You are on page 1of 31

Ángel Villa Fuertes.

Grado en Filosofía.

De Ciuitate Dei, otra historia de dos ciudades.


“[…] Porque cada hombre, a la manera de una letra en el discurso, forma como el
elemento de la ciudad y del Estado, por mucha que sea la extensión de su
territorio[…]”.

Agustín de Hipona. De Ciuitate Dei contra paganos, IV, 3.


“[…] Es la Ciudad de Dios paradigma de toda la cultura europea. Se alza sobre el
horizonte de todas las ciudades y se la ve entre nubes como trayendo a la ciudad
real hacia sí, poniéndola en pie, y a veces en llamas… Ha estado más que en parte
alguna en el interior de las utopías políticas y de las más extremas que se han
llamado revoluciones. La revolución como idea, como anhelo que abarca a todas las
clases de revoluciones que la mente ha construido, es hija de ese afán de resucitar
el mundo en la Ciudad de Dios… Es la raíz de todos los imposibles anhelos que han
llevado a Europa a vivir en agonía, en muerte y en resurrección […]”.
Zambrano, María. La agonía de Europa. § “La Ciudad de Dios”.
1

Puntos.

• Introducción……………………………………………………………………..…………….…….página 2.

• La Iglesia en el amanecer del siglo V………………………………………………..…página 5.

• Las dos ciudades……………………………………………………………………….………….página 7.

• Conclusiones……………………………………………………………………………………..…página 18.

• Bibliografía…………………….…………………………………………………………………….página 22.

• Índice……………………………………………………………………………………………………página 25.
2

Introducción: Agustín de Hipona y el desmoronamiento del imperio


romano.

A lo largo de la historia de la filosofía medieval aparecen figuras que brillaron con


luz propia en su transcurrir. De este modo, se puede citar a Anselmo de
Cantherbury, a Tomás de Aquino o a Guillermo de Ockham, así como a pensadores
de la talla de Averroes o de Maimónides, en el ámbito de la filosofía musulmana y
judía, respectivamente. Este desarrollo, extendido hasta que la Edad Media dio su
canto de cisne, no puede entenderse sin el aporte de los primeros cristianos,
tampoco prescindiendo de todo lo tomado de la filosofía griega y helenística, y sin
el hacer de Agustín de Hipona, que funge como “el más grande de los Padres, tanto
desde el punto de vista teológico como literario”1. En su obra La agonía de Europa,
María Zambrano llegó a afirmar que “fue el padre de Europa, el protagonista de la
vida europea”, a pesar de que Averroes aseverara que “ninguno de los que han
venido después de él [Aristóteles] hasta nuestros días, es decir, durante 1500 años,
ha podido agregar nada digno de mención a lo que él dijo”2.

La intensa vida del obispo de Hipona ejerció una gran influencia en toda su
obra, sobre todo, y como no podría ser de otra manera, en los trece libros que
conforman sus Confesiones. Aurelio Agustín vio la luz por primera vez cuando corría
el año 354 en la población de la Numidida de Tagaste. Su padre era un propietario
rural que se convirtió al cristianismo en el tramo final de su existencia y, su madre,
católica. En el 370 se trasladó a Cartago para cursar sus estudios de retórica,
convirtiéndose Cicerón en su paradigma. Huelga señalar que, en la época de
Agustín, el retórico ya había perdido su antigua función, que era de carácter político
y civil, convirtiéndose esencialmente en un maestro3. Años después, tras estar en
Roma desde 384, se trasladó a Milán, siendo bautizado en 387 por Ambrosio. Acto
seguido, tomó la decisión de regresar a África, falleciendo su madre en la urbe
portuaria de Ostia. Con posterioridad, en 391, fue ordenado sacerdote y, en 395,
consagrado obispo. Finalmente, murió en 430 en la ciudad de Hipona, cuando ésta
estaba siendo asediada por los vándalos.

La obra y vida de Agustín de Hipona se enmarcan en el seno de la época en


la que tiene lugar el final de las invasiones bárbaras, cuando la ciudad eterna dio su
canto de cisne. En diversas ocasiones se señala este periodo como un tiempo
convulso que engloba a toda una sociedad llena de contradicciones4, pretiriendo,
empero, la visión de muchas gentes humildes que acogieron con agrado a los
‘bárbaros’ venidos del Este, como describió el sacerdote Salviano “[…] Despojados,
apaleados, tras haber perdido el honor de ser romanos y todo derecho a la libertad,
los pobres fueron a buscar entre los bárbaros la humanidad de los romanos […]”5.
Sirva para ilustrar hasta qué punto de precariedad había llegado la situación que los
pagos al Estado y del Estado – excepto a los militares y funciones más distinguidos
- se volvieron a realizar en especie 6 . En lo relativo a la tierra en la que nació
Agustín, se ha de señalar que el pueblo que conquistó finalmente Cartago fue el de
los vándalos, provenientes de Escandinavia7 . Ochenta mil cabezas de éstos, tras

1
Copleston, Frederick. “San Agustín”. Historia de la Filosofía. Tomo II. Ariel, Barcelona (2011). pág. 35.
2
Reale, Giovanni y Antisteri, Dario. Historia del pensamiento filosófico y científico. Vol. I. “El siglo XIII y las grandes
sistematizaciones de la relación entre Razón y Fe”. Herder, Barcelona (2010). pág. 466.
3
Ibidem. ”La patrística latina y san Agustín”. pág. 374.
4
Entre ellas se puede señalar la inclusión de bárbaros en las tropas, la adscripción de colonos a la tierra,
enfrentamientos entre decuriones / campesinos y Estado, monjes contra clérigos, el estancamiento de las ciudades
contra la modernización del campo, el patronazgo a espaldas del Estado, etc. Fossier. “Autopsia en Occidente”. pág. 76.
5
Fossier, Robert. “Preámbulo”. La Edad Media. La formación del mundo medieval,. 350-950. Crítica, Barcelona (1988).
pág. 43.
6
Kovaliov, Sergei Ivanovich. Historia de Roma. “Fin del Imperio Romano de Occidente. Revolución de los esclavos e
invasión de los bárbaros”. Vol. II. Akal, Madrid (1973). pág. 269.
7
Musset, Lucien. Las invasiones. “Las invasiones terrestres: La primera oleada (siglos IV-V)”. Labor, Barcelona (1967).
pág. 50.
3

haberse instalado en la Bética y aventurarse a conquistar algunas ínsulas, cruzaron


el estrecho de Gibraltar en 423, progresando hacia el este y capturando puntos
como Bona, entre mayo y junio del 430, obteniendo el status de federados -
foedus - en 435 y saqueando la ciudad que vio nacer a Aníbal en 4398. Finalmente,
fueron derrotados por las tropas de Justiniano y de Belisario entre 534 y 540 y, con
su líder Gelimer a la cabeza, fueron deportados, hechos esclavos y/o incorporados
al ejército9.

Por otro lado, aunque devaluada, resulta imprescindible el esbozar


brevemente las características propias de la figura del emperador, dado que se
insistirá sobre ella en la sección siguiente y durante el resto del trabajo, al aludir al
Poder. En la época de Agustín, el imperio ya contaba casi cuatro siglos, por lo que
la imagen que se ha de tener de él no puede ser la misma que la de la ciudad que
convirtió en mármol Augusto cuando lo concibió, siguiendo los planes de su tío.
Como reflejó Fossier, aunque estuviera por encima del resto, no se torna en un
monarca totalitario – aunque en Oriente sí existió dicha tendencia -, sino que
“promulga leyes que es el primero en respetar”, como aseveró el propio obispo
Ambrosio 10 . La autoridad de su poder dependía de su relación con el ejército,
llegándose a proclamar en cuarenta y siete años a veinticinco emperadores 11 .
Asimismo, puede ser pertinente señalar que tanto los emperadores Honorio (395-
423) como Valentiniano III (423-455) se recluyeron, a partir de 402, en la ciudad
de Ravena, propiciando que el poder del Papa se asentase en Roma12, ciudad en la
que residía la primacía de la sede por delante de Constantinopla, como se decidió
en el concilio celebrado en ésta 13 . La sociedad civil, el pueblo llano, durante la
época imperial era escuchado, sobre todo para que el emperador pudiese valorar la
actuación y la relación de sus funcionarios públicos más cercanos al pueblo. Pese a
este hecho, no se puede preterir las revueltas que se dieron a finales del siglo IV en
el seno de estas tierras, sumándose a éstas, masas cada vez más numerosas de
colonos, esclavos y artesanos14.

Retomando el pulso filosófico tras estas pinceladas históricas, esta


introducción, a nuestro juicio, quedaría incompleta sin un breve repaso a las
corrientes por las que Agustín se inclinó a lo largo de su peregrinar por la ciudades
terrenas. En primer término, la fe de su madre Mónica supuso una gran influencia
para él, a pesar de que su conversión al cristianismo llegaría a una edad adulta.
Luego, como relató en sus Confesiones, la lectura del Hortensio de Cicerón le indujo
a “suspirar por la sabiduría inmortal”. Ya en 373, dejado a un lado el hedonismo, se
acercó al maniqueísmo, hasta que un encuentro con el obispo maniqueo Fausto le
llevó a abandonar la secta. Pasada una década, abrazó el escepticismo académico,
aunque su pensamiento aún conservaba una herencia importante del
maniqueísmo15, hasta que se encontró con el obispo Ambrosio, que le iluminó en
numerosos pasajes de las Escrituras y le llevó a la conversión. Finalmente, puede
destacarse sus disensiones con otras corrientes religiosas, verbigracia los
maniqueos, los donatistas o los pelagianos. En suma, un proceso complejo y repleto
de diversos vaivenes que fueron forjando una de las figuras imprescindibles para
comprender la teología cristiana y el transcurrir de la filosofía posterior.

8
Tras esto, el reino de los vándalos se hizo dueño del granero de trigo de Roma, obteniendo, bajo la dirección de
Genserico una independencia casi de facto. Fossier, “Fragmentación y cambio en Occidente”. pág. 79
9
Musset, Lucien. Las invasiones. “Las invasiones terrestres: La primera oleada (siglos IV-V)”. Labor, Barcelona (1967).
pág. 54.
10
Ibidem. “Autopsia de Occidente”. pág. 51.

12
Ibidem.
13
López. Barja de Quiroga, Pedro y Lomas Salmonte, Francisco Javier. Historia de Roma. “La Iglesia y el Estado”. Akal,
Madrid (2004). pág. 544.
14
Kovaliov, Sergei Ivanovich. Historia de Roma. “Fin del Imperio Romano de Occidente. Revolución de los esclavos e
invasión de los bárbaros”. Vol. II. Akal, Madrid (1973). pp.273-274.
15
Copleston, Frederick. “San Agustín”. Historia de la Filosofía. Tomo II. Ariel, Barcelona (2011). pág. 36.
4

Asimismo, ricos son los campos que toca el pensamiento de este autor, tales
como el conocimiento, los atributos de Dios, la creación del mundo, la libertad y el
mal. Este proyecto, empero, se focalizará en lo que pude llegar a considerarse
teoría política en este pensador, destacando, en este sentido, su obra De Ciuitate
Dei contra paganos.

La crítica que realizó Agustín de Hipona en la obra que acaba de ser referida,
relativa a la caída de la ciudad terrena y su proyección en la divina, encuentra
algunos precedentes. De este modo, se ha de citar la figura de Cipriano de Cartago,
que acusó a los emperadores de impiedad y egolatría en sus tratados Ad
Demetrianum y Ad Fortunatum. Asimismo, Comodiano, incidió en este punto en su
primer libro de sus Instrucciones, anunciando la ruina de Roma en los últimos
versos (791-1060) de su Carmen Apologeticum, de carácter apocalíptico y
escatológico16.

En definitiva, a lo largo de las páginas que componen este trabajo se


intentará exponer la visión que esgrimió Agustín de Hipona en torno a la ciudad de
Dios y a la terrena en la obra que escribió entre 412 y 426. Para ello, se ha tomado
la versión de Tecnos, cuya edición, estudio preliminar, selección de fragmentos,
notas y síntesis fueron realizados por Salvador Antuñano Alea. También se ha de
destacar en la elaboración de este trabajo las obras de García-Junceda, de Muñoz
Ortega y de Gilson, cuyas referencias a otros escritos que no sean el De Ciuitate
Dei contra paganos, se han reflejado también en este trabajo, pues a nuestro juicio
resultan imprescindibles para entender su pensamiento. Aparte del análisis del
contenido de la obra citada, informa este proyecto una sección destinada a repasar
la situación de la Iglesia en la época del Obispo, tras las pinceladas sobre la política
que ya se han realizado, dado que, continuamente, se hace referencia a la situación
de los creyentes en el mundo que le había tocado vivir y en el tiempo que habría de
transcurrir hasta que llegase el día del Juicio final - o el último juicio como prefirió
señalar el obispo de Hipona -, unido al análisis que realizó de tiempos pretéritos en
distintos puntos a lo largo de los libros de esta obra. Tras lo dicho, empieza la
navegación comandada por Agustín de Hipona a través de “los canales del Río que
alegran la Ciudad de Dios, la más santa morada del Altísimo”17.

“[…] De esta manera, peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, avanza la Iglesia por este mundo en
estos días malos, no sólo desde el tiempo de la presencia corporal de Cristo y sus apóstoles, sino desde el mismo Abel, primer justo, a
quien mató su impío hermano, y hasta el fin del mundo […]”. Ciuitate Dei, XVIII, 51.2.

16
López Barja de Quiroga, Pedro y Lomas Salmonte, Francisco Javier. Historia de Roma. “La Antigüedad tardía”. Akal,
Madrid (2004). pág. 415.
17
Sal. 46:5.
5

La Iglesia en el amanecer del siglo V.

Uno de los puntos centrales que se tratarán a lo largo de las páginas que componen
este trabajo es, evidentemente, el de la Iglesia, identificada con la Ciuitate Dei que
dibujó el obispo de Hipona. La historia de la Iglesia, a lo largo del acontecer
humano, ha sufrido numerosos vaivenes, cismas, reformas y tensiones y que, como
poder dominante en el viejo y en el nuevo continente, les ha dado forma, estando
su transcurrir político íntimamente ligado a Roma hasta, prácticamente, el siglo XX,
en el que la importancia del poder papal en Europa se ha visto reducida. Pero,
antes de Pío XII, de movimientos ultramontanistas, de la imaginería barroca, del
retrato de Velázquez a Inocencio X, de las tesis de Wittenberg, de la creación del
Santo Oficio, de los conflictos entre papas, etc., hubo un tiempo en el que esa
Iglesia empezó a extenderse entre los habitantes del otrora orgulloso imperio
romano. En los párrafos que siguen se dibujará sucintamente la situación de la
Iglesia exclusivamente en la época de Agustín, sin llegar a remontarse ni hasta sus
orígenes y extensión, ni a su desarrollo posterior con la extensión por Europa de los
movimientos ermitaños, iniciados por Pablo de Tebas en el siglo IV, que haría
alejarse el tema central de este trabajo a otros extremos.

Y es que la Iglesia, en aquella época, contaba ya con una organización más


o menos establecida, como demuestra el hecho de que Agustín fuera ya obispo,
uno de los cargos principales junto a los de diacono y presbítero, y con el que
poseía poder judicial. Su caso fue excepcional, dado que Valerio, obispo de Hipona,
no hablaba ni latín ni púnico, por lo que se vio en la necesidad de recurrir a alguien
que le pudiese ayudar, más aún con las disputas contra donatistas y maniqueos. De
este modo, hizo a Agustín presbítero y obispo, hecho prohibido por la canonística
oriental en su canon 23 en el Concilio de Antioquía el que un obispo nombrase a
otro en vida con ese fin18. A este cargo se le podría sumar el reconocimiento de
vicario, que debía informar al propio emperador de todo cuanto pudiera concernirle,
dotándole, asimismo, de la posibilidad de convocar concilios si lo creía oportuno19.

Asimismo, ya contaba en sus manos con un numeroso patrimonio, dado que,


especialmente durante el mandato de Constantino y de Teodosio II, se iniciaron las
pingües donaciones a la Iglesia – legalizadas en 321 -, como se recoge en el Liber
Pontificalis (§ 34) y la exenciones a la hora de contribuir. Por otro lado, es
reseñable que el candelario cristiano se fue imponiendo gradualmente, aunque
Honorio 20 , en 399, aún permitía las celebraciones paganas, no tolerando, en
cambio, que tuvieran lugar sacrificios ni “condenables supersticiones”. Muestra del
poder que había ido adquiriendo – excepción hecha del periodo de Juliano “el
apóstata” (332-363)21 y la tolerancia de Joviano, Valentiniano I y Valente - también
lo son las persecuciones que se llevaron a cabo, iniciadas tras la victoria de
Constantino sobre Licino y su legislación contra la haruspicina22 y culminadas un
lustro después de la muerte de Agustín de Hipona, cuando Teodosio II ordenó la
destrucción de templos y demás edificios paganos que estuvieran en pie 23 . Por
último, huelga destacar el decreto de 392, por el cual, sólo los cristianos, tenían
derecho a la ciudadanía, quedando fuera de la ley los que no practicaran dicha

18
López Barja de Quiroga, Pedro y Lomas Salmonte, Francisco Javier. Historia de Roma. “La Iglesia y el Estado”. Akal,
Madrid (2004). pág. 557.
19
Ibidem. pág. 546.
20
Ibidem. pág. 579
21
En palabras de Mommsen, “intentó retrasar el reloj de la historia universal y propiciar el agonizante paganismo una
vez más la asunción del poder”.
22
López, Barja de Quiroga, Pedro y Lomas Salmonte, Francisco Javier. Historia de Roma. “El politeísmo”. Akal, Madrid
(2004). pág. 594.
23
Ibidem. pág. 608.
6

religión: “[…] Con ello se han fundido las dos ciudadanías, se han unido la espada y
la cruz […]”24.

Retomando las líneas dedicadas en páginas anteriores a la figura del


emperador, se ha, a nuestro juicio, de señalar la importancia que poseía éste
durante los concilios eclesiásticos. Como se ha afirmado, con su presencia y
participación, “[…] instrumentalizaba un órgano eclesiástico para adecuarlo a su
política de gobierno, basada en conseguir la concordia y la unidad de los cristianos,
considerando a los obispos agentes de los designios del emperador, y, a la
asamblea episcopal, una especie de Senado, al que trataba con reverencia y
deferencia y cuya contrapartida esperada era la aquiescencia de los prelados a los
deseos imperiales. Quien ordenaba y mandaba era el emperador; de ahí que la
convocatoria a los concilios fuese un acto de gobierno y desobedecerla podía
suponer el exilio […]”25. En esta línea, Ramiro Flórez esgrimió que “[…] la sociedad
romana era, así, una sociedad sacralizada, una sociedad religiosa como todas las
del mundo antiguo y como la misma del pueblo judío. Es el cristianismo el que
introduce la dualidad de poderes […]”26.

Por otro lado, huelga reseñar la influencia que tuvo la sociedad de la época
en la forma de disponer la Iglesia en relación a la sociedad y a la estructura civil
vigente. De este modo, la tendencia a ordenar la organización eclesiástica conforme
a la civil lo testimonia el concilio de Calcedonia (451), que dictaminó que, si el
emperador ha creado o crea una nueva ciudad, automáticamente se habría de crear
un nuevo obispado (canon 17). El cargo de obispo, al que se aludió en líneas
anteriores, le dotaba para manumitir a siervos propios y para ser nombrados
defensores ciuitatis, así como un amplio derecho a asilo. Como contrapartida, no
podía conceder refugio a deudores públicos y debía vigilar los brotes de herejía.

De este modo, se ha intentado exponer brevemente la situación de la Iglesia


en aquel tiempo, alejada de una visión difusa que se podría llegar a concluir tras
una lectura descontextualizada del Ciuitate Dei, en la que se la sitúa rodeada de
numerosos peligros y como peregrina. Como se ha visto, ya desde los tiempos
anteriores al nacimiento de Agustín de Hipona, gozaba de un poder considerable al
que le había aupado un apoyo popular que se extendía en la mayoría de puntos del
imperio romano y, asumido, por muchas familias patricias de la época. Como
afirmó Hegel, “[…] Ya bajo esta forma originaria vemos que la Iglesia es una trama
de complicados conceptos y doctrinas acerca de la naturaleza del Dios y de sus
relaciones con el hombre […]”27. Bajo el palio de este nuevo poder se situó la ya
castigada figura del emperador, adoptando una serie de medidas contra los que
disintieran de aquella otrora perseguida religión nacida en Oriente y cuyos
miembros habían sido asesinados, martirizados y arrojados a los leones, en
detrimento de otra serie de cultos y de sectas que se daban en aquel tiempo,
cambiándose las tornas hasta tal punto, como se ha visto, de llevarse a cabo la
persecución de éstos a medida que las capas más privilegiadas de la sociedad
romana fueron adoptándola; parece hacerse bueno aquello que el mismo Agustín
de Hipona afirmó refiriéndose al encuentro entre un pirata y Alejandro de que “si
tienes un pequeño barco te llaman ladrón y pirata, pero, si posees una flota, te
consideran emperador”28.

24
Ortega Muñoz, Juan Fernando. Derecho, Estado e Historia en Agustín de Hipona. Universidad de Málaga, Málaga
(1987). pág. 194.
25
López, Barja de Quiroga, Pedro y Lomas Salmonte, Francisco Javier. Historia de Roma. “La Iglesia y el Estado”. Akal,
Madrid (2004). pág. 548.
26
Para esto se apoya en Marc, XXII, 21 y ss. y en la Epístola a los Romanos XIII, 1,6..Flórez Flórez, Ramiro. “Los
presupuestos del agustinismo político medieval”. Actas del II congreso nacional de filosofía medieval. Litocián. Zaragoza
(1996). pág. 20. Para esto se apoya en Marc, XXII, 21 y ss. y en la Epístola a los Romanos XIII, 1,6.
27
Hegel, G.W.F. Obras completas. Vol. II. Gredos, Madrid (2010).
28
De Ciuitate Dei contra paganos, IV, 4.
7

Las dos ciudades.

“Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la
terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera
se gloria en sí misma, y la segunda, en Dios, porque aquélla busca la gloria de los
hombres, y ésta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia”29. Así
pues, en el libro XIV de su Ciuitate Dei, Agustín de Hipona, mostró cuáles serían los
cimientos de la pareja de ciudades a la que se refiere explícitamente en su texto.
Dicho fundamento, lo que verdaderamente inclina la balanza hacia el lado de
considerarlas ciudad o no de Dios, no es otro sino el amor30.

El amor es un término clave para entender la filosofía del obispo de Tagasta,


vertebrando su filosofía en diversos campos de ésta, desde el vínculo entre seres
humanos hasta, incluso, la propia Creación y a la Redención por parte de Dios. El
amor es lo que define a cada uno, pues “cada uno es lo que ama y cómo lo ama”. A
su vez, este amor es lo que distingue, tanto a Dios como al hombre, del resto de
criaturas, pudiéndose distinguir dos tipos31: la charitas y la cupiditas. El primero de
éstos sería el que se procesa al resto siempre en relación a Dios, orientando la
mirada hacia Él como punto final. Por el contrario, la cupiditas, solamente tiene en
cuenta el amor a uno mismo y al resto, pero sin dirigirse hacia el Creador. De este
modo, “la virtud del hombre, que los filósofos griegos habían determinado en
función del conocimiento, a partir de Agustín es reconsiderada en función del amor.
La uirtus es el ordo amoris, es decir, amarse a sí mismo, a los demás y a las cosas
según la dignidad ontológica que es propia de cada uno de estos seres” 32 . Esta
concepción del amor llega a su culminación cuando en afirmaciones como “pondus
meum, amor meus” y “Ama, et fac quod uis”33.

Así pues, el elemento que une a la humanidad no es otro que el amor. Esto
lo expresó Agustín en distintos pasajes de su obra, entre los que se pueden
destacar en este punto del trabajo los siguientes: refiriéndose a Tarquinio, “[…] Y
por eso se dice que gobernó la República justa y moderadamente, forzados del
terror y no por amor a la justicia […]”, al aludir a Esaú y Jacob “[…] Hubo tanta
diversidad en su vida y costumbres, tanta desigualdad en sus acciones y tanta
diferencia en el amor de sus padres, que esta distancia les hizo entre sí
enemigos[…]” 34 , “[…] Aunque, en efecto, los reyes parece que se dijeron así de
regir y gobernar, pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos de
regire, pero el fausto y la pompa real no se tuvo por oficio y cargo de persona que
rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y
mira por el bien y la utilidad pública, sino por soberbia y altivez de persona que
manda[…]”35, “[…] Cuán ajenos deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable
acción por el amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto los romanos por la lo
gloria humana y por la ciudad […]”36, “[…] Porque, ¿a quién debieran consagrarse
los hombres por amor a la vida eterna, sino sólo a la felicidad, si esta fuera
diosa?[…]”37.

29
De Ciuitate Dei contra paganos , XIV, 29.
30
García-Junceda, denominó a esto una “axiología gradual”, pues las sociedades se diferenciarían por el orden de sus
amores. La cultura cristiana y san Agustín. Cincel, Madrid (1987). pág. 183.
31
Asimismo, estableció la distinción entre el amor uti y el amor frui
32
Reale, Giovanni y Antisteri, Dario. Historia del pensamiento filosófico y científico. Vol. I. “El siglo XIII y las grandes
sistematizaciones de la relación entre Razón y Fe”. Herder, Barcelona (2010). “ La patrística latina y san Agustín”, pág.
399.
33
Séptima homilía sobre la Carta de san Juan.
34
De Ciuitate Dei contra paganos, V, 4.
35
Ibidem. V, 12.
36
Ibidem, V, 28.
37
Ibidem, VI, 13.
8

Centrándonos propiamente en la visión de Agustín de Hipona relativa a la


sociedad, en primer término, conviene destacar las palabras que salieron de su
pluma al inicio del libro XIX y, en las que, siguiendo la línea trazada por Aristóteles
en su Política (1253 a), afirmó: “[…] El sabio – afirman todos estos filósofos debe
vivir en sociedad. Esta afirmación la suscribimos nosotros con mucha más fuerza
que ellos […]”. A partir de este pasaje, se puede observar cómo la sociedad que
conformará un Estado, la ciuitas, no se dibuja como un hecho aislado o como un
mero recurso para ubicar la teoría a desarrollar en un marco espacial, sino la
importancia que se le confiere como organización formada por los hombres.
Asimismo, esta cita no aparece como un hecho aislado, sino que se insiste sobre
ella en numerosas ocasiones38. Por ello, “[…] no se puede identificar en san Agustín
la ciudad o reino del mal y del pecado con el Estado, ya que éste tiene su origen en
la naturaleza social del hombre, que le impulsa a unirse en sociedad con los demás
y a vivir en paz con todos, y es, por tanto, algo bueno y necesario. Además, en el
Estado permanecen mezclados justos y pecadores […]” 39. En todo caso, sobre el
Estado, sus leyes y la relación que ha de mantener con la Iglesia, se insistirá en
páginas posteriores.

Agustín de Hipona dibujó a cada hombre que conforma la sociedad en la que


se incardina, a la manera de una letra en el discurso40, estableciendo una distinción
de tres órdenes en lo relativo a lo que conforma gradualmente la ciuitas: “el hogar,
la urbe y el orbe, en una progresión ascendente”41. El hombre, definido como “el
que se complace a sí mismo42, es libre y, “si no quiere pecar, no peca”43, siendo su
naturaleza como un paso intermedio entre la de los animales y la de los ángeles44.
Todo ello, siempre bajo la mirada de Dios “que no deja abandonados”45 y que ha
dado las virtudes a los hombres, “[…] a instancias de sus deseos de su fe y de sus
súplicas […]” 46 . Los hombres han de vivir en su peregrinaje por el mundo en
concordia y siempre procurando la paz, aunque sea la terrena. Un mundo al que
“nosotros no le adoramos como a un dios, sino al mundo como obra de Dios”47, con
“sus cambios y movilidad tan ordenada”48. Los hombres “han de buscar el Bien, no
por otro bien, sino por sí mismo49”; en este punto, se puede apreciar el poso que
en él tuvo el pensamiento de Platón, pensador “que reconoce a ese verdadero y
supremo bien como Dios; por eso dice que el filósofo es amador de Dios” 50 .
También, tomó las palabras de Mateo en su evangelio cuando afirma, “Todo lo que
querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos” 51 . Así
pues, las doctrinas del cristianismo chocaron con algunos de los deberes de los
ciudadanos del momento, “su doctrina acerca de la fraternidad universal de los
seres humanos, su precepto de amar a los enemigos y la elevada estima que sentía
por la mansedumbre y la paciencia (Col. 3, 12), todo ello tendía a arrebatar a la
ciudad de su más fuerte defensa contra los enemigos exteriores”52. Agustín afirmó:
“el hombre racional, hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales,
no el hombre al hombre, sino el hombre a la bestia”53.

38
De Ciuitate Dei contra paganos XVIII, 2. Ibidem, XIX, 1. XV, 8. XIX, 12.
39
Flórez Miguel, Cirilo. La filosofía de los presocráticos a Kant. Universidad de Salamanca, Salamanca (1979). pág. 73.
40
De Ciuitate Dei contra paganos, IV, 3.
41
Ibidem, XIX, 7.
42
Ibidem, V, 20.
43
Ibidem, V, 2.
44
Ibidem, XII, 22
45
Ibidem, V, 11.
46
Ibidem, V, 13.
47
Ibidem, VII, 26.
48
Ibidem, XI, 16.
49
Ibidem, VIII, 8.
50
Ibídem, VIII, 8
51
Mt. 7, 12
52
Fitzgerald, Allan D. Diccionario san Agustín. “Ciuitate Dei”. Monte Carmelo, Burgos (2001). pág. 271.
53
De Ciuitate Dei contra paganos, XIX, 15.
9

Asimismo, situó como “lo más miserable” la envidia54, recalando lo miserable


en una privación de Dios55. Cristo sería el mediador entre los hombres y Dios, al
que tenderíamos por amor56. A su vez, la soberbia sería la fuente de todo pecado57,
que “es el resultado de un vicio, pues el vicio esencial es precisamente la carencia
de una perfección que la naturaleza exige, es decir, lo contrario de a la virtud […]58”
o “hablar, obrar o desear contra la ley eterna”59. No condenó al hombre por el mero
hecho de poseer un cuerpo, pues “[…] El hombre se ha hecho semejante al diablo,
no por tener carne, que no tiene el diablo, sino viviendo según él mismo, esto es,
según el hombre […]” 60. Sí se mostró en contra del suicidio61 y de la esclavitud,
aunque afirmó que “su primera causa es el pecado […] y es preferible ser esclavo
de un hombre que de una pasión, pues lo vemos tiránicamente que ejerce su
dominio sobre el corazón de los mortales la pasión de dominar, por ejemplo”62. En
suma, concluyó que “no se llama varón bueno al que sabe lo que es bueno, sino al
que ama”63.

Agustín señaló como otro mal de la sociedad el mudable corazón del


hombre. La paz es buscada por los habitantes de las dos ciudades, dado que, ésta,
se encuentra vinculada al orden. De este modo, Dios dio a los hombres esa paz
temporal, y cuanto es necesario para tutelar y recuperar dicha paz64. Ésta es, como
se ha visto, otro pilar fundamental del pensamiento agustiniano, al igual que para
Hobbes (1588-1679), que sitúo su consecución como la primera de sus diecinueve
leyes de la Naturaleza: “Y es por consiguiente un precepto, por regla general de la
Razón, que todo hombre debiera esforzarse por la paz, en la medida en que espere
obtenerla, y que cuando no pueda obtenerla, pueda entonces buscar y usar toda la
ayuda y las ventajas de la guerra, de cuya regla la primera rama contiene la
primera y fundamental ley de naturaleza, que es buscar la paz, y seguirla, la
segunda, la suma del derecho natural, que es defendernos por todos los medios
que podamos”65, aunque, en este caso, lo que llevaría al hombre a buscarlas serían
“el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida
confortable; y la esperanza de obtenerlas para su industria”66.

Pese a lo que se acaba de referir, huelga señalar que, para Agustín de


Hipona, sólo la racionalidad llega a constituir un pueblo. Por ende, “la sociedad no
es una extensión de la naturaleza”67. De este modo, es reseñable que, para él, no
todo hombre malo ha de llegar a ser bueno, pero sí que todo hombre bueno ha sido
primeramente malo. Así le sucede a la Ciudad de Dios, cuyos ciudadanos, en virtud
del pecado en que fueron engendrados, antes fueron todos ciudadanos de la ciudad
terrena68. Así pues, todo ha de concluir en la ciudad de Dios, pero, como se puede
ver, ello nace de lo que el propio hombre realice en la ciudad terrena, del lugar al
que dirija su mirada. Agustín de Hipona hace referencia a la Providencia en el
devenir de los pueblos, mas es la voluntad del hombre 69 , su libertad, su libero
arbitrio, lo que verdaderamente le hará merecer un sino u otro tras concluir su

54
De Ciuitate Dei contra paganos, IX, 14.
55
Ibidem, X, 3.2.
56
Ibidem, X, 3.2.
57
Ibidem. XI, 28.
58
De libero arbitrio, III, 14, 41. Esta definición la retomó posteriormente Tomás de Aquino en su Summa theologicae Iª
IIª, 71,1 Resp.
59
Faustum manicch. XII, 27.
60
De Ciuitate Dei contra paganos, XIV, 2.
61
Ibidem¸XI, 27.1
62
Ibidem, XIX, 15. También se refirió a los castigos lícitos y a los justos en la sección decimosexta del libro XIX del De
Ciuitate Dei contra paganos.
63
Ibidem, XI, 27.2.
64
Ibidem, XIX, 13,2.
65
Hobbes, Thomas. Leviathan or The Matter, Forme and Power of a Common Wealth Ecclesiastciall and Civil. XIV.
66
Ibidem. XIII.
67
García-Junceda, José A. La cultura cristiana y san Agustín.. Cincel, Madrid (1987). pág. 182.
68
Ibidem. pág. 185.
69
“[…] Nuestra voluntad, conocida por Dios, es la causa de nuestros actos […]”.De Ciuitate Dei contra paganos ¸ V, 3.
10

peregrinaje por la ciudad terrena, “de la que surgen los enemigos contra quienes
hay que defender la ciudad de Dios70”.

Por otra parte, Agustín de Hipona dio preponderancia al hombre sobre la


mujer, como aglutinador de dicha sociedad. Esto puede leerse en el duodécimo
libro de su Ciuitate Dei: “[…] Lo creó uno sólo, no ciertamente para separarlo de
toda sociedad humana, sino para de este modo recomendarle más
vehementemente la unidad de sociedad y el vínculo de la concordia, puesto que con
ello los hombres estarían unidos entre sí no sólo por la semejanza de naturaleza,
sino además por el afecto del parentesco; de tal manera que ni a la misma mujer,
que le daría por esposa, quiso crearla, sino que procediera de él, para que así todo
el género humano tuviera su origen en un solo hombre[…]”71. Así pues, esta unidad
de la sociedad la fundamentó en la creación a partir de un solo hombre, pues “Dios
quiso crear a la humanidad de un solo hombre para unir al género humano no sólo
por la semejanza de naturaleza, sino también para asociarlo en una unidad
concorde con el vínculo de la paz por cierta necesidad de parentesco”72.

A lo largo de los primeros libros de su obra, distinguió como el gran peligro


para una ciuitas el deseo de gloria, el libido dominandi, referido con anterioridad al
aludir a la servidumbre. Para ello se basó en la historia del Imperio Romano que se
derrumbaba antes sus ojos. De hecho, enlazando con lo que acaba de ser referido
en torno al rol de la mujer, llegó a particularizar esto en la figura de Lucrecia, sobre
la que aseveró “[…] Como mujer romana que era, celosa en demasía de su gloria,
tuvo miedo de que la violencia sufrida durante su vida la gente la interpretase como
consentida si seguía viviendo […]”. Acto seguido, la compara con las mujeres
cristianas, que “[…] se saben castas a ojos de Dios […]”73.

La crítica, en todo caso, la extendió a la sociedad romana que le había


precedido, ya desde la época de Augusto, que habría arrebatado la libertad a los
romanos, “esa libertad que ya ellos mismos no tenían como gloriosa, sino como
pendenciera, funesta sin nervio alguno y lánguida” 74 , y que, como se refirió en
líneas anteriores, se cimentó en lo ostentoso y en el lujo que alcanzaron, al igual
que había hecho Sardanápalo 75 , basándose en argumentos ya esgrimidos en
tiempos anteriores por figuras como Salustio (86-34) o como Cicerón (106-43)76,
que llegó a afirmar que “Por nuestros vicios, no por una mala suerte, mantenemos
la República como una palabra. La realidad, mucho tiempo ha que la hemos
perdido”77. Cicerón en sus Catilinarias afirmó que el enemigo de la ciudad eterna se
encontraba dentro, y así fue también para Agustín, siendo la suntuosidad el peor
adversario de aquel imperio en el que “se introdujo el lujo asiático, más peligroso
que cualquier otro enemigo”78. De este modo, no pudo sino exclamar “[…] ¡Qué
gran virtud es en el hombre, ya virtuoso por otros conceptos, despreciar la gloria!
[…]”79. Como se puede ver, esta serie de críticas, aparte de alzarse como pilares de
la religión católica, sirven para apoyar un discurso apologético en pro de la Iglesia,
exculpándola de los males que sobrevinieron al Imperio Romano y de los que
muchos la culparon. Esto se volverá a tratar en el último apartado de este
proyecto.

70
Ibidem, I, 1.
71
Ibidem, XII, 22
72
Ibidem, XIV, 1.
73
De Ciuitate Dei contra paganos, I, 3.
74
Ibidem, III, 21.
75
“[…] Este rey antaño estuvo entregado de tal manera a los placeres, que se hizo escribir en la sepultura << Sólo
poseo de muerto lo que de vivo he logrado devorar para mi placer >>[…]”. Ciuitate Dei, II, 13.
76
Basándose en el célebre verso de Ennio “Moribus antiquis res stat Romana uirique” [“Si Roma subsiste es gracias a
sus costumbres y a sus héroes antiguos”].
77
De Republica, V, 1.
78
De Ciuitate Dei contra paganos, III, 21.
79
Ibidem, V, 19.
11

Llegados a este punto, conviene analizar uno de los ejes básicos del
pensamiento agustiniano recogido en De Ciuitate Dei. Éste no es otro que el de la
Justicia. Ésta ya ocupó un lugar básico en el transcurrir del pensamiento durante
épocas anteriores, especialmente en Platón, que procedió a examinar “cuál es la
naturaleza de la justicia y en las ciudades, y después en cada individuo, tratando de
descubrir la semejanza con la grande en los rasgos de la primera” 80 y en
Aristóteles, quien afirmó sobre ella que “se piensa que la Justicia es la más
importante de las virtudes y que ni la estrella vespertina ni el lucero del alba son
tan dignos de admiración; y al igual que el proverbio afirmamos: en la justicia
están comprendidas todas las virtudes”.

Para el obispo de Hipona, la Justicia es el fulcro indispensable en la política


de la ciuitas, porque “[…] si de los gobiernos quitamos la Justicia, ¿en qué se
convierten sino en bandas a gran escala? […]”81. La Justicia orienta su mirada hacia
Dios - por lo que sus habitantes han de seguir la Fe -, cuyo objeto es dar a cada
uno lo suyo82. Asimismo, en el capítulo XI, al hablar sobre lo corpóreo, sobre lo
sensible, aseveró que “[…] Tenemos otro sentido del hombre interior mucho más
excelente que ése, por el que percibimos lo justo y lo injusto: lo justo por su
hermosura inteligible; lo injusto por la privación de esa hermosura […]”83. Se puede
observar cómo este texto emana la herencia recibida de Plotino y de Platón, por la
participación y por la privación, que también aplicó para justificar la existencia del
mal en la sociedad. A su vez, defendió que todo poder debe nacer de la Justicia y
no precederla84. Quizás uno de los textos donde mejor refleje su idea sobre ésta
sea el que se puede encontrar en el libro XIX: “Donde no hubiere la Justicia, de que
según su gracia, un solo y sumo Dios mande a la ciudad que le esté obediente, no
sacrificando a otro que al mismo Dios, y con esto en todos los hombres de esta
misma ciudad, obedientes a Dios, con orden legítimo, el alma mande al cuerpo y la
razón a los vicios, para que todo el pueblo viva, se sustente y posea la fe como vive
y la posee un justo que obra y se mueve con el amor y caridad con que el hombre
ama a Dios como se debe y a su prójimo como a sí mismo; donde no hay esta
justicia, repito, sin duda, que no hay congregación de hombres, unida por la
conformidad en las leyes y el Derecho, y con la comunión, de la utilidad y bien
común, y no habiéndola, no hay pueblo; y si es verdaderamente esta la definición
de pueblo, tampoco habrá república, porque no hay cosa donde no hay pueblo”85.

Esta cita que se acaba de referir ubicada en el libro XIX, sirve para engarzar
con una de las críticas más mencionadas que realizó en el Ciuitate Dei a propósito
de Cicerón y de Roma. Asimismo, rechazó la definición de república dada por
Cicerón, ya que, nunca fue cosa del pueblo, porque si pueblo es el que está unido
por la consecución de un bien común ¿Qué bien auténtico consigue un pueblo que
no cree en el dios verdadero?86. En todo caso, sí que se vio obligado a mantener
que Roma fue una república y un pueblo como tal, aunque no reconociera en ellos
una verdadera justicia. De este modo, el primer precepto de todo príncipe cristiano
ha de ser el de gobernar con Justicia, considerando que Teodosio “no dejó de dar
leyes justas y benignas”87.

Por otra parte, la Justicia residiría en el propio Cristo, pues “cuando el


hombre no sirve a Dios, ¿qué Justicia hay en él?” 88. “Debe exigirse esa justicia que

80
Politeia, 368e-369a. No ha de omitirse tampoco la interpretación de Platón en Politeia, 433b y en Leyes, 759d –
840c.

81
De Ciuitate Dei contra paganos, IV, 4.
82
Ibidem, XIX, 4.
83
Ibidem, XI, 2.
84
De Ciuitate Dei contra paganos, II, 21 y XIX, 17
85
Ibidem, XIX, 23.
86
Ibidem, XIX, 1 y 2.
87
Ibidem, V, 26.1
88
Ibidem, XIX, 21, 2.
12

hace que el Dios único y supremo impere, según su gracia en la ciudad obediente, y
que no se sacrifique a nadie fuera de Él”89, pues “la verdadera justica no existe más
que en aquella república cuyo fundador y gobernador es Cristo” 90 y “es útil para
todos el sometimiento a Dios”91. En todo caso, en su Contra epistolam quam uocant
Fundamenti se mostró partidario de no coaccionar a quien no profesa su religión,
convencido de que el que busca la verdad termina llegando a la Iglesia Católica.
Esto se basa en la creencia en que la herejía sería más imprudencia que maldad,
Dios manda que se busque preferentemente la corrección de los delincuentes y no
su castigo. Por ende, la Iglesia no debe recurrir a la coacción para que no cause la
impresión de que lucha por la vida presente y la utilidad de los herejes, entendida
esta última como que éstos contribuyen al hallazgo de la Verdad, “pues no habría
tanta diligencia en hallarla sin adversarios tan mendaces”92. En todo caso, como se
refirió antes, se mostró en contra de la pena de muerte.

Ortega Muñoz, en su obra Filosofía, Derecho e Historia en Agustín de


Hipona, dedicó varias páginas a las reflexiones sobre la coacción o no a los herejes
en el opus del obispo de Hipona. En ellas apuntó que, Agustín de Hipona, se basó
para ello en el fragmento de la Biblia en el que Jesús manda a los servidores
ordenar a los invitados entrar al banquete 93 . Así, en su De correptiones
Donastistarum esgrimió su teoría de la represión: “Mejor es conducir a los hombres
al culto divino con la doctrina, que conducirlos con el temor o el dolor de las
penas” 94 . Esgrimió esto como autodefensa, pues fueron los donatistas los que
pidieron al Emperador que tomara medidas represivas contra ellos. Su “teoría de la
represión”, siguiendo a este autor, se puede resumir en: el hecho de la propia
experiencia – “dan gracias por haber sido corregidos y librados de aquella
pestilencia y aman aquellas molestias, que antes odiaron, y reconocen que fueron
para ellos leyes saludables” -; el deber de caridad de librar al prójimo del mayor
mal: su condenación eterna; la obligación de los Estados a defender la Iglesia y la
obligación de los Estados de castigar los delitos – considera como tal la herejía, la
apostasía y no dar a Dios el culto debido – y de proteger el testimonio de Cristo.
Finalmente, Ortega Muñoz señaló que, Agustín de Hipona, defendió la obligación
que tienen los reyes cristianos de “prohibir y castigar con religiosa severidad todo
cuanto se haga contra los mandatos del Señor”95.

El mentar a los reyes cristianos96, sirve para hilvanar con la concepción sobre el
Poder que se puede concluir de las palabras latinas del hombre al que bautizó
Ambrosio, aunque, qué duda cabe, de que no se encuentra en sus páginas un
estudio tan pormenorizado como el que llevó a cabo, verbigracia, Foucault en el
siglo pasado. El poder, como punta del iceberg de la sociedad y lugar en el que se
toman las decisiones que afectarán al transcurrir de la ciudad, al costo de la vida, al
precio de las judías, del pan, de la harina, del vestido y del zapato, como escribió
Brecht97.

Huelga, a nuestro entender, rescatar la concepción del poder que se daba en el


maltrecho Imperio Romano que Agustín de Hipona contemplaba ante sus ojos en el

89
Ibidem, XIX, 23,5.
90
Ibidem, II, 4.
91
Ibidem, XIX, 2. “Dichoso el pueblo cuyo dios es el Señor” (Sal 143:15), “la ley de Dios está grabada en su corazón”
(Sal. 36,31.)
92
Serm. 51, 11.
93
De corrept. Contati, VI, 26.
94
De correptione Donatistarum, VI, 21.
95
De correptione Donat. V, 19.
96
Las palabras reyes cristianos pueden, a nuestro entender, resultar ligeramente anacrónicas si uno ve cuándo escribió
Agustín de Hipona su obra y si se remite a monarquías fuertemente cimentadas en la religión católica que llegarían en
años posteriores. En todo caso, las breves pinceladas que se dieron en la sección anterior, pueden ayudar a entender el
por qué ya aludió a estos términos.

97
Brecht, Bertolt. “El analfabeto político”.
13

que se daba el canibalismo 98 , aunque, como se ha referido en líneas anteriores,


aunque esta imagen diste mucho de la época en la que la ciudad eterna se
engalanaba para celebrar los triunfos de los generales y hombres que la dieron
gloria en la llanura de Zama o en el oppidum de Alesia. Recordando lo señalado en
páginas anteriores, el emperador de Roma debía asegurarse la lealtad de su
ejército si no quería ver peligrar su corona y la cabeza sobre la que se elevaba –
lejos quedaban ya los tiempos de la República y de los discursos de Cicerón que
tanto influyeron en el joven Agustín -. Todo ello solía provocar que solieran ser
generales los que se alzaban con el puesto de emperador, proclamados si algún
limes peligraba. Este poder imperial, como se ha reflejado “lleva implícito su propio
enemigo: la ausencia de verdadera legitimidad si el emperador no es un jefe de
guerra”99. Bajo esta figura del emperador se situaban los prefectos del pretorio, los
vicarios a la cabeza de sus respectivas diócesis, los gobernadores de las provincias,
los curiales, encargados de administrar el orden de las urbes y el comitatus, o
gobierno central. Sea como fuere, entrados en el siglo V, sólo quedó de ella la
organización de justicia, de finanzas y de ejércitos a nivel provincial100.

En primer término, huelga reseñar las palabras de Pablo “toda potestad viene
de Dios” 101 ; a lo que añadió Agustín de Hipona que “de Dios nace todo poder,
aunque no todo querer” 102 . En un pensador cristiano, evidentemente, ésta es la
concepción seguida, aunque cabe señalar que Agustín de Hipona, a pesar de hacer
referencias a si una guerra es justa o no, no se centró en la legitimidad de la
autoridad política – el “agustinismo político” se referirá en el apartado final - en un
grado comparable al que se puede observar en mentes posteriores de la talla de
Juan de Salisbury (1115-1180), Tomás de Aquino (1225-1274), Duns Escoto
(1266-1308) o Guillermo de Ockham (1280-1349), entre otros muchos, en
cuestiones relativas al dar muerte o no al tirano que ostenta el poder o la relación
entre poder terrenal y poder divino.

Como se ha ido viendo a lo largo de las páginas que conforman este trabajo,
Agustín de Hipona, a pesar de que distinguió un orden temporal y otro celestial
inalcanzable en esta vida – aunque las dos ciuitates se entremezclarían -, se
propuso trazar las líneas básicas que nutrieran un orden social y político nuevo, que
continuara la Historia, a fuer de llevar a la práctica las palabras de las Escrituras y
que el hombre fuera una imago Dei. En el libro decimonoveno, llegó a asignar a la
Autoridad tres funciones: mandar, prever y aconsejar103. Llegó a argüir que “[…]
Con toda certeza, es la divina Providencia es la que establece los reinos humanos
[…]”104, llegando a nombrar Dios “a un rey bribón por la perversidad del pueblo”,
remitiéndose a Job, 34,30 y desechando la concepción de “tirano” propia del mundo
antiguo y que recogió en palabras de Virgilio 105 . El Estado bien orientado y
entendido, sería el reflejo, la expresión política en la tierra de la Ciuitas de Dios106,
“pulcherrima atque optima” 107 . Además, debe mantener un orden, valiéndose en
este apartado del ordo amoris, que se puede encontrar en distintos apartados de su
pensamiento. Sobre el orden desaparecido en la época en la que fue tomada
Hipona por los vándalos, reflexionó Kovaliov en su Historia de Roma:“[…] He aquí a
qué había venido a deparar la historia del Imperio Romano sobre el mundo: basaba

98
De Ciuitate Dei contra paganos, XXII, 20.2.
99
Fossier, La Edad Media. La formación del mundo medieval, 350-950. “Autopsia de Occidente”.. Crítica, Barcelona
(1988). pág. 53

100
Ibidem. pág. 53
101
Rom, XIII, 1.
102
De Ciuitate Dei contra paganos, V, 1.
103
Ibidem, XIX, 14.
104
Ibidem¸V, I.
105
Eneida, VII, 266. “Para mí será prenda de paz el estrechar la mano a vuestro tirano”.
106
Ortega Muñoz, Juan Fernando. Derecho, Estado e Historia en Agustín de Hipona. “La sociedad civil”. Universidad de
Málaga, Málaga (1981). pág. 147.
107
De Ciuitate Dei contra paganos. II, 19
14

su derecho a la existencia en el mantenimiento del orden en el interior y en la


protección contra los bárbaros en el exterior; pero su aparente orden era más
dañoso que el desorden, y los bárbaros contra los cuales pretendían proteger a los
ciudadanos eran esperados por éstos como salvadores […]”108.

Los ciudadanos han de vivir en ella durante “el tiempo de su destierro en este
mundo”109 , dado que el Estado es fruto de la voluntad de Dios110, y su formación,
propia de los hombres que se aúnan por el amor. Asimismo, se ha de acatar las
leyes de la ciudad terrena, pues quien obedece al poder civil obedece a Dios que es
su autor, como esgrimió en el Tractatus de Martha et Maria, aunque las ciudades de
este mundo “no han de poner obstáculo a la religión por la que debe ser honrado el
único y supremo Dios verdadero”111.

De este modo, el Estado acataría las leyes de la Iglesia, procurando la


conversión de su población, y ella las leyes civiles del Estado e instruyen a los fieles
en el cumplimiento de obedecer a los poderes públicos. “En la paz de la ciudad
terrestre, estará nuestra paz 112 .” Por consiguiente, la Iglesia acepta las diversas
formas de organizar los Estados siempre que no se opongan a los mandatos
divinos, que están por encima de la ley humana113. De este modo, “la ley es buena
porque es prohibición del pecado” 114 y porque “donde no hay Justicia, no puede
haber Derecho”115.

Saint Augustin, Philippe de Champaigne. 1645-1650, Los Angeles County Museum of Art, Los Angeles.

“[…] El hombre honrado, aunque esté sometido a servidumbre, es libre. El malvado, aunque sea rey, es esclavo, y no de un hombre,
sino de tantos dueños como vicios tenga. […]”. De Ciuitate Dei contra paganos, IV, 3.

108
Kovaliov. , Sergei Ivanovich. Historia de Roma. “Fin del Imperio Romano de Occidente. Revolución de los esclavos e
invasión de los bárbaros”. Vol. II. Akal, Madrid (1973). pág.272
109
De Ciuitate Dei contra paganos, XIX, 17.
110
Ibidem, XIX, 13.2.
111
Ibidem XIX, 17.
112
Expos quarumd. Proposit ex Epist Rom 72, 13, 1. 211.
113
De Ciuitate Dei contra paganos, XIX, 17.0
114
Ibidem, XIII, 5.
115
Ibidem, XIX, 21.
15

Así pues, la existencia de los Estados queda justificada como una vuelta del
hombre egoísta al orden social, del que se apartó por el pecado, sirviéndose del
ejemplo de Caco116. A su vez, tampoco consideró al Estado por encima del hombre,
dado que éste es elemento constitutivo de la ciudad, como lo es la letra al discurso.
Por ende, la sociedad civil es la suma de muchos hombres y éstos, junto a la
compañía de Dios, la medida fundamental del Derecho entre las ciudades. La
felicidad de cada individuo, se corresponde con la de la ciuitas que le engloba, dado
que “[…] Como claramente establecen las Escrituras, la Bienaventuranza del
hombre, no es diferente de la del Estado […]”117.

Por tanto, es la misma ley moral la que tiene validez para los Estados y para
los individuos; es el cristianismo el que hace a los hombres buenos ciudadanos. De
esto se puede llegar a concluir que, si sólo el cristianismo es el que hace buenos a
los hombres, el Estado no puede estar por encima de la Iglesia, ni siquiera a su
nivel, “debiéndose procurar que también el prójimo ame a Dios”118. En esta línea,
ha de apuntarse el hecho de que considerara injusto el ir en contra de la moral
“porque si es injusto meterse en el campo ajeno llevado de la avidez de poseer,
¿cuánto más lo será traspasar las barreras de las costumbres?”119. A pesar de los
apuntes históricos que se han realizado en páginas anteriores, la obra Ciuitate Dei
se ha entender con una finalidad moral, no coincidiendo exactamente con ninguna
organización real, como apuntó Copleston 120 , aunque en diversos pasajes de su
obra, se asocia la Ciudad de Dios con la Iglesia121. De hecho, el propio Padre no vio
incompatible el desempeño de un cargo de Estado por algún cristiano. De este
modo, se observa cómo a pesar, de ser clérigos existieron numerosos pleitos ya
durante estos primeros pasos, como lo testimonian los casos de simonía,
verbigracia la acusación de Basilio de Cesarea en la carta LIII a algunos
corepíscopos de cobrar dinero por ordenaciones122.

Huelga señalar, al estar tratando sobre la relación entre creyentes y el


Estado, que Agustín llegó a echar en cara a los donatistas que ellos fueran los
primeros en recurrir a la autoridad civil en asuntos internos de la Iglesia123. Éstos
recurrieron a Constantino, iniciándose, de este modo, “[…] una línea de
cesaropapismo de gravísimas consecuencias para las posteriores relaciones entre
Iglesia y Estado […] Se constituye como árbitro de los asuntos internos de la Iglesia
[…]”.

En suma, en su obra Derecho, Estado e Historia en Agustín de Hipona, Ortega


Muñoz recoge124 los pilares sobre los que se tendría que sustentar cualquier Estado:

- Que los que imperan no obliguen a impiedades e injusticias.


- Que todos sean iguales ante la ley.
- Que todos participen igualmente de la ciudadanía.
- Que la enseñanza a todos sea igualmente lícita.
- Que todos cuenten con medios de subsistencia.
- Que las cargas económicas del Estado pesen sobre todos.
- Que todos los pueblos puedan participar en las tareas del Gobierno central.

Por otro lado, Agustín también reflexionó sobre el mundo como totalidad, en lo
relativo a la relación entre las diferentes ciuitates que lo componen. De este modo,

116
Ibidem, XIX, 12,2.
117
Ortega Muñoz, Juan Fernando. Derecho, Estado e Historia en Agustín de Hipona. Universidad de Málaga, Málaga
(1981). pág. 153
118
De Ciuitate Dei contra paganos, XIX, 14.
119
Ibidem, XV, 16, 2.
120
Copleston, Frederick. Historia de la Filosofía. “San Agustín”. Vol. II. Ariel, Barcelona (2011). pág. 70.
121
Ibidem, VIII, 24.2, XIII, 16.1, XVI,2.3 , XX, 9.3.
122
http://www.ccel.org/ccel/schaff/npnf208.ix.liv.html. Consultado el 11-X-2011.
123
Enart. In Ps. 185.
124
Ortega Muñoz, Juan Fernando. Derecho, Estado e Historia en Agustín de Hipona. Universidad de Málaga, Málaga
(1981). pág. 162.
16

entre los distintos Estados que existen ha de reinar la ayuda mutua, sustentada por
la caridad125. Así pues, el hombre es conducido por las leyes de la Naturaleza a
unirse en sociedad pacífica, en cuanto le es posible, con todos los hombres de la
tierra, concluyendo que “esta tendencia hacia los demás que radica en la
Naturaleza trasciende la artificiosa división del mundo en estamentos cerrados por
nacionalismos, razas o política”126. Es la Ciudad de Dios se erige como el paradigma
de toda sociedad, dado que en ella confluyen y reinan la Justicia, el orden y la paz
verdadera.

Asimismo, dedicó varias líneas al enfrentamiento bélico entre diferentes


pueblos, pues “la ciudad terrena se levanta sobre la guerra”127. Esgrimió que, en el
momento en el que se ha dado una ofensa grave es totalmente lícito declarar la
guerra, mas es preferible mantener la paz e intervenir sólo cuando lo exija la
necesidad 128 . Las guerras que reparan las injusticias o injurias que el pueblo a
quien ha de declararse la guerra descuida castigar, son consideradas como
justas129. De este modo, “si un pueblo llegara poco a poco a depravarse, de manera
que prefiera el bien privado al bien público, o vendiera su voto al mejor postor, y
sobornado por los que ambicionan el Poder, entregar el gobierno del pueblo a
hombres viciosos y criminales, ¿no obraría rectamente el varón si alguno hubiese
con suficiente poderoso, que quitase a tal pueblo el poder dar honores, y lo pusiera
en manos de unos pocos buenos, e incluso de uno solo? Lo cual lo haría
rectamente”130.

En los conflictos bélicos, la Providencia sería el medio de volver el mismo a la


humanidad pecadora pues en definitiva, en ellas, todo depende de la voluntad
divina, que se vale en sus designios incluso de la perversidad de los hombres para
purificar, castigar o premiar a los pueblos131. Sobre la guerra, huelga señalar que
estaba convencido de que era necesaria como “una benévola dureza para corregir
la maldad” 132 , siendo lo reprensible en ella el deseo de dañar, la crueldad y la
pasión de dominio, características que ensombrecieron la extensión del imperio
romano, sobre la que se habló con anterioridad. “Cuando luchamos en una guerra
justa, nuestros enemigos han de estar pecando”133. Por ende, una guerra ofensiva
no se puede declarar si busca ampliar el propio imperio o extender la cultura o
conseguir una unidad mundial. Se puede recordar que, Cicerón, había preconizado
que un Estado bien organizado no ha de organizar una guerra si no es por
conservar su existencia o su fe. También justificó el enfrentamiento bélico como
forma de cumplir una alianza, dado que el pacto estaba hecho a ojos de la
divinidad. Además, introdujo un nuevo ius belli: el respeto a los lugares sagrados,
la inviolabilidad de las doncellas, el amparo del pueblo inocente o indefenso, en la
medida de lo posible, de la muerte, de la esclavitud y del pillaje134, aunque rechazó
el ius gentium de Cicerón, dado que éste no condenaba la esclavitud135. Sea como
fuere, la guerra emprendida debe culminar en un orden y en una armonía de
contrarios, en la paz, pues la concordia es la salud del pueblo 136 y “ninguna
potestad o derecho divino obliga a los cristianos a aniquilar al enemigo vencido”137,
además, retomando lo dicho al inicio de esta sección, “[…] el hombre racional,
hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, no el hombre al

125
De Ciuitate Dei contra paganos. XIX, 23
126
Ibidem XII, 28.
127
Ibidem, XV, 4.
128
Ibidem, IV, 6
129
Quaest, in Hept. VI, 10.
130
De libero arbitrio. 1, VI.
131
De Ciuitate Dei contra paganos, XI, 18, 22.
132
Epist, 138, 14.
133
De Ciuitate Dei contra paganos, XIX, 15.
134
Epist. 264
135
Fitzgerald, Allan D. Diccionario san Agustín. “Ciuitate Dei”. Monte Carmelo, Burgos (2001). pág. 275.
136
De Ciuitate Dei contra paganos, XIX, 24.
137
Ibidem, I, 24.
17

hombre, sino el hombre a la bestia[…]”138. La política exterior, unida a la ética,


lejos de la Realpolitik sobre la que se teorizará con profusión en tiempos
posteriores 139 . Por último, cabe señalar sus palabras cuando afirmó que “una
política que sepa evitar la guerra es preferible a toda victoria”140.

Pese a todo lo dicho, también expuso una serie de problemas que dificultarían la
realización de ese mundo unido de hombres sobre el que habló, pues “el universo
es como un gran océano: cuanto mayor es, tanto más abunda en escollos”141. Entre
esta serie de dificultades, la primera sería la relativa a la lengua. Otro de los
obstáculos sería la búsqueda del propio interés por encima del colectivo, “la
sociedad de los mortales se divide con frecuencia contra sí misma…Esto se debe a
que cada uno busca su propia utilidad y apetencias”142. Asimismo, defendió que la
ciuitas había de unirse bajo la religión, “pues no se defiende ni constituye mejor
que sobre el fundamento y la unidad de la fe”143. La Iglesia, pues, sería el punto de
unión, puesto que “aunque permanezca la diversidad de lenguas, en el corazón es
invocado un único Dios, se guarda una única paz […] las lenguas dividen, la Paloma
une” 144 . La división entre las lenguas nacería como castigo de Dios por sus
pecados145, manteniendo el pueblo de Dios su unidad tanto de territorio como de
lengua. Por otro lado, la ruptura en pequeños Estados, también sería consecuencia
de esta tendencia egoísta146.

El triunfo de san Agustín, Coello, Claudio. 1664, Museo del Prado, Madrid.

“[…] Mejor es una guerra con esperanza de eterna paz que una cautividad sin sospecha siquiera de liberación […]”. De Ciuitate Dei
contra paganos, XXI, 15.

138
Ibidem, XIX, 15.
139
Algunos señalan a Tucídides (460- 396 ca.) y a Sun Tzu (544-496) como sus precursores, mucho antes, pues, que el
periodo en el que redactó su obra el obispo de Hipona.
140
Epist. 229 y 230.
141
De Ciuitate Dei contra paganos, XIX, 7.
142
Ibidem, XVIII, 2, 1.
143
Epist, 137, V, 17. 159
144
In Joann. Evg, vi, 10.
145
De Ciuitate Dei contra paganos, XVI, 4.
146
Ibidem, XVIII, 18,1.
18

Conclusiones.
Si en su escrito Filosofía y política147, Hannah Arendt sostuvo que la brecha entre
filosofía y política se abrió con el juicio y condena de Sócrates, Agustín de Hipona
intentó perfilar cómo debía continuar el curso de la relación entre la única filosofía
que había alcanzado la Verdad y descubierto al verdadero dios, y la política –
cimentada principalmente entre la Iglesia y el poder de reyes y de señores que
habían ido ocupando el espacio perteneciente a la autoridad imperial pasada - en
los años sucesivos. Todo ello enmarcado en una época de cambio, de
incertidumbre, donde los otrora orgullosos romanos observaban cómo, al igual que
Quevedo tiempo después, los muros de su patria se desmoronaban.

Tras lo reflejado en líneas anteriores, afirmar que el obispo de Hipona


postuló una teoría política como tal es, a nuestro juicio, aventurado, ya que no
ofreció una estructuración sistemática y ordenada de las diversas atribuciones y
competencias de la organización estatal o urbana148. Tampoco habló de una forma
de gobierno definida, a pesar de que se hace referencia a los emperadores, a los
líderes y al sistema republicano, pero, esto, a nuestro juicio, no sería más que una
plasmación de la época en la que vivió, alentada por la imagen de los grandes
reyes de Jerusalén que se puede encontrar en el Antiguo Testamento y a la
influencia de Cicerón, pero que, el hecho de extrapolarlo hasta el punto de afirmar
que así definía su forma de gobierno no tendría, como se dijo antes, a nuestro
juicio, una base sólida tras la lectura del De Ciuitate Dei. En todo caso, todo habría
de mirar, que estar orientado hacia Dios, no dejando a un lado al pueblo, “porque
no hay cosa donde no hay pueblo”149, y no dejándose llevar por el libido dominandi.

Por otra parte, tampoco se habla de la inclusión de las minorías, tal y como
se puede entender esto en el siglo XXI, pues se traza una distinción entre creyentes
y no creyentes, en la que también caben subdivisiones como la de aquéllos que
actuarían mal a sabiendas y los que no, y la de paganos y ateos. Sin embargo, sí se
hizo referencia al rol social que jugarían las mujeres, no dejándolas en un lugar
destacado, como se reflejó en páginas precedentes, a pesar de la importancia que
tuvieron en la vida del obispo de Hipona. Este hecho, al igual que se adujo
anteriormente, puede ser debido al papel que se le asignaba en la época, aunque
no conviene olvidar aquello que se lee en el Nuevo Testamento cuando se dice “[…]
Que vuestras mujeres callen en las congregaciones porque no les es permitido
hablar, sino que estén sujetas, como también la ley dice. Y si quieren aprender
alguna cosa, pregunten en casa a sus maridos; porque deshonesta cosa es hablar
con una mujer en la congregación […]”150. En todo caso, huelga recordar que, el
propio Diderot, ya en 1753, en su Encyclopédie, aseveró que “la mujer no tiene
propiamente los derechos de un ciudadano”151.

Al contrario, en su obra, Agustín de Hipona, ofreció una explicación de los


criterios que, según él, debían constituir una ciudad, la eterna, y a los habitantes de
la ciudad terrena, así como los beneficios que les esperarían en la otra vida,
dibujando un símil entre la persecución de Gog a Magog 152 . Por ello, se ha
considerado que en esta obra tiene más peso el apartado moral que el político,
separados por Maquiavelo (1469 -1527) en siglos posteriores. Todo ello basado en
el Antiguo y en el Nuevo Testamento, a los que recurre en aras de apoyar su visión

147
Arendt, Hannah. Filosofía y política. Heidegger y el existencialismo. Martínez Rubio, Elena (trad.). Besatari, Bilbao
(1997).
148
La situación del Estado romano en proceso de derrumbe, puede llevar a preferir este término.
149
Ibidem, XIX, 23.
150
Cor. 14, 34-35.
151
Sánchez Marcos, Fernando. “La cultura en el siglo de las luces”. Historia moderna universal. Floristán, Alfredo
(coord.). Ariel, Barcelona (2009).
152
De Ciuitate Dei contra paganos, XX, 11.
19

y nutrirla con un pingüe sustento cultural, además de la concepción de la Historia


que aportaba el judaísmo y de la que bebió el cristianismo. Por esto, Eugene
Kevane escribió que “Ciuitate Dei es una historia del mundo como la de Heródoto
puesto que no elimina a la divinidad al contarlo”.

A su vez, la obra ha sido entendida como una apología del cristianismo en


una época en la que se le acusaba de ser la fuente de la que manaban los males
que habían ido destruyendo, gradualmente, al imperio romano. En esta línea, son
reseñables, a nuestro juicio, argumentos como los esgrimidos por parte de
Montesquieu y de Voltaire que, recogiendo la estela de Zósimo (inicios del S. VI
ca.), asociaron al cristianismo la ruina de la ciudad eterna, escribiendo el autor de
Candide en su Essai sur les mœurs et l'esprit des nations (1756): “[…] El
cristianismo abría el cielo, pero mandaba el Imperio a la ruina porque las sectas,
surgidas en su interior, no sólo luchaban entre sí por el delirio de las disputas
teológicas, sino que luchaban también contra la antigua religión del Imperio;
religión falsa, religión sin duda ridícula, pero bajo la cual Roma durante diez siglos
fue de victoria en victoria[…]”. También Gibbon sostuvo, en los capítulos XVI y XVII
de su History of the Decline and Fall of the Roman Empire (1776-1788), que el
cristianismo había actuado como una fuerza destructiva más, dado su carácter
irracional e intolerante, en contraposición al abierto del paganismo. Estas teorías,
empero, chocarían con el argumento de Neeck Needham cuando escribe que
“Agustín pudo haber escrito De ciuitate Dei independientemente de que Roma
hubiera caído o no. De hecho, en algunos de sus escritos anteriores eso regresa tan
pronto como en 390, encontramos alusiones a esta idea de las dos ciudades. […] el
contexto histórico de la caída del imperio romano convenció a Agustín y su noción
de las dos ciudades el mundo con la publicación de De Ciuitate Dei” […]153.

Agustín de Hipona intentó hacer buena la etimología del término “católico”,


proveniente del griego καθολικός, que significa universal, buscando englobar a la
humanidad bajo la misma bandera de la fe, como ya habían defendido Eusebio,
Lactancio, Ambrosio y Osorio, en un arca de tres pisos: Fe, Esperanza y Caridad154.
Un tema, el de la unión de las diferentes regiones del Orbe que siempre ha estado
presente. En la actualidad, pese a los proyectos de construir una ciuitas común, los
acontecimientos que se viven en los últimos tiempos en el seno del continente
europeo, demuestran la fragilidad y el nuevo repliegue de esta idea 155 . Sin
embargo, los hombres han continuado, siglo tras siglo, asociándose en Estados –
de los cuales, una parte, derivaron en imperios -, verbigracia, se puede recordar, la
reunificación italiana durante la segunda mitad del XIX que acabó con, en mayor o
menor medida, con el complejo tablero de cetros que, hasta ese momento, se
daban. En esta línea, bajo el paraguas tan complejo de la globalización, y con todas
sus contradicciones y desequilibrios que, de la forma que se está realizando, está
produciendo, los diversos Estados tienden puentes de todo tipo entre ellos, en aras
de potenciar sus economías y su seguridad. Estas unificaciones traen emparejado el
dejar de lado los nacionalismos, mediante la cesión de soberanía a una instancia
superior, y ese desprendimiento de un orgullo nacional está, a nuestro juicio, lejos
de convertirse en realidad en plazo corto-medio de tiempo 156 . De este modo,
chocan las dos caras de la voluntad de poder que distinguió Feinmann en
Nietzsche 157 : la que lleva a la expansión y la que se basa, a su vez, en la
conservación de los rasgos distintivos y de lo ya obtenido.

153
Needham, Nich. Pp.8 y 9. http://www.sbts.edu/media/publications/sbjt/SBJT_2008Summer4.pdf . Consultado: 18-
X-2011.
154
De Ciuitate Dei contra paganos, XV, 2.
155
Helm, Toby. “Greek debt crisis prompots fears of EU disintegration”. The Guardian. 25-VI-2011.
http://www.guardian.co.uk/world/2011/jun/25/greek-default-threatens-european-union.Consultado el 13-X-2011.
156
“David Cameron blocks EU treaty with veto, casting Britain adrift in Europe”.
http://www.guardian.co.uk/world/2011/dec/09/david-cameron-blocks-eu-treaty . Consultado: 3 - I- 2012.
157
Feinmann, José Pablo. Nietzsche, vida y voluntad de poder. Canal Encuentro, Argentina.
20

Por otra parte, las relaciones entre Iglesia y Estado no son una página
pasada en el transcurrir humano, dejada atrás a partir de los siglos XVIII, XIX y XX.
Sirva como ejemplo cercano la visita de Benedicto XVI, cuya tesis, al igual que la
de Hannah Arendt versó sobre Agustín de Hipona, en este caso, en torno a la
eclesiología 158 , a la ciudad de Madrid en el verano del 2011, con motivo de la
celebración de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Durante este encuentro159,
se pudo ver al Jefe del Estado, al presidente del Gobierno y al presidente del
Congreso recibiéndole; o, como ejemplo, las declaraciones, aún más recientes del
arzobispo de la archidiócesis de Madrid, Rouco Varela, en las que esgrimía que “las
leyes de Dios debían guiar las decisiones públicas”160, animando al nuevo gabinete
a derogar determinadas leyes 161 . Tomando como referencia las tesis de Agustín,
Gilson concluyó que “[…] aunque no haya formulado jamás el principio, la idea de
un gobierno teocrático no es inconciliable con su doctrina, pues si el ideal de la
Ciuitas de Dios no implica esta doctrina, tampoco la excluye […]”162.

Durante los siglos siguientes, en el ámbito de lo que se puede considerar


como filosofía política de la Edad Media, destacan las contribuciones a ella de
figuras como la de Juan de Salisbury, Tomás de Aquino, Guillermo de Ockham y,
finalmente, Marsilio de Padua, ya a las puertas del Renacimiento, cuando Petrarca
inició su Canzionere, y a menos de un siglo de que la cúpula del Duomo di Firenze
se elevara sobre la ciudad. A lo largo de la Edad Media, es reseñable, como se
apuntó anteriormente, el agustinismo político, término complejo acuñado por
Arquillière en 1934, y que, como esgrimió Ramiro Flórez “tiene su origen en una
especial lectura de la Ciudad de Dios, aunque no solamente de ella […] Esta
ideología ha configurado de modo decisivo y estricto la forma de organización del
Poder de toda la historia, sociedad y política altomedievales”163. Sirva para ilustrar
esto que Ciuitate Dei fue una de las lecturas favoritas de Carlomagno. Asimismo,
huelga señalar que algunos de los libros que la componen se extendieron, bien
aislados entre sí, bien mediante extractos seleccionados, transmitiéndose, así, de
manera simplificada lo que esgrimió el obispo de Hipona 164 . En todo caso, este
mismo autor situó el fin del agustinismo político en el siglo XX, aunque “sus
supuestos seguirán condicionando y alimentado el conflicto de las interpretaciones,
al cambiarse el concepto de absorción, por el de primacía que ha de ejercer el
poder espiritual sobre el puramente natural o civil”165.

En suma, la obra de Agustín de Hipona se erige como un texto fundamental


para comprender el devenir y desarrollo tanto de la filosofía, como de la teología y
de la política en el viejo y en el nuevo continente. En ese transcurrir se sitúa el
gótico y en su seno las grandes catedrales que se erigieron en las urbes, intentando
rozar el cielo como Adán a su creador en la Sixtina, y tratando de reconstruir la
casa de Dios, pues “la arquitectura es el arte que más se esfuerza por reproducir en
su ritmo el orden del universo”166. Asimismo, no ha de preterirse la influencia que
tuvieron en Lutero las palabras del obispo de Hipona, cuyas semillas recibió al

158
“Benedicto XVI propone a san Agustín como modelo para el cristiano de hoy”. 31-VIII-2007.
http://www.revistaecclesia.com/content/view/164/113/ . Consultado: 15-XI-2011.
159
http://www.rtve.es/noticias/20101107/rey-agradece-papa-generosidad-espana-valora-importancia-
cristianismo/368677.shtml. Asimismo, el diario Público, en su edición del 19-VIII-2011, recogió una serie de imágenes
que muestran el recibimiento de los distintos poderes del Estado: http://www.publico.es/espana/392112/inclinados-
ante-el-papa
160
“Rouco quiere que la ley de Dios vuelva a guiar las decisiones públicas”.
http://www.publico.es/espana/411129/rouco-quiere-que-la-ley-de-dios-vuelva-a-guiar-las-decisiones-publicas .
Consultado: 8-XII-2011.
161
“Rouco lanza su primer mensaje al PP para cambiar la ley del aborto”.
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2011/12/30/actualidad/1325273717_196216.html . Consultado: 30-XII-2011.
162
Gilson, Étienne. Introduction a l’étude de saint Agustin. Vrin, París (1929). pp. 225 y ss.
163
Flórez Flórez, Ramiro. “Los presupuestos del agustinismo político medieval”. Actas del II congreso nacional de
filosofía medieval. Litocián. Zaragoza (1996). pág. 12.
164
Ibidem. Pág.19.
165
Flórez Flórez, Ramiro. “Los presupuestos del agustinismo político medieval”. Actas del II congreso nacional de
filosofía medieval. Litocián. Zaragoza (1996). pág. 15.
166
Eco, Umberto. Il nome della rosa. RBA, Barcelona (1992). pág. 25.
21

estudiarle siguiendo la tradición nominalista ockhamista de finales de la Edad


Media167; de hecho, sus escritos fueron impresos en Basilea en 1550. Con esto, se
puede observar la importancia de la que gozaron las palabras que Agustín de
Hipona legó a la historia del pensamiento, incluso a la de la música, Gilson hizo ver
las metamorfosis que ha sufrido al Ciuitas Dei, que continuaría en la Respublica
christiana de R.Bacon, en la Monarchia de Dante, de la pax fidei de Nicolás de Cusa
y de la città del Sole dibujada por Camapanella168; tampoco habría de olvidarse, a
nuestro juicio, la ciudad ideal de Al-Farabi. Una ciuitas fundamentada en la unión
entre los hombres, no por la incapacidad de autarquía de propio individuo o por su
inseguridad, sino en la naturaleza del hombre, en su amor. Nick Needham llegó a
aseverar que, si la filosofía de Occidente, siguiendo a Whitehead, no son más que
notas al pie del pensamiento de Platón, la teología de Occidente son notas al pie del
pensamiento de Agustín169. Quizás por ello, al igual que el Amadís y el Tirant se
salvaron del crepitar del fuego de la hoguera de Alonso Quijano, los hunos de
Borges no pudieron quemar uno de los libros del Ciuitate Dei170.

Finis gloriae mundi, Valdés Leal, Juan de. 1671-1672. Hospital de la Caridad, Sevilla.

“[… ] Entremezcladas, de hecho, y mezcladas mutuamente están estas dos ciudades, hasta que sean separadas en el último juicio […]”.
De Ciuitate Dei, I, 35.

167
Fitzgerald, Allan D. Diccionario san Agustín. “Lutero”. Monte Carmelo, Burgos (2001). pág. 820.
168
Ferrater Mora, José. “Ciudad de Dios”. Diccionario de Filosofía. Vol. I. RBA, Barcelona (2010).
169
Needham, Nick. Augustine of Hippo: the relevance of his life and thought today.
170
Borges, Jorge Luis. El Aleph. “Los teólogos”. Alianza Editorial, Madrid (2009).
22

Bibliografía.

- Agustín, san. La Ciudad de Dios. Edición, estudio preliminar, selección de


textos, notas y síntesis por Salvador Antuñano Alea. Tecnos, Madrid (2010).

- Agustín, san. La Ciudad de Dios. Montes Oca, Francisco. librosclasicos.org

- Arendt, Hannah. Filosofía y política. Heidegger y el existencialismo. Martínez


Rubio, Elena (trad.). Besatari, Bilbao (1997).

- Borge, Jorge Luis. El Aleph. Alianza Editorial, Madrid (2009).

- Chadwick, Henry. Augustine of Hippo: a life. Oxford. Oxford (2009).

- Cicerón. Obras políticas. Sobre la República- Las leyes. Traducción, apéndice


y notas de D’Ors, Álvaro. Gredos, Barcelona (2009).

- Flórez Miguel, Cirilo. La filosofía de los presocráticos a Kant. Universidad de


Salamanca, Salamanca (1979).

- Copleston, Frederick. Historia de la filosofía. De san Agustín a Escoto. Vol II.


Ariel, Barcelona (2011).

- Dyson, R.W. St. Augustine of Hippo. Continuum. Norfolk (2005).

- Eco, Umberto. Il nome della rosa. RBA, Barcelona (1992).

- Flórez Flórez, Ramiro. “Los presupuestos del agustinismo político medieval”.


Actas del II congreso nacional de filosofía medieval. Litocián. Zaragoza
(1996).

- Floristán, Alfredo (coord..) Historia moderna universal. Ariel, Madrid (2009).

- Fitzgerald, Allan D. (dir.). Diccionario de san Agustín. Burgos, Monte


Carmelo (2001).

- Fossier, Robert. La Edad Media. La formación del mundo medieval, 350-


950. Crítica, Barcelona (1988).
´
- García-Junceda, J. Antonio. La cultura cristiana y san Agustín. Cincel, Madrid
(1986).

- Gilson, Étienne. Introduction a l’étude de saint Agustin. Vrin, París (1929).

- Gilson, Étienne. La filosofía en la Edad Media: desde los orígenes patrísticos


hasta el fin del siglo XIV. Gredos, Madrid (1989).

- Gilson, Étienne L’espirit de la philosophie médiévale. Madrid, Rialp (1981).

- Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. Lecciones sobre la historia de la Filosofía.


Roces, Wenceslao (trad.). Fondo de Cultura Económica, Méjico (1981).
23

- Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Obras completas. Volumen II. Gredos,


Madrid (2010).

- Kovaliov, Sergei Ivanovich. Historia de Roma. El imperio. Akal, Madrid


(1973).

- Lelorrain, Anne-Marie. El fin del imperio romano y la expansión musulmana


395-814. Larousse. RBA, Barcelona (2005).

- López Barja de Quiroga, Pedro y Lomas Salmonte, Francisco Javier. Historia


de Roma. Akal, Madrid (2004).

- Mommsen, Theodor. Historia de Roma. RBA, Barcelona (2005).

- Ferrater Mora, José. Diccionario de Filosofía. RBA, Barcelona (2005).

- Musset, Lucien. Las invasiones. Labor, Barcelona (1967).

- Needham, Nick. Augustine of Hippo: The Relevance of his life and thought
today.

- Ortega Muñoz, Juan Fernando. Derecho, Estado e Historia en Agustín de


Hipona. Universidad de Málaga, Málaga (1981).

- Pirie, Madsen. 101 great philosophers. Makers of modern thought.


Continuum. Londres, (2009).

- Platón. República. Gredos, Barcelona (2009).

- Reale, Giovanni y Antiseri, Dario. Historia del pensamiento filosófico y


científico. Herder, Barcelona (2010).

- Roldán, J.M., Blázquez, J.Mª, del Castillo A. Historia de Roma. RBA,


Barcelona (2010).

- Russel, Bertrand. Historia de la Filosofía. RBA, Barcelona (2009).

- Sánchez Jiménez. San Agustín. Tema VII, Grado en Derecho. Sevilla (2010).

- Velásquez, Óscar. Cicerón en el De Ciuitate Dei de san Agustín: las


complejidades de un diálogo. Anuario filosófico. XXXIV/2. Universidad de
Navarra, Navarra (2001). pp.527-538.

- Velásquez, Óscar. El De Ciuitate Dei de san Agustín en la perspectiva


romana de la gloria. Instituto de Filosofía, Pontificia universidad católica.
Onomazein, 1997.

- Zambrano, María. La agonía de Europa. Mondadori, Madrid (1988).

- artehistoria.jcyl.es
24

- ccel.org

- elpais.com

- guardian.co.uk.

- publico.es

- revistaecclessia.com

- www.salvador.edu.ar . Truyol y Serra, El Derecho y el Estado en san


Agustín.
- sbts.edu
25

Índice.

-A-

Al-Farabi. 21.

Alejandro Magno. 6.

Ambrosio. 2, 3, 12, 19.

Amor. 7, 8, 11, 13.

Arendt, Hannah. 18, 20.

Aristóteles. 2, 7, 10.

Averroes. 2.

-B-

Borges, Jorge Luis. 23.

Brecht, Bertolt. 12.

-C-

Caco. 14.

Carlomagno. 20.

Cicerón. 2, 3, 10, 11, 12, 16.

Coello, Claudio. 17.

Comodiano. 4.

Concilio de Antioquía. 5.

Concilio de Calcedonia. 6.

Constantino. 5, 6, 15.

-D-

de Aquino, Tomás. 2, 12.

de Cantherbury, Anselmo. 2.

de Cartago, Cipriano. 4.

de Cesarea. 14.

de Champaigne, Philippe. 14.

de Ockham, Guillermo. 2, 13, 20.

de Salisbury, Juan. 12.

Duns Escoto. 12.


26

-E-

Eco, Uberto. 20.

Ennio. 9.

Esclavitud. 9, 16.

-F-

Fausto. 3.

Foucault, Michel. 12.

-G-

Gog y Magog. 18.

Guerra. 9, 12, 13, 16, 17.

-H-

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 6.

-I-

Inocencio X. 5.

-J-

Job. 13.

Justicia. 7, 10, 11, 13, 14, 15.

-L-

Ley. 3, 5, 8, 9, 12, 13, 14, 15, 18, 19, 20.

Libido dominandi. 9.

Lucrecia. 10.

-M-

Maimónides. 2.

Mónica.3.

Montesquieu. 18.

-N-

Nietzsche, Friedrich. 24.

-P-

Pablo, apóstol. 5.

Paloma. 17.

Paz. 8, 9, 10, 14, 15, 16, 17.

Pío XII. 5.
27

Platón. 8, 10, 11, 20.

Plotino. 11.

Providencia. 9, 13, 16.

-S-

Salustio. 9.

Salviano. 2.

Sardanápalo. 10.

Sócrates. 18.

-T-

Tarquinio. 7.

Teodosio II. 5.

-V-

Valdés Leal, Juan de. 21.

Valerio (obispo de Hipona). 5.

Vélazquez, Diego Rodríguez de Silva. 5.

Virgilio. 13.

Voltaire. 18.

-Z-

Zambrano, María. 2.
28

Salamanca, a 10 de enero de 2012.

You might also like