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Historia de la Música (5º E.

P)

Tema 8: Las corrientes musicales nacionalistas en el siglo XIX


Introducción

1.- Las naciones emergentes: Hungría, Bohemia y Polonia

1.1.- Hungría

1.2.- Bohemia

1.3.- Polonia

2.- Rusia

3.- Países Escandinavos

4.- Inglaterra

5.- España

6.- La recuperación y la moda del folklore

Conclusiones

Bibliogafía

Introducción
A lo largo del siglo XIX, tras las guerras napoleónicas, que propagaron por toda
Europa las ideas revolucionarias de libertad, igualdad e identidad nacional, y el
Congreso de Viena, que trazó un nuevo mapa formado por estados muchos más
pequeños, Europa vivió un agitado periodo nacionalista en el que muchos pueblos
defendieron el derecho a su autonomía, amparándose en la lengua o en razones de tipo
histórico. Es a partir de las revoluciones europeas de 1848-49 cuando se desarrollan
plenamente los nacionalismos, en los que cada país busca resaltar su identidad
rescatando su tradición cultural y folklórica.
Este fenómeno del nacionalismo también tuvo repercusión en el campo de la
música, donde se desencadenó un movimiento en el que los compositores buscaron en
el folklore de cada territorio diversos elementos que proclamasen su nacionalidad e
intentando así lograr una mayor autoconciencia de la tradición nacional.
Donde más importancia tuvo esta corriente musical fue en los países que habían
estado sometidos al “dominio” de la música alemana, italiana y francesa, como Rusia,
Bohemia, los Países Escandinavos, Hungría o España, entre otros.
A continuación, pasaremos a estudiar detenidamente la producción musical
nacionalista en estos países.

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1.- Las naciones emergentes: Hungría, Bohemia y Polonia

1.1.- Hungría
Los efectos del nacionalismo en música fueron más poderosos en las naciones
emergentes en Europa en aquellos años. Éste fue el caso de Hungría, bajo dominio turco
en los siglos XVI y XVII, y regida por los Habsburgo austríacos desde el XVIII, bajo
los cuales penetró en la nobleza húngara la música culta europea (Michael, y sobre todo
Joseph Haydn pasarían muchos años en las cortes de Esterházy).
A finales del siglo XVIII comenzó a cobrar importancia en Hungría un idioma
musical que hunde sus raíces en el “Verbunkos”. Era una música de danza utilizada en
el reclutamiento militar, que alternaba secciones lentas y rápidas, acentuadas con ritmos
incisivos (figuraciones con puntillo y tresillos) y con una ornamentación violinística de
gran colorido a modo de paráfrasis. De él derivan otras danzas.
El idioma musical húngaro se difundió por toda Europa en la medida en que
empezó a ser utilizado por algunos compositores extranjeros: Beethoven, Schubert, pero
sobre todo Franz Liszt.
Éste último, a partir de su visita triunfal a Pest, su país de origen, en 1839,
escribió una serie de melodías nacionales y rapsodias, cuyas revisiones son las
conocidísimas Rapsodias Húngaras. Resultan una espléndida imitación pianística del
sonido de las orquestas gitanas, con extravagante ornamentación que se acomoda bien a
la improvisación virtuosística de Liszt. A través de estas obras y de las Danzas
Húngaras de Brahms, se efectúa la diseminación de la música húngara por Europa.
Sin embargo, el idioma musical húngaro utilizado por los compositores del siglo
XIX resultó ser una imitación “exótica” de la música de los zíngaros (gitanos nómadas).
Así, el conocimiento del auténtico producto húngaro habría de esperar a los
investigadores Zoltán Kodály y Béla Bartók, ya en el siglo XX.

1.2.- Bohemia
El primer compositor bohemio de reputación internacional fue V. J. Tomásek,
que se convertiría en el centro de un importante círculo musical en Praga. Pero no será
hasta las últimas etapas de la carrera musical de Bredich Smetana (1824-84) cuando
Bohemia encuentre, al fin, a un compositor nativo que intenta conscientemente crear un
arte específicamente nacional.
Así, a partir de 1862, Smetana se instala en Praga y compone ocho óperas con
libretos en checo; compuso tres óperas serias, sobre temas legendarios bohemios, pero
fueron mejor acogidas sus óperas cómicas, sobre todo La novia vendida, que eclipsó el
resto de su producción.
A pesar de sus comienzos de ambicioso pianista quasi-lisztiano, fue en la música
orquestal donde Smetana llevó a sus máximas consecuencias el idioma de su patria
oprimida, a través del poema sinfónico.
Destaca sobre todo su ciclo épico de seis poemas Ma Vlast (“Mi Patria”, 1872-
79), plagado de procedimientos programáticos y con una “música campesina” vigorosa,
invadida por ritmos de polka.
No existía un estilo bohemio antes que él por lo que sería su idioma personal el
que terminó convirtiéndose en el único idioma representativo de la cultura musical de su
nación.

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Cuando Smetana se convirtió en director del Teatro Provisional de Praga, el
viola principal de la orquesta era un joven músico procedente de un pueblo del norte del
país, Antonin Dvořák (1841-1904).
Tras haber recibido la formación habitual de un compositor de música sacra,
comenzó a mostrar una gran habilidad compositiva a finales de los setenta: cuatro
óperas (tres de ellas en checo), cinco sinfonías, seis cuartetos de cuerda, etc. Con el
apoyo del estado austríaco, Brahms y Hanslick, así como con sus viajes a Inglaterra,
Rusia y su estancia en EE.UU., cimentaría su posición como uno de los compositores
más admirados en todo el mundo. Éste era un reconocimiento para un artista de una
nación “periférica”.
Sus méritos residen fundamentalmente en su música instrumental y sus
composiciones de grandes dimensiones: sinfonías, cuartetos de cuerda y obras
camerísticas donde interviene el piano. La más famosa de sus sinfonías será la Del
Nuevo Mundo (9ª).
Otra obra muy famosa de su período americano es el Concierto para violoncello
en Si menor, Op. 104, considerado por muchos como el mejor ejemplo del género.
Abunda en melodías recurrentes, como la que abre el concierto, con ese sabor modal
característico de Dvořák.
Ningún otro compositor bohemio de este período, ni en su país ni fuera de él,
gozaría de una estima y admiración comparables a la de Smetana y Dvořák.

1.3.- Polonia
En el tránsito del siglo XVIII al XIX, los sentimientos de patriotismo de los
polacos oprimidos comenzaron a hacerse perceptibles en la música y en la poesía
polacas: empezaron a recopilarse danzas nacionales como la polonesa, la krakowia y la
mazurka, publicándose en colecciones de música popular.
La figura central de la ópera polaca a comienzos del XIX fue Karol K. Kurpinski
(1785-1857), director de orquesta del teatro nacional de Varsovia, y autor de unas 24
obras para la escena polaca.
Componía esencialmente óperas de uno o dos actos, al estilo de la ópera cómica
francesa y vienesa de principios de siglo, pero con una fuerte dosis adicional de música
popular polaca.
Más conocida e importante es la contribución de Stanislaw Moniuszko, cuya
obra más significativa, Halka, muestra una clara dependencia dramática y musical de
los modelos de la ópera seria italiana de la generación inmediatamente anterior a la
suya, es decir, la generación de Rossini y Bellini. Pero los argumentos y materiales
musicales son específicamente polacos.
Sin embargo en la mayor parte de Europa, y también en su Polonia natal, Chopin
sería considerado como el único representante verdadero de la música polaca.

2.- Rusia
Durante el primer cuarto del siglo XIX, varios compositores nativos
protagonizaron diversos esfuerzos para producir una ópera de carácter especialmente
ruso. El compositor reconocido como el fundador de la ópera rusa es M.I.Glinka (1804-
57) que produjo la primera ópera rusa realmente importante: Una vida por el Zar
(1836), donde refleja los estilos contemporáneos de la ópera seria italiana y francesa;
pero con rasgos característicos de la “música nacionalista”.
La segunda ópera de Glinka, “Ruslán y Lyudmila” (1842), un drama de un
encantamiento y magia adaptado de un poema de Pushkin, utiliza melodías folklóricas
rusas de un modo más acusado. Aparecen melodías de fuentes de todo tipo: caucásicas,

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árabes, persas y turcas. A pesar de ese eclecticismo, se convertiría en un auténtico
modelo para una nueva corriente de la música dramática rusa de fin de siglo, que
explorará conscientemente el orientalismo y los temas “mágicos”.
El famoso grupo de “Los Cinco” fue organizado y coordinado por
M.A.Balakirev (1837-1910) en defensa de la música rusa, oponiéndose a las
instituciones musicales oficiales. El resto de los miembros del grupo, en realidad
compositores aficionados, eran Cesar Cui (1835-1918), Alexander P. Borodin (1833-
87), Modest P. Musorgsky (1839-81) y Nikolay Ä. Rimsky-Korsakov (1844-1908).
El compositor ruso de este período mejor considerado hoy día es Modest
Musorgsky, cuya vida desordenada y muerte prematura dieron lugar a una obra dispersa,
y, en su mayor parte, formada por composiciones incompletas. Tuvo, como el resto del
grupo, una escasa formación musical. Entre sus primeras obras, casi todas para piano o
para voz y piano, destaca la suite Cuadros de una exposición (1874), con una
originalidad de procedimientos extraordinaria, y que más tarde sería inmortalizada
gracias a la genial orquestación de Ravel. Su única ópera completa es Boris Godunov.
El más joven de los compositores de este grupo fue Nikolay Ä. Rimsky-
Korsakov. Por su habilidad para la escritura instrumental, se convirtió en el
“orquestador oficial” del grupo. La sonoridad especial de su orquesta se conoce en
Occidente sobre todo a través de tres obras compuestas entre 1888 y 1889: el Capriccio
Spagnol, la suite sinfónica Sheherazade y la Obertura del festival de la Pascua Rusa.
El líder de la facción “europea” de la música rusa de este período fue
P.I.Tchaikovsky (1840-93), alumno de Anton Rubinstein en el conservatorio. Pero
también caería bajo la órbita de Balakirev, cuya influencia se deja sentir en la obertura
de Romeo y Julieta (1896) y en su sinfonía Manfredo (1885). Tenía un vivo interés por
el folklore musical ruso: recopiló y publicó colecciones de canciones populares, y
utilizó melodías folklóricas en obras que salpican toda su carrera como músico.
Su preocupación constante fue componer una ópera. Sin embargo, tendría
mejores resultados en su música de danza: El lago de los Cisnes (1876), La Bella
Durmiente (1889) y El Cascanueces (1892), que han permanecido estables en el
repertorio porque están inmejorablemente concebidas para el ballet clásico. La música
es evocadora, y llena de contraste de color y de ritmo. En Occidente, sin embargo, se le
conoce sobre todo en razón de su música orquestal, las sinfonías y los conciertos.

3.- Países Escandinavos


A lo largo de la historia, tres de los cuatro países escandinavos, Noruega, Suecia
y Dinamarca, han estado estrechamente relacionados a través de una cultura común y
una herencia lingüística también compartida.
El compositor sueco más importante del XIX fue Franz Berwald (1796-1868),
de tradición germana, entre su música más relevante se hallan cuatro sinfonías.
La música culta en Noruega se desarrolló a nivel de músico aficionado hasta el
siglo XIX. Pero, tras la anexión de Noruega a Suecia, en 1814 surgió un movimiento
patriótico y nacional, resucitando la tradición Vikinga de manos del poeta Wegeland. El
espectacular violinista noruego Ole Bull improvisaba al estilo de las danzas folclóricas
noruega, las “Slatter”. Pero hasta la segunda mitad de siglo no se institucionaliza en
Noruega una práctica operística y orquestal.
En el último tramo del siglo XIX entran en escena Johan Svedsen (1840-1911) y
Eduard Grieg (1843-1907). Este último atrajo la atención internacional sobre la música
noruega. Grieg ingresó en el Conservatorio de Leipzig donde el estrecho contacto con la
música de Schumann tuvo un efecto duradero en su estilo musical. Otra influencia aún

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más poderosa fue la de la música popular noruega reflejadas en su Op. 17, Melodías y
Danzas populares Noruegas.
Su único concierto para piano en La menor (1868) se ha convertido, sin
embargo, en una de las composiciones más populares de este género. Destaca también,
dentro de sus obras de grandes dimensiones, su música incidental para Peer Gynt de
Ibsen (1876). Grieg arregló algunos fragmentos de esta obra y los dispuso para que
formasen dos suites orquestales cuyas melodías y colorido evocador han ganado un
lugar permanente en el repertorio musical de Occidente.
Los compositores daneses del XIX nunca llegaron a desarrollar un perfil
distintivo y, por ello, no existe en este país una música “nacionalista”.

4.- Inglaterra
Inglaterra en el siglo XIX gozó de un crecimiento industrial y comercial sin
precedentes, alcanzando el cénit de su influencia internacional y la mayor extensión de
su imperio en esta centuria. En este clima florecieron las letras y las ciencias inglesas.
El resto de las artes no experimentaron ese desarrollo. En cuanto a la música, Gran
Bretaña mantendría su posición de consumidores más que de productores.
Los factores más comunes en el desarrollo de un nacionalismo cultural – nación
en desarrollo, lucha contra el opresor extranjero, sentimientos de inferioridad cultural –
no se dieron en ningún caso en la Inglaterra de entonces. Ya muy a finales de siglo
comenzaron a aparecer en la música ciertos rasgos nacionalistas: melodías folklóricas
irlandesas en la Tercera Sinfonía de Stanford, el Concierto Escocés para piano de
Mackenzie, etc.

5.- España
A finales del siglo XVIII hizo su aparición en España un modesto género
dramático-musical: la tonadilla, una breve parodia con música popular que se parecía a
las etapas iniciales de la ópera buffa italiana.
No habrá ninguna otra manifestación dramático-musical propia hasta finales de
la década de 1840, cuando entra de nuevo en escena la “zarzuela”, obras de uno a tres
breves actos que presentaban la vida y preocupaciones de las clases sociales bajas, en
una mezcla de canto, diálogo y baile, en la cual las canciones populares y las tonadas de
baile más famosas hasta entonces constituían un rasgo importante, así como lo era la
parodia de la ópera italiana.
A finales de siglo, este tipo de entretenimiento musical estaba ya tan firmemente
enclavado en la vida musical española por Arrieta, Barbieri y Chueca.
Entre los compositores españoles que abogaban por la música “seria”, varios
intérpretes alcanzarían renombre internacional, como Fernando Sor (1778-1839), uno de
los fundadores de la interpretación de la guitarra clásica, y, por encima de todos, el
violinista y compositor Pablo Sarasate (1844-1908).
Isaac Albéniz (1860-1909), discípulo de Liszt e inicialmente un compositor en la
órbita del estilo internacional de salón, centraría su atención en las sonoridades típicas
de la música popular española en la década de 1890-1900. Durante el tiempo que residió
en París, logró que Debussy y Ravel se interesasen por los ritmos del bolero y el
fandango. Su obra maestra es la Suite Iberia (1906), un compendio de idioma musical
español y numerosos efectos pianísticos de gran originalidad. Organizada en cuatro
cuadernos, retrata distintos puntos de nuestra geografía, y recuerda en algo a los Años
de peregrinaje de Liszt.
Un colega de Albéniz, Enrique Granados (1867-1916), influido inicialmente por
Grieg y Schumann, compuso una serie de miniaturas pianísticas (Danzas españolas) y

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canciones donde unía una variedad de estilos musicales de raigambre española con las
técnicas habituales de la música culta de finales del siglo XIX. Su obra más importante,
Goyescas (1911), que recuerda, en cierto modo, a Cuadros de una Exposición de
Musorgsky, consiste en una serie de seis piezas que ilustran otras tantas pinturas de
Goya, escritas en un estilo improvisatorio y original, con ciertas referencias abstractas
de la música popular española.
El último y mejor compositor de la troika de compositores españoles
nacionalistas fue Manuel de Falla (1876-1946), el que tenía mejor preparación técnica
de los tres y, asimismo, aquel que más se comprometió con su herencia musical
española. Sus obras dramáticas y orquestales, la contribución española más importante
al arte musical de la época moderna, pertenecen ya a la historia de la música del siglo
XX.

6.- La recuperación y la moda del folklore


El nacionalismo musical, como corriente compositiva dentro del Romanticismo,
se extendió en la segunda mitad del siglo XIX mayoritariamente por los países que no
tenían una tradición musical culta y que encontraron en las raíces folklóricas la mejor
respuesta a las maneras importadas de los tres países musicalmente más potentes:
Alemania, Italia y Francia.
En Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, Rusia y en los países de la Europa
oriental, donde el predominio de la música de estos países se percibía como una
amenaza para la creatividad musical autóctona, por lo que la búsqueda de su voz nativa,
independiente, fue una de las primeras fases del nacionalismo. Mediante el empleo de
canciones folklóricas nativas y danzas del mismo carácter y gracias a la imitación de sus
rasgos peculiares en músicas originales podía desarrollarse un estilo que tuviera
identidad étnica.
Tampoco debemos olvidar que el nacionalismo surgiría como un fenómeno
producto de la irrupción de nuevos estados en el mapa, de divisiones territoriales con
tradiciones concretas que necesitaron una afirmación patente de su personalidad, siendo
la música uno de los vehículos más eficaces para este propósito.
En una “primera fase” del nacionalismo musical, como apuntábamos antes, los
compositores consideran que deben buscar y escuchar los aires, las melodías y las
danzas populares, y sacarlas a dictado en sus composiciones. Esta búsqueda del folklore
se hace como una exaltación de los valores intrínsecos de cada nación, pero cada vez
más este trabajo recopilatorio se realiza de una manera sistemática, científica y
estadística, y la idea que la anima ya no es sólo la de recuperación y catalogación, sino,
sobre todo, la de realizar un minucioso estudio posterior – una “segunda fase” – del que
se puedan deducir razones técnicas y estilísticas que posibiliten la composición de
música nueva con estos patrones nacionales. Mientras que el nacionalismo musical de la
“primera fase”, que surge en el siglo XIX, no modifica sustancialmente el transcurso de
la música sino que, más bien, se limita a vestir con ropajes cultos los temas populares, la
“segunda”, la de los inicios del XX, busca en el folklore, más que una utilización
directa, elementos que le permitan transformar la música de concierto, aprehendiendo
de sus características para crear una música de estética puramente nacional, no ya
folklorista.

Conclusiones
Hacia el final del siglo XIX, lo que parecía en retrospectiva la corriente principal
de evolución musical de finales del siglo XVIII se había diversificado en muchas
corrientes más pequeñas, como un gran río que formase un delta al aproximarse al mar.

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La brecha entre la música clásica y la popular se había ampliado y se había vuelto
irreversible, pero incluso dentro de estas dos amplias tradiciones existían muchas
tendencias que competían entre sí.
La mayor parte de los compositores clásicos que hemos estudiado encontraron
un lugar en el repertorio permanente. El sabor nacional contribuyó a que muchos se
hicieran un hueco, desde los compositores de Europa central hasta Chaikovsky, Grieg y
otros compositores en la periferia. Algunos fueron admitidos en el canon de los
maestros clásicos gracias al impacto de unas pocas obras, como ocurrió con Smetana.
En cada caso, intérpretes, público y crítica tendieron a favorecer aquellas obras que
introducían una personalidad nueva y distinta dentro de la tradición, una tendencia que
se haría aún más fuerte en el siglo XX.

Bibliografía

Bibliografía específica

BENEDETTO, R. Historia de la música, 8. El siglo XIX (Primera Parte). Ed. Turner,


Madrid, 1987.

EINSTEIN, A. La música en la época romántica. Alianza Editorial, Madrid, 2004.

GÓMEZ AMAT, C. Historia de la música española, 5. Siglo XIX. Alianza Editorial,


Madrid, 2004.

PLANTINGA, L. B. La música romántica. Ed. Akal, Madrid, 1992.

Otras obras de consulta

BURKHOLDER, J.P., GROUT, D.J. y PALISCA, C.V. Historia de la música


occidental. Séptima edición. Alianza Editorial, Madrid, 2008.

FUBINI, E. La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX. Alianza


Editorial, Madrid, 2005.

MICHELS, U. Atlas de Música, 2. Alianza Editorial, Madrid, 2004.

RANDEL, D. (Ed.). Diccionario Harvard de la música. Alianza Editorial, Madrid,


2009.

SADIE, S. (Ed.). The New Grove Dictionary of Music and Musicians, 29 vols. Ed.
Macmillan, Londres, 2001.

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