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El espíritu de la comedia

Un breve apunte en torno a la novela El Nombre de la Rosa

Luis E. Bacigalupo

Algunos lugares comunes acerca de la comedia pueden servir para dar inicio a
esta aproximación a la novela de Umberto Eco, El Nombre de la Rosa. Un primer
lugar común dice que la comedia ejerce función catártica en la sociedad; otro
lugar común añade que puede ser además un arma política formidable: la
comedia es capaz de debilitar el discurso del poder e incluso, dadas ciertas
circunstancias, minar el poder mismo. Desde ambas asunciones comunes se
podría conjeturar el motivo por el cual Platón, en el segundo libro de la República
(388e), prohibió la risa a los guardianes y vetó la representación burlesca de los
dioses y de los ciudadanos notables: al poderoso, sea divino o humano, no le
agrada que el pueblo tome muy en serio a los comediantes. Tal vez Platón
sospechó que su prohibición de la risa era, digámoslo así, una utopía: no hay tal
sociedad en la que cierta clase de gente no ría, razón por la cual, en el quinto
libro de las Leyes (732c), decidió ser algo más concesivo y reservó la función
catártica del teatro cómico a los esclavos. Insistió, sin embargo, en la absoluta
prohibición de la risa durante las ocasiones solemnes. Y, como para darle un
último respaldo a sus demandas de solemnidad, en el libro sétimo de las Leyes
(818-817), añadió que a los hombres virtuosos no les interesan los asuntos de
la comedia.

Aristóteles, que era un hombre virtuoso, se interesó en los asuntos de la


comedia, y tal vez lo hizo solo por el buen hábito de contradecir a su maestro, o
quizás porque disfrutó, con mayor autocomplacencia, de los efectos
purificadores de la risa. Ya esta sola suposición permitiría asumir que, si aquella
famosa sección de la Poética dedicada a la comedia no se hubiese perdido, la
lectura de su contenido tendría que haber generado en la Edad Media un
conflicto ideológico muy similar al que, en las figuras del monje Jorge de Burgos
y el fraile Guillermo de Baskerville, se retrata en la novela. Sería, no obstante,
un error figurar ese conflicto solo como una instancia más de las diferencias entre
Platón y Aristóteles, trasladada de contextos antiguos a los espacios cristianos,
tardo-medievales que eligió reconstruir el novelista.

Mi impresión es que Eco deseaba ir mucho más allá que la simple constatación
de un viejo y persistente diferendo sobre si ha de tolerarse o prohibirse la risa en
una determinada colectividad de gente que aspira a ser muy seria. El uso del
tema “comedia” en el núcleo de El Nombre de la Rosa tampoco me parece solo
un pretexto para poner en marcha una trama detectivesca. Esta sería una
hipótesis pobre si la contrastamos con el rico diálogo final que sostienen
Guillermo y Jorge en la biblioteca, la noche del sétimo día, poco antes de la gran
conflagración. Ahí Guillermo le revela a Jorge cómo llegó a descubrir que, en el
trasfondo de los asesinatos, estaba el libro perdido de Aristóteles (571). Según
el arte adivinatorio del detective franciscano —lo llamo adivinatorio porque
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Guillermo no había leído el libro— en la Comedia de Aristóteles este arte se


define por su etimología y, afirma, acaso con excesiva seguridad, que no trata
de hombres famosos ni de gente de poder, como creía Platón, sino de seres viles
y ridículos, donde “viles” no significa que sean malos, sino más bien
insignificantes. Como se puede ver, lo primero que ha descartado Baskerville es
la hipótesis platónica. La comedia no es la puesta en ridículo de los poderosos y
los notables. Por el contrario, Aristóteles habría asumido que la comedia muestra
defectos y vicios de los hombres comunes. A diferencia de Platón, al parecer
Aristóteles —que debió considerarse a sí mismo un hombre notable— no se
sintió afectado por la risa, sino más bien inclinado, magnánimamente, a
reconocerle un valor cognoscitivo: a partir de sus enigmas ingeniosos y sus
metáforas sorprendentes, la comedia se vuelve capaz de revelar cómo son las
cosas. Nada menos. Dicho de una manera más alarmante: mediante la
exageración de los defectos humanos la comedia produce verdad. Puesto que
tampoco podemos fiarnos del todo del arte adivinatoria de fray Guillermo,
diríamos que, en todo caso, la comedia para Aristóteles era una forma indirecta
de alcanzar aspectos de la verdad que de otro modo permanecerían ocultos.

La perspectiva menos ofendida de Aristóteles le concede a la comedia no ser un


ataque directo a los notables, a los poderosos o al poder mismo; pero no
descarta que sea un ataque. ¿Qué es lo que queda afectado por la comedia y
por su secuela sonora, la risa? La verdadera víctima es, al parecer, la doxa, la
opinión dominante, el conjunto de creencias prevalentes que tiene una
colectividad acerca de algún asunto en particular y, a la larga, acerca del ser
humano y del mundo. Siempre hay una doxa reinante, acogida por la conjunción
ethos, pathos, logos, una conjunción que la retroalimenta en su pretensión de
gobernar las mentes, cosa que suele hacer con gran comodidad, hasta que a
algún comediante se le ocurre mostrar las mismas cosas en las que cree la
gente, pero de otro modo, desde algún otro ángulo sorprendente de esa
conjunción: una variación persuasiva del ethos, el pathos y el logos. Esa
variación la produce la exageración, y la sorpresa causa la risa, que son las dos
herramientas más efectivas para producir el giro de la perspectiva, el cambio de
enfoque. En ese sentido, si le damos crédito a Guillermo, podemos decir que la
comedia es mucho más peligrosa que lo que temía Platón, porque Aristóteles le
habría atribuido una capacidad análoga a la de la ciencia: puede modificar la
comprensión que se tiene de la realidad. PERCEPCION no comprensión

Mi propia interpretación de la comedia, tal como esta tendría que haber sido
expuesta en el libro perdido de Aristóteles, juega con la siguiente hipótesis: la
comedia es epistemológicamente escéptica respecto de las creencias
prevalentes en una determinada colectividad. Sobre la base de esta hipótesis
puedo aventurar una conjetura más osada: la sistematización de los
componentes de la comedia no tendría porqué haber sido muy distinta de las
reflexiones que solían hacer los escépticos pirrónicos acerca de la doxa,
incluidas en ella, sobre todo, las pretendidas conclusiones de la ciencia.
Imaginemos que a lo largo del período clásico se hubiese trabajado, en el
contexto de las críticas escépticas a la episteme, un cierto elenco de
componentes no menos críticos de la comedia, y que luego Aristóteles, fiel a sus
hábitos, hubiese reunido con orden y pulcritud ese acervo en sus lecciones
peripatéticas, como hizo en lógica, metafísica, física, retórica, ética, psicología y
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poética. Lamentablemente, no hay cómo descartar que esto sea solo una
fantasía, pero si el libro contenía un elenco, podemos conjeturar que, en lo que
toca a la puesta en cuestión de la doxa prevalente, la sistematización hecha por
Aristóteles tendría que haber inspirado a varios filósofos que fueron permeables
a su influencia, entre los cuales —dice mi hipótesis— destacaría Enesidemo (80-
10 AC).

O tal vez no. Pero, si nada más que el decoro académico impide imaginar las
cosas de este modo, tenemos a la mano un dato cierto y es que las opiniones
prevalentes acerca del ser humano y del mundo se solían someter a una crítica
filosófica muy seria por parte de los pirrónicos, crítica a la que solo habría faltado
añadir un poco de exageración y de sorpresa para convertir esos
cuestionamientos en una trama cómica. Una presentación ingeniosa, exagerada,
sorpresiva, burlesca de los mismos argumentos escépticos bien podrían haber
servido como material delicioso para una temporada taquillera. ¿Cuáles son
esos argumentos? Se conocen como los diez tropos de Enesidemo, orientados
todos a generar dudas respecto de lo que se asume en la opinión común. Aquí
los enumero brevemente:

(1) La diversidad de impresiones que los humanos tienen de las mismas


cosas nos hace dudar de la propia impresión.
(2) La diversidad de los seres humanos mismos y de sus motivaciones nos
hace dudar de nuestras motivaciones.
(3) La diversidad de la percepción sensorial pone en duda nuestra
percepción sensorial.
(4) La diversidad de las circunstancias subjetivas que modifican la
percepción sensorial, como la vigilia y el sueño, nos hace dudar de
nuestras supuestas certezas.
(5) La diversidad de circunstancias objetivas que alteran la percepción
sensorial, como la distancia o la iluminación, generan desconfianza en
nuestras percepciones.
(6) La diversidad de complexión del ser humano, según la cual no percibe
propiamente las cosas sino sus fenómenos, pone en duda nuestro
conocimiento de las cosas en sí mismas.
(7) La diversidad de complexión de las cosas, según la cuál nunca se
percibe un fenómeno sino siempre una relación de fenómenos, nos
alerta sobre la diversidad de los aspectos que se pueden atender.
(8) La diversidad cuantitativa y cualitativa de la relación que los seres
humanos establecen con los fenómenos, nos alerta acerca de los
contextos relativos.
(9) La diversidad en la frecuencia de esas relaciones pone en duda
nuestras nociones de causa y efecto. Y, finalmente,
(10) La diversidad de las creencias producidas a partir de todo lo anterior,
que afecta no solo las opiniones, sino la conformación de la sociedad
a partir de las leyes que los seres humanos promulgan, nos coloque en
alerta frente a los notables, los poderosos y el poder mismo.

En el principio está la diversidad. Todo el plan argumentativo depende de cómo


se enfrente esas diversidades, si negándolas o aceptando sus consecuencias
epistemológicas. Al final del ejercicio escéptico el estudioso de la comedia puede
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llegar a la cuestión que preocupaba a Platón: que, provocando la risa mediante


la exageración ingeniosa de los tropos escépticos, los comediantes son capaces
de poner en jaque al poder; pero, a diferencia del enfoque platónico, lo
interesante de la entrada escéptica es el trayecto epistemológico y no la
preocupación política. En una colectividad cualquiera, la promulgación de las
leyes depende, en buena cuenta, de la doxa prevalente. Una vez promulgadas,
las leyes inevitablemente recortan la libertad y quedan respaldas siempre por
una suerte de sordo aval de las opiniones comunes, que se llama solemnidad.
No cuesta mucho comprender qué hace el método escéptico: muestra la
oposición entre ley y libertad, porque confronta a la doxa prevalente con las
diversidades que inevitablemente excluye. Por eso Platón, en las Leyes, tenía
razón: desde la perspectiva de los notables y los poderosos, que aspiran a
inmovilizar su propia conjunción del ethos, pathos, logos, las leyes deben estar
firmemente respaldadas por la solemnidad. Jugar con los tropos escépticos de
la diversidad, como habría hecho la comedia —si esta hipótesis tiene algún
piso— es, en primer lugar, descomponer, de-construir el sustento de la doxa y,
a fortiori, minar el orden social y político establecido.

Recuérdese ahora cómo culmina la cita anterior de la novela. A partir de ese


pasaje he derivado para mis fines el concepto de exageración y me he basado
en esto: Guillermo dice que la comedia alcanza la verdad al representar a los
hombres y el mundo «peor de lo que son o de lo que creemos que son, en todo
caso, peor de como nos los muestran los poemas heroicos, las tragedias y las
vidas de los santos.» A lo que responde el monje Jorge: «Pero aún no había
llegado a trastocar la imagen de Dios. Si este libro llegara… si hubiese llegado a
ser objeto de pública interpretación, habríamos dado ese último paso. (573) […]
Aquí se invierte la función de la risa —continúa Jorge—, se la eleva a arte, se le
abren las puertas del mundo de los doctos, se la convierte en objeto de filosofía,
y de pérfida teología… […] este libro podría enseñar que liberarse del miedo al
diablo es un acto de sabiduría. […] Pero la ley se impone a través del miedo,
cuyo verdadero nombre es temor de Dios.» (574) Y más adelante hace la
declaración que más me importa: que la risa desarma la seriedad y la severidad,
y que la comedia es, por esa razón, un arma sutil, la retórica de la irrisión. «Si
algún día —dice Jorge, ya casi fuera de sí— […] el arte de la irrisión llegara a
ser aceptable, y pareciera noble, y liberal, y ya no mecánico, si algún día alguien
pudiese decir (y ser escuchado): Me río de la Encarnación… Entonces no
tendríamos armas para detener la blasfemia.» (577)

Es probable que, con estas palabras del monje Jorge, Eco esté haciendo
referencia a una polémica sobre la sátira y la religión, que fue muy discutida en
la televisión europea y norteamericana, a principios de los años ochenta, cuando
trabaja en su novela. ¿Sobre qué se polemizó tanto en esos años? En 1979, el
grupo de comediantes británicos Monty Python estrenó una de sus mejores
películas, La Vida de Brian. El argumento de la película cuenta que Brian Cohen
nace en un establo de Belén, contiguo al establo en el que, esa misma noche,
estaba naciendo Jesús. Esta vecindad hizo que los reyes magos se confundieran
de establo y le entregaran sus regalos a Brian. Cuando, luego de un diálogo
hilarante con la madre de Brian, los reyes advierten su craso error, le quitan a
Brian los regalos y los llevan al establo correcto.
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En su juventud, Brian se involucra con grupos políticos que luchan contra la


ocupación romana. Una tarde el joven asiste al Sermón de la Montaña, pero le
presta menos atención a las palabras de Jesús que a Judith, una chica miembro
del Frente Popular de Liberación de Judea. Brian sale de esa célebre conferencia
enamorado de Judith y sin recordar al conferencista. Pero, debido a sus
actividades subversivas, Brian siempre tiene que esconderse de los romanos y
en varias ocasiones se mezcla con los seguidores de Jesús, y pronto se mimetiza
tanto con ellos que incluso se puede hacer pasar por uno de sus predicadores.
El problema es que lo hace demasiado bien: no solo engaña a los romanos, sino
que termina engañando también a los seguidores del nazareno, que empiezan a
considerarlo el fundador de un nuevo movimiento religioso. Desesperado por la
cantidad de gente que empieza a seguirlo con un fervor escandaloso, Brian trata
de disuadir mediante argumentos impecables a la multitud, pero en vano: todo
lo que hace y dice es considerado un milagro.

Un buen día, la cantidad de relatos acerca de los milagros de Brian produce un


efecto asombroso: la gente le presta tanta atención a la narrativa popular que
acaban ignorando la presencia de Brian, que se siente súbitamente liberado, por
fin, de la turba. La única persona que no lo abandona es Judith y, aliviados,
ambos van a refugiarse en la casa de la madre de Brian, quien —dicho sea de
paso— es madre soltera. Judith y Brian se acuestan esa noche y, a la mañana
siguiente, Brian sale a estirarse desnudo en el balcón. Para su sorpresa, al pie
de su puerta se ha aglomerado una multitud que, con vítores que rayan en la
histeria colectiva, lo declara el Mesías.

No valdrán de nada las protestas de la madre de Brian: «He's not the Messiah,
he's a very naughty boy». Nada de lo que digan Brian o su madre puede
dispersar al hervidero de gente. Todas sus palabras son interpretadas en el
sentido sagrado que la muchedumbre ya ha asociado con su figura. Su divinidad
está fuera de cuestión y empiezan a pedirle más curaciones y más milagros.
Finalmente, la batahola llama la atención de los romanos, que capturan a Brian
y lo condenan a muerte. La escena de la crucifixión de Brian está construida
sobre exageraciones hilarantes, pero ya no sigo con la reseña, porque no hace
falta.

La BBC y la televisión británica no quisieron apoyar la producción de la película


por temor a la reacción que podría causar en los cristianos. Algunas ciudades
del Reino Unido prohibieron que se estrenara en sus cines. Nadie, sin embargo,
la había visto; todos reaccionaban a partir de las protestas que había hecho
públicas una organización evangélica, alguno de cuyos miembros se había
enterado del guion. La Vida de Brian se estrenó en Nueva York en 1979, en
medio de protestas públicas de cristianos y judíos. Para los cristianos, en
particular, la blasfemia consistía en la burla de la encarnación y de la crucifixión.
En las entrevistas subsiguientes, uno de los integrantes de Monty Python, Terry
Jones, director de la película, dijo que creía que era herética, pero no blasfema.
John Cleese, el más prominente miembro del grupo, pensaba, en cambio, que
no era herética, sino una comedia, es decir, una crítica a la manera como la
gente suele asumir las creencias cristianas.
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Me cuesta creer que Eco haya ignorado esa discusión y que en la novela no
haya estado jugando, más bien, con los temas en debate. Pero, volviendo al
diálogo entre Jorge de Burgos y Guillermo de Baskerville, el detective
franciscano le responde al monje asesino de una manera cruda y directa: tú eres
el diablo, le dice, y acto seguido imagina un escenario cómico en el que él mismo
arrastra a Jorge desnudo por las calles, le pega plumas en el trasero y lo pone
en evidencia ante una multitud. Dirigiéndose a esos espectadores imaginarios
de esa película imaginaria, Guillermo añade: «Y ahora os digo que Dios, en el
infinito torbellino de las posibilidades, os permite también imaginar un mundo en
el que este supuesto intérprete de la verdad sólo sea un pajarraco tonto que va
repitiendo lo que aprendió hace mucho tiempo.» (578)

Conocemos el ardiente desenlace de esa noche, de la que quiero rescatar una


última cita de esa ominosa conversación. Cuando Jorge empieza a engullir el
libro envenenado, le dice a Guillermo: «Escucha ahora lo que dice la voz: Sella
las cosas que han dicho los siete truenos y no las escribas, toma y cómelo, y
amargará tu vientre, pero en tu boca será dulce como la miel.» (582) La cita es
del Apocalipsis, y está recortada. El texto completo (10: 1-11) dice así: «Después
vi a otro ángel poderoso que bajaba del cielo envuelto en una nube. Un arco iris
rodeaba su cabeza; su rostro era como el sol, y sus piernas parecían columnas
de fuego. Llevaba en la mano un pequeño rollo escrito que estaba abierto. Puso
el pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra, y dio un grito tan fuerte
que parecía el rugido de un león. Entonces los siete truenos levantaron también
sus voces. Una vez que hablaron los siete truenos, estaba a punto de escribir,
pero oí una voz del cielo que me decía: “Guarda en secreto lo que han dicho los
siete truenos, y no lo escribas.” El ángel que yo había visto de pie sobre el mar
y sobre la tierra levantó al cielo su mano derecha y juró por el que vive por los
siglos de los siglos, el que creó el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en
ellos, y dijo: “¡El tiempo ha terminado! En los días en que hable el séptimo ángel,
cuando comience a tocar su trompeta, se cumplirá el designio secreto de Dios,
tal y como lo anunció a sus siervos los profetas.” La voz del cielo que yo había
escuchado se dirigió a mí de nuevo: “Acércate al ángel que está de pie sobre el
mar y sobre la tierra, y toma el rollo que tiene abierto en la mano.” Me acerqué
al ángel y le pedí que me diera el rollo. Él me dijo: “Tómalo y cómetelo. Te
amargará las entrañas, pero en la boca te sabrá dulce como la miel.” Lo tomé de
la mano del ángel y me lo comí. Me supo dulce como la miel, pero al comérmelo
se me amargaron las entrañas. Entonces se me ordenó: “Tienes que volver a
profetizar acerca de muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes.”»

En un artículo publicado en el Journal of Philosophy, Rudd Fleming (JPh 36


[1939] 551) propuso comprender el espíritu de la comedia como una actitud
juguetona (a playful attitude) respecto de cierto malestar cultural, marcado por la
confusión, la decepción o la incongruencia. La comedia sería desde esa
perspectiva la reacción animosa con la que se pretende superar o al menos
sobrepasar un trago relativamente amargo: ver defraudadas ciertas expectativas
generadas en la conjunción de ethos, pathos y logos, en las que se sustenta
nuestra comprensión (doxa) de lo que debe resultar bien en la vida. La comedia
no se fundaría, sin embargo, en un optimismo razonable acerca de esas
expectativas, sino más bien en el deleite que produce la denuncia de lo
inesperado, de lo irracional, de lo incongruente en esa conjunción oculta.
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Hay, desde luego, una cierta amargura en las entrañas, qué duda cabe, cuando
se percibe la incongruencia; pero ésta resulta insignificante cuando se la
compara con la miel que en la boca produce su denuncia cómica. La comedia le
otorga al mundo un aire de levedad que hace que la incongruencia sea
finalmente encantadora. ¿En qué radica ese encanto? Después de todo lo que
he armado hasta aquí, no creo equivocarme si señalo que el encanto de lo
cómico radica en una triple vertiente: por un lado, la vertiente de altura, mediante
la cual el agente cómico siente un aire de superioridad porque es capaz de
percibir y señalar aspectos de la incongruencia del ser humano y del mundo que
los demás aún no han visto. Ese es el lado cognitivo, expresado por término
logos. Por el otro lado está la vertiente de profundidad, mediante la cual el mismo
agente cómico sufre en carne propia el azote de lo cómico. Este es el lado
emotivo, expresado por el término pathos. Finalmente está la vertiente de
anchura, mediante la cual la superioridad que se expresa a través de la
exageración y el pathos que se expresa en la simpatía, se contagian como
permutación del sentido común a un número peligrosamente creciente de
individuos. Ese es el lado político, expresado por el término ethos.

«El orden que imagina nuestra mente —cito a Guillermo para concluir— es como
una red, o una escalera, que se construye para llegar hasta algo. Pero después
hay que arrojar la escalera, porque se descubre que, aunque haya servido,
carecía de sentido.» (596)

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