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VII.

Las políticas frente a las drogas


en la Venezuela bolivariana

Andrés Antillano* y Keymer Ávila**

Tiempos turbulentos: V
  enezuela y la revolución
bolivariana

¿ Qué de nuevo aportan los gobiernos progresistas y de izquierda en


América Latina sobre las drogas? Descontando que bajo tal rúbrica se
cobija un amplio espectro político con distintos matices y orientaciones,
las diferencias en torno al tema de las drogas son significativas. Más allá de
las alineaciones políticas, se dan claros contrastes entre los gobiernos del
cono sur, que ensayan audaces políticas de descriminalización del consu-
mo y programas de reducción de daños, y los gobiernos de la región andi-
na, que más bien profundizan el modelo prohibicionista y la ampliación
de la respuesta penal frente a las distintas dimensiones del problema. In-
cluso dentro de cada país se verifican gradaciones y deslizamientos, como
en el tratamiento boliviano de la hoja de coca en comparación con las
políticas conservadoras que prevalecen frente a las otras aristas del tema, o
el progresivo endurecimiento de las posturas de los gobiernos de Perú y
Ecuador, luego de sus iniciales gestos liberalizadores.
En contraste con estas posiciones fragmentarias e incoherentes, y sin
negar propuestas de avanzada como la de Mujica en Uruguay con relación
a la mariguana, paradójicamente quienes parecen sostener la iniciativa
política frente a los modelos tradicionales y claman por una estrategia al-
ternativa son sectores y gobiernos conservadores y posturas políticas libe-
rales, despojando a los sectores de izquierda de discursos y propuestas
propios sobre el tema.

* Instituto de Ciencias Penales, Universidad Central de Venezuela (ucv).


** Instituto de Ciencias Penales, Universidad Central de Venezuela (ucv).

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Andrés Antillano y Keymer Ávila

En este capítulo describiremos la política frente a las drogas promovida


durante el gobierno bolivariano en Venezuela. El proyecto bolivariano no
sólo condensa y encarna buena parte de los contenidos y retóricas de los
otros gobiernos progresistas de la región, sino que ha jugado un indudable
liderazgo en las posturas continentales frente a la hegemonía estadouni-
dense. Pese a esto, tal como intentaremos mostrar, por lo que se refiere a
las políticas frente a las drogas que han constituido pieza clave en el diseño
de la dominación norteamericana en el hemisferio, no sólo no se ha plan-
teado ninguna novedad sustantiva sino que, por el contrario, se ha profun-
dizado en el modelo de “guerra contra las drogas” que el gobierno de
Estados Unidos ha promovido en la región durante décadas.
En 2004 el presidente Chávez anunció el fin de la cooperación con la
Drug Enforcement Administration (dea) y la expulsión de los funciona-
rios de esta agencia estadounidense que operaban en el territorio nacional.
La respuesta del gobierno norteamericano no se hizo esperar. A partir de
ese año y de manera consecutiva hasta hoy, Venezuela ha sido descertifica-
da por el Departamento de Estado aduciendo su poca colaboración en la
lucha contra las drogas, y se han hecho acusaciones de distinto calibre so-
bre la participación de las autoridades venezolanas en el tráfico interna­
cional, incluso librando órdenes de captura contra altos funcionarios
militares y civiles de Caracas. Desde entonces se ha producido una escala-
da de acusaciones y reproches mutuos, donde el gobierno de Washington
señala a Venezuela como tolerante e incluso cómplice del creciente tráfico
de cocaína por su territorio, mientras el venezolano apunta que la lucha
contra las drogas ha mejorado sustantivamente desde la salida del organis-
mo de Venezuela, sugiriendo incluso la participación del gobierno norte-
americano en el narcotráfico.
Paradójicamente, pese a esta pugna, Venezuela ha mantenido el mode-
lo norteamericano en su política frente a las drogas, y cobrado con creces
los costos de esta fidelidad. Más allá de las tergiversaciones habituales, la
realidad es que el tráfico y consumo de drogas —así como otras prácticas
asociadas— aumentaron significativamente en Venezuela durante los úl-
timos años, en buena medida debido a las políticas implementadas en el
marco del Plan Colombia, que han contribuido a desplazar y regionalizar
las rutas, los actores y los procesos vinculados con el narcotráfico en todos
los países de la región. Esto, sumado al sostenimiento de una política de
interdicción que demanda la dependencia tecnológica y militar de Esta-
dos Unidos para ser viable, ha contribuido con la gestación de un cuadro

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Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

complicado para la nación suramericana. Venezuela es, entonces, víctima


tanto de las políticas estadounidenses en la región como de su propia in-
consecuencia al no desmarcarse de aquellas.

El problema de las drogas en Venezuela1


Aunque los datos son dudosos y poco sistemáticos, la mayoría de las evi-
dencias apuntan a un significativo repunte de la participación de Vene-
zuela tanto en el tráfico como en el consumo de drogas, especialmente
cocaína. Sobre los volúmenes de drogas que pasan por el territorio vene-
zolano, las cifras varían significativamente según cada fuente. El gobierno
norteamericano estima magnitudes que superan las 150 toneladas para la
cocaína (véase US Departament of State, 2005), mientras informes de
International Crisis Group llegan a aseverar que Venezuela es responsable
del tráfico de entre 250 y 500 toneladas anuales (The Washington Post,
2007; véase también International Crisis Group, 2007; 2008), lo que
supondría que por su territorio pasa más de 25 por ciento de la cocaína
que se consume en el mundo. Estos números están fuera de toda propor-
ción y muestran el grado de especulación y uso interesado en este tipo de
estimaciones: si la mayor parte de las fuentes consideran que la produc-
ción de cocaína en Colombia ronda las 650 toneladas métricas,2 que su
mayor parte se exporta por el Pacífico, y descontando las cantidades que
se decomisan en Colombia y Venezuela, es poco factible, por simple ope-
ración matemática, sostener que tales volúmenes de drogas puedan pasar
por el país.
Sin embargo, esto no contradice la creciente importancia que ha ad-
quirido Venezuela como ruta del narcotráfico, en especial para la cocaína.
Para 2010, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito
(unodc) estima que 10 por ciento de la cocaína que entró al mercado in-
ternacional transitaba por Venezuela y los países del Caribe (unodc,
2010). Según reportes de este mismo organismo internacional, Venezuela
se menciona como uno de los principales orígenes de drogas decomisadas
(junto a otros países que cumplen roles de distribución secundarios en la
1
Para un panorama general de las drogas en Venezuela véanse, entre otros, Antillano, 2009;
Salazar, 2006, Sánchez, 1998. Pero especialmente, la sólida y significativa obra de Rosa del Olmo,
quien fuera pionera en América Latina de una lectura crítica y comprometida sobre el tema (Del
Olmo, 1988; 1992; 1998).
2
unodc (2013) estima la producción mundial de cocaína entre 700 y mil toneladas, de la
cual la mitad (o incluso menos) se produce en Colombia, país del que pasa luego a Venezuela.

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Andrés Antillano y Keymer Ávila

región, como Ecuador, Brasil, Argentina, República Dominicana y varias


naciones centroamericanas). Sin precisar cifras, el propio gobierno vene-
zolano reconoce la gravedad del problema. Si tomamos otro indicador
igualmente dudoso, como las cantidades de drogas incautadas entre 1999
y 2012, se intervinieron 671 toneladas de drogas en territorio venezolano
(Oficina Nacional Antidroga, 2013).3
El aumento del tráfico por Venezuela se relacionaría con la creciente
importancia de dos rutas de internacionalización de la cocaína que usan su
territorio como plataforma. Por un lado, el norte del Caribe y, por el otro,
la ruta Atlántica hacia el floreciente mercado europeo. Hoy en día Europa
es el segundo mercado mundial para la cocaína, sólo después de Estados
Unidos, pero mientras éste tiende a declinar, la demanda europea crece
sostenidamente (unodc, 2010; 2011; 2012; 2103). El reciente protago-
nismo de África y Asia como países de tránsito, buena parte de la produc-
ción peruana y boliviana, o las rutas emergentes por la Amazonia y el cono
sur están estrechamente vinculadas con la creciente importancia de este
mercado. Venezuela, con una fachada atlántica convenientemente ubica-
da, juega un papel clave en la provisión de drogas para satisfacer la deman-
da del viejo continente.
De igual forma, el consumo también aparece como un problema cre-
ciente. Según distintos reportes, el uso de cocaína y de otras drogas parece
haber aumentado durante los últimos años,4 mientras que la edad de inicio
disminuyó. Este incremento en la demanda, aunque muy lejos de los nive-
les de los países centrales e incluso del resto de la región (véase unodc,
2010; 2011; 2012; 2013), echa por tierra la tradicional distinción entre
países productores, de tránsito y consumidores, con frecuencia argüida por
voceros del gobierno. Tal diferenciación de papeles en la cadena de las dro-
gas parece referirse a un orden económico mundial, consistente con la di-
visión internacional del trabajo entre países productores de materias primas
y países industrializados consumidores de estas materias y productores de
bienes acabados, que ya no existe. El nuevo orden internacional supone

3
El año con mayor volumen de decomiso fue 2005, con 77.53 toneladas, aunque desde en-
tonces la cifra ha tendido a disminuir. En 2012 se capturaron 45.08 toneladas.
4
Para 2008, la prevalencia de uso de drogas ilícitas para Venezuela, según unodc (2009), fue
de 3.3 por ciento para mariguana, 1.1 para cocaína y 0.1 por ciento para opiáceos, aunque se ve-
rifica un aumento con relación a años anteriores. En 2012, María Eugenia Sader, para entonces
ministra de Salud, declaró que 220 mil personas presentaban problemas de consumo de drogas
ilícitas, y que se atendía a 35 mil pacientes en distintas modalidades de tratamiento de la farmaco-
dependencia (El Universal, 2012).

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Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

una expansión global del mercado, del consumo y de la economía especu-


lativa y financiera. En este sentido, la distinción entre países productores,
de tránsito o consumidores ya no se verifica en la realidad. Así, Estados
Unidos y los países centrales son los principales productores de las sustan-
cias de mayor consumo en el mercado internacional (mariguana, para Es-
tados Unidos, y drogas sintéticas), mientras América del Sur, a la que se le
otorgaba tradicionalmente el papel de región productora y de tránsito, se
convierte en el tercer mercado mundial en importancia (unodoc, 2013).5
Este aumento del tráfico y el consumo es común en otros países de la
región. Distintos reportes insisten en identificar durante los últimos años
el papel creciente de países como Ecuador, Brasil, Chile, Argentina y los
países de Centroamérica, y el recrudecimiento del caso mexicano, en el
tráfico internacional de drogas, especialmente cocaína, y el aumento de la
prevalencia del consumo entre sus poblaciones, lo que coincide con la
aplicación del Plan Colombia en sus distintas versiones (Antillano, 2009).
Un efecto persistente de las intervenciones estadounidenses frente a las
drogas en el hemisferio, de las que el Plan Colombia es sólo una de sus
últimas expresiones, es el poco impacto real en la reducción de la oferta,
actuando más bien en una redistribución de rutas, actores y procesos y, a
mediano plazo, el agravamiento y la extensión del problema. Las políticas
de interdicción contra la mariguana y la producción de cocaína en Bolivia
en la década de 1980 crearon condiciones favorables para el despegue de
los cárteles colombianos que monopolizaron el negocio de la cocaína y
sembraron zozobra en la nación andina. La represión y desmantelamiento
de éstos en la década de 1990, además de su efecto en la fragmentación de
los actores y en el predominio de organizaciones caracterizadas por un
mayor uso de la violencia, hicieron aflorar el papel de grupos ilegales
mexicanos en el tránsito de drogas al mercado norteamericano, y ahora la
intervención militar en Colombia desplaza a actores, rutas y actividades
vinculadas con el narcotráfico a las naciones vecinas. La “guerra contra las
drogas” durante estas últimas tres décadas no sólo no ha podido disminuir
la oferta de drogas, sino que ha regionalizado el problema, implicando a
5
Dos temas adicionales son el tráfico de precursores y la legitimación de capitales, de los que
tampoco se cuenta con datos fidedignos. En cuanto al primero, parecería haber un agravamiento
en el tráfico de precursores, especialmente de gasolina, hacia la zona fronteriza con Colombia,
región donde existirían laboratorios para producción de cocaína. En cuanto a la legitimación, pese
a la adopción reciente de medidas para acrecentar el control sobre actividades financieras dudosas,
el ingente mercado negro de divisas podría ofrecer una inmensa oportunidad para el blanqueo de
capitales de origen ilegal.

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Andrés Antillano y Keymer Ávila

los países del hemisferio en el negocio y dispersando en toda la región la


violencia, el crimen organizado y la corrupción de los gobiernos.

Venezuela y la “guerra contra las drogas”


A pesar del repudio a la presencia de la dea en territorio venezolano y del
discurso antiimperialista que ha enarbolado su gobierno, Venezuela ha
tenido una fidelidad a toda prueba respecto al modelo de “guerra contra
las drogas” promovido desde hace ya medio siglo por el gobierno estado-
unidense. Esta subordinación se remonta al menos a la década de 1980,
con la aprobación de la ley que incorpora la Convención de Viena, y ha
supuesto que el país adopte sin ninguna reserva las regulaciones y políticas
promovidas por Washington, recibiendo asistencia técnica y financiera
para su implementación y permitiendo en el pasado que funcionarios nor-
teamericanos cumplan tareas de planificación, asesoría, dirección y coor-
dinación de las acciones del gobierno venezolano en materia de drogas. Si
bien el gobierno chavista expulsó a los funcionarios estadounidenses que
en la práctica dirigían la política antidrogas venezolana, y rompió la co-
operación con la dea, mantuvo e incluso profundizó la estrategia en que
se fundamentaba esta intervención. La estrategia de “guerra contra las dro-
gas” comporta costos operativos, grados de complejidad, requerimientos
tecnológicos, militares y de inteligencia que imponen la dependencia del
gobierno de Estados Unidos. De hecho, este modelo podría ser considera-
do uno de los mecanismos del país del norte para garantizar su hegemonía
en la región. Romper con la tutela de Washington en la lucha contra las
drogas, pero mantener intacta su estrategia es una posición inconsistente,
que reproduce los peores efectos sociales y políticos de esta política pero
sin que a cambio se obtengan los beneficios que ofrece.
El modelo de la “guerra contra las drogas” promovido por Estados Uni-
dos y reproducido sin condiciones por Venezuela, se definiría por la mane­
ra en que construye el problema de las drogas, las políticas que impone y los
efectos que implica, tanto a escala nacional como geopolítica. Supone un
proceso de construcción de “las drogas” como amenaza grave a la seguridad
externa e interna, es decir, a la seguridad nacional y ciudadana. Las drogas se
ontologizan, subsumiendo procesos, actores y relaciones distintas y cobran-
do vida propia, cualidad de agencia, en una suerte de metonimia en que el
todo (el entramado social vinculado con la producción, comercialización y
consumo de drogas, la mediación social y cultural de sus efectos, etc.) es

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Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

sustituido por la parte (la sustancia, la droga), para encubrir condicionantes


estructurales, actores, procesos y efectos sociales. A la vez que se le atribuye
a las drogas voluntad e intenciones, se desdibujan los actores y sus intereses.
En su construcción como problema, las drogas operan como los procesos
de fetichización en otras esferas de la vida social (subjetividad, economía,
derecho) identificados por autores como Freud, Marx y Pashukanis.
Como consecuencia de esta definición del problema, se legitima la
respuesta del Estado que desborda los límites legales y éticos, introducien-
do una lógica bélica, un espacio de excepción jurídica que se justifica por
el peligro que suponen “las drogas” para la sociedad y la nación, generan-
do un alto gradiente de violencia institucional, criminalización de sectores
vulnerables, reducción de las garantías y los derechos humanos, debilita-
miento de los controles democráticos y sobrecarga del sistema penal. Por
último, estas respuestas, subordinadas a políticas hemisféricas, terminan
por ser funcionales a los intereses y objetivos de seguridad de Estados Uni-
dos, a la vez que refuerzan su hegemonía regional.
En términos de su concreción, la “guerra contra las drogas” se expresa
en: 1) inflación punitiva, ampliando los tipos penales que criminalizan
actividades y sujetos que de una forma u otra estén asociados con las dis-
tintas fases del problema (producción, tráfico, comercio minorista, con­
sumo, etc.), endureciendo las penas asociadas con estas conductas y
estableciendo figuras procesales y penales propias de la excepción jurídica,
con frecuencia reñidas con el marco constitucional y con las garantías
penales; 2) una mayor reactividad de las agencias penales frente a este tipo
de conductas; 3) la centralidad de la persecución de actores vinculados
con las drogas (generalmente campesinos, consumidores, microcomercia-
lizadores y pequeños traficantes) en la actividad de la policía, y 4) la mili-
tarización de la intervención frente a las drogas.

La respuesta legislativa
La legislación venezolana sobre drogas desde 1984, y en sus sucesivas mo-
dificaciones en 1993, 2005 y 2010, ha sido reflejo fiel de los cambios en
las políticas y normativas internacionales promovidas desde los centros del
poder mundial. Sirva como ejemplo el desarrollo reciente de una legisla-
ción contra el crimen organizado, que profundiza la represión de las dro-
gas, a partir de la Convención de Palermo de 2000. De esta manera, la ley
venezolana penaliza las distintas actividades relacionadas con las drogas

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Andrés Antillano y Keymer Ávila

(desde precursores, producción, tráfico, comercio, posesión y tenencia,


hasta consumo6 y legitimación de capitales), crea figuras procesales excep-
cionales y establece fórmulas administrativas extraordinarias que acrecien-
tan el poder discrecional del Estado.
Por otra parte, las agendas propias de los actores involucrados han sido
también determinantes en los cambios legislativos. Es el caso de la última
reforma de la ley de drogas en 2010, iniciada originalmente con el propó-
sito de ampliar las competencias y poderes del órgano rector en la materia,
la Oficina Nacional Antidrogas (ona),7 para terminar extendiendo el ca-
tálogo de conductas prohibidas y endureciendo las penas aplicadas. El
cuadro VII.1 compara las penas de algunos delitos en la nueva ley en rela-
ción con la anterior.
Adicionalmente, amplía los tipos penales y las sanciones para casos de
instigación al delito y al consumo (artículos 162, 164 y 166), desvío y re-
etiquetamiento de sustancias precursoras (artículo 154 y 155), operacio-
nes con sustancias controladas con licencia revocada (artículos 156),
corretaje ilícito de sustancias controladas (artículo 157), obtención de li-
cencia mediante datos falsos (artículo 158), alteración de la composición
en la mezcla no controlada (artículo 159), utilización de locales, lugares o
vehículos para consumo de drogas (artículo 161), o las penas por prevari-
cación, denegación de justicia, incumplimiento del deber, etcétera.
En suma, la legislación aprobada en 2010 muestra una clara regresión
con respecto a normas anteriores,8 expandiendo e intensificando el castigo
6
El consumo, que en ninguna de las legislaciones venezolanas desde 1984 está penado de
manera explícita, sí es objeto de medidas de seguridad (tratamiento forzoso), mientras en la prác-
tica se criminaliza a través de la figura de posesión. La distinción entre la posesión ilícita y el con-
sumo, que era salvada por la versión de 1993, en las leyes de 2005 y 2010 se deja a criterio
discrecional del juez y a los “expertos”, extendiendo la criminalización de los usuarios.
7
En efecto, la ley de 2010 amplía las competencias del órgano rector hasta cotas de dudosa
constitucionalidad, pues desplaza a otros poderes y órganos públicos: se le otorgan funciones se-
mejantes a la Cancillería en temas de droga; facultades para establecer e imponer sanciones admi-
nistrativas; funciones de rectoría sobre la totalidad de la administración pública, al crearse por ley
unidades administrativas de prevención integral contra el consumo de drogas en todos los niveles
de gobierno y colocarlas bajo el control de la ona; rectoría sobre todos los programas de trata-
miento, públicos y privados; competencias para coordinar la investigación penal en la materia,
desplazando al ministerio público; obligatoriedad de suministro de información por parte de
instituciones públicas y actores privados; cuenta con una poderosa fuente de financiamiento, al
crearse el Fondo Nacional Antidrogas, con obligatoria cotización por parte de empresas; control
y disposición sobre bienes incautados, etc. Se consagra como un meta-Estado capaz de intervenir
en distintas áreas del Estado y de la vida pública.
8
En realidad, esta regresión se inicia con la ley de 2005, que supone un retroceso con relación
a la anterior, al aumentar las penas y los tipos penales, mientras se profundiza la penalización del
consumo.

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Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

Cuadro VII.1. Algunos tipos penales de las leyes de droga,


2005 y 2010
Tipo penal L2005 L2010
Delito de tráfico: para quien dirige o financie tales Penalidad Penalidad
operaciones de 15 a 20 años de 25 a 30 años
Delito de tráfico: más de 5 kg de mariguana, 1 kg Penalidad Penalidad
de mariguana genéticamente modificada, de 8 a 10 años de 15 a 25 años
1 kg de cocaína, 60 gramos de amapola
o 500 unidades de drogas sintéticas
Delito de tráfico: menos de las cantidades Penalidad Penalidad
anteriores de 6 a 8 años de 12 a 18 años
Delito de tráfico: de 20 a 200 gramos Penalidad Penalidad
de mariguana; de 5 a 200 gramos de mariguana de 4 a 6 años de 8 a 12 años
genéticamente modificada; de 2 a 50 gramos de (artículo 149)
cocaína, sus derivados o mezclas; de 1 a 10 gramos
de derivados de amapola o hasta 100 unidades de
drogas sintéticas
Siembra y comercio de semillas (jornaleros) Penalidad Penalidad
de 3 a 5 años de 12 a 18 años
Siembra y comercio de semillas (financista) Hasta 30 años
(artículo 151)
Producción de sustancias químicas Penalidad Penalidad
de 6 a 10 años de 15 a 20 años
(artículo 150)
Posesión ilícita Penalidad Penalidad
de 1 a 2 años de 1 a 2 años
(artículo 153)
Fuente: Elaboración propia a partir de la Ley Orgánica de Drogas (República Bolivariana de Venezuela, 2010).

penal, así como la intervención coercitiva del Estado. Esta tendencia expan-
siva se confirma también en normas colaterales como la Ley Contra la De-
lincuencia Organizada, distintas legislaciones que regulan las materias
financiera y bancaria, la recientemente aprobada normativa sobre aviación
civil que permite el derribo de aviones sospechosos en vuelo, o decisiones
jurisprudenciales como la sentencia del Tribunal Supremo de Justicia de julio
de 2005, que define los delitos de drogas como delitos de lesa humanidad, y
por ello imprescriptibles y excluidos de cualquier beneficio procesal o penal.
Además del aumento del uso del castigo penal, la legislación antidroga
prevé un cada vez más extenso repertorio de medidas administrativas y
ámbitos de regulación del Estado (materias precursoras, publicidad, pre-
vención, tratamiento, actividades bancarias, etc.) bajo el argumento de la
lucha contra las drogas.

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Andrés Antillano y Keymer Ávila

La respuesta policial, judicial y penal

Una segunda dimensión de la estrategia dominante frente a las drogas es la


sobrerreacción de las agencias penales ante conductas consideradas como
delitos de droga. Es el caso de la policía, que centra buena parte de su acti-
vidad en la aprehensión y persecución de vendedores al menudeo y consu-
midores de drogas proscritas. Todos los planes policiales puestos en práctica
durante estos últimos diez años, que suman más de 20, incorporan como
un objetivo prioritario el combate al “microtráfico”, bajo la premisa de que
la venta y consumo de drogas tiene una relación causal directa con la vio-
lencia y otras formas de criminalidad. Esta reactividad de la policía condu-
ce a una sobrecarga tanto de la administración de justicia como del sistema
penitenciario por delitos de drogas, que generalmente reclutan sus clientes
en los escalones inferiores de la actividad relacionada con drogas.
En el funcionamiento de la administración de justicia se constata la
selectividad y sobrerrepresentación de este tipo de delitos. En una revisión
de la actividad del ministerio público fiscal encargado de la fase prelimi-
nar de investigación9 según se recoge en sus informes anuales entre 2001 y
2013, hace evidente cómo la “productividad” de la fiscalía en materia de
drogas ha crecido en los últimos años:

Cuadro VII.2. Acusaciones en casos de drogas, 2001-2011


2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011

374 1 296 928 1 359 2 247 3 851 3 604 5 352 7 841 12 725 12 010

Fuente: Elaboración propia a partir de Informes del Ministerio Público (2002-2012).

Este aumento en las acusaciones podría explicarse por un mayor volumen


de actos conclusivos (acusaciones, sobreseimientos y archivos) y, en conse-
cuencia, como un índice de mayor eficacia en la actividad fiscal. Pero una
revisión más minuciosa revela un endurecimiento del proceso más que
una mayor productividad. Para los casos de drogas investigados por la fis-
calía, 52.8 por ciento de los actos conclusivos son acusaciones, 8.2 por

9
La fase preliminar o de investigación, conducida por el ministerio público (fiscalía), supo-
ne la recolección de indicios suficientes para decidir el juzgamiento de la causa, y conduce a uno
de tres tipos de actos conclusivos: acusación (que implica el pase a juicio), sobreseimiento y ar-
chivo fiscal.

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Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

Gráfica VII.1. Actos conclusivos en casos de drogas, 2002, 2003,


2004, 2010 y 2011
Actos conclusivos en casos de drogas, año 2002 Actos conclusivos en casos de drogas, año 2003
182
470 1 296 10%
928
18%

51%
40% 50%
31%

795 746

Actos conclusivos en
Acusaciones casos de drogas, año 2004
Archivos Actos conclusivos en casos
Acusaciones
Sobreseimientos de drogas, año 2010
Archivos Sobreseimientos
339 535
4 455 3%
9% 1 359

25%
34%

72%
57%

2 229
12 725

Actos conclusivos en casos de drogas, año 2011


Acusaciones Archivos Acusaciones
Sobreseimientos Archivos Sobreseimientos
247
18%
1%

51%
8 752 42%

31% 57%
12 010

Acusaciones Archivos Sobreseimientos


Acusaciones Archivos Sobreseimientos
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de los Informes Anuales del Ministerio Público (2002-2013).

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Andrés Antillano y Keymer Ávila

ciento archivos y 39 por ciento sobreseimientos, tendencia que parece


acentuarse con el paso de los años.
En el tratamiento de este tipo de delitos se invierte la relación entre
sobreseimientos y acusaciones en comparación con otras materias pe­
nales, en las que los sobreseimientos sobrepasan holgadamente a las acu­
saciones. Así por ejemplo, para 2011, las acusaciones para la totalidad de
las causas que arribaron a actos conclusivos representaron apenas 8.21
por ciento, seguida de los archivos con 20.59 por ciento y los sobre­
seimientos con 71.12 por ciento. En otras palabras, las posibilidades de
que una persona investigada por un delito de drogas sea acusada penal-
mente es desproporcionadamente más alta en comparación con cualquier
otro delito.
Cuando se contrastan los actos conclusivos de la Dirección de Drogas
con otras direcciones especializadas en investigar otros delitos (delitos
comunes, violaciones de derechos humanos, etc.) las diferencias son no-
torias:

Cuadro VII.3. Actos conclusivos en el ministerio público, 2011


Acusaciones Sobreseimientos Archivos
(porcentaje) (porcentaje) (porcentaje)
Actos conclusivos en general 8.21 71.21 20.59
Dirección de Derechos Fundamentales 3.11 65.62 31.27
Dirección de Delitos Comunes 10.01 66.95 23.04
Dirección para la Defensa de la Mujer 14.22 42.97 42.81
Dirección de Protección Penal Ordinario 16.38 73.67 9.95
Integral de la Familia Responsabilidad 41.19 54.99 3.82
Penal del
Adolescente
Dirección contra la Corrupción 22.16 76.00 1.07
Dirección de Defensa Integral del Ambiente 23.21 68.35 8.44
Dirección contra las Drogas* 57.16 41.66 1.18
Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Informe Anual del Ministerio Público 2011 (2012). * Esta es
la dirección sustantiva del ministerio público encargada de procesar delitos de drogas.

Tal desbalance da cuentas de las prioridades de la política criminal del Es-


tado venezolano, para la cual perseguir el consumo y tráfico de drogas está
por encima de aquellos hechos que amenazan otros bienes jurídicos tute-
lados, como la vida. Esta cruzada antinarcóticos se puede apreciar también
en otras actuaciones del ministerio público y de los tribunales penales, en

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Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

las que la tendencia es el incremento de medidas cada vez más punitivistas


y de restricción de libertades. El aumento de flagrancias (que expresa la
mayor reactividad policial y generalmente impone formas abreviadas de
juzgamientos), el uso de la prisión preventiva y el aumento del número de
sentencias condenatorias, confirman el aumento de la severidad de las
agencias penales venezolanas frente a las drogas. Procedimientos abrevia-
dos, investigaciones y juicios sumarios, merma de garantías procesales y
privación de libertad es la tendencia que caracteriza el procesamiento de
los casos de drogas en Venezuela.

Cuadro VII.4. Actuaciones procesales frente a delitos de drogas


2001 2002 2003 2004
Flagrancias presentadas 641 6 427 2 857 5 729
Privación judicial de libertad 779 2 642 1 833 2 271
solicitudes
Sentencias condenatorias 50 376 335 598
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de los Informes Anuales del Ministerio Público (2002-2013).

La consecuencia lógica de este proceder se refleja en una mayor propor-


ción de sentencias condenatorias dictadas por los tribunales en la fase de
juicio. Entre 2001 e inicios de 2007 el poder judicial dictaminó 4 274
sentencias en casos de drogas, de las cuales 3 670 terminaron en condenas.
Es decir que en los casos de drogas 86 por ciento de las decisiones de los
tribunales desembocan en la aplicación de alguna pena.
En cuanto al sistema penitenciario, para 2009 había en las prisiones
unas 23 517 personas, de ellas la mayoría eran hombres (95.5 por ciento)
entre 23 y 32 años (42.8 por ciento); 55.7 por ciento procesados, 44.3 por
ciento condenados, 23.3 por ciento ingresaron por drogas (Ministerio de
Interior y Justicia, 2009).10 En el caso de drogas hay dos aspectos caracterís-
ticos: el porcentaje de mujeres encarceladas por estos delitos es mayor que
la proporción de las mujeres encarceladas por todos los demás delitos en la
población penitenciaria en general, y llega a 13.1 por ciento (frente a 4.5
por ciento), y el número de condenas es dos puntos superior al del conjun-
to de delitos (46.3 por ciento de condenados por drogas), lo que confirma
la hiperactividad judicial ya señalada. Los delitos por los que se purgan

10
Este estudio es anterior a la Ley Orgánica de Drogas, promulgada en 2010, por lo que es
muy posible que las cifras relacionadas con delitos de drogas hayan aumentado sensiblemente.
Para 2013, el número de personas en prisión ascendió a más de 50 mil.

175
Andrés Antillano y Keymer Ávila

Gráfica Vi.2. Casos de drogas sentenciados, 2001-2007


604

14%

3 670 86%

Sentencias condenatorias Sentencias absolutorias

Fuente: Elaboración propia a partir de datos de los Informes Anuales del Ministerio Público (2002-2008).

condenas son, en orden de importancia, tráfico (4 295 casos: 1 470 se eti-


quetan como “ocultamiento”, 1256 como “distribución” y 727 como
“transporte”), “drogas” —así, de forma genérica e indeterminada— (809
casos), posesión (122 casos). Las categorías de legitimación y “consumo”
que, como ya mencionamos, formalmente no están tipificadas como deli-
to, cuentan con un pequeño número de reportes.
Estos datos contrastan con las cifras del Cuerpo de Investigaciones
Científicas Penales y Criminalísticas (cicpc, policía de investigación judi-
cial) del año 2012 (cicpc, 2012), en que se invierte el orden: posesión con
7 340 casos (2.87 por ciento), “consumo” con 1 488 casos (0.58 por cien-
to), tráfico con 326 (0.13 por ciento), legitimación de capitales con 31
(0.01 por ciento) y lavado con catorce casos (0.01 por ciento).
Posiblemente estas cifras, que inician el camino dentro del sistema
penal, poco a poco se van construyendo y deformando en posteriores ca-
tegorías procesales, como lo muestran las estadísticas penitenciarias. Mu-
chos casos de consumo —que sin estar tipificados se procesan como tales
policialmente— se convierten en “posesión ilícita”, y casos de “posesión
ilícita” terminan como “tráfico”.
A pesar de que el sistema conoce básicamente dos delitos, posesión y
tráfico, las distintas legislaciones de los últimos años se han encargado de
armar una arquitectura cada vez más punitiva, autoritaria, compleja y ex-
tensa de delitos vinculados con las drogas, que en la última versión legisla-

176
Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

Gráfica VII.3. Delitos vinculados con drogas en la población


penitenciaria, 2009
5000
4 295
4500
4000
3500
3000
Cantidad

2500
2000
1500
1000 809
500
122 4.5 3
0
Tráfico Drogas Posesión Legitimación Consumo
de capitales
Delitos

Fuente: Elaboración propia a partir de datos de la Dirección General de Servicios Penitenciarios, Ministerio
de Interior y Justicia (2009).

Gráfica VII.4. Casos de drogas conocidos por el cicpc, 2012

8 000
7 340
7 000

6 000

5 000
Cantidad

4 000

3 000

2 000
1 488
1 000
326
0 31 14
Posesión Consumo Tráfico Legitimación Lavado
de capitales
Delitos

Fuente: Elaboración propia a partir de datos del cicpc (2012).

177
Andrés Antillano y Keymer Ávila

tiva cuenta con 24 tipos (sin considerar la legislación colateral), en que la


mayoría de los tipos penales responderían más a un uso simbólico que
instrumental del derecho.

La respuesta militar
La “guerra contra las drogas” ha implicado durante estos últimos años un
aumento de la participación de militares activos en labores de interdic-
ción. La reciente Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana
aumenta sus competencias en la materia, mientras que efectivos militares
se involucran en tareas de erradicación de cultivos, destrucción de labora-
torios, destrucción de pistas de aterrizajes, decomisos, control de puertos
y fronteras, allanamientos, detenciones, investigaciones penales, enfrenta-
mientos con presuntos narcotraficantes, intervención en narcomenudeo,
control de actividades financieras, derribo de aviones,11 abordaje de em-
barcaciones, controles de tránsito terrestre, requisas en barrios, cárceles,
centros urbanos, lugares de esparcimiento, etc. En suma, la lucha contra
las drogas ocupa un lugar de primer orden en las actividades rutinarias de
las fuerzas armadas, en especial de la Guardia Nacional, aunque reciente-
mente se intensifica la implicación de efectivos de los otros componentes.
Indistintamente de que se trate de ámbitos tradicionales de su incumben-
cia (control de fronteras y de espacios aéreos, puertos y aeropuertos, cos-
tas), o más bien de áreas que le disputan a la policía y a otros cuerpos
civiles, como las labores de investigación penal, patrullaje, puntos de con-
trol o seguridad ciudadana, el combate de las drogas tiende a convertirse
en un coto exclusivo del ejército.
Por otro lado, la dirección de las políticas antidrogas generalmente ha
recaído en oficiales activos de la Guardia Nacional. Además, la retórica
belicista ha conducido con frecuencia a la adopción, por parte de las po-
licías civiles, de estilos y formas de organización militarizada para el com-
bate contra las drogas, en especial en el caso de las unidades especializadas
en la materia, con frecuencia caracterizadas por un uso extensivo de la
violencia policial.

11
El 14 de octubre de 2013 autoridades castrenses informaron la “inmovilización” de dos
aviones que violaron el espacio aéreo venezolano a través del uso de aviones de combate F-16
(Correo del Orinoco, 2013). Este episodio rememora las discusiones “céntricas” sobre el derribo de
aviones post 11-S, que tuvo sus repercusiones en la dogmática jurídico-penal con el tan publicita-
do “derecho penal del enemigo”.

178
Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

La revolución bolivariana y la “guerra contra las drogas”

Aunque estos resultados no son distintos de los de otros países de la re-


gión, en la medida en que reproducen el mismo modelo impuesto a todo
el continente, en el caso de la revolución bolivariana sostener esta estrate-
gia expansiva de interdicción penal y persecución policial y militar a las
drogas implica tanto una contradicción con su programa como una grave
amenaza a su viabilidad. En efecto, el proyecto bolivariano puede ser defi-
nido por tres aspectos claves: la defensa de la soberanía, la independencia
y el antiimperialismo; la lucha por la justicia social y por la inclusión de las
grandes mayorías, y la radicalización democrática a través de la construc-
ción de una democracia participativa y protagónica (véanse Blanco, 1998;
Chávez; 2012; Woods, 2006). A nuestro entender, estos tres horizontes
son negados y puestos en peligro por la política antidrogas que sigue soste-
niendo el gobierno chavista, pues implica una amenaza a la soberanía na-
cional, acentúa la exclusión social y erosiona el clima democrático.
Si bien el rechazo a la injerencia foránea habría motivado la ruptura
de la cooperación con el gobierno de Estados Unidos en materia de dro-
gas, la continuación por parte de Venezuela de las políticas norteamerica-
nas frente a las drogas amenaza con socavar la soberanía y refuerza lazos de
dependencia de poderes fácticos externos. En primer lugar, los actuales
procesos de mundialización, de los que la adopción a escala global de la
“guerra contra las drogas” fue un ejemplo temprano, demuestran cómo
la hegemonía no pasa tanto por el uso de coerción ni la presencia de fuer-
zas de ocupación en el territorio, sino por la imposición, con frecuencia
por medios sutiles y con la formulación de un “consenso” global construi-
do por expertos, agencias multilaterales y think tank de determinadas
agendas que definen las políticas locales (Dezalay y Garth, 2002;
Wacquant, 2000). En el caso de las estrategias antidrogas, Estados Unidos
ha utilizado distintas instancias, empresas morales e instrumentos inter­
nacionales para imponer sus agendas a la mayor parte de los países del
mundo. Además, esta estrategia demanda, por sus características y com-
plejidad, la asistencia militar, policial y económica estadounidense para ser
viable. Por otro lado, la “guerra contra las drogas” implica la confrontación
de los Estados con poderosas fuerzas transnacionales que cuentan con una
amplia capacidad de cooptación y coerción, que con frecuencia logran
debilitar la soberanía nacional y la capacidad estatal por medio del cohe-
cho y la extorsión.

179
Andrés Antillano y Keymer Ávila

Las políticas frente a las drogas tienen también efectos sociales deleté-
reos. Las evidencias muestran sobradamente cómo las políticas antidrogas
son absolutamente ineficaces para enfrentar a los grupos de poder detrás
del narcotráfico, ya que se concentran en los eslabones más débiles de la
cadena, lo que sirve sobre todo para criminalizar a los grupos sociales me-
nos favorecidos. Las estrategias redistributivas y los esfuerzos de inclusión
social del gobierno bolivariano son contrariados por un agresivo punitivis-
mo (en el que la persecución de delitos callejeros de drogas tiene un papel
clave), que envía a la cárcel cada vez a más pobres y reproduce las condicio-
nes de exclusión y pobreza.
Durante los últimos años la política hacia los pobres se bifurcó en po-
líticas sociales focalizadas, que han permitido mejorar las condiciones de
vida de ingentes sectores de la población, y políticas represivas dirigidas a
controlar y castigar a aquellos grupos sociales rezagados —fundamental-
mente jóvenes pobres de las grandes ciudades—, lo que genera nuevas
brechas y desigualdades. Finalmente, las políticas antidrogas contribuyen
con el establecimiento de un Estado policial que inhibe los procesos de
democratización, al disminuir las garantías democráticas y deteriorar el
clima necesario para la participación ciudadana, en tanto que se favorece
la violencia institucional y la represión, en especial contra los sectores po-
pulares, como forma de relación entre Estado y sociedad.

Drogas, revolución y contrarrevolución


¿Por qué un gobierno de talante progresista y posturas antiimperialistas
mantiene una estrategia que hipoteca su soberanía y lo lleva a reprimir y
criminalizar a los más pobres? Las respuestas son complejas y escapan del
alcance de este trabajo. Nos contentaremos con presentar sucintamente al­
gunas hipótesis que ayudarían a comprender este contradictorio alinea-
miento del gobierno venezolano con una política que ha contribuido tan-
to a reproducir las relaciones de dominación de Estados Unidos sobre el
resto de la región, como a perpetuar las desigualdades y la exclusión en
nuestras naciones.

Una izquierda conservadora y moralista


El tema drogas no es una discusión saldada dentro del debate de la izquier-
da. Al igual que ocurre con otros temas relacionados con prácticas mora-

180
Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

les, o con el crimen y el castigo penal, operan posiciones encontradas.


Mientras una tradición del pensamiento progresista considera el uso de las
drogas como una práctica contracultural, un acto de liberación personal
frente a la alienación y las formas invisibles de dominación en las socieda-
des modernas, que se opone a la moral burguesa que propicia el confor-
mismo y la sobriedad como requisitos para la explotación (Cooper, 1972;
Romaní, 2005), otra perspectiva denuncia las drogas por su contribución
al embrutecimiento, la docilidad y la evasión, debilitando las luchas socia-
les (Astarita, 2012). David Cooper, en su libro Drogas, ¿revolución o con-
trarrevolución?, propone una curiosa síntesis: mientras en los países
centrales las drogas deben contar con libre acceso como medio de libera-
ción de la conciencia, en los países del Tercer Mundo, y entre los pobres de
las sociedades opulentas, el uso de drogas debe desaconsejarse, pues retra-
saría los procesos revolucionarios (Cooper, 1972).
La postura del gobierno venezolano favorece una lectura moral sobre
el tema, entendiendo las drogas como una amenaza para la juventud y una
expresión de la cultura capitalista, lo que justifica la adopción de políticas
duras e intransigentes para su represión (Antillano, 2009).
Más allá de una discusión maniquea y abstracta sobre la libertad o la
alienación, lo que parece fuera de toda discusión es que las actuales políti-
cas contra las drogas, lejos de lograr reducir su consumo y los daños socia-
les que éste produce, se han convertido en un mecanismo que acrecienta
el poder de los países centrales sobre las periferias mundiales y profundiza
la intervención coercitiva del Estado en la vida de los ciudadanos, el con-
trol de los sectores populares, la exclusión y el empobrecimiento de seg-
mentos importantes de la población, por lo que estarían reñidas con
conceptos centrales de un programa progresista.

La asociación drogas-seguridad
En las últimas décadas, los discursos legitimadores de la “guerra contra las
drogas” han desplazado su énfasis de la salud pública como justificación a
la seguridad, coincidiendo con la sustitución del Estado de bienestar por
el Estado penal (Del Olmo, 1998; Wacquant, 2000). En el caso de Vene-
zuela las drogas han sido presentadas como una de las principales causas
del aumento de la criminalidad. Por ejemplo, en su acto de proclamación
como candidato presidencial, el luego electo Nicolás Maduro señaló el
consumo y venta de drogas como una razón central de la inseguridad, y

181
Andrés Antillano y Keymer Ávila

llamó a una lucha sin cuartel contra los narcotraficantes de los barrios po-
pulares (El Universal, 2012).
Venezuela cuenta con una de las tasas de homicidios más altas del con-
tinente, mientras que la inseguridad se ha convertido en uno de los temas
de mayor preocupación para el público. Pretender que las drogas son la
causa de la violencia es consistente con las explicaciones morales que el
gobierno ha dado en este último tiempo a la persistencia del fenómeno,
abandonando los discursos anteriores que privilegiaban los factores estruc-
turales y la falta de justicia social como explicación (Antillano, 2012).
La asociación entre drogas y delitos cobró fuerza a finales de la década
de 1980 en Estados Unidos, en medio de la crisis del crack y de una oleada
de crímenes violentos (Goldstein, 1985). Hoy se cuestiona esta relación, o
al menos se matiza. En América Latina, aunque los países afectados por la
nueva distribución regional del narcotráfico, como consecuencia de los
efectos regionales del Plan Colombia, encaran un crecimiento sensible de
los homicidios, no puede establecerse una relación lineal y mecánica. De
hecho, distintas investigaciones desestiman la existencia de una relación
causal fuerte entre drogas y delitos para la mayoría de los crímenes que
ocurren en la región (Antillano y Zubillaga, 2013). Factores asociados con
la ilegalidad de las drogas y su interdicción penal (tráfico de armas, co-
rrupción policial y militar, saturación del sistema penal, crecimiento de la
población carcelaria, etc.), tendrían tanta o más relación con la violencia y
el delito que la misma sustancia.

Los intereses de la corporación militar


El fin de la Guerra Fría y el proceso de globalización habrían supuesto el
declive de las funciones que jugaron en el pasado las fuerzas armadas (de-
fensa frente a las agresiones externas y combate al comunismo), conde-
nándolas en este nuevo contexto a un papel secundario. En cambio, el
combate a las nuevas amenazas (narcotráfico, tráfico de personas, terroris-
mo y otras acciones que entran en la confusa amalgama de lo que se define
como “delincuencia organizada”) le ofrecen al estamento castrense una
posibilidad de relegitimación y un campo de oportunidades (incluidas las
oportunidades ilícitas) a los que difícilmente renunciarían (Jelsman y
Roncken, 1998). En otras palabras, frente a la reducción de su espacio
institucional como resultado de los cambios globales, la “guerra contra las
drogas” terminaría siendo uno de los últimos reductos que le otorgan re-

182
Las políticas frente a las drogas en la Venezuela bolivariana

novada relevancia y poder a las fuerzas armadas. En un país como Vene-


zuela, en donde los militares tienen un importante peso en la política
doméstica, el sostenimiento de una estrategia agresiva contra las drogas les
otorga una fuente inapreciable de justificación y poder político.

El uso de las drogas como elemento de intimidación hemisférica


A partir de la década de 1980, con el gobierno de Reagan, la acusación de
cómplice o tolerante frente a las drogas se ha convertido en un arma arroja-
diza para descalificar, intimidar, reprender o neutralizar a gobiernos y acto-
res percibidos como hostiles (Del Olmo, 1992). La invasión norteamericana
a Panamá en 1989 es un ejemplo dramático de las consecuencias de tales
argumentos en la política internacional. Durante los últimos años Estados
Unidos, así como los opositores políticos domésticos, han usado con fre-
cuencia esta retórica contra aquellos gobiernos de la región que, como Ve-
nezuela, realizan vehementes críticas al papel hegemónico de Washington,
por lo que no sería difícil entender el endurecimiento de las políticas prohi-
bicionistas en estos países como un intento (infructuoso, a juzgar por los
resultados) de mostrar su voluntad de combatir el narcotráfico.
Irónicamente, este empeño resulta contradictorio y contraproducente.
Al denunciar el intervencionismo de Estados Unidos pero no renunciar a
su modelo, que con el tiempo se ha convertido en uno de sus principales
instrumentos para reforzar su hegemonía en la región, estos gobiernos
contribuyen a legitimar dicha hegemonía y pierden la oportunidad de
transitar por una política propia que responda a sus intereses.
Al insistir en reproducir la política de Washington, Venezuela no sólo
encara sus efectos más deletéreos, como la corrupción y el compromiso con
organizaciones criminales de policías, militares, operadores penales y polí-
ticos, el colapso de la administración de justicia, la sobrepoblación de las
prisiones, el aumento de la violencia y la criminalidad callejera; también
comparte los magros resultados inherentes: los escasos resultados en reduc-
ción de la demanda y la oferta. Además, su fracaso se hace más rotundo al
pretender desarrollar una estrategia diseñada para legitimar la tutela y la
intervención norteamericana, pero a la vez prescindiendo de su participa-
ción, es decir, de los medios necesarios para sostener tal política.
Más allá de eso, esta política implica una amenaza mayor a la sobera-
nía, a la justicia social y a la participación democrática de los más pobres,
banderas levantadas durante estos años por el gobierno venezolano.

183
Andrés Antillano y Keymer Ávila

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