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Once años después de morir

Viene usted de muy lejos para hablar con una muerta, porque eso
es lo que soy. Es verdad que puedo no parecerlo, porque hablo, me
quejo, rezo sin mirar al cielo y me aparto mal que bien cuando pa-
san los coches a toda velocidad, o las hijas y nietos con prisa, con
su eterna prisa. Por eso no me han enterrado todavía, solo por eso.
Ellos creen que estoy viva, pero yo sé que no lo estoy.
Me morí de pena. ¡Sí señor, sí!, de pena, y no me mire así, que
de algo hay que morir: ¿es o no es? Y la pena es una enfermedad
como otra cualquiera. Una enfermedad que cuando es de verdad,
cuando de verdad se siente como una garra en el corazón, no se
contagia, ¡no!, ¡qué va!, ¡ni mucho menos! Han sido muchos años
arrastrando esta amarga pena entre jóvenes y viejos sin que ningu-
no de ellos se haya muerto de mi pena. Peor que la peste bubóni-
ca hubiera sido sino, y es que ha sido mucha, mucha y muy mala:
la pena, digo.
¡Ande, ande, déjelo ya!, no trate de consolarme con buenas pa-
labras. Sepa que no me gustan, ni para mí ni para nadie, porque las
buenas palabras solo tienen sentido cuando el mundo es bueno, y
este no lo es. Podía serlo, tiene todos los fundamentos para oficiar
así, pero no lo es. ¿Por qué?, me pregunta, quizá porque no hay
bicho bueno sobre la faz de la tierra. Basta encender el televisor

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para darse cuenta de que es así, de que así somos para lo bueno y
para lo malo, es decir, malos cuando somos malos y malos también
cuando somos buenos. Porque la bondad es solo un decir, ganas
de justificarnos, en una palabra, querer ser buenos por las buenas
o por las malas. Esa es nuestra calaña. Instinto dice, puede ser, qué
más da, aunque para qué negarlo, lo que duele es la educación, de
un lobo se espera una carnicería, es lo suyo, pero de un hombre
criado en regazo a golpe de leche y puchero y adiestrado en pu-
pitre se espera otra cosa. Qué hambre puede tener que no sea har-
tazgo, de eso padecen los hijos de esta patria de sangre.
En fin, pudrir el mundo, ese parece ser nuestro sino, si fuése-
mos gusanos se entendería, pero somos seres humanos, o eso di-
cen, y no es el nuestro el fruto liviano y maduro que rueda por el
suelo azul del pacífico universo, sino ese que pende pesado y pu-
trefacto del retorcido árbol de nuestra peor entraña. Como el pu-
ño de un mal golpe, como eso somos sin querer saberlo, y, lo que
es aún peor, sin saber quererlo.
Lo veo venir, veo como se amontonan bajo su lengua un buen
puñado de aún mejores palabras, y como ya le dije, no me gus-
tan, es más, no las quiero ver delante, y no sin razón, son solo pe-
rros comidos de garrapatas, las de las disculpas, y como es así no las
quiero. Unos muerden para que las otras vivan: ¡me entiende!
Al final, andamos, en eso, en las disculpas, y las disculpas, se lo
repito, no son más que un puñado de parásitos que te desangran
el alma. Lo hacen cuando lo son y más aún cuando te inculpan
hipócritas. De disculpas para la pena y la culpa estoy ya más que
harta. Por eso nada de buenas palabras. No hay para el consue-
lo una que sirva, se lo puedo jurar. Y entonces, para qué ofender-
nos más. Mejor ni mirarnos, ni mirarnos le digo, y menos aún con
la boca.
Digan lo que digan, yo, y solo yo, sé lo vieja y cansada que es-
toy. Es verdad que tengo edad suficiente para estarlo. Pero no es
la edad, ¡no señor, no lo es!, es la soledad que nace de estar sola y
no saber por qué. Cuantas de mi edad, y hasta mayores, andan aún

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por ahí como niñas encerradas en sus ojos apagados. Van de aquí
para allá. Se echan novios. Se dejan crecer los sueños. Callejean,
viajan, se pintan, bailan y tienen, por supuesto, más humor y tin-
te que penas y canas. Yo, en cambio, ya me ve, tengo el pelo blan-
co de no pensar y los ojos rojos de beber para llorar. Y no hay, se
lo digo desde este vacío que tengo hoy por corazón, tinte, ni tinto,
ni alegría que me llegue.
Tengo ganas de pensar y llorar. Dice el médico que sería bue-
no que lo hiciera, y mis hijas, y algunos de mis nietos. Los más
mayores de corazón, quizá porque ellos saben, aunque no lo digan,
que tengo razones más que sobradas para hacerlo. Y mi corazón
también lo dice. Y yo, yo también lo sé, vaya que sí lo sé, pero no
puedo, lo he olvidado, y eso ninguno de ellos lo entiende. Se em-
peñan todos, eso sí, en contarme rigurosos cuentos sobre la vida y
la muerte. En dibujarme planos de líneas torcidas, en papeles que
finalmente terminan siendo estampados, con peor letra que inten-
ción, en la franja roja de una receta de la Seguridad Social, por la
que se me dispensan una o dos cajas de comprimidos, de vaya a
usted a saber qué clase de consuelo y paciencia.
Usted calla pensando qué tal vez lo mío sea crónico. Si es así,
se equivoca, la pena, digan lo que digan, no es crónica. Cada día,
¡qué pena!, ¡con su pena!, así está dispuesto en mi ánimo. Le po-
dría dar a cada una de ellas un nombre y nombrarlas sin temor a
repetirme o a equivocarlas. Por eso le digo que lo que de verdad
es crónico es lo trágico de esta maldición que tenemos por ba-
rrio y vecindad, lo de esta mala enfermedad, digo, que nos come
las pocas fuerzas de que disponemos y las pocas alegrías de que
somos capaces. Como lo es también la indiferencia del dolor de
unos para con el dolor de los otros. O ese odioso cinismo que nos
permite caminar por las calles con una sonrisa en los labios, como
si no hubiese ocurrido nada, mientras el pecho ruge inundado de
odio y rabia.
¿Qué cuándo empezó la matanza?, ¿Qué si lo recuerdo? Pues
la verdad es que no. Estas son de esas cosas que una no sabe muy

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bien cuando empiezan. ¡No lo sabe!, ¡no señor! No lo sabe, cla-


ro está, hasta que no le toca. Las oyes, las ves, pero no acabas de
creértelas. Para nosotros comenzó hace mucho tiempo, demasiado
para poder olvidarlo, justo el día en que asesinaron al otro.
Por él si lloré, lloré y maldije a los que lo habían hecho has-
ta romper la garganta de tanto silenciar la voz. Y puede que has-
ta pensara, eso ya no lo recuerdo. ¡Sí!, tal vez pensé en por qué te-
nían que ocurrir esas cosas. Luego, esas cosas han ocurrido tantas
y tantas veces que una ya no es capaz de tanta ingenuidad.
Así fue, cuando lo mataron a él, lloré, lloré hasta caer de cu-
lo. Pero cuando fue lo del mío no pude. Quién me lo iba a decir.
Pero lo cierto es que el ruidoso paisaje de los disparos me distrajo
entonces y me distrae ahora. Por un lado su metálico y penetrante
ladrido, ese que restalla aún en mi cabeza amenazando con rom-
perla. Por el otro los ruidosos ojos de nuestras siete hijas alrededor
de la mesa: abiertos como platos.
Y por si fuese poco, los gritos de gaviotas dolidas de unas y
otras. Hasta el ruidoso silencio del pobre difunto resuena atrona-
dor en mis entrañas. No dijo nada, no se vaya usted a creer, ni un
mal quejido, se estremeció solo. Fue, eso sí, un estremecimiento
tan seco y tan duro que pareció congelarlo. Como sería de seco y
de duro que cuando se lo llevaron sostenía aún en la mano la cu-
chara.
Como un niño la cogía. A mí en un principio no me gustaba,
no era propio de su edad, pero de reprenderlo estaba más que har-
ta, y él aún más, no le habían hecho otra cosa en su vida, para qué
martirizarlo entonces, que la cogiera como quisiera: eso pensé en
el ímpetu del querer y más tarde en el reposo de quererlo. Fuera
por eso o no el caso es que no hubo forma de quitársela. Según el
forense para hacerlo habría que romperle los dedos, pero a mí me
dio tanta pena y tanto dolor que se fue para allá con ella en la ma-
no, como dispuesto a comerse la eternidad.
Se lo imagina usted a las puertas del cielo con una cuchara en
la mano y el corazón lleno de plomo.

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¿Qué harán allí con los que llegan tan rotos como él?, ¿cómo
y con qué los consolarán? ¿Tendrá el cielo fundamentos suficien-
tes para devolverles la poca alegría que tenían? Puede ser que sí,
yo no lo creo, no tengo tampoco porque creerlo. Entiendo que no
hay cielo que valga tanto sufrimiento, ni Dios que así se haga me-
recer.
Y no es el silencio lo que me duele de Dios, tal como sostie-
nen algunas almas exquisitas en el arte de justificarlo, sino su in-
dolencia frente al desconsuelo de los que aquí andamos rodando
en el ruego de su imposible compasión.
Le había pedido por el otro, y también por el mío, y por los de-
más, y hasta por esos que los matan, pero Él, ya se sabe, carne y san-
gre de festín. «Bondad infinita», dice el cura. Será por eso… Pero yo
no soy buena, yo no comulgo con eso de la otra mejilla, porque no
hay deber ni divino ni humano que ordene ofrecérsela a quien te
exige de rodillas para un fin al que no tiene derecho.
La cuchara que se llevó soldada a la mano era con la que pen-
saba comerse la sopa de cabeza de rape que le había preparado. Le
gustaba tanto. Pero no le dieron tiempo a comérsela. Se fue al otro
barrio con toda el hambre del mundo ladrándole en el vientre y
una cuchara en la mano: menudo cuadro.
Recuerdo que ese día le pregunté a primera hora de la maña-
na, y, créame, nunca lo hacía, ¿quieres que ponga sopa de rape pa-
ra comer? Me miró extrañado, pero no respondió.Ya le dije, no era
costumbre en casa eso de preguntar. En las cuestiones de la coci-
na yo hacía y deshacía a mi antojo, son privilegios que una se toma
más por la fuerza de la costumbre que por la autoridad que se ten-
ga o se deje de tener. Pero ese día, ya ve, se lo pregunté. Fue como
si presintiera lo que iba a suceder. Pero no, ¡qué va!, para qué en-
gañarnos. Esa mañana preparé con toda la desgana e inconsciencia
del mundo aquella comida. ¿Ud. cree qué lo habría hecho en caso
de saberlo?, ¡qué va!; y él, ¿se habría callado como lo hizo?, ¿no ha-
bría exigido acaso, como todo condenado a muerte, algo especial
para ese día?

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