You are on page 1of 9

EL AMOR ES UN PELLIZCO

1
El padre, sentado en una silla baja, de paja, con una botella de grapa entre las piernas y
un vasito minúsculo del que de vez en cuando bebe. Se oye el vaivén de las olas detrás y
cierto vaivén de su cuerpo. Habla a los otros pasajeros, sentados en la borda, su
audiencia.

MARINO
Nosotros vinimos a la Argentina con una mano atrás y otra adelante.
Dieciséis años tenía.
Una pavura!
Me temblaban las rodillas cuando subí al barco…!
Miraba la mar y me castañeteaban los dientes.
Primero se fueron otros. Niccoló Bruno. Nicola Carrillo. Pasquale Casertano. Luigi
Ciccone, Antonio Cimiotta, Michele Scavone y Giulio D’anna con la Dora que era la
esposa. Me los acuerdo de todos. Después me tocó a mí. Cada uno que se iba a la América
iba a la muerte. Casi nunca uno se enteraba después qué hicieron, nunca mandaban cartas.
Nosotros teníamos la guerra. Teníamos la camorra. Cuando no te mataban en la guerra, te
mataba la camorra. Lo importante era no levantar la testa del suelo. Usted, él, levanta la
testa del suelo y es hombre muerto. Eso es lo que te enseñan las naciones.
Uno tocaba la acordeona en el barco.
Otro tocaba la armónica.
Yo me secaba las lágrimas con la manga de la chaqueta.
Una chaqueta toda raída, mugrosa.
Es feo irse de la patria.
No me vengan con eso de conocer mundo!
Mi mama no me acompañó a Genova.
Ninguno vino conmigo a Genova.
Frosinone a Génova, un camino muy largo.
Nadie viene a despedirlo a uno. Eso lo sabe después. En ese momento, ¡los quiero ver!; uno
marcha arrastrando los pies igual que si estuviera condenado a la galera; la garganta se le
seca que no se puede pronunciar palabra. Los llantos, los sollozos atascados. Después uno
entiende a la gente. No viene el que está apurado, el que tiene sus trabajos y no viene el que
tiene pena. Todos ellos no vienen y a uno le pesan los pies como si fuera un miserable
desgraciado picado de los escorpiones.
Estaban los paisanos que viajaban con uno. Ellos estaban, ellos venían también. Maltempi,
de Oliviere, Messina. Giovanni Albano, Potenza. Antonio Miniello, Molise. Pasquale
Luciano, Molise. Pietro e Inmacolata Saracino, de Taranto. Michelangelo Pellegrino, de
Ceccano, eso también es Frosinone. Y estaba el aire de mar, cómo este. Pero aquel aire era
menos amable y te cortaba la cara. Después no había nadie.
¿Quiere una copa señor? A la señora no le ofrezco porque es muy fuerte.
La grapa es bebida de hombres.
¡Pero yo estaba enamorado cuando salí de Frosinone!
Capaz el amor me acompañaba.
El dolor es doble cuando uno está enamorado.
El del que se queda y el del que se marcha.
El dolor es más fuerte.
¡Enamorado!
Si todavía digo la palabra y me entra una risa.
Enamorado como un gato de una muchacha, una jovencita. ¿Cómo se dice? Una fanciulla.
Luego de una pausa, buscando la palabra, mordiéndose la uña del pulgar.
No importa cómo se dice.
Zita, la llamaban en la casa.
Zita.
Me puse de rodillas, le besaba las manos. Escápate conmigo, Zita. Vente a la América
conmigo. ¡Qué se iba a venir! No la dejaban venir, el padre. La tenía vigilada. La madre la
acompañaba a todos lados: yo no me la fuera a robar. Puerca miseria de la madre y del
padre. La madre y el padre y los siete hermanos, se la fueran a dar por culo, perdone la
expresión la señora, los siete hermanos y el padre y la madre que hacían la vela de Zita.
Paciencia…!
Otra pausa.
Paisano, el amor es un pellizco.
Y el barco no me iba a esperar.

2.
El barco no espera.
Uno sube o no sube
¡Y qué pavura!
Veníamos Infantino y yo. Los dos del mismo pueblo.
Dos tirifilos, flaquitos, muertos de miedo, nos levantaba en el aire la ráfaga de viento.
Los dos a la Argentina, en el mismo barco. Y los otros. Maltempi, de Oliviere, Messina.
Giovanni Albano, Potenza. Antonio Miniello, Molise. Pasquale Luciano, Molise también.
María Giuseppa Salerno, solita, de la Campania. Otra donna: Angelina Maccli, de Messina
en la Sicilia, ésta venía con el marido. ¡Pero era de hermosa que se la codiciaba todo el
barco! ¡los trabajos que le daba la Angelina Maccli al marido! Y una más, pero tuertita:
María Apolaro, de la Calabria. Puedo seguir, me los acuerdo a casi todo.
Ah, sí. Ustedes me ven acá, ustedes me ven así, con esta cara de estúpido. ¡Pero hay que
irse de la casa de uno, de la tierra de uno!
Traía queso, pan y la cartilla. Porque en la Argentina te pedían la cartilla.
Nombre y apellido completo: Marino Recchi.
Años: Dieciséis años.
Sabe leer y escribir? No.
Sabe montar a caballo? Sí.
Sabe nadar? No sabe.
Nombre de la madre y del padre: Luciano y Rosa.
Señas particulares: Una cicatriz abajo en el pescuezo de cuando me caí del álamo.
Todo fue llegar a Génova y subir al barco.
Después, después… ¡hace tanto tiempo!
Veo todo borroso, todo negro después.
Ustedes nomás viajan de paseo, no saben lo que es ver todo negro.
Un día veo al capitán y le pregunto: “Señor capitán, excuse que yo soy nomás un
inmigrante bruto, pero acá, en el medio del mar, ¿no hay maremotos? No hay peligro de
que las olas se levanten y nos coman a todos?”
Lo que se habrá reído el Capitán con la pregunta.
Yo me moría de miedo, me cagaba en las patas.
Qué pavura…!
Los marineros por hacerme chiste me decían: Agárrate a la tortuga del mar, Marino, si te
caes al mar. La tortuga te llevará directo, directo, al reino de las tortugas donde vive una
muchacha verde bellísima, la reina de todas ellas, con tetas gordas y verdes.
Y dale los marineros con la rondinela.
Todos los días me contaban un cuento nuevo del mar.
Un monstruo nuevo. Yo me secaba las lágrimas con la manga de la chaqueta.
Hasta el día de hoy, cuando veo un marinero, escupo al piso.
Silba una melodía que pudo ser del barco
En la Argenitna uno le pierde miedo a todas las cosas, al granizo y a la sequía, a la plata y a
la miseria, a los políticos, a la tripa que cruje más horrible que el trueno. En la Argentina
uno le pierde hasta el miedo al olvido…
En el barco, le tenías miedo al tiburón.
En la Argentina, el miedo hace un callo; no duele.
Hice cinco hijos, cuatro viven, doce nietos. Todos los hijos saben leer y escribir, todos los
nietos van a la escuela. Mi mujer le cambia los paños al Niño Jesú cuando viene el fin de
año y arman el pesebre en la iglesia. Le pedimos al cura que haga un altarcito a Santa María
Assunta que es la santa que gobierna en Frosinone. Alla, en mi tierra. Mi mujer hace
caridad en la iglesia todas las fiestas católicas. La plata para la caridad se la doy yo, es mía.
El campo es mío, la tierra. Hasta allá al final, donde se pierde la vista, todo el verde es mío.
El verde y el trigo.
Puede ver bien desde acá?
No se pare, señora, que se puede marear.
Es la tierra. Más allá de esa tierra, está mi tierra.
Pero aquel día que dejé todo…
Desde aquel día la Zita se me quedó clavada.
Quedó clavada en Frosinone y me quedó acá (señala el pecho).
Sacudiendo el pañuelito, Adío, Marino, adío. Hice los dos pasos, me di vuelta y ella mordía
el pañuelo cuando la vi. La rabia que le daba que yo me fuera sin ella.
Un silencio
Paisano, el amor es un pellizco…!
¡Qué pavura!

3.
La botella se terminó; espere que llamo.
(Marino da unas palmadas, viene un camarero que se inclina hasta su boca y él le dice lo
que quiere; el camarero se marcha)
Atanasio Ramírez se llama. Ese no es nombre!
Espérenme un momento que tengo la garganta seca, seca.
Le traen la grapa.
Gracias, Atanasio. Hágame acordar de la propina al final.
El camarero se marcha.
La propina es un combustible en un transatlántico.
La propina es un invento de los ricos que los pobres aprovechan. ¡Iba yo a dejar propina
aquella vez que me subí a un barco para dejar el país!
Acá nomás llegar me mandaron del tío.
Tenía que sembrar; en el campo hay que sembrar.
La semilla no cae sola.
Tardé en encontrar una vieja que escribía las cartas. Uno le pagaba con una moneda, ella
escribía la carta. Ponía las cosas que uno le dictaba, o las cosas que uno quería. Le podía
pedir que tuviera versos de amor. Amarilis se llamaba la vieja que era griega. Algunos le
decían que ser griega y ser italiana era lo mismo. Ella porfiaba que no, porque los italianos
éramos todos brutos y los griegos ganaban siempre las partidas de cartas. Dados, naipes y el
casín, todos los juegos ganaban. O eran muy inteligentes o eran muy tramposos.
Lo segundo capaz.
Escríbale a la Zita, dígale que la recuerdo que le mando el boleto para que venga.
Y yo le daba a la griega las señas de mi pueblo.
Porque yo me quería casar con ella.
Me acordaba de la Zita morena y agitando el pañuelito blanco. Me acordaba que hice dos
pasos, me di vuelta y ella mordía el pañuelo cuando la vi. La rabia que le daba que yo me
fuera.
Y estaba ahorrando la plata para mandarle el boleto y que viniera.
Le expliqué a la vieja que no pusiera cosa ninguna sobre el viaje en barco.
Para que la Zita no se acobardara.
Ninguna cosa ponga sobre el barco, doña Amarilis.
Que la quiero tener a la Zita acá enfrente y hacerle un montón de hijos. Y después de viejos
acordarnos que una vez nos prometimos ser felices. Lo estúpidos que éramos por
preocuparnos de la ausencia. Si al final nos íbamos a pasar la vida juntos! Esto lo digo yo
ahora, pero antes de decirle a la vieja qué cosa sentía yo dentro mío, me pegaba un tiro. Los
hombres de verdad nunca dicen a una mujer que la quieren, ni le cuentan eso a un paisano.
No es propio de hombre andar llorando penas de amor. Nomás cuando uno esta borracho en
la fonda puede soltar alguna palabra. Si sigo así, chupando, capaz le abro mi corazón. Pero
tengo aguante a la grapa. Yo, delante de la griega, como si la lengua me la comía el ratón.
Ni dígale que estoy triste, ni dígale que estoy alegre. Únicamente, dígale que venga.
Las cartas iban.
Tres meses tardaban en llegar.
Ya habíamos plantado y ya estábamos por cosechar.
Y recién para ese entonces había llegado la carta.
Y vuelve.
Vuelve la respuesta.
Un día, vuelve.
No. La Zita no iba a venir sino era con casamiento por poder.
Así puso la madre y que no la molestara más con palabras de amor. Porque la Zita estaba
confundida y ella no quería ningún tipo de confusión si no había palabra de casamiento, por
el Juez firmada, porque acá a la Argentina no iba perderse, a venir la Zita a hacer la puta o
trabajar de fabriquera en las ciudades. Si tenía que morirse de hambre en la Italia como
todos ellos, se moriría de hambre con ellos. Que el pan que parte la familia, lo partiría la
Zita. Y si tenía que casarse con un camorrero para tener un plato de porotos, se casaría con
el camorrero, que ningún deshonor es, al fin y al cabo. La Zita tiene su honra y la Zita
conservaría su honra.
¡Qué rabia me dio aquella carta!
¡Maldita la madre de la Zita!
¡Casarla con un camorrero!
¡Vieja bruja!
Que todos los alacranes de las rocas te ataquen y te piquen!
Tres días con sus noche me lamenté.
Santa María Assunta que abandonaste a tu siervo a manos de una mala pécora! Santa María
Assunta, que nunca fuiste suegra, maldita vos también por la soledad!, gritaba yo noche y
día. Día y noche. Porque el poder, firmado por el Juez cuesta muchos pesos. Cuesta plata.
Una plata que yo no tenía. Una vez, me quise colgar del techo de la desesperación. Me
ataron a la cama y dormí atado no sé cuántas semanas…
Cuando me acuerdo de eso, me ataca una risa…
Paisano, no hay mujer fea, me dice el tío.
Abbondanza, Aurelia, Elettra, Paula.
Nilde, Ombretta, Rosa, Rosina.
Pina, Tina.
Nicoletta!
Paisano, paisano: mujeres sobran.
Mujeres para el casamiento crecen como el rastrojo.
Zita, no.
Zita no hay ninguna.
Qué pavura.
Levanta la botella, queda muy poco. La levanta, hace el gesto de A la salud y bebe del
gollete hasta el final.

4.
Ángela Cuocolo.
Así se llama mi mujer. Es bajita y de piernas cortas. Los ojos los tiene lindos, pero ahora
tiene que hacerse una operación; mi hijo el mayor la lleva a la ciudad para que la vean y el
doctor le dijo que le hacen una operación y ya no ve nublado, vé normal. Es un achaque que
le viene a los viejos, una cosa de nada.
Yo no me quejo, Angela es una mujer buena.
Es laboriosa, trabaja que no levanta los ojos del surco, cuando trabajaba la tierra. Y de la
costura, ahora que está vieja. Fue la costura la que le arruinó los ojos, no la tierra.
¿Quiere una copa de grapa usted también? Pedimos otra botella.
¿Para que suelte la lengua? Usted también debe tener su historia. O la señora, si se atreve.
Pero no le quiero insistir.
Yo no puedo quejarme; mi mujer es propio una santa; mansa igual que una ovejita. Creo
que le oí la voz replicar dos veces en la vida; la noche de boda y cuando parió el último de
los hijos. Una nena, hermosa, pequeñita igual que ella: Silvia.
Pero el recuerdo tiene un peso que sólo tiene el recuerdo.
Decir que sigo enamorado de la Zita es de chiquilines!
Pero salí la otra mañana y como tenía los papeles encima, me subí al tren. Yo nunca llevo
los papeles encima. Pero el hijo mayor mío me vino con que le pusiera las tierras de los
cardales a su nombre, me escorchó tanto la paciencia, ¡para no estrangularlo con mis
propias manos!, le dije que sí, que se la daba. Mandó llamar al escribano, que me pidió los
papeles para la escritura, la libreta cívica, se la dí. Firmé la bendita escritura para mi hijo
mayor. Así me olvidé dejada la libreta en la chaqueta. Me dejé la plata, porque hubo que
darle unos pesos al escribano. Que no cobra poco, no crea usted.
Le hablaría mal de los escribanos pero da miedo que usted sea uno.
Cuando llegué al puerto, había un barco.
El tren llegaba hasta el puerto, Yo no quería ir al puerto. Yo nomás quería dar un paseo,
para tomar aire como hacen los grandes señores, los cogotudos. Aparte a mí no me gustan
los puertos. Nada me dio tanto trabajo en la vida como el viaje en barco. Nada, eh, Nada de
nada..
El barco que estaba ahí anclado partía para Roma.
¡Roma!, pensé yo. Haber nacido en Italia y no conocer Roma.
¡Qué chiste! ¡Qué destino!
Por eso subí al barco, para ver. Me hicieron pagar boleto.
Entré, me dieron un camarote.
Ya no viajo aplastado como con el Infantino y los otros paisanos. Maltempi, de Oliviere,
Messina. Giovanni Albano, Potenza. Antonio Miniello, Molise. Pasquale Luciano, Molise.
Puedo seguir, me los acuerdo a casi todo. Ya saben ustedes que me los acuerdo casi a todos.
Empieza a tocar la sirena del barco, viene el camarero. Me pregunta:
¿Le hace falta algo al señor?
Me hablaba a mí. Era éste, el atravesado de Atanasio.
Le hace falta algo al señor? , repite.
Note esta pregunta qué extraña.
Si me hace falta alguna cosa.
¿Qué cosa me puede hacer falta? pregunto yo al camarero.
¿Quiere algo para beber? ¿Quiere que le traiga algún tentempié?
No, le contesté. No me traiga nada.
Porque los viajes por mar revuelven el estómago.
Seguro, señor? No le hace falta nada.
Hice la cuenta, entonces.
Lo tenía al camarero parado ahí adelante. Me vinieron las lágrimas y me salieron las
lágrimas de los ojos. Los dedos de una mano me sobran para decirle lo que me falta, le
contesté.
No, le dije, nada le voy a contar.
Después subí a la borda a mirar el agua.
Y acá estoy; dicen que mañana arribamos a la costa de Italia, que el tiempo allá está lindo y
el cielo azul. Como debe ser el cielo en el país de uno. Que puedo mandar un cable a la
esposa, a la familia explicándole que estoy de viaje.
Que me sentí descompuesto y me subí al barco.
A la Zita ni siquiera la voy a nombrar en el cable. La Zita, el pellizco. Que en algún lado
debe vivir, en algún lado debe estar. Si Santa María Assunta me ayuda, la voy a encontrar.
Y le voy a dar un cachetazo como nunca en la vida le dieron, por morder ese pañuelo en
vez de salir corriendo a buscarme.
Por eso, mejor no mandarle noticias a nadie.
Mejor que nadie sepa.
Las cosas que cuando se sienten, hay que hacerles caso.
Se sienten o no se sienten.
Qué pavura, no?
No hay mucho más.
Sonido de la sirena del barco.
La borda. Marino se levanta, revolea la botella de grapa y la tira al mar.
Telón.

You might also like