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BICHOS Y YERBAS

Cuentos y leyendas de América

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Indice
1. El gorro del conejo – Cuento del pueblo creek, EEUU
2. La vainilla – Leyenda mexicana
3. La Yerba Mate – Leyenda guaraní
4. El secreto del fuego – Leyenda del pueblo catío, Colombia
5. El conejo cazador – cuento del pueblo sioux, EEUU
6. El cacao –Leyenda azteca
7. El conejo en la luna – Leyenda maya
8. El mono de Angola – cuento de Perú
9. La araña – Leyenda quichua
10. La luciérnaga – Leyenda guaraní
11. Las avispas y las perdices – Cuento argentino
12. El mono y la lechuza – cuento argentino
13. La langosta – Leyenda de Honduras
14. El león y el Mosquito – Cuento de Cuba
15. El alacrán – Leyenda de los nohan, de Mexico
16. De cómo María Sapa llegó a ser reina – Cuento de
Argentina

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EL GORRO DEL CONEJO
Cuento de los indios creek, Estados Unidos

Ocurrió en el principio de los tiempos, que los indios creek se reunieron para decidir
quién habría de conseguir el maravilloso don del fuego. El fuego habitaba entre las
Gentes del Este, y entre ellas y los creek, estaba el Oceáno, al que llamaban Gran Agua.
Después de mucho discutir, decidieron elegir al Conejo.
Al Conejo le pareció una idea estupenda y no dudó un momento en llevarla adelante. Se
zambulló en el agua y nadó valientemente hasta la orilla del otro país.
Los del Este lo recibieron con mucha amabilidad y lo invitaron a un baile que darían esa
noche, alrededor de la fogata. Al Conejo la invitación lo entusiasmó y a la hora
convenida se presentó puntualmente, con su chaqueta seca y su cabeza y sus orejas
secas, porque había tenido el cuidado de nadar con la cabeza fuera del agua. Para mayor
elegancia, el Conejo se había conseguido para el baile un gorro muy especial. Era de
lana gruesa, colorada, y lo había adornado con tres ramitas de terebinto.
Durante el baile, los del Este embriagados de risas y festejos, se acercaban bailando
cada vez más al fuego sagrado. Así que el Conejo hacía lo mismo: se acercaba.Otra
vuelta más y los bailarines estaban muy cerquita del fuego, y el Conejo, sin echarse
atrás, tocó el fuego con las varitas de su gorro hasta que se encendieron. ¡Ahí las Gentes
del Este empezaron a quejarse y gritar!
-¡El extranjero tocó el fuego sagrado!
-¡Hay que matarlo!
-¡Hay que perseguirlo! ¡No podemos permitirle huir y llevarse nuestro fuego!
Corrieron tras él, pero el Conejo echó a correr y a saltar más rápido que ellos. Apenas
vio el agua se echó y nadó cuidando hacerlo con la cabeza afuera, tal como lo había
hecho al principio. Un buen tiempo después, llegó hasta la nación creek trayendo el
fuego las tres ramitas de su gorro y el pueblo enteró lo aplaudió por ello. Sin el Conejo
nunca hubieran tenido el fuego.

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La Vainilla
Leyenda Mexicana
Cuenta la leyenda que entre los totonacas había una princesa bellísima. Se llamaba
Xanath y vivía en un palacio. Un día, la joven fue a dejar su ofrenda en el templo. Se
trataba de un plato repleto de jugosas frutas que debía poner en el abdomen del dios
Chac Mool, pero en este momento algo la distrajo. Era un silbido alegre, de un
muchacho al que llamaba Jilguero. La muchacha caminó tras el silbido hasta que por fin
dio con Jilguero. Fue cosa de un momento: ¡se vieron y se enamoraron!
Sin embargo, el romance no era nada sencillo, porque Jilguero era muy pobre. Vivía en
una choza en las lindes del pueblo y Xanath temía que sus padres le prohibieran casarse
con él. Ni a uno ni a otro les importaba la diferencia de clase, ni la riqueza, sólo querían
estar juntos para siempre. De todas formas, como no podían estar el uno sin el otro,
todos los días se encontraban a escondidas para verse. Jilguero decía a su familia que
iba al mercado a vender la cosecha de calabazas. Xanath, en cambio, decía a sus catorce
doncellas y a sus padres que iba a al templo a hacer una piadosa ofrenda. Y los
enamorados se reunían a la sombra del templo.
Pero una tarde que Xanath hizo su camino de siempre para encontrarse con Jilguero, al
pasar por el templo, le salió al paso un dios gordo con unos ojos que la miraban fijo y le
produjeron espanto. No era un dios maligno, pero sí era feo: tenía la cabeza rapada y
tres penachos de pelo pinchudo le aparecían en medio de la cabeza. Tanta mala suerte
tuvo Xanath, que este dios gordo se enamoró locamente de ella. Se dedicó a cortejarla
día tras día, cortándole el paso para entregarle costosos regalos, frutas y miel. Nunca se
le hubiera ocurrido a Xanath traicionar a Jilguero, porque lo quería más que a su propia
vida. Pero la princesa agradecía con mucha gentileza los presentes, sin por ello acceder
a los reclamos amorosos del dios, y creyó que había logrado desalentarlo. El dios gordo,
trocó su alegría en furia al ver que ella lo engañaba y no estaba dispuesta a darle su
amor ni a casarse con él. Así que corrió a contarle al rey, el padre de Xanath, los amores
de su hija con un pobre agricultor. El dios estaba seguro que el rey castigaría a Xanath y
la obligaría a convertirse en su esposa.
Tal como lo había planeado, el rey obligó a Xanath a aceptar al dios gordo como
pretendiente y después, como marido. No puede rechazarse el ofrecimiento de un dios
tan generoso, le decía su padre. Xanath le contestó que nunca amaría a un dios tan feo y
egoísta, que no la comprendía. Ella había entregado su corazón a Jilguero. El astuto dios
supo que sería imposible doblegar a la princesa y en un arrebato de odio, lanzó sobre
ella un hechizo y la convirtió en una plantita frágil de flores blancas y el más dulce
perfume de la tierra: la vainilla.
Cuentan los totonacas que el dios gordo que se sintió muy contento con su venganza y
creyó haber aplicado un castigo ejemplar. Sin embargo, los años pasaron, los siglos
pasaron y nadie recuerda ahora el nombre de aquel dios malévolo, mientras que nadie,
ninguno de nosotros, podría olvidar nunca el sabor de la vainilla.

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La Yerba Mate
Leyenda guaraní
Cierta vez la Luna estaba aburrida en su silloncito en el cielo. Solía aburrirse con
facilidad. Si bien miraba las cosas del mundo desde su lámpara de espejo, no era lo
mismo que estar allí, en la tierra, viendo las cosas suceder al lado de uno. En su espejo,
los papagayos se veían chiquitos como piojos y los yacarés como lagartijas. Ella quería
ver las cosas como eran de verdad y decidió bajar a dar un paseo.
Claro que sola no se animaba, así que pidió ayuda a la Nube, a quien le encantó la idea.
Por supuesto que no podían bajar tal como eran en el cielo, la Luna y la Nube, así que lo
hicieron en la forma de dos muchachas rubias y sus nombres eran Yasí y Araí. Iban
caminando lo más tranquilas, susurrándose secretos sobre muchachos tal vez, o sobre la
belleza de la noche estrellada cuando se veía desde abajo.
De pronto, algo se movió atrás de un ñandubay.
El ulular de la lechuza calló de repente. Un monito que en la lejanía llamaba a su mamá,
hizo silencio de golpe. Yasí y Araí se quedaron inmóviles mientras veían avanzar hacia
ellas un jaguar inmenso, bramando y pasándose la lengua por el hocico. La gente del
lugar lo llamaba Yaguareté, tigre, y su piel era dorada con manchas negras como ojos,
que miraban presas a las cuales perseguir y devorar. Cazar a estas muchachas y darse un
festín era cosa de un abrir y cerrar de ojos, habrá pensado el Yaguareté y bramó,
contento, haciendo sonar de terror el follaje de la selva.
Ya estaba dispuesto a saltar sobre ellas, cuando una flecha lo detuvo en el aire. Un joven
guaraní lo vio y decidió defender a las muchachas. El Yaguareté rendido a los pies del
joven y ellas se acercaron a él, más pálidas aun de lo que eran, por el enorme susto que
habían pasado. Araí, que había bajado en calidad de acompañante, besó las manos del
jovencito, para darle las gracias. La Luna, en cambio, se manifestó ante él. Le dijo:
-Soy Yasí, la luna que está en el cielo, y justo esta noche tuve ganas de dar un paseo. No
supe a qué peligros me exponía y si no hubiera sido por tu coraje y tu buena puntería, el
cielo se habría quedado vacío de su farol más bello. Por eso, quiero agradecerte lo que
hiciste por mí. Mañana, cuando despiertes, encontrarás a tu alrededor un mar de hierbas
verdes a las que llamarás, Caá guazú o yerba mate. Será una planta generosa, como tú
has sido de generoso con nosotras. Esta planta hará que los hombres tengan ganas de
estar juntos, para protegerse y compartir su soledad, y cuando estén solos, también
podrán acompañarse con ella. Hará menores tus fatigas y más ligeras tus penas…
A modo de despedida, Yasí besó al muchacho junto a los labios y donde ella posó su
boca, le brotó a él un lunar blanco. Al día siguiente, todo sucedió como había predicho
la Luna. Y desde entonces, el hombre puede acompañarse haciendo infusiones de yerba
mate.

5
El secreto del fuego

Mito de los catíos de Colombia1

Al principio, la única que tenía el secreto del fuego era la coqueta iguana Himo pero ella
no lo compartía con nadie. Para empezar, no le gustaba eso de ser comedida y andar
gritando a los cuatro vientos los dones que uno posee. A ver todavía, se decía Himo, si
pregonando lo bueno, a los demás les dá envidia y me hacen el mal de ojo, o peor aun:
¡me roban! Ella era feliz con su fueguito y los demás serían felices con lo que pudieran,
rumoreaba. No era asunto de ella meterse con la felicidad ajena. Claro que el problema
era que los demás no estaban felices. La gente del pueblo cocía y calentaba sus comidas
al sol, pero éstas no quedaban bien preparadas, les faltaba sal, les faltaba picante: ¡les
faltaba sabor! El sol era muy bueno, una de las mejores y más buenas cosas que existían
para la gente, pero el sol no le daba sabor al pescado. A veces, los catíos se reunían y
debatían qué podrían hacer ellos para que la comida no fuera desabrida. Se miraban
unos a otros y no encontraban respuestas. Podían machacarla, estirarla, cortarla en
rodajas, ponerle hojitas de yuyos aromáticos. Pero siempre, siempre, seguía sosa. Y
como si fuera poco que el sol no les alcanzara a los catíos para cocinar a la comida, por
la noche, dormían atemorizados y sentían mucho frío, pues no tenían con qué calentarse.
El sol se había retirado a su lecho a despintarse el achiote, que así se llamaba la pintura
con la cual pintaba su cuerpo, y a quitarse las plumas de guacamayo con que se
adornaba cada mañana para salir al cielo.
En la aldea catía vivía un guerrero muy astuto y bien parecido, llamado Karabayí, que
cierta vez salió a pescar y se encontró con la iguana que estaba asando un rico pescado.
O para decirlo mejor, el pescado que estaba asando era un pescado común y corriente, lo
que lo hacía sabroso era el olorcito a asado que despedía. Himo invitó a Karabayí a
comerse un trocito, “apenas un mordidita”, le aclaró, y él quedó encantando con el sabor
de la comida. Cuando terminaron, Himo apagó el fuego y se alejó rápidamente
zarandeando su cola de aquí para allá. Aun más: Himo se decía para sus adentros: “Qué
generosa criatura que soy! Mi tata iguana y mi mamá iguana deben estar orgullosos
yllenos de admiración por haber tenido una hija tan generosa y buena gente”.
Karabayí volvió al poblado y contó lo sucedido a sus compañeros entre gritos:
-¡Hay que capturar a la iguana Himo para que nos muestre el secreto del fuego!
Pero la iguana no volvió a aparecer por ninguna parte; parecía que olía el peligro que la
acechaba. O tal vez fuera que se había dado un atracón tan grande de pescado que
estaba echada panza arriba tratando de hacer la digestión. Todos los días salía Karabayí
a buscarla por todos lados, hasta que un día olió el sabroso aroma del pescado asado: se
le hizo agua la boca. Tan rico era que temió desmayarse ahí mismo de las ganas de
comerlo. Sin embargo se dijo a sí mismo para darse aliento: “Sé fuerte, Karabayí. Eres
un guerrero y un ejemplo de tu pueblo; no flaquees ahora que estás a punto de obtener el
fuego para toda tu gente”. Se le ocurrió dejarse guiar por el olor a pescado asado y así
logró llegar a la cueva de la iguana. La entradita era tan pequeña que a Karabayí no le
quedó más remedio que usar los poderes mágicos con que alguna vez lo habían
premiado los dioses por su valentía. Karabayí podía transformarse en lo que él quisiera,
así que ahí parado delante de la minúscula entradita a la cueva de la iguana, se rascó la
1
Los catíos viven en el centro-oeste del departamento de Antioquía, Colombia

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cabeza y pensó cuál era la mejor trasnformación que podía hacer. “¡En iguano!”, soltó.
Al cabo de unos segundos, Karabayí estaba convertido en iguano y se metió en la cueva.
Aunque la entrada era pequeñita, el interior de la cueva era gigantesco. Estaba repleto
de palitos encendidos y repartidos a lo largo de la cueva, con una llamita cada uno.
“Con razón nunca se le acaba el fuego a Himo” pensó Karabayí. Al ver a su pariente,
Himo le invitó a comer pescado asado. Además, era un iguano muy apuesto y ella
quería complacerlo lo más posible. Quién sabe si por fin este año, no se le daba la buena
suerte y por fin se casaba. Ya estaba cansada de ir y volver de la piedra a la cueva y de
la cueva siempre sola. Karabayí comió y cuando estuvo satisfecho, le hizo una
carantoña a la iguana y le pidió que le obsequiara un palito para llevar a su propia
cueva. Himo, que no sospechaba nada y ya estaba haciendo cuentas de cuánto gastaría
en el traje de novia, en los zapatitos de charol y en la fiesta de casamiento, le entregó
varios palitos y Karabayí partió rápidamente para su tribu.
Desde ese día, los hombres tienen fuego y la iguana sigue creyendo que sólo ella y su
futuro esposo pueden comer pescado asado.

EL CONEJO CAZADOR
Cuento sioux

Hace mucho tiempo atrás, en una lejana madriguera vivía el conejo y su abuela. A decir
verdad, eran muy pobres, tanto que el vestido que usaba la abuela estaba hecho hilachas.
Así que la abuela no se animaba a salir fuera de la madriguera en pleno invierno, porque
temía morirse de frío.
-Ya no te aflijas, abuela –dijo el pequeño conejo-. Hoy mismo voy a salir a cazar un alce
y con su piel podrás coserte un vestido nuevo.
Decidido, buscó su arco y su flecha y partió al bosque. Nunca antes el conejo había
cazado nada, pero estaba seguro de que podría darse maña y cazar el alce que había
prometido a su abuela. Caminó y caminó, subió empinadas colinas, revisó cada arbusto
en busca de huellas para dar con el rastro del deseado alce. No encontró ninguna señal.
Así que, cansado por la caminata, se tiró a descansar cerca de una roca y se quedó
dormido de inmediato.
Dio la casualidad que por ahí cerca andaba un alce de muy buen humor. Enseguida
comprendió cuáles habían sido las intenciones del conejo y por qué había llegado hasta
allí. Entonces pensó en gastarle una broma. Despacito se acercó al conejo y tomó una de
sus flechas. Embebió la punta de una flecha con la savia que largaban unas flores
moradas y luego se manchó el pecho con la misma savia y se desparramó por tierra. Tal
cual como si hubiera sido herido. Cerró los ojos haciéndose el muerto y esperó a que
despertara el conejo.
Cuando el conejo despertó de su siesta, casi se cae redondo de la sorpresa.Rendido a sus
pies yacía un alce de bella piel, herido por una de sus flechas.
-¡Hasta durmiendo soy un cazador excelente! – gritó el conejo entusiasmado.
Sin esperar un instante, salió corriendo a avisar a su abuela que ya podía hacer una
fogata donde quemar sus viejos vestidos.
-Abuela, he cazado un esbelto y grandísimo alce. Su piel es la más hermosa y suave que
hayas podido ver. Y ya pronto tendrás tu traje nuevo.
La abuela no se lo podía creer: ese conejito ¿cazar un alce gigantesco? Si su joven nieto
nunca había salido de cacería antes y cazar no es una cosa que se aprende con facilidad.
Es un arte donde la paciencia y la práctica son elementos muy importantes. Desde hace

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milenios que existe la caza y se ha ido perfeccionando durante milenios, por eso,
bastante extraño resulta que un conejito, apenas más grande que una paloma, de buenas
a primeras haya podido cazar un alce. Puede que haya tenido suerte, pensó la abuela, lo
que se llama “suerte de principiante”. Y este pensamiento la puso feliz, porque de
verdad ella necesitaba un vestido nuevo con que abrigarse. Hizo una fogata, como su
nieto le había sugerido, y quemó allí su vestido viejo, ofreciéndolo al Dios del Fuego.
El Conejo saltaba de la alegría y subió otra vez la colina para ir a buscar su presa. Claro
que el alce burlón ya no seguía tirado encima de la nieve, haciéndose el muerto. Sino
que al ver al conejo, le guiñó un ojo y bufó.
-Eh, amigo conejo, ¡¿te creíste que era tan fácil conseguir mi preciada piel?! –preguntó
y después se puso más serio -Tienes que aprender una lección: “Nada conseguirás sin
esfuerzos”. Ah, y lo olvidaba –dijo cuando estaba a punto de marcharse- “Nunca te
deshagas de aquello que te es útil y a lo cual aun no encontraste reemplazo”.
Dicho este discurso, el alce se perdió entremedio del bosque.
El conejo se tiraba de sus largas orejas de la desesperación. Más, cuando veía humear a
lo lejos la fogata en la que su pobre abuela había quemado su viejo vestido. Estaba visto
que la soberbia y el arrebato no lo habían ayudado a encontrar una solución para sus
problemas. Por suerte, su abuela era una coneja muy amable y sólo murmuró:
-¡Ay, mi querido conejito! Tendrás que aprender que nunca se debe dar por viejo y
terminado lo que aún no tiene repuesto.
Y después, claro, la abuela le dio un fuerte tirón de orejas.

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El Cacao
Leyenda azteca
El pueblo tolteca pasaba muchos trabajos en su tierra y vivían cansados y desanimados.
Los dioses tuvieron compasión de ellos y decidieron que uno debía bajar de los cielos y
enseñarles las artes y las ciencias, los bailes, la música, así los toltecas encontraban que
la vida no era tan difícil y que al fin de una jornada de trabajo puede haber alegría.
El dios elegido para la tarea fue Quetzalcoátl quien además les regaló unas semillas que
había robado a sus hermanos. El no pensó que era algo malo llevarse esas semillas que
sus hermanos guardaban tan celosamente, sólo consideró que ayudaría a los hombres a
pasar un poco mejor sus días. Quetzalcóatl plantó el arbolito en el campo y pidió a
Tláloc que lo alimentara con su lluvia y a Xochiquetzal que lo adornara con bellas
flores.
El arbolito dio sus frutos y Quetzalcóatl recogió las vainas, hizo tostar su fruto y enseñó
a molerlo a las mujeres. Ellas estaban más que sorprendidas y no se animaban a
preguntarle de qué se trataba esta molienda, para qué servía esta semilla…¿Sería para
hacer pan, para colorete de las mejillas, para teñir la lana? No querían importunar al
dios con sus ansiedades. Después, Quetzalcóatl les enseñó a batirlo con agua en vasijas
llamadas jícaras, y así nació el chocolate, la bebida más rica del mundo que los toltecas
habían conocido.
A partir del chocolate, los toltecas recuperaron la alegría y las fuerzas. Construyeron
templos, ciudades enteras y se volvieron poderosos. Reían mucho más, jugaban a la
pelota. Los hombres y las mujeres se miraban con ojos dulces y daban largos paseos
tomados de las manos.
-¿De dónde viene tanta animación entre los toltecas? –preguntó asombrado un dios a
Quetzalcóatl.
-No sé –respondía.
-¿Por qué están de pronto tan rejuvenecidos?
-No tengo la menor idea –seguía contestando Quetzalcóatl.
-Ahora bailan y cantan. Antes no tenían por costumbre bailar y cantar.
-La gente cambia… -sentenciaba Quetzalcóatl haciéndose un poco el tonto,para que no
sospecharan de él.
Pero los dioses se pusieron envidiosos y la envidia los hizo aguzar todos sus malos
pensamientos. Investigaron, hurgaron aquí y allá, hasta que descubrieron que el motivo
de tanto jolgorio era el chocolate. Los toltecas tomaban una bebida destinada
únicamente a los dioses.
Furiosos, decidieron castigar a Quetzalcóatl por haberles dado a conocer un alimento
divino. Dictaminaron una orden malvada: el dios debía ser desterrado de los cielos. Y el
encargado de echarlo fue su enemigo Tezcalipoca, el dios más cruel. Quetzalcóatl tuvo
que aceptar el castigo y antes de irse prometió volver, algún día, por donde el sol asoma.

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EL CONEJO EN LA LUNA
Leyenda maya

Una vez, el dios Quetzalcóatl, viajó por el mundo tomando la forma de hombre. Su
verdadera forma era la de una serpiente emplumada, pero él no quería asustar a nadie,
así que decidió hacerlo de tal manera que nadie lo tomara por un ser extraño. Como
había caminado todo el día y toda la tarde, se sintió tremendamente cansado y con
hambre. Los dioses no acostumbran a bajar a la tierra y desplazarse tan a la ligera. No se
amedrentó por su cansancio ni por su hambre y siguió caminando, aun cuando el cielo
se llenó de estrellas y la luna redonda y pimpante reinó en medio de la noche.
Quetzalcóatl se sentó a la orilla del camino y descansó. Estaba en eso cuando vio a un
conejito que salía de su madriguera a cenar.
-¿Qué estás comiendo? - le preguntó.
-Estoy comiendo yuyos. ¿Quieres un poco?
-Gracias, pero yo no como yuyos. Los yuyos son desabridos y no es la comida que se
acostumbra a comer allá de donde yo vengo.
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Morirme tal vez de hambre y de sed.
El conejito se acercó a Quetzalcóatl y le dijo;
-Mira, yo no soy más que un conejito, pero si tienes hambre, cómeme, estoy aquí.
Quetzalcóatl se llenó de ternura por la generosidad del conejo. Lo acarició y le dijo:
-Tú no serás más que un conejito, pero eres el ser más bondadoso que he conocido en la
tierra. Y de aquí en más todo el mundo se acordará de ti.
Quetzalcóatl se puso de pie y lo levantó muy alto, hasta la luna, donde quedó estampada
la figura del conejo. Después el dios lo bajó a la tierra y susurró:
-Ahí tienes tu retrato en luz, para todos los hombres y para todos los tiempos.

10
El Mono de Angola
Cuento tradicional de Perú

Había una vez un Mono muy pobre y sin nada que comer que decidió ir al Africa a
buscar fortuna.Se le había metido la idea de que en Angola, el país de donde habían
venido sus antepasados, estaría mejor y más contento. Caminó y caminó hasta llegar a
un lugar por donde pasaban muchos viajeros. Cansado, se sentó una piedra para
recobrar el aliento y puso su cola atravesada. A los pocos minutos, pasó por allí un
hombre con una carreta muy pesada. Cuando vio la cola atravesada del Mono en el
camino, le gritó:
-¡Mono, saca tu cola!
-No quiero, no quiero, no quiero –le respondió el Mono que a veces tenía ataques de
caprichos.
Como el hombre tenía que continuar su ruta pasó con su carreta por encima de la cola
del Mono. Entonces, cric crac: la cola se rompió. El Mono más que dolor sintió una
enorme rabia, miró al hombre y le dijo:
-¡Oiga, devuélvame mi cola!
-No puedo –respondió el hombre- Es imposible.
El Mono se puso más loco que nunca y eso era era dado a hacer locuras. Cantó y bailó
delante del hombre, así:

Oiga, yo quiero mi cola,


Una navaja o mi cola,
Mi cola o una navaja

Tanto y tanto cantó y bailó, que el hombre creyó que le iban a estallar los oídos de
escucharlo. Así que, cansado de la cantinela, le regaló una navaja. El Mono,
contentísimo, se fue cantando. Estaba rabón, pero tenía una navaja preciosa, que
relumbraba como una estrella cuando el sol daba sobre el filo. Por eso, seguía cantando:
Perdí mi cola, gané una navaja
Perdí mi cola, gané una navaja
Y me voy para Angola
Y me voy para Angola.

Como Angola es un país que está muy lejos, el Mono tuvo que seguir andando y
andando. De pronto, se encontró con un señor que estaba haciendo canastas de mimbre.
Este señor, también era muy pobre y no tenía herramientas, así que cortaba el mimbre
con los dientes.
-Señor, no corte el mimbre con los dientes, que se le pueden malograr. Le presto mi
navaja –dijo el Mono.
-Muchas gracias –dijo el señor. Tomó la navaja y se puso a cortar, ziss zass. Pero de
pronto, la navaja se partió en dos. El mango fue por un lado y la cuchilla por otro. El
hombre tuvo la suerte de no haberse cortado un dedo cuando se partió la navaja. Ay, que
ataque de rabia que tuvo el mono al ver su navaja rota! Enojadísimo, miró al señor y le
dijo:
-Óigame, devuélvame mi navaja.

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-No puedo –le contestó el hombre-. Esto no es posible, porque acaba de rompérseme. Ya
lo vio, amigo Mono.
El Mono se puso a cantar y bailar delante de él:
Yo quiero mi navaja,
Sino una canasta.
Una canasta o mi navaja
Mi navaja o una canasta.

Tanto cantó el Mono que el señor, cansado de oírlo berrear y hacer monerías, le dio una
canasta. El Mono, contento, se fue cantando:
Perdí mi cola, gané una navaja
Perdí mi cola, gané una navaja
Perdí mi navaja y gané una canasta
Perdí mi navaja y gané una canasta
Y me voy para Angola
Y me voy para Angola.

Angola, seguía estando muy lejos, así que el Mono no tuvo otro remedio que seguir
andando y andando, hasta que de pronto se encontró con una señora que vendía pan. El
pan lo llevaba adentro de una bolsa toda rota, toda vieja y toda sucia. El Mono se
escandalizó y le dijo:
-Señora, no venda pan en esa bolsa toda rota, toda vieja y toda sucia. Nos podemos
enfermar. Le presto mi canasta.
-Gracias, amigo Mono -. La señora tomó el pan de la bolsa toda rota, toda vieja y toda
sucia y comenzó a llenar la canasta con sus panes. Había pan flor, que son unos
redonditos, había pan felipe que son unos panes del tamaño de una mano, había pan
flauta que es uno flaquito y alargado, había varillas, que es el pan largo y chato, había
todo tipo de pan. Metió dentro de la canasta del Mono, pan, pan, pan, pan. De prontó, la
canasta se rompió.
El Mono se enojó tanto que quería arrancarse las orejas. En realidad, antes, cuando se
enojaba mucho se tironeaba su cola hasta querer arrancársela; pero como ahora no tenía
más cola, se tironeaba las orejas. Apenas se le pasó un poquito de enojo, miró a la
señora y le dijo:
-Oiga, devuélvame mi canasta.
-No puedo –respondió la señora- es imposible.
¿Y qué creen que hizo el Mono? Se puso a cantar y bailar delante de la señora hasta casi
volvera zombi.

Oiga, yo quiero mi canasta;


Sino un pan, un pan,
Un pan o mi canasta,
Mi canasta o un pan

Tanto cantó el Mono que la señora cansada de escuchar la canción a los gritos del
animal, le dio dos panes. No uno, sino dos, con tal de que él se cayara un poco. Y el
Mono se fue contento, vivando la siguiente melodía:
Perdí mi cola, gané una navaja
Perdí mi cola, gané una navaja

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Perdí mi navaja y gané una canasta
Perdí mi canasta y gané un pan
Perdí mi canasta y gané un pan
Paran paran pan pan pan
Y me voy para Angola
Y me voy para Angola

Cantando y pegando saltitos el Mono siguió andando hasta la línea finita del horizonte y
se perdió por allí. Era el mar y había muchos barcos esperando partir. Dicen que subió a
uno y hoy tal vez, ya haya llegado a Angola.

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LA ARAÑA
Leyenda quichua - Argentina

Uru era el nombre de una princesa heredera de un trono inca. Su padre, el cacique
Kúntur Capac, había procurado darle una esmerada educación, pero la princesita, que
vivía envuelta en lujos y refinamientos, era sumamente díscola y caprichosa. Pasaba los
días comprando ricas telas y exóticos tocados y no cumplía con las obligaciones propias
de su condición, escapándose de la tutela de ayos o maestros.
El Hamurpa, preocupado por su indolencia y egoísmo, interpelaba al cacique:
-Tú sabes que estás enfermo y próximo a morir, Kúntur Capac - solía decirle - Y tu hija
heredará este trono, para el que no está preparada. Nada sabe de nuestra historia, de
nuestras costumbres y necesidades, no realiza ninguna tarea útil o noble y sólo se ocupa
en vestirse, adornarse y saborear manjares costosos que hace traer de lejanos lugares.
El cacique Capac, preocupado por sus palabras, procuraba inculcar a Uru el sentido de
la responsabilidad de su futuro cargo. Todo era en vano : Uru malgastaba grandes sumas
en adquirir telas exóticas, adornos de oro y plata con que embellecía sus tocados, y
pasaba indiferente y desdeñosa ante los súbditos que se agolpaban alrededor de su
killapu sin un solo gesto benévolo ni humanitario hacia ellos.

Por fin llegó el día temido en que el cacique falleció. Su muerte fue lamentada por
espacio de siete días y siete noches, con llantos y lastimeros cánticos religiosos con los
que le expresaban su tristeza y su miedo por el destino que les esperaba en manos de la
nueva reina. La joven, impresionada al principio por la muerte de su padre y su nuevo
cargo, obedeció en todo a Hamurpa y gobernó con verdadera inteligencia, pero pronto
se cansó de ello. Volvió a su vida egoísta y, embriagada por su poder, malgastó
cuantiosas sumas en cumplir con sus caprichos; pronto empobreció las arcas del palacio
y comenzó a oprimir al pueblo con elevados impuestos, con los que podría mantener sus
gastos.

Un día en que Hamurpa y otros consejeros ancianos procuraban conmoverla para que
prestara atención a las necesidades de su pueblo, Uru decidió desembarazarse de ellos.
-Tomen prisioneros a todos los consejeros de mi padre y azótenlos hasta que mueran -
ordenó - imperiosa y soberbia. Desde ahora en adelante, no conozco otros consejeros
que mis deseos. Y no me importa que mi gente se empobrezca o carezca de tierras y
alimentos. Yo, heredera directa de los incas, he nacido para gozar de la vida y ser
obedecida.
Y para ratificar su orden, tomó ella misma su cinturón trenzado en blando cuero de
cabras y comenzó a golpear a los ancianos sacerdotes. No pudo, sin embargo, proseguir
con su furia destructiva, su brazo quedó paralizado, y toda ella enmudeció ante una
figura bellísima y majestuosa que se presentó interponiéndose entre los sacerdotes y la
reina.
-Has llegado demasiado lejos, princesa Uru - le advirtió la voz de la diosa -. Hemos
decidido castigarte y liberar a tu tribu de tus desvaríos y tu mal gobierno. A partir de
ahora sabrás lo que significa luchar por tu propio sustento. Trabajarás continuamente,
sin descanso por los siglos de los siglos.

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La envolvió con su oscuro manto y la hizo desaparecer ente los ojos estupefactos de los
consejeros.

En su lugar había quedado un insecto pequeño, de cuerpo oscuro y velloso, provisto de


ágiles patas, que comenzó inmediatamente a tejer una complicada tela con el hilo que
extraía de su propio cuerpo. Desde entonces Uru, la araña de nuestra leyenda sigue
tejiendo sin descanso para ganar el perdón de los dioses por sus antiguos errores.

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LA LUCIÉRNAGA.
Leyenda guaraní

Aquí y allá gritaban:


- ¡Chaki está de novia! ¡Chaki está de novia!
¡Ah, pronto habría casamiento!
Chaki era la hija más hermosa del cacique Yaguarova. Su pueblo había estado en guerra
con el pueblo del señor Arapatuare, y ahora, para sellar la paz, le entregaba para esposa
a su hija Chaki. Ahora nada más había que preparar el banquete: el licor de maíz y la
comida.
¡Cuánta ansiedad deparaba ese día!
Sin embargo, la única que lloraba era la bella Chaki. Lloraba y lloraba. Su padre la
obligaba a casarse con un hombre que no amaba. Además ella estaba muy enamorada de
Chokopi, un joven cazador a quien el Jefe Yaguarova había expulsado de la aldea por el
delito de enamorar a su hija.
También Chokopi sufría. Su sollozos eran tan fuertes que los árboles temblaban y sus
ágrimas eran tantas que fabricaron en medio de la selva un arroyito.
Un mago, que entre los guaraníes se llama payé, se apiadó de él y le enseñó unos versos
mágicos. Mediante esta fórmula, convirtió al joven en una luciérnaga. Convertido, no
sufruiría por una mujer, por una mortal, sino que disfrutaría de la naturaleza. Chokopi
no lo entendió así y cuando llegó la noche, encendió sus lucecitas y se fue volando en
busca de su amada.
Llegó cuando Chaki, en su quebranto, contemplaba las estrellas aguardando la llegada
de su verdadero amor. Se posó sobre ella y le habló al oído pidiéndole que lo siguiera
hasta el lugar donde acostumbraban caminar. Una vez en el lugar Chokopi quiso
convertirse nuevamente en persona pero se olvidó del conjuro que le había enseñado el
Paye. Todos sus intentos fueron en vano. Corrieron los enamorados a buscar al mago,
pero éste se negó a ayudarlos.
-Ya es demasiado tarde- dijo. –Una vez venido luciérnaga no puedo cambiar tu forma.
Sólo puedo convertirla también a ella, en luciérnaga, para que te acompañe...
Ambos estuvieron de acuerdo.
Se transformaron en dos luciernagas y así viajaron hasta las estrellas.

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LAS AVISPAS Y LAS PERDICES
Cuento tradicional español que se cuenta en el norte argentino.

Las avispan y las perdices, muertas de sed, fueron a ver a un labrador. Zumbando y
zumbando, le rogaron que les diese algo para matar la sed. En recompensa del agua, les
prometieron lo siguiente: las perdices cavarían las viñas, para que si algún ladrón
penetraba el viñedo se tropezara y se rompiera la crisma. Las avispas, en cambio,
volarían alrededor del viñedo, y en el caso de ver ladrones los picarían con sus
aguijones hasta hacerlos huir.
El labrador lo pensó unos momentos y al final respondió:
-Pues yo tengo un par de bueyes que no me ofrecen nada, pero que todo lo hacen. Mejor
será, pues, dar el agua a ellos que a ustedes.

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El Mono y la Lechuza
Cuento de Argentina

Este era un Mono muy picoso. Más picoso que los demás monos. Todo le daba picazón
y además ¡hasta expresaba sus emociones rascándose la picazón! Y era amigo de una
Lechuza que siempre estaba moviendo la cabeza de un lado para el otro, como hacen
todas lechuzas.
Una mañana, se encontraron los dos amigos en la selva y empezaron a hacerse chistes y
burlas sobre la costumbre que cada uno tenía. El Mono le decía:
-Parece un girasol, doña Lechuza, volviendo la cabeza para todas partes.
Y la Lechuza poniendo los ojos en blanco le contestó:
-¿Y usted? Que parece que está bailando una polca acelerada?
Un día que se encontraron, les dieron ganas de hacer algo diferente. ¿Qué? Una apuesta.
La lechuza propuso una apuesta para ver quién aguantaba más, si ella sin mover la
cabeza o el Mono sin rascarse. El Mono aceptó de buena gana y se acomodó en la rama
mirando fijamente a la Lechuza.
Pasaron como una hora los dos quietos, vigilándose con atención. Al Mono le vino la
picazón de siempre, primero le subió por una patita, después la panza y por último se le
quedó a vivir en la cadera. Durante un minuto entero se la aguantó sin moverse, pero
cuando ya no pudo soportar más la picazón, exclamó:
-¡Ahí viene un ladróóón!
Y mientras se hacía el que se desenfundaba un revólver de la cadera, aprovechó para
rascarse con disimulo. La Lechuza también aprovechó la oportunidad y moviendo la
cabeza hacia los dos lados, preguntó:
-¿Viene por aquí? ¿O viene por allá?

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LA LANGOSTA
Leyenda de Honduras

En cierto lugar muy lejano, vivía una vez un hombre que tenía un sembrado, ya casi
listo para cosechar. El maíz estaba muy escaso y los pobres no podían comprarlo,
porque el precio era demasiado caro.
El sembrador era famoso porque tenía un carácter muy especial. Era un poco egoísta, a
decir verdad. También era un poco avaro. Era otro poco mal llevado y de mal genio,
nunca decía ‘buen día’, ni ‘cómo está usted’, ni ‘por favor’, ni ‘gracias’. Esto no lo
hacía muy popular entre las personas. La madre del sembrador no vivía con él, pero
llegó hasta oídos de ella que el maíz que plantara su hijo estaba alto y era abundante.
Así que despacito despacito y andando y andando, fue a perdirle un poco.
-¿Yo? ¿Me pides a mí? Ay, cuánto me gustaría. Qué lástima, pero no puedo. Yo quisiera
pero no puedo. Es de mal agüero empezar la cosecha regalando un poco...
-Solo un poquito, hijo...
-No, no, no. Mi maizal es muy hermoso para echarlo a perder así...
-Hijo querido...
-No me insistas, vieja. Ya te dije que no.
-No sigas, hijo. Vas a hacerme llorar con tu negativa. Piensa en lo que haces...
-Si se echa a llorar, vieja, aquí mismo tengo un pañuelo para que se suene la nariz y se
enjugue las lágrimas.
-Hijo, esto que haces se merece un castigo grande... –mumuró la madre.
Se fue por su caminito, toda encogida y llorosa, preguntándose por qué a veces los hijos
se vienen tan malos cuando uno los quiere tanto.
Después de algunos días vino de nuevo a pedir maíz a su hijo.
Pensó: “Mi hijo ya habrá meditado en lo que hizo. Se habrá dado cuenta que fue una
mala acción y estará arrepentido. Ahora me dará maíz”.
Así que lo pidió.
Y el hijo se quedó mirándola:
-¿Otra vez, vieja? Mire, le doy un consejo. No gaste las suelas de los zapatitos viniendo
hasta acá en vano. Después el zapatero tendrá que cambiárselas y eso sale caro. Así que
ahorre en zapatos y en camino, y no venga más. ¡Porque no voy a darle ni un solo
granito de mi maíz!
La madre dio un grito de dolor, y en aquel momento, como por encanto, brotaron de la
tierra millones de langostas o chapulines, como le llaman en esa tierra, que en pocos
minutos dieron fin a la plantación, dejando la tierra tan limpia como si estuviese lista
para una nueva siembra.
Si alguno duda de los que les cuento, tome una langosta y observe lo que tiene en su
pecho: hay dibujado un grano de maíz.

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EL LEÓN Y EL MOSQUITO
Fábula que se cuenta en Cuba

Había una vez un león fiero y perezoso al que le gustaba estar echado y hacer la siesta.
Un día estaba tirado bajo un árbol que daba una sombra refrescante. Así esperaba pasar
la tarde. Pero un mosquito que quería vengarse de él, empezó a zumbarle en el oído.
El león se despertó rabioso y rugió:
-¿Por qué no me dejas dormir?
-Estaba dando vueltitas por acá y como estoy contento, canto.
-¿Cómo te atreviste a molestar al rey de los animales que puede destrozarte en un
instante con su vozarrón?
-Tienes muy mal carácter y unos colmillos que espantan, pero yo no te tengo miedo.
El león se levantó y fue hacia el mosquito con la boca abierta. Pero el mosquito se le
metió en la nariz y empezó a picarlo por dentro. El león, desesperado, se revolcaba por
tierra y aun así no se libraba del mosquito.
El bichito, a pesar de ser tan pequeño, salió de la nariz del león y se burló de él
diciéndole así:
-¿Para qué te sirve ser el rey de la selva si no puedes ni con un mosquito?
Dicho esto, el mosquito zumbó de nuevo, dio un par de vueltas y se metió dentro de la
oreja del león.
-Les voy a decir a todos los animales de la selva que no pudiste conmigo –dijo el
mosquito al león para humillarlo.
Y cansado de picarle, echó a volar satisfecho y distraído, con tan mala suerte que al
pasar entre unas ramas quedó atrapado en una telaraña. Pronto llegó la araña y se lo
comió sin más, sin preguntarle nada.

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EL ALACRÁN
Leyenda nohan - México

Había una vez un hombre llamado Yappan. Era muy religioso y muy bueno y para
hacerse grato a los dioses, decidió separarse de su esposa, suyo nombre era Tlahuitzin, y
ya no dormir más con ella. Subió al Tehuéhuetl, la piedra sagrada, e hizo votos de
castidad. Nunca más se entregaría a una mujer. A los dioses les pareció un voto muy
difícil de cumplir y se les ocurrió que semejante promesa tenía un tufillo a mentira. Para
probarlo, le enviaron una diosa bellísima, Tlazoltéotl, la del amor impuro. Cuando
Yappan la vio, no pudo resistirse: se echó a sus pies y besó el ruedo de su vestido, sus
pies y sus rodillas. ¡Había caído fulminado de amor por ella!
De esta manera, Yappan quebrantó sus votos.
Los dioses enviaron para que castigara al perjuro, a Yáotl, enemigo de Yappan, quien le
cortó la cabeza de un sólo tajo. Yappan cayó de bruces con los brazos extendidos, y
entonces, los dioses lo convirtieron en un alacrán que corrió a esconderse debajo de la
misma piedra sagrada que él había profanado.

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DE CÓMO MARÍA SAPA LLEGÓ A SER REINA
Cuento de Argentina

Esta historia que les cuento la sé porque me la contó alguien que me la contó a mí.
Ocurrió una vez que un rey tenía ya tres hijos mayorcitos. Y pidieron los tres la
bendición para partir y rodar mundo. AL rey no le hizo mucha gracia, porque para él
seguían siendo tres bebés y los bebés no pueden arreglárselas solos. Igual, como los vio
tan empeñados, les dio su bendición para que partieran. Salieron los tres juntos, pero al
llegar al bosque se separaron para seguir cada cual su camino. Como el Menor no
paraba de decir: “Pobre nuestro padre qué afligido quedó”, los dos mayores estaban
seguros de que el muy miedoso no haría sino volverse al regazo del rey ni bien pudiera.
El Mayor de los hermanos dijo: “Nos encontraremos aquí dentro de un año justo y
entonces volveremos a ver a nuestro padre y contarle nuestros triunfos y aventuras”. Al
del Medio le pareció una idea brillante y el Menor se encogió de hombros: “¿Qué podrá
pasarme a mí de tan extraordinario? Seguro que si me topo con un dragón, me come. Si
me cruzo con un gigante, me hace picadillo. Ay, qué suerte la mía: debí quedarme al
lado de mi padre.”
Así tristemente siguió su camino el Menor y al cabo de un rato dio con un campo que
pertenecía a una señora viejísima. La vieja le puso una guadaña y una zapa en las manos
y lo contrató para que lo ayudara con la maleza y los yuyos, que ella ya no podía cortar.
El Menor accedió de buena gana; hizo todo el trabajo en un día, porque era fuerte y
valiente y se tiró bajo la sombra de un árbol de limones verdes a dormitar un rato.
Estaba en eso, cuando desde el fondo del pozo una dulce voz lo despertó. Era tan dulce
y entonada, que el Menor estaba seguro de que seguía dormido; hubo de darse dos
pellizcos en la parte blanda del brazo –que es donde más le dolía- para convencerse de
que estaba despierto. Cuando la señora vieja regresó con un cuenco de comida y con su
paga, él preguntó por la voz.
“Ah”, suspiró la vieja, “te voy a decir la verdad. Aquella que canta es mi hija María”.
“Te preguntaba”, explicó el Menor, “porque por su vOz me he enamorado de ella. Y
quiero pedírtela en matrimonio”.
La vieja tosió hasta ahogarse, y entre voces dijo: “No te la recomiendo. Pobre, mi hijita
María! Ella ha sufrido un hechizo y a lo mejor, cuando la veas, puedes arrepentirte...”
“No, señora”, replicó el Menor. “Yo no me arrepiento nunca. Pero si usted quiere, le doy
mi palabra de príncipe que me casaré con ella sea como sea”.
Mientras decía esto, el príncipe menor cruzaba los dedos de los pies, y pensaba para sus
adentros: “Seguro es una serpiente enorme de esas que tragan barcos enteros que
navegan en la mar, y a mí me traga de un solo bostezo”. Pero nada de esto ocurrió,
porque quien estaba en el fondo del pozo era una sapita pequeñísima, que lo saludó con
una gran reverencia, o una reverencia tan grande como pueden hacer las sapitas. Se
presentó ella como María Sapa y lo trataba con gran respeto, llamándolo Esposo mío. El
menor siguió trabajando la tierra de la viejita todo ese año y a decir verdad él estaba
muy contento. La sapita, a excepción de su forma verde y de ciertas verrugas que la
afeaban aun mas, era la persona más discreta y amable de cuantas él hubiera conocido y
además, como acto de amor, le cantaba todas las tardes hasta el embeleso. Como no
tenía ni una verruga de tonta, comprendió que su Esposo estaba muy nervioso por la
reunión que tendría dentro de poco tiempo con sus hermanos y su padre, y por eso le
regaló una caja pequeñita para que le llevara al padre. Era en todo del tamaño y de la

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forma de una caja de fósforos y el Menor se dijo sombrío que sus hermanos le
prenderían fuego con ella, en cuanto vieran a quien estaba unido.
Dos jornadas más tarde, los hermanos se reunieron delante de su padre. El rey estaba
que no cabía en sí de gozo. El Mayor resultó un valiente guerrero y había ganado cien
batallas; en la última, defendió cierto reino y se casó con la bella princesa de él,
Meleagra. El del Medio, había estudiado el modo en que pueden enriquecerse los reinos
con el comercio y habiendo llevado a un reino a la riqueza completa, el rey le dio en
premio a su hija mayor, la princesa Agripina. El Menor festejaba los logros de sus
hermanos, esperando así que se olvidaran de él, pero no consiguió evitarlos. “¿Y qué
estuviste haciendo? ¿En qué has triunfado? ¿Y cómo se llama tu esposa? ¿Y quién es tu
esposa?” y así a cada rato. El menor tartamudeó: “Eh eh… bueno, soy agricultor y
jardinero. Mi especialidad es cultivar nabos y donde yo planto nabos no crece ni una
sola maleza. Y mi esposa se llama María. Y canta bonito, bonito y ¡hasta me enseñó a
tocar la mandolina!”. Entonces llegó la hora de los presentes y los hermanos mayores
desplegaron regalos costosos. El Menor, aturdido, entregó la cajita. ¡Y cuál no fue
sorpresa al ver que de allí se desplegaba una túnica de oro y tul finísima! El rey quedó
admirado y felicitó a su hijo menor. Tan contento estaba con sus hijos, que decidió dar
un banquete para conocer a sus nueras. ¡El pobre Menor estaba que se moría de susto!
¿Qué haría él? ¿Le llevaría a la sapita en una carroza?
Esa noche le explicó su turbación a su esposa. “No temas, querido mío”, le dijo, “ya
verás qué bien se resuelve todo. Pero tendrás que hacerme caso al pie de la letra. Ensilla
el burro viejo, llena un cántaro con agua y méteme en él. Lleva la vasija delante tuyo.
Así lo hizo el príncipe Menor. Durante todo el camino a la fiesta, decía mentalmente sus
oraciones. “Cuando mi padre lo sepa! Cuando vean esto mis hermanos…!”, gemía.
Razón no le faltaba; en cuanto lo vieron llegar del bracito de la sapa, no hubo burla que
no le hicieran. El pueblo entero se reía de él. Los hermanos, avergonzados del casado
con un monstruo, no le dirigieron la palabra y el rey, indignado mandó a su guardia para
que le prohibiera acercarse a él. María Sapa susurraba al Menor: “No temas, que saldrá
todo bien. Sigue avanzando hacia la mesa del banquete…” El Menor se mordía los
labios y temblaba de miedo, pero siguió haciendo lo que la sapa le indicaba. Cuando
estuvieron a un paso de la mesa del banquete, mientras el rey y toda su corte los miraba
con asco, ella gritó: “Esposo, ¡ahora! ¡Estrella el cántaro contra las pared!” El Menor
estuvo a punto de titubear: ¿Qué qué qué?, más en lugar de eso hizo lo que María Sapa
ordenó y arrojó el cántaro contra la pared. ¿Y qué creen ustedes que pasó? Al romper el
cántaro, el hechizo que le hubiera hecho una hermanastra envidiosa terminó. María Sapa
quedó convertida en la más bella y exquisita princesa que se hubiera visto en la historia
de aquellos reinos. Al rey y a los hermanos se les cayó la mandíbula del asombro y el
Menor, sencillamente, abrazó a su esposa. El padre, para no quedar como un rey injusto
después de haberlo maltratado, lo premió dejándoles sus tronos. ¡Y se llenó de nietos
que para hacerlo rabiar, lo emboscaban y le hacían croac croac!

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