cincuenta años; giro que muy particularmente consiste en una amplia reflexión crítica sobre las valencias propias del espacio, en especial a partir de la renovación de los estudios geográficos, frente a la importancia excepcional que en la cultura occidental tradicionalmente se ha concedido al tiempo.4 Estas mutaciones profundas —Karl Schlögel habla de «cambio de paradigma» en relación con las alteraciones radicales (casi desfiguraciones) sufridas por las urbes, en concreto por el habitar de sus ciudadanos— tienen precedentes muy significativos e influyentes como son, por ejemplo, las reflexiones, tan diferentes, pero sin duda alguna innovadoras, de Henri Lefebvre, Gaston Bachelard, Edward Soja o David Harvey sobre el espacio, y concretamente en torno a la ciudad como lugar privilegiado de casi todas las experiencias importantes del ser humano.5 «Hemos de aprender de nuevo a pensar el espacio», afirma otro innovador, Marc Augé, que señala que «la antropología siempre ha sido una antropología del aquí y el ahora».6 Se impone, por consiguiente, aproximarse a la realidad urbana a partir de una reinterpretación de los ingredientes materiales y mentales más decisivos que intervienen activamente en la espaciotemporalidad humana o espacio-tiempo vivido que, de hecho, ha configurado en las culturas humanas de todos los tiempos una real complexio oppositorum consistente en la armonización siempre in fieri de los lenguajes de la diacronía temporal con los de la sincronía espacial. En el