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Miguel A.

Santagada
IDEOLOGÍA Y ELITISMO EN LAS NOCIONES
DE POLÍTICA CULTURAL DE VARGAS LLOSA

De la reflexión política a la intervención en la cultura.-

En un texto publicado hace más de una década, Manuel Garretón observaba cómo se
vino alterando el significado del término “política” según variaban las preocupaciones
centrales de cada período. En términos generales, como el tema principal de los años 50
y 60 fue el desarrollo industrial, la concepción básica resultó emparentada con la
política económica. En las dos décadas siguientes, los asuntos prioritarios fueron la
actualización de las instituciones electorales y de representación democrática. En este
caso, el debate hizo de la política un ámbito fundamentalmente de juristas y
legisladores. En la década del noventa hasta llegar a nuestros días, Garretón anticipó
que el tema central de la política sería la cultura. Aceptada ya la imposibilidad de
alcanzar estándares significativos de desarrollo industrial, y siendo también manifiesta
la vulnerabilidad de la democracia formal, la política predominante en América Latina
debería ser la política cultural.
Las preocupaciones girarían en torno a, entre otros, los problemas de las
creencias, de las tradiciones, de las identidades sociales, de las formas de convivencia
que plantea el mundo capitalista en su fase de globalización, etc. Más exactamente,
Garretón pensaba que la novedad del tercer milenio consistiría en que los temas
políticos serían planteados en términos culturales (Garretón 223-225). pues las
sensibilidades de estas décadas se verían afectadas fuertemente por los conflictos
identitarios que atraviesan las fronteras nacionales y que se derivan de la expansión de
estilos, valores y productos procedentes de los centros desarrollados.
Aunque en una tradición intelectual diferente, los ensayos políticos de Vargas
Llosa confirman que ha sido la cultura la preocupación central de los últimos años. La
irrupción de las tecnologías comunicacionales, el crecimiento experimentado por el
comercio internacional, y el predominio mundial de los productos mediáticos de origen
e inspiración estadounidense estimularon debates que, para simplificar,
caracterizaremos en términos de política cultural.
Efectivamente, con estas contribuciones Vargas Llosa se propone discutir los
supuestos sustentados por las prácticas gubernamentales y sociales predominantes en
América Latina, desde una perspectiva que no es ni institucional ni economicista, sino

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cultural ideológica. La libertad de comercio internacional y la denominada sociedad de
la información son los asuntos que defiende de modo recurrente aunque con nociones
tomadas de viejas dicotomías del debate cultural latinoamericano: baste recordar la
célebre propuesta sarmientina de civilización o barbarie, y otras del estilo: modernidad
versus tradición, indigenismo versus europeísmo, colectivismo versus iniciativa
individual, planificación estatal versus libertad de mercado, etc. En otras palabras, odres
viejos para vinos nuevos, viejos emblemas para una polémica matizada por la defensa
de principios y el ataque a figuras prototípicas o caricaturescas de la realidad del
subcontinente.

Los polos de un debate cultural.

Tal vez parezca abusivo señalar que a partir de dichas dicotomías el pensamiento
político cultural latinoamericano se ha vertebrado a lo largo de un eje cuyos puntos
terminales son el populismo y el elitismo. Es obvio que ambos marcan tendencias
opuestas, pero en la historia de nuestras sociedades ha sido por lo general el discurso
academicista de uno y otro (y no las acciones específicas de cada signo) lo que ha
alentado imaginarios dispares e inconciliables. Durante décadas, los gobiernos
latinoamericanos han oscilado entre medidas excluyentes en lo económico y estrategias
populistas en lo cultural y viceversa. Independientemente de la preponderancia de
alguno de esos dos extremos, las desigualdades socioeconómicas de la región tendieron
a profundizarse fundamentalmente en los últimos treinta años. La herencia hispánica
más persistente fue la impronta de instituciones estatales cuya correspondencia con los
intereses de las elites generó las ostensibles disparidades en la propiedad de la tierra que
hasta hoy todavía no fueron corregidas. Durante el siglo XX la sucesión de gobiernos o
dictaduras de signo conservador, demagógico, desarrollista o neoliberal no ahuyentó
del poder a las oligarquías, que en alianza con inversionistas y corporaciones
multinacionales, retuvieron el control y la orientación de los programas
gubernamentales. Aunque con énfasis diferentes, es cierto que no pocas
administraciones asumieron medidas igualadoras en diversos ámbitos (educación, salud,
vivienda, derechos políticos, etcétera), pero por lo general carecieron de la fuerza o la
eficacia para contrarrestar las acciones o las normas que favorecían manifiestamente a
los sectores privilegiados y minoritarios de la población.

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En los hechos, el polo elitista ofreció albergue para que liberales como Vargas
Llosa, defensores de la racionalidad europea y de la modernización al modo
norteamericano, exhibieran sus contradicciones más conspicuas. Las ideas liberales
inspiraron ya desde mediados del siglo XIX la concepción doctrinaria en que se
respalda el orden jurídico de los Estados latinoamericanos y por ello la libertad
individual, la separación de poderes y otros principios quedaron plasmados en la
sección dogmática de las respectivas cartas constitucionales. Por supuesto, en nuestras
repúblicas no se conservan más que rastros borrosos de estos dignos ideales, que sin
embargo poco tienen que ver con las tradiciones nativas. Aparte, la inequidad en la
distribución de la riqueza y en el acceso desigual a los bienes simbólicos y materiales
hace tiempo que sepultó la posibilidad de una sociedad latinoamericana como la
soñaron Alberdi, Sarmiento y tantos otros que enarbolaron la idea de que las
nacionalidades latinoamericanas deberían ser integradas fundamentalmente por
inmigrantes europeos.
El populismo, por su parte, fue la puerta de escape para los nacionalistas y
algunos desarrollistas que, huérfanos de consenso entre las clases medias y altas, se
precipitaron con algo de demagogia hacia los campesinos, los indígenas y los mestizos.
Según una interpretación compartida por autores como Galafassi y Azpiazu, el sesgo
elitista de la mayoría de los gobiernos de la región fue el principal obstáculo para la
consolidación de la democracia y fue el factor de inestabilidad política que determinó la
ola de alzamientos y regímenes militares que durante décadas suspendieron las garantías
constitucionales y encarcelaron a opositores y disidentes. Estos, por su parte,
expresaban de alguna forma el descontento de los sectores desfavorecidos de la
población, pero no representaron ni los intereses históricos de las clases subalternas ni
vertebraron de modo consistente un programa de reformas incluyentes, que equilibraran
la distribución de cargas y beneficios. La misma interpretación sindica al elitismo como
la provocación para que se registraran las respuestas populistas, que sólo trataban de
remediar la exclusión, la pobreza y la desigualdad, mediante programas de
redistribución de recursos con escaso soporte fiscal y económico. Los programas
populistas, aunque tuvieron un éxito relativo para algunos sectores postergados, sin
lograr revertir la concentración e incremento de los privilegios de las minorías,
fracasaron en la mayoría de los casos porque se toparon con la oposición de las elites y
con restricciones financieras, que provocaron nuevas reacciones conservadoras.

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Desde otros puntos de vista (Lechner 18) se atribuye a la citada continuidad de
oscilaciones elitistas y populistas un énfasis opuesto. No es que la elite gobierne en
procura de sus intereses particulares, sino que la distribución legítima de las riquezas
requiere de un largo proceso de acumulación que precisamente las políticas populistas
interrumpen con persistencia dañina e inicua. Conocida como “la teoría del derrame”,
esta explicación de entrecasa adjudica la responsabilidad de interrumpir las políticas
“correctas” a la demagógica práctica de caudillos que manipulan inescrupulosamente a
las masas.
En el contexto de los vaivenes políticos por los que atravesaron los países
latinoamericanos diversas expresiones liberales suelen adjudicar las injusticias sociales
y el desorden institucional a las prácticas populistas, demagógicas, autocráticas y
dictatoriales de los diversos regímenes “excepcionales” de nuestra historia. En la serie
de intelectuales latinoamericanos que alguna vez pensaron soluciones a estos
recurrentes trastornos de nuestras sociedades, José Carlos Ballón Vargas (5-12) ubica a
Mario Vargas Llosa como uno de los más activos ideólogos liberales de la segunda
mitad del siglo XX, particularmente a partir de la década de los ochenta.
Por esos años, se experimentaron en casi toda la región unas reformas
económicas que desactivarían los intentos de las políticas desarrollistas acometidos en
América Latina desde un par de décadas antes. La inspiración de tales reformas procede
de los denominados reaganomics, neologismo con el que se celebra el reflujo liberal
aportado por el presidente norteamericano que alguna vez fue actor de reparto en el cine
de Hollywood.
En procura de hacer aceptables las reformas mencionadas, el discurso neoliberal
optó por actualizar las por mucho tiempo inaplicadas doctrinas que dieron aliento a
nuestras instituciones democráticas. Así, volvieron a flamear las banderas de un
liberalismo decimonónico que más allá de las intenciones manipuladoras ofrece cierta
justificación al optimismo mesiánico de la salvación individual mediante el mágico
remedio de la irrestricta libertad de comercio, el abandono del intervencionismo estatal
y el respecto por la iniciativa y la propiedad privadas.
Con un entusiasmo asimilable al fervor juvenil, en sus escritos de carácter
ensayístico acerca de la coyuntura mundial Vargas Llosa expone sus convicciones sin
medir conveniencias oportunistas ni correcciones políticas. Sus ideas no tienen ambages
ni admiten interpretaciones creativas, pues expresan resueltamente la admiración por un
modelo social soñado con fervor hace casi dos siglos, pero que en los escenarios

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actuales ya a casi nadie deslumbra, quizá porque sus principios son muy vagos o
porque sus objetivos son inviables.
Como formador de opinión, Vargas Llosa viene dejando testimonio de estas
convicciones en artículos ensayísticos que se publican con regularidad semanal en
periódicos españoles y latinoamericanos. También es invitado a charlas y conferencias
ante audiencias influyentes de empresarios y aprendices de conducción estratégica. A la
vez, mantiene un acceso frecuente a programas de televisión y de radio. La defensa
intransigente que Vargas Llosa ejecuta a favor de la economía de mercado, de la
superación de los nacionalismos, de la libertad de prensa, su crítica al intervencionismo
estatal, a la planificación centralizada a las burocracias públicas, y por sobre todo al
indigenismo lo ha colocado en la cúspide del elitismo cultural latinoamericano, que
desde siempre brega por el rechazo absoluto de las tradiciones nativas y por la
adaptación de los modelos exitosos experimentados en los países desarrollados.
Por otra parte, hacia los noventa y sin convicciones precisas, en vista de las
brechas que fragmentan nuestras sociedades, las políticas culturales populistas y elitistas
terminaron coexistiendo bajo el amparo de muchos gobiernos caracterizados por la
combinación de políticas de mercado y liderazgos pseudo carismáticos que recordaron
en más de un caso a los emblemáticos Cárdenas, Vargas o Perón. Debido a esta inédita
coexistencia de principios incompatibles de las políticas culturales, fueron desatendidos
los sistemas educativos del continente, que terminaron languideciendo conforme las
nuevas tecnologías mediáticas ingresaban a los hogares como fuente de entretenimiento
e información (véase por ejemplo: Brunner, 160-165). La televisión por satélite, la
Internet y la telefonía celular comenzaron siendo rasgos inequívocos de distinción y de
estilo. Conforme estos dispositivos se abarataban, los sectores populares pudieron
apropiarse de ellos, aunque con cierta demora y quizás absorbiendo con estas
tecnologías un trago más de su transculturación y disolución identitaria (cfr. García
Canclini, 75-77, y Martín Barbero, 65.).
Esta última circunstancia histórica ha derribado el intento de mantener las
dicotomías maniqueas, y por ello ha sido caratulada como neopopulismo de mercado.
Lo cierto es que gracias a la confluencia de varios factores, algunas ideas del viejo
elitismo latinoamericano volvieron a despertar entusiasmo y confianza entre muchos
sectores de clase media. Entre esos factores hay que mencionar el fracaso atribuido a las
concepciones socialistas y populistas y la proliferación de la indigencia y el desempleo
como ingredientes esenciales para comprender el reflujo del elitismo de la mano de

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convicciones liberales. En este contexto, los aportes de Vargas Llosa se dejan leer como
la expresión de una visión del mundo que trata de convencernos de que es la única
doctrina para remediar la injusticia social y el sufrimiento, dado que otras patologías
sociales o bien son consideradas incurables o bien permanecen en la oscuridad que
deparan los relatos del mesianismo liberal.

La inspección del corpus.-

Lejos, entonces, de pretender cambios catastróficos los ensayos de Vargas Llosa


desempolvan las ideas de Stuart Mill y de Adam Smith para analizar un escenario
manifiestamente más complejo que el que sugieren los supuestos de la ya impensable
autonomía crítica de los ciudadanos que se reúnen para abordar la problemática del
bienestar general (Habermas 160-185) En esa clave remotísima se pueden leer algunas
de sus contribuciones a periódicos como El País de Madrid o La Nación de Buenos
Aires. Los asuntos más frecuentes tienen que ver con la globalización y sus detractores,
con el terrorismo internacional, con la situación económica de los países
latinoamericanos, con el riesgo de que se afiancen las posturas nacionalistas, con la
migración hacia los países ricos, etc. De tanto en tanto, es posible leer alguna referencia
a polémicas como la del conflicto palestino-israelí, la despenalización del aborto, la
abolición de las corridas de toros, algún milagro económico acaecido en un país que
decidió llevar a fondo las recetas liberales, etc. También hay lugar para los obituarios
(como los dedicados a Ronald Reagan y a Eduardo Belaúnde, por ejemplo), las reseñas
literarias, especialmente para promover la lectura de textos ultraliberales como
Development as Freedom de Amartya Sen, Premio Nobel de Economía de 1998 (17 de
noviembre de 1999; en lo sucesivo, todas las referencias a fechas remiten a la edición
del diario La Nación de Buenos Aires de donde se extractó el texto), o para ridiculizar al
feminismo, como el que dedica a La loca de la casa de Rosa Montero (31 de mayo de
2003). También hay referencias a acontecimientos de la política británica, peruana,
norteamericana, francesa, y a la actualidad literaria y cultural de las principales
metrópolis europeas.
A pesar de la variedad de temas, muchos de los cuales demandarían un debate
por lo menos más cauteloso que el propuesto aquí, parece relativamente sencillo
entrever el hilo conductor de las argumentaciones. En casi todos los casos, dos
operaciones retóricas cubren el fondo argumentativo de los textos: el panegírico y la

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diatriba. La primera de estas operaciones se manifiesta en la veneración acrítica de la
sociedad capitalista y de los principios genéricos de la libertad sin igualdad ni justicia,
con lo que se obstaculiza el desarrollo más profundo de los planteos. Por otro lado, la
diatriba se emplea a como dé lugar en la rápida y nunca fundamentada adjudicación de
culpabilidades por el deterioro institucional y económico de nuestras sociedades. Tal
vez por estas razones la ideología se manifiesta con tanta claridad que algunos ensayos
parecen procedentes de una pluma por momentos candorosa y por momentos
despreocupadamente cínica. Ciertamente, dicho candor oficia como la piel del cordero
con que se disfraza el lobo: es clara la intencionalidad de ofrecer para los conflictos que
agitan a la sociedad planetaria una interpretación lineal según la cual,
sorprendentemente, todos los males se remediarían con más “libertad” y menos
“burocracia”, con más realismo pragmático que con más utopías y ensoñaciones
revolucionarias.
Así, por ejemplo, coherente con el principio spenceriano de que el Estado no
debe intervenir en ninguna esfera de la vida social, proclama que no intervengan las
agencias gubernamentales en la asignación de subvenciones, pues la sola intervención
del Estado tiñe a las obras de arte de un indeseable conformismo para con los
poderosos. Por supuesto, en ese mundo de dicotomías simples, la obsecuencia respecto
de la burocracia resulta digna y favorable si se redirecciona a la iniciativa de los
adinerados sectores privados:
(…) estoy convencido de que el creador debe defender (…) su
independencia frente al poder y ser un estricto servidor de sus
demonios: sus convicciones y obsesiones personales. Y, si le hace falta,
buscar apoyo en todos los recovecos de la sociedad, como lo hizo
Buñuel, quien pidió ayuda económica a las condesas, pero no a los
gobiernos. Algo anda mal en la cultura de un país si sus artistas, (…), se
empeñan en alcanzar protección y subsidios del gobierno. [Es]
preferible que el Estado (…) transfiera lo principal de esa tarea a la
sociedad civil, mediante políticas […] que estimulan el mecenazgo y
las iniciativas culturales de los particulares. (14 de agosto de 2004).

Otro ejemplo del aparente candor de los ensayos puede verse en el siguiente comentario
sobre la fortaleza de la democracia en el Reino Unido.

Hace algunos años escribí un artículo en el que sostenía la tesis de que


el cimiento más sólido de la democracia en el Reino Unido eran las
viejitas, esas señoras con sombreritos llenos de pájaros y flores -algunas
de ellas, muy ancianas- que escriben cartas a los diarios, y a ministros y
diputados, para protestar o alabar lo que ocurre, y que van a
manifestarse con sus carteles ante las embajadas o la casa del primer

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ministro, y que llevan sobre sus hombros el peso de las campañas
electorales, sin cobrar un centavo. (Viernes 29/12/ 2000)

Esa democracia sostenida por nobles ancianas ha decidido la invasión a Irak a fin de
colaborar con los procesos de institucionalización imprescindibles. Respecto de la gesta
angloamericana en Irak, Vargas Llosa expone estas ideas que pretende hace pasar por
concienzuda reflexión crítica:
Soy optimista por una razón muy simple: peor que Saddam Hussein no
puede haber nada. Después de esa experiencia atroz, sólo podemos ir
para mejor. ¿Cómo después de un pasado donde se perpetraron horrores
tan vertiginosos, no mostrarse esperanzados con el futuro, pese a los
apagones, a la falta de agua, a la anarquía y la inseguridad?(…) Bastará
que los aliados anuncien la creación del Comité del Gobierno Iraquí
para que la confianza de la población renazca, -además- se impondrá el
orden ciudadano, se restablecerán los servicios e irán desapareciendo la
incertidumbre y la inseguridad que reina ahora” (El País, 7 de agosto de
2003)

Parece redundante subrayar que en la argumentación de Vargas Llosa se afirme


como irrefutable el supuesto, tan recurrente en las películas de acción, de que “el bien y
el mal” se distinguen nítidamente. En una forma parecida de razonar, en este caso
respecto de Hugo Chávez, la diatriba se emplea simultáneamente como descripción y
fundamento de las ideas que se exponen:
Se trata de un demagogo y un inepto y de un ignorante ensoberbecido
por la adulación y el estrellato popular de que ha gozado hasta hace
poco, pero no de un perturbado mental. Su política, aunque perversa y
enemiga del progreso y la modernidad, tiene una lógica muy firme y
una tradición muy sólida, en América Latina en particular y en todo el
Tercer Mundo en general. Se llama populismo y es, desde hace mucho
tiempo, la mayor fuente de subdesarrollo y empobrecimiento que haya
padecido la humanidad, y, asimismo, el obstáculo mayor para la
constitución de sistemas democráticos sanos y eficientes en los países
pobres. (Sábado 29 de diciembre de 2001)

Los magnates y plutócratas están llamados a sostener la creatividad rebelde; las


damas de sombreros exóticos son baluartes de una democracia sólida, y benéfica, ya que
quiere compartir sus éxitos con sociedades oprimidas; el populismo, enemigo de las
libertades y antagonista del progreso sólo cuenta a su favor con el apoyo de multitudes
hipnotizadas, que actualizan su condición de rebaño infame vivando al pastor
desquiciado que los conduce irreversiblemente al precipicio. Claro que no es posible
adjudicar tanta inocencia analítica a candorosas distracciones en que incurre el
reconocido novelista. Tampoco parece que en los medios periodísticos donde son

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publicados estos textos rijan criterios laxos que consientan la resuelta alteración de las
normas de la argumentación racional que perpetran sus escribas.
Pero eso no es todo, otra operación frecuente en estos ensayos consiste en
exponer una situación conflictiva o polémica sin insinuar el menor rastro de la
responsabilidad que compete a los organismos burocráticos transnacionales que
defienden los intereses del capitalismo globalizado. De esta forma, casi nunca se señala
al Fondo Monetario Internacional o al Banco Mundial por haber forzado a los países en
desarrollo a instrumentar políticas que llevaron al colapso a sus economías. En ese
sentido, tampoco aparecen referencias a los maltratos ilegales perpetrados por el ejército
norteamericano a los prisioneros iraquíes, ni a los “efectos colaterales” de los
bombardeos angloamericanos o de la OTAN sobre la población civil en Oriente Medio,
Irak, y los Balcanes, etc.
Adviértase, a modo de ejemplo, cómo es presentado el problema de los
inmigrantes ilegales. En varios artículos hay referencias puntuales a maltratos y
hostigamientos producidos contra extranjeros en Francia o Alemania. Como no hay
referencias a esta cuestión en los Estados Unidos o Gran Bretaña, se da a entender que
allí los inmigrantes serían bienvenidos. En lo que parece un texto irónico, así describe
Vargas Llosa la condición de los inmigrantes ilegales en ciudades industriales como San
Pablo:

(…) trabajar en los lóbregos socavones de las minas, a media luz y


envenenándose los pulmones de miasmas es un excelente entrenamiento
para el régimen de trabajo que impera en esos talleres, cuevas y sótanos
donde apenas circula el aire y donde las ventanas, cuando las hay,
permanecen tapiadas para evitar que la policía descubra y arrase esas
fábricas precarias. Sin horarios, sin seguridad social, sometidos a
condiciones de trabajo leoninas, y, a veces, estafados, estas decenas de
miles de trabajadores clandestinos ¿por qué siguen allí? Por una razón
sencillísima: porque, pese a la enormidad del sacrificio que les significa
vivir así, allí les va mejor que en sus países de origen, pues, al menos,
no se mueren de hambre. Y, sobre todo, tienen la esperanza de mejorar.
(20 de Marzo de 2001)

Por otra parte, como defensor de la globalización Vargas Llosa también


sorprende con sus razonamientos excéntricos. Equipara el proceso de extensión
planetaria de los flujos de información, capitales y bienes con la ley de la gravedad, por
eso juzga tan ridículos a los movimientos globafóbicos como a quienes se oponen a las
leyes de Newton. Es más, ejerciendo la severidad acostumbrada, condena a los
disidentes de la globalización por el crimen de introducir nociones engañosas como las

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de la identidad cultural, y la de las tradiciones nacionales, despreciables anteojeras que
impiden vislumbrar el advenimiento del progreso:

(…) una de las grandes ventajas de la globalización, es que ella extiende


de manera radical las posibilidades de que cada ciudadano de este
planeta interconectado —la patria de todos— construya su propia
identidad cultural, de acuerdo a sus preferencias y motivaciones íntimas
y mediante acciones voluntariamente decididas. Pues, ahora, ya no está
obligado, como en el pasado y todavía en muchos lugares en el
presente, a acatar la identidad que, recluyéndolo en un campo de
concentración del que es imposible escapar, le imponen la lengua, la
nación, la iglesia, las costumbres, etcétera, del medio en que nació. En
este sentido, la globalización debe ser bienvenida porque amplía de
manera notable el horizonte de la libertad individual. (25 de Abril de
2000)

Al referirse a la colapso de la economía argentina, intenta un análisis poco


menos que hilarante. Ni la corrupción estructural del sistema financiero (responsable de
la insolvencia que aceleró la crisis), ni las felicitaciones del Fondo Monetario
Internacional por la buena aplicación de sus doctrinas forman parte de la crisis. Más
bien, el factor preponderante se encuentra en un atributo de la literatura fantástica:
La verdadera razón está detrás de todo eso, es una motivación recóndita,
difusa y tiene que ver más con una cierta predisposición anímica y
psicológica que con doctrinas económicas (…) La Argentina es
"borgista" y he allí la clave de sus misterios y de sus males, porque este
país, como el desaparecido escritor, manifiesta una notoria preferencia
por la irrealidad y un rechazo despectivo por las sordideces y
mezquindades del mundo real. (8 de Enero de 2002).

Por último, no puede soslayarse el profundo racismo anti-indigenista que


expresan los ensayos de Vargas Llosa. Reiterando las convicciones expuestas en su
trabajo de 1996, La utopía arcaica de José María Arguedas y las ficciones del
indigenismo, el escritor no se detiene a analizar la historia y a evaluar los procesos con
un mínimos de rigor; sus convicciones plantean un progreso indefinido a partir de las
causas liberales y de los principios de un modernismo en que ya no es posible creer
dogmáticamente. Por eso, es acertada la apreciación de Ugarte, cuando sostiene
[…] debemos señalar […], que [MVLL] vive su propia utopía
“moderna” pero utopía al fin, vive su ficción del progreso ucrónico, del
progreso sin tiempo (o mejor, sin fin) el cual es liderado —como
condición dada por su perspectiva eurocéntrica— por Occidente, por el
Hemisferio Norte. Acierta M.V.LL. con la luz que le da la perspectiva
del tiempo, pero queda ciego de verse a sí mismo en las sombras de su

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propia esquina ideológica. (Extraído de http://www.
textosdefrederikugarte.blogspot.com/.

Así, enceguecido por la utopía que sólo él y algunos otros fundamentalistas


consideran ya realizada en algunos enclaves específicos del planeta, fustiga al alcalde de
Lima por su decisión de retirar la estatua ecuestre de Pizarro que durante muchos años
ocupara un sitial en la Plaza de Armas, frente al Palacio de Gobierno. Como es de
prever, la diatriba reemplaza a los argumentos racionales y la acusación infundada y
generalizada no permite comprender las razones por las que se defiende a un
conquistador genocida.

Criticar a Pizarro y a los conquistadores, tratándose de peruanos, sólo es


admisible como una autocrítica, que debería ser muy severa y alargarse
siempre hasta la actualidad, pues muchos de los horrores de la conquista
y de la incorporación del Perú a la cultura occidental se siguen
perpetuando hasta hoy, y los perpetradores tienen no sólo apellidos
españoles o europeos, sino también africanos, asiáticos, y a veces
indios. No son los conquistadores de hace quinientos años los
responsables de que en el Perú de nuestros días haya tanta miseria, tan
espantosas desigualdades, tanta discriminación, ignorancia y
explotación, sino peruanos vivitos y coleando, de todas las razas y
colores. (17 de Mayo de 2003)

Un llamado al combate final.-

Siendo tan férreas sus convicciones, los argumentos que esgrime parecen
rutinarios y de segunda mano. Los análisis de Vargas Llosa se fundan en un repertorio
de ideologemas que aunque desusado e impreciso confiere a los escritos ese aire de
pensamiento tranquilizador que con tanta fruición se consume en la prensa
conservadora. ¿Quién no suscribiría que la libertad individual es un derecho sagrado e
inalienable? ¿Cómo o para qué podríamos oponernos seriamente a la modernidad, al
progreso o a la investigación científica? ¿Por qué habríamos de elegir la pobreza y la
enfermedad, si disponemos de salud y de recursos económicos? Ciertamente, las
opciones ofrecidas parecen a priori insustituibles. El discurso liberal suele presentarnos
tales opciones en una vitrina generalmente banal donde la historia humana se dibuja
como un itinerario jalonado por decisiones oportunas y por el esfuerzo abnegado de los
hombres de bien que supieron abrirse camino alumbrados por el fuego perenne del ideal
libertario.

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Claro que en el universo epistémico en que se sostiene ese discurso la libertad, el
bien y la justicia aparecen como términos no definidos, casi virtuales o fantasmagóricos.
A lo sumo, se hace referencia a quienes encarnan de un modo diabólico las antinomias
perversas de estos valores. Así, suelen configurar los remates de las encendidas
argumentaciones villanos de la talla de un Fidel Castro, un Fujimori (también aparece el
monstruo bicéfalo Fujimontesinos), un Milosevich, etc. En forma un poco más
desdibujada, también suelen recibir la diatribas por “antimodernas” las ideologías
nacionalistas, indigenistas y socialistas antimercado que todavía recorren la región
como envejecidos duendecillos que nos apartaron de la senda que siguieron, entre
otros, los suizos y más recientemente los españoles liderados por Aznar. Lo que resulta
muy difícil de encubrir, sin embargo, es el hecho de que bajo la dictadura de Pinochet
haya sido Chile el único país de Latinoamérica donde las reformas liberales pudieron
introducirse gracias al terrorífico sistema de censura que sostenía el régimen. ¿Si los
liberales son ante todo devotos de la libertad cívica y de la legalidad, cómo han
aceptado colaborar con un régimen autoritario, en manos de un sátrapa? Por otra parte,
si lo esencial de la democracia es el respeto por la voluntad de los ciudadanos, ¿cómo
explicar que las reformas liberales debieron ser impuestas en un régimen en el que la
libertad de expresión y otros derechos elementales estaban interdictos?
De esta manera, contrastando con la enérgica y muy profesional maestría
expresiva del novelista, la subyacente apología del capitalismo finisecular de los
ensayos periodísticos adquiere un carácter de cruzada, que para autores como Günther
Grass, por ejemplo, sólo correspondería atribuir a un converso en su etapa de
convicción fundamentalista (citado en Ballón Vargas 14). En realidad, la apología
mediante argumentos ad-hominem y otras falacias no menos simpáticas no parece muy
eficaz para probar la creencia en el debate como dispositivo fundamental de la
democracia, ni muy coherente con el objetivo de defender los principios del liberalismo
racionalista.
Tales principios reconocen como fundamento teórico las reflexiones de, entre
otros, de Karl Popper y de Isaiah Berlin, influyentes pensadores liberales desde el
segundo tercio del siglo XX. De acuerdo con Popper, Vargas Llosa rechaza el
historicismo pero adopta una posición evolucionista según la cual el destino universal se
caracteriza por un proceso constante de apertura, liberalidad y racionalidad. Según esta
sugestiva hipótesis, las sociedades menos evolucionadas se agrupan en comunidades
cerradas caracterizadas por un espíritu gregario y colectivista, que no dota a los

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individuos más que de un sentido fuerte de acatamiento a los dictámenes de las
autoridades, generalmente vinculadas con la divinidad o con entidades metasociales. Es
por eso que en esas comunidades cerradas imperan los mitos, los actos de fe y la magia.
Sin detenerse a considerar las previsibles variantes particularísimas que se suscitarían
entre tales comunidades cerradas, Vargas Llosa reitera un viejo argumento eurocéntrico
según el cual sólo los griegos lograron traspasar esta fase del desarrollo humano al
inaugurar un modo de civilización donde ninguna verdad, por religiosa que fuera, puede
ya escapar "al escalpelo del análisis racional y al cotejo con la experiencia práctica"
(Vargas Llosa, "Karl Popper al día", 25). De acuerdo con esta creencia, que sin embargo, se
expone con el mismo desparpajo atribuido a las afirmaciones míticas que entorpecieron
el progreso de las sociedades “cerradas”, estas se caracterizan fundamentalmente por su
conservadurismo radical y su horror al cambio. Previsiblemente, la sociedad abierta
despliega una serie de incentivos a fin de que los individuos se animen a valérselas por
sí mismos y asumir los riesgos y la responsabilidad de sus acciones y decisiones.
Semejante interpretación de la existencia social sólo podría desembocar en el
llamado a una contienda sin fin entre el recto sentido y la perversión bárbara, un
conflicto provocado por la intransigencia y el dogmatismo que los racionalistas
adjudican a los otros y que ellos dicen combatir. Encarnan la primera de las posturas la
racionalidad, las verdades científicas, y el espíritu crítico que sólo manifiestan los
amigos de la sociedad abierta. El sitial de la barbarie corresponde a quienes gobernados
por los terrores al cambio, a lo desconocido y a apartarse del "llamado de la tribu", se
refugian en la seguridad entregada por los dogmas de la religión, la nación, una doctrina
o un caudillo (íd. 26). De esta forma, el elitismo no sólo actualiza su vocación
autoritaria, etnocéntrica y excluyente: paradójicamente también convoca, seguro de sí
mismo e irreverente para con el otro, al genocidio y al exterminio como única
posibilidad para defender los valores del universalismo y la libertad.
Universidad de Buenos Aires

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OBRAS CITADAS

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