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Conferencia
presentada en la Universidad de Miami, septiembre de 2008.
¿Se puede hacer política con el arte? Desde el principio de la modernidad tratamos de salir
del laberinto de esta pregunta. Los artistas tienden a sostener que no se puede programar su
creación, ni asegurar que su comunicación va a ser exitosa, ni entrenar a los públicos como
si se tratara de enseñar conocimientos objetivos. Los sociólogos y antropólogos, en tanto,
afirman que la observación de muchas sociedades demuestra que no hay arte sin algún tipo
de instituciones y ritos, ubicación de la creatividad individual en redes social y
culturalmente estructuradas.
El desarrollo reciente de las artes ha vuelto más compleja la incompatibilidad entre ambas
posiciones. Las vanguardias exacerbaron el individualismo creativo, la transgresión a las
instituciones, y, aun después de declararse el agotamiento de las vanguardias, se reivindica
la originalidad y la innovación personal como criterios valorativos. Al mismo tiempo, se
multiplican los museos, las bienales y los premios que suponen reglas de comparabilidad,
aumenta la competencia en las subastas o por financiamientos para la creación y la
experimentación que también implican jerarquías entre los modos de hacer arte.
Quizá más que proponerse resolver la discrepancia entre ambas posiciones, sea productivo
examinar los nuevos dilemas. Voy a examinar tres condiciones actuales de la producción y
circulación del arte que vuelven insatisfactorias las soluciones sociológicas o estéticas
ensayadas en las últimas décadas del siglo XX: a) el desdibujamiento de los campos
artísticos y la producción multimedia de la creencia en el valor de los artistas y las obras; b)
las oscilaciones entre la crisis de la nación y la dispersión del nomadismo; c) la búsqueda
de políticas que trascienden lo definido históricamente como artístico y cultural, y
reformulen la parcial autonomía de estos campos en las redes más vastas que hoy
configuran los sentidos sociales.
c) A estas obras desconstructivas quiero agregar otro tipo de trabajos en los que los artistas
no se proponen interpelar o transgredir las instituciones artísticas o políticas, sino explorar
conversaciones, formas de organización o “comunidades experimentales”. Primer ejemplo:
en Hamburgo, en el barrio de St. Pauli, artistas, arquitectos y vecinos desplegaron juntos
una serie de acciones de protesta demandando que, en vez de conceder un terreno público a
contratistas privados, se construyera un parque; los artistas y los vecinos fueron ofreciendo
charlas con información sobre parques alternativos, convocaron a las tiendas que rodeaban
el sitio, a grupos de niños y vecinos a elaborar y debatir proyectos, a crear una comunidad
de diseños o, como decían, una “producción colectiva de deseos”; la suma de
colaboraciones hizo posible realizar exposiciones ambulantes para difundir la propuesta,
que se extendieron a Viena, Berlín y la Documenta 11, de Kasel, en 2002; el evento
culminante, en Hamburgo, titulado “Encuentros improbables en el espacio urbano” reunió a
los promotores de este proyecto con grupos alemanes y de otros países: a la Plástica de
Argentina; Sarai, de Italia, Expertbase, de Ámsterdam.
Segundo ejemplo: en Argentina, Roberto Jacoby, un artista que había integrado desde los
60 la vanguardia del Instituto de Tella, y desde entonces había preferido, en vez de realizar
obras, intervenciones en calles, teléfonos y prensa, lo que llamaba “un arte de los medios de
comunicación”, inició en los años 90 un sistema de intercambio de objetos y servicios entre
unos 70 artistas plásticos, músicos, escritores y no artistas, que luego llegaron a 500. Todo
se anunciaba en un sitio de Internet y quienes se asociaban recibían una dotación de la
moneda Venus (nombre del programa), con la que pagaban los bienes o servicios
intercambiados en la red: se trataba, decía, de “hacer existir un lugar no ‘afuera’ de la
‘sociedad’ sino con los elementos que esa misma sociedad promueve” y suscitando “una
interrogación práctica sobre la monetarización” de las relaciones sociales. Afirma Roberto
Laddaga, en su examen comparativo de estos dos movimientos, que quisieron producir una
“ecología cultural” donde los artistas hacen alianzas con los demás para producir “modos
experimentales de coexistencia” (Laddaga, 2006:94 y 22).
Se nos propone repensar las tareas de los artistas y críticos como artes de la organización
experimental de la sociedad y de la traducción intercultural. No significa regresar al crítico
como traductor entre las obras y el público. Más bien se trata de situar a los críticos, y a los
propios artistas, instituciones y movimientos en las interacciones y desentendimientos entre
culturas, en las controversias por los usos y sentidos de las representaciones sociales.
Serán útiles, entonces, algunas reflexiones de los últimos años sobre la traducción como
práctica en la que hacemos la experiencia de lo que no puede ser trasladado a otra lengua,
de lo que se salva y lo que se pierde. Todo trabajo de traducción, dice Paul Ricoeur, es un
trabajo de duelo, como lo saben los traductores de lenguas y los mediadores políticos,
cuando comprueban que gran parte de los mensajes no se pueden comunicar. Las
traducciones lingüísticas e interculturales ofrecen dos experiencias, según Ricoeur: cuando
logramos pasar un significado de una lengua a otras, experimentamos la “hospitalidad
lingüística”; “el placer de habitar la lengua del otro” y de “recibir en la propia casa la
palabra del extranjero” (Ricoeur, 2005: 28); pero al reconocer lo que es intraducible
comprendemos que la diferencia entre lenguas y entre culturas es insuperable, vivimos la
distancia entre lo propio y lo extraño. Intentar la traducción es hacer la experiencia de la
heterogeneidad radical y por tanto de la imposibilidad de lograr una equivalencia perfecta
entre una lengua y otra. Sin embargo, existen personas multilingües, intérpretes y
traductores. Quienes realizan estos trabajos saben que no existe traducción perfecta, pero no
renuncian al deseo de conocer lo diferente y buscar una equivalencia que no es una
identidad. Aun quienes son perfectamente bilingües saben que no pueden decir de modo
idéntico en distintos idiomas, pero encuentran valor en decirlo de otro modo.
Hay, entonces, una tercera experiencia. Además de la traducción feliz, que logra trasladar
un significado de una lengua a otra, y la experiencia de la distancia insuperable, existe la
búsqueda de cómo decir algo equivalente. A veces ocurre, señala Ricoeur, que en nuestra
propia lengua necesitamos decir lo mismo de otra manera, porque dentro de la misma
cultura descubrimos a extranjeros. Cada vez que nos preguntamos ¿qué quiso decir?,
estamos reconociendo la pluralidad de sentidos que puede tener una expresión en la misma
sociedad. Prestar atención a la experiencia de lo extranjero es lo que nos vuelve perceptivos
a la extranjeridad que puede irrumpir en la propia cultura.
Podemos aplicar lo que enseñan los estudios sobre traducción a la reflexión sobre el arte y
la crítica. No puede haber obras comprensibles por todos, de modo semejante a como no
existe una lengua universal, ni siquiera oculta, que permita reducir a un denominador
común el sentido y eliminar las diferencias. Si puedo interesarme, comprender y valorar –
siempre de modo imperfecto- formas diversas y lejanas de expresión cultural no es porque
todos seamos humanos y pertenezcamos a un mismo mundo. La unidad de la condición
humana no está dada a priori; puede ser una tarea, posible a partir del momento en que veo
con curiosidad a los otros y me pregunto qué quisieron decir. Una tarea siempre deficiente,
en la que la traducción pasa a formar parte de las obras.
En el esfuerzo de traducir, de hallar otro modo de decirlo, descubrimos lo que advirtió
Borges: que la traducción puede implicar pérdidas pero también inesperadas ganancias. No
somos conscientes de las virtudes de esta tensión si pensamos sólo en nuestra propia cultura
y nuestra propia lengua, que tendemos a sacralizar: no puedo concebir, decía Borges, otro
inicio del Quijote, al que los hispanohablantes valoramos como “monumento uniforme”,
sin variaciones posibles. En cambio, agregar las muchas traducciones de la Odisea y la
Ilíada, en vez de entregarnos versiones empobrecidas crean, “gracias a mi oportuno
desconocimiento del griego”, “una librería internacional de obras en prosa y en verso”, “un
largo sorteo experimental de omisiones y énfasis” (Borges, 1996 I: 239-240). En la base de
esta valoración de la multiplicidad de versiones está la provocadora idea de Borges de que
no hay obras originales y definitivas: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a
la religión o al cansancio” (Borges, 1996, I: 239).
En sociedades laicas, en un mundo plural, es posible concebir todas las obras culturales
como “borradores”, tentativas de decir. Los artistas, al tratar con lo indecible, instauran un
leguaje que busca nombrar, más que lo que es y puede comunicarse, su persecución de un
misterio o un secreto. Los críticos son los que se preguntan cómo decirlo de otro modo: la
crítica de arte como trabajo sobre los deslizamientos y conflictos de la interculturalidad.
BIBLIOGRAFÍA
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