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Plaza tomada: Hay que recuperar el


centro

POR: MIREYA SÁNCHEZ ECHEVARRÍA | 07/02/2016

Más de 150 años después, la ideología de la élite cochabambina no ha


cambiado, afirma la autora de este ensayo que compara el discurso de la
sociedad decimonónica y la actual en torno a la Plaza Principal 14 de
Septiembre.
Mi maestro Gustavo Rodríguez Ostria, al que seguí en un interesantísimo curso de
Investigación Histórica, nos decía a sus subyugados oyentes: “Para interpretar el
presente, debemos reconstruir el pasado”. Recomendación válida para intentar
desentrañar lo que subyace detrás de las declaraciones del Presidente del Concejo
Municipal y de la normativa que reglamenta el uso de la renovada Plaza Principal de
Cochabamba. “Estamos prohibiendo que sea una feria. Nosotros somos gente de
familia. Enseñemos a nuestros hijos que uno no puede ir a cualquier lugar a hacer lo
que quiera”, dijo el concejal para sustentar una reglamentación que pretende restringir
la venta de alimentos, los juegos de pelota y el patinaje; además de prohibir el
expendio de bebidas alcohólicas, echar basura y dañar las instalaciones, junto con la
exposición o venta de animales, el acceso de todo tipo de comerciantes, y, lo que en
realidad constituye el punto central, el “panfletaje” u otro tipo de actividades, que
según la estrecha mirada de la Alcaldía no condicen con las de una Plaza de Armas o
una Plaza Principal.

Una investigación sobre los usos históricos de la Plaza en el siglo XIX me lleva a
encontrar coincidencias inquietantes entre el imaginario edil de la época y el actual. El
punto de encuentro es un núcleo duro e inamovible, articulado entre la peregrina y
dieciochesca idea de ciudad y su construcción bajo parámetros de “civilización,
modernidad y progreso”, apropiada por una oligarquía trasnochada que veía en la
“plebe” ‘representación de la incultura, la violencia y la irracionalidad’, el elemento
opositor a sus anhelos citadinos, y a la que por tanto debía disciplinar, reprimir y
excluir. A más de cien años de distancia, dicha mentalidad no cambió un ápice.

Un análisis del discurso cristalizado en los cuerpos legislativos de las ordenanzas


municipales y en la crónica periodística de la época, nos permite reconstruir el
concepto decimonónico de modernidad. Desde allí podemos inferir su connotación
semántica, atendiendo las delimitaciones imaginarias, reales o concretas,
establecidas sistemática y recurrentemente a lo largo del periodo.

Dicha delimitación se sustentaría en la construcción de fronteras excluyentes,


manifiestas en el orden discursivo en estructuras lingüísticas binarias. La más
importante de ellas, civilización y barbarie, funge como eje rector alrededor de la cual
se acoplan otras no menos esclarecedoras, tales como: república y colonia,
democracia y despotismo, lo nuevo y lo viejo, lo bello y lo feo, el centro y la periferia,
la ciudad y el campo, adelanto y atraso, salud y enfermedad, las buenas costumbres y
las malas. Estas distinciones semánticas son el soporte ideológico para la
construcción del espacio público cochabambino, que proviene además de adoptar un
modelo monárquico y modernista de ciudad. Este modelo relacionaba los estamentos
que conformaban al Estado con el territorio. Bajo esta relación, en el campo debían
vivir los campesinos y solo ellos; en las pequeñas ciudades residir todos los artesanos
y solo ellos; y por último, en la capital, el soberano, sus funcionarios y los artesanos y
comerciantes indispensables para el funcionamiento de la corte y el entorno del
monarca (1).

Estos imaginarios de ciudad constituyeron la matriz determinante para que la élite


gobernante cochabambina defina los espacios ocupacionales para cada institución
pública y sector poblacional. A través de ella se exacerbaron las políticas
segregacionistas. Esgrimiendo pretextos del orden higienista y circulatorio de la vías,
las ordenanzas municipales de antaño pretendieron extraditar del territorio a la
población indeseable y a sus “malas costumbres” nada concordantes con el ideal de
ciudad, y, peor aún, de ciudad moderna.

Las chicherías fueron las primeras en ser estigmatizadas. Ya una primera ordenanza
municipal emitida en 1840 establecía su alejamiento de la Plaza Principal, a dos
cuadras de ella. Las siguientes impondrán una distancia mayor. El cronista del
conservador diario El Comercio proponía también alejar a las “hojalaterías” y las
“herrerías” por bulliciosas, ya que irrumpían la tranquilidad y el silencio requerido por
las personas que ejercían nobles profesiones laborales. Otras disposiciones no
permitían “lavar ropa, cocinar, amarrar bestias, soltar animales de ninguna especie, ni
descargar cargas”. “Nada que obstruyera el tránsito y comprometa la salud de los
ciudadanos como depositar huano, basuras o cualquier materia infecta” (2). La
presencia de los indígenas tampoco fue tolerada. Sus manifestaciones culturales
expresadas en el baile y la fiesta o fueron prohibidas o sujetas a altas tasas
impositivas. Ellos, que venían a la ciudad acompañados de sus productos
provenientes del campo cargados en mulas, fueron muy mal vistos y peor recibidos.
La prensa no cesaba de protestar al considerar dicha presencia invasiva como un
abuso (3).

El desorden, la bulla, la suciedad, la conglomeración de la plebe en la Plaza y sus


alrededores resultaban intolerantes y contrarios a su utopía. Por tanto, los argumentos
de higiene y circulación no fueron más que pretextos para el desalojo físico de un
territorio “que no les pertenecía”. No es de extrañar entonces que la ocupación de la
ciudad por parte de la “plebe” conformada por los artesanos, y más aún, por los
indígenas, fuese asumida como una situación anómala de desorden. De allí ‘de la
contradicción entre lo que “debía” ser una ciudad y la realidad imperante’, surgió una
lucha que no dejó de ser permanente en el tiempo por parte de los sectores
subalternos, y a la que podríamos denominar de “Plaza tomada”. La disputa fue
veladamente encarnizada y subversiva por parte de los sectores oprimidos, y no se
limitó simplemente a ocupar espacialmente el territorio, sino también a ocupar ‘la
mayor de las veces de manera ilegal’ el espacio de la fiesta y el culto.

El afán modernizador de las élites cochabambinas se patentizó en la voluntad de sus


líderes cívicos de demoler las viejas estructuras físicas, espirituales y culturales de la
antigua ciudad indígena, mestiza y colonial, para construir sobre sus ruinas una
ciudad moderna. La modernidad, en el caso cochabambino, trajo consigo un proceso
civilizatorio que implementó nuevas formas de gobierno acordes a un ideal señorial de
progreso y “adelanto moral”. Para consolidar su proyecto, entabló una lucha frontal
para aniquilar los términos contradictorios. No existe en ese imaginario modernista la
posibilidad de síntesis. El maniqueísmo ideológico llevó a la exclusión y la
discriminación violenta, profunda. Había que erradicar de la ciudad todo aquello que
no condecía con el orden, la higiene, la salud, el acrecentamiento de la población. En
la población se debía cambiar las viejas y perniciosas costumbres, la suciedad, la
ignorancia, la bulla, la ociosidad, el vicio.

Ciento cincuenta años después, dicha ideología permanece inconmovible. Lo que


preocupa de la pervivencia de este imaginario anquilosado, estructurado sobre un
discurso modernista, progresista y excluyente, es su autoritarismo, intolerante,
discriminador y racista. Es un proyecto cuya equivocada visión de modernidad y
progreso costó a la ciudad el exterminio de la campiña y, en la actualidad, del medio
ambiente. Construido sobre bases ajenas a nuestra realidad, no sabe ni le interesa
saber quiénes somos ni qué hacemos o qué podríamos hacer los cochabambinos
para apuntalar a una ciudadanía propia. Es autoritario e intolerante porque no busca
el consenso de las partes, arremete contra la circulación plural de cuerpos, de ideas,
de expresiones, de prácticas, de protestas, pero también de propuestas. Sin embargo,
a pesar de ello, y más aun por ello, la Plaza es y seguirá siendo de la plebe: de los
comerciantes, de los artistas, de los politiqueros, de los pajpakus, de los soñadores.
Y, pese a quien le pese, de los cholos y de los indios.

___
(1) Foucault. Michel (2006).

(2) El Comercio, 23.01.1894.

(3) El Comercio, 26.11.1894.

mire_sanchez@hotmail.com

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