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Gustavo Dessal
Otro cuerpo, el cuerpo donde palpita el espantoso misterio de la vida y su ciclo mortal,
ese cuerpo que existe por fuera de la representación, hecho de trozos separados, de
agujeros, de bordes, de superficies que responden a leyes geométricas completamente
extrañas a la figuración clásica de la forma. El cubismo, el surrealismo, y otras
corrientes artísticas, se han caracterizado por sacar a la luz esas alteraciones y
descomposiciones de la imagen, esos fantasmas de transmutación y despedazamiento
que los psicóticos nos refieren. Del mismo modo que la relación del sujeto con el
lenguaje que lo parasita requiere de una función estabilizadora, el cuerpo y sus goces
son soportables en la medida en que la castración imponga un cierto orden en la
dinámica de las pulsiones parciales, las que libradas a su propia inercia demuestran
trabajar al servicio de la muerte. En otros términos, la condición de la imagen del
cuerpo depende de una operación de vaciado, es decir, de extracción de una parte del
goce que por él circula. Los rituales castrativos de muchas culturas (la circuncisión, la
escarificación) expresan la necesidad de que una ley simbólica imponga su marca en el
cuerpo y produzca un recorte, una limitación, una regulación del goce que de lo
contrario se vuelve ingobernable y mortífero, demasiado presente, demasiado real. Si
tuviésemos que retratar las consecuencias de la psicosis en el cuerpo, podríamos decir,
siguiendo el modelo que inspiró a Lacan en su elaboración del estadío del espejo, que en
la locura observamos el jarrón hecho añicos, y las flores dispersadas por todas partes.
Cuando Freud postuló que en la psicosis el delirio constituye un movimiento de
curación, es porque sirve a los fines de restablecer el sentido. Tras el momento inicial en
que irrumpe la psicosis, y el significante y el significado pierden su aparente conexión,
el sentimiento de perplejidad se apropia del enfermo, testigo de que todo a su alrededor
parece haberse desprendido de su sitio, el sentido se ha desacomodado, y nada es lo que
parecía. A veces esta experiencia comienza con un pequeño signo, que progresivamente
aumenta. Una sensación, una cenestesia del cuerpo, una voz, una mirada. En un 8
segundo momento, el trabajo del delirio se pondrá en marcha para intentar suturar ese
descalabro, y restablecer mediante una estructura narrativa la fragmentación del
universo. Es fundamentalmente en las formas paranoicas donde el trabajo del delirio se
muestra en su mayor eficacia, ya que consigue también mantener una cierta integridad
de la forma corporal. Por el contrario, la esquizofrenia se caracteriza por una inhibición
de las propiedades resignificativas del delirio, lo cual entrega al sujeto no solo a una
mayor y más profunda desestructuración alucinatoria del lenguaje, sino también a la
disolución de la identidad corporal.
En un caso de parafrenia cuyo historial publiqué hace un tiempo, pude apreciar con
abrumadora claridad la forma en la que lenguaje y cuerpo se articulan, de tal modo que
un accidente en el anudamiento del sujeto al primero conduce a una dislocación
imparable en la vivencia del segundo. Se trataba de una mujer que padecía una actividad
alucinatoria crónica y constante. La mortificación de las voces ejercía al mismo tiempo
un tormento en su cuerpo, sistemáticamente azotado, penetrado y despedazado por la
invasión de los mensajes del Otro. Pese a la espectacular magnitud de los fenómenos
patológicos, el caso resultó extremadamente benigno en cuanto su evolución, puesto que
la ingeniosa y perseverante labor del delirio logró una estabilización y un
apaciguamiento del martirio corporal, devolviéndole su vida sexual, hasta entonces
violentamente interrumpida. Un aspecto a destacar en este caso fue el hecho de que la
paciente se defendiese de la intrusión de la lengua mediante la obturación de todos los
orificios del cuerpo. Por la noche se ponía tapones en los oídos, se vendaba los ojos, se
aplicaba un trozo de cinta plástica en la boca y empleaba tampones en la vagina y en el
ano.
La prueba de fuego, el verdadero desafío en el trabajo con esta sujeto, fue el hecho de
que su mejoría se tradujo asimismo en el deseo de tener un hijo, lo que desde luego
supone una implicación máxima del cuerpo. ¿Cómo podría esta mujer, que dedicó
varios años de su vida a la agotadora tarea de proteger su cuerpo de la invasión del Otro,
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rubro de la economía, y que al parecer gozaba de un feliz matrimonio y unos hijos sanos
y excelentes. Ante un estado de bienestar tan envidiable no pude menos que preguntarle
por el motivo de su consulta, respondiéndome que movido por su constante curiosidad y
ambición intelectual había realizado un master de psicoanálisis en la Universidad. Como
el estudio de esta disciplina se le antojaba apasionante, consideró que había llegado el
momento de complementar la formación teórica con -según sus propias palabras- “la
experiencia de la transferencia”. No conforme con esta razonable explicación, persistí
en interrogarlo larga y cuidadosamente, hasta conseguir que, casi en un susurro, me
confesase el extraordinario proyecto que lo mantenía absorbido: una tesis doctoral que
reflejaría la revelación que lo había transformado. Tras un breve silencio que nos
mantuvo a ambos en vilo, añadió que estaba a punto de comunicar al mundo que el
inconsciente tiene su localización anatómica en el estómago.
Al cabo de una hora, nos despedimos en un clima de gran cordialidad. Le resultó muy
atinada mi observación de que en modo alguno necesitaba un análisis. Mi pregunta
“¿Cree usted que la Humanidad estará preparada para una verdad semejante?” lo había
conmovido al extremo de concluir que lo mejor sería mantener su descubrimiento en
secreto, para lo cual confiaba plenamente en mí. Ignoro lo que habrá sido de él, y espero
que su estómago, o su inconsciente, o ambos, todavía sigan en su lugar.