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de la Teología
El paradigma intercultural se entiende como un nuevo enfoque, una nueva
manera de convivir pacíficamente, a pesar de las diferencias culturales y
religiosas
22/11/2010 - Autor: José Estermann - Fuente: Asafti
Con la crisis del modelo único y unipolar en economía y política, también entran en un
proceso de erosión y cuestionamiento profundo todos los modelos monoculturales y
etnocéntricos de las ciencias humanas, la filosofía y hasta el mismo paradigma científico
occidental, considerado por mucho tiempo como “universal” y “supra-cultural”. La teología
y la religión cristiana no forman excepciones en este dinamismo de des-centrimiento y
deconstrucción, a pesar de la insistencia en su objeto supra-, meta- o incluso acultural que
supone ser lo divino. La teología como una actividad eminentemente humana queda
impregnada por la historicidad, culturalidad y sociabilidad de esta misma actividad, con el
efecto de que no solamente se habla de “teología” en plural, sino que se plantea la urgencia
de una deconstrucción radical y una transformación de su paradigma dominante en clave
intercultural.
No hay que pensar sólo en los esfuerzos de la jerarquía católica de replegarse a las sacristías
de una premodernidad obsoleta y un autoritarismo teológico abiertamente
“fundamentalista”, sino también en las teologías evangélicas más de origen norteamericano
de subir al tren de la globalización civilizatoria de la nación elegida y de la defensa religiosa
del Mercado. Muchos indicios apuntan a una crisis inédita del cristianismo o hasta de la
“religión” en general, a pesar de un resurgimiento espectacular de lo religioso y espiritual en
ámbitos considerados seculares e irreligiosos. ¿Cómo entender estas tendencias y procesos
supuestamente contradictorios?
Con este proceso, que en su tiempo ha sido pertinente y hasta revolucionario, el evangelio de
esta nueva religión incipiente se encierra nuevamente en una camisa de fuerza filosófica-
cultural, esta vez en los parámetros del pensamiento filosófico helenista y la jurisprudencia
romana. El Edicto de Milán (313) acelera este proceso de “helenización” y “romanización”
del cristianismo. El problema de fondo, desde una perspectiva intercultural, no radica en esta
“inculturación” histórica, sino en la perpetuación y “universalización” de la misma, como si
el ropaje helénico-romano fuera parte de la esencia misma del cristianismo.
Esta postura no sólo fue defendida a lo largo de la Edad Media, sino que fue recientemente
confirmada nuevamente por el mismo papa Benedicto XVI para quien “el encuentro entre el
mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad”, sino que “el
patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana”; por lo
tanto, cualquier intento de “deshelenización del cristianismo” sería un atentado contra la
misma fe cristiana. La tesis de la “helenidad” intrínseca y esencial del cristianismo y de
cualquier reflexión teológica es lo que suelo llamar la “circuncisión helénica” que se viene
imponiendo desde la Patrística, con cada vez mayor presión, a las y los teólogos/as y
ministros eclesiales.
En el mundo católico, los seminaristas en todo el mundo tienen que someterse primero a esta
“circuncisión helénica”, antes de poder ser ordenado sacerdote y ejercer su ministerio de
pastor, doctor o profeta. Ésta consiste principalmente en un lavado de cerebro y una forzosa
“exculturación” y descontextualización de su propia cultura y civilización, mediante un
adoctrinamiento escolástico que refleja la metafísica grecorromana. En el mundo
protestante, se ha impuesto en muchas iglesias una suerte de “circuncisión norteamericana”,
sobre todo en las denominaciones pentecostales y neopentecostales.
Desde un cierto tiempo, el paradigma civilizatorio occidental está en crisis y llega a un cierto
agotamiento en dar respuestas a los grandes problemas y preguntas de la humanidad. Una de
las razones radica en la supuesta universalidad y supra-culturalidad del paradigma
occidental, su filosofía, su modelo de ciencia, su axiología, y –por supuesto– sus teologías.
Se trata, entonces, de un problema de pérdida de influencia y de legitimidad, debido al
cuestionamiento de su afán hegemónico y absolutista por paradigmas no-occidentales. Esta
lucha por la pluralidad y diversidad de civilizaciones, culturas y paradigmas filosóficos es
secundada epistemológica y argumentativamente por la filosofía intercultural que cuestiona
cada pretensión supra- o meta-cultural (es decir: absoluta) de una cierta cultura o civilización
como siendo “ideológica” e “imperialista”.
La teología en América Latina ha sido hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX una
copia fiel de lo que pasó en Europa (sobre todo para las vertientes católicas y algunas
protestantes) y Estados Unidos (para la mayoría de las vertientes protestantes). No sólo tenía
el propósito de formar a los sacerdotes y pastores en las tradiciones clásicas de una teología
escolástica, liberal o biblicista, según el caso, sino sobre todo de transmitir las “verdaderas
culturas” del Viejo Continente y la “verdadera civilización” de origen grecorromano, en
contra de la “barbarie” del mundo indígena y pagano . La evangelización y cristianización
del continente americano siempre estaban estrechamente vinculadas con el afán de
“civilizar” a las y los indígenas en el sentido de una “occidentalización” paulatina de las
culturas y religiones autóctonas.
La labor pastoral, los currículos de los estudios teológicos y los contenidos de los mismos no
eran otra cosa que una imitación fidedigna de la formación teológica en Europa o
Norteamérica. Hasta la segunda mitad del siglo XX, para los indígenas y afroamericanos en
muchos países no era posible el acceso al sacerdocio o a los ministerios pastorales, por ser
–supuestamente– incapaces de “occidentalizarse” lo suficiente, por no poder asimilar la
metafísica griega-escolástica y por no poder llegar a dominar el latín y griego, aparte del
castellano o portugués. Después de este período de discriminación racista abierta, sólo
fueron admitidos a la “dignidad teológica y ministerial” aquéllos que estaban dispuestos a
someterse a una profunda “circuncisión helénica” filosófica, un “blanqueamiento académico
y mental”, una “neocolonización psicológica” y olvidar forzosamente sus raíces indígenas y
todos los rastros de una religiosidad precolombina.
Tanto en los seminarios católicos como en las casas de estudio evangélicas, los aspirantes
–hasta hace poco no era posible el acceso a mujeres– de procedencia indígena o
afroamericana tenían que romper radicalmente con su cultura de origen, dejar de hablar en
su idioma nativo (quechua, aymara, guaraní, nahua, maya, etc.), reprogramar su universo
cultural y religioso de origen, pensar y sentir en griego, latín o inglés, y vestirse en sotana
romana (en el caso católico) o en terno y corbata (en el caso evangélico). Hay muchos
testimonios que hacen referencia a esta “circuncisión mental y cultural” como un hecho
traumático y violento, un atentado a la dignidad de las personas y el derecho a su auto-
determinación cultural. El “blanqueamiento” mental y la “occidentalización” cultural –un
verdadero “lavado de cerebro”– han sido por mucho tiempo un prerrequisito para ser
teólogo, pastor o sacerdote, como si el Evangelio fuera sinónimo de la civilización
occidental y del ser humano blanco.
Llama la atención que entre los teólogos mencionados no se halla ningún indígena o
afroamericano, y tampoco mujeres teólogas. Los grandes nombres de la Teología de la
Liberación pertenecen a órdenes religiosas o son pastores evangélicos, surgen de la clase
media y se consideran “mestizos” o “blancos”. La categoría fundamental del “pueblo”,
sujeto teologal y teológico de la vertiente liberacionista, refleja una identidad eminentemente
mestiza que, además, ha sido por mucho tiempo el referente de la filosofía latinoamericana
de la época. El sesgo “economicista” de los análisis sociales y el enfoque eminentemente
(aunque nunca exclusivamente) económico de la pobreza relegaron otros factores a un
segundo o tercer lugar e invisibilizaron a otros sujetos, tal como las mujeres, las y los
indígenas, las y los afroamericanos/as, las y los jóvenes, migrantes, personas de otra
orientación sexual, discapacitados/as.
El surgimiento de teologías feministas en los años 80 del siglo pasado, dentro de la corriente
amplia y cada vez más impactante de la Teología de la Liberación, era una señal para revisar
algunos presupuestos “culturales” y “civilizatorios” de los pioneros (masculinos) de este
paradigma teológico. La “liberación” ya no podía ser concebida exclusivamente en términos
económicos y sociales, sino también en clave de género, con una fuerte (auto-) crítica de los
supuestos androcéntricos de esta misma teología. Pero han sido sobre todo las llamadas
“teologías indias”, surgidas temerariamente a partir de los años 90 del siglo pasado, que
empezaban a develar los presupuestos “monoculturales” de la clásica Teología de la
Liberación.
Estas “teologías indias” o “indígenas”, junto a las propuestas de una “teología negra
afroamericana”, cuestionaban sobre todo tres presupuestos (inconscientes) de la clásica
Teología de la Liberación:
Estos tres presupuestos tienen una fuerte “carga” occidental-helénica que culmina en las
concepciones hegeliano-marxistas de la filosofía de la historia como evolución inevitable
hacia un espíritu “iluminado” y “liberal” que se materializa en la “civilización” occidental-
cristiana, cuya extensión hacia Oeste (el Far West europeo) resulta ser América Latina. Las
“teologías indígenas” plantean una ruptura epistemológica con el helenismo implícito en las
teologías clásicas, tanto europeas como latinoamericanas. Parece que su surgimiento hace
unos veinte años y su potenciamiento por el Quinto Centenario de 1992 marquen al mismo
tiempo el inicio de un “giro intercultural” y de una incipiente transformación intercultural de
la teología en Abya Yala.
Lo que se suele llamar “teología andina”, no es una teología del genitivo (tal como la
“teología de la gracia”, la “teología del Reino”, etc.), sino una “teología adjetiva”. Sin
embargo, en su descripción adjetiva (“andina”) no se refiere a un contenido, un objeto
material (tal como la “teología escatológica” o la “teología pneumatológica”, etc.), sino al
contexto de su teologizar. Existen muchas descripciones “contextuales” de la teología, desde
las denominacionales (“teología pentecostal”, “teología luterana”, etc.), las epocales
(“teología medieval”, “teología patrística”, etc.), las geográficas (“teología alemana”,
“teología asiática”, etc.), hasta las socio-políticas (“teología liberacionista”, “teología
feminista”, etc.).
Ella se inserta en un movimiento más amplio que se llama “teologías indias”, o sea:
teologías indígenas del continente de Abya Yala. Este movimiento ya tiene una antigüedad
de unos veinte años y viene promoviendo una teología de y desde los pueblos originarios del
continente. Aunque se puede discrepar con la etiqueta “india” (que es el resultado de un
error histórico), la intención está clara: la “inculturación” (un término usado más en
ambientes católicos) o “contextualización” (más usado en ambientes evangélicos) del
mensaje bíblico tiene que entenderse como “indigenización”, y esto en muchos casos llega a
ser una suerte de diálogo interreligioso, porque lo “indígena” no es sólo folklore y
“costumbre”, sino también un universo religioso sui generis.
Lo “andino” es ante todo un concepto geográfico y topológico, antes de ser una referencia
cultural y étnica. El adjetivo de la expresión “teología andina” no se refiere a la “teología
hecha en los Andes” (porque en realidad se sigue produciendo en este ámbito geográfico
mayoritariamente una teología no-andina), ni a una “teología de lo andino”, sino a una
teología desde el contexto de lo andino, en fin: una suerte de teología contextual. Sólo que la
contextualidad de este tipo de teología no sólo implica una cierta perspectiva respecto al
sujeto, al método, al enfoque y a la institucionalidad de la misma, sino un cambio de
perspectiva íntegra.
Dejando de lado por el momento el caso de la llamada “teología india india” (o mejor dicho:
de la teología indígena pre- o extracristiana) , la “teología andina” se comprende como
teología cristiana, inspirada en el mensaje evangélico y los testimonios de fe resultantes del
mismo. Por lo tanto, de una u otra manera, se inserta en la larga historia de intentos
teológicos de Occidente y teologías contextuales oriundas de otros continentes, de
“inculturar” o “aculturar” el mensaje evangélico. Tal como fue la primera inculturación (que
también era una suerte de “indigenización”) en los primeros siglos, la teología andina
reivindica la “reinculturación” de la fe cristiana en el contexto andino.
Los retos para una “teología andina” son entonces múltiples, desde la deconstrucción de
conceptos hasta la indigenización de los currículos, desde el uso del idioma autóctono hasta
la oralidad de las fuentes, desde la colectividad del sujeto hasta la “desmasculinización” de
los contenidos teológicos. Parece que las y los protagonistas de esta empresa no son aún
conscientes de la envergadura y de la profundidad de lo que se suele llamar –a veces de
manera demasiadamente ligera- “indigenización” de la teología cristiana.
En el caso de la teología andina, no tenemos que ver solamente con una “inculturación” o
“intertransculturación” de la fe y teología, sino de una verdadera “inreligionización” de las
mismas. Aunque la gran mayoría de las andinas y los andinos se auto-declaran –sin
hesitación alguna– como “cristianas/os”, la teología andina se ve ante el reto de un
verdadero diálogo entre sistemas religiosos diferentes, un diálogo interreligioso que
ciertamente tiene otros matices que en Asia o África . La “indigenización” de la Virgen
María en la Pachamama y la “andinización” de la Virgen María en la Pachamama
representan mucho más que una simple transposición o yuxtaposición; son el fruto de una
simbiosis creativa y a la vez crítica entre dos universos religiosos, en los que convergen los
“lugares” (topoi) de la Virgen María y de la Pachamama.
Una teología andina seria y auténtica tiene que entenderse entonces como el proceso y fruto
de un diálogo intercultural que implica mucho más que costumbres, rituales, idiomas y
terminología (es relativamente fácil reemplazar la palabra española “Dios” por Apu o
Achachila). Se trata más bien de un proceso en que se contextualiza todo código cultural de
lo religioso, provenga de Occidente o de los Andes; eso quiere decir que una teología andina
(y, a fortiori, cualquier teología contextual) es al mismo tiempo un cuestionamiento de la
supuesta universalidad de la teología occidental dominante (que justamente por este mismo
hecho se revela como “dominante”).
A manera de diseñar las tareas que tiene una transformación intercultural de la teología en
América Latina, voy a mencionar brevemente algunos campos teológicos que requieren de
una “deconstrucción intercultural”, es decir: un proceso crítico de descomposición y
reconstrucción, a través de una “hermenéutica diatópica” entre las dos principales culturas
involucradas, la occidental dominante y la andina.
Las teologías cristiana y judía surgieron prácticamente como instrumento para defender la
“personalidad” y unicidad de Dios, frente al panteón griego y romano, al politeísmo de
Medio Oriente, al animismo céltico y germánico, y más tarde a los supuestos “paganismos”
del Nuevo Mundo. La concepción teísta de las religiones monoteístas de lo “divino” ha sido
considerada en varias ocasiones como una de las causas para su exclusivismo y la
propensión virtual y real a la violencia interreligiosa, a fin de defender esta condición
exclusiva.
Muchas de las concepciones teológicas que sostienen al teísmo cristiano (no hablamos en
esta ocasión del teísmo judío ni del teísmo musulmán) no son genuinamente bíblicas, sino
que provienen de una reflexión teológica posterior, sobre la base de la filosofía helenística
coetánea. La “personalidad” de Dios, por ejemplo, surge como contra-concepción al fatum
ciego griego, a la abstracción de “fuerzas y poderes” sobrenaturales, a la sacralización y
divinización del mundo y de imperios políticos (en especial el Imperio Romano). En este
sentido, el teísmo judeo-cristiano venía desarrollándose como crítica de las religiones y
teologías políticas de la época que pretendieron reivindicar lo divino para fines de poder y de
opresión de los seres humanos.
La “trascendencia” absoluta de Dios –una concepción poco bíblica– resultaba ser un arma
poderosa contra los intentos “paganos” de sacralizar el mundo creado y de establecer
“teocracias” políticas. El teísmo teológico de los primeros siglos fomentaba –sin querer
queriendo– la secularización radical, la “desmitologización” del mundo (Rodolfo Bultmann),
la “profanización” de la Naturaleza y del campo socio-político, y al final incluso la
instrumentalización del ser humano. El teísmo cristiano se desarrollaba paralelamente con
un fuerte dualismo teológico y antropológico; el abismo entre Dios y el mundo, entre
espíritu y materia, entre lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo mundano se iba agravando
cada vez más.
Sin embargo, no se trata de una concepción genuinamente bíblica semita, sino de una
concepción surgida del impacto de la filosofía (neo-) platónica y estoica sobre la nueva fe y
teología. El Reino de Dios fue interpretado a la manera del “cielo de las ideas” platónico, la
salvación como iluminación y escape gnósticos, la encarnación como “racionalización” (en
el sentido del logos estoico y neoplatónico) del mundo, y el compromiso evangélico como
“espiritualización” del ser humano. Se produjo una interiorización de la fe, una
espiritualización de la acción, y una desmundanación de la salvación (el célebre
“trasmundo” platónico-cristiano), muy al contrario de la corporalidad, materialidad,
politicidad y terrenalidad del proyecto del Reino promovido y practicado por Jesús de
Nazaret.
Una teología andina no es teísta (mono- o politeísta), sino panenteísta o animista. Hay que
advertir desde un principio que todas estas categorías (teísmo, animismo, panteísmo,
panenteísmo, deísmo) son el resultado de una cierta racionalidad “clasificatoria” dominante
en Occidente que resulta ser excluyente en su afán de encasillar fenómenos desconocidos. El
llamado “animismo andino” no concuerda con los parámetros aceptados de las ciencias de la
religión (Edward Tylor), ni con las concepciones teológicas clásicas sobre lo que se entiende
bajo esta etiqueta. Por lo tanto, no hay pocos teólogos (pero de hecho menos teólogas) que
cuestionan la empresa de la “teología andina” como un proceso de “repaganización”
(neopaganismo), desde sectores de la derecha católica (incluso la Congregación vaticana
para la Doctrina de Fe) hasta círculos evangélicos y pentecostales fundamentalistas.
Las diferentes teologías del pluralismo religioso –sobre todo en Asia y América Latina– se
han topado con el problema de la exclusividad del camino de la salvación en y por la figura
de Jesucristo. La dogmática cristológica se ha convertido en obstáculo insuperable en los
múltiples diálogos interreligiosos emprendidos en las últimas décadas. Es una de las razones
por las que tanto la “teología de la India” como la “teología india” están en las miras de los
guardianes de la ortodoxia del Vaticano , pero también de teologías protestantes de diferente
índole. Hay propuestas teológicas alternativas al exclusivismo cristológico que se plasman
en el lema: “si Cristo es el problema, Jesús es la solución”.
Existen también cristologías (más en las iglesias ortodoxas que en las latinas y reformadas)
que enfatizan el carácter cósmico de Cristo como pantokrator (Gobernador del Universo),
como logos preexistente, como “Alpha y Omega”, es decir: como “todo en todo” o sustento
de la relacionalidad cósmica última. Para la teología andina, tal vez no sea la cristología
“desde abajo”, el recurso al Jesús histórico, la salida del exclusivismo cristológico en el
diálogo interreligioso, sino una cristología cósmica (semejante a la índica o hindú del Cristo
cosmoteándrico) que insiste en el lugar (topos) específico de Cristo como chakana entre lo
de “arriba” y lo de “aquí”, entre lo divino y lo humano.
Una teología andina que merece este título tiene que desarrollarse como teología
“ecuménica”, como teología de nuestra “casa común” que es la imagen y el símbolo de la
convivencia y complementariedad de religiones, costumbres, rituales y creencias en el
mundo andino. Si bien es cierto que cada una de las iglesias de procedencia cristiana tiene su
propio enfoque de la “culturalidad” en general y de lo “andino” en especial, esta misma
cultura andina y su religiosidad no es ni católica, ni luterana o pentecostal, sino sui generis,
más allá de fronteras y distinciones confesionales.
La escrituralidad de la religión cristiana ha sido una de las razones por las que la
evangelización se desarrollaba de la mano con la “culturización” y “civilización” de los
pueblos a la medida de Occidente. La Sagrada Escritura y los documentos teológicos y
litúrgicos posteriores han servido de Biblia pauperum y base para la alfabetización y
educación de generaciones de indígenas.
La teología andina es, en primer lugar, un relato oral sobre las experiencias de lo sagrado y
divino, hechas por generaciones de personas, en quechua y aimara, uru y pukina, en donde el
cielo abierto y la tierra fecunda, el paso de aves y la hoja de coca son las páginas del “libro
del mundo” que se puede leer, tal como los/as occidentales suelen leer textos escritos.
Recién en segundo lugar –como concesión a la presión gráfica de Occidente– esta teología
se plasma en textos, en ensayos, tratados y monografías, en himnarios y cancioneros, en
antologías y enciclopedias. Pero una teología andina siempre tiene que recordar, que lo
“escrito” se refiere a lo “dicho”, y este a su vez a un “decir” (narrar, contar) vivo y fecundo.
En el caso andino, el elemento femenino está presente en todos los niveles y aspectos,
aunque tampoco se debe idealizar la situación. Existe un “machismo andino”, sea por
influencia de la Colonia, sea como herencia de culturas patriarcales pre-hispánicas. La
complementariedad entre lo femenino y lo masculino no compete solamente al mundo
humano, sino a todos los fenómenos de la Naturaleza y del cosmos, y por tanto también a lo
religioso y sagrado. Para las andinas y los andinos, Dios reúne en sí aspectos femeninos y
masculinos, y Jesús tiene su “pareja”, la Pachamama. La complementariedad sexuada es uno
de los rasgos más destacados de la cosmovisión andina.
Una deconstrucción intercultural del androcentrismo teológico vigente es, por un lado, una
crítica muy profunda de los fundamentos teológicos del patriarcalismo dominante en las
iglesias, prácticas religiosas y teologías provenientes de Occidente, y, por otro lado, una
reivindicación radical de lo femenino en la teología, práctica religiosa y eclesial. Para la
teología andina, esto significa un enfoque de complementariedad en términos de polaridades
sexuadas en las concepciones teológicas. En este caso, la “liberación de la teología” consiste
en el abandono de la arrogancia masculina de administrar racional y ritualmente lo religioso,
mientras que las mujeres lo ponen en práctica.
A lo largo de la historia de la teología occidental, se han dado también casos de una teología
alternativa, llamada “apofática” , “negativa”, “mística” e incluso “narrativa”. La
racionalidad dominante de la teología académica, sin embargo, es una racionalidad
masculina y logocéntrica, además de apoyarse en el privilegio de la escrituralidad. La
teología “apofática” –para mencionar sólo un ejemplo– ha quedado en la margen de la vida
teológica “seria”, encerrada en los conventos y círculos heréticos, al igual que las “teologías
femeninas” de algunas pocas mujeres revolucionarias.
En el caso de la teología andina, se trata de una teología cuyo sujeto primordial es el pueblo
mismo, sus cuentos, sueños, su inconsciente colectivo, sus creencias y rituales, sus prácticas
simbólicas y sus devociones. La conceptualización de todos estos elementos es un segundo
paso, y la reflexión sistemática es un tercer paso. Por lo tanto, hay que replantear tanto el
sujeto, el lugar como el método de una teología interculturalmente sensible. En cuanto al
método, podemos adelantar que ya no es la filosofía en su acepción occidental, ni la
sociología o politología que sirven de marco conceptual y analítico para el quehacer
teológico, sino una sinopsis multidisciplinaria (y hasta transdisciplinaria) en la que la
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