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Teología y Biografía.

Hacia una
hagiografía singular
Pablo D'Ors

I. Introducción: teoría de lo biográfico


1. Del indicativo de la gracia al imperativo de la moral
Lo que más me ha molestado del cristianismo en que fui educado de niño y de adolescente ha sido la
insistencia en la moral más que en la gracia, el subrayado en el deber por encima del poder. Estoy
convencido de que Dios no nos pide nada para lo que no nos haya capacitado previamente, con lo
que, a la hora de saber qué quiere de nosotros -si es que quiere algo, cosa que cada vez dudo más-
será más sabio acudir a nuestras potencias que a sus mandatos. Fijaos en lo que digo: antes las
potencias que los mandatos; primero el "poder", y sólo luego el deber. Me explico: lo que Dios desea
de cada uno nos lo ha dicho, fundamentalmente, con cada uno. Cada uno de nosotros es la mejor
palabra que Dios tiene para él. Y tal vez la única.
2. Invitación a la fisonomía
Dicho esto, puesta la teología moral en su sitio, siempre secundario, una advertencia: sólo una ética
que trabaja con modelos y no con preceptos será una invitación a la fisonomía. ¿Y qué es el
cristianismo sino una exhortación a formarse y ser de una forma específica? Sobre esta estela
biográfica quiere discurrir esta charla. Voy a hablar, pues, de personas, de biografías, y de cómo esas
biografías pueden hoy resultar para nosotros significativas, espiritualmente hablando.
3. Tarea del biógrafo
Pero, antes que nada, ¿puede contarse la vida de alguien en dos horas, en una, en cinco minutos?
¿Cuánto tiempo es necesario para hacer justicia al relato de una biografía? No podemos contarlo todo,
eso es claro. El biógrafo es, sobre todo, aquel que selecciona las anécdotas más reveladoras de una
existencia, para presentarlas como emblema de lo que esa vida humana ha querido ser, por encima
de los avatares, en ellos.
4. Vidas escandalosas
Lo grande de los personajes que he escogido -y mi elección ha sido difícil, casi tormentosa- es que
antes de mi investigación eran personajes; después, en cambio, mientras investigaba, fueron
convirtiéndose paulatinamente en personas de carne y hueso, figuras a las que poder amar. Ahora
que os presento lo que la vida de estos grandes hombres y mujeres ha dado de sí, me doy cuenta de
que vuelven a ser personajes; y es que el personaje es lo que queda del individuo que se marcha de
la historia. Mis siete elegidos, aquellos a los que he convocado para que ofrezcan su elocuencia
biográfica, ninguna otra, tienen en común su capacidad para trascender las circunstancias en que se
desenvolvieron, sin que esto signifique que no estuvieran fuertemente incrustados en la historia. Es
curioso cómo los grandes -que por eso son grandes- son universales. Y lo son porque supieron ser
inmensamente particulares, concretos hasta el escándalo. También esto es importante: todas estas
vidas, lo que voy a presentar de ellas, resultaron escandalosas, en su tiempo y en el nuestro. Y es que
toda vida auténtica resulta escandalosa; no hay nada que pueda producir mayor impresión que un
hombre con coraje.
5. Insuficiencia de lo psicológico y necesidad de lo teológico
Así como la teología clásica iniciaba su discurso con las pruebas de la existencia de Dios -típicas de la
teodicea-, y así como la teología contemporánea, allí donde la haya, acude de inmediato a la
revelación bíblica, para alimentar su reflexión, sin negar el puesto de privilegio que tienen en la prosa
sobre Dios tanto lo narrativo como lo especulativo, yo creo que hay algo más primordial a la hora de
pensar lo religioso: me refiero a lo biográfico, que, entiéndaseme bien, no es sin más equiparable con
lo psicológico. La psicología -disciplina que goza en la actualidad de mucho prestigio; "políticamente
correcta", por decirlo como se dice, cosa que ya de por sí me genera antipatía-, la psicología, decía,
ayuda a la teología -puede ayudar; ha ayudado de hecho-, porque enseña a no pecar contra las leyes
de la biografía, es decir, a conocer y a respetar los ritmos de los humanos.
6. Hacer teología de la fe

Lo diré de otro modo: ¿dónde se verifica la fe sino en el creyente? Y si realmente fuera así, si el
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creyente fuese el espacio en que la fe tiene lugar, ¿no será entonces ése -lo biográfico- el ámbito
privilegiado para el estudio de la teología? Estoy convencido de que la fe no existe in se, sino en el
individuo. No hay por ahí una cosa suelta a la que llamamos fe: los teólogos no estamos dotados de
una suerte de caza-mariposas espiritual, capaz de atrapar esas fes volátiles, en orden a estudiarlas
más tarde en nuestros laboratorios en su estado más puro. No. Para hacer teología de la fe es
necesario escuchar las experiencias biográficas, sobre todo las más cualificadas; y para ser capaz de
ahondar en las biografías ajenas hay que estar dotado, paralelamente, del coraje para bucear en la
propia. No se debería hablar de la fe sin pensar en la propia fe: en su existencia e inexistencia, en sus
claroscuros, en sus latidos. Esto que digo del creyente, lo digo con más motivo del teólogo, aquel que
profesionalmente reflexiona sobre su condición religiosa. No se puede ser un buen teólogo si no se es
un buen observador del alma humana, si no hay un mínimo de finura y precisión para detectar los
movimientos anímicos y temperamentales. El teólogo, por ende, ha de interesarse por las biografías
que encarnan la fe de un modo ejemplar, vale decir, excelso, paradigmático; y ha de frecuentar las
figuras históricas que la testimonian.
7. Hacia un santoral particular
Y no son todos los que son, ni son todos los que están, con lo que habrá que mirar dentro de casa -en
la iglesia, quiero decir-, pero también fuera, puesto que también fuera hay salvación, como sabemos
bien -aunque algunos no quieran enterarse- desde la primavera eclesial que supuso el Vaticano II.
Éste es el criterio que ha guiado mi elección de algunas biografías luminosas. Resulta obvio que mi
elección es muy subjetiva. Otro conferenciante habría escogido otros nombres, u otras anécdotas, aún
incluso aceptando la importancia objetiva de estos nombres míos; pero no por subjetiva es una
elección casual. No lo es porque cada una de las biografías que voy a presentar aquí, esta mañana,
tiene un destello de originalidad cristiana, confesa o no. Sin negar la validez de sus quehaceres -antes
bien al contrario-, todos estos hombres y mujeres, muertos en su gran mayoría, me resultan
elocuentes por su modo de vivir, más que por su obra.
Tras estas notas, de carácter previo, os desvelo ya mi hagiografía singular, en la esperanza no sólo de
que mis palabras puedan ser un estímulo para que os sumerjáis en sus biografías, sino en el desafío a
que configuréis vuestro santoral intransferible y particular. Así las cosas, los nombres de mis elegidos
son los siguientes: Charles de Foucauld, fundador francés, del ámbito mediterráneo; Ludwig
Wittgenstein, filósofo austriaco, del ámbito germánico; Gerard Manley Hopkins, poeta inglés, del
ámbito anglófono; Dag Hammarskjöld, político sueco, del ámbito escandinavo; Edith Stein, mártir
alemana, también del ámbito germánico; Ernesto Sábato, científico argentino, tardíamente escritor,
del ámbito latinoamericano; y, en fin, Thomas Merton, monje estadounidense, del ámbito
norteamericano. Sé lo que estáis pensando: podía haber escogido algún español; y es cierto: podía.
Pero, ¿por qué nuestro empeño de quedarnos en casa cuando el mundo es mucho más grande que
nuestra patria, y cuando Dios, porque de Él es de quien en definitiva se trata, no tiene fronteras?
8. Criterios metodológicos para una filosofía del individuo
Lo que les pasa a los novelistas principiantes es siempre lo mismo: que quieren contar una historia y
que lo que terminan contando es por qué quieren contar esa historia, así como la razón por la que les
ha costado tanto. Pues bien, como yo soy un biógrafo principiante, voy a contaros, antes de nada, qué
criterios he seguido a la hora de trabajar sobre mis biografiados. No lo hago por capricho, o por gusto,
o por vicio, sino porque considero que el binomio teología-biografía, ha sido todavía,
lamentablemente, poco explorado, y porque éste es, después de todo, uno de los capítulos esenciales
de esta ponencia. No voy a elaborar aquí, y no porque no me parezca interesante, una completa teoría
de lo biográfico, pero sí quiero, al menos, constatar la diferencia entre el quehacer de los antiguos
biógrafos con el modo de trabajar de los modernos (1). Según me ha parecido observar, los primeros
procuraban convertir a la figura escogida en modelo absoluto de virtud. O acaso buscaban resaltar la
monstruosidad del antihéroe, sus rasgos más crueles y espantosos. O incluso, en un riguroso esfuerzo
de objetividad, distribuían las cualidades heroicas y las monstruosas con la equidad que les permitía
sus análisis. Pero, en cualquiera de estos casos, estos biógrafos fueron dominados por un impulso
ético. Los biógrafos modernos, en cambio -aparentemente liberados de la moral- van, a la hora de
hacer biografía, únicamente en busca de la verdad. No es que a mí no me guste la palabra verdad,
pero la tengo mucho respeto, y procuro no utilizarla en vano. Por otro lado, hablar de objetividad,
cuando de lo que se trata es de un sujeto, me parece poco menos que paradójico. A la hora de hablar
de los sujetos, no cabe la neutralidad estricta; y ni siquiera algo así me parece deseable.
A mi modo de ver, no es posible una noción de verdad en el conocimiento de lo particular e individual.
O, dicho de otra forma, no es posible una filosofía del individuo, porque toda filosofía es de la especie,

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es decir, de la generalidad. En conclusión: para hacer biografía hay que acomodar a los personajes a
una cierta medida moral, eso es cierto. Con lo que es también cierto que el biógrafo será siempre un
moralista. Pero un moralista con un nuevo concepto de virtud: moralista de la virtud que se equipara
con potencia y maestría. He aquí la novedad. La virtud a la que deben ajustarse los personajes
estudiados no debe dimanar de algo externo a ellos mismos. El arte de la biografía, por el contrario,
radica en saber encontrar para cada personaje su propia ley interior: una ley que siempre será única y
original. Por eso, porque cada persona requiere su esfuerzo de interpretación, hablo de arte, y no de
simple técnica. De este modo, tanto Goethe como Lord Byron (pongamos dos ejemplos muy distintos
entre sí) serán "virtuosos", aunque de manera distinta.
9. De la anécdota a la categoría
Hay que descubrir la virtud que posee cada personaje, y ello no puede hacerse más que conociendo
algunas de las anécdotas que le tuvieron por protagonista. ¿Cuantas más mejor? Definitivamente no.
La aparente fecundidad y proliferación de noticias sólo conduce al desbordamiento del alma y a la
esterilidad de quien carece de un principio jerárquico de orden. Una verdadera biografía, para
desgranar lo que da significación a una vida, no se pierde en el bosque, sino que va a la raíz. Una
verdadera biografía desvela la categoría o concepto que se esconde tras lo anecdótico, tras todo lo
anecdótico, descubriendo así el secreto del simbolismo que tiene toda existencia. Y es que toda
existencia, queridos amigos, hasta la más degradada y vil, esconde un símbolo, que es su tesoro. El
problema de la biografía no será ya entonces el de relatar episodios, sino el de definir personas; no
ofrecer noticias, sino definiciones; no enfangarse en los detalles, sino dar con la clave del símbolo. De
este modo, el biógrafo no se queda en los dominios habituales de los psicoanalistas, sino que posee su
propio campo de acción. Con todo esto estoy invitando, a los que se dan a las cosas del alma, a no
conformarse con el aspecto, sino a ir a la caza del prospecto; invito a no pactar con el brillo transitorio
de la apariencia, sino a buscar su carácter firme y duradero.
10. Cumplir un proceso de revelación
Hacer biografía -tipo-logía, podemos decir ya- será tanto, o casi, como cumplir un proceso de
revelación, cuyo objeto, o materia, es el individuo. Por este motivo, el conocimiento del alma humana
no es sólo empresa de los psicólogos -como he dicho al principio-, sino también de los teólogos, que
cumplen aquí su papel. Y eso es precisamente lo que voy a hacer ahora con mis siete escogidos -y el
número de siete no es baladí-: una empresa netamente teológica; algo, por ende, que compete en
este foro.
II. Estudio analítico
Así las cosas, vamos ya con el primero de mis electos, Charles de Foucauld, el más próximo a
nosotros, al menos geográficamente.
1. Charles de Foucauld: un fracaso elocuente
Lo primero que me llama la atención de este hombre es que por culpa de su negligencia y escaso
rendimiento escolar, tuvieron que expulsarle del colegio jesuítico en que se formó. Primer dato: el que
más tarde sería santo, fue un mal estudiante. Lo segundo, también revelador, es que abandonó la fe
cuando era joven, seducido por el cientifismo y la sensualidad. No puedo por menos de admirarme de
los inicios paradójicos de los que hoy consideramos grandes.
La verdadera obsesión de Foucauld era la pobreza; este hombre quería ser pobre, siempre más pobre,
el más pobre de todos, para así parecerse a Jesucristo. Me lo imagino muy bien peregrinando hasta
Tierra Santa e ingresando en la trapa más pobre de aquel momento, en Siria. Me lo imagino también,
en esta búsqueda de la imitación de Jesús, como criado y recadero de las clarisas de Nazaret,
haciendo saltar de este modo todos los esquemas eclesiásticos y sociales de la época (y también, por
desgracia, los actuales).
Cuando pienso en Carlos de Foucauld, y lo hago cada vez con mayor frecuencia, le veo viajando sin
tregua, sobre todo eso, y descubriendo el mundo árabe, que tan hondamente quedaría impreso en su
alma de poeta de lo pequeño. De hecho, luchó en vano por implantar un proyecto evangelizador en
Marruecos, donde conoció y amó a los tuareg -"los pobres negros del Sahara", como él les llamaba-.
Desde ahí realizaba sus viajes de apaciguamiento, en compañía de militares franceses.
Tal era su pobreza, tan escalofriante, que tuvo que pasar seis años sin poder celebrar la Eucaristía,
que enfermó por la dureza ascética a que se obligaba, que tuvo que morir mártir del pueblo al que se
había consagrado, sin obtener a cambio ni una sola conversión. Así, sin heroísmo alguno, Foucauld se
ha convertido para muchos, para mí, en un faro de la mística de lo pobre y de lo cotidiano.
En la experiencia mística de este hombre no hay en apariencia nada de extraordinario, ningún método
de oración especial, ninguna escala que conduzca a la perfección. Su existencia creyente es, más bien,
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un camino zigzagueante, lleno de incertidumbres, de soledades y fracasos; ésa es la palabra, porque
Foucauld fue realmente un fracasado. Por eso es difícil seguirle, porque en él no hay forma espiritual,
sino sólo el gris del anonimato más absoluto, hasta llegar al ridículo por el Evangelio. Sólo hay en él
adoración desnuda ante el Sacramento y adoración, desnuda también, ante una sociedad que no le
comprendía, que no podía comprenderle.
Este vivir el cristianismo anónimamente -sin apostolado o predicación alguna-, y en ambientes no
cristianos, revela el deseo del testimonio de la pura presencia, expuesta, sin medios, casi vulgar: una
presencia alimentada sólo por una contemplación robusta, no sentimental.
Esta austeridad no exótica, y esta inculturación sin programa, puede ayudar a vivir con paz el
descenso vocacional de las congregaciones, y es, ahora sí, una vida religiosa con futuro, con el único
futuro de quien vive el Evangelio, que siempre será de aquel que desconfía de las masas y los
números, de los programas y resultados, de los éxitos...
En conclusión: el hermanito Charles es significativo y representativo por vivir en el desierto y buscar el
último lugar; por su oración de abandono e itinerancia; por el Jesús-Amigo del que nos habla; y, sobre
todo, por su ineficacia apostólica total: esa elocuencia cristiana del fracaso, algo que hoy, ante la
decadencia de nuestro occidente cristiano, nos es tan necesario comprender.
2. Ludwig Wittgenstein: una lógica callada

Lo que más me impresiona de este filósofo austriaco no son sus escritos, que confieso entender poco
-para qué ocultarlo-, sino su extraordinaria capacidad de trabajo, su vivir la tarea como gracia, cosa
que parece una contradicción, pero que él supo hacer conciliable. A mí me parece que Wittgenstein
sufría y disfrutaba mucho escribiendo y pensando, que es a lo que se dedicó. Y que por ser un
judeocristiano vienés hizo virtud de la necesidad, que es lo que también yo busco, aunque yo no sea
del todo judío, ni cristiano, ni vienés.
Tengo un libro, el de sus Diarios Secretos, en cuya portada aparece su rostro, y confieso que me gusta
mirar ese rostro, porque es hermético y transparente a un tiempo, y porque ejerce un extraño
magnetismo sobre mí. Con sus ojos, ese rostro me da a entender que el principal campo de trabajo es
siempre uno mismo, sólo uno mismo. Desde esa fotografía, le oigo decir: "Para llegar a ser bueno,
sigue trabajando" o "el genio es arrojo en el talento" o aquello de "es realmente una suerte tenerse a
sí mismo". Cuando escucho estas sentencias, me pasa un poco lo que a Wittgenstein, que quisiera ser
mejor y más inteligente. Por otra parte, estoy convencido de que ambas cosas son una y la misma.
Un día, de la mano de Kierkegaard y Tolstoi, sus consejeros espirituales, Ludwig Wittgenstein escribió:
"Dios es lo único que el ser humano necesita". Cuando yo leí aquello comencé a tomar a Wittgenstein
en serio como maestro de vida. Y proseguí con mi lectura: "Creer en un Dios quiere decir ver que con
los hechos del mundo no basta"; eso me sedujo más aún. Pero cuando escuché su confesión, "no soy
un hombre religioso, pero no puedo sino ver cualquier problema desde un punto de vista religioso",
comprendí que Ludwig Wittgenstein tenía mucho que decir al hombre de hoy.
Lo religioso radica para él en el apasionamiento del vivir; lo religioso se demuestra en que se arriesga
por ello lo que no se arriesgaría por otras cosas. La religión implica, por ende, el cambio total de la
vida y del pensar más radical que puede ofrecer el hombre. En este sentido -si no me equivoco-, la
religión se identifica con su ideal filosófico y se le aparece como un intento desesperado de ir más allá
del lenguaje y de la razón. Quizá nada le define mejor que esta declaración de principios: "Mi único
propósito -y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o
de religión- es arremeter contra los límites del lenguaje". En ese sentido, Ludwig Wittgenstein fue un
místico, aunque nunca piadoso, y un incansable rezador de jaculatorias, muy preocupado por la
plegaria, que definió como el pensamiento sobre el sentido de la vida.
No es de extrañar entonces que después de la guerra, a la hora de elegir profesión, pensara
seriamente en hacerse sacerdote o monje. Al final optó por ser maestro, para poder así leer el
Evangelio a los niños. Pero luego, más que la Biblia, lo que les leyó fueron cuentos de hadas,
confesando, además, que eso había sido lo más agradable de todo lo que le había ocurrido.
Lo último y más significativo, aquello por lo que le he escogido como hombre representativo desde un
punto de vista espiritual, es que, tras haberse pasado la vida escribiendo, comprendió que de lo que
no se sabe es mejor callar. Este imperativo místico del silencio, esta insatisfacción con que le dejó la
ciencia filosófica, convierten a Wittgenstein en un auténtico profeta. Al final de sus días, Ludwig no
quiso saber más de la filosofía; se dedicó a ser jardinero. Y calló. Me gusta imaginar sus silencios;
¡tenían que estar tan llenos!
3. Gerard Manley Hopkins: una poesía torturada

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Lo que más me impresiona de la biografía de Gerard Manley Hopkins es que tras su conversión, antes
de entrar en la Compañía de Jesús, se viera urgido a quemar todos sus escritos. Así es como veo a
este jesuita-poeta: en este incendio, en esa inmolación de su obra, como si no fuera poco la ofrenda
de su vida. A mí me habría gustado ver la hoguera de esas palabras. Y me habría gustado, sobre todo,
ver la cara de Hopkins contemplando ese fuego que marca a esta figura, tan atormentada. Nosotros
podremos identificarnos o no con este acto, pero de lo que no cabe duda es de la radical bondad de su
intención: la voluntad de entrega al Dios que había descubierto.
Otra de las cosas que más define a Hopkins es que fue un convertido: pasó de la Iglesia anglicana a la
católica, y también eso le marcará; no sólo el holocausto diario con que vivía la literatura. Este
hombre arrastró permanentemente un sentimiento de extranjería. Fue un exiliado, es decir, alguien
que se sentía diferente. Por eso, precisamente, escribía.
Pero por encima de todo -o así al menos es como yo le veo-, Hopkins fue un poeta lleno de
contradicciones y contrastes. En su personalidad creadora, lengua, vida y religión se buscan y
confluyen entre sí, queriendo configurarse recíprocamente. Leyendo sus poemas, he comprendido que
escribía como el peregrino, en busca de una tierra natal; y que el camino, que es la condición básica al
destino de todo hombre, fue en él un emblema y un paradigma.
Tengo que decir algo de sus versos, tan inconfundibles, porque son ellos los que mejor le definen: ése
es su legado, el espejo donde podemos ver reflejado quién fue Hopkins. Hay en esta poesía un ritmo
original, una forma concentrada y un cristocentrismo vigoroso; hay confrontación del alma con Dios en
el escenario de la lírica. No paso por alto que sus poemas fueron siempre rechazados por los editores,
y que por tanto nunca pudo publicar, ni siquiera en revistas o antologías. Tal vez por esto, pese al
imperativo victoriano y jesuítico de hacer fructificar el talento, escribió en 1889 un balance muy
negativo de su vida, concluyendo que no había sido feliz. ¿Puede serlo un poeta?, pregunto yo. ¿Se
empezarían a escribir versos sin la experiencia de la desdicha o de la soledad? En su poesía no se
advierte con facilidad el salto del sacramento a la fe, pues para Hopkins, auténtico fanático de la
encarnación, todo es cristología: cada realidad natural lleva en su seno el secreto del Espíritu del Dios
que la habita. Su poesía es, pues, pasión por lo concreto, y por ello todas las formas mundanas que
evoca están impregnadas del contenido cristiano. Incluso lo más terrible llegará a ser objeto de
revelación; las formas, por ende, aparecen preñadas, transidas de espiritualidad. Hopkins es el poeta
del entusiasmo cósmico: así puede ser definido. Canta al Dios visible y palpable de modo inmediato en
la gloria del mundo.
También me llama la atención que entendió la escritura como un verdadero ejercicio espiritual. Para
que las cosas pudieran expresarse de modo bello y plausible, no dudó en torturar o intensificar la
lengua, violentando las formas canónicas y los límites lingüísticos. En sus sonetos las palabras nos
sorprenden casi violentamente, por aparecer en lugares inesperados. Con la libertad que da el genio,
se permitía múltiples licencias lingüísticas, dislocando las palabras y burlándose de la sintaxis, pero no
por capricho, sino por la necesidad de crear un nuevo lenguaje. Sin la tensión por dar un nombre a
Dios, que es la fuente de su poesía -quizá de toda la poesía-, no es posible comprender a este
incomprendido de las letras. En su ostracismo cotidiano, este converso torturaba las palabras, que era
lo mejor que tenía, lo que quiso dejarnos como recuerdo de su paso por la Iglesia.
4. Dag Hammarskjöld: el coraje del anonimato
Para nosotros, este nombre es muy difícil de pronunciar, y de escribir; tal vez por esto -aunque
parezca ridículo- este sueco sea aún tan desconocido entre nosotros, tan lamentablemente anónimo,
aunque, la verdad es que así fue como él vivió, anónimamente, y como quiso vivir, desconocido, casi
ocultándose.
Puede parecer extraño que diga esto de una persona que ejerció el cargo de secretario general de las
Naciones Unidas. Este ministerio, sin embargo, lo desempeñó como una auténtica oblación martirial.
No le gustaba la administración. Como a la mayoría de nosotros, lo que realmente le apetecía era
quedarse tranquilamente sentado en su casa, entre sus cosas, caliente, seguro, protegido. Perdido en
el sacrificio de sus funciones públicas, Dag Hammarskjöld vivió la típica existencia de un hombre culto
de refinada sensibilidad social y artística. Nadie sabía que tras la máscara del diplomático y
subsecretario de finanzas habitaba su identidad verdadera de buscador de lo absoluto. Para el mundo
era un economista y un profesor de economía política en una universidad de Estocolmo; para
nosotros, hoy, un modelo de santidad secular, un Charles de Foucauld o un Thomas Merton en su
versión mundana.
Todo esto lo sabemos por los diarios que nos dejó tras su muerte, o que no nos dejó, porque entra
dentro de lo posible que no quisiera que los leyéramos. Pero los hemos leído, porque nunca se respeta

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la voluntad de los muertos, y hemos descubierto la increíble lucidez de este político, su extraordinaria
fuerza de introspección, tan gélida y cristalina.
No hay que extrañarse de que, aunque a título póstumo, le otorgaran el premio Nóbel de la paz. Y es
que Hammarskjöld representa lo mejor de la política del siglo que ha concluido. A menudo viajaba en
misiones de paz como mediador y negociador, hasta que alcanzó gran fama de estadista. Pero pronto
le cubrieron de insultos e improperios, convirtiéndole en el chivo expiatorio de la opinión pública,
siempre implacable. De hecho, Dag Hammarskjöld murió en el corazón del Zaire, asesinado en acto de
servicio en un avión que volaba en misión de paz.
Lo que ha dejado escrito en sus diarios son los pilares para una moral secular de presencia pública, de
fortitudo y resignación positiva. Hay aquí, a mi juicio, una matriz apta para una espiritualidad laical,
incluso fuera de la Iglesia, quizá sobre todo fuera de la Iglesia.
El Dios del que habla este sueco ilustre es un Dios nómada al cual necesitamos poner muchos
nombres, puesto que ninguno le hace justicia. Su Dios no es sólo un Tú o un Nosotros, como se dice
hoy hasta la saciedad en ambientes católicos; también es un Él, un Otro: Alguien desconocido e
insaciable, casi opresivo. Estos diarios dicen tan pocas cosas de Dios que su autor parece un
agnóstico; pero se dice que si Dios existe, entonces no es indiferente, sino que está atento. Atento.
Así fue Dag Hammarskjöld: hospitalario y atento para con todos, y gozosamente compasivo con la
condición humana, tan precaria. Y así es también su plegaria, muda y pura: ensimismamiento, sentido
del misterio.
Desde la inteligencia del no saber y desde una sobrecogedora voluntad de superación, este hombre
tuvo la valentía de exponerse sin esquemas ni pretensiones, de arriesgar hasta ser malentendido,
repitiendo así, en su vida, la parábola tardía de todos los profetas. Este hombre tuvo lo que le falta a
la mayoría: el coraje de la soledad. Por eso, porque sabía estar consigo, sin aburrirse, sin asustarse,
sin engañarse, por eso no se retiró a una cómoda vida privada, nuestra gran tentación; por eso no
impuso sus criterios, sino que vivió desde la ascética del diálogo. Dag Hammarskjöld sabía que nadie
puede justificarse, ni por lo que es, ni por lo que hace; sabía que cada uno es, a su modo, imposible.
Como muchos de los grandes del siglo XX, vivió en la cuerda floja de la paradoja, siempre fecunda:
socialista y burgués, artista y decadente. Por eso yo envidio a este hombre y le propongo como
modelo de santo secular.
5. Edith Stein: la búsqueda de la verdad
Si alguien quisiera escribir una novela que tuviese a Edith Stein como protagonista, tendría que
comenzar diciendo: "Ésta es la historia de una mujer enamorada de una categoría, la verdad". Y es
que Stein pertenece a la raza de los grandes buscadores de la verdad. En sus estudios de filosofía fue
siempre tras el concepto de lo verdadero; en su conversión al catolicismo se alimentó de Aquel que
dijo de sí ser la Verdad; en su entrada en el Carmelo quiso vivir para Esa Verdad, y, en fin, en su
oblación martirial, se identificó para siempre con Ella.
Esta mujer supo estar siempre en la frontera: en la frontera de Alemania y Polonia, en la frontera del
judaísmo y del cristianismo, en la frontera de la religión y del pensamiento.
Sus compatriotas nazis la persiguieron por sus ancestros hebreos; pero también sus ancestros
renegarían de ella, puesto que Edith, como ya he dicho, terminó por abandonar las filas de la
ortodoxia mosaica. Tan duro fue el acoso, bajo el estandarte del antisemitismo, que Edith fue
encerrada en Auschwitz, donde murió asesinada. Ese confinamiento, ese holocausto, ha jugado un
papel de no poca envergadura en su reciente canonización eclesial.
Pero antes de hablar de su condición de judía y de perseguida, es importante decir alguna palabra
sobre Edith Stein en cuanto mujer de pensamiento y baluarte del feminismo. Por ser mujer, y esto hay
que subrayarlo, tuvo que conformarse con el papel de secretaria, en lugar de catedrática, que era lo
que realmente le habría correspondido. El apasionado ardor de sus años estudiantiles, le condujo en la
madurez, sin ínfulas revolucionarias, al firme postulado de la igual dignidad entre el hombre y la
mujer. Hoy resulta tan obvio apostar por la diferenciación y complementariedad de los sexos, que es
difícil hacerse cargo del vigor de las palabras de esta feminista cristiana. En medio de la sencillez de
su porte, del que dan cuenta sus biógrafos, en medio de su fidelidad escrupulosa a la Iglesia católica,
Edith Stein fue una virgen pionera y una madre fecunda, sin más hijos que los pocos libros que pudo
dar a luz, bajo el permiso y la supervisión de la autoridad religiosa.
Y fue en las aulas, no en el templo -en unas aulas donde tuvo el privilegio de escuchar las lecciones de
Husserl y las de Max Scheler-, donde comenzó a conocer a Quien sería el protagonista absoluto del
resto de sus días: Cristo. De los catorce a los veintiuno, Edith había roto con toda práctica cultual;
nadie hubiese podido prever, por tanto, que en ella se iba gestando una auténtica personalidad

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religiosa. El paso definitivo a la fe lo dio en un viaje a Friburgo, en 1916. Edith se detuvo en Frankfurt
para visitar a una amiga, y allí, al entrar en la catedral, se topó con una imagen que ya no la
abandonaría nunca. En la silenciosa gravedad de aquella arquitectura imponente, una campesina se
arrodilló en un banco para orar, tras dejar a sus pies la cesta de la compra. A Edith le aturdió la
conjunción de aquellos dos elementos, el sagrado y el profano, la oración y la cesta de la compra,
unidos ahora en una misma figura, en un mismo espacio, sin desentonar uno del otro, en asombrosa
armonía. Aquel impacto había sucedido en pocos segundos, pero determinaría los años restantes. En
las sinagogas e iglesias protestantes que había visitado, los fieles acudían para los oficios religiosos.
Pero sólo aquí, en el universo de lo católico, pensó, sólo aquí alguien se presentaba para un diálogo
confidencial en medio del trajín diario de sus ocupaciones domésticas. A la mañana siguiente, tras
hacerse con un catecismo y un misal, Edith asistió por primera vez a una eucaristía. Tras la liturgia,
conmovida por su esplendor y sobriedad, se dirigió al anciano sacerdote para pedirle el bautismo, que
sólo acaecería en enero del veintidós. En aquella ceremonia entrañable no hubo nadie de su familia.
Alemania renegaría de ella por la raza; y ella, por causa de la religión, se había convertido en una
apóstata.
En la vida de una joven conversa como Edith Stein no existe el azar o las casualidades, sino el destino
y la libertad caminando a la par. Y eso fue lo que pasó para que se hiciera carmelita. Por eso, por el
co-nacimiento de lo libre y fatal, cayó en sus manos el volumen Vida de Santa Teresa, que leyó con
avidez, con el temblor que da saberse frente a la iluminación. Y al terminar la lectura, exclamó: "Esto
es la verdad": por fin había encontrado lo que andaba buscando. Sin saberlo, ya tenía un Dueño: su
alma había dejado de ser de su propiedad.
Pasaría aún algún tiempo hasta que, cumplidos los cuarenta y dos, le tocara convivir con un grupo de
novicias revoltosas, veinte años más jóvenes e incultas que Edith, quien, pese a todo, ejerció la
carrera intelectual. Todas la llamaban "Fräulein Doktor", pues durante un tiempo estuvo dando clases
de historia y literatura en un bachillerato de dominicas. También tuvo tiempo para traducir algunas
obras de santo Tomás y del cardenal Newman. E incluso salió a la palestra pública, mediante
colaboraciones en prestigiosas revistas filosóficas, y por medio de conferencias en diversos círculos y
congresos de Austria y de Suiza. Lástima que, por su origen judío, no pudiera ver editada su síntesis
de filosofía cristiana: Ser finito y eterno. Me habría gustado que el Señor le hubiese concedido esa
gracia. Pero la cumbre de su carrera profesional la alcanzó en la Academia Pedagógica de Münster,
tarea educativa que, en virtud de las leyes raciales, duró tan sólo unos meses. Para no poner en
peligro a sus hermanas de comunidad, Edith hizo intentos de ser trasladada a Palestina, siendo al final
aceptada en un Carmelo de Holanda. En medio de aquellas vicisitudes, y con ocasión del cuarto
centenario de san Juan de la Cruz, la priora de su convento le encargó un estudio sobre la doctrina del
santo.
Pero ya le estaba llegando a Edith la hora de su propia subida al Calvario. Y esa hora postrera no se
hizo esperar: junto a su hermana Rosa, tiempo atrás convertida también a la fe católica, fue detenida
por la Gestapo. No voy a recordar ahora sus múltiples estaciones en infectos campos de concentración
y en abarrotados trenes de carga. Una cámara de gas fue el tétrico escenario para que abrazara
definitivamente a Cristo. Ahora, Edith Stein está en la Verdad que buscó; ahora forma parte de Ella.
6. Ernesto Sábato: una esperanza demencial
Conocí a Ernesto Sábato gracias a El túnel, su primera novela, un texto sobrecogedor y deslumbrante
que he recomendado muchas veces y que ahora es uno de mis libros de cabecera. En aquellas páginas
encendidas -pocas en realidad, pero vibrantes- descubrí una literatura que no propone la belleza como
fin, sino como medio para ahondar en el sentido de las cosas. Embrujado por la escalofriante
confesión del protagonista, me dejé golpear por su estilo -sobrio, directo, contundente- y por el
dramatismo de la historia -sin concesiones, lacerante, dando voz a ese monólogo interior en que
consiste ser hombre.
Al fin, rendido ante la potencia de la ficción, sentí curiosidad por saber del hombre que se escondía
tras el relato e investigué su biografía, lleno de esa envidia que me dan las vidas que consiguen el
rango de parábolas. Supe, por ejemplo, que Sábato había estudiado física y matemática, con el fin de
encontrar el orden que no encontraba en su propia vida. Gracias a su inquietud por el espacio,
investigó sobre radiaciones atómicas en un laboratorio de París, hasta que se dio cuenta, poco antes
de la segunda guerra mundial, de que su verdadera vocación era la literatura, a cuyos brazos se
arrojó, pagando el precio de la renuncia a su carrera científica. Se consagró entonces -porque lo suyo
fue una verdadera consagración- a la escondida tarea de escribir en el retiro de Córdoba (Argentina);

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de modo que pasó de las cifras a las letras, de la pasión por el Universo a la pasión por el Uno, hasta
que descubrió que era la misma. Que todo le había conducido hasta donde estaba.
No me olvido de las dramáticas contraposiciones de la sociedad argentina, a las que debió hacer
frente, ni de los problemas del peronismo, que dividieron a su pueblo en dos polos antagónicos, y que
desgarraron su corazón de intelectual y de patriota: la clase dominadora y las "villas miseria", las
compañías extranjeras y los refugiados pobres, a los que era especialmente sensible por provenir él
mismo de una familia de inmigrantes italianos.
De todo esto, lo universal, lo personal y lo social, deja constancia en sus tres novelas El túnel (1948),
Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón, el exterminador (1974); y en sus ensayos, que hablan
siempre de lo que no le deja dormir: la crisis del hombre contemporáneo y el sentido de la actividad
literaria. Véase: El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979) y Uno y el Universo
(1981).
Hace poco he leído sus dos últimos libros, Antes del fin (1999) y La resistencia (2000), que no dudaría
en calificar de un humanismo profético y tierno, casi melancólico. Son sus libros de viejo, motivo por
el que los leo con especial respeto, casi con reverencia. En el último de ellos, comienza con esta
fulgurante afirmación: "Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los
que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos".
Que esto lo haya escrito un hombre de noventa años me resulta conmovedor, paradójico, casi
insultante: una provocación, y el motivo por el que haya escogido a Sábato para formar parte de mi
particular septenario. Un anciano -un vejestorio, que diríamos en el lenguaje popular- que vive con
una esperanza demencial. ¿No os apetece conseguir la fórmula? Hay que darle las gracias a Sábato
por su diagnóstico, esperanzado y desolador a un tiempo; por utilizar la palabra como espada, y,
sobre todo, por saber moverse con elegancia entre el arte y el pensamiento, entre la física y la
narrativa, entre el anonimato y la vida pública, entre la fantasía y la realidad. Hay que darle las
gracias por habernos dejado escrito: "El mundo nada puede contra un hombre que canta en la
miseria".
7. Thomas Merton: un peregrinaje espiritual
Lo que me gusta de Merton es que quiso ser de todo: estudioso del marxismo y del hinduismo, monje
converso, escondido en una abadía norteamericana, y escritor, heredero del talento literario de los
místicos españoles. Por esto mismo, Thomas Merton es uno de los maestros espirituales de nuestro
tiempo, y quizá el representante más cualificado del monaquismo contemporáneo.
Y eso es lo que a mí me entusiasma de su figura, que representa el ideal del ermitaño y el del
comunicador en un mismo movimiento, que vivió en la celda más cerrada y en el paisaje más abierto,
que fue, como Jonás, escondido en el vientre de la ballena, para llegar a ser después una presencia
fulgurante en la iglesia. Es así como este hombre condensa en una única historia al viajante y al
trapense, los dos en uno, siendo por ello legítimo que le defina como giróvago del espíritu, como
vagabundo que pasa de un monasterio a otro, incapaz de someterse a la vida regular de los
anacoretas y cenobitas.
Pero en casa o fuera de ella, Merton vivió permanentemente al filo de la navaja, explorando los
paisajes de la soledad: Una soledad que no le condujo a la contemplación clásica, sino a una
introspección casi viciosa y crítica, que le permitió desentrañar todo lo negativo que albergan los
corazones: las proyecciones, las idolatrías... Thomas Merton se atrevió a atravesar el lado negativo de
las cosas; acaso para mostrar más adelante cómo los opuestos se tocan, pero no ya por simple
coincidencia, sino porque la experiencia de laceración permanece hasta el final.
Algunos se han preguntado -Ernesto Cardenal entre ellos- si era en verdad budista o cristiano, y han
cuestionado el para qué de todos esos estudios suyos, el sentido de sus constantes viajes. Yo creo que
Merton fue para la iglesia alguien que exploró en el silencio del Buda, y que nos habló de ello
escribiendo, callando... Pero creo, también, que es difícil reconstruir la imagen de un hombre tan
criticado y venerado como lo ha sido Thomas Merton, de ahí la brevedad de esta semblanza. Esas
críticas y alabanzas son -de eso estoy seguro- el mejor síntoma de que su vida ha sido fecunda.
III. Estudio sintético
1. La pregunta por la felicidad
¿Fue toda esta gente feliz? ¿Merton fue feliz, Stein fue feliz; lo fue Hopkins; lo es Sábato? Esta
pregunta, la pregunta por la felicidad, es típicamente contemporánea. No sé si ellos se hicieron alguna
vez esta cuestión; o si más bien prefirieron preguntarse por el sentido con el que estaban viviendo,
por la intensidad, por la obra que dejaban tras de sí, por la fidelidad a lo que iban descubriendo de su
propia identidad. Fuera como fuese, no creo que deba reducirse la fe a psicología, ni tampoco que una
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vida creyente sea equiparable -sin matiz alguno- con una vida feliz. Dicho de modo más descarnado, y
soy consciente de la provocación: se puede ser al mismo tiempo fiel creyente e infeliz humanamente.
Es obvio que la religiosidad repercute en el psiquismo humano (no en vano lo religioso trabaja sobre lo
anímico; ¿o es lo anímico lo que trabaja sobre lo religioso?), pero no de un modo inmediato ni
mecánico; también eso es claro. En mi opinión, el compromiso religioso es algo muy diverso a la salud
psicohigiénica. Tras esta pregunta por la felicidad de estos "santos" sin canonizar, quiero añadir algo
más, antes de dar paso a la parte sintética de mi estudio.
2. La muerte como emblema de la vida

No deja de ser curioso que lo más emblemático que he descubierto en la vida de estos personajes
haya sido, precisamente, su modo de morir. Tres de ellos -Foucauld, Hammarskjöld y Stein- murieron
en condiciones dramáticas: Charles asesinado por los tuareg, el pueblo al que quiso evangelizar; Dag,
en un accidente aéreo en África, en una de sus múltiples misiones de paz; Edith, como sabemos, en
un campo de concentración nazi, mártir de la fe. Otros tres fallecieron anónimamente, casi
escondidos: Merton en la habitación de un hotel; Hopkins, en su convento; Wittgenstein, en fin,
desconfiando de los principios lógicos a los que había consagrado toda su existencia. Nos queda uno,
Sábato, aferrado aún a su pluma, como a ese ancla que le permite aún estar a este lado de la orilla.
Con todo lo que nos espanta, la muerte es, salvo contadas excepciones, lo que mejor simboliza el
modo y el fin para el que hemos vivido. Dicho más sencillamente: haciendo salvedad de las muertes
casuales -que también pueden sorprender, dejando las biografías con inmensos interrogantes-, la
muerte es para la mayoría de los humanos el mejor paradigma de la vida por la que ha sido
precedida. ¿Podía Saint Exupèry, el aviador de los desiertos y el inventor del principito, morir de otra
manera a como lo hizo: cayendo en picado hasta que su aparato se estrelló en la negrura de una
noche en el Sahara? ¿No es lógico que Monseñor Romero muriese desplomando su inmenso cuerpo
sobre el altar, mezclando así su sangre con la del propio Cristo? ¿No era previsible, casi elemental,
que a Virginia Woolf se la tragasen las olas, fuera por suicidio, como fue, o por accidente? Y, por
atreverme a corregir al destino, ¿no tenía acaso que haber muerto Hopkins en un naufragio, para que
se verificase en su carne el hermoso poema que había escrito al respecto? ¿Es o no es casual que
Jesús muriera en el Gólgota de la ciudad santa? ¿Es o no es casual que Sócrates lo hiciera ingiriendo
la cicuta? ¿Es o no revelador que sean muchos los ancianos que se resistan a ser llevados al hospital
cuando va a llegarles la hora, conforme suele decirse, y prefieran quedarse en sus lechos, en sus
casas, para terminar sus días en el lugar en que han vivido, junto a los seres familiares, junto a los
objetos familiares, en la atmósfera cotidiana, la única que a esa hora, la definitiva, es algo menos
hostil?
3. Denominadores en común
Pero, más allá de este dilema, al poner estas vidas en confrontación, unas junto a las otras, y al
preguntarme por lo que el Espíritu de Dios había hecho en ellas, he descubierto algunos
denominadores en común: rasgos temperamentales y caracteriológicos, e incluso anímicos, cabría
decir, en los que mis siete escogidos coinciden, aún en medio de sus diferencias. He resumido estas
reveladoras coincidencias en ocho; cinco de ellas las explicaré con más detalle; para no alargarme, me
limitaré a enumerar las tres últimas.
3.1. Primer denominador común: talante atento. Estos hombres y mujeres acogen las situaciones
que les toca vivir -son, pues, hospitalarios-, y exploran su realidad hasta hacerla elocuente. Gracias a
su empatía por y con el momento, captan la fenomenología de la vida, la lógica de las pequeñas
cosas, cabría decir, lo que gusto designar como ciencia de los acontecimientos. Y hablan de ello con
enorme sentido de la precisión, huyendo de lo abstracto. Esto deseo subrayarlo: son concretos; aman
la concreción, pues saben que la realidad es el banco de prueba de los ideales. Sin embargo,
desconfían del vitalismo desenfrenado, que destruye y devora la vida. Ese vitalismo, como todos los
ídolos, es siempre cruel. Y es que todos los ídolos terminan por exigir la carne de sus víctimas. En fin,
que respetan la polaridad de la vida, sus contradicciones y contrastes, descubriendo que nada es
inocente ni positivo al cien por cien. Dejan espacio, en consecuencia, -he aquí su sabiduría- a una
interpretación ulterior. Todo, pues, tiene su lado negativo; todo es ambiguo. Y también el cristianismo
se acoge a esta regla. Sólo nos cabe esperar que, al menos en este caso, los frutos positivos sean
mayores que los devastadores.
3.2. Segundo denominador común: fuerte conciencia de su propia imperfección y límite. Esto
significa que son sabedores de la necesidad del crecimiento. Decir que puedo crecer equivale a admitir
que soy imperfecto. Como contrapartida, estos hombres, aunque exigentes consigo mismos, son

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alérgicos al perfeccionismo o, mejor, a los que se creen perfectos, a los que condenan sin ambages.
Gracias a este hallazgo, comprenden que no se trata de humillarse, sino de descubrir la humillación
que ya existe, en ellos y en el mundo. Por su aguda percepción de la falibilidad y fragmentariedad, de
la contradictoriedad e inagotabilidad del mundo, ven las cosas desde abajo, que es, precisamente,
como las ven los niños. Así, desde abajo, ve Kafka el mundo; la mirada del escritor checo, el más
emblemático del siglo que ha concluido, es, sin duda, la mirada del derrotado. Esta derrota o fracaso,
por mucho que pueda sorprender, es en el fondo la óptica más genuinamente cristiana. Así las cosas,
los hombres y mujeres de mi particular santoral saben que las aserciones han de ser sufridas para que
tengan algún peso. No viven, pues, solamente con grandes ideales, como repiten cual papanatas a sus
pupilos los educadores más inconscientes, sino con sensibilidad y amor por lo contingente, esto es,
por el espacio en el que lo ideal puede realizarse. Rechazan el peso irreal de los idealismos, porque
saben que el concepto de horizonte ha destruido enteros paisajes de concreción de la vida. Porque
saben que hay niveles entre el categorial y el trascendental: eso que hay entre el uno y el otro es,
precisamente, el drama de la vida humana. Este situarse en la posibilidad se debe a que no saben lo
que es el bien; deben descubrirlo, inventarlo, hacer que su vida sea un verdadero laboratorio. Y en
eso se les va la vida: en la celebración de la multiplicidad de perspectivas, de la diversidad de ópticas
y de la división de los poderes en todos los órdenes. Odian, por tanto, el pensamiento uniforme y
unitario, totalizador, porque resquebraja el mundo y excomulga a los disidentes, porque suprime,
cuando menos, el 51% de la realidad. Rechazan, por tanto, cualquier pretensión de infalibilidad, y
viven esa ruptura de modo elegante, quizá no en su juventud, pero sí en su madurez. Y ello para no
degenerar en amargura. Su afición por la falibilidad es, precisamente, para dejar espacio a la gracia,
al humorismo, a otras posibilidades desconocidas.Tras este apartado sobre su conciencia de
imperfección, quiero destacar un
3.3. Tercer denominador común: el temperamento osado. Basta un análisis superficial sobre sus
vidas para percatarse de que todos ellos tienen el coraje de exponerse, de arriesgarse a ser
malinterpretados. Esta fuerza les viene de su forma de mirar el mundo, con ojos de niño, es decir;
sabiendo que su juicio es relativo y oscilante. Niño es aquel que dice sin miedo: "¡El rey está
desnudo!". No se dedican a confirmar una institución, como -permitidme la desaprobación- nuestro
Osservatore Romano, que se autoinciensa una y otra vez, desvergonzadamente, sin el más mínimo
sentido de la autocrítica. Es decir, que son originales, que intentan ser ellos mismos; que no se limitan
a repetir, sino que buscan el gesto propio, el auténtico. Y ello aunque el precio que hayan de pagar
sea muy caro. Y lo es con no poca frecuencia, pues lo menos con que han de pagar es con la
incomprensión, pero generalmente el precio es el de la crítica y marginalidad. Después de haberlo
pensado mucho, he de concluir que su libertad emerge en el momento en que abrazan la instancia del
instante. Son grandes porque aprovechan lo que la historia les brinda, porque dicen: "Hinnení, Aquí
estoy". De este "aquí estoy" al que aludo nace el carácter, que es algo más que mera rigidez. Porque
tener carácter no es de por sí una virtud; puede ser -como saben bien los directores de conciencia-
una simple fijación. Las palabras clave de este tercer denominador común sobre la osadía son, a mi
parecer: re-conocimiento (ajeno y propio) y ex-posición. Pero pasemos ya a nuestro
3.4. Cuarto denominador común: su carácter nómada. En este santoral de uso particular, todos
son giróvagos, errantes. Por esta condición de exiliados, viven el drama del extrañamiento. El siglo XX
está lleno de exiliados: políticos, religiosos... Casi pareciera que el exilio es conditio sine qua non de la
grandeza de espíritu; es como si hubiera "que volar por todos los mares para poder más tarde
procrear en un nido" (Xènius). Esto significa, entre otras cosas, que los siete biografiados miran la
realidad desde fuera, esto es, con distancia, y que se sienten mirados desde fuera. Nunca, pues, están
en casa, y viven por ello en el martirio del extrañamiento, en el estigma y la bendición de la
diferencia. Por esta razón pueden degenerar en amargura, y a veces se deslizan por esa pendiente.
Entonces, amargados ya, seguirán siendo agudos -¡qué duda cabe!-, pero su tono bajará de categoría.
Estoy pensando en Karl Krauss y Oscar Wilde, profetas a su modo, o en Celine y Ciorán, predicadores
del maligno y de la maldad. Todos ellos fueron exiliados y apátridas; no podía ser de otra manera. Se
me vienen ahora a la cabeza el nombre de otros tantos exiliados, forzosos o voluntarios: Chagall,
Sender y Kundera, Casaldáliga, Saramago, Neruda y Cortázar. Cada uno con sus motivos. Cada uno
con su estilo. Pero todos fecundos. Y pienso, sobre todo, en el gran exiliado de la historia, Jesucristo:
exiliado del Padre para estar entre los hombres; huido a Egipto, antes incluso de nacer, pues ya lo
estaban persiguiendo, ya resultaba incómodo.
3.5. Quinto denominador común, muy importante: estos exiliados tienen sentido del humor,
como prueba su capacidad de delicadeza, de auto-colocación humorística, de auto-

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relativización. Capacidad de autocrítica significa buen ojo para la ambivalencia de la propia posición.
En otras palabras, que se dan cuenta de la parcialidad de su propia visión, y que la definen de un
modo exuberante y pudoroso, ambas cosas. O sea, que confiesan sin dramatismos no saber una
solución definitiva. Que admiten, por fortuna, que no somos los salvadores del mundo. Esto es
-permitidme una vez más la apostilla- lo que no hace el magisterio eclesial. No es humilde, y por eso
es insoportable. No define sus límites, y por eso es insignificante. Confesar la culpabilidad de la propia
posición debería formar parte de la moral, de cualquier moral. Sin esta conciencia expresa no se
debería hacer teología ni cura de almas. Y es que en el conocimiento de los propios límites radica la
tolerancia. Pero no hablo de esa tolerancia practicada por aquellos a quienes no les queda ya más
remedio que practicarla, como la tolerancia eclesial, que ha empezado a hablar de estas cosas cuando
su hegemonía empezaba a declinar, y ya no podía sino cambiar de discurso, si es que quería
conservar la poca credibilidad con la que todavía contaba.
3.6. Habría que añadir, también, que estos maestros son solitarios, con tendencia a la
introspección y al ensimismamiento. Que oscilan entre el anonimato más oscuro y la vida pública
más febril. Que viven una oración desnuda y sobria, con fuerte sentido del misterio, cercana al
agnosticismo. No saben casi nada de Dios o, al menos, hablan de Él con mucho recato, con ese pudor
tan exquisito que tienen los que Le han rondado de cerca.
Leídas a posteriori -y juro que ha sido a posteriori- descubro que en muchas de estas características
late, nada menos, que la figura de Jesús de Nazaret. Él fue Aquel que amó tanto la situación que optó
por encarnarse en ella, el osado por excelencia, capaz de exponerse, el peregrino en camino hacia la
casa del Padre. ¿Hace falta insistir en que Jesús de Nazaret predicaba en parábolas? ¿Puede alguien
dudar todavía de que lo que hizo el Maestro -que sobre todo en eso fue Maestro- fue pro-mover a las
personas que tuvo a su lado? Hemos llegado a Cristo, pues, a través de los cristianos, inductivamente,
que es el mejor modo, creo yo. Esto prueba que estos seguidores sobre los que he disertado son
auténticos, que no son unos impostores, como tantos otros, cuyas vidas conducen a callejones sin
salida.
V. Virtudes biográficas
1. Ética de la narración
1.1. Si yo he podido hablar de estos siete magníficos -llamémosles así- es porque ellos,
previamente, nos han hablado de sus vidas, inspirados y poseídos por esa fiebre que doy en
llamar ética de la narración. En efecto, tanto en Foucauld como en Hopkins, Sábato, Wittgenstein,
Merton, Hammarskjöld y Stein hay una indudable tendencia a contarse a sí mismos, a construir una
suerte de mitobiografía, como testimonian sus diarios, poemas, ensayos, novelas y escritos
inclasificables. Sí, estos personajes estuvieron tan atentos al mundo que les tocó vivir, que todo les
pareció parábola y metáfora; fueron tan osados que todo se les antojó una sugerencia e invitación a
decirse, una ocasión propicia para ahondar en su identidad, para reformularla y proyectarla en una
obra. Todos ellos, pues, tendieron a buscar su lugar en el mundo y a contarnos su odisea, la de esa
búsqueda, la de ese hallazgo. A mi juicio, este impulso narrador que late en sus corazones no es
casual; y es que el relato hace saltar la moral en favor de la gracia. Y ello porque la fuerza de la
narración proviene justamente de su capacidad de dilatar nuestros corazones. Dicho de otra forma:
las almas se alimentan de historias.
1.2. La narración, ciertamente, refleja una historia; pero el narrador no se limita a repetir
ese acontecimiento histórico del que quiere dar cuenta, sino que lo re-elabora. Y lo reelabora
para entenderlo, para que no se pierda. La narración, por tanto, da un orden, una interpretación, a la
experiencia. Es en esta retrospectiva eficaz de la narración donde se constituye la experiencia. De
modo que sólo la historia narrada hace legible lo que nos ocurre; sabemos lo que ha sucedido porque
alguien nos lo ha contado. Así las cosas, lo que llamamos historia no es más ni menos que una
narración.
1.3. Lo mismo cabría decir de la vida humana: para que exista verdadera biografía (y no
sólo vida), hay que narrarse, hay que hacer historiografía. Existimos en la medida en que
nos contamos. Y para contarnos lo que hacemos es retomar aquello que ha sucedido (el material
bruto de los aconteceres, sin forma aún, impresentables) y elaborar una sucesión, un orden lógico de
los eventos. Narrar, pues, no es sólo describir, como tiende a pensarse, sino elegir, ordenar. Toda
narración, por ende, juega con el tempo; narrar bien es saber jugar bien con el tiempo: dilatándolo,
acortándolo, generando sentimientos frente a él, de modo que ese tiempo pueda resultar, según
interese, corto o largo, divertido, aburrido, denso, hueco...

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1.4. Lo extraordinario es que todo esto se realiza ateniéndose no sólo a los hechos puros,
sino también a la ficción, de modo que, queriéndolo o no, todo el que cuenta una historia
pone algo de su cosecha. El narrador no puede prescindir tan fácilmente de su tendencia a la
depresión o a la alegría: la anécdota que relata quedará impregnada de ese estado de ánimo con el
que la relata. Y no sólo eso. Un mismo hecho puede ser visto desde diversas perspectivas: desde los
vencedores o desde los perdedores, por ejemplo, desde los que no tuvieron que ver en el asunto,
desde abajo o desde arriba, en caliente o en frío: todas las ópticas son interesantes, y hay tantas
como ojos que miran.
Conque las cosas nunca sucedieron como se nos narran. Pero no importa. Todo lo que sabemos de la
historia es siempre una reconstrucción. Nunca tenemos la realidad en sí, sino que todo es poiesis,
creación. Esto significa, entre otras cosas, que somos nosotros mismos los que tejemos la lógica de
nuestra existencia. Que los hechos tienen su lugar, es cierto, pero que donde nos jugamos la libertad
es en su interpretación.
1.5. Pero demos todavía un paso más. Podemos narrarnos de muchas formas, y una de ellas
es dando cabida a lo trascendental. Hablar de situación trascendental en la propia vida implica que
la existencia dice algo, que transmite un mensaje, que es eco, de alguna forma, de todo aquello que
se nos ha impuesto o concedido. Y digo ambas cosas -impuesto y concedido- no sólo porque todo lo
gratuito tenga a la postre un precio, cobrado en especies espirituales, sino porque tanto
interpretándonos como agraciados o como condenados se está dando cabida a lo que he llamado
"trascendental".
1.6. Esto que he dicho sobre la situación trascendental no es una simple ocurrencia mía. Así,
en esa clave, es precisamente como lee Israel su historia. Teniendo, pues, en cuenta el procedimiento
de la Biblia, cabe decir que no hay Dios sin narración, que Dios emerge en la forma de la narración. En
mi opinión, el verdadero milagro del Antiguo Testamento es justamente la historia de su redacción:
una historia de milenios, de infinidad de redactores y lectores. Si hoy tenemos un nombre para Dios
es gracias a que se han narrado esas historias que constituyen el cuerpo actual de las Sagradas
Escrituras.
1.7. ¿Hace falta entonces seguir insistiendo en que la narración no es indiferente de cara al
contenido dogmático de la religión cristiana? Muy por el contrario, forma parte de la constitución
del cristianismo; cualifica su contenido. Desde esta perspectiva, no puede sorprender que diga que la
verdadera pobreza de la Iglesia actual es que faltan narradores, que no hay hombres ni mujeres que
sepan narrar. Tampoco es casual -estaréis de acuerdo conmigo- que en la acción evangelizadora de
las últimas décadas hayan crecido en popularidad los cuentos y mitologías de origen oriental. Y es que
todo contexto religioso necesita de la narración para su subsistencia. Por el contrario, y quizá en esto
no estéis de acuerdo, en nuestra iglesia sobran muchos ideólogos. Abusamos de la ideología, y es así
como nuestra religión se nos diluye hasta perderse. Es urgente hoy -esta es la conclusión- una
narración religiosa que trate sobre la imposibilidad de creer, sobre su posibilidad. Juan de la Cruz hizo
esto en su tiempo, pero ¿quiénes son hoy los narradores de la fe?, ¿dónde están? Aquellos cuya vida
he presentado aquí, sí se atrevieron a contarse.
1.8. Al igual que ellos, también nosotros tenemos que aprender a contarnos, esto es, a
convertirnos en un mito para nosotros mismos, que a eso es a lo que conduce contarse. Y
eso sólo se consigue siendo capaz de preguntarse: ¿qué historias de mi vida son las que cuento?
¿Cuántas historias cuento? ¿Por qué esas? ¿Desde qué luz o perspectiva me veo? Es así, trabajando
sobre la propia biografía, al igual que se trabaja en una novela, como descubriremos las diferencias
entre el yo contado y el yo contante, entre el narrador y el personaje que hay en nosotros, entre el
protagonista y los secundarios que nos habitan. Y es así, también, como conseguiremos que nuestra
vida no se disuelva en una masa de episodios insignificantes, sino en anécdotas reveladoras y por eso
mismo relevantes.
2. Ética de la situación
Pero, junto a esta moral de la narración, de la que acabo de dar cuenta, hay también otras dos
cualidades que considero capitales para una ética biográfica. Hay que caminar hacia una ética de la
situación y hacia una ética de la promoción. De la importancia teológica de la situación ya he hablado
antes, de modo que ahora seré muy breve.
2.1. Dijimos en nuestro análisis que Ludwig y Dag, Charles y Gerard, Ernesto, Edith y
Thomas -tomémonos la licencia de llamarles ahora por sus nombres de pila, dado que les
conocemos un poco más-, tuvieron una gran sensibilidad hacia la particularidad de cada
momento, o sea, que se dejaron interpelar por lo sorprendente de las cosas. Que tuvieron

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ojos para ver y corazón para sentir. Que no conocieron parámetros abstractos de valoración. Por este
sentido de la topología y la tipología del ser, por este amor a la concreción, fueron capaces de tomar
el momento como ocasión, y vieron la interdependencia que existe entre un fenómeno y lo que
suscita. En este "darse cuenta" de la potencia y belleza de lo que hay consiste, quizá, gran parte de
eso que llamamos sabiduría. Y de lo que se dieron cuenta mis biografiados fue de que la situación,
toda situación, es un topos antropológico y teológico, en definitiva: un kairos. Esto me parece
esencial, pues la lógica de la religión cristiana es, a fin de cuentas, kairológica. El cristianismo es una
religión topológica: una llamada a situarse, a encarnarse.
2.2. Con ser fuerte su capacidad crítica, en estos hombres y mujeres es mucho más
significativa la que podríamos designar como capacidad kairológica. Distinguir los puntos
kairológicos, subrayarlos, es mucho más importante que apercibirse de los puntos críticos y darles
relieve. Pero para ello, ciertamente, es preciso un ojo estético, es decir, capaz de captar antes el cómo
de las cosas que su por qué. Y esto no es fácil porque supone una conversión de la mirada a lo
gratuito: ver el mundo como lo miran los artistas, como lo miran los contemplativos: sin pretensiones,
con benevolencia, con agradecimiento y admiración. Pese a todo, ninguno de mis biografiados celebró
en exceso el gusto o el estilo. Si lo hubieran hecho, eso mismo habría sido un signo de su pérdida y
decadencia.
2.3. Por todo lo que acabo de decir, yo no acabo de comprender por qué hay tanto miedo en
algunas instancias eclesiales -y más es el miedo cuanto más altas sean esas instancias- a
una ética de la situación, siendo el cristianismo, como lo es, justamente eso: una ética de la
situación. Mejor dicho, lo comprendo, pero no lo comparto. Tener miedo a los lugares en que Dios se
encarna, tan paradójicos, bloquear esos espacios para que el escándalo de la encarnación sea menor,
es, tal vez, el principal de los pecados contra el espíritu. El espiritualismo sigue siendo la principal
tendencia-tentación del cristianismo. Por eso, no son de Dios aquellos que a la hora de hablar de la
realidad ven, sobre todo, los síntomas de una enfermedad. Ninguno de los 7 personajes de los que he
dado cuenta estuvo a la caza de los síntomas del declive personal o social, para más adelante minar a
esas personas o instituciones. No estuvieron obsesionados por captar lo peor que hay en los otros,
viendo en todo un indicio de la desgracia o de la imperfección. Más bien contemplaron los fenómenos
como constelación de mundos, y gracias a ello percibieron que también lo contrario puede ser
verdadero. Que suele serlo. Estructuraron su futuro abiertos a la novedad, y se definieron en
confrontación con las vicisitudes de la historia, en las que descubrieron las llamadas del Dios en que
creían. Probaron misericordia ante la situación que vivieron, la amaron: tal vez sea ésta la clave de
bóveda de sus biografías.
3. Ética de la promoción

Junto a esta pasión por el contexto en que se movieron, y junto a la disposición narradora, que no es
sino un modo de protegerse de la ideología, lo principal de esta moral que estoy proponiendo es que
subraya la originalidad y fuerza del individuo, contemplándole como a una obra de arte. Llamaré a
este talante y quehacer: ética de la promoción. Para evitar la lógica del resentimiento, tan frecuente
en los que viven en comunidades, para sortear lo que crea cortocircuitos en una relación, que son
siempre las comparaciones de unos para con otros, habrá que dar relieve al perfil de cada cual, a su
singularidad. Pero, para ello es preciso ser conscientes de que cada uno de nosotros promete algo. Los
votos religiosos, por ejemplo, son condensaciones de lo que puede prometer el yo. Los votos son un
símbolo de que puedo y quiero responder a Dios, de que puedo y quiero testimoniar aquello que hace
de mí una persona fascinante. No se trata de practicar en comunidad una ética del "tú debes" o, peor
aún, del "tú deberías hacer". No se trata de ir a la caza de los síntomas de trasgresión de los
hermanos, sino de elevarlos (gratia elevans), de comprenderlos en su representación vicaria. Este
subrayado en lo que cada uno es, este acento en la diversidad, que es el único pilar sobre el que
construir una comunidad no gregaria, será el único modo de supervivencia de la vida religiosa. Es
incuestionable que cada uno representa en la vida religiosa algo diferente -aunque seguramente esto
no está todavía tan fuera de duda, cuando todavía hay que repetirlo. No todos somos significativos del
mismo modo. No se trata, por tanto, sólo de tolerar y consentir la diferencia, sino de custodiarla, de
promoverla.
Ya he dicho la palabra clave: pro-moción, que literalmente significa mover hacia adelante. Bueno es
aquello que fomenta la potencia, lo que promociona y ayuda a crecer. Esta ontología del gozo (y del
goce) pretende bendecir lo que nace y crece. Esta ética -poco desarrollada aún en el cristianismo- no
solo con-suela, sino que conforta. Es una ética que invita a la contemplación del esplendor y de la

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doxa del Dios que se revela en cada existencia. El criterio de la potenciación y el crecimiento, de la
productividad y el empuje vital, tan urgente en una época depresiva como la nuestra, no es algo
nuevo: ya santo Tomás escribe una ética de la virtud, y no de la ley, y de una virtud entendida como
camino hacia la felicidad.
3.1. Fatalmente, nos hemos dejado llevar por la sospecha frente a la potencia, dando así
lugar a una religión de la represión, que es una invención de personas e instituciones que
quieren asegurarse. Nuestra ética no propone tanto la com-pasión (el tono del "¡pobrecillo!" ha
prevalecido demasiado en nuestra iglesia) cuanto la lógica del júbilo por el adelanto del otro. Y no es
fácil: pareciera más sencillo lamentarse de los fracasos ajenos que alegrarse de sus éxitos; nos cuesta
mucho disfrutar de la felicidad ajena, y eso prueba que hay en nosotros algo maligno que pone a
prueba las consecuencias de la ética biográfica que estoy esbozando. En todo caso, sabemos bien que
el acento sobre el sufrimiento ha sido la causa de las más acendradas críticas a la religión, tanto de
Nietzsche como de Marx, quienes, a mi juicio, más que atacar al cristianismo, lanzan sus invectivas
contra una caricatura de la fe cristiana.
3.2. Detrás de esta ética de la promoción hay, obviamente, una ontología muy determinada.
La realidad primera no es la moral -como ya dije-, sino la creatividad del ser. Lo originario es, pues,
ese espacio libre y neutro del arte y del amor. Y la llamada es a potenciar eso que tenemos y somos.
Resulta obvio que estas tareas creativas transcienden la norma; que serán normadas sólo en un
segundo momento.

También la fe -y esto no me canso de reiterarlo- va más allá de la lógica de la ética. De hecho, la fe


no se deja medir con los parámetros de la moral. Por eso mismo produce rechazo la primacía de la
moral en la predicación y el magisterio. Uno tiene la impresión de que ni los sermones ni las encíclicas
toman la vida como verdaderamente es vivida, con sus contradicciones y contrastes, con sus
posibilidades y amenazas.
3.3. En conclusión, la libertad puede ser definida como esa facultad que conduce al sujeto a
su propio estilo, a lo que realmente puede -y por eso debe- encarnar o representar. La única
tarea ética es desarrollar la libertad que se nos ha regalado. Pero no una libertad abstracta sino
concreta, concedida e impuesta -como también dije-. Una libertad dramática, si se quiere, puesto que
la podemos perder. Ésa es la concepción genuinamente cristiana: la libertad es la facultad para poder
fundar lo necesario. El hombre libre es, pues, aquel que sabe separarse de sus deseos más primarios,
en vistas a poder escoger aquello que realmente le conviene para su realización. Pero en este escoger
hay que ser cauto, dado que somos muy hábiles a la hora de justificarnos e inventarnos las excusas
más sutiles. El único criterio de la ética biográfica será el de la "contra-productividad" -permitidme
este término-. Es decir: actúa de modo que no destruyas lo que buscas. Habrá que ir en pos, por
tanto, de aquello que haga crecer, y procurar alcanzarlo con el mínimo de contrapartidas posibles.
Estoy persuadido de que la trascendencia se experimenta en la libertad que soy y que tengo que
inventar. Y ello porque la experiencia de gracia es la de la simultaneidad entre don e imperativo. Dicho
teológicamente: la libertad humana puede configurarse como llamada y obediencia en un mismo y
único movimiento. Dicho de otro modo, más provocador: somos libres cuando amamos nuestro
destino.
IV. Conclusión: relevancia y revelación del testigo
Tras el elenco de los denominadores comunes, en que ha consistido la síntesis teológica que he
elaborado, a partir del análisis de las biografías (y tras el desideratum, confío que fundado, de que la
moral eclesial tenga este triple tinte -de situación, narración y promoción-) resta sólo un último
apunte de carácter conclusivo. Lo diré sin ambages: no todo discurso es conveniente y adecuado para
hacer emerger la presencia divina. Sin embargo, hay lenguajes (y situaciones) privilegiados a la hora
de hablar de Dios, lenguajes (y situaciones) en los que esa injusticia, o al menos impropiedad, que
cometemos cuando hablamos de Dios es algo menor de lo habitual.

Uno de esos lenguajes, afortunadamente subrayado por la sensibilidad vigente, es el testimonio. En el


cristianismo siempre hay testimonio, pero en la teología hay poco; en la narración, ya hay algo más;
la profecía, en fin, es el punto máximo del testimonio. Lo principal del testigo -y esto es lo primero
que hay que decir- es que es constituido como tal pasivamente. Testigo es aquel que ha sido investido
por algo. Esto vale ya para lo más banal, como por ejemplo ser testigo de un accidente de tráfico;
nadie elige esto; es la experiencia la que ofrece la investidura; por eso se interpela al testigo, y es
llamado por un juez a testificar. Esto significa, sencillamente, que el testigo está involucrado en una
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lógica que no es la suya. La otra cara de la moneda es que el testigo ha de ser también activo. Debe
asumir este rol y responsabilidad, valorar su experiencia y constituirse como tal. El testigo no es,
pues, una simple caja de resonancia objetiva. Más aún: el testimonio depende en gran parte de su
capacidad de pasar del evento al lenguaje (capacidad lingüística, por tanto), de su discernimiento
entre lo objetivo y lo subjetivo. Esto es fundamental en el testimonio: saber diferenciar nítidamente
entre lo que ha sucedido realmente y la propia impresión. El testimonio es, por todo lo dicho, objetivo
y subjetivo a un tiempo. O sea que en el campo religioso y teológico no existe finalmente la pura
objetividad. Hay, pues, que ahondar en el campo subjetivo por excelencia, que es el de las biografías,
en el que la revelación de Dios, como he intentado mostrar a lo largo de estas páginas, es
particularmente elocuente.
Pablo J. d´Ors
Escritor, sacerdote y doctor en teología
Capellán de la Universidad Autónoma de Madrid
Profesor del Instituto Teológico de Vida Religiosa

NOTAS
(1) A este respecto ver E. d´ORS, Introducción a la vida angélica. Cartas a una soledad (Ed. de José
Jiménez), Madrid 1986, 107-113.

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