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El libro de las figuras jeroglíficas de Flamel

Texto e imágenes del comienzo del libro de N. Flamel, “El libro de las figuras jeroglíficas”,
donde el autor explica que descubrió los secretos de la alquimia gracias a un cabalista.

Didier Kahn comenta en un libro dedicado a Nicolas Flamel que “el más popular de los
alquimistas franceses no practicó jamás la alquimia”. Se trata, dice Kahn, de una leyenda que
se fue fraguando desde el siglo XV y culminó en 1612 con la publicación de Le livre des Figures
Hiéroglyphiques. Sin duda es una leyenda, pero lejos de quitarle autoridad, la enaltece.

Leyenda es una palabra que proviene del latín y significa, en su primera acepción, ‘cosas que se
deben [saber] leer’. En la leyenda Nicolas Flamel, la narración de los acontecimientos que le
llevaron a la culminación de la Gran Obra son indiscutiblemente simbólicos; los personajes, las
fechas, los topónimos y la sucesión de eventos que Flamel utiliza en la introducción de Le livre
des Figures Hiéroglyphiques no están escritos al azar ni pueden tomarse como simples figuras
literarias, sino que contienen una enseñanza, seguramente fundamental, para penetrar en los
misterios de la cábala y de la alquimia, no como dos disciplinas separadas, sino como un único
arte divino. Creemos que es a causa de dicha enseñanza por lo que se considera a Nicolas
Flamel como uno de los más sublimes adeptos de la historia. [El libro original sólo describe las
imágenes, pero en las ediciones posteriores se integraron, como sucede en la traducción
alemana de 1751 que presentamos].

Texto de “El libro de las figuras jeroglíficas”

Si bien, yo, Nicolas Flamel, escribano y habitante de París en este año de mil trescientos
noventa y nueve y residiendo en mi casa de la calle de los Escribanos, al lado de la capilla de
Saint-Jacques-de-la-Boucherie; si bien, digo, sólo sé un poco de latín a causa de la falta de
medios de los que disponían mis padres, quienes, no obstante, eran estimados por todos como
gentes honradas, por la gracia de Dios y la intercesión de las santas y santos bienaventurados
del paraíso, principalmente de san Jaime (Santiago / Saint-Jacques), no he dejado de
comprender con todo detalle los libros de los filósofos y aprender en ellos sus secretos ocultos.
Por eso, al recordar este elevado bien, ya sea de rodillas (si el lugar es adecuado) o en mi
corazón, nunca dejo de dar gracias afectuosamente a este Dios tan bondadoso que jamás
permite que el hijo del justo mendigue en las puertas y que no decepciona a quienes todo lo
esperan de su bendición.

Así, después de la muerte de mis padres, me gané la vida con nuestro arte de la escritura,
haciendo inventarios, calculando las compras y disminuyendo los gastos de tutores y mineros.
Entonces, por la suma de dos florines, cayó en mis manos un libro dorado, muy viejo y grande.
No estaba hecho con papel ni con pergamino como los demás, sino que estaba hecho (así me
lo pareció) de finas cortezas de arbustos tiernos. Su cubierta era de cobre bien afinado,
totalmente grabado con letras o figuras extrañas que, en lo que a mi respecta, creí que podían
ser caracteres griegos o de otra lengua antigua parecida. Lo cierto era que no sabía leerlos y
que estaba seguro de que no eran caracteres o letras latinas o galas, puesto que éstas las
entendía un poco. En cuanto a su interior, sus hojas de cortezas estaban grabadas con mucho
arte, escritas con un buril de hierro, con unas bellas y claras letras latinas coloreadas. Contenía
tres veces siete hojas; pues así estaban numeradas en la parte superior; la séptima de las
cuales siempre aparecía sin escritura. En vez de ella, en la hoja en blanco del primer septenario
había pintada una vara y unas serpientes que se devoraban. En la del segundo septenario, una
cruz donde una serpiente aparecía crucificada. En el último septenario, aparecían pintados
unos desiertos en medio de los cuales manaban unas hermosas fuentes, de las que surgían
unas serpientes que corrían por todas partes. Al principio de estos folios aparecía escrito en
unas letras mayúsculas grandes y doradas: «Abraham, el judío, príncipe, sacerdote, levita,
astrólogo y filósofo, a la nación judía dispersada por las Galias a causa de la ira de Dios. ADIÓS
D. I.» Después de eso venían gran cantidad de execraciones y maldiciones terribles (con la
palabra MARANATHA, que aparecía repetida con frecuencia), contra toda persona que pusiera
sus ojos en el libro, si no era sacrificador o escriba.

Quien me vendió este libro no adivinó sus valor, ni tampoco yo cuando lo compré. Creo que
fue robado a los judíos miserables, o hallado en algún escondrijo allí donde habitaban
antiguamente. En la segunda hoja del libro, el autor consolaba a su nación aconsejándola huir
de los vicios y sobre todo de la idolatría y esperar con tranquila paciencia la venida del Mesías,
que vencería a todos los reyes de la tierra y reinaría con su pueblo en la gloria eterna. Sin
duda, debió de haber sido un hombre muy sabio.

En la tercera hoja y en las siguientes escritas y para ayudar a su nación cautiva a que pagase los
tributos a los emperadores romanos y, para otra cosa que no voy a decir, les enseñaba la
transmutación metálica en palabras comunes, mientras que al lado describía los vasos y
advertía de los colores y de todo lo demás, excepto del primer agente del que no decía nada;
más bien, como él mismo decía, lo representaba y figuraba con gran artificio, en el cuarto y
quinto folios enteros. Pues si bien aparecía inteligiblemente representado y figurado, sin
embargo, nadie podría comprenderlo sin estar muy adelantado en su cabala traditiva y sin
haber estudiado muy bien los libros de los filósofos. Puesto que el cuarto y el quinto folios no
estaban escritos sino repletos de bellas figuras iluminadas o pintadas con gran artificio.

En primer lugar, en el folio cuarto, pintó un hombre joven con alas en los talones sosteniendo
en la mano un caduceo con dos serpientes enrolladas con el que golpeaba el casco que cubría
su cabeza. Según mi opinión, parecía el dios Mercurio de los paganos. Contra él venía,
corriendo y volando con las alas abiertas, un viejo que llevaba un reloj sobre su cabeza y una
hoz entre sus manos, como si fuera la muerte, con la que terrible y furioso quería cortar los
pies a Mercurio.

Al otro lado del cuarto folio, pintó una flor muy bella en la cima de una montaña altísima que
el aquilón azotaba muy rudamente. Tenía el tallo azul, las flores blancas y rojas y las hojas
relucían como el oro fino, a su alrededor, los dragones y los grifos del norte tenían su nido y su
residencia.

En el folio quinto había rosal florido muy bello en medio de un hermoso jardín; el rosal se
apoyaba contra un roble hueco al pie del cual fluía a borbotones una fuente de agua muy
blanca que acababa precipitándose en los abismos no sin antes pasar entre las manos de
pueblos infinitos que la buscaban cavando en la tierra, pero como eran ciegos nadie la
reconocía, excepto los pocos que consideraban su peso.
En la página opuesta al quinto folio había un rey con un gran sable que obligaba a unos
soldados a matar en su presencia a una multitud de niños pequeños, cuyas madres lloraban a
los pies de los desalmados soldados. Esa sangre era recogida después por otros soldados y
puesta en un gran recipiente, en el que el sol y la luna del cielo iban a bañarse. Y puesto que
esta historia representaba, poco más o menos, la de los inocentes, asesinados por Herodes, y
que en este libro he aprendido la mayor parte del arte, ha sido una de las causas por las que
puse en su cementerio (el de los Inocentes) los símbolos hieroglíficos de esta ciencia secreta.
He aquí lo que había en las cinco primeras páginas.
No voy a representar lo que estaba escrito en un latín bello e inteligible en las demás hojas
escritas, pues Dios me castigaría, mientras que yo cometería una cosa peor que aquél de quien
dicen que deseaba que todos los hombres del mundo tuviesen una única cabeza para que
pudiera cortarla de un solo tajo. Así pues, teniendo en casa este libro no dejé de estudiarlo ni
de día ni de noche, entendiendo muy bien todas las operaciones que demostraba, pero no
sabiendo en absoluto con qué materia era necesario comenzar, lo que me causaba una gran
tristeza y soledad y me hacía suspirar a cada momento. Mi esposa, Perrenelle, a la que amaba
tanto como a mí mismo y con quien me había casado hacía poco, estaba muy sorprendida, me
consolaba y me preguntaba vehementemente si podía librarme de aquel disgusto. Hasta que
ya no pude callar por más tiempo y se lo dije todo; le mostré el hermoso libro del que se
enamoró tanto como yo mismo y disfrutaba enormemente contemplando sus bellas cubiertas,
grabados, imágenes y retratos, que entendía tan poco como yo. De todos modos, era un gran
consuelo el poder hablar con ella y conversar acerca de lo que sería necesario hacer para
obtener su interpretación.

Por fin, hice pintar lo más natural que pude, dentro de mis posibilidades, todas las figuras del
cuarto y quinto folios y las mostré a varios sabios en París, quienes no entendieron mucho más
que yo. Incluso les advertí de que aquello había sido hallado en un libro que enseñaba la
piedra filosofal; pero la mayoría se burlaron de mí y de la bendita piedra excepto uno, llamado
señor Anselmo, licenciado en medicina, que había profundizado mucho en esta ciencia. Éste
expresó muchos deseos de ver mi libro y no había modo de que cesara en su empeño, pero
siempre le aseguré que no lo tenía, si bien le hice una extensa descripción de su método. Dijo
que la primera figura representaba el tiempo, que lo devoraba todo, y que era necesario un
periodo de seis años, según las seis hojas escritas, para perfeccionar la piedra; sostenía que
entonces se debería dar la vuelta al reloj y no cocer más. Y cuando le dije que eso estaba así
para demostrar y enseñar el primer agente (como aparecía dicho en el libro), respondió que la
cocción de seis años equivalía a un segundo agente; que, en verdad, el primer agente estaba
pintado, que era el agua blanca y pesada, que sin duda era la plata viva que no podía fijarse ni
cortársele los pies, es decir, que su volatilidad sólo podía serle quitada por aquella larga
decocción, dentro de una sangre muy pura de niño pequeño; que dentro de dicha sangre la
plata viva se unía con el oro y la plata, y con ellos se convertía en primer lugar en una hierba
semejante a la que aparecía dibujada; y después, por corrupción, en serpientes, las cuales,
después de ser desecadas y consumidas por el fuego, se reducían a polvo de oro, que sería la
piedra.

Esa fue la causa de que, durante un largo periodo de veintiún años, hiciera mil estropicios, no
siempre con sangre, que es algo malvado y villano. Pues encontré en mi libro que los filósofos
denominaban sangre al espíritu mineral que se halla en los metales, principalmente en el sol,
la luna, y el mercurio, a cuya unión siempre tendí. Así, la mayoría de estas interpretaciones,
eran más sutiles que verdaderas. Al no contemplar jamás, durante mi operación, los signos en
el tiempo prescrito por mí libro, siempre estaba comenzando de nuevo. Por fin, tras haber
perdido la esperanza de poder comprender algún día esas figuras, hice la promesa de una
peregrinación a Dios y al apóstol Santiago de Galicia, y poder consultar así a un sacerdote judío
de alguna de las sinagogas de España. Así pues, con el consentimiento de Perrenelle, llevando
conmigo el extracto de las figuras, tomé el hábito y el bordón, como puede vérseme en la
parte exterior de esta misma arca, en cuyo interior y del lado que da al cementerio he puesto
las figuras hieroglíficas y en la muralla, a ambos lados, una procesión donde se representan por
orden todos los colores de la piedra y que acaba con esta escritura francesa: «Moult plait a
Dieu procesión s’elle est faite en dévotion» (A Dios le alegra mucho la procesión si está hecha
con devoción).

Aproximadamente así es como comienza el libro del rey Hércules, que trata de los colores de la
piedra, y que se titula “El iris”. Dice así: Operis processio multum natura placet, etc… y lo hice
para los sabios que entenderán la alusión. Entonces, también yo me puse en camino y, por fin,
llegué al Monte del Gozo y después a Santiago, donde con gran devoción cumplí mi promesa.
Una vez hecho esto, cuando ya volvía, encontré en León a un comerciante de Bolonia, quien
me presentó a un médico judío de nacionalidad, pero cristiano, que allí vivía y que era muy
sabio. Se llamaba Maestro Canches. Cuando le mostré las figuras de mi extracto, lleno de
asombro y alegría me interrogó al punto respecto a si tenía noticias del libro y de donde
provenían. Le respondí en latín, pues así me había preguntado, que esperaba tener buenas
nuevas si alguien me descifraba aquellos enigmas. Inmediatamente, llevado por un gran ardor
y alegría, empezó a descifrarme el comienzo. Y así, para no alargarme, él estuvo muy contento
de tener noticias de dónde estaba aquel libro y yo de oírle hablar. Y, verdaderamente, había
oído hablar mucho del libro pero como de algo que se creía completamente perdido, como él
mismo decía. Resolvimos nuestro viaje y de León pasamos a Oviedo y de allá, a Sansón, donde
nos embarcamos para volver a Francia.

Nuestro viaje fue bastante feliz y, cuando nos adentramos en aquel reino, ya me había
interpretado la mayoría de mis figuras, en las que incluso en los puntos encontraba grandes
misterios (lo que a mi me parecía maravilloso); entonces, al llegar a Orleáns, este hombre
sabio cayó gravemente enfermo, afligido por grandes vómitos que no habían cesado desde su
travesía por el mar. Temía tanto que lo abandonase que era imposible imaginarse algo igual. Y,
si bien no me aparté de su lado en ningún momento, él me llamaba incesantemente. Por fin
murió al final del séptimo día de su enfermedad y yo me afligí mucho. Lo hice enterrar lo mejor
que pude en la iglesia de la Santa Cruz de Orleáns, donde aún descansa ahora. Dios tenga
piedad de su alma, pues murió como un buen cristiano. Y ciertamente si la muerte no me lo
impide, entregaré a dicha iglesia algunas rentas para que todos los días se digan misas por su
alma.

Quien quiera ver cómo fue mi llegada y la alegría de Perrenelle, que nos contemple a los dos
en esta villa de París sobre la puerta de la capilla de Saint Jacques-de-la-Boucherie, del lado
que está junto a mi casa, donde estamos representados: yo dando gracias a los pies de
Santiago de Galicia y Perrenelle, a los pies de san Juan, a quien había invocado muy a menudo.
Tanto más cuanto, por la gracia de Dios y por la intercesión de la bienaventurada y santa
Virgen y de los bienaventurados Santiago y Juan, supe todo lo que deseaba, es decir, los
primeros principios y no su primera preparación, que en el mundo es lo más difícil de todo.
Pero al final, después de muchos errores, lo conseguí al cabo de más o menos tres años en los
que no hice otra cosa que estudiar y trabajar; así, puede vérseme fuera de este arca (en la que
puse procesiones en sus dos pilares) a los pies de Santiago y Juan, rogando siempre a Dios, con
el rosario en la mano, leyendo atentamente un libro mientras peso las palabras de los filósofos
y ensayo seguidamente las diversas operaciones que me imaginé sólo por sus palabras.

Por fin encontré aquello que deseaba, que reconocí enseguida por el fuerte olor. Cumpliendo
así fácilmente el magisterio.

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