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GLOSA

La violencia de la enfermedad: El limpiador

La epidemia que asola la ciudad de Lima se convierte, dentro de la película El


limpiador (2012), en una metamorfosis radical que subvierte la disposición de la
comunidad y reconfigura la existencia, colocándola, en esta oportunidad, en un
horizonte que requiere y orienta la necesidad de sobrevivir, sumergida en un
tránsito donde se redefinen las modalidades que, tradicionalmente, fundan la
condición dialógica del espacio social. Pero esta decisión se une, por un lado,
con una prevalencia de los rasgos esenciales del organismo estructural y, en un
ámbito más profundo, a la sensibilidad que se anticipa como respuesta a la
profusión de la muerte. De esta manera, antes de poseer un ritmo efectista o
artificioso, la obra de Adrián Saba se inclina a una visión íntima, en la cual es la
conciencia y la subjetividad las que se hallan desarticuladas. Lo apocalíptico, por
ello, asoma como un signo hermético, que refiere, de forma reiterativa, la
centralidad de lo corpóreo. Frente a la desintegración de lo tangible, es prolífica
la contemplación de lo heterogéneo. Sin embargo, la multiplicidad emerge bajo
el carácter de un vacío, la ausencia colma la representación. Las calles de la
urbe, la estación del metro, el Estadio, el pedregal, el Planetario, la playa, entre
otros ambientes, exhiben, en todo momento, una omisión. La soledad irradia, en
esta atmósfera, un influjo sobre las víctimas que se despliegan aún en el interior
de este entorno. La transmutación de la identidad es, en este sentido, uno de los
atributos más relevantes. El silencio se determina, por esta razón, como un
estado esencial del proceso comunicativo. La economía de los diálogos delimita
un replegamiento de la individualidad, conformando un modo austero que es
testimonio de la contracción y recelo que la enfermedad incorpora en el
movimiento comunitario. El contraste de los marcos geográficos y de los sujetos
que se dispersan sobre estos, anuncia la preponderancia de un territorio físico
donde, incluso, la nostalgia no se manifiesta como parte de la identidad; por el
contrario, es la orfandad la que constituye el síntoma particular de lo afectivo,
dando origen a una experiencia de insensibilización. Esta es la característica
que, ante todo, compone la naturaleza de Eusebio Vela (Víctor Prada), agente
sanitario que configura la continuidad de un orden en el cual se ha disipado los
vínculos interpersonales. El semblante solitario y esquivo de Eusebio se desliza,
en este panorama, junto a un deber procedimental, que se ejerce mediante el
dominio de una razón instrumentalizada. Los actos se perfilan, por ello, dentro
de un juicio que corresponde a un automatismo. La monotonía y la repetición se
entrelazan en la vivencia cotidiana, a través de una proximidad a la muerte que,
desde una perspectiva inmanente, deconstruye el sistema subjetivo. Un abismo
infranqueable se instala con esta categoría y, al mismo tiempo, se denota la
extensión que esta procura sobre la superficie de la esfera colectiva. El hallazgo
de Joaquín (Adrián Du Bois) adhiere, de esta manera, nuevos puentes alrededor
de las implicancias del reconocimiento y, asimismo, redime la dislocación de los
lazos de Eusebio, como lo representa la reintegración de la familiaridad con su
padre Ignacio Vela (Carlos Gassols). Como en La peste de Albert Camus, Saba
ha logrado despertar un interés que desplaza el artificio, inclinándonos, de forma
progresiva, a la contemplación de los efectos de la enfermedad y la muerte, un
horizonte que evoca el semblante auténtico de una humanidad escindida.

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