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Publicado en 30/09/2015
El pasado práctico
Leer a Hayden White es una buena manera de empezar el curso, porque sus propuestas son
siempre sugestivas. Su último libro es una colección de ensayos sobre las virtualidades
heurísticas de la distinción conceptual que Michael Oakeshott introdujo, en los años
ochenta, entre ‘pasado histórico’ y ‘pasado práctico’. El primero es el pasado de los
historiadores, un constructo teórico que solo existe en los textos publicados por los
profesionales de la disciplina. Es un pasado que nadie vivió ni experimentó como tal
durante su presente y cuya construcción es un fin en sí mismo, que responde a la pregunta
rankeana “¿qué es lo que realmente ocurrió?” y no tiene más objeto que contar “la verdad
sobre la historia”.
El pasado práctico, por su parte, es esa porción del pretérito a la que acudimos
cuando tenemos que responder a la pregunta kantiana “¿qué debo hacer?”, es decir, cuando
lo que está en juego no es tanto establecer los hechos como ponderar los valores y, sobre de
todo, hacer algo. Ese pasado se identifica con lo que Reinhart Koselleck llamó ‘espacio de
experiencia’, ese pasado presente cuyos acontecimientos hemos incorporado y podemos
movilizar para guiar nuestra conducta o pronosticar el futuro, y que tiene la textura palpable
de la vida.
Los dos pasados remiten al mismo referente: el ‘pasado real’, que es la totalidad de los
acontecimientos y entidades que una vez existieron pero ya no existen, y que en muchos
casos han desaparecido sin dejar huella. Y la diferenciación entre ambos tiene una base
histórica. Cuando se profesionalizó la disciplina, los historiadores recurrieron a modelos
científicos para asegurar su conocimiento y se alejaron de la literatura y la retórica. El noble
sueño de la objetividad redujo la dimensión práctica de la historia. Al mismo tiempo, sin
embargo, la novela realista ―cuyo fundamento estético es el historicismo, como percibió
Eric Auerbach― no renunció a tratar el presente como historia ni se limitó al conocimiento
científicamente verificable, y así pudo dar forma a una idea práctica de la historia.
De todos modos, hay que subrayar que estos dos pasados son más bien tipos ideales, en el
sentido weberiano, que descripciones rigurosas sobre los fines de la historia. A este
respecto, no puede soslayarse que la codificación e institucionalización de la historiografía
es paralela a la construcción de los estados-nación, a cuyos intereses sirve apuntalando la
creación de identidades nacionales. Una duplicidad solo aparente, por lo demás, puesto que
está en consonancia con las ideologías y filosofías dominantes en aquella época, según las
cuales el conocimiento debía ser a la vez desinteresado y útil. Sea como fuere, aunque la
dicotomía entre pasado histórico y práctico sea una idealización, tiene la virtud de señalar
un punto ciego de la historiografía que es preciso iluminar.
Para ello, White propone dar dos pasos en el mismo sentido. Primero, hay que dejar de
equiparar la literatura con la ficción, entendida como fantasía. Novelas como Pastoral
americana de Philip Roth, Austerlitz de W. G. Sebald o Beloved de Toni Morrison son
claramente literatura, pero no estrictamente ficción, puesto que su referente último es el
pasado real, sobre el que nos comunican aspectos que el pasado histórico no puede
transmitir. Y segundo, hay que dejar de identificar la historia con la ciencia y asumir que
pertenece a los discursos artísticos en prosa. Así se apreciará nuevamente, por ejemplo, la
historiografía romántica, en la que había lugar para la imaginación, la intuición, el
apasionamiento e incluso el prejuicio sin dejar por ello de transportar un conocimiento
valioso. La categoría que puede contener tanto la historia como la literatura es, según
White, la ‘escritura literaria’, que es aquella en la que domina la función poética del
lenguaje y que tiene por objeto presentar ―no representar― una realidad ausente ―ya sea
imaginada o desaparecida.
La reconciliación entre historia y literatura deshace también la oposición entre los pasados
histórico y práctico, es decir, entre un pasado teóricamente motivado por y para
historiadores y otro pasado prácticamente orientado por y para el conjunto de la
sociedad. Quizá no todo el mundo coincida con los medios, pero cuesta no estar de acuerdo
con el fin. Este no es otro que el que White lleva persiguiendo desde su lejano y seminal
artículo sobre el peso de la historia: hacer realidad el deseo de dar a la historia una utilidad
para la vida.
Publicado en 29/01/2014
Historiografía de la liberación
En 2013 se han cumplido cuarenta años de la publicación del gran libro de Hayden White:
Metahistoria. Es un buen pretexto para adentrarse en la obra del más famoso teórico de la
historia de la segunda mitad del siglo veinte. Y esa es la oportunidad que nos brinda
Herman Paul con su Hayden White, donde repasa el itinerario intelectual del maestro y nos
invita a leer sus textos, o a releerlos conociendo el lugar que ocupan dentro de su extensa
producción. Mientras esperamos que aparezca el próximo —y quizás definitivo— volumen
de White, provisionalmente titulado The Practical Past, el libro de Paul es una excelente
lectura para comprender su obra y deshacernos de algunos de los equívocos que ha
generado.
Herman Paul estructura su recorrido en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende en
torno a una década de la vida del biografiado, desde los años cincuenta. Es un gesto que
recuerda a la práctica editorial del propio White, que acostumbraba a reunir sus artículos
más significativos en forma de libro cada diez años aproximadamente. Pero dentro del
orden cronológico sobresalen algunos motivos recurrentes que nos ayudan a conocer las
líneas maestras de un pensamiento en constante efervescencia. Veamos cuál es su figura.
El primer motivo es la carga de la historia. En 1966, White publica bajo esa rúbrica un
artículo seminal en el que critica la historiografía académica por su incapacidad para
conectar con las preocupaciones del presente. Frente a ella, sugiere una renovación
conceptual de la disciplina que se inspire en la revisión de la historiografía romántica, en la
que percibe el designio común de elucidar los efectos de la revolución en la construcción
del mundo moderno. De ahí concluye que el historiador no ha de entregarse tanto a la
rememoración en sí cuanto a la exploración del pasado para promover en el presente una
acción ética basada en el principio de responsabilidad. Debe desvelar el carácter construido
de todas las tradiciones y enseñar que es posible recibirlas críticamente, rehacerlas o
incluso traicionarlas. Porque, en suma, el cargo del historiador es liberar al presente de la
carga de la historia.