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El diagnóstico en Psicopedagogía Clínica

El abordaje psicopedagógico
requiere comprender las formas singulares con que el sujeto construye sus modos de
representación del mundo, de los otros y de sí mismo. Estas formas singulares se enraízan
en la dinámica inconsciente y pulsional que sostiene el investimento del sujeto en relación
con los objetos culturales, articulando afectos y representaciones.

Los problemas de aprendizaje remiten a la singularidad de la experiencia de cada sujeto y a


las modalidades de elaboración de sentido construidas para su interpretación. Por eso es
crucial partir de un modelo diagnóstico que permita investigar las diversas modalidades de
producción simbólica que conviven en un mismo sujeto, para construir hipótesis sobre
aquellos trabajos psíquicos que generan problemas de simbolización.

En el diagnóstico, las distintas materialidades de producción que se indagan intentan


favorecer en el paciente las condiciones para que pueda producir un sentido singular en
articulación con las significaciones sociales y expresar la dramática de sus deseos,
angustias, fantasías y conflictos. Es por esto que presentamos un modelo de diagnóstico
psicopedagógico en el que las distintas modalidades de producción simbólica (gráfica,
discursiva, escrita, leída, cognitiva) son abordadas en sus respectivas especificidades. El
análisis interpretativo de la modalidad singular que cada niño y adolescente produce en
cada una de esas situaciones nos permite comprender la dinámica psíquica de sus modos de
simbolizar.

Elaborar hipótesis clínicas que den cuenta de la heterogeneidad de estas formas de


simbolizar en cada sujeto nos permite comprender sus problemáticas y construir formas de
abordaje clínico capaces de atender a su singularidad.

El modelo de abordaje clínico de niños y adolescentes con problemas de aprendizaje


centrado en las problemáticas de simbolización que presentaremos en este curso fue
desarrollado por el Equipo de la Cátedra de Psicopedagogía Clínica de la Universidad de
Buenos Aires, dirigido por la Dra. Silvia Schlemenson, en base a la articulación de líneas
de investigación surgidas de las cuestiones clínicas planteadas por la asistencia a niños y
adolescentes con problemas en sus aprendizajes.

Objetivos:

 Comprender un modelo de abordaje clínico de niños y adolescentes con problemas


de aprendizaje centrado en las problemáticas de simbolización.

 Caracterizar la producción simbólica singular como un proceso complejo y


heterogéneo que articula las modalidades específicas de producción proyectiva
gráfica, discursiva, escrita y lectora implicados en la construcción de
conocimientos.

 Describir las problemáticas de simbolización que se expresan en dificultades de


aprendizaje y los procesos psíquicos involucrados, a fin de elaborar hipótesis de
abordaje clínico específico.

Esquema de conceptos básicos


El aprendizaje y sus conceptualizaciones
Acerca del aprendizaje
ensar en el diagnóstico psicopedagógico nos lleva necesariamente a pensar en el
aprendizaje. Pero, ¿a qué nos referimos cuando decimos “aprendizaje”? Bajo la aparente
simplicidad y familiaridad de esta palabra subyacen múltiples supuestos que es necesario
indagar.

Las primeras investigaciones científicas vinculadas a la cuestión del aprendizaje son las que
surgen a partir del conductismo y de la teoría del condicionamiento. La búsqueda de
concebir una psicología científica al amparo de la ciencia “natural-positiva” llega en estas
corrientes a su culminación, y expresa en la psicología el auge del paradigma racionalista
moderno. Dicho en otros términos, la pregunta por el aprendizaje conlleva un conjunto de
supuestos de orden filosófico que se enmarcan en un contexto histórico-social, el de las
sociedades occidentales industrializadas. Las sociedades, las culturas, construyen sus
propias lógicas -sistemas de significación e interpretación del mundo y organizadores de su
realidad- que se sostienen en verdades y saberes legitimadores y pilares de dichas
instituciones.

Podemos pensar entonces que el surgimiento del concepto de aprendizaje y de las


investigaciones destinadas a investigar los procesos psíquicos que sostienen su desarrollo
en los sujetos pueden comprenderse como cristalizaciones del paradigma lógico positivista,
que algunos epistemólogos contemporáneos denominan paradigma de la simplicidad
(Morin, 1994) o paradigma de la escisión (Castorina, 2007).

Posteriormente, tanto las concepciones cognitivistas como constructivistas plantean el


aprendizaje como un proceso cognitivo, con exclusión de las dimensiones subjetivas y
afectivas -que son consideradas a lo sumo como motor, aspecto energético de la conducta,
pero exteriores siempre a la estructuración cognitiva–. De este modo, estas miradas se
posicionan en una concepción racionalista que conlleva supuestos claves respecto de la
actividad psíquica. Así, se han escindido los aspectos afectivos del aprendizaje, se han
neutralizado los sentidos subjetivos que se producen en el encuentro del sujeto con un
producto de la cultura, se ha cercenado el cuerpo del que aprende del proceso de
apropiación subjetiva del objeto, se ha elevado la racionalidad al rango de única forma de
producción de conocimientos y se ha degradado el proceso de producción de experiencia a
una simple anexión integrativa de significados conceptuales.

Tales supuestos se inscriben en una lógica que es la lógica de base aristotélica y en el


modelo de las ciencias naturales de corte positivista en que se organiza el pensamiento
moderno, e implican:

 la división dualista mente-cuerpo, razón-afectos.


 una jerarquización de las funciones psíquicas escindidas: se considera la existencia -
por un lado- de procesos psicológicos “superiores”, que son los que se corresponden
con las actividades de abstracción y formación de conceptos cognitivos, de acuerdo
con principios lógicos de inspiración aristotélica (tales como el principio de no
contradicción, el principio de identidad, etc.) y -por otro- de procesos psicológicos
dependientes de funciones psíquicas no racionales, ligados a procesos “afectivos”.
 una división tajante entre el sujeto y el mundo (objeto), considerando al sujeto
como una entidad independiente y diferenciada del mundo y a este último como
exterior e independiente (objeto) del sujeto cognoscente.
 el ideal de la objetividad: se atribuye al sujeto la capacidad y posibilidad de dar
cuenta del mundo objetivo y de elaborar sistemas de verdades “objetivas”, con la
necesidad de “neutralizar” la subjetividad, considerada como fuente de errores y
distorsiones. El conocimiento se supone un reflejo interno neutro y objetivo de la
realidad exterior.
 una tendencia a categorizar el funcionamiento subjetivo sobre la base de leyes y
principios generales, de carácter estadístico, que dan cuenta del funcionamiento
psicológico “normal” o sano.
 la búsqueda de análisis deterministas que reducen el funcionamiento psíquico en
términos de relaciones de causas y efectos.

De este modo, la constitución de los problemas y las tesis de estas líneas de trabajo que
abordan el aprendizaje han supuesto distintas formas de dualismo ontológico (sujeto-objeto,
afectos-razón, cuerpo-psique, etc.) y de reduccionismo epistemológico (innatismo o
contextualismo), mientras que las formas de abordaje metodológico en las investigaciones
sustentadas en esos supuestos han oscilado entre el descriptivismo ateórico de las corrientes
empiristas y el teoricismo formalista de las corrientes estructuralistas, partiendo de la
escisión supuesta entre el sujeto y el objeto y anulando ya sea el primero (en el caso del
empirismo) o el segundo (en el caso del teoricismo) (Cantú y Diéguez, 2008).

Considerando esta pesada herencia histórica, ¿vale la pena seguir utilizando el concepto de
aprendizaje? Un constructo teórico (el aprendizaje) que soporta la tradición del paradigma
de todo el pensamiento moderno, ¿tiene aún esperanzas de seguir siendo útil para pensar la
experiencia o, por el contrario, constituye un obstáculo epistemológico si intentamos dar
cuenta de la complejidad? Esta pregunta es relevante puesto que los conceptos no son
denominaciones de realidades preexistentes sino construcciones que crean el objeto que
dicen nombrar; decir “aprendizaje” no es designar una realidad exterior, sino modelar la
experiencia de una determinada manera: aquella con la cual el pensamiento moderno
estructura nuestras formas de pensar, sentir y ver la experiencia del sujeto en la cultura, así
como de preguntar por ella.

El desafío de una concepción que no parta de estos supuestos que escinden la experiencia
del sujeto en el mundo es reintegrar esas dimensiones tradicionalmente excluidas y
escindidas: la subjetividad como proceso de producción de sentido y no como fuente de
error y distorsión. ¿Seguiremos llamando “aprendizaje” a esa experiencia? Sí, a condición
de resignificar lo que entendemos por “aprender”.

La etimología nos ayudará en este camino. La palabra “aprender” viene del latín
apprehendere, compuesto por el prefijo ad- (hacia), el prefijo prae- (antes) y el verbo
hendere (atrapar, agarrar). Queda claro que se trata de un movimiento activo del sujeto
hacia, es decir de una marcha -que llamaremos de investimiento- hacia un objeto exterior.
O sea que en el aprender la circulación no es de afuera hacia adentro –como lo querría el
empirismo- sino doble: de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro.

La etimología también nos enseña que ‘prender’ y ‘sorprender’ pertenecen a la familia


verbal que deriva de prehendere, lo mismo que, obviamente, ‘comprender’. Y es que la
impresión producida por algo imprevisto no puede desconocerse como una dimensión
central del aprender. No hay aprendizaje si no hay tal encuentro con lo no familiar y lo no
reductible a las certidumbres tranquilizadoras con las que las significaciones instituidas
clausuran la búsqueda de sentido. Este encuentro es un encuentro complejo: en tanto
promueve novedades es placentero y displacentero a la vez, implica el acceso a lo nuevo y
la pérdida de lo viejo, el investimento de nuevas formas de gratificación más complejas y la
necesidad de abandonar –por lo menos parcialmente- algunos referentes identitarios y
formas de satisfacción anteriores. Por eso, el aprendizaje no sólo se asocia al placer sino
también al displacer y a la angustia. Para aprender es necesario un movimiento que se
sostiene no sólo en el investimento del objeto sino también en el investimento de la propia
actividad y de sí mismo como capaz de sortear los obstáculos y dificultades que implica ese
complejo proceso.

Teniendo en cuenta esto, es evidente que la definición piagetiana de la inteligencia como


equivalente y sustituta de la adaptación biológica muestra sus limitaciones cuando
intentamos comprender las formas y modalidades de producción de un sujeto singular y
cuando recordamos con Castoriadis (1993) que el funcionamiento del sujeto humano es
profundamente desadaptativo. Por lo tanto, la conceptualización psicoanalítica del
pensamiento y del aprendizaje no puede contentarse con asignar a éste una función de
exploración del mundo externo, puesto que esta exploración está relacionada con el trabajo
psíquico que desemboca en la constitución de las representaciones inconscientes y su
comunicación con la consciencia a través del preconsciente. Es decir que, si bien el
pensamiento requiere el ordenamiento lógico característico de los procesos secundarios, la
producción de conocimientos involucra aspectos pulsionales e inconscientes que no son
exteriores al proceso mismo de producción sino que constituyen al pensamiento como tal.

Aprendizaje y producción simbólica


Llamaremos producción simbólica (Schlemenson, 2001; Álvarez, 2010) a la modalidad de
apropiación singular que el sujeto hace del lenguaje y de los objetos de conocimiento, a la
vez en tanto oferta simbólica de inscripción social y en tanto capaz de otorgarle sentido a su
experiencia subjetiva.

El proceso por el cual un niño se apropia simbólicamente de los objetos y de las


significaciones que le ofrece su cultura tiene sus orígenes en la capacidad de representar. El
trabajo representativo es la creación psíquica que se produce como resultado de la
metabolización de la dinámica pulsional.

Este proceso singular adquiere características en función de las condiciones histórico-


subjetivas en las que se produce. La reactualización de dichas marcas en procesos de
investimento de los nuevos objetos y su articulación con los procesos identificativos define
modalidades singulares de producción simbólica (Schlemenson y Grunin, 2013). Estas
formas singulares se cristalizan en la actividad psíquica mediante la cual el sujeto produce
marcas singulares significativas en su modalidad de representarse a sí mismo, al mundo, a
la sociedad y a la cultura en la que se encuentra inserto, a través de sus formas de escribir
(Grunin 2013), dibujar (Wald 2010a, 2010b), leer (Cantú, 2011), narrar (Álvarez 2010) y
usar las tecnologías digitales (Álvarez y Cantú, 2011).

La Psicopedagogía Clínica y los problemas


de aprendizaje
Algunos niños sufren distintas vicisitudes en su constitución psíquica que los conducen a
formas restrictivas de producción simbólica. El fracaso escolar aparece entonces como una
consecuencia que socialmente pone en evidencia dificultades de orden subjetivo
(Schlemenson, 2004). Cuando este fracaso cristaliza en dificultades de aprendizaje, la
intervención clínica se hace necesaria. La Psicopedagogía Clínica intenta en esos casos
conceptualizar los procesos psíquicos que sostienen las formas singulares de producción
simbólica, para intervenir en ellos. Dicha intervención apunta a que el sujeto construya en
el espacio clínico nuevas modalidades de encuentro con los objetos y con su propio mundo
interno que le posibiliten formas de apropiarse subjetivamente de los conocimientos de un
modo creativo, crítico y activo (Schlemenson y Grunin, 2014).

Concebir de esta manera la clínica psicopedagógica implica cuestionar, como sosteníamos


anteriormente, los supuestos de la escisión filosófica que domina en algunas de las
tradiciones clínicas y teóricas que abordan los problemas de aprendizaje partiendo de
dualismos como sujeto-objeto, afectos-razón, cuerpo-psique, individual-social, etc., a partir
de los cuales el aprendizaje escolar queda reducido a un resultado de supuestas “facultades”
o “habilidades” cognitivas independientes. La complejidad de los procesos psíquicos
comprometidos en el aprendizaje supone que los criterios de la lógica de la escisión no son
aptos para responder a los interrogantes teóricos y a los problemas clínicos que se plantean.
En ese sentido, la Psicopedagogía Clínica se propone comprender el aprendizaje
inscribiéndolo en la dinámica psíquica en su conjunto, dinámica que involucra dimensiones
intra-psíquicas a la vez que intersubjetivas.

Aprender es un proceso complejo que no involucra solamente los procesos llamados


“cognitivos” sino al sujeto en su totalidad. De ese modo, el abordaje psicopedagógico
requiere comprender las formas singulares con las que el sujeto construye sus modos
de representación del mundo, de los otros y de sí mismo. Estas formas singulares se
enraízan en la dinámica inconsciente y pulsional que sostiene el investimento del
sujeto en relación con los objetos culturales, articulando afectos y representaciones.

El aprendizaje y sus problemáticas clínicas


La escuela construye para el alumno una propuesta de trayectoria educativa que implica
una concepción de aprendizaje sistemático, como un proceso temporal de sucesivas
apropiaciones de recursos lógicos, conocimientos específicos y herramientas de
pensamiento. Su propósito es garantizar para cada niño y joven el aprendizaje indispensable
de los recursos simbólicos que lo convertirán en un ciudadano pleno de derechos y
obligaciones en el despliegue social.

Para hacerlo crea un marco institucional sistemático específico en el que se instituyen


formas sucesivamente más complejas de abordaje de problemas de conocimiento y de
modalidades de intercambio con los otros (pares y adultos), mediados por reglas y
prescripciones que tienen como función generar nuevas formas de lazos, diferentes a los
íntimos, originarios y familiares.

Aprendizaje y biografía
Cuando la escuela elabora sus ofertas pedagógicas y didácticas lo hace sobre una
concepción no sólo del aprendizaje sino también del sujeto que aprende, presuponiendo en
éste una serie de condiciones y recursos simbólicos que los sujetos construyen en su
biografía anticipada al proceso educativo. Así, presupone condiciones de inicio para el
aprendizaje escolar que implican modalidades singulares de investimento de los objetos
simbólicos sociales que se convertirán en objetos de aprendizaje cotidiano en el aula, de los
recursos de pensamiento para poder abordarlos, y del deseo y la curiosidad necesaria para
convertir los problemas de conocimiento en interrogantes personales significativos. De este
modo, pone en relación modalidades singulares de pensamiento con el encuadre
institucional de las formas culturales de construcción social, en su doble función de derecho
y obligación para que cada sujeto pueda desplegar una productividad social satisfactoria
para sí mismo y para el conjunto del grupo.

Para que cada niño y adolescente pueda dar cuenta de esa expectativa anticipada de
recursos simbólicos necesarios para el aprendizaje en la escuela, cada sujeto en constitución
elabora sus modalidades singulares de creación de sentido a partir de la interpretación de su
experiencia histórico-afectiva.
Como planteábamos en el apartado anterior, el abordaje psicoanalítico de las problemáticas
psíquicas implicadas en los procesos de simbolización y sus patologías expresadas en
problemas de aprendizaje se propone construir herramientas clínicas capaces de producir
transformaciones profundas y significativas en las restricciones simbólicas. Para hacerlo, se
plantea una concepción del psiquismo compleja y heterogénea, que se constituye en las
diversas formas de trabajo representativo, destinado a la elaboración de las principales
dinámicas conflictivas.

Desde este enfoque, entonces, la interrogación clínica sobre los problemas de


simbolización de cada niño y cada adolescente con problemas de aprendizaje pondrá
en relación sus avatares singulares en las condiciones psíquicas de los procesos de
simbolización y los límites de lo representable, y el trabajo de pensamiento subjetivo
singular.

Problemáticas contemporáneas
La elaboración de los conflictos subjetivos impone la necesidad de construir sentidos
propios, que funcionan como respuestas creadas, que van más allá de la repetición de
relatos adultos. Cada niño y cada adolescente toma de las diversas ofertas simbólicas,
aquellos elementos con los que puede construir sentidos para sí mismo significativos.
El reconocimiento de una realidad propia y externa compleja y contradictoria genera
angustia y un esfuerzo de elaboración sin garantías. En este sentido, la simbolización a
cargo de la subjetividad es un verdadero trabajo de “duelo” con la pasividad de la
aceptación de representaciones cerradas y por el cuestionamiento de las referencias
seguras.

En el despliegue del niño y del adolescente en la escuela, este duelo cobra una dimensión
que articula una experiencia íntima con una demanda social. Se espera que pueda cargar de
expectativas personales su relación con objetos valorados socialmente que no guardan una
relación directa con el placer y que, además, generan un esfuerzo de trabajo que provoca la
postergación de alguna satisfacción y, por eso, diversas dosis de frustración y sufrimiento.

¿Por qué aprender entonces?


Por aceptación de una obligación sin escapatoria o por un deseo singular genuino. Son dos
alternativas polares que se suelen combinar en distintas proporciones.

Para que estas relaciones con objetos de conocimiento se vuelvan experiencias


significativas se tienen que inscribir en un proyecto subjetivo, en donde el placer esté
ligado a una conquista simbólica sin ninguna seguridad anticipada. Es este un camino
difícil que exige reconocer lo que aun no se sabe y no se tiene, y sostener que la apuesta de
recorrer ese laberinto depara alguna satisfacción posible. Esta apuesta incluye una
dimensión temporal donde hay un reconocimiento de conflictos en el presente para los que
se pueden construir estrategias de resolución futura.
Algunos niños y adolescentes no aprenden porque no han podido construir los recursos
subjetivos necesarios para lanzarse a esa aventura. En estas problemáticas se ubica nuestro
trabajo terapéutico, construyendo un espacio clínico destinado a desarmar la situación
alienante en la que se encuentran y abrir nuevos caminos de simbolización.

Estas dificultades subjetivas singulares se producen en el entramado de las culturas a


las que pertenecen. La subjetividad es una producción cultural y sus problemas llevan
la marca de las características de su época histórica.

Abordaje clínico
sí pues, el terapeuta se propone habilitar condiciones para el despliegue de trabajos
psíquicos que tienen como horizonte conquistar plasticidad en las posibilidades de
elaboración de los diversos órdenes de conflictos que atraviesan la experiencia de cada
sujeto.

Consideramos que la constitución psíquica y el proceso de producción simbólica se


construyen en un entramado soporte del deseo y las modalidades de elaboración de sentido
que operan como recursos para cualquier aprendizaje.

Freud (1937) sostuvo en unos de sus últimos trabajos que el psicoanálisis, la pedagogía y la
política eran las tres tareas “imposibles”. No planteó que su realización fuera muy difícil o
compleja, situación que compartirían con muchas otras disciplinas, sino imposibles. Esa
imposibilidad se funda en una aparente paradoja: la de ayudar a crear autonomía cuando se
parte de la máxima dependencia.

Para el Psicoanálisis esta paradoja no responde a un error metodológico sino a la condición


más irreductible del ser humano, que es la de constituirse gobernado por sus pasiones, en
relaciones de intimidad y dependencia con otros, que racionalmente no reconoce y que sin
embargo son depositarias de intensos deseos que tienen como destino no realizarse nunca.

Esta realidad humana, compleja y contradictoria desde el origen, es la condición de


invención y creación de los objetos simbólicos que pueblan las diversas culturas y llevan
esas mismas marcas. Por eso desde nuestro recorte es crucial conservar la complejidad y la
heterogeneidad de los objetos de investigación, que Edgar Morin (2001) propone como
resguardos epistemológicos y herramientas metodológicas a la vez. Este encuadre de
investigación incluye la aceptación de la contradicción y la incertidumbre y del carácter
multidimensional de toda realidad (Gonzalez Rey, 2006) para poder profundizar en el
estudio de los procesos de simbolización y sus dificultades, manteniendo su especificidad y
evitando la reducción a dimensiones aisladas que impidan elucidar las principales
problemáticas actuales.
El análisis de la diversidad y amplitud de las dificultades de simbolización que se presentan
en los últimos años fue poniendo en relevancia la necesidad de investigar la complejidad y
heterogeneidad de los trabajos psíquicos involucrados.

Las encrucijadas clínicas de nuestros días nos enfrentan a déficits de simbolización que
vuelven extrañas las propias emociones y pensamientos, produciendo una angustia sin
dirección que busca ser calmada rápidamente por el camino más corto posible. Los propios
afectos se vuelven extraños, insoportables e irrepresentables, generando modalidades
defensivas que trabajan para una estabilidad psíquica basada en la evitación del
reconocimiento de la conflictiva. Así se vuelve manifiesto el vínculo indispensable del
pensamiento con las vicisitudes del afecto, justamente cuando se disocian provocando
diversas modalidades clínicas.

Actividad representativa y problemática


afectiva
El psicoanálisis contemporáneo produce articulaciones novedosas a partir de los desarrollos
post-freudianos que permiten superar viejas antinomias entre las prevalencias de las
dimensiones pulsionales u objetales o entre la importancia del trabajo representativo y la
dinámica afectiva.

En este sentido, Green (1995, 25) define el concepto de “pulsión” como fuerza psíquica
originaria que opera como matriz del sujeto, otorgándole fuerza y direccionalidad. Desde
este enfoque, el sujeto es concebido como resultante de un trabajo incesante en relación con
esa fuerza que intenta conducir y que lo conduce, constituyéndose en la causa última de su
actividad; por eso mismo, el lugar y la función del objeto es fundamental.

La complejidad de las relaciones entre pulsión y objeto permite reubicar las funciones del
trabajo representativo para metabolizar el afecto.

La diversidad de formas de articulación del afecto en el trabajo representativo plantea


alcances diferentes de sus funciones, que abarcan desde el quantum de energía psíquica
indispensable para investir el proceso, pasando por los límites de cualificación necesarios
para que sea representable, hasta su irrupción directa obstaculizando su metabolización y
amenazando el equilibrio psíquico. Su funcionamiento establece una continuidad entre
cuerpo y psiquismo caracterizado por las modalidades de ligazón - desligazón - religazón,
que establecen posibilidades de combinatoria diferentes que la representación.

Al poner en relación la problemática de la metabolización del afecto con la complejidad de


los trabajos de representación, se abren caminos de indagación clínica sobre los problemas
de simbolización que permiten construir hipótesis acerca de las dificultades para elaborar
caminos de satisfacción sustitutiva más sofisticados que las modalidades de descarga
directa. Por esta razón, la dinámica de distribución selectiva del afecto plantea una tarea
primordial para el psiquismo que afecta al alcance y los límites de lo simbolizable. Las
modalidades más primarias de contención, como la sofocación, la inhibición o el
aislamiento, desembocan en un trabajo representativo caracterizado por la proyección, que
tiene como función enviar al exterior la carga afectiva que por su exceso amenaza la
organización psíquica. Cuando este proceso no es posible, la carga afectiva se transforma
en angustia que no se puede tramitar, derivando en fragmentación psíquica, somatizaciones,
pasaje al acto, es decir, formas de fracaso del trabajo representativo que llevan al límite
mínimo de simbolización.

Así, la clínica contemporánea expone los límites del trabajo de representación y sus
fallas. Nuestra pregunta, entonces, es: ¿por qué fracasa el pensamiento para
interpretar la problemática afectiva de una forma metabolizable para el sujeto?

La representación pierde su lugar garantizado como dato de base, como elemento originario
del psiquismo, para ser conceptualizado como producto de un trabajo, una conquista que no
tiene garantía, donde el conflicto, en última instancia, va a estar situado en la disyuntiva
entre pulsión/ descarga o elaboración representativa. Así, la representación es solo un
resultado posible de un complejo proceso que nada asegura. Este modelo procura dar
cuenta del fracaso de la palabra, de la representación, de la interpretación, frente a la
pulsión, a la compulsión repetitiva destructiva, al acto (agieren).

Lo irrepresentable constituye una referencia central de este modelo en el que el acto ocupa
el lugar que el paradigma del sueño tenía en el modelo anterior: ya no se trata de represión
sino de destrucción del pensamiento. La relación del pensamiento con el lenguaje se vuelve
más compleja, lo irrepresentable aparece como una dimensión que pone en jaque su función
de creación de sentido con valor subjetivo, replanteando y, por tanto, haciendo más
compleja también, la labor clínica centrada en la eficacia de la palabra.

Frente a esta problemática, es fundamental la ampliación del campo de la representación


con respecto a diversas relaciones de la psique: con el cuerpo, con el otro semejante y con
el mundo. Así, a partir de cada una de estas relaciones, de “materiales diferentes”, la psique
va a producir distintos tipos de representaciones. El funcionamiento psíquico se define
entonces por trabajar con materiales heterogéneos. La heterogeneidad es clave en esta
reelaboración, donde la noción de límite cobra el valor de territorio de pasaje, es decir de
transformación. Esta es una verdadera lógica de la heterogeneidad, es decir que no es
aplicable un sistema homogéneo, sea la pulsión, el objeto, el lenguaje o cualquier
dimensión parcial, para explicar todo el funcionamiento psíquico. Esta lógica plantea el
esfuerzo de pensamiento de mantener la diversidad de dimensiones psíquicas en juego, y es
en el mantenimiento del análisis de la especificidad de estas dimensiones y sus relaciones
de conflicto y de pasajes, en donde se produce la riqueza y la productividad del
pensamiento psicoanalítico tanto en la clínica como en la metapsicología.

El sentido proviene así de la transformación de un dato psíquico en otro, ya que cada vez
que se pasa de un sistema al otro se gana y se pierde algo, no hay proceso acumulativo
lineal. Hay un proceso discontinuo de transformación (Álvarez, 2012), es por eso que se
propone esta lógica de la heterogeneidad en la que la diversidad de la representación da
lugar al conflicto y a la transformación.

Entonces lo irrepresentable ya no es aquello no representado pero posible de serlo, no es


aquello de lo que el sujeto no tiene conciencia en un momento dado, no es lo que no puede
o no sabe decir en sesión simplemente. No se trata de representaciones que por estar ligadas
a la fantasía inconsciente son reprimidas, sino por el contrario se trata de algo que no
alcanza a vincularse.

Así, lo irrepresentable remite tanto a las problemáticas de la representación como de la


pulsión y, por consiguiente, a la cuestión de la ligazón, desligazón y religazón. Poniendo en
el centro del trabajo representativo su oferta de mediación pulsional.

En estas complejas relaciones entre los diversos trabajos representativos, la función de la


representación de cosa asume un lugar jerarquizado en la propuesta de Green, que le
adjudica una doble función de representatividad en tanto permite a la pulsión una ligadura
y por eso funciona como puente, como eslabón sobre el que trabaja la simbolización.
Porque crea una mediación entre el devenir pulsional y la metabolización que ofrece el
lenguaje.

Es decir, el trabajo de representación es la transformación del representante psíquico de la


pulsión en una matriz de simbolización inconsciente. Gracias a la representación de cosa,
el representante psíquico se liga, y esta entrada en la cadena de simbolización es un trabajo
de creación psíquica, o sea que la representación de cosa funciona ligando, transformando,
limitando y dando figuración a la energía pulsional.
Antagonismos pulsionales, alteridad radical de la pulsión con el sujeto y de las demandas
pulsionales con el objeto, marcan un recorrido inaugural de conflictos entre la experiencia
de satisfacción y sus huellas, su ausencia, las nuevas demandas de satisfacción y el
reinvestimento de huellas, que ubica al trabajo representativo como una conquista psíquica
que transforma y enriquece el alcance del intento de resolver la incompatibilidad.

Sin las representaciones de cosa las mociones pulsionales no accederían a la condición de


representaciones inconscientes. En este sentido, las representaciones inconscientes no son
un dato de partida sino el producto de un trabajo.

Esto es crucial para el trabajo clínico contemporáneo en el que un denominador común es


la dificultad para que las representaciones puedan ligar la fuerza de las pulsiones,
expresándose en diversas maneras de desimbolización empobrecedoras de los trabajos
psíquicos. Son estas fallas de simbolización las que están en el centro de la problemática
clínica: la representación de cosa inconsciente puede ser atacada o incluso abandonada por
las pulsiones debido a la insuficiencia de trabajo psíquico, que es una falla en la función de
ligadura, porque la reinvestidura conduce al dolor y por esto produce un trabajo activo de
desligadura, de expulsión fuera del psiquismo.

Realzar las dimensiones conflictivas nos permite analizar los procesos, profundizando en
sus problemáticas. Y el reconocimiento de las problemáticas es el primer paso para
plantearnos interrogantes que no excluyan las contradicciones sino que permitan
enunciarlas para elaborarlas.

Los problemas de aprendizaje en la escuela pueden parecerse pero para cada niño y
adolescente remite a la singularidad de su experiencia y a las modalidades construidas
para su elaboración. Por eso es crucial partir de un modelo diagnóstico que permita
investigar las diversas modalidades de simbolización que conviven en un mismo
sujeto, a fin de construir hipótesis sobre aquellos trabajos psíquicos que generan
problemas de simbolización, y así elaborar estrategias terapéuticas específicas para su
transformación.

Fundamentación conceptual del modelo de


diagnóstico
El encuadre
Partimos del supuesto epistemológico de que el aprendizaje es un objeto complejo y
heterogéneo. Esto significa que el diagnóstico no puede pretender elaborar hipótesis
lineales causales entre los problemas de aprendizaje del niño y otra u otras variables
cualesquiera. Y asimismo, implica que la producción simbólica debe abordarse en sus
diferentes materialidades, puesto que las formas singulares de producción de un niño al
dibujar, hablar, leer, escribir, etc., no son reductibles unas a otras, pero tienen relaciones
complejas entre sí. Por eso la forma en que un niño dibuja, por ejemplo, no nos permite
explicar ni predecir la forma en que escribe ni mucho menos los problemas que presenta en
la escritura. Pero entre producción gráfica y producción escrita hay articulaciones psíquicas
de orden complejo que nos permitirán construir hipótesis acerca de los problemas del niño.

Para poder construir hipótesis clínicas acerca de estas mediaciones, la producción tanto de
los padres como del niño deben darse en ciertas condiciones que denominamos encuadre.
El terapeuta a cargo del diagnóstico explicita el objetivo de los encuentros y define su rol
en función de conocer la problemática del niño e intentar ayudarlo, diferenciándose de un
posicionamiento escolar evaluativo y normalizador. Esto es fundamental ya que tiene la
función de ordenar simbólicamente el espacio: para que la transferencia se instale es
necesario que el niño sepa que su producción no será valorada en función de un parámetro
normativo (por ejemplo, semejante al escolar) que la juzgue como un logro intelectual o
adaptativo, sino que será considerada como medio de expresión y producción subjetiva.

André Green conceptualiza el encuadre como un dispositivo que permite fundar las
condiciones para que el funcionamiento mental del paciente adquiera ciertas características
que lo asemejan al funcionamiento onírico (Green, 2010). Invisibilidad del destinatario y
regla fundamental constituyen en la cura analítica clásica los elementos organizadores de
una modificación de la tópica psíquica. Dado que la indicación de decirlo todo corre pareja
con la prohibición del hacer, esta inhibición de la motricidad hace que el aparato psíquico
se comporte como un aparato de lenguaje, invitando a un modo de ensueño despierto en la
sesión, en la que un soliloquio en voz alta es dirigido a alguien invisible, que está y no está.
Esto requiere la posibilidad de instrumentar un funcionamiento mental similar al que rige el
trabajo del sueño. El objetivo del encuadre analítico es entonces favorecer una regresión
tópica que permite elaborar elementos psíquicos no pertenecientes al lenguaje como
elementos discursivos. Esta dimensión intrapsíquica es a la vez intersubjetiva, ya que el
lenguaje supone otro que actúa como destinatario.

Aun cuando los parámetros formales del encuadre psicoanalítico clásico se hallen
modificados en función del tipo de problemática a la que se atiende (como es en el caso del
diagnóstico psicopedagógico), su objetivo se conserva: los parámetros del dispositivo
intentan favorecer el despliegue de las distintas formas de producción simbólica en el
paciente para instrumentar su diagnóstico, y no se dirigen a evaluar dicha producción en
términos de logros adaptativos o curriculares. Por esa razón cada uno de los momentos del
diagnóstico tiene una especificidad que permite obtener material apto para ser interpretado
en función de hipótesis clínicas y no en función de parámetros externos al sujeto.

Es por eso que hemos diseñado pautas específicas de indagación para cada uno de los
momentos del diagnóstico, con el objeto de que el encuadre en cada uno de ellos permita
favorecer los procesos que nos interesa observar.

El diagnóstico psicopedagógico clínico en el Servicio de Asistencia Psicopedagógica


dependiente de la Cátedra de Psicopedagogía Clínica de la Facultad de Psicología de
la UBA transcurre según el siguiente ordenamiento: en primer lugar se trabaja con los
padres del niño en dos entrevistas en las que se indaga el motivo de consulta y se elabora la
historia vital. En ellas no se intenta obtener datos cronológicos sobre la “historia clínica”
del niño, sino favorecer el proceso de historización de los padres para elaborar hipótesis
acerca de las modalidades de oferta simbólica y libidinal de éstos con respecto al niño.

Después de trabajar de este modo con los padres, es ya el momento de conocer al niño. La
primera sesión con el paciente se dedica a escuchar sus sentidos subjetivos asociados a su
motivo de consulta y a indagar su modalidad de producción proyectiva gráfica. A partir de
esta técnica no evaluaremos la adecuación de la representación gráfica con respecto a las
pautas supuestamente esperada para la edad cronológica del paciente, sino que intentaremos
construir hipótesis acerca de los procesos de representación en el niño, en relación con sus
posibilidades de ligadura de la ansiedad que convoca la ausencia metaforizada por la hoja
en blanco mediante la producción de imágenes gráficas articuladas en el código plástico-
figurativo (Wald, 2010a, 2010b).

La segunda sesión corresponde a la toma del Test de Apercepción Temática para Niños
(CAT-A). El objeto de esta indagación es el análisis de la modalidad de producción
discursiva del paciente. Se realiza un análisis formal de la estructura del discurso del niño
que permite realizar hipótesis clínicas en relación con la estructura del Yo, la temporalidad
psíquica y el posicionamiento frente a los conflictos (Álvarez, 2004, 2010). Nos interesará
particularmente cuál es la dinámica psíquica en la que el discurso se entrama en este niño,
sus posibilidades de utilizar el lenguaje para la expresión de sus afectos y deseos, y no la
riqueza de su vocabulario o la complejidad gramatical en sí misma.

La tercera sesión corresponde a la indagación de los procesos de escritura y lectura. Dado


que el objetivo no es la evaluación normativa de los procesos de adquisición del código
escrito, la modalidad dista de la forma canónica de la lectura y escritura escolar. Se diseñó
un dispositivo específico con el propósito de indagar los procesos psíquicos comprometidos
tanto en la escritura (Grunin, 2013) como en la lectura (Cantú, 2011) en niños consultantes
por problemas de aprendizaje, centrándonos en las posibilidades del niño de producir
articulaciones entre las significaciones sociales y los sentidos subjetivos.

En la cuarta sesión se administra el test de inteligencia WISC-IV a partir del cual y


mediante una lectura cualitativa tanto del dispersigrama como de las respuestas dadas por el
niño a las distintas tareas, se elaboran hipótesis clínicas en relación con la modalidad
cognitiva del niño. (Schlemenson, 2001; Cantú, 2013a y 2013b). El análisis de esta prueba
no busca diagnosticar el nivel intelectual sino comprender clínicamente el sentido singular
de las modalidades de respuesta en el paciente.

Los supuestos
on la afirmación de Descartes quedan fundados dos mundos: el subjetivo y el objetivo. Hay
alguien que piensa y hay algo que es pensado. El yo con sus ideas (res cogitans) es el
referente del ser de las cosas (res extensa). Queda inaugurado así el problema del
conocimiento. En tanto existe un orden de legitimación de la verdad (Dios para los
cristianos, sujeto para Descartes, mundo objetivo para los empiristas y positivistas), todas
las posturas mencionadas comparten un supuesto, que es la categoría de sustancia. Habría
un mundo que existiría por sí mismo, como cosa en-sí, con sus propias leyes. Habría por
otro lado un espíritu separado de la naturaleza objetiva. Como consecuencia, la verdad sería
adecuación del intelecto a la cosa, ‘adaequatio rei et intellectus’.

Estas referencias filosóficas pueden parecer distantes del ámbito del diagnóstico
psicopedagógico, pero tienen consecuencias directas en la forma en que éste se aborda
clínicamente y se piensa conceptualmente. En efecto, si nos situáramos en los supuestos
mencionados, el diagnóstico pretendería el acceso a una supuesta verdad del paciente como
‘cosa en sí’. Es decir que ese modelo de la simplicidad pretende del terapeuta las mismas
operaciones que se suponen en un sujeto que aprende: lo reducen a un simple decodificador
de una supuesta realidad preexistente. El terapeuta debería “descubrir” lo que el paciente
“tiene”, como si eso existiera en algún lugar independientemente del “observador”. Debería
“descubrir” rasgos inéditos de la realidad del paciente hasta entonces supuestamente no
“observados”. El ideal sería entonces un diagnóstico neutro, objetivo, desubjetivizado,
descontextualizado.

Los principios del modelo positivista, que cristaliza en métodos de investigación que
intentan lograr un conocimiento “objetivo” -es decir desubjetivizado-, tienen como ideal el
de poder aislar las variables en estudio, situarse como un observador externo neutral y
obtener datos empíricos, observables y medibles a partir de los cuales inferir relaciones
causales de orden simple, que expliquen las relaciones entre las causas y las consecuencias,
las cuales se pueden predecir a partir de las leyes o principios teóricos que se establecen
(González Rey, 2006:33). Del mismo modo, en el diagnóstico pensado desde el paradigma
de la simplicidad se supone un profesional neutro, desapasionado, que se enfrenta a un
objeto también neutro que es el paciente, y “extrae” de él un conocimiento que consiste en
una denominación nosológica, gracias a un tranquilo proceso dominado por la lógica
racional, por correspondencia unívoca entre síntomas del paciente y cuadros patológicos en
la teoría. La escisión de las dimensiones afectivas y pasionales del proceso y el
desconocimiento del cuerpo y de la significación social del objeto son operaciones que
delatan en dicho paradigma su origen y funcionalidad.

Desde un punto de vista distinto, podemos establecer un paralelismo entre la tarea del
terapeuta en el diagnóstico y la de un investigador. Las construcciones de un investigador
representan a la realidad pero no la reproducen: tienen un nivel ontológico diferente que el
de la realidad empírica. Es decir que el proceso que está implicado no es el de la mera copia
o reflejo de lo exterior existente sino un proceso constructivo-interpretativo (González Rey,
2006, 245). Del mismo modo, en el diagnóstico no se trata de un proceso que dé cuenta de
la problemática del paciente como objeto, produciendo un reflejo interno de éste en el
terapeuta, sino de una construcción interpretativa del terapeuta.

Desde el paradigma de la complejidad podemos entonces postular que el diagnóstico es un


espacio de producción. Esto despoja al diagnóstico de una pretensión y una exigencia de
verdad y abre el campo a la subjetividad –tanto del paciente como del terapeuta- y a su
abordaje en el encuadre clínico.

Esto significa que durante el proceso clínico, el profesional no pone en juego únicamente
los procesos de comprensión lógica y deducción racional. Podemos considerar que el
terapeuta queda implicado en el proceso clínico en tanto éste se desarrolla en una interfase
entre lo intrapsíquico y lo intersubjetivo. El terapeuta, entonces, no es un observador
neutral sino un sujeto singular activamente productor de sentidos. De ese modo, el
pensamiento clínico –lo mismo que todas las formas de pensamiento- tiene necesidad del
afecto para animarse y, sin embargo, al mismo tiempo debe mantener a raya el afecto para
no dejarse desbordar. En esta paradoja se sostiene nuestra tarea. Porque sin implicación
subjetiva, la tarea clínica no es posible. Pero el investimento y el compromiso del terapeuta
corren el riesgo de anegarse en la dualidad con el paciente si no hay mediación de una
función tercera, representada por el encuadre interno (Green, 2012) del terapeuta.

Así, el desafío del profesional consiste en promover tanto en el paciente como en sí mismo
ese tipo particular de racionalidad que emerge de la experiencia clínica y a la vez es su
condición de posibilidad: en favorecer los trabajos psíquicos que llevan a la constitución de
ese encuadre interno capaz de sostener a la vez la investidura y la reflexión sobre la propia
práctica y de garantizar la apertura a la singularidad del otro, a su alteridad radical.

De este modo comprendemos que el encuadre clínico del diagnóstico requiere del terapeuta
los mismos procesos que intenta suscitar en el paciente (Álvarez y Grunin, 2010): los
procesos que Green denomina “terciarios”, y que permiten articular la racionalidad propia
de los procesos secundarios con la movilidad y riqueza propias de los procesos primarios.

El pensamiento y el aprendizaje se sitúan en una doble frontera: entre el adentro y el


afuera por un lado, y entre consciente e inconsciente por otra. Así, en el diagnóstico,
las distintas materialidades de producción que se indagan, intentan favorecer en el
paciente las condiciones para que pueda producir sentido singular en articulación con
las significaciones sociales y para expresar la dramática de sus deseos, angustias,
fantasías y conflictos. Por otro lado, el terapeuta no es un observador neutro sino un
sujeto comprometido en la situación clínica desde su propio pensamiento, que –al
igual que el del paciente- no se reduce a la racionalidad sino que incluye las formas
primarias de simbolización enraizadas en su propio inconsciente.

* Le recomendamos realizar la Primera Evaluación

Ejes de análisis e interpretación en el


diagnóstico psicopedagógico
Entrevistas con los adultos a cargo
El proceso diagnóstico incluye dos entrevistas con los adultos a cargo de la crianza, que
tienen como objetivo construir hipótesis acerca de las modalidades en las funciones
materna y paterna como modelos de ofertas libidinal y simbólica.

Son encuentros cargados de emociones y sentidos -tanto conscientes como inconscientes-


en donde se juegan las primeras condiciones de fundación de un espacio de expectativas de
cambio para aquellas problemáticas del hijo que se expresan en la escuela.

La vida escolar de los hijos tampoco es neutra para los padres. En ella están depositadas
múltiples interpretaciones sobre las potencialidades propias y las de la descendencia, así
como significaciones sobre la escuela, las referencias identificatorias sobre el grupo cultural
de pertenencia y el conjunto del campo social, las expectativas de aprendizaje y despliegue
de un proyecto que profundice o transforme el posicionamiento social, o por el contrario la
exposición a un universo simbólico hostil y amenazante, etc.

Son dimensiones subjetivas -que atraviesan las formas de abordar el conjunto de los
problemas de aprendizaje escolar- que el terapeuta debe tener en cuenta, no para elaborar
hipótesis causales directas simplificadoras de la problemática, sino por el contrario, para
que la mirada sobre los sentidos asociados a las dificultades se haga más compleja y
encontrar las mejores maneras de intervenir con los adultos.
En ocasiones la institución educativa detecta problemáticas que implican verdaderas
fracturas con las maneras interpretar las experiencias vitales de las familias de origen. En
muchas oportunidades éstas se deben a diferencias socio-culturales producto de
migraciones actuales o de generaciones anteriores que la escuela no puede o no quiere
reconocer, imponiendo su propia mirada como la única válida y posible. En estos casos se
producen verdaderas paradojas para la elaboración de referencias identificatorias, ya que
aceptar las de la escuela como modelo excluyente implica una pérdida de referentes de
origen y una fractura con las relaciones afectivas primarias, al tiempo que rechazar las
escolares reforzando las originarias produce un encierro afectivo que inhibe la curiosidad y
significa negativamente la circulación social.

Por eso es importante el intercambio con los padres y maestros tanto para contar con sus
perspectivas acerca de los problemas del niño o adolescente como para intervenir
favoreciendo la incorporación de aperturas a nuevos sentidos y la aceptación de cambios
que producen autonomía.

Se pueden establecer dos ejes temáticos privilegiados en las entrevistas iniciales, llamados
clásicamente en el campo clínico de la siguiente manera: Motivo de consulta e Historia
vital.

Motivo de consulta

Generalmente, en la primera entrevista con los padres se indaga cuáles son a su criterio los
problemas de su hijo que lo llevan a consultar.

Aquí el discurso de los adultos no es interpretado como transmisión de información


objetiva sino como la peculiar manera de interpretar la problemática que lo compromete en
su función, en sus construcciones narcisistas y en sus procesos identificatorios. ¿Qué
piensan que le pasa? ¿Por qué? ¿Cuáles son las razones para que sucedan de esta forma? No
son explicaciones neutras de la realidad sino elaboraciones que comprometen una singular
manera de transmisión libidinal y simbólica.

Algunas veces el problema es significado como exterior y predomina la des-implicación


subjetiva (“son los compañeros que lo distraen”, “es la maestra que no se ocupa bien de
enseñarle”, etc.); otras veces, por el contrario, la problemática genera un monto de angustia
paralizante (“¡No sé por qué hace esto!”, “Me supera y me desborda y ¡lo quiero matar!”,
“Es mi culpa yo trabajo todo el día y lo desatiendo”).

Resulta muy interesante relacionar las modalidades de interpretación entre padres e hijos.
En algunos casos los adultos se encuentran tomados por una angustia generalizada mientras
que el niño o adolescente transcurre indiferente sin encontrarse como protagonista de sus
conflictos. En otros, mientras el niño vive en silencio sus conflictos narcisistas, los padres
rechazan alguna intervención positiva sobre las dificultades. Elaborar hipótesis de
interrelación entre las modalidades generacionales resulta de gran utilidad para elaborar
estrategias de intervención apropiadas a cada caso.

Historia vital
Cuando indagamos por la reconstrucción histórica de los antecedentes del hijo no buscamos
elaborar una anamnesis objetiva sino pesquisar las modalidades de elaboración de un
pasado, un presente y un futuro que contiene las conflictivas narcisistas y los trabajos
identificatorios que constituyen la oferta de transmisión de una herencia simbólica.

La historia de los lazos amorosos de origen y sus problemáticas, ilusiones y desilusiones


componen un entramado de origen que construye sentidos identitarios.

Las vicisitudes del embarazo, nacimiento, los primeros tiempos, las modalidades de
alimentación, las adquisiciones de autonomía, los primeros pasos, el control de esfínteres,
la apropiación del lenguaje, etc. no son interpretadas como informaciones de proceso
madurativo sino como construcciones de sentido sobre el hijo como objeto amoroso, sus
modalidades de vínculo privilegiadas y su imagen como proyecto de sujeto separado de sí,
con disponibilidad para un proyecto de autonomía.

En estos relatos se puede abrir una sucesión de sentidos conflictivos o complementarios que
tienen una función de soporte amoroso y narcisista y nunca son causa directa de las
problemáticas intrapsíquicas sino material intersubjetivo que el niño metaboliza
construyendo sus propios enunciados de sentido. Por eso suele ser muy interesante poner en
relación el discurso de los adultos con las elaboraciones de los gráficos, y el test proyectivo
CAT (A) en relación a las elaboraciones identificatorias.

En el proceso diagnóstico, las entrevistas con los padres son muy relevantes para elaborar
hipótesis sobre la oferta libidinal y simbólica. Por eso resulta imprescindible evitar confundirlas
con un reduccionismo que busque explicar en forma directa la problemática psíquica del hijo. Es
imprescindible diferenciar la dinámica intersubjetiva de origen, de la metabolización
intrapsíquica singular que el niño o adolescente elabora como trabajo narcisista e identificatorio
propio e irrepetible.

La producción gráfica en el diagnóstico


psicopedagógico
Los procesos de producción de conocimientos no involucran únicamente el pensamiento
lógico secundario sino también procesos imaginativos que se sostienen en un conjunto de
leyes diferente. Son los que permiten los investimentos de los objetos de conocimiento
gracias a su riqueza asociativa y los que abren las vías para la construcción de sentidos
subjetivos.
Por eso, poder ponderar la complejidad del funcionamiento del inconsciente será un eje
importante en el diagnóstico psicopedagógico, ya que dicho funcionamiento se relaciona
con su capacidad para lograr -a pesar de la censura- la satisfacción de deseos reprimidos
mediante la producción de retoños que permitan satisfacciones mediatas lo suficientemente
alejadas de lo reprimido como para sortear la censura pero ligadas de tal modo a éste que
permitan cierto nivel de satisfacción sustitutiva.

Si el aprendizaje implica tanto al proceso secundario –por la necesidad del ordenamiento


lógico y temporal que éste aporta- como al proceso primario –en tanto éste sostiene la
producción de sentido singular-, debemos centrarnos en la indagación de las formas de
compromiso y articulación entre ambos, a las que André Green (1994) denomina procesos
terciarios. Las formas en que un sujeto construye formaciones intermedias permiten ligar la
pulsión con representaciones a través de fantasías. De este modo los procesos lógicos
pueden entramarse con la base pulsional por la mediación de las representaciones
inconscientes, produciendo un pensamiento que a la vez conserva el miramiento por la
realidad y las significaciones instituidas, por un lado, y con los sentidos singulares y el
cuerpo, por el otro.

Para permitir la indagación de estos procesos, la producción gráfica en el diagnóstico


psicopedagógico será tomada como material clínico (Wald, 2001). Esto significa que no se
trata de una técnica proyectiva interpretable en función de indicadores canónicos, sino que
requiere de un modelo de análisis que dé cuenta del modo singular de producción del sujeto
en el encuadre transferencial como situación que desencadena el proceso proyectivo
(Green, 1994).

Por eso la producción es considerada en el marco de una consigna semejante a la asociación


libre: cuando pedimos al sujeto que dibuje lo que quiera, y este pedido no es realizado en
un contexto escolar ni evaluativo sino luego de haber conversado con el sujeto acerca de
sus problemáticas y establecido el encuadre de trabajo clínico, la consigna dista de ser
neutra o de reducirse a un mero pedido de una actividad reproductiva o cognitivo-
instrumental. A partir del establecimiento del encuadre, el sujeto comprende que lo que nos
convoca en nuestro trabajo con él no es evaluar la adecuación de sus producciones a un
parámetro cualquiera exterior a él, sino que nos interesa comprender la dinámica de sus
deseos, ansiedades, conflictos, fantasías. Es por eso que en la producción gráfica en
transferencia se articulan inscripciones heterogéneas que van desde el cuerpo erógeno hasta
el trabajo representacional más sofisticado desde el punto de vista secundario. Se pone en
marcha entonces el proceso proyectivo en las modalidades singulares en que el sujeto, por
sus formas de funcionamiento, sea capaz de sostener. El proceso proyectivo implica un
proceso de regresión ya que se activan marcas de la historia libidinal que pugnarán por
manifestarse y encontrarán distintas vías para su manifestación, ya sea a través de
representaciones (vías representacionales) o por otros caminos (vías extra-
representacionales). Es por eso también que el análisis de las formas singulares de
producción gráfica en nuestro paciente nos permite –a partir de la comprensión de las
características de sus modos de proyección- ponderar las formas de simbolización
disponibles para este niño.
Cuando el niño termina su dibujo, le solicitamos asociaciones, fragmentando las imágenes.
Detalles, ausencias, tachaduras, repeticiones, serán indicios gráficos significativos sobre los
que intentaremos que el sujeto focalice su atención y produzca ligaduras en forma de
asociaciones verbales que nos darán material para su interpretación singularizante.

En un segundo momento solicitamos un relato, un nuevo esfuerzo de ligadura, esta vez en


la materialidad del discurso narrativo que implica una reconstrucción del sentido en el eje
temporal, y cuya relación con lo proyectado a nivel del gráfico nos permite analizar el
posicionamiento del niño en relación con sus propias producciones inconscientes,
proyectadas en el gráfico.

Análisis e interpretación del material


Según Wald (2010), las modalidades singulares de creación de sentido a través de la
producción gráfica se relacionan con las formas de creación de las formaciones
intermedias. Para dar cuenta de las características de este espacio transicional intrapsíquico,
se analiza tanto el contenido de los gráficos como la dinámica subyacente a los modos de
figuración.

Los ejes de análisis propuestos por la autora permiten dar cuenta de las modalidades de
simbolización específicas en la producción gráfica:

El análisis de la dinámica pulsional subyacente es un eje central porque alude a los


mecanismos de funcionamiento psíquico que en cada sujeto permiten diferentes modos de
ligadura de la pulsión con las representaciones inconscientes y concomitantemente, su
condensación y desplazamiento con la formación de retoños.

Cuando las excitaciones endosomáticas han logrado encontrar vías de delegación para su
ingreso al psiquismo, las representaciones inconscientes resultantes articulan a la vez afecto
y sentido, proveyendo de fuerza dinámica a las figuras gráficas resultantes. De este modo
resultan imágenes con huellas de sentidos e índices libidinales que dan cuenta del
entramado significativo del afecto gracias a la ligadura pulsional que lo sostiene. Si la
represión primaria funciona garantizando la separación de los sistemas psíquicos consciente
e inconsciente y las formas de ligadura entre ambos (producidas por los procesos terciarios)
permiten la elaboración de mediaciones, las figuras resultantes no solo tendrán una carga de
sentido singular significativo sino que permitirán la expresión de dichos sentidos de un
modo transmisible y significativo en la situación transferencial, gracias a la ligadura de las
representaciones de cosa con representaciones de palabra conscientes y de éstas con el
discurso y la acción específica que permita el trazado de las imágenes y las asociaciones
verbales solicitadas.
Asistimos entonces a la producción de
figuras de ligadura (Wald, 2010), interpretables como retoños de lo reprimido ya que su
modo de funcionamiento es el del sueño, el juego y la ilusión (Winnicot, 1987), puesto que
encontramos en ellos procesos de condensación, desplazamiento y miramiento por la
capacidad de representación tanto en los gráficos como en las asociaciones verbales que
dan cuenta de la posibilidad de enlazar las representaciones de cosa a palabras para elaborar
pensamientos y acciones específicas.

Pero no todos los gráficos son producto de este tipo de mediaciones entre los sistemas y
procesos psíquicos: en ocasiones las figuras trazadas dan cuenta de mecanismos defensivos
que intentan proteger al psiquismo de la amenaza pulsional reavivada por la situación
transferencial: se trata de figuras de desligadura (Wald, op.cit.) entre representaciones y
afecto. Entonces observaremos dos tipos de gráficos, según el afecto sea descargado o
suprimido en la producción de figuras.

Cuando el afecto es descargado ya sea a través de acciones fuera del papel (gestos,
movimientos corporales, actuaciones, signos somáticos), o dentro de éste (manchas,
tachaduras, rayones, garabatos), la imposibilidad de reconstruir asociativamente un
entramado de sentidos en estas figuras de descarga, da cuenta de las dificultades en la
elaboración de fantasías que aluden a un funcionamiento particular de los procesos
inconscientes, los cuales reducen sus posibilidades de ligar tanto las excitaciones somáticas
con representaciones como éstas a los afectos. Aquí, la imposibilidad de reconstruir
sentidos en figuras de descarga, la desaparición de la figurabilidad, señala un desborde de la
simbolización.

En otros casos, las figuras producidas por el sujeto pueden mostrar características de
transmisibilidad conservada, pero al costo de una inhibición de la producción de sentidos
singulares. En estos casos la regresión formal requerida por la consigna de dibujo en
transferencia es vivida como amenazante para la estabilidad de las fronteras psíquicas: el
sujeto entonces recurre al contra-investimento fáctico, lo que resulta en una producción
caracterizada por una coherencia formal desde el punto de vista de los procesos
secundarios, pero desasida del entramado de sentidos singulares y de los afectos que
podrían dinamizarla. Son gráficos en general con tendencia al hiper-realismo, calcados o
copiados ya sea directamente de la realidad perceptiva exterior actual en el momento de la
entrevista, o tomados de clisés escolares o propios que permiten sortear la situación
mediante el recurso a la realidad como forma de contra-investimento del mundo interno. En
otros casos la resultante es la carencia de imágenes: vacío de representación que da cuenta
de la obstaculización de los procesos de ligadura.

En un segundo nivel, se analizan los contenidos significativos del gráfico: tendremos en


cuenta tanto las características de los personajes representados (sean éstos personas,
animales, vegetales o cosas) como las secuencias de producción (que dan cuenta del
encadenamiento asociativo singular que en cada caso permite establecer los nexos de
sentido que sostienen la producción de cada imagen) y las temáticas representadas
(fantasías eróticas o agresivas, conflictos).

En tercer lugar, nos centramos en los procesos reflexivos: la producción verbal asociativa y
narrativa en relación con lo dibujado puede o no estar en relación explícita con el contenido
del dibujo. Esta conexión da cuenta de lo que el yo es capaz de reconocer acerca de lo
proyectado en el proceso de producción del dibujo; por lo tanto el análisis de los procesos
reflexivos nos muestra qué es lo que el yo puede elaborar como sentido propio acerca de los
contenidos simbolizados en el proceso de proyección.

Por último, un cuarto eje de análisis se refiere a la calidad de las fronteras intrapsíquicas y
de los límites del yo. Para este eje tendremos en cuenta en el nivel gráfico la
discriminación/indiscriminación de las figuras, su unificación/desintegración, su carácter
cerrado o abierto y las relaciones topológicas entre las figuras y, en el nivel de la relación
transferencial en la entrevista, la capacidad de involucrarse significativamente con el
terapeuta. Estos descriptores dan cuenta del funcionamiento plástico de las fronteras,
capaces de sostener una interpenetración con el objeto al mismo tiempo que garantizan la
separación. Si la represión primaria garantiza la separación entre sistemas, los procesos
primarios y secundarios pueden establecer formas de mediación entre ambos y la doble
frontera no se ve amenazada por la presencia del terapeuta, se constituye entonces en un
encuadre psíquico propicio para la dinamización de la producción. Cuando en cambio el
aparato psíquico se esfuerza en mantener indemnes unas fronteras que siente amenazadas,
la presencia del terapeuta es vivida como intrusiva y la necesidad de regresión funcional a
la que invita la consigna desencadena mecanismos de defensa rígidos frente al riesgo de
desorganización psíquica.

Considerar los procesos psíquicos implicados en las modalidades singulares de


creación de sentido a través de las imágenes gráficas permite integrar las
producciones gráficas en el diagnóstico psicopedagógico. El análisis del modo de
producción de imágenes nos brinda material para construir hipótesis clínicas acerca
del nivel de complejidad psíquica del niño en diagnóstico en cuanto a las formas y
posibilidades de ligadura entre pulsión y representación, entre afecto y
representación, entre representaciones conscientes e inconscientes y entre el sujeto y el
mundo exterior.
Producción discursiva
Consideramos la producción discursiva como una de las formas más complejas de
producción simbólica y, como tal, una de las vías de acceso privilegiadas para indagar las
distintas modalidades de sus obstáculos y restricciones.

En otros apartados hemos definido la “producción simbólica” como la actividad psíquica


representacional mediante la cual el sujeto interpreta el mundo en el que se inscribe de
acuerdo a sus propias relaciones de sentido, y que se manifiesta a través de los elementos
que conforman la trama de significaciones con la que expresa su singularidad psíquica
históricamente constituida.

Nos centramos no solo en los déficits que presenta un niño con dificultades de
simbolización en el despliegue de su discurso, sino también en la posibilidad de interpretar
el sentido singular con que expresa su conflictiva y su modalidad particular de elaboración.

Utilizamos en este caso como herramienta diagnóstica el test proyectivo CAT (A), debido a
que las representaciones gráficas de las láminas que lo componen remiten a situaciones
conflictivas de carácter universal en nuestra cultura, suficientemente validadas en años de
aplicación. Estas láminas son utilizadas como desencadenantes de la producción proyectiva
oral, pero el proceso es analizado desde el marco conceptual psicoanalítico, a partir de la
aplicación de los indicadores más relevantes obtenidos en las investigaciones sobre
producción discursiva (Álvarez 2010).

Nos vamos a centrar en el análisis de la forma en la que el niño o el adolescente construyen


y despliegan su discurso, ya que este aspecto es el menos estudiado y, en consecuencia, su
análisis en el diagnóstico es escaso, quedando limitado casi exclusivamente a los
contenidos expresados a partir de cada lámina del test.

Esto no implica relegar la importancia que tiene el análisis de los contenidos sino la
posibilidad de obtener una información más rica y más amplia a partir del estudio de las
características con las que el sujeto despliega su discurso y poner en relación ambos niveles
(formal y de contenido) en los aspectos que resulten significativos.

La modalidad discursiva
Cuando analizamos el despliegue del discurso de un niño o un adolescente en el espacio
clínico, nos interrogamos por su modalidad de apropiación singular de la oferta simbólica
de la lengua, destinada a otorgarle sentido a su experiencia subjetiva.

Sabemos que el lenguaje como producto histórico-social se presenta como un conjunto


organizado de reglas y relaciones de significaciones compartidas, destinadas a hacer posible
la comunicación y la transmisión de los recursos simbólicos indispensables para que un
sujeto pueda desplegarse en su cultura. Pero el niño no accede a la apropiación del lenguaje
en forma neutra a partir de la construcción intelectual de conceptos, sino que lo hace a
partir de lo que J. Kristeva (1998) describe como “comunicación pasional y amorosa” con
aquellos adultos que le hablan desde mucho antes que pueda compartir ese código de
interpretación.

Pasional porque nos remite al origen pulsional de toda elaboración y amorosa ya que
involucra el compromiso narcisista en la oferta de recursos simbólicos. Así, en
su modalidad de despliegue discursivo se jugará para el niño la lucha entre su experiencia
subjetiva y la exigencia de mediación simbólica de sus afectos impuesta por esos adultos
que sostienen una función simbólica primaria.

Por eso nuestro objeto de interrogación no es el lenguaje en sentido lingüístico, sino los
recursos psíquicos necesarios para que un niño se apropie satisfactoriamente de él, de modo
que le permita desplegar simbólicamente la dramática de sus deseos, incluso asumiendo
diversas modalidades de restricciones y síntomas.

Entonces nos preguntamos: ¿Quién habla?, ya que analizamos el despliegue discursivo de


un sujeto en el que está comprometido la historia y la complejidad de su constitución
psíquica; ¿De qué habla?, porque los relatos elaborados manifiestan los sentidos con que
expresa su dramática subjetiva; y ¿A quién le habla?, porque el discurso que analizamos
es una elaboración particular realizada en un contexto caracterizado por una relación
transferencial, que le otorga una significación diferencial de cualquier otro tipo de relato,
no sólo en los contenidos expresados, sino también en la forma en que son enunciados.

La elucidación de estos interrogantes nos permite construir hipótesis acerca los recursos
simbólicos puestos en juego y las modalidades de elaboración en relación con su
problemática singular.

Aspectos proyectivos del discurso


Nuestro trabajo parte del reconocimiento de una distancia, una fractura, entre la
heterogeneidad de la actividad psíquica y la dimensión simbólica del lenguaje.

La inmadurez del infans y el largo proceso de adquisición del lenguaje abren esa brecha
entre lo sexual y lo verbal e impiden que el desfase entre ambos sea salvado alguna vez,
más que por una traducción siempre limitada y defectuosa (Kristeva 1998).
Establecemos entonces una relación entre despliegue discursivo y un objeto extralinguístico
particular que es la pulsión, desencadenante del complejo proceso psíquico que se
despliega como actividad de representación.

La pulsión como exigencia de trabajo impuesta a lo psíquico nos permite incluir en nuestro
análisis de los límites de lo representable a través del lenguaje no sólo la relación con la
actividad representativa inconsciente sino también la tendencia a la descarga directa en lo
real, tanto en el acto como en lo somático. Y en este sentido, preguntarnos por la
significación singular que asumen las restricciones que un niño presenta en su modalidad
de despliegue discursivo por relación a su problemática histórica.
Esta exigencia de trabajo que recae sobre la actividad representativa, genera inicialmente
representaciones fundamentalmente figurativas, representaciones de cosa, que actúan con
predominio de los procesos primarios de condensación y desplazamiento, al servicio del
principio de placer-displacer, y que se convertirán a partir de la represión originaria en la
modalidad de procesamiento psíquico característica del inconsciente. Estas
representaciones son producto de un trabajo psíquico activo y creador que sin embargo no
está regulado por la organización que exige el lenguaje.

Solo posteriormente la actividad representativa se hace más compleja, con nuevas formas
de representaciones abiertas a las significaciones que aporta el lenguaje, regidas en
consecuencia según sus reglas de organización, que caracterizan al pre-consciente, llamadas
representaciones de palabra.

Este complejo trabajo psíquico de articulación de representaciones, es decir la relación


indispensable entre representación de cosa y de pulsión, y representación de cosa y de
palabra, es indispensable para que la representación de palabra funcione abierta a los
referentes externos y tenga al mismo tiempo sentido para el sujeto.

Este proceso, solo posible a partir del progresivo acceso al lenguaje, requiere de un
verdadero movimiento de investimento hacia esa oferta que exige un intrincado trabajo de
mediaciones, pero que permite volver comunicable y transferible el trabajo de
representación.

Este investimento de símbolos que no presentan ninguna relación directa con los objetos de
placer primarios, implica un verdadero trabajo de duelo. Duelo por la presencia efectiva del
objeto, aceptación de una separación, de una ausencia, para que pueda producirse lo que
Freud (1925) llamó esa capacidad humana de traer la cosa ante sí sin que esté
necesariamente presente.

Al respecto A. Green dice: “la ausencia no solo intenta alcanzar por identificación lo que no
fue satisfecho, sino que efectúa de ese modo un comienzo de descorporización que
inaugura las matrices del pensamiento” (Green, 1996).

El lenguaje entonces se relaciona con el psiquismo como el recurso organizador que le


permite producir simbólicamente. Trabajo de producción simbólica que Kristeva (1998)
llama “significancia” es decir, esa experiencia de construcción de sentido que no se reduce
al lenguaje pero que lo incluye como condición.

En el recorrido que venimos realizando, sabemos que la nominación no se realiza sobre un


objeto percibido en forma neutra, sino sobre un objeto que ha sido investido, que está
cargado libidinalmente. Esta misma nominación comporta entonces una función de
identificación porque resulta también una nominación sobre la relación y sobre el sujeto
que la establece.
El proceso proyectivo no solo compromete el trabajo de construcción de enunciados por
parte del yo, como modalidad defensiva que vuelve inconscientes aquellos enunciados que
se convierten en conflictivos para su función de identificación, sino que está presente desde
el inicio de la actividad representativa, constituyendo el recurso psíquico de la percepción.
La proyección como proceso psíquico presente desde los orígenes nos plantea que percibir
y proyectar en el inicio coinciden bajo la forma de actividad alucinatoria, y que solo
posteriormente se diferenciarán por efecto de la insatisfacción que conduce a percibir al
objeto por su ausencia. Así la producción imaginaria modela la experiencia sensorial
partiendo del propio cuerpo como esquema de representación inconsciente. Esto nos
permite interpretar en la clínica aquellos nudos de significaciones históricas que en cada
sujeto le dan sentido singular a lo percibido y que presentan la insistencia y repetición de un
modelo interpretativo de sí mismo y del mundo.

Esta función primaria de la proyección desplegada profundamente por Samí Alí (1982), nos
permite establecer una articulación entre la actividad representativa primaria
predominantemente figurativa y la discursiva.

Las láminas que componen el CAT


(A) generan una estimulación dirigida a confrontar al niño con sus principales conflictivas
(favoreciendo un posicionamiento regresivo) pero al mismo tiempo la consigna utilizada le
pide que elabore ese impacto desplegando sus recursos simbólicos.

Al decirle: “Te voy a mostrar unas láminas, con cada una de ellas vas a tratar de inventar un
cuento (o una historia), donde digas qué está pasando, qué crees que pasaba antes y qué
piensas que pasará después,” le solicitamos la construcción de relatos organizados
temporalmente, con un sentido comunicable.

Por esta razón el análisis de la modalidad de construcción de estos discursos nos aporta
conocimiento no solo sobre cuáles son aquellas conflictivas de mayor significación para
este sujeto, sino también cuáles son sus recursos simbólicos de elaboración frente a ellas.

Análisis de la modalidad discursiva


Nuestro narrador construye historias inventando personajes y situaciones, a partir de una
escena gráfica que desencadena en él la actualización de su problemática subjetiva y le
exige el despliegue de sus recursos simbólicos para que su relato tenga un sentido
transmisible.

Por eso nos vamos a centrar en el análisis de tres dimensiones centrales para la
interpretación de su modalidad subjetiva de despliegue discursivo expresadas en los relatos:

 La presentación y despliegue de los sujetos


 La organización de la temporalidad
 La presentación y despliegue de los conflictos

a. Los sujetos
Los niños con problemas de simbolización suelen producir enunciados fallidos, en donde
no es posible reconstruir un sentido desde ese fragmento del discurso. Muchas veces se
presentan como quiebres o disrupciones dentro de un relato; otras, frente a una lámina en
particular que parece despertar una conflictiva frente a la cual el niño no puede responder
con un discurso organizado. En estos casos la dificultad es evidente y el esfuerzo
interpretativo se centra en la articulación con los contenidos dramáticos con los que se
relaciona (tanto de la lámina como del propio relato). Pero existen otras dificultades que no
son tan evidentes y sin embargo nos aportan una valiosa información.

Los sujetos característicos de cualquier relato son explícitos (“la gallina”, “el león”) o
tácitos (“él”, “ella” etc.). Mientras los explícitos se caracterizan por presentar sujetos, los
tácitos son los encargados de recuperar los sujetos ya presentados a lo largo del relato. Esta
modalidad se va acentuando a medida que el niño despliega un dominio mayor sobre el
lenguaje, por lo cual es esperable que en niños pequeños (6-7 años) se recurra con mayor
frecuencia a la explicitación de los sujetos cada vez que se los nombra. Sin embargo
algunos niños con problemas de simbolización necesitan recurrir cada vez a una
presentación, como si el hilván del discurso no garantizara la estabilidad de sus sujetos.

En otros casos los sujetos son confusamente


recuperados: los pronombres utilizados “él” o “ella” pueden corresponder a varios sujetos
presentados o a ninguno; o por ejemplo, cuando se han presentado sujetos singulares y la
recuperación es en plural.
En algunas situaciones el sujeto está ausente, y no existe ninguna manera de recuperarlo a
partir del discurso, ni con la conjugación de los verbos, ni con la secuencia de
acontecimientos que se desarrolla. Aquí no es posible saber “quién” es el sujeto de la
acción salvo construyendo hipótesis a partir del contexto del relato (por ejemplo, qué figura
de la lámina estaba mirando mientras hablaba, etc.). Esta dificultad representa un apego a la
presencia del estímulo figurativo (no resulta necesario decirlo porque está en la lámina), a
la situación, al terapeuta (en el que se deposita la capacidad de adivinar las significaciones
que no son explicitadas) y al contexto de comunicación en presencia del otro. En
consecuencia, evidencia una dependencia tanto en la construcción de significaciones como
en la interpretación del sentido que se intenta expresar. Su gravedad estará marcada por su
eventualidad o por su insistencia y repetición.

En otros casos hay un intento de explicitación del sujeto pero utilizando recursos
extradiscursivos, como los “deícticos”, por ejemplo: “este oso…” donde “este” acompaña
al dedo señalando en la lámina, o directamente: “él” (por el oso) señalando el dibujo. Aquí
nos encontramos con un intento de explicitación que sin embargo no puede valerse
exclusivamente del discurso. Esta característica acompaña los primeros tiempos de
adquisición del lenguaje y su utilización es la más frecuente en los niños pequeños; a
medida que el dominio se extiende, su uso se hace cada vez más marginal. En algunos
niños con dificultades de simbolización sigue manteniendo vigencia, mostrando la
necesidad de la presencia efectiva del objeto para intentar convertirlo en sujeto del discurso
y el impedimento para nombrarlo en ausencia. En este caso como en el anterior su
relevancia se relaciona con la frecuencia de aparición.

En síntesis, es muy frecuente en los relatos de niños con problemas de simbolización que
los sujetos sean rudimentariamente presentados, que su recuperación resulte dificultosa, que
presenten una escasa autonomía en relación a quien los produce, al contexto extradiscursivo
en el que se apoyan y al terapeuta, cuando no se manifiesta directamente la imposibilidad
de enunciación.

b. Temporalidad
El despliegue de la temporalidad en el relato está sustentado fundamentalmente en la
articulación de las acciones que se presentan.

En los primeros tiempos de apropiación del


lenguaje las acciones son simples y se articulan fundamentalmente por sumatoria, por
ejemplo: “los pollitos llegaron y comieron y estaban cansados…”, luego progresivamente
las acciones van asumiendo una organización que las coordina o las subordina: “como
tenían mucha hambre los pollitos querían comer, pero estaban muy cansados así que se
fueron a dormir enseguida…”

En los niños con problemas de simbolización se producen diversas dificultades en la


organización temporal que son reconocibles a partir de la relación de las acciones con los
sujetos y del uso de los tiempos verbales.

Generalmente se observa la preponderancia de construcciones verbales simples que dan


cuenta de una dificultad para elaborar predicaciones que supongan la articulación de
acciones mediante el uso de construcciones subordinadas o coordinadas. Por el contrario,
las construcciones verbales son múltiples, cortas, y referidas a diversos (y en ocasiones
indefinidos) sujetos del enunciado. En algunos casos se presentan construcciones verbales
compuestas, pero éstas generalmente se producen por añadidura de acciones referidas a un
mismo sujeto.

En algunas situaciones nos encontramos con verbalizaciones incompletas por ejemplo: “el
león estaba…”, en cuyo caso su significación diagnóstica se relacionará con lo esporádico
de su aparición, o por el contrario con su insistencia que marca una modalidad que reviste
mayor gravedad ya que se trata de una dificultad para enunciar una simple predicación, que
suele relacionarse con patologías más severas en donde existe una dificultad para construir
algún orden temporal.

En cuanto a la utilización de los tiempos verbales, los niños con problemas de


simbolización suelen utilizar casi exclusivamente un único tiempo verbal, generalmente el
presente, que expresa acciones indefinidas, en donde no son reconocibles sus antecedentes
y que no culminan en consecuencias explícitas.

Por otra parte, la utilización de un solo tiempo verbal da como resultado un relato
fundamentalmente descriptivo, en donde solo se nombran sujetos, acciones y situaciones,
sin que se logre la narración de una historia, que requiere la articulación de distintos
tiempos verbales y la discriminación de un orden de jerarquización entre las acciones.

Hay relatos que en una primera impresión aparecen organizados narrativamente porque los
sujetos son claramente presentados y están relacionados con acciones definidas, pero
cuando son analizados en relación a la articulación temporal, descubrimos que no cuentan
una historia sino que solo presentan acontecimientos. Estos relatos nos permiten elaborar
hipótesis acerca de la modalidad defensiva puesta en juego por el niño, analizando si se
presenta frente a una lámina (o varias) en particular relacionándose con determinados
contenidos conflictivos, o se trata de una modalidad general de elaboración.

En el discurso oral es muy común la utilización de nexos temporales y causales tales como:
“antes”, “después”, “porque”, “entonces”, etc., para reforzar el ordenamiento temporal,
pero muchas veces estos nexos son utilizados como simples muletillas, para la continuidad
de la enunciación. Por eso resulta importante analizar su función y no solo su simple
presencia para otorgarles una significación de historización.
La historia narrada es un trabajo de metaforización de sus significaciones históricas, que el
niño construye a partir de las mediaciones del discurso. El lenguaje se constituye en una
herramienta que le permite construir analogías de sus pasiones, sus conflictos, sus deseos y
temores, elaborando un puente entre su trabajo psíquico de ligazones, desligazones y
religazones, y su trabajo de representación expresado en el discurso.

Las dificultades en la organización temporal expresan la ausencia de una trama narrativa.


Sin narración historizada el niño no puede expresar en su discurso un lazo entre sus
problemáticas internas y la representación en palabras de sus sentidos. El discurso no
cumple una función simbolizante que le permite reelaborar sus significaciones históricas,
sino solo una “armadura” alienante que le permite distanciarse defensivamente de su
conflictiva.

c. Conflictos
Teun Van Dijk (1983) caracteriza todo relato narrativo compuesto por tres elementos
siempre presentes: el marco, el nudo y el desenlace:

El marco da cuenta del contexto en el que se desarrolla la historia. Puede ser explícito o
interpretarse por una serie de elementos enunciados a lo largo del relato.
El nudo es el núcleo de lo que cuenta la historia y puede desarrollar o no conflictos.
El desenlace cierra la narración y depende del desarrollo del nudo en cuanto a su función de
resolver los conflictos si fueron presentados.

En algunos casos los relatos de niños con


dificultades de simbolización carecen de un marco, perdiéndose así la ubicación del
contexto de la historia narrada. En cambio, cuando los relatos son fundamentalmente
descriptivos como desarrollábamos anteriormente, se constituyen en un puro marco, en
donde se presentan situaciones sin que caractericen algún nudo argumental. O se presentan
nudos que carecen de conflictos y solo organizan de una forma más compleja la
descripción. Pero muchas veces los nudos presentan conflictos que asumen una dramática
tan intensa que no pueden ser desarrollados y quedan sin resolución. Aparece dificultada la
posibilidad de desplegar sus consecuencias y sus efectos, operándose un corte arbitrario que
finaliza la historia solo formalmente, o esta es abandonada abruptamente. Por ejemplo: “¡el
tigre lo va a comer! ….ya está”. Cuando se presentan conflictos, éstos se constituyen en el
eje organizador de la trama, ya que le otorgan sentido tanto a la presentación de personajes
y situaciones, como a las consecuencias de los acontecimientos que se producen y a la
forma en que se resuelven.

La posibilidad de despliegue de conflictos en la narración es una función compleja que


requiere de recursos lógicos que permiten la enunciación de características contradictorias o
de relaciones de oposición puestas en juego en el relato. Estos recursos pueden ser
desplegados por el niño cuando responden a una modalidad de elaboración simbólica de sus
conflictos psíquicos.

Sabemos que el conflicto psíquico expresa la necesidad de la


relación entre los sistemas inconsciente-preconsciente-consciente, que enriquece la función
sustitutiva de la actividad representativa, otorgándole al lenguaje el lugar de herramienta
mediadora.

El investimento por parte del niño de las posibilidades que ofrece el discurso para producir
un sentido transferible a sus afectos, nos conduce a analizar la función del “yo” como
historiador del sujeto (P. Aulagnier, 1976), como instancia encargada de construir el
entramado de enunciados que le dan sentido histórico a su conflictiva. Por eso le otorgamos
un papel importante a sus aspectos inconscientes.

Nuestro trabajo reside entonces en poder captar y comprender en los indicios de la


modalidad de despliegue del discurso del niño, la polisemia de sus significaciones, para
construir hipótesis del sentido que representan de su conflictiva singular, y trabajar esos
mismos recursos, favoreciendo la elaboración simbólica de sus conflictivas.

La apropiación del lenguaje no es un simple proceso de adaptación a la imposición de


significaciones sociales sino un largo y complejo trabajo de creación subjetivizadora
que utiliza dichas significaciones para ampliar el alcance de sus simbolizaciones.

En el encuadre clínico el discurso tiene un alcance proyectivo que posibilita un análisis


tanto de los contenidos expresados como la forma de enunciarlos. El análisis
combinado de forma y contenido nos permite una riqueza interpretativa de la
modalidad singular de simbolización.

Producción escrita

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