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El filósofo austriaco Karl Popper llamó “paradójico” el ejercicio de tolerancia pues “la tolerancia
ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia”. No se trata de una simple conjetura de
un hombre con rabia frente al mundo, se trata de una verdad indiscutible donde la tolerancia pierde
poder. Nuestro país es el espejo de esa teoría, puesto que los intolerantes –por no llamarlos godos
o retrógrados- parecen ganar el combate, y todo a través de un sutil y sedoso discurso que nos
“invita” a tolerar sus propuestas. En toda esa palabrería se camufla un espíritu esencialmente
dictatorial, caracterizado por la implantación de idearios anacrónicos. Con esto, luego del sinsabor
que dejan estos resultados del pasado 17 de junio, me surge la pregunta sobre la santificación de la
tolerancia en esta patria de júbilo inmortal, por ende, la creación de un dogma.
Por ello es que no puedo dialogar con ideas trasnochadas que eternizan la discriminación, asientan
la bagatela de la corrupción y sepulta las complejas luchas por la paz a través de un ejercicio de
burocracia desangrante. Perdónenme, pero no me voy a tomar un café con aquellos Lázaros de la
democracia resucitados por un uribismo ansioso de regresar al poder, ni mucho menos por hacer
un intento de “comprender” el conservadurismo recalcitrante que nos lleva gateando al siglo XIX.
No se trata de rencor, ni de ser “mal perdedor” –tal vez sí, pero todos estamos en el mismo barco-
se trata de coherencia, no esa que proclamaron los defensores del voto en blanco, sino la
metamorfosis de la indignación en la que se configura una intolerancia necesaria. Sí, sin hipocresía
ni verborrea políticamente correcta: una intolerancia en la que se cocine el dolor por la patria, por
las víctimas del conflicto, por los homosexuales, por los artistas, por las mujeres, por los indígenas,
por aquellos cuyas voces han sido acalladas durante tanto tiempo, una intolerancia que se traduzca
en gritos esperanzadores para la Colombia aplastada por las maquinarias políticas.