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El pater familias, que era sacerdote, conocía las palabras y los ritos
apropiados. Las oraciones eran diarias; la comida de la familia una ceremonia
religiosa en la que ofrendaban incienso y libaciones.
Las vírgenes Vestales cuidaban del fuego del hogar del Estado.
Los augures interpretaban los presagios que veían en el vuelo de los pájaros o
en las entrañas de un animal sacrificados.
Estas virtudes pueden sintetizarse en una sola: severitas, severidad con uno
mismo.
Hasta aproximadamente el año 270 a.C., Roma luchó sin descanso por su
existencia en Italia, y la lucha no cesó hasta verse reconocida como una
potencia de primer orden.
Se crearon ligas y alianzas. En una de sus crisis —en el año 390 a.C.— la
abandonaron las ciudades latinas. Estas propusieron una confederación, y
Roma decidió que sólo conquistándolas podía estar segura.
A expensa de grandes sacrificios, las redujo a la obediencia y siguió
avanzando tribu a tribu solicitando su ayuda, la alianza y la extensión de
"derechos" romanos a sus ciudades.
En 146 a.C., ante la demanda de M. Porcio Catón de que "Cartago debe ser
destruida", Roma arrasó la ciudad de Cártago y África pasó a ser una
provincia romana.
Años más tarde, Tiberio sostuvo largos años de lucha en el Rin y en el bajo
Danubio hasta asegurar hasta asegurar definitivamente esta comarca.
Roma respetó siempre las instituciones, las ideas y los usos locales. Luchó
para "imponer los modos de la paz", y por paz entendía el positivo beneficio
de un orden establecido, garantía de la vida y de la propiedad, con todo lo que
estos beneficios significan.