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El abordaje psicopedagógico
requiere comprender las formas singulares con que el sujeto construye sus modos de
representación del mundo, de los otros y de sí mismo. Estas formas singulares se enraízan
en la dinámica inconsciente y pulsional que sostiene el investimento del sujeto en relación
con los objetos culturales, articulando afectos y representaciones.
Objetivos:
Las primeras investigaciones científicas vinculadas a la cuestión del aprendizaje son las que
surgen a partir del conductismo y de la teoría del condicionamiento. La búsqueda de
concebir una psicología científica al amparo de la ciencia “natural-positiva” llega en estas
corrientes a su culminación, y expresa en la psicología el auge del paradigma racionalista
moderno. Dicho en otros términos, la pregunta por el aprendizaje conlleva un conjunto de
supuestos de orden filosófico que se enmarcan en un contexto histórico-social, el de las
sociedades occidentales industrializadas. Las sociedades, las culturas, construyen sus
propias lógicas -sistemas de significación e interpretación del mundo y organizadores de su
realidad- que se sostienen en verdades y saberes legitimadores y pilares de dichas
instituciones.
De este modo, la constitución de los problemas y las tesis de estas líneas de trabajo que
abordan el aprendizaje han supuesto distintas formas de dualismo ontológico (sujeto-objeto,
afectos-razón, cuerpo-psique, etc.) y de reduccionismo epistemológico (innatismo o
contextualismo), mientras que las formas de abordaje metodológico en las investigaciones
sustentadas en esos supuestos han oscilado entre el descriptivismo ateórico de las corrientes
empiristas y el teoricismo formalista de las corrientes estructuralistas, partiendo de la
escisión supuesta entre el sujeto y el objeto y anulando ya sea el primero (en el caso del
empirismo) o el segundo (en el caso del teoricismo) (Cantú y Diéguez, 2008).
Considerando esta pesada herencia histórica, ¿vale la pena seguir utilizando el concepto de
aprendizaje? Un constructo teórico (el aprendizaje) que soporta la tradición del paradigma
de todo el pensamiento moderno, ¿tiene aún esperanzas de seguir siendo útil para pensar la
experiencia o, por el contrario, constituye un obstáculo epistemológico si intentamos dar
cuenta de la complejidad? Esta pregunta es relevante puesto que los conceptos no son
denominaciones de realidades preexistentes sino construcciones que crean el objeto que
dicen nombrar; decir “aprendizaje” no es designar una realidad exterior, sino modelar la
experiencia de una determinada manera: aquella con la cual el pensamiento moderno
estructura nuestras formas de pensar, sentir y ver la experiencia del sujeto en la cultura, así
como de preguntar por ella.
El desafío de una concepción que no parta de estos supuestos que escinden la experiencia
del sujeto en el mundo es reintegrar esas dimensiones tradicionalmente excluidas y
escindidas: la subjetividad como proceso de producción de sentido y no como fuente de
error y distorsión. ¿Seguiremos llamando “aprendizaje” a esa experiencia? Sí, a condición
de resignificar lo que entendemos por “aprender”.
La etimología nos ayudará en este camino. La palabra “aprender” viene del latín
apprehendere, compuesto por el prefijo ad- (hacia), el prefijo prae- (antes) y el verbo
hendere (atrapar, agarrar). Queda claro que se trata de un movimiento activo del sujeto
hacia, es decir de una marcha -que llamaremos de investimiento- hacia un objeto exterior.
O sea que en el aprender la circulación no es de afuera hacia adentro –como lo querría el
empirismo- sino doble: de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro.
Aprendizaje y biografía
Cuando la escuela elabora sus ofertas pedagógicas y didácticas lo hace sobre una
concepción no sólo del aprendizaje sino también del sujeto que aprende, presuponiendo en
éste una serie de condiciones y recursos simbólicos que los sujetos construyen en su
biografía anticipada al proceso educativo. Así, presupone condiciones de inicio para el
aprendizaje escolar que implican modalidades singulares de investimento de los objetos
simbólicos sociales que se convertirán en objetos de aprendizaje cotidiano en el aula, de los
recursos de pensamiento para poder abordarlos, y del deseo y la curiosidad necesaria para
convertir los problemas de conocimiento en interrogantes personales significativos. De este
modo, pone en relación modalidades singulares de pensamiento con el encuadre
institucional de las formas culturales de construcción social, en su doble función de derecho
y obligación para que cada sujeto pueda desplegar una productividad social satisfactoria
para sí mismo y para el conjunto del grupo.
Para que cada niño y adolescente pueda dar cuenta de esa expectativa anticipada de
recursos simbólicos necesarios para el aprendizaje en la escuela, cada sujeto en constitución
elabora sus modalidades singulares de creación de sentido a partir de la interpretación de su
experiencia histórico-afectiva.
Como planteábamos en el apartado anterior, el abordaje psicoanalítico de las problemáticas
psíquicas implicadas en los procesos de simbolización y sus patologías expresadas en
problemas de aprendizaje se propone construir herramientas clínicas capaces de producir
transformaciones profundas y significativas en las restricciones simbólicas. Para hacerlo, se
plantea una concepción del psiquismo compleja y heterogénea, que se constituye en las
diversas formas de trabajo representativo, destinado a la elaboración de las principales
dinámicas conflictivas.
Problemáticas contemporáneas
La elaboración de los conflictos subjetivos impone la necesidad de construir sentidos
propios, que funcionan como respuestas creadas, que van más allá de la repetición de
relatos adultos. Cada niño y cada adolescente toma de las diversas ofertas simbólicas,
aquellos elementos con los que puede construir sentidos para sí mismo significativos.
El reconocimiento de una realidad propia y externa compleja y contradictoria genera
angustia y un esfuerzo de elaboración sin garantías. En este sentido, la simbolización a
cargo de la subjetividad es un verdadero trabajo de “duelo” con la pasividad de la
aceptación de representaciones cerradas y por el cuestionamiento de las referencias
seguras.
En el despliegue del niño y del adolescente en la escuela, este duelo cobra una dimensión
que articula una experiencia íntima con una demanda social. Se espera que pueda cargar de
expectativas personales su relación con objetos valorados socialmente que no guardan una
relación directa con el placer y que, además, generan un esfuerzo de trabajo que provoca la
postergación de alguna satisfacción y, por eso, diversas dosis de frustración y sufrimiento.
Abordaje clínico
sí pues, el terapeuta se propone habilitar condiciones para el despliegue de trabajos
psíquicos que tienen como horizonte conquistar plasticidad en las posibilidades de
elaboración de los diversos órdenes de conflictos que atraviesan la experiencia de cada
sujeto.
Freud (1937) sostuvo en unos de sus últimos trabajos que el psicoanálisis, la pedagogía y la
política eran las tres tareas “imposibles”. No planteó que su realización fuera muy difícil o
compleja, situación que compartirían con muchas otras disciplinas, sino imposibles. Esa
imposibilidad se funda en una aparente paradoja: la de ayudar a crear autonomía cuando se
parte de la máxima dependencia.
Las encrucijadas clínicas de nuestros días nos enfrentan a déficits de simbolización que
vuelven extrañas las propias emociones y pensamientos, produciendo una angustia sin
dirección que busca ser calmada rápidamente por el camino más corto posible. Los propios
afectos se vuelven extraños, insoportables e irrepresentables, generando modalidades
defensivas que trabajan para una estabilidad psíquica basada en la evitación del
reconocimiento de la conflictiva. Así se vuelve manifiesto el vínculo indispensable del
pensamiento con las vicisitudes del afecto, justamente cuando se disocian provocando
diversas modalidades clínicas.
En este sentido, Green (1995, 25) define el concepto de “pulsión” como fuerza psíquica
originaria que opera como matriz del sujeto, otorgándole fuerza y direccionalidad. Desde
este enfoque, el sujeto es concebido como resultante de un trabajo incesante en relación con
esa fuerza que intenta conducir y que lo conduce, constituyéndose en la causa última de su
actividad; por eso mismo, el lugar y la función del objeto es fundamental.
La complejidad de las relaciones entre pulsión y objeto permite reubicar las funciones del
trabajo representativo para metabolizar el afecto.
Así, la clínica contemporánea expone los límites del trabajo de representación y sus
fallas. Nuestra pregunta, entonces, es: ¿por qué fracasa el pensamiento para
interpretar la problemática afectiva de una forma metabolizable para el sujeto?
La representación pierde su lugar garantizado como dato de base, como elemento originario
del psiquismo, para ser conceptualizado como producto de un trabajo, una conquista que no
tiene garantía, donde el conflicto, en última instancia, va a estar situado en la disyuntiva
entre pulsión/ descarga o elaboración representativa. Así, la representación es solo un
resultado posible de un complejo proceso que nada asegura. Este modelo procura dar
cuenta del fracaso de la palabra, de la representación, de la interpretación, frente a la
pulsión, a la compulsión repetitiva destructiva, al acto (agieren).
Lo irrepresentable constituye una referencia central de este modelo en el que el acto ocupa
el lugar que el paradigma del sueño tenía en el modelo anterior: ya no se trata de represión
sino de destrucción del pensamiento. La relación del pensamiento con el lenguaje se vuelve
más compleja, lo irrepresentable aparece como una dimensión que pone en jaque su función
de creación de sentido con valor subjetivo, replanteando y, por tanto, haciendo más
compleja también, la labor clínica centrada en la eficacia de la palabra.
El sentido proviene así de la transformación de un dato psíquico en otro, ya que cada vez
que se pasa de un sistema al otro se gana y se pierde algo, no hay proceso acumulativo
lineal. Hay un proceso discontinuo de transformación (Álvarez, 2012), es por eso que se
propone esta lógica de la heterogeneidad en la que la diversidad de la representación da
lugar al conflicto y a la transformación.
Realzar las dimensiones conflictivas nos permite analizar los procesos, profundizando en
sus problemáticas. Y el reconocimiento de las problemáticas es el primer paso para
plantearnos interrogantes que no excluyan las contradicciones sino que permitan
enunciarlas para elaborarlas.
Los problemas de aprendizaje en la escuela pueden parecerse pero para cada niño y
adolescente remite a la singularidad de su experiencia y a las modalidades construidas
para su elaboración. Por eso es crucial partir de un modelo diagnóstico que permita
investigar las diversas modalidades de simbolización que conviven en un mismo
sujeto, a fin de construir hipótesis sobre aquellos trabajos psíquicos que generan
problemas de simbolización, y así elaborar estrategias terapéuticas específicas para su
transformación.
Para poder construir hipótesis clínicas acerca de estas mediaciones, la producción tanto de
los padres como del niño deben darse en ciertas condiciones que denominamos encuadre.
El terapeuta a cargo del diagnóstico explicita el objetivo de los encuentros y define su rol
en función de conocer la problemática del niño e intentar ayudarlo, diferenciándose de un
posicionamiento escolar evaluativo y normalizador. Esto es fundamental ya que tiene la
función de ordenar simbólicamente el espacio: para que la transferencia se instale es
necesario que el niño sepa que su producción no será valorada en función de un parámetro
normativo (por ejemplo, semejante al escolar) que la juzgue como un logro intelectual o
adaptativo, sino que será considerada como medio de expresión y producción subjetiva.
André Green conceptualiza el encuadre como un dispositivo que permite fundar las
condiciones para que el funcionamiento mental del paciente adquiera ciertas características
que lo asemejan al funcionamiento onírico (Green, 2010). Invisibilidad del destinatario y
regla fundamental constituyen en la cura analítica clásica los elementos organizadores de
una modificación de la tópica psíquica. Dado que la indicación de decirlo todo corre pareja
con la prohibición del hacer, esta inhibición de la motricidad hace que el aparato psíquico
se comporte como un aparato de lenguaje, invitando a un modo de ensueño despierto en la
sesión, en la que un soliloquio en voz alta es dirigido a alguien invisible, que está y no está.
Esto requiere la posibilidad de instrumentar un funcionamiento mental similar al que rige el
trabajo del sueño. El objetivo del encuadre analítico es entonces favorecer una regresión
tópica que permite elaborar elementos psíquicos no pertenecientes al lenguaje como
elementos discursivos. Esta dimensión intrapsíquica es a la vez intersubjetiva, ya que el
lenguaje supone otro que actúa como destinatario.
Aun cuando los parámetros formales del encuadre psicoanalítico clásico se hallen
modificados en función del tipo de problemática a la que se atiende (como es en el caso del
diagnóstico psicopedagógico), su objetivo se conserva: los parámetros del dispositivo
intentan favorecer el despliegue de las distintas formas de producción simbólica en el
paciente para instrumentar su diagnóstico, y no se dirigen a evaluar dicha producción en
términos de logros adaptativos o curriculares. Por esa razón cada uno de los momentos del
diagnóstico tiene una especificidad que permite obtener material apto para ser interpretado
en función de hipótesis clínicas y no en función de parámetros externos al sujeto.
Es por eso que hemos diseñado pautas específicas de indagación para cada uno de los
momentos del diagnóstico, con el objeto de que el encuadre en cada uno de ellos permita
favorecer los procesos que nos interesa observar.
Después de trabajar de este modo con los padres, es ya el momento de conocer al niño. La
primera sesión con el paciente se dedica a escuchar sus sentidos subjetivos asociados a su
motivo de consulta y a indagar su modalidad de producción proyectiva gráfica. A partir de
esta técnica no evaluaremos la adecuación de la representación gráfica con respecto a las
pautas supuestamente esperada para la edad cronológica del paciente, sino que intentaremos
construir hipótesis acerca de los procesos de representación en el niño, en relación con sus
posibilidades de ligadura de la ansiedad que convoca la ausencia metaforizada por la hoja
en blanco mediante la producción de imágenes gráficas articuladas en el código plástico-
figurativo (Wald, 2010a, 2010b).
La segunda sesión corresponde a la toma del Test de Apercepción Temática para Niños
(CAT-A). El objeto de esta indagación es el análisis de la modalidad de producción
discursiva del paciente. Se realiza un análisis formal de la estructura del discurso del niño
que permite realizar hipótesis clínicas en relación con la estructura del Yo, la temporalidad
psíquica y el posicionamiento frente a los conflictos (Álvarez, 2004, 2010). Nos interesará
particularmente cuál es la dinámica psíquica en la que el discurso se entrama en este niño,
sus posibilidades de utilizar el lenguaje para la expresión de sus afectos y deseos, y no la
riqueza de su vocabulario o la complejidad gramatical en sí misma.
Los supuestos
on la afirmación de Descartes quedan fundados dos mundos: el subjetivo y el objetivo. Hay
alguien que piensa y hay algo que es pensado. El yo con sus ideas (res cogitans) es el
referente del ser de las cosas (res extensa). Queda inaugurado así el problema del
conocimiento. En tanto existe un orden de legitimación de la verdad (Dios para los
cristianos, sujeto para Descartes, mundo objetivo para los empiristas y positivistas), todas
las posturas mencionadas comparten un supuesto, que es la categoría de sustancia. Habría
un mundo que existiría por sí mismo, como cosa en-sí, con sus propias leyes. Habría por
otro lado un espíritu separado de la naturaleza objetiva. Como consecuencia, la verdad sería
adecuación del intelecto a la cosa, ‘adaequatio rei et intellectus’.
Estas referencias filosóficas pueden parecer distantes del ámbito del diagnóstico
psicopedagógico, pero tienen consecuencias directas en la forma en que éste se aborda
clínicamente y se piensa conceptualmente. En efecto, si nos situáramos en los supuestos
mencionados, el diagnóstico pretendería el acceso a una supuesta verdad del paciente como
‘cosa en sí’. Es decir que ese modelo de la simplicidad pretende del terapeuta las mismas
operaciones que se suponen en un sujeto que aprende: lo reducen a un simple decodificador
de una supuesta realidad preexistente. El terapeuta debería “descubrir” lo que el paciente
“tiene”, como si eso existiera en algún lugar independientemente del “observador”. Debería
“descubrir” rasgos inéditos de la realidad del paciente hasta entonces supuestamente no
“observados”. El ideal sería entonces un diagnóstico neutro, objetivo, desubjetivizado,
descontextualizado.
Los principios del modelo positivista, que cristaliza en métodos de investigación que
intentan lograr un conocimiento “objetivo” -es decir desubjetivizado-, tienen como ideal el
de poder aislar las variables en estudio, situarse como un observador externo neutral y
obtener datos empíricos, observables y medibles a partir de los cuales inferir relaciones
causales de orden simple, que expliquen las relaciones entre las causas y las consecuencias,
las cuales se pueden predecir a partir de las leyes o principios teóricos que se establecen
(González Rey, 2006:33). Del mismo modo, en el diagnóstico pensado desde el paradigma
de la simplicidad se supone un profesional neutro, desapasionado, que se enfrenta a un
objeto también neutro que es el paciente, y “extrae” de él un conocimiento que consiste en
una denominación nosológica, gracias a un tranquilo proceso dominado por la lógica
racional, por correspondencia unívoca entre síntomas del paciente y cuadros patológicos en
la teoría. La escisión de las dimensiones afectivas y pasionales del proceso y el
desconocimiento del cuerpo y de la significación social del objeto son operaciones que
delatan en dicho paradigma su origen y funcionalidad.
Desde un punto de vista distinto, podemos establecer un paralelismo entre la tarea del
terapeuta en el diagnóstico y la de un investigador. Las construcciones de un investigador
representan a la realidad pero no la reproducen: tienen un nivel ontológico diferente que el
de la realidad empírica. Es decir que el proceso que está implicado no es el de la mera copia
o reflejo de lo exterior existente sino un proceso constructivo-interpretativo (González Rey,
2006, 245). Del mismo modo, en el diagnóstico no se trata de un proceso que dé cuenta de
la problemática del paciente como objeto, produciendo un reflejo interno de éste en el
terapeuta, sino de una construcción interpretativa del terapeuta.
Esto significa que durante el proceso clínico, el profesional no pone en juego únicamente
los procesos de comprensión lógica y deducción racional. Podemos considerar que el
terapeuta queda implicado en el proceso clínico en tanto éste se desarrolla en una interfase
entre lo intrapsíquico y lo intersubjetivo. El terapeuta, entonces, no es un observador
neutral sino un sujeto singular activamente productor de sentidos. De ese modo, el
pensamiento clínico –lo mismo que todas las formas de pensamiento- tiene necesidad del
afecto para animarse y, sin embargo, al mismo tiempo debe mantener a raya el afecto para
no dejarse desbordar. En esta paradoja se sostiene nuestra tarea. Porque sin implicación
subjetiva, la tarea clínica no es posible. Pero el investimento y el compromiso del terapeuta
corren el riesgo de anegarse en la dualidad con el paciente si no hay mediación de una
función tercera, representada por el encuadre interno (Green, 2012) del terapeuta.
Así, el desafío del profesional consiste en promover tanto en el paciente como en sí mismo
ese tipo particular de racionalidad que emerge de la experiencia clínica y a la vez es su
condición de posibilidad: en favorecer los trabajos psíquicos que llevan a la constitución de
ese encuadre interno capaz de sostener a la vez la investidura y la reflexión sobre la propia
práctica y de garantizar la apertura a la singularidad del otro, a su alteridad radical.
De este modo comprendemos que el encuadre clínico del diagnóstico requiere del terapeuta
los mismos procesos que intenta suscitar en el paciente (Álvarez y Grunin, 2010): los
procesos que Green denomina “terciarios”, y que permiten articular la racionalidad propia
de los procesos secundarios con la movilidad y riqueza propias de los procesos primarios.
La vida escolar de los hijos tampoco es neutra para los padres. En ella están depositadas
múltiples interpretaciones sobre las potencialidades propias y las de la descendencia, así
como significaciones sobre la escuela, las referencias identificatorias sobre el grupo cultural
de pertenencia y el conjunto del campo social, las expectativas de aprendizaje y despliegue
de un proyecto que profundice o transforme el posicionamiento social, o por el contrario la
exposición a un universo simbólico hostil y amenazante, etc.
Son dimensiones subjetivas -que atraviesan las formas de abordar el conjunto de los
problemas de aprendizaje escolar- que el terapeuta debe tener en cuenta, no para elaborar
hipótesis causales directas simplificadoras de la problemática, sino por el contrario, para
que la mirada sobre los sentidos asociados a las dificultades se haga más compleja y
encontrar las mejores maneras de intervenir con los adultos.
En ocasiones la institución educativa detecta problemáticas que implican verdaderas
fracturas con las maneras interpretar las experiencias vitales de las familias de origen. En
muchas oportunidades éstas se deben a diferencias socio-culturales producto de
migraciones actuales o de generaciones anteriores que la escuela no puede o no quiere
reconocer, imponiendo su propia mirada como la única válida y posible. En estos casos se
producen verdaderas paradojas para la elaboración de referencias identificatorias, ya que
aceptar las de la escuela como modelo excluyente implica una pérdida de referentes de
origen y una fractura con las relaciones afectivas primarias, al tiempo que rechazar las
escolares reforzando las originarias produce un encierro afectivo que inhibe la curiosidad y
significa negativamente la circulación social.
Por eso es importante el intercambio con los padres y maestros tanto para contar con sus
perspectivas acerca de los problemas del niño o adolescente como para intervenir
favoreciendo la incorporación de aperturas a nuevos sentidos y la aceptación de cambios
que producen autonomía.
Se pueden establecer dos ejes temáticos privilegiados en las entrevistas iniciales, llamados
clásicamente en el campo clínico de la siguiente manera: Motivo de consulta e Historia
vital.
Motivo de consulta
Generalmente, en la primera entrevista con los padres se indaga cuáles son a su criterio los
problemas de su hijo que lo llevan a consultar.
Resulta muy interesante relacionar las modalidades de interpretación entre padres e hijos.
En algunos casos los adultos se encuentran tomados por una angustia generalizada mientras
que el niño o adolescente transcurre indiferente sin encontrarse como protagonista de sus
conflictos. En otros, mientras el niño vive en silencio sus conflictos narcisistas, los padres
rechazan alguna intervención positiva sobre las dificultades. Elaborar hipótesis de
interrelación entre las modalidades generacionales resulta de gran utilidad para elaborar
estrategias de intervención apropiadas a cada caso.
Historia vital
Cuando indagamos por la reconstrucción histórica de los antecedentes del hijo no buscamos
elaborar una anamnesis objetiva sino pesquisar las modalidades de elaboración de un
pasado, un presente y un futuro que contiene las conflictivas narcisistas y los trabajos
identificatorios que constituyen la oferta de transmisión de una herencia simbólica.
Las vicisitudes del embarazo, nacimiento, los primeros tiempos, las modalidades de
alimentación, las adquisiciones de autonomía, los primeros pasos, el control de esfínteres,
la apropiación del lenguaje, etc. no son interpretadas como informaciones de proceso
madurativo sino como construcciones de sentido sobre el hijo como objeto amoroso, sus
modalidades de vínculo privilegiadas y su imagen como proyecto de sujeto separado de sí,
con disponibilidad para un proyecto de autonomía.
En estos relatos se puede abrir una sucesión de sentidos conflictivos o complementarios que
tienen una función de soporte amoroso y narcisista y nunca son causa directa de las
problemáticas intrapsíquicas sino material intersubjetivo que el niño metaboliza
construyendo sus propios enunciados de sentido. Por eso suele ser muy interesante poner en
relación el discurso de los adultos con las elaboraciones de los gráficos, y el test proyectivo
CAT (A) en relación a las elaboraciones identificatorias.
En el proceso diagnóstico, las entrevistas con los padres son muy relevantes para elaborar
hipótesis sobre la oferta libidinal y simbólica. Por eso resulta imprescindible evitar confundirlas
con un reduccionismo que busque explicar en forma directa la problemática psíquica del hijo. Es
imprescindible diferenciar la dinámica intersubjetiva de origen, de la metabolización
intrapsíquica singular que el niño o adolescente elabora como trabajo narcisista e identificatorio
propio e irrepetible.
Los ejes de análisis propuestos por la autora permiten dar cuenta de las modalidades de
simbolización específicas en la producción gráfica:
Cuando las excitaciones endosomáticas han logrado encontrar vías de delegación para su
ingreso al psiquismo, las representaciones inconscientes resultantes articulan a la vez afecto
y sentido, proveyendo de fuerza dinámica a las figuras gráficas resultantes. De este modo
resultan imágenes con huellas de sentidos e índices libidinales que dan cuenta del
entramado significativo del afecto gracias a la ligadura pulsional que lo sostiene. Si la
represión primaria funciona garantizando la separación de los sistemas psíquicos consciente
e inconsciente y las formas de ligadura entre ambos (producidas por los procesos terciarios)
permiten la elaboración de mediaciones, las figuras resultantes no solo tendrán una carga de
sentido singular significativo sino que permitirán la expresión de dichos sentidos de un
modo transmisible y significativo en la situación transferencial, gracias a la ligadura de las
representaciones de cosa con representaciones de palabra conscientes y de éstas con el
discurso y la acción específica que permita el trazado de las imágenes y las asociaciones
verbales solicitadas.
Asistimos entonces a la producción de
figuras de ligadura (Wald, 2010), interpretables como retoños de lo reprimido ya que su
modo de funcionamiento es el del sueño, el juego y la ilusión (Winnicot, 1987), puesto que
encontramos en ellos procesos de condensación, desplazamiento y miramiento por la
capacidad de representación tanto en los gráficos como en las asociaciones verbales que
dan cuenta de la posibilidad de enlazar las representaciones de cosa a palabras para elaborar
pensamientos y acciones específicas.
Pero no todos los gráficos son producto de este tipo de mediaciones entre los sistemas y
procesos psíquicos: en ocasiones las figuras trazadas dan cuenta de mecanismos defensivos
que intentan proteger al psiquismo de la amenaza pulsional reavivada por la situación
transferencial: se trata de figuras de desligadura (Wald, op.cit.) entre representaciones y
afecto. Entonces observaremos dos tipos de gráficos, según el afecto sea descargado o
suprimido en la producción de figuras.
Cuando el afecto es descargado ya sea a través de acciones fuera del papel (gestos,
movimientos corporales, actuaciones, signos somáticos), o dentro de éste (manchas,
tachaduras, rayones, garabatos), la imposibilidad de reconstruir asociativamente un
entramado de sentidos en estas figuras de descarga, da cuenta de las dificultades en la
elaboración de fantasías que aluden a un funcionamiento particular de los procesos
inconscientes, los cuales reducen sus posibilidades de ligar tanto las excitaciones somáticas
con representaciones como éstas a los afectos. Aquí, la imposibilidad de reconstruir
sentidos en figuras de descarga, la desaparición de la figurabilidad, señala un desborde de la
simbolización.
En otros casos, las figuras producidas por el sujeto pueden mostrar características de
transmisibilidad conservada, pero al costo de una inhibición de la producción de sentidos
singulares. En estos casos la regresión formal requerida por la consigna de dibujo en
transferencia es vivida como amenazante para la estabilidad de las fronteras psíquicas: el
sujeto entonces recurre al contra-investimento fáctico, lo que resulta en una producción
caracterizada por una coherencia formal desde el punto de vista de los procesos
secundarios, pero desasida del entramado de sentidos singulares y de los afectos que
podrían dinamizarla. Son gráficos en general con tendencia al hiper-realismo, calcados o
copiados ya sea directamente de la realidad perceptiva exterior actual en el momento de la
entrevista, o tomados de clisés escolares o propios que permiten sortear la situación
mediante el recurso a la realidad como forma de contra-investimento del mundo interno. En
otros casos la resultante es la carencia de imágenes: vacío de representación que da cuenta
de la obstaculización de los procesos de ligadura.
En tercer lugar, nos centramos en los procesos reflexivos: la producción verbal asociativa y
narrativa en relación con lo dibujado puede o no estar en relación explícita con el contenido
del dibujo. Esta conexión da cuenta de lo que el yo es capaz de reconocer acerca de lo
proyectado en el proceso de producción del dibujo; por lo tanto el análisis de los procesos
reflexivos nos muestra qué es lo que el yo puede elaborar como sentido propio acerca de los
contenidos simbolizados en el proceso de proyección.
Por último, un cuarto eje de análisis se refiere a la calidad de las fronteras intrapsíquicas y
de los límites del yo. Para este eje tendremos en cuenta en el nivel gráfico la
discriminación/indiscriminación de las figuras, su unificación/desintegración, su carácter
cerrado o abierto y las relaciones topológicas entre las figuras y, en el nivel de la relación
transferencial en la entrevista, la capacidad de involucrarse significativamente con el
terapeuta. Estos descriptores dan cuenta del funcionamiento plástico de las fronteras,
capaces de sostener una interpenetración con el objeto al mismo tiempo que garantizan la
separación. Si la represión primaria garantiza la separación entre sistemas, los procesos
primarios y secundarios pueden establecer formas de mediación entre ambos y la doble
frontera no se ve amenazada por la presencia del terapeuta, se constituye entonces en un
encuadre psíquico propicio para la dinamización de la producción. Cuando en cambio el
aparato psíquico se esfuerza en mantener indemnes unas fronteras que siente amenazadas,
la presencia del terapeuta es vivida como intrusiva y la necesidad de regresión funcional a
la que invita la consigna desencadena mecanismos de defensa rígidos frente al riesgo de
desorganización psíquica.
Nos centramos no solo en los déficits que presenta un niño con dificultades de
simbolización en el despliegue de su discurso, sino también en la posibilidad de interpretar
el sentido singular con que expresa su conflictiva y su modalidad particular de elaboración.
Utilizamos en este caso como herramienta diagnóstica el test proyectivo CAT (A), debido a
que las representaciones gráficas de las láminas que lo componen remiten a situaciones
conflictivas de carácter universal en nuestra cultura, suficientemente validadas en años de
aplicación. Estas láminas son utilizadas como desencadenantes de la producción proyectiva
oral, pero el proceso es analizado desde el marco conceptual psicoanalítico, a partir de la
aplicación de los indicadores más relevantes obtenidos en las investigaciones sobre
producción discursiva (Álvarez 2010).
Esto no implica relegar la importancia que tiene el análisis de los contenidos sino la
posibilidad de obtener una información más rica y más amplia a partir del estudio de las
características con las que el sujeto despliega su discurso y poner en relación ambos niveles
(formal y de contenido) en los aspectos que resulten significativos.
La modalidad discursiva
Cuando analizamos el despliegue del discurso de un niño o un adolescente en el espacio
clínico, nos interrogamos por su modalidad de apropiación singular de la oferta simbólica
de la lengua, destinada a otorgarle sentido a su experiencia subjetiva.
Pasional porque nos remite al origen pulsional de toda elaboración y amorosa ya que
involucra el compromiso narcisista en la oferta de recursos simbólicos. Así, en
su modalidad de despliegue discursivo se jugará para el niño la lucha entre su experiencia
subjetiva y la exigencia de mediación simbólica de sus afectos impuesta por esos adultos
que sostienen una función simbólica primaria.
Por eso nuestro objeto de interrogación no es el lenguaje en sentido lingüístico, sino los
recursos psíquicos necesarios para que un niño se apropie satisfactoriamente de él, de modo
que le permita desplegar simbólicamente la dramática de sus deseos, incluso asumiendo
diversas modalidades de restricciones y síntomas.
La elucidación de estos interrogantes nos permite construir hipótesis acerca los recursos
simbólicos puestos en juego y las modalidades de elaboración en relación con su
problemática singular.
La inmadurez del infans y el largo proceso de adquisición del lenguaje abren esa brecha
entre lo sexual y lo verbal e impiden que el desfase entre ambos sea salvado alguna vez,
más que por una traducción siempre limitada y defectuosa (Kristeva 1998).
Establecemos entonces una relación entre despliegue discursivo y un objeto extralinguístico
particular que es la pulsión, desencadenante del complejo proceso psíquico que se
despliega como actividad de representación.
La pulsión como exigencia de trabajo impuesta a lo psíquico nos permite incluir en nuestro
análisis de los límites de lo representable a través del lenguaje no sólo la relación con la
actividad representativa inconsciente sino también la tendencia a la descarga directa en lo
real, tanto en el acto como en lo somático. Y en este sentido, preguntarnos por la
significación singular que asumen las restricciones que un niño presenta en su modalidad
de despliegue discursivo por relación a su problemática histórica.
Esta exigencia de trabajo que recae sobre la actividad representativa, genera inicialmente
representaciones fundamentalmente figurativas, representaciones de cosa, que actúan con
predominio de los procesos primarios de condensación y desplazamiento, al servicio del
principio de placer-displacer, y que se convertirán a partir de la represión originaria en la
modalidad de procesamiento psíquico característica del inconsciente. Estas
representaciones son producto de un trabajo psíquico activo y creador que sin embargo no
está regulado por la organización que exige el lenguaje.
Solo posteriormente la actividad representativa se hace más compleja, con nuevas formas
de representaciones abiertas a las significaciones que aporta el lenguaje, regidas en
consecuencia según sus reglas de organización, que caracterizan al pre-consciente, llamadas
representaciones de palabra.
Este proceso, solo posible a partir del progresivo acceso al lenguaje, requiere de un
verdadero movimiento de investimento hacia esa oferta que exige un intrincado trabajo de
mediaciones, pero que permite volver comunicable y transferible el trabajo de
representación.
Este investimento de símbolos que no presentan ninguna relación directa con los objetos de
placer primarios, implica un verdadero trabajo de duelo. Duelo por la presencia efectiva del
objeto, aceptación de una separación, de una ausencia, para que pueda producirse lo que
Freud (1925) llamó esa capacidad humana de traer la cosa ante sí sin que esté
necesariamente presente.
Al respecto A. Green dice: “la ausencia no solo intenta alcanzar por identificación lo que no
fue satisfecho, sino que efectúa de ese modo un comienzo de descorporización que
inaugura las matrices del pensamiento” (Green, 1996).
Esta función primaria de la proyección desplegada profundamente por Samí Alí (1982), nos
permite establecer una articulación entre la actividad representativa primaria
predominantemente figurativa y la discursiva.
Al decirle: “Te voy a mostrar unas láminas, con cada una de ellas vas a tratar de inventar un
cuento (o una historia), donde digas qué está pasando, qué crees que pasaba antes y qué
piensas que pasará después,” le solicitamos la construcción de relatos organizados
temporalmente, con un sentido comunicable.
Por esta razón el análisis de la modalidad de construcción de estos discursos nos aporta
conocimiento no solo sobre cuáles son aquellas conflictivas de mayor significación para
este sujeto, sino también cuáles son sus recursos simbólicos de elaboración frente a ellas.
Por eso nos vamos a centrar en el análisis de tres dimensiones centrales para la
interpretación de su modalidad subjetiva de despliegue discursivo expresadas en los relatos:
a. Los sujetos
Los niños con problemas de simbolización suelen producir enunciados fallidos, en donde
no es posible reconstruir un sentido desde ese fragmento del discurso. Muchas veces se
presentan como quiebres o disrupciones dentro de un relato; otras, frente a una lámina en
particular que parece despertar una conflictiva frente a la cual el niño no puede responder
con un discurso organizado. En estos casos la dificultad es evidente y el esfuerzo
interpretativo se centra en la articulación con los contenidos dramáticos con los que se
relaciona (tanto de la lámina como del propio relato). Pero existen otras dificultades que no
son tan evidentes y sin embargo nos aportan una valiosa información.
Los sujetos característicos de cualquier relato son explícitos (“la gallina”, “el león”) o
tácitos (“él”, “ella” etc.). Mientras los explícitos se caracterizan por presentar sujetos, los
tácitos son los encargados de recuperar los sujetos ya presentados a lo largo del relato. Esta
modalidad se va acentuando a medida que el niño despliega un dominio mayor sobre el
lenguaje, por lo cual es esperable que en niños pequeños (6-7 años) se recurra con mayor
frecuencia a la explicitación de los sujetos cada vez que se los nombra. Sin embargo
algunos niños con problemas de simbolización necesitan recurrir cada vez a una
presentación, como si el hilván del discurso no garantizara la estabilidad de sus sujetos.
En otros casos hay un intento de explicitación del sujeto pero utilizando recursos
extradiscursivos, como los “deícticos”, por ejemplo: “este oso…” donde “este” acompaña
al dedo señalando en la lámina, o directamente: “él” (por el oso) señalando el dibujo. Aquí
nos encontramos con un intento de explicitación que sin embargo no puede valerse
exclusivamente del discurso. Esta característica acompaña los primeros tiempos de
adquisición del lenguaje y su utilización es la más frecuente en los niños pequeños; a
medida que el dominio se extiende, su uso se hace cada vez más marginal. En algunos
niños con dificultades de simbolización sigue manteniendo vigencia, mostrando la
necesidad de la presencia efectiva del objeto para intentar convertirlo en sujeto del discurso
y el impedimento para nombrarlo en ausencia. En este caso como en el anterior su
relevancia se relaciona con la frecuencia de aparición.
En síntesis, es muy frecuente en los relatos de niños con problemas de simbolización que
los sujetos sean rudimentariamente presentados, que su recuperación resulte dificultosa, que
presenten una escasa autonomía en relación a quien los produce, al contexto extradiscursivo
en el que se apoyan y al terapeuta, cuando no se manifiesta directamente la imposibilidad
de enunciación.
b. Temporalidad
El despliegue de la temporalidad en el relato está sustentado fundamentalmente en la
articulación de las acciones que se presentan.
En algunas situaciones nos encontramos con verbalizaciones incompletas por ejemplo: “el
león estaba…”, en cuyo caso su significación diagnóstica se relacionará con lo esporádico
de su aparición, o por el contrario con su insistencia que marca una modalidad que reviste
mayor gravedad ya que se trata de una dificultad para enunciar una simple predicación, que
suele relacionarse con patologías más severas en donde existe una dificultad para construir
algún orden temporal.
Por otra parte, la utilización de un solo tiempo verbal da como resultado un relato
fundamentalmente descriptivo, en donde solo se nombran sujetos, acciones y situaciones,
sin que se logre la narración de una historia, que requiere la articulación de distintos
tiempos verbales y la discriminación de un orden de jerarquización entre las acciones.
Hay relatos que en una primera impresión aparecen organizados narrativamente porque los
sujetos son claramente presentados y están relacionados con acciones definidas, pero
cuando son analizados en relación a la articulación temporal, descubrimos que no cuentan
una historia sino que solo presentan acontecimientos. Estos relatos nos permiten elaborar
hipótesis acerca de la modalidad defensiva puesta en juego por el niño, analizando si se
presenta frente a una lámina (o varias) en particular relacionándose con determinados
contenidos conflictivos, o se trata de una modalidad general de elaboración.
En el discurso oral es muy común la utilización de nexos temporales y causales tales como:
“antes”, “después”, “porque”, “entonces”, etc., para reforzar el ordenamiento temporal,
pero muchas veces estos nexos son utilizados como simples muletillas, para la continuidad
de la enunciación. Por eso resulta importante analizar su función y no solo su simple
presencia para otorgarles una significación de historización.
La historia narrada es un trabajo de metaforización de sus significaciones históricas, que el
niño construye a partir de las mediaciones del discurso. El lenguaje se constituye en una
herramienta que le permite construir analogías de sus pasiones, sus conflictos, sus deseos y
temores, elaborando un puente entre su trabajo psíquico de ligazones, desligazones y
religazones, y su trabajo de representación expresado en el discurso.
c. Conflictos
Teun Van Dijk (1983) caracteriza todo relato narrativo compuesto por tres elementos
siempre presentes: el marco, el nudo y el desenlace:
El marco da cuenta del contexto en el que se desarrolla la historia. Puede ser explícito o
interpretarse por una serie de elementos enunciados a lo largo del relato.
El nudo es el núcleo de lo que cuenta la historia y puede desarrollar o no conflictos.
El desenlace cierra la narración y depende del desarrollo del nudo en cuanto a su función de
resolver los conflictos si fueron presentados.
El investimento por parte del niño de las posibilidades que ofrece el discurso para producir
un sentido transferible a sus afectos, nos conduce a analizar la función del “yo” como
historiador del sujeto (P. Aulagnier, 1976), como instancia encargada de construir el
entramado de enunciados que le dan sentido histórico a su conflictiva. Por eso le otorgamos
un papel importante a sus aspectos inconscientes.
Producción escrita