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Sobre el cuerpo en la psicosis

Gustavo Dessal

Si el neurótico ha sido marcado por el lenguaje, no es excesivo decir que en la psicosis


el lenguaje ha dejado la huella de una devastación. El psicótico, a quien Lacan
denominó “mártir del inconsciente”, por sufrir como nadie la erosión de la lengua, es
para el clínico una fuente inagotable de saber, un saber riguroso, que en ocasiones se
eleva hacia la genialidad, pero que en todos los casos nos muestra los extraordinarios
esfuerzos de un sujeto para sobrevivir a la locura.
Hace ya muchos años que leí por primera vez el seminario I de Lacan, dedicado a los
escritos técnicos de Freud, y me sorprendió la sencillez de una reflexión que desde
entonces no ha dejado de prestarme una extraordinaria utilidad para comprender un
buen número de fenómenos clínicos. Allí, y refiriéndose al modo en que la transferencia
se manifiesta en la experiencia de un análisis, Lacan propone una fórmula sintética. El
índice de la transferencia, nos dice, es cuando el analizante nos transmite que, de
manera súbita, se ha percatado de nuestra presencia. Y añade: la presencia es un
sentimiento que tendemos a excluir de nuestra vida.
¿Qué significa esto? Significa que la vida es soportable en la medida que la dimensión
de la presencia esté oculta, disimulada, filtrada por lo que llamamos el mundo de las
representaciones, es decir, el conjunto de las ficciones que nos permiten orientarnos en
la existencia. ¿Y de qué presencia se trata? ¿Qué es eso que debe permanecer oculto
detrás de las ficciones, más allá de la repetición cotidiana de los actos, las rutinas y
todas aquellas mecanizaciones de la vida que son motivo constante de queja, pero que a
la vez nos protegen? Digamos, por ahora, que se trata de la Otra Cosa, 2

escrita con mayúsculas, para destacar el hecho de que, agazapada, emboscada,


camuflada en las sombras del mundo, siempre existe la posibilidad, la contingencia de
un encuentro con lo Otro, con aquello que podría cambiarlo todo. Cierta ignorancia es
condición necesaria en la vida corriente de los seres humanos, de allí que acudan al
psicoanálisis solo cuando esa ignorancia se ha vuelto insostenible a consecuencia de un
síntoma, o del tropiezo imprevisto con algo que ha perforado la barrera del
desconocimiento.
Recuerdo que cuando era muy pequeño, gozaba de un juego que consistía en mirar
fijamente un objeto cualquiera. Había descubierto que si era capaz de hacerlo durante
unos minutos sin parpadear, sucedía algo muy curioso: el objeto en cuestión comenzaba
a transformarse, a perder su sentido, y parecía cobrar una presencia más intensa, a la vez
que iba perdiendo su carácter familiar, volviéndose ligeramente raro, extraño. Tuvieron
que pasar muchos años, sin duda, para que pudiera comprender de qué se trataba todo
aquello. Desde luego, en esa época no podía saber que mediante ese sencillo juego yo
lograba hacer surgir lo que estaba oculto detrás de la visión del mundo, es decir, detrás
de la representación: el hecho de que el objeto me miraba a mí, que en realidad era yo el
objeto de una mirada, solo que gracias a la circunstancia de ser un neurótico podía
desconocerlo, y no vivir bajo la sensación pavorosa de ser vigilado, escudriñado,
atravesado por la mirada del Otro, como les sucede a muchos psicóticos.
“Olvidamos”, gracias a ese mecanismo de defensa primaria y esencial que el
psicoanálisis conceptualiza con el término represión, que en el origen de nuestra
existencia, antes de tomar la palabra y convertirnos en espectadores del mundo, somos
hablados y observados desde todas partes. Rimbault, con apenas 15 años, le escribe a su
profesor: “Me he dado cuenta de que soy poeta. No es en modo alguno culpa mía. Es
erróneo decir: Yo pienso; debería decirse: me piensan”. 3

El hipocondríaco “piensa el cuerpo”. Lo piensa todo el tiempo, no puede olvidarlo, y de


ese modo intenta, fallidamente, protegerse de la angustia. En la psicosis, la cuestión del
cuerpo es aún más difícil, y la defensa mucho más fracasada. Miguelito es un maníaco-
depresivo que organiza su vida alrededor de la función excrementicia. La esencia de la
vida es para él la vigilancia constante del tránsito intestinal. El estreñimiento debe
evitarse a toda costa, puesto que la acumulación fecal obstruye el flujo del pensamiento,
provoca mareos y descomposición de los humores corporales, altera su estado de ánimo,
y ejerce una perniciosa influencia en la capacidad eréctil de su pene. Dedica sus
sesiones a informar cuidadosamente sobre el estado diario de su intestino, la frecuencia
de sus evacuaciones, la amargura que le produce el estancamiento, la alegría beatífica a
la que da lugar una deposición generosa y frecuente, y los alimentos que ingiere para
tratar de favorecer el movimiento interno. Durante el transcurso del tratamiento
consigue dar un paso sublimatorio importante: empieza a concebir el proyecto (que por
supuesto jamás llegará a realizarse) de una granja ecológica que le dará extraordinarios
dividendos económicos , y ese ejercicio imaginario pone un límite a sus padecimientos
corporales. Se trata de un ingenioso circuito mediante el cual los excrementos de las
vacas y los caballos, mezclados con determinados productos, sirven de alimento a las
gallinas. A su vez, las deposiciones de las gallinas son recogidas por dispositivos
mecánicos que las distribuyen en el campo a fin de favorecer la fertilidad de la tierra.
La psicosis es para nosotros una fuente inagotable de aprendizaje, puesto que nos
enseña de manera magnificada la composición, los mecanismos y las líneas de fuerza de
eso que Freud llamaba “el aparato psíquico”. Otro ejemplo: existe algo llamado
“síndrome de Cotard”, una extraordinaria e impactante perturbación delirante de la
vivencia del cuerpo. El sujeto está convencido de estar muerto, o de que le falta alguna
parte de su cuerpo. Puede asegurar que no tiene pulmones, o que le ha desaparecido el
estómago. 4

Más allá de que la vida pertenezca al régimen indiscutible de la biología, en el caso de


los seres hablantes no parece ser suficiente con estar vivo para que eso se traduzca como
tal en el plano subjetivo. Es necesario algo más, algo que debe operar para que a la vida
biológica se le añada el sentimiento de vivir. No me refiero a un sentimiento que debe
manifestarse de forma consciente y permanente, como lo promueven ciertas prácticas
filosóficas y meditativas, sino al hecho de que la conducta del sujeto, su proceder en la
existencia, su discurso, su modo de gozar, incluso sus síntomas, reflejen el deseo de
vivir, o por el contrario expresen de forma directa o velada la inercia de aquello que
Freud llamó pulsión de muerte.
El psicoanálisis no se ha propuesto jamás llevar al sujeto a una armonización plena con
su cuerpo, por considerar que toda idea de unidad, de equilibrio natural, de
acomodación orgánica, es una fantasía destinada a desconocer la profunda discordancia
del sujeto consigo mismo, la división incurable a la que el traumatismo del lenguaje lo
condena. La circunstancia, destacada por Lacan, de que “tenemos un cuerpo”, en lugar
de “ser un cuerpo”, da la medida de que el cuerpo es algo que jamás se identifica
completamente a nuestro yo. Lo que el estudio de la psicosis nos ofrece, es la
posibilidad de captar la condición del hombre en toda su crudeza, despojada de las
defensas de las que el neurótico corriente dispone. El fenómeno del doble, que
caracteriza a ciertas formas de esquizofrenia, y que por otra parte ha ocupado un interés
central en la literatura romántica, es la prueba fehaciente de que incluso nuestra propia
imagen no nos pertenece por entero, que por el contrario es un elemento extraño y ajeno
que se introduce en nuestra vida en determinado momento del desarrollo evolutivo, y
con la que debemos familiarizarnos a fin de experimentar una apropiación
indentificatoria. En la vida cotidiana tenemos innumerables ejemplos que atestiguan de
que nuestra imagen puede retroceder ocasionalmente hacia su primitiva alteridad.
Volviendo a Rimbault, el célebre “Yo soy otro” de su poema es asumido por el
psicoanálisis como una verdad primera. 5

Hace unas semanas, estando de visita en Buenos Aires, observaba discretamente la


conducta de mi anciana madre frente al espejo. Se miraba con disgusto, no pudiendo
resignarse a la erosión que el tiempo ha infligido a su imagen. Entonces, tras una última
inspección ante el espejo, se sacó la lengua a sí misma, en un gracioso gesto de repudio
a esa otra mujer inaceptable que se encontraba frente a ella. En la psicosis, donde la
descomposición subjetiva es máxima, la imagen puede llegar a independizarse por
completo, y a proliferar alucinatoriamente por el mundo.
Llevamos nuestro cuerpo, lo arrastramos a veces, otras nos sentimos elevados por él. El
amor puede hacerlo volar, mientras que la tristeza y la melancolía le devuelven toda la
fuerza de la gravedad, al punto de que no hay más remedio que entregarse a la caída.
Algunos psicóticos, como el famoso Schreber estudiado por Freud, sienten que su
cuerpo es un “cadaver leproso”, mientras que otros no pueden soportar el exceso de vida
que lo anima, y que los impulsa a un movimiento incesante que puede acabar en la
extenuación y el suicidio. Del mismo modo que en la psicosis comprobamos que la
estructura del lenguaje se ha desprendido de sus encajes, y las palabras se ponen en
movimiento por sí mismas de forma autónoma e incontrolable, el cuerpo también cobra
una independencia insoportable, las funciones se rebelan, los órganos hacen su
aparición descomponiendo la forma y la representación del cuerpo, toman la delantera.
Freud habla incluso de un “lenguaje de órgano”, refiriéndose al fenómeno clínico
observable en la esquizofrenia, donde las palabras ya no permiten establecer una
regulación del goce corporal, sino que se vuelven equivalentes a ese goce disgregado.
La psiquiatría comprobó la existencia de un “síndrome de automatismo mental”, que es
la forma en la que Clérambault denominó la irrupción salvaje de la lengua en el sujeto
psicótico, pero también el “síndrome del automatismo motriz”, que describe la
experiencia cenestésica de que el cuerpo se retuerce, se agita, se sacude, se mueve por sí
mismo, desobedece las órdenes de su dueño, y rompe los lazos de apropiación y
pertenencia. 6

Freud comenzó concibiendo el cuerpo en la perspectiva analítica a partir del concepto


de pulsión, es decir, que se interesó primero por la dimensión parcial, autoerótica y
fragmentaria del cuerpo. Varios años más tarde, con la introducción del concepto de
narcisismo, añadió el registro de la imagen como un señuelo unificador. Por el
contrario, Lacan partió del narcisismo, con su concepto del estadío del espejo, y llegó
mucho más tarde a interesarse por la dinámica de las pulsiones parciales. De todos
modos, y por encima de esta distinción metodológica, lo cierto es que ambos
compartieron una misma preocupación: la necesidad, a la que la clínica nos obliga por
los fenómenos que nos son ofrecidos a nuestra escucha, de encontrar elementos teóricos
que permitan articular el cuerpo y la palabra, siendo el cuerpo una subjetivación del
organismo, es decir, la asunción psíquica de la vivencia orgánica. El organismo
humano, perturbado por la lengua, debe encontrar en el martirio del significante el
elemento que lo rescate. El Nombre del Padre es el símbolo que debe ser introyectado
por el sujeto para obtener una acomodación mínima del sentido y del goce. Si Lacan le
otorgó esa propiedad a la figura paterna, es porque la paternidad encarna
necesariamente la dimensión de lo simbólico, más allá de la función genitora, en tanto
representa en la vida humana el índice de una trascendencia respecto de la naturaleza
animal. Con independencia de que a lo largo de su enseñanza Lacan fue introduciendo
variantes sustanciales a su teoría del Nombre del Padre, lo cierto es que mantuvo la idea
de que la ausencia de esta simbolización está en el origen de la psicosis, y que dicha
carencia se traduce en los dos grandes órdenes de fenómenos que encontramos en la
locura: los que afectan al lenguaje, y los que testimonian de una grave perturbación en
la vivencia del cuerpo.
La imagen del cuerpo (y nuestra época, caracterizada por la desintegración progresiva
de todas las certidumbres, lo ejemplifica hasta el absurdo), es objeto de adoración,
porque ella es eterna e inmortal, y esconde ese mundo secreto e invisible, el 7

Otro cuerpo, el cuerpo donde palpita el espantoso misterio de la vida y su ciclo mortal,
ese cuerpo que existe por fuera de la representación, hecho de trozos separados, de
agujeros, de bordes, de superficies que responden a leyes geométricas completamente
extrañas a la figuración clásica de la forma. El cubismo, el surrealismo, y otras
corrientes artísticas, se han caracterizado por sacar a la luz esas alteraciones y
descomposiciones de la imagen, esos fantasmas de transmutación y despedazamiento
que los psicóticos nos refieren. Del mismo modo que la relación del sujeto con el
lenguaje que lo parasita requiere de una función estabilizadora, el cuerpo y sus goces
son soportables en la medida en que la castración imponga un cierto orden en la
dinámica de las pulsiones parciales, las que libradas a su propia inercia demuestran
trabajar al servicio de la muerte. En otros términos, la condición de la imagen del
cuerpo depende de una operación de vaciado, es decir, de extracción de una parte del
goce que por él circula. Los rituales castrativos de muchas culturas (la circuncisión, la
escarificación) expresan la necesidad de que una ley simbólica imponga su marca en el
cuerpo y produzca un recorte, una limitación, una regulación del goce que de lo
contrario se vuelve ingobernable y mortífero, demasiado presente, demasiado real. Si
tuviésemos que retratar las consecuencias de la psicosis en el cuerpo, podríamos decir,
siguiendo el modelo que inspiró a Lacan en su elaboración del estadío del espejo, que en
la locura observamos el jarrón hecho añicos, y las flores dispersadas por todas partes.
Cuando Freud postuló que en la psicosis el delirio constituye un movimiento de
curación, es porque sirve a los fines de restablecer el sentido. Tras el momento inicial en
que irrumpe la psicosis, y el significante y el significado pierden su aparente conexión,
el sentimiento de perplejidad se apropia del enfermo, testigo de que todo a su alrededor
parece haberse desprendido de su sitio, el sentido se ha desacomodado, y nada es lo que
parecía. A veces esta experiencia comienza con un pequeño signo, que progresivamente
aumenta. Una sensación, una cenestesia del cuerpo, una voz, una mirada. En un 8

segundo momento, el trabajo del delirio se pondrá en marcha para intentar suturar ese
descalabro, y restablecer mediante una estructura narrativa la fragmentación del
universo. Es fundamentalmente en las formas paranoicas donde el trabajo del delirio se
muestra en su mayor eficacia, ya que consigue también mantener una cierta integridad
de la forma corporal. Por el contrario, la esquizofrenia se caracteriza por una inhibición
de las propiedades resignificativas del delirio, lo cual entrega al sujeto no solo a una
mayor y más profunda desestructuración alucinatoria del lenguaje, sino también a la
disolución de la identidad corporal.
En un caso de parafrenia cuyo historial publiqué hace un tiempo, pude apreciar con
abrumadora claridad la forma en la que lenguaje y cuerpo se articulan, de tal modo que
un accidente en el anudamiento del sujeto al primero conduce a una dislocación
imparable en la vivencia del segundo. Se trataba de una mujer que padecía una actividad
alucinatoria crónica y constante. La mortificación de las voces ejercía al mismo tiempo
un tormento en su cuerpo, sistemáticamente azotado, penetrado y despedazado por la
invasión de los mensajes del Otro. Pese a la espectacular magnitud de los fenómenos
patológicos, el caso resultó extremadamente benigno en cuanto su evolución, puesto que
la ingeniosa y perseverante labor del delirio logró una estabilización y un
apaciguamiento del martirio corporal, devolviéndole su vida sexual, hasta entonces
violentamente interrumpida. Un aspecto a destacar en este caso fue el hecho de que la
paciente se defendiese de la intrusión de la lengua mediante la obturación de todos los
orificios del cuerpo. Por la noche se ponía tapones en los oídos, se vendaba los ojos, se
aplicaba un trozo de cinta plástica en la boca y empleaba tampones en la vagina y en el
ano.
La prueba de fuego, el verdadero desafío en el trabajo con esta sujeto, fue el hecho de
que su mejoría se tradujo asimismo en el deseo de tener un hijo, lo que desde luego
supone una implicación máxima del cuerpo. ¿Cómo podría esta mujer, que dedicó
varios años de su vida a la agotadora tarea de proteger su cuerpo de la invasión del Otro,
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experimentar la presencia de la vida en su interior? El acontecimiento llegó a buen


término, y por lo que he sabido posteriormente (puesto que tras dar a luz, y siguiendo el
curso habitual en los análisis de muchas mujeres, la paciente interrumpió sus sesiones
declarándose aliviada de sus síntomas) ha sido capaz de asumir la maternidad sin
grandes contratiempos. No diré nada más de este caso ni de su curiosa evolución, puesto
que ignoro sus avatares actuales, pero me interesa destacar la cuestión del cuerpo en los
desencadenamientos de las llamadas psicosis puerperales, por cuanto constituyen un
ejemplo que permite apreciar algunos mecanismos esenciales de la locura, y por ende de
la condición estructural del sujeto, ya que en todo momento nuestro esfuerzo como
analistas es el de sostener la premisa de que la normalidad es un mito moderno,
mientras que lo patológico no es más que una declinación del infortunio universal de la
condición humana.
La multiplicidad de saberes que en la era moderna auspician la cuestión de la
maternidad habla a las claras de que en modo alguno el embarazo, el alumbramiento y
el cuidado de la progenie puede dejarse en las industriosas manos del instinto, el cual,
pese al empeño del cientificismo y el psicologismo rampante, no parece muy dispuesto
a comparecer cuando más se lo necesita. Incluso el hecho mismo de que ciertas
corrientes propicien la práctica de dar a luz siguiendo los inmemoriales consejos de la
Madre Naturaleza, no deja de constituir un discurso más, es decir, una modalidad que se
añade a tantas otras palabras con las que orientar al sujeto en una experiencia para la
cual se encuentra simbólicamente desprotegido y carente. ¿Cómo puede la mujer
significar la idea inaudita e imposible de que un ser vaya a formarse en su interior,
desarrollarse, crecer, y salir un buen día de allí adentro por caminos más inimaginables
que los misterios de Dios? Es indudable que ese sentimiento que a todos nos embarga
ante el recién nacido, ese maravillado asombro con el que contemplamos el incesante y
renovado enigma de la vida, y cuya eterna repetición no agota jamás nuestra capacidad
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de sorprendernos, es el reverso de la oscura e inquietante percepción de algo que, en el


fondo, no comprendemos en lo más mínimo, y que desafía nuestro entendimiento con su
radical extrañeza.
Inter faeces et urinam nascimur, dice San Agustín en su infinita sabiduría, lo que
significa que estamos tan próximos a la inmundicia que conviene no olvidarlo nunca,
pues para nada es imposible volver a ella. ¿Y qué nos dice por su parte Freud? Que una
de las teorías sexuales infantiles más comunes es la del parto fecal, o sea, que ante la
dificultad para comprender el mecanismo de nacimiento, el niño elabora la teoría de que
los bebés nacen por el ano. ¡Qué sutil es la barrera que separa lo precioso de lo
inmundo, el más amado bien del desecho! La madre, divinizada por los mitos del
cristianismo, el discurso social, y los fantasmas del neurótico, es calificada de
“desnaturalizada” cuando en lugar de entregarse a los cuidados protectores propios de
su oficio, espanta nuestra conciencia con la noticia de que ha ahogado a su pequeño, o
lo ha arrojado a la basura. Como psicoanalistas no necesitamos apelar a la idea de una
degeneración aberrante, sino que sospechamos que esa mujer no ha podido investir al
niño con las envolturas del deseo, es decir, significarlo con el símbolo del falo, el
símbolo del gran Eros universal. ¿Cómo asumir la existencia de ese ser que ha salido de
ella misma, emergiendo del horror informe de su propia existencia? Desprendiéndose de
él, no ha hecho más que intentar en vano arrancar de sí misma, de la experiencia atroz
de su despedazamiento vital, la vivencia aniquilante de una cosa que no pudo alojarse
en el marco pacificador del amor y el sentido. El deseo de la madre le concede al hijo el
valor de un juguete erótico, símbolo imaginario con el que remediar su privación,
siempre y cuando en su inconsciente se haya establecido esta ecuación que hace del
niño el equivalente del don que a ella le ha sido negado, y que constituye un punto
decisivo en el Edipo de la mujer. El psicoanálisis ha venido a revelar que en la génesis
de la psicosis interviene un mecanismo que altera profundamente la estabilización de la
palabra y el cuerpo, que entrega al sujeto a la 11

hemorragia del sentido y a la despersonalización de su imagen, y lo condena a una


errancia en el flujo implacable del lenguaje. Entre el sujeto y su semejante ya no existe
ni distancia ni diferencia, ni empatía ni compasión, la agresividad se vuelve dominante,
y el deseo del Otro, en su doble sentido, se convierte en el signo de un goce siniestro y
malvado, ya sea que se manifieste en el mundo exterior o en el interior de un cuerpo
cuyo goce mortal se ha vuelto irrefrenable. Así, el crimen pasional del paranoico, o el
filicidio, son en definitiva variantes de esa automutilación por medio de la cual el
psicótico busca desprender de su cuerpo el horror de un goce que, en los casos más
desesperados, puede empujarlo incluso al suicidio.
El tema del cuerpo en la psicosis nos desborda con su extraordinaria riqueza y variedad.
No obstante, no querría culminar sin hacer mención de aquellos casos en los que el
cuerpo, lejos de convertirse en el escenario del colapso subjetivo, por el contrario oficia
de punto de fijación, o “punto de almohadillado”, como lo dice Lacan, sirviendo a los
fines de mantener una estabilidad que puede ser precaria, o por el contrario bastante
eficiente. Ciertos síntomas psicosomáticos, muchos de ellos especialmente graves,
logran cumplir una función de “amarre”, como si la lesión permitiese localizar y fijar en
el cuerpo el goce desbocado. Así, por ejemplo, una grave insuficiencia tiroidea le ha
posibilitado a una mujer construir un delirio hipocondríaco que organiza su mundo, los
cuidados de su cuerpo, y los lazos sociales. La medición y vigilancia de sus niveles de
hormona le asegura una prevención de las crisis de angustia y las descompensaciones
del humor. Su vida laboral, sentimental, amorosa, sexual, todo se “explica” mediante los
vaivenes de las curvas hormonales. Ella puede además “percibir” el nivel hormonal de
cualquier persona, como si se tratase de un código que le resulta transparente, y de este
modo regular sus propias actitudes y expectativas hacia los otros.
Hace algunos años, vino a verme un señor interesado en comenzar un análisis. Se
trataba de un hombre de mediana edad, con una exitosa trayectoria profesional en el 12

rubro de la economía, y que al parecer gozaba de un feliz matrimonio y unos hijos sanos
y excelentes. Ante un estado de bienestar tan envidiable no pude menos que preguntarle
por el motivo de su consulta, respondiéndome que movido por su constante curiosidad y
ambición intelectual había realizado un master de psicoanálisis en la Universidad. Como
el estudio de esta disciplina se le antojaba apasionante, consideró que había llegado el
momento de complementar la formación teórica con -según sus propias palabras- “la
experiencia de la transferencia”. No conforme con esta razonable explicación, persistí
en interrogarlo larga y cuidadosamente, hasta conseguir que, casi en un susurro, me
confesase el extraordinario proyecto que lo mantenía absorbido: una tesis doctoral que
reflejaría la revelación que lo había transformado. Tras un breve silencio que nos
mantuvo a ambos en vilo, añadió que estaba a punto de comunicar al mundo que el
inconsciente tiene su localización anatómica en el estómago.
Al cabo de una hora, nos despedimos en un clima de gran cordialidad. Le resultó muy
atinada mi observación de que en modo alguno necesitaba un análisis. Mi pregunta
“¿Cree usted que la Humanidad estará preparada para una verdad semejante?” lo había
conmovido al extremo de concluir que lo mejor sería mantener su descubrimiento en
secreto, para lo cual confiaba plenamente en mí. Ignoro lo que habrá sido de él, y espero
que su estómago, o su inconsciente, o ambos, todavía sigan en su lugar.

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