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Nos morimos de tolerancia.

El filósofo austriaco Karl Popper llamó “paradójico” el ejercicio de tolerancia pues “la tolerancia
ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia”. No se trata de una simple conjetura de
un hombre con rabia frente al mundo, se trata de una verdad indiscutible donde la tolerancia pierde
poder. Nuestro país es el espejo de esa teoría, puesto que los intolerantes –por no llamarlos godos
o retrógrados- parecen ganar el combate, y todo a través de un sutil y sedoso discurso que nos
“invita” a tolerar sus propuestas. En toda esa palabrería se camufla un espíritu esencialmente
dictatorial, caracterizado por la implantación de idearios anacrónicos. Con esto, luego del sinsabor
que dejan estos resultados del pasado 17 de junio, me surge la pregunta sobre la santificación de la
tolerancia en esta patria de júbilo inmortal, por ende, la creación de un dogma.

Colombia tiene un serio problema de resistencia, y no me refiero al bloqueo de imposiciones


arbitrarias, hablo de aquella que doblega al espíritu e impide la lucha, esa que constriñe la razón y
bloquea la garganta. Una tolerancia forzada, cruz contemporánea que no redime de ningún pecado.
Somos un pueblo vendado que trastoca la verdad con la grosería, como si fueran palabras
intercambiables y ese temor a opinar frente a lo injusto ha sido animado durante doscientos años
por un “otro” que funge de gobernante cuya mojigatería aplaca la rabia a su conveniencia. Así,
Colombia agoniza por la tolerancia que la asfixia: el nudo en la garganta impide abuchear, las manos
atadas en la espalda masacran las palabras cargadas de indignación.

Por ello es que no puedo dialogar con ideas trasnochadas que eternizan la discriminación, asientan
la bagatela de la corrupción y sepulta las complejas luchas por la paz a través de un ejercicio de
burocracia desangrante. Perdónenme, pero no me voy a tomar un café con aquellos Lázaros de la
democracia resucitados por un uribismo ansioso de regresar al poder, ni mucho menos por hacer
un intento de “comprender” el conservadurismo recalcitrante que nos lleva gateando al siglo XIX.
No se trata de rencor, ni de ser “mal perdedor” –tal vez sí, pero todos estamos en el mismo barco-
se trata de coherencia, no esa que proclamaron los defensores del voto en blanco, sino la
metamorfosis de la indignación en la que se configura una intolerancia necesaria. Sí, sin hipocresía
ni verborrea políticamente correcta: una intolerancia en la que se cocine el dolor por la patria, por
las víctimas del conflicto, por los homosexuales, por los artistas, por las mujeres, por los indígenas,
por aquellos cuyas voces han sido acalladas durante tanto tiempo, una intolerancia que se traduzca
en gritos esperanzadores para la Colombia aplastada por las maquinarias políticas.

Nos morimos de tolerancia porque la dogmatizamos y a todo le exprimimos una justificación. La


tolerancia no se puede convertir en el estandarte de la canallada, pues eso defiende lo condenable.
Hacemos parte de un mundo terrenal en el que la tolerancia se nos ha convertido en el pase directo
al mundo celestial, una especie de grillete pintado de rosadito, así de pronto no se siente tanto la
esclavitud. Esa representación cuasi mesiánica de la tolerancia arrastra consigo al país a un declive
inminente en el que todos “toleraremos” los latigazos, “toleraremos” la discriminación,
“toleraremos” la violencia contra las mujeres, “toleraremos” la corrupción, “toleraremos…” y al final
nos mataron por tolerar. “No polaricemos” dicen algunos sensatos, “Divide y vencerás” dirán otros,
“No toleremos” digo yo porque en palabras de Popper “Deberemos reclamar entonces, en nombre
de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”.

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