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LA CONVIVENCIA PERTURBADA
“(Los cholos migrantes) variaron las reglas culinarias, las modas de vestir, la sintaxis del castellano,
los horarios de la ciudad, las rutas del tránsito, la geografía de los emplazamientos, los usos de la
relación social. En suma, transformaron la cultura urbana y nacional.” (Carlos Franco, 1991a: 33)
El consenso y hegemonía de los encuentros comandados por el código criollo dejaron de ser tales
a partir de la década del 50. La principal causa de esta situación fue la llegada masiva de migrantes
de todas las regiones del Perú a la capital. Con ellos, se vio alterada la fisionomía urbana y la
ocupación de espacios en la ciudad, y los reconocimientos entre una población mayor y cada vez
más diversa comenzaron a desbaratarse.
Es unánime la opinión según la cual Lima es definitivamente otra ciudad desde el inicio del proceso
masivo de migración a ella.
Fue por la ausencia de políticas urbanísticas que las barriadas tuvieron que aparecer y, con ellas,
surgió una práctica y una mentalidad invasora que autorizó la apropiación de muchos otros
espacios -físicos y simbólicos- de y en la ciudad.
Desde el final del oncenio de Leguía, hubo una total ausencia de inversiones sistemáticas y
mínimamente coherentes en el ordenamiento, embellecimiento y planificación de la estructura
urbana frente al extraordinario crecimiento poblacional y a los nuevos usos de la ciudad.
El primer modernizador de Lima fue Castilla. La siguió Balta (1868-1872). El tercer modernizador
fue Piérola (1895).
Fue en los años 20 de este siglo, con Leguía, que una intervención urbanística mayor fue llevada a
cabo.
En los años 30, comenzó la expansión geográfica de la ciudad (con los barrios de Breña y Santa
Beatriz) y la respectiva mudanza de los sectores adinerados, que abandonaron el centro y fueron
perfilándose cada vez más hacia el sur.
Lo que encontramos en las décadas posteriores es una total ausencia de políticas urbanísticas que
enfrentaran los cambios en curso y planificaran los venideros.
Ante políticas ausentes, la llegada masiva de los migrantes a la capital, desde la década del 50,
provocó múltiples problemas de vivienda, transporte y servicios (y, claro, de empleo, educación,
salud, etc.) y, por otro lado, múltiples usos de los espacios –hasta entonces- compartidos de la
ciudad.
Sería un error pensar que el centro se volvió sólo espacio de migrantes. Hasta los días de hoy,
continúa reuniendo la diversidad, provocando encuentros y obligando proximidades.
2. Las barriadas.
Como el centro no podía abrigar a los miles de nuevos habitantes de Lima, y al no encontrar otras
opciones habitacionales, los migrantes crearon las barriadas que son el mecanismo fundamental
que explica el estilo de crecimiento de Lima y la manera predominante de habitar la ciudad.
Aunque a comienzos del siglo Lima tuviera ya algunas barriadas, la primera gran etapa del
crecimiento de éstas comenzó en la segunda mitad de los años 40 y fue hasta 1954.
3. El fenómeno de la invasión.
Las barriadas y las invasiones alteraron la percepción de la ciudad como una unidad coherente y
homogénea, pasando a ser percibida como una unidad armónica destruida por los migrantes.
Fueron vistas como “focos de infección física y moral”, “reto a la civilización y a la cultura”, “islotes
insalubres”.
Las barriadas y sus habitantes fueron percibidos como disonancias y discordancias en relación a
una supuesta armonía anterior a ellas.
No fueron sólo ellos los que hicieron posible que hoy convivamos de una manera diferente. Lo
hizo la sociedad a partir de los efectos del fenómeno migratorio en las prácticas cotidianas de
interacción.
Sin descartar sus músicas, lenguas, devociones y tradiciones organizativas, los migrantes
incorporaron igualmente muchos de los elementos del criollismo (la astucia y el lenguaje lúdico,
por ejemplo).
El gran cambio provino del hecho de que lo propio dejó de ser escondido, dejó de ser reproducido
en espacios exclusivamente propios, es decir, resguardados de la otredad.
La música popular andina empezó a oírse abiertamente en Lima poco antes de 1950. Al llegar la
década del 70, fue el género que más grabaciones producía y vendía en el país.
Más que imponer su cultura al resto de la ciudad, lo que los migrantes hicieron fue imponer una
presencia sin ocultar sus singularidades.
Al no comportarse todos como criollos, al no compartir todos los elementos del criollismo, al no
esconder más las singularidades, al imponer visibilidades y al invadir múltiples espacios de la
ciudad, los nuevos sujetos urbanos hicieron que la representación de la convivencia entrara en
crisis: la ciudad dejó de ser vista como una unidad coherente y el “nosotros” –extenso urbano se
diluyó.
Una de estas vías para enfrentar la complejidad del encuentro entre diferentes y posibilitar la
comunicación entre una amplia y gran diversidad extraña entre sí, fue la actuación chola.
La actuación chola se refiere a prácticas que yuxtaponen, mezclan y agregan entre sí elementos de
diversas procedencias –o espacios-, prácticas que ambiguamente toman “de aquí y de allá”.
La ambigüedad de la choledad, que permitía vestirse como andino pero hablar como criollo, hablar
jergas pero socializarse como andino, colocar en un mismo plato el cebiche y los tallarines (el
famoso “combinado”), no se encajaba en la manera cómo los encuentros eran concebidos.
Las migraciones y las transformaciones en el relacionamiento urbano, crearon una nueva cultura –
“cultura chola”- y un nuevo perfil en construcción de la sociedad –“la otra modernidad”.
Se habla también de una “cultura chicha”, más que integración esta cultura sería “mescolanza,
confusión, amalgama, entrevero”, fruto de la cohabitación forzada entre andinos y costeños.
ACHORADOS
RECONCILIACIÓN Y RECONOCIMIENTOS
EN LA LIMA DE HOY
“Un indio, un negro y un blanco viven tan separados como un rico y un pobre, un campesino y un
industrial, un poblador de barriadas y un habitante de un barrio residencial, a tal punto que cabe
preguntarse si son ciudadanos de un mismo país o son ciudadanos de países distintos
entreverados en el artificio de una nación.” (Mario Vargas Llosa, 1996: 210, 211)
“La radio del mercadillo alternaba la música chicha con valses criollos, tonadas rockeras, éxitos
salseros, baladas románticas, rancheras mexicanas, carnavales andinos, festejos negroides…”
(Malca, 1994: 112)
La cultura criolla caracterizada por la estrecha vinculación entre una particular socialidad, un tipo
de música, un lenguaje y una comida, ha venido fragmentándose y usando de manera discontinua
y transitoria.
Los bagajes culturales no sólo se fragmentan y usan discontinuamente, sino que también se
mezclan temporalmente con elementos oriundos de otras tradiciones.
Existen muchos otros géneros que, igualmente, mixturan elementos provenientes de universos
culturales diferentes. Es el caso de la música de Miky Gonzáles que mezcla el rock y la música
negra, y la de los Mojarras que combina el ritmo chicha con el rock.
La música criolla también se mezcla con otros ritmos creando “híbridos”, que los viejos criollos
consideran “atropellos”.
Así como los provincianos reproducen temporalmente parte de la cultura de sus lugares de origen
en espacios específicos (como los clubes provinciales), los criollos la reproducen también en los
llamados centros musicales (que surgieron tempranamente en la década del 30 y se mantienen
hasta hoy).
Los universos culturales dejan de ser patrimonio de una “raza” o una clase.
Del baúl de lo criollo se va dejando atrás el consumo de su música, los reconocimientos
propiciados por su comida, la regla de no mostrar las singularidades culturales propias, y la densa
articulación entre sus diferentes elementos. Se retoman, eso sí, la primacía de la risa y lo lúdico, la
habilidad de ser situacional, y el lenguaje irónico promoviendo una socialidad festiva. Estos
elementos del criollismo se mantienen porque continúan siendo útiles para que los componentes
de la diversidad se relacionen.
Estos elementos del criollismo, tanto como otros propios de la cultura quechua (como el excesivo
uso de diminutivos, la organización colectiva, etc.), continúan vigentes porque la diversidad de
espacios y situaciones de co-presencia en la ciudad así lo permiten y promueven.
Por el lado de las actuaciones cholas, se mantienen la “maña” que prioriza la astucia antes que la
fuerza, los rodeos ambiguos antes que la confrontación directa, la indefinición y no la claridad
expositiva.
Las actuaciones cholas, criollas y andinas se suceden, coexisten en tanto repertorios disponibles,
son manipuladas y sustituidas sucesiva y constantemente. “El limeño se achora ante el choro y se
apituca ante el pituco” (Hevia, 1988: 78), el cholo a veces cholea, y el andino es un acriollado en
ciertas o muchas situaciones de su vida.
“Querido Sánchez, si para llamar la atención tuviera que salir vestido de amarillo, lo haría sin
titubear. O cree usted que un zambo como yo atraería de otra manera la atención de estos cholos
gordos, espesos y universitarios de su Lima”. (in Sánchez, 1969: 301)
El término “achorado” proviene del vocablo “choro” que tiene sus orígenes en los bajos fondos del
hampa limeña (La Parada) y que significa ladrón. La actuación achorada reconoce y la valoriza la
marginalidad, expone la diferencia y busca la igualdad. Es la forma que los jóvenes, limeños o no,
encontraron para cuestionar las jerarquías y la premisa de compartirse escondiendo cualquier
singularidad.
El pacto de comportarse “como si” fueran iguales a sabiendas de ser desiguales (jerarquizados no
es más tolerado por los achorados. La igualdad se impone y por eso la agresividad caracteriza esta
actuación.
La invasión, la fuerza, y la agresividad marcan las formas como los limeños, especialmente los
jóvenes, imponen no sólo un lugar o una presencia, sino principalmente una igualdad.
El achoramiento es uno de los códigos más importantes al interior de la variada cultura urbana de
nuestros días.
Inevitablemente, nos vemos todos, de alguna manera, expuestos a la “pendejada” ajena que nos
convierte momentáneamente en “huevones” o “cagados” siendo la actuación achorada la única
manera de evitarlo.
Es importante resaltar que se trata de una agresividad gesticulada y hablada, que no atenta
físicamente contra las personas. Atarantar y usar la labia no son sino el mal-hablar, la rapidez, el
no quedarse callado y el desorden en el envío de mensajes para confundir o reducir al interlocutor
y, con ello, obtener la imagen de poder que impone una igualdad forzada.
La manera achorada de hablar se diferencia del habla criollo cuyo humor no es áspero, cuyo
vocabulario no es excrementicio y cuya manera de transponer las fronteras y normas no incluye la
agresión.
Tenemos que la cultura urbana limeña de hoy se compone de los fragmentados códigos andinos,
quechuas, cholos y achorados. Son estas actuaciones las que expresan y regulan las maneras como
interactuamos en los múltiples y diversos espacios de encuentro de la ciudad.
“hay que crear con la palabra un espacio vital donde todos puedan reconocerse en intereses
comunes y donde estos intereses no aparezcan como un lejano aré, sino como una cruda exigencia
de supervivencia.” (Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Lima, 1994: 224)
Existe en Lima un inmenso público que usa, comparte y se divierte con un habla plagada de jergas,
ironías (“cachita” o “joda”), invenciones, apodos, palabreos o atarantes, etc., que criollos, cholos y
achorados comparten. La amplitud de este lenguaje en Lima se debe principalmente a su difusión
y legitimación en periódicos, programas de radio, noticieros, locutores, artistas, novelas televisivas
y programas cómicos.
El uso de los diminutivos también aproxima y por eso en vez de decir todos, decimos “toditititos”.
En el terreno de la música, la salsa está imprimiendo el mismo reconocimiento, la misma
subversión de las reglas que separan jerárquicamente a las personas, creando el mismo
desvanecimiento de las rígidas fronteras entre lo propio y lo compartido, promoviendo la misma
sensación de igualdad que, más allá de las singularidades, nos acercan a través de un gusto y una
emoción.
El lenguaje que la salsa utiliza y promueve es fundamental para entender la diversidad de personas
que consigue convocar, reunir e identificar entre sí. Promueve un lenguaje corporal basado en la
complicidad y mutuo entendimiento entre quienes la bailan.
La salsa tiene una enorme repercusión y público porque este lenguaje corporal y musical ya había
sido impuesto en la ciudad a través de la Vieja Guardia.
Un tercer factor que nos permite entender el porqué la salsa convoca multitudes es el lenguaje
hablado que ella emplea. Habla el mismo lenguaje de la ciudad, en el que lo que se dice o
transmite no es lo más importante: lo que cuenta es la manera de decirlo, la actitud del cómo se
dice.
Otro elemento del lenguaje de la salsa es la burla, igualmente presente en el código criollo y
achorado, y que permite un reconocimiento del oyente-danzante y la música en cuestión.
La salsa promueve los mismos tipos de encuentros que antes promovía la música criolla.
Uno de los programas de radio que más salsa trasmite y uno de los que más audiencia consigue es
el del Ronco Gámez.
Así como la radio tuvo un papel central en la difusión y legitimación del código criollo en las
décadas del 40 y 50, desde los 80 la radio está nuevamente reproduciendo y ampliando el habla y
la música que permiten los reconocimientos entre la variada población de Lima.
Este lenguaje y ánimo compartidos aparecen especialmente en los programas humorísticos (en
uno en particular cuyo nombre no podía ser más expresivo: “Risas y Salsa!”) que reproducen los
personajes, ambientes, valores y habla de la ciudad, confiriéndoles así una mayor difusión y
promoción.
IDENTIDADES OPUESTAS
REFLEXIONES FINALES
La fuerza y vigencia del esquema dual en el Perú no es sólo monopolio de los intelectuales. Se
trata de una importante manera de valorar y sentir a sí y a los otros, compartida por muchos
peruanos.
Nuestra convivencia es sumamente compleja y contradictoria precisamente porque inventamos
espacios, códigos y sensaciones de comunidad en los que nos reconocemos y conciliamos y, al
mismo tiempo, continuamos representándonos y sintiéndonos como extraños que no tienen nada
en común.
A pesar de ser sujetos heterogéneos, muchos limeños aún se niegan a reconocerse como tales.
El discurso del limeñismo hispánico-criollo expresó una negación del cambio, un rechazo a aceptar
la nueva configuración urbana.
Esta forma de construir la identidad no expresa sino una profunda y consciente voluntad de negar
el presente remontándose a la Tradición, a lo que se fue.
Este limeñismo no deja de perdurar ni de provocar un discurso opuesto que evidencia el mismo
desencuentro con lo real y presente: el “neoindigenismo”.
Para negar el limeñismo hispanista-criollo, que no los reconoce y en el que tampoco ellos mismos
se reconocen, muchos migrantes y descendientes de migrantes, a pesar de vivir en Lima mucho
tiempo o haber nacido en ella, afirman lo andino lejano, y muchas veces desconocido. A este tipo
de discurso Degregori, Blondet y Lynch (1986) denominaron neoindigenismo.
Nuestra insistente mirada estereotipada está en el fondo de esta dificultad de constriur en Lima un
discurso que evoque una imagen que no excluya. A través de esta mirada basada en diferencias
jerarquizadas, migrantes y andinos se representan mutuamente denigrados.
Es por el racismo que las diferencias no son simplemente diferencias y pasan a ser oposiciones. Es
por las múltiples discriminaciones que nace la oposición como principal manera de sentirnos,
valorarnos y representarnos. El racismo viene impidiendo el surgimiento de una visión integral y
una voluntad por ella.
La “defensa moral” que emprenden los discriminados consiste en asumir la diferencia impuesta.
En el caso de los negros, consiste en reivindicar un color de piel.
Muchos limeños, especialmente los jóvenes aunque no solo ellos, están abdicando de la búsqueda
de una totalidad homogénea y feliz, están aceptando con más naturalidad un presente discontinuo
y hecho de fragmentos, están reconociendo que un solo rostro no puede representarlos.
Esta manera de encarar los orígenes y las adhesiones que se niega a ser discurso de identidad
supone, en primer lugar, asumir que no provenimos ni somos hechos en universos culturales
coherentemente construidos y supuestamente uniformes. En segundo lugar, supone descartar las
nostalgias. En tercer lugar, este tipo de identidad aparece cuando se descarta la idea de oposición.
En cuarto lugar, aparece cuando la jerarquía y la insalvable distancia entre lo propio y lo
compartido no comandan más su construcción.
Sin identidad y sin querer tenerla, estamos ante una nueva situación que no busca la construcción
de la identidad porque sin ella la navegación fluida entre universos diferentes se vuelve más fácil y
la busca de la igualdad es más apremiante. El resultado de no adherirse a una identidad es una
enorme capacidad de penetrar en espacios diferentes y con reglas variadas, de hablar lenguajes
distintos, de entrar y salir, de sentir las diferencias de otra manera.
“Quizá el tema central de las políticas culturales sea hoy cómo construir sociedades con proyectos
democráticos compartidos por todos sin que igualen a todos, donde la disgregación se eleve a
diversidad y las desigualdades (entre clases, etnías o grupos) se reduzcan a diferencias.” (García
Canclini, 1990: 148)
Serios problemas que emanan del modelo de convivencia aquí descrito. Nos hemos abrazado sin
eliminar las jerarquías. Al postergarlas, hemos venido actuando “como si” fuésemos iguales,
mientras que social, económica y políticamente las desigualdades son abismales. Al ocultar la
singularidad en espacios propios construidos a manera de refugios salvaguardados de la otredad,
hemos reproducido muchas tradiciones sustancializándolas, impidiendo su renovación. Al separar
tajantemente los espacios de lo propio y lo compartido, hemos mantenido firmes las fronteras
culturales que no nos han permitido conocer al otro, probarlo, ser “antropófagos”.
Se trata de crear un nuevo modelo de sociedad basado en proyectos compartidos que no nos
igualen, en el que la diversidad esté articulada, y las singularidades no sean jerarquizadas.
Se trata de crear las condiciones que hagan posible que todos los peruanos puedan navegar a
través de las diferencias, sin culpas, ultrapasando las fronteras sin necesariamente derrumbarlas,
reconociendo las diferencias pero interactuando más allá de ellas.
Debemos aceptar que la diferencia no puede ser pensada hoy sin considerar a la igualdad,
estrecha y paralelamente a ella.
El Estado peruano debe dejar de ser o ausente o simple aliado de las empresas extractivas y de
comunicación que poco se preocupan con la diversidad real y por el relacionamiento entre los
diversos bagajes culturales. El Estado tiene la obligación de estimular los reconocimientos, es
decir, intervenir creando los escenarios en donde la diversidad pueda encontrarse y dialogar en
condiciones de igualdad.