién asegura la solidez de la Tierra y
del espacio para que no caigan? ¿Quién es el creador de las aguas y de las
plantas? ¿Quién ha dado su velocidad a los vientos y a las nubes? ¿Quién fue el
benéfico creador de la luz y de las tinieblas?». Es cierto que de los antiguos
fondos religiosos de los persas subsisten divinidades, los Amesha spenta, que
presiden las «regiones» de la naturaleza: el ganado, el fuego, los metales, la
tierra, el agua, las plantas. Anahita, diosa del agua y de la fecundidad, conserva
un carácter claramente naturalista, como puede apreciarse en el himno que le es
consagrado: «Ella tiene mil bahías, mil afluentes y cada una de esas bahías y
cada uno de esos afluentes requiere cuarenta días para ser recorridos por un buen
jinete y la desembocadura de uno de esos ríos se extiende sobre cada una de las
siete partes de la tierra…». Pero estas potencias están claramente subordinadas al
señor del universo, Ahura-Mazda. En cuanto a las potencias malignas, el
invierno, la serpiente, las tinieblas, los astros malvados, se degradan al rango de
demonios. Pero, ante todo, la mitología persa tiene un sentido netamente ético y
escatológico. La tierra, las aguas, la vegetación, el ganado, forman parte del
inmenso combate que enfrenta en el mundo entero el bien al mal, hasta el triunfo
final de la luz sobre las tinieblas.
Pero es en la profecía bíblica donde debe buscarse la interpretación mejor
pergeñada de la historia del mundo, también la más importante, ya que del
pueblo hebreo se transmite al Judaísmo, al Cristianismo y, en cierta medida, al
Islamismo.
Respecto al mundo mítico, la posición monoteísta y profética es una
revolución. La exigencia interna de la revelación bíblica hace volar por los aires
los marcos de la experiencia y de la concepción míticas del mundo; rompe el
vínculo orgánico entre el hombre y la Tierra, ese vínculo que el hombre, incluso
cuando lo recupera como potencia nutricial y protectora, busca instintivamente
en el pasado, dirigiéndose a los ancestros de los que prolonga la existencia, a la
madre y tíos maternos, depositarios y garantes del flujo vital que lleva en él. Ella
cambia de arriba abajo el significado de la realidad terrestre para el hombre
presente; por último, la jerarquía de valores es derrocada, de tal forma que es el
hombre, en lugar de ser simplemente una forma pasajera, el que ahora domina la
Tierra que, como realidad circundante, ha sido destituida de su papel original; ha
dejado de ser experimentada como una presencia y, por ello, ha perdido su
«alma»; en una palabra, ha sido desa- cralizada, dispuesta, a partir de ahora, a ser
un concepto objetivo y material por parte del hombre.
La Tierra no es origen; no está al principio de la vida y del Ser. Es una obra,
una creación. Por ella misma, no es más que esa sustancia «informe y vacía» del
Caos, «abismo» y «tinieblas», espacio ante el espacio. Antes que «la superficie»
separe las cosas y haga aparecer un espacio, solo «el espíritu de Dios se movía
por encima de las aguas». Esta visión no tiene el sentido de una «historia» del
mundo si nos referimos a un conocimiento del pasado original; está proyectada
hacia el futuro, es profética. Entra en un propósito del Creador, en una Historia,
es decir, en la realización de un sentimiento considerado como fin. La Tierra está
hecha para recibir el verdor, los árboles, «los grandes peces y todos los animales
vivos» y, al fin, al hombre. La Tierra procede del Creador. Está fuera de él y por
debajo de él. La Tierra es en perspectiva de algo. A través de ella, algo debe
cumplirse.
La gran conmoción que se opera en la realidad geográfica, bajo el efecto de
las profecías, del anuncio, de la promesa, es la temporalización de la Tierra y del
espacio concreto. Los conceptos de creación, encarnación, apostolado, anuncian
la llegada de una nueva era; la profecía relativa a los «nuevos cielos» y a «una
nueva tierra» desvían a la Tierra hacia una dirección temporal que atraviesa el
ciclo del eterno regreso de las estaciones, de las vidas y de los siglos. Un
«futuro» sale al encuentro de la Tierra, como realidad actual, y hace del suelo,
del país, del Umwell, el lugar de una historia, de una espera.
El hombre, pues, no puede esperar nada de la Tierra por ella misma. No
puede obtener de ella ninguna verdad esencial. No ha salido de la Tierra, ha sido
«formado con el polvo de la Tierra», pero ha sido «el aliento de Dios» el que le
ha transformado en un ser vivo. Y volverá al polvo de donde fue creado. Pero
Dios le reserva otro destino. Es polvo, pero en la medida en que le basta su
existencia según la Tierra, en la que él se sitúa apartándose del propósito de Dios
de crearlo «a su semejanza», predestinándole a una vida futura. En la medida en
que la Tierra es tomada como valor absoluto en que se separa de la Historia de la
que forma parte, se hace opaca, vana y desesperante. «El sol se levanta, el sol se
pone. Suspira desde el lugar donde se levanta de nuevo. El viento se dirige hacia
el mediodía, regresa hacia el norte reemprendiendo, una y otra vez, las mismas
circunstancias. Todos los ríos van al mar y el mar no se llena; continúan yendo al
lugar donde se dirigían… Lo que ha sido es lo que será y lo que ha ocurrido es lo
que ocurrirá, no hay nada nuevo bajo el sol…» (Eccl. I, 5, vrs). Hoy en día, ese
mundo en que la Tierra es la única preocupación y el único interés, donde todo
regresa y nada ocurre, es un «mundo absurdo», un mundo en que, según el
lenguaje bíblico, «todo es vanidad».
Pero esa misma estancia terrestre cobra un aspecto completamente distinto
cuando se contempla a través del propósito que Dios ha revelado a los creyentes.
No existe presencia; no tiene nada que decir a los hombres, no tiene alma ni
valor absoluto. Solamente se presenta y manifiesta a través de Dios. Entonces se
aparta de la belleza, de la verdad, de la armonía profunda de la Tierra, cuando
toda la creación canta la gloria del Creador. «Que los cielos se alegren y que la
Tierra esté en la alegría, que el mar resuene con todo lo que le habita, que el
campo celebre todo lo que contiene, que todos los árboles de los bosques griten
su alborozo delante del Ser Eterno» (Slm. 96, 11-12). Las colinas de la Tierra,
las aguas del mar, los bosques y las llanuras no son más que «presencias» o
«potencias». Ya no son «seres», todavía no son ni «cosas»; son «dones», señales,
testigos. Una simbología poética y musical se dirige a quien sabe ver y entender,
a quien escucha, incluso en el silencio de la noche y la soledad del desierto, la
Palabra pronunciada sobre el mundo por la voz de los profetas y de los
apóstoles. Los lugares «marcados» por Yahvé, el monte Sinaí, la montaña de
Sión, el Jordán, la «Tierra prometida», no tienen, por sí mismos, valor sagrado.
Son únicamente los lugares de una «historia», los lugares donde algo se anuncia.
Pero todo en la naturaleza puede poner al descubierto el interés que el Eterno
presta a su creación, transparentándose en los fenómenos exteriores el poder de
Dios; nos lo atestigua el grandioso himno del salmo 104: «Te envuelves de luz
como con un manto, y extiendes los cielos como con una cortina. Cimientas tu
habitación sobre las aguas, pones las nubes en tu carroza, cabalgas sobre las alas
del viento.» Nada puede relacionar esta glorificación con el panteísmo, al
contrario: la Revelación se presenta como la afirmación vigorosa del
monoteísmo, como una purificación del espacio.
En una lectura del mundo exterior según el tiempo, la Tierra aparece como
una realidad temporal y, de alguna forma, precaria, fundada en una voluntad
creadora, aclarada en el futuro, situada en una espera, sobrepasada por su
duración provisional, por la eternidad de Dios, limitada por otro espacio que
recupera la noción de los «Cielos», opuestos a la Tierra. Es en esta atmósfera de
la profecía bíblica donde la palabra «terrestre» adquiere pleno significado
respecto a celeste, realidad sustraída a las dimensiones y a las limitaciones de
todos los órdenes del espacio terrestre.
Aunque no despejemos aquí los conceptos objetivos y abstractos de los
Modernos respecto al espacio, no puede menos que considerarse que el espacio,
en la interpretación profética, está dispuesto para un conocimiento de este tipo.
Se asiste a una auténtica espacialización del espacio en el sentido de que, el
espacio, liberado de sus amplificaciones míticas, contemplado como una
superficie, como un mundo desplegado, se ensancha también hasta el infinito del
que toma su unidad como elemento de unificación de todos los existentes,
transformándose en símbolo de la universalidad del mundo en Dios. En este
universo, que, por lo demás, permanece muy real por la historicidad que aporta,
los astros, las montañas, los ríos, los seres vivos, subordinados a la soberanía del
hombre, están disponibles para una comprensión que los sitúe en su realidad
subsistente y útil. Para que ese punto de vista prevalezca definitivamente, bastará
con que la idea de una dirección soberana de la Providencia se diluya ante la
idea de las leyes naturales, de una suficiencia y de una permanencia del
desarrollo natural de los fenómenos.
Bajo el efecto del monoteísmo profético, se han dejado de «ver» seres
sagrados en cada peñasco, en cada planta, en algunos animales. Esta
«profanación» o este exorcismo resulta de la condena pronunciada en nombre
del «Dios verdadero» contra los ídolos, los demonios y los «falsos dioses»21.
Cualquier supervivencia de temor o veneración a «baals o astartés», poderes de
la germinación y de la fecundidad, sería, a partir de entonces, «idolatría» y
superstición y sabemos con qué acritud el profeta Amos fustigaba incluso el
culto idólatra al mismo Jehová: «Cambiaré vuestras fiestas en duelos y todos
vuestros cantos en lamentaciones…». Se pronuncia la sentencia de muerte contra
esos supervivientes de la superstición; el apóstol Pablo, dirigiéndose a los
Corintios, resume ese punto del pensamiento profético: «No existen ídolos en el
mundo, ¡solo hay un Dios!». La piedra y la madera, el astro y el manantial
regresan a su «fondo» oscuro a donde son arrojados al margen de la «Verdad», a
las tinieblas del paganismo. Lo que las cosas del mundo exterior pierden de este
modo, transformándose en simplemente «terrestres», es decir, en precarias y
pasajeras, es el hombre quien lo gana elevándose, por su vocación espiritual, por
encima de la naturaleza y de su propia «naturaleza».
Pero, por otro lado, convirtiendo la vida humana en un intervalo en el que
debe hacerse algo, frenando el gozo de los bienes terrestres y la contemplación,
la ética judeo-cristiana, sin haberlo buscado a propósito, ha lanzado las
inteligencias y las energías humanas a un ascetismo del actuar en la exploración,
puesta en valor y conocimiento de la Tierra.
3. LA GEOGRAFÍA HEROICA
Resulta difícil imaginar en nuestra época otra relación del hombre con la
Tierra que no sea la del conocimiento objetivo propuesto por la geografía
científica. Esta voluntad de promover un orden espacial y visual del mundo
responde a la tendencia general del pensamiento occidental en los tiempos
modernos. Visualización del mundo en imagen universal, en representación, que
el hombre tiene delante de él para dominarla mejor. Como demostró Heidegger
en sus Holzwege1, tal objetivación del mundo desde el Renacimiento, y sobre
todo después de Descartes, procede de la asunción plena por parte del Hombre
de su subjetividad, en el sentido de que acepta como único fundamento de la
verdad la certitud interior del yo, a diferencia del hombre antiguo, para quien el
mundo se desvela a sí mismo, que vive, por así decirlo, bajo la mirada de las
cosas circundantes y se ve, en esta «aparición», determinado como destino. A
diferencia, también, del hombre medieval, que somete su pensamiento a la
autoridad de una verdad revelada, transmitida por la doctrina cristiana, el
hombre de los tiempos modernos se cree y se acepta como dueño soberano de la
verdad; no admite otra garantía que la que él mismo puede darse, siendo esta
libertad la que está en la base de cualquier fundamento y cualquier razón.
Progresa atacándolo todo, armado con sus medidas y sus cálculos, poniendo
cualquier cosa frente a él, para que obedezca y sirva a su causa.
Es inevitable y saludable que la geografía continúe con su tarea de levantar
la imagen lo más exacta y más completa posible de la Tierra a base de
inventarios, de mapas precisos, de estadísticas ajustadas. Pero es conveniente
recordar que la objetividad no es por sí misma una garantía de verdad absoluta a
la que podamos abandonarnos sin reservas. Una visión puramente científica del
mundo podría muy bien derivar, como nos recuerda Paul Ricoeur2, en una
tentación de abdicar, en «un vértigo de la objetividad», en un «refugio cuando
estoy harto de querer y la audacia y el peligro de ser libre me pesan». Es para
nosotros una obligación moral y un deber de probidad intelectual recordar que el
hombre moderno saca su objetividad de su propia subjetividad de sujeto, que es,
en última instancia, su libertad espiritual, juez de la verdad, y que no puede, sin
renunciar a su humanidad, alienar su soberanía. «Este ser de razón que es el
hombre en el siglo de las luces, dice Heidegger, no es menos sujeto que el
hombre que se comprende como nación, que quiere ser pueblo, que se impone la
disciplina de la raza y, a fin de cuentas, se apropia de la Tierra para dominarla».
En el momento en que se propaga por todas partes este tipo de hombres que
reducen el espacio a objeto, la Tierra en materia prima o en fuente de energía
industrial, que disponen soberanamente de todo e incluso de la vida humana,
debemos admitir que ese resorte secreto que erige al hombre de hoy en día sobre
su propia libertad, no difiere, esencialmente, de una voluntad de poder, tenso con
toda la fuerza de su poder-ser y muy permeable a la pasión. Si incluso nos
olvidamos del uso a veces inquietante que el hombre hace hoy de su soberanía
absoluta en el plan general, reforzando sin cesar «muy objetivamente» su poder
de destrucción, aniquilando «científicamente» vidas humanas en guerras o
campos de concentración, hechos incontestables expuestos en el terreno de la
geografía bastarían para incitar a más prudencia y modestia cuando exaltamos
nuestra visión puramente objetiva del mundo. Estaría bien, por ejemplo, prestar
atención a las advertencias bastante objetivas de un Josué de Castro en su
Geografía del hambre o de un William Vogt en La faim dans le monde. Nos
daríamos cuenta de que habría mucho que decir sobre la manera en que el
hombre dispone de la Tierra como dueño absoluto, provocando, a menudo, la
erosión del suelo o un régimen de carestía alimentaria próximo a la hambruna.
Deberíamos también recordar que en el preciso momento en que Occidente
se las ingenia para someter toda la Tierra a su poder por medio de la ciencia y la
industria, cuando ha desnaturalizado la realidad geográfica en espacios urbanos
y nivela todas las diferencias geográficas bajo una civilización material y
uniforme, se nota cómo se multiplican los medios con que el hombre trata de
evadirse de ese mundo artificial y encontrar en la geografía un contacto más
natural, más directo: turismo, vacaciones pagadas, excursiones, albergues
juveniles.
A menudo, la experiencia geográfica se lleva a cabo dando la espalda a la
indiferencia y al desinterés de la geografía sabia sin caer, por ello, en el absurdo.
Se realiza en una intimidad con la Tierra que puede permanecer en secreto.
Inexpresada, inexpresable es la «geografía» del campesino, del montañero o del
marino. Reprimida en el silencio por torpeza o por pudor, y, sin embargo, tan
viva e intensa que el nexo con la Tierra, la montaña o el mar sobrepasa a menudo
los afectos humanos. En su conducta y en su vida cotidiana, en una sabiduría
lacónica cargada de experiencia, el hombre manifiesta que cree en la Tierra, que
se confía a ella.
Es ahí, en su horizonte concreto, donde una adherencia casi corporal le
asegura su equilibrio, su norma, su reposo. Sobre la Tierra no se discute y sin
ella todo se hunde. Contra el invasor napoleónico, los campesinos rusos
defendían sus tierras quemando sus cosechas e isbas y los españoles se agarraban
a su tierra hasta la muerte. La Tierra, para quien la vive y para quien la muere, no
se parece en nada a la de un saber desinteresado; es el interés por excelencia. La
Tierra es la apuesta de la historia: para unos, codicia del espacio extranjero o
expansión territorial; para otros, defensa del suelo nacional. El mar es una
potencia por la que se lucha: griegos contra fenicios, portugueses contra árabes,
ingleses contra franceses. El cielo, a su vez, transformado en terreno de combate
o vía de comunicación, provoca ardientes competiciones. La Tierra, como
superficie planetaria, ya entra en los conceptos humanos desde que las guerras
son a escala global, desde que se trazan planes para organizar pueblos y
economías alrededor de un océano, para un continente entero o para el conjunto
del planeta.
La inteligencia del hombre conecta inmediatamente con la Tierra. En
algunos casos bajo la forma de una colusión sorda. En el extremo occidental de
Bretaña, donde las olas furiosas, monstruosas, atacan los peñascos y lanzan los
navíos a la costa, Michelet escribe en su Tableau de France3: «La naturaleza es
atroz, el hombre es atroz, y parecen entenderse. Desde que el mar les arroja un
miserable bajel, corren hacia la costa hombres, mujeres y niños para saquearlo.»
Complicidad reconocida en los tiempos antiguos por los lucrativos privilegios
feudales, derecho a saqueo (droit de bris en Bretaña, o de varech en Normandía).
De ordinario, esta inteligencia con la Tierra es el acuerdo del campesino con la
subida de la savia o con el «tiempo», la del marino con el viento o las corrientes.
Para aquellos que pueden expresar ese vínculo profundo, la Tierra es «el país»,
esa experiencia primera e inolvidable, esa mirada asombrada del niño al que se
le abre el conocimiento de un mundo más vasto. Cantando las «movedizas
nieblas y las nubes voladoras» de su Flandes natal, Émile Verhaeren, escribía: