Hemos dejado sentado más arriba, que en todas las cosas es preciso tomar el justo medio, evitando ya el exceso ya el defecto. Hagamos ver ahora con más minuciosidad que este medio es el deber que prescribe la recta razón. En todas las virtudes de que hemos hablado, como en todas las demás, es preciso reconocer un fin, en el cual fija sus ojos todo hombre que sea verdaderamente racional, aumentando o disminuyendo en vista de él alternativamente sus esfuerzos. Además, en los medios hay cierto límite, que colocamos entre el exceso y el defecto; y estos medios son conformes a la recta razón. Sin duda toda esta teoría es exacta; pero está lejos de ser perfectamente clara. Para todas las demás ocupaciones del espíritu, en que se trata también de ciencia, es igualmente cierto decir que no es preciso trabajar o descansar, ni demasiado, ni muy poco, sino mantenerse siempre en el medio y seguir el camino que nos indica la recta razón. Pero el que sólo tenga por guía para conducirse esta regla general, no adelantará mucho en razón de lo que debe practicar; y es como si, tratándose del cuerpo y de la salud, se os dijese que es preciso hacer todo lo que ordena la medicina y el que posea este arte. En igual forma, tampoco basta que nuestras teorías sobre las cualidades morales [152] del alma sean verdaderas; es preciso además determinar con precisión lo que debe entenderse por la recta razón y dar de ella una definición completa. Ya hemos dividido las virtudes del alma, diciendo que unas son virtudes del corazón, y otras virtudes del espíritu. Hemos tratado precedentemente de las virtudes morales; hablemos ahora de las otras, después de decir algunas palabras sobre el alma. Más arriba hemos hecho ver, que el alma tenía dos partes: una dotada de razón y otra irracional. Dividamos ahora de una manera análoga la parte que está dotada de razón; y supongamos que de estas dos partes, que son igualmente racionales, la una nos hace conocer aquellas cosas cuyos principios no pueden ser nunca distintos de lo que son, y la otra{115}las cosas cuya existencia es contingente y variable. Es en efecto muy natural, que para las cosas, cuyo género es diferente, haya igualmente en relación con ellas una parte del alma genéricamente diferente, puesto que el conocimiento de estas cosas se produce en cada una de las partes del alma por una especie de semejanza y de afinidad. De estas dos partes del alma, llamemos a la una parte científica, y a la otra parte razonadora y calculadora. En efecto, deliberar y calcular son en el fondo una misma cosa; y a nadie se le ocurre deliberar sobre cosas que no pueden ser de otra manera que como son; así que esta parte calculadora y razonadora es una subdivisión de la parte racional del alma. Veamos, pues, con relación a estas dos partes así subdivididas, cuál es la mejor disposición que cada una de ellas puede tener, puesto que en esto consiste precisamente la virtud de cada una; y ya que la virtud se aplica siempre la obra que es especialmente propia de cada individuo. Hay en el alma del hombre tres principios; que disponen en él como dueños de la acción y de la verdad: estos son la sensación, el entendimiento y el instinto. De estos tres principios, la sensación no puede ser jamás para nosotros un principio de acción reflexiva. La prueba es que los animales tienen sensaciones, y, sin embargo, no tienen esta actividad reflexiva, que sólo el hombre posee. Así como en los actos del entendimiento desempeñan su papel la afirmación y la negación, así en los actos [153] del instinto desempeñan el suyo el atractivo y la aversión respecto de las cosas. De aquí se sigue que, siendo la virtud moral una cierta disposición que prefiere y escoge, y no siendo esta preferencia otra cosa que el instinto que reflexiona y que delibera, es imprescindible por los mismos motivos que la razón del hombre sea verdadera, y que su instinto sea bueno y recto, siempre que la preferencia haya sido buena en sí misma, y que la razón apruebe por una parte las mismas cosas que busca por otra el instinto. Tales son precisamente en la práctica de la vida la inteligencia y la verdad. Mas para la inteligencia puramente contemplativa y teórica, que no es práctica ni activa, el bien y el mal son lo verdadero y lo falso; porque la verdad y el error son el objeto único de todo acto de la inteligencia. Pero cuando se trata de unir la práctica a la inteligencia, el fin que el alma busca es la verdad, que está de acuerdo con el instinto, o el deseo, que conforma con la regla. Así, pues, el principio de la actividad es la preferencia reflexiva del alma, de donde procede el movimiento inicial; no es el fin a que se aspira, ni la causa final y el principio mismo de la preferencia; es el instinto, primero, y después el razonamiento que hace el alma en vista de algo que desea. No hay preferencia posible sin conocimiento y acto de conocimiento y sin una cierta disposición moral, puesto que no se puede hacer el bien, ni hacer tampoco lo contrario del bien, en la esfera de la acción sin la intervención de la inteligencia y del corazón. La inteligencia, tomada en sí misma, no pone nada en movimiento; lo que realmente mueve es esta inteligencia que tiene por mira algún objeto particular y que se hace práctica. Ella es entonces la que manda a esta otra parte de la inteligencia que ejecuta; porque desde el momento que se hace una cosa, y que se hace para conseguir un fin, esta misma cosa que se hace no es precisamente el fin que se busca, es sólo relativa y depende siempre de alguna otra cosa. Pero no sucede así con la cosa que se quiere ejecutar; porque hacer el bien{116} y conseguirlo es el fin que uno se propone, y a este fin es al que se aplica el [154] instinto reflexivo. Y así, la presencia del alma es un acto de inteligencia instintiva o del instinto inteligente; y el hombre es precisamente un principio de este género. Lo pasado, la cosa hecha, no puede ser nunca objeto de la preferencia moral; por ejemplo, nadie prefiere haber saqueado a Troya. Esto nace de que es imposible deliberar sobre un hecho realizado; sólo se delibera sobre el porvenir y sobre lo posible, porque lo que ha sucedido, es decir, lo pasado, no ha podido menos de haber pasado. Y así, el poeta Agathon{117} ha tenido razón cuando ha dicho: «En este punto ni el mismo Dios tiene libertad; lo que fue, necesariamente ha sido.» Por lo tanto, la verdad es el objeto igualmente de las dos partes inteligentes del alma; y las disposiciones morales que obligan a una y a otra a buscar más seguramente la verdad, son precisamente las virtudes superiores de ambas. ——— {115} En el Tratado del Alma Aristóteles no admite estas distinciones, divide el alma en sensibilidad e inteligencia. Véase dicho tratado, libro III, cap. III. {116} Véase el principio de la Moral a Nicomaco, lib. I, cap. I, donde se pone el bien como objeto único de las acciones del hombre. {117} El poeta Agathon, que figura en el banquete de Platón y de quien Aristóteles parece hacer mucho aprecio lo mismo que lo hace su maestro.