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Arte y contrarrevolución: ¿una estética neoliberal?

/ por Octavian Esanu


(ed.et.trad.)1

El centenario de la Revolución de Octubre ha suscitado múltiples eventos que han buscado


conmemorar, cada uno a su manera, un momento de ruptura histórica radical. En el mundo del
arte, la conmemoración se ha realizado a través de una revisión de la relación entre la radicalidad
artística y las prácticas políticas. Esta relación –discutida extensivamente en varios periodos
históricos (desde Richard Wagner a Anatoly Lunacharski, desde Sergei Tretyakov a León Trotski
y a múltiples autores tardomodernos y contemporáneos)– ha sido analizada desde diversas
perspectivas: desde el arte o la sociedad, desde el arte como totalidad y forma de trabajo no–
alienado, como arte y valor, como formas molares y moleculares de prácticas artísticas y políticas
o como una serie de concatenaciones y transformaciones de artes radicales en gestos políticos
radicales.

Por dar sólo algunos ejemplos: Arte y revolución de Richard Wagner estuvo inspirado en las
revoluciones de 1848 que golpearon al sistema feudal dando paso a varios nacionalismos liberales
y nacionalidades en Europa. En su escrito, Wagner elogia el lugar del arte en la Grecia antigua,
un tiempo en que el drama, el arte y los impulsos apolíneos imbuyeron el espíritu de la sociedad.
“Hoy”, en tiempos de Wagner, sin embargo, con la muerte del drama y el ascenso de la ópera, el
arte se ha vendido al entretenimiento y el comercio.

Para los primeros soviéticos, el problema del arte y la revolución no estribó simplemente en
denunciar la relación entre arte e ideología burguesa (el comercio y la lógica del intercambio),
sino en proponer y construir una nueva cultura que no pidiera prestado nada de la herencia
cultural burguesa, una cultura por sí misma. El programa para construir esta nueva cultura fue
conocido como Proletkult, la cultura proletaria. En textos como El arte y la revolución,
Lunacharski deposita su confianza en que la revolución liberará al arte del puro formalismo y de
la decadencia, y hará de él mismo un medio para la Revolución; para Tretyakov, como también
para el teórico de la Proletkult, Alexander Bogdanov, el arte dejaría de recurrir a la cultura
ilusionista de la burguesía para descender al proletariado en orden a ocupar el tiempo libre y
convertirse en un arte en, para y de las masas. Estos escritores estaban preocupados del cambio
de los aparatos de producción artística, una preocupación suficientemente común por entonces a
la izquierda (incluido el marxismo occidental), desde Bertolt Brecht a Walter Benjamin.

Con el ascenso del estalinismo en la Unión Soviética esto fue prontamente denunciado como
contrarrevolucionario y el rumbo fue direccionado hacia el realismo socialista. En occidente, sin
embargo, este problema se convirtió en un tópico popular, con múltiples autores escribiendo
sobre la relación del arte con la práctica revolucionaria, todos pensando en términos de una
posibilidad por fuera de la política del statu quo. Bajo el modo de dominación actual, sin embargo
(cuando toda forma de autoexpresión se encuentra a merced de las relaciones de mercado),
reducir el vínculo entre el arte y la revolución a términos estrictamente históricos quizás no sea
del todo productivo, pues el problema en cuanto tal se ha convertido en un hito de ventas y en un
mecanismo de acumulación de capital material, cultural o simbólico.

Esta investigación avanza por un camino opuesto, y en vez de retornar a Malevich, Rodchenko,
las políticas de la Proletkult, el activismo radical o la deriva situacionista (que por décadas ha
sido más que popular en occidente, con suficientes escritos célebres sobre el problema), supone

1
Resumen, selección y traducción por Angelo Narváez para La raza cómica. 2017.
analizar la relación entre el arte y la contra-revolución. Para la ex-Unión Soviética la contra-
revolución se encuentra marcada por el año 1989 cuando cayó el Muro de Berlín y comenzó la
transición al mercado y la democracia. Esta relación entre el arte y la contra-revolución es lo que
podemos llamar justamente “Arte Contemporáneo”. Para precisar: no es que todo arte posterior a
1989 sea contra-revolucionario, sino que es posible describir la relación entre el arte y el orden
neoliberal post-1989 a partir del arte contemporáneo, un fenómeno histórico concreto de
transición y de transformaciones llevadas a cabo en el arte en el nombre de la transición hacia la
democracia y el mercado.

El punto de partida aquí es un mecanismo institucional implementado durante los 90’ en los
países post-socialistas de Europa del este, el Soros Center for Contemporary Art (SCCA). Este
fue un programa de la Fundación Soros y del Open Society Institute, lanzado con la intención de
apoyar “el desarrollo y exposición internacional del arte contemporáneo en el centro y este de
Europa”, según consigna el folleto promocional de 1998 del Instituto de Budapest. George Soros
–el “capitalista ilustrado” o el “comunista liberal”, considerado parte del reciente fenómeno de
llamado “comunismo del capital”– adoptó la noción de “sociedad abierta” de Karl Popper en el
orden a promocionar reformas políticas, económicas y culturales en los países post-socialistas.
Diecinueve oficinas del SCCA fundadas por el Instituto continuaron la misión de promover el
“arte libre” en los países post-socialistas. En el vocabulario del Instituto el concepto de “arte
contemporáneo”, que nunca fue elaborado en términos artísticos, críticos o estéticos, ha sido
principalmente entendido como un nuevo modo de gestión de la producción artística post-
socialista de acuerdo a la lógica democrática-liberal de la sociedad abierta, que para Popper e
inicialmente para Soros, supuso un sinónimo de “sociedad occidental”. En las manos de varios
mecanismos pro-mercado instituidos en occidente, la idea de arte contemporáneo se ha
transformado en un instrumento utilizado para apoyar selectivamente ciertas prácticas artísticas
presentándolas como “más reales” que otras, particularmente por sobre aquellas situadas en bases
modernistas, o –donde esto aún podía ser el caso– sobre aquellas prácticas comprometidas por su
colaboración con los gobiernos socialistas o, lo que era incluso peor, que se encontraron aun
dentro de los márgenes del realismo socialista.

Los SCCA apoyaron lo que las elites culturales locales consideraron nuevo y democrático, lo no-
ideológico y no-político, lo desinteresado, experiencial y experimental. Pero es precisamente su
incapacidad de sostener su promesa y mantenerse alejados de la ideología y la política (como si
esto fuera posible) lo que permite en este contexto considerar los objetivos de los SCCA como
falsos, ficcionales o ideológicos –una forma de “realismo sorosiano”, según las palabras de Miško
Šuvaković (La ideología de las exhibiciones: sobre las ideologías de los Manifiestos). Lo que
aquí buscamos comprender es justamente este aspecto ideológico del arte contemporáneo, pero
no a través de discusiones focalizadas en las obras de arte particulares, en cómo los artistas
transforman esta ficción en formas materiales, sino que concibiendo el “arte contemporáneo” en
términos de un aparato ideológico o un mecanismo ideológico dispuesto por los agentes de estas
transformaciones históricas con particular cuidado en su propia comprensión del arte. El hecho
que este mecanismo deba “promover la sociedad abierta a través del arte contemporáneo” –
entendiendo aquí “promover” en términos de fomento y mejoramiento, como también de
publicidad y venta– ya ha sido considerado sospechoso antes.

El “arte Soros” no fue considerado realmente auténtico o “local”, sino como un producto
extranjero importado y fuertemente subsidiado por una ascendente economía garante “sin fines de
lucro”. En Rusia, por ejemplo, el término sovermennyi o sovremennyi stil’, refiere tanto prácticas
artísticas modernas como contemporáneas, pero los artistas y el público en general utilizan el
término kontemporary art (transliterado en cirílico como контемпорари арт) para distinguir
entre el arte promovido por subvenciones extranjeras y gubernamentales, y luego por las
estructuras oligárquicas, de otras formas culturales producidas sin estos soportes. Los trabajos de
Nina Dmitrieva (“K voprosu o sovremennom stile”, 1958), y Susan E. Reid (“The Struggle for a
‘Contemporary Style’ in Soviet Art”, 2006), han seguido esta línea de investigación.

Las redes establecidas por Soros han contribuido al surgimiento de una conexión mayor de
instituciones artísticas apoyadas por gobiernos, instituciones privadas y estructuras de la Unión
Europea. Sin embargo, no es del todo necesario enfocarse en las historias particulares de estos
centros. Por el contrario, es preferible observar una contradicción particular que emerge y grafica
una tensión en corazón de los que estas fundaciones han afirmado, implementado e
institucionalizado bajo la efigie del arte contemporáneo. Para decirlo directamente, el arte
contemporáneo fue ofertado como una alternativa democrática a las políticas culturales
socialistas, a la estética del realismo socialista (sobre todo en los países autoritarios como
Rumania, Albania y la URSS), o a variaciones modernistas más progresistas del realismo
socialista y a los modernismos nacionales en los países más liberales del bloque socialista
(Hungría, Yugoslavia y Checoslovaquia). Es decir que el arte contemporáneo operó como una
Idea y una herramienta utilizada para promover los valores occidentales.

Hacía el final de la II Guerra Mundial, después de la marcha triunfal del Ejército Rojo sobre
Berlín, la Unión Soviética estableció Sindicatos de Artistas no sólo para canalizar políticas
organizacionales, administrativas y técnicas socialistas de planificación, sino también una
doctrina estética completamente adecuada al realismo socialista. La consolidación estalinista y
zhdanovista trajo consigo la adecuación de las más variadas vanguardias históricas a un monolito
estético-ideológico. Las directrices enviadas desde Moscú a los Sindicatos de Artistas de las
repúblicas locales prescribían no sólo cómo administrar y apoyar la producción artística, sino que
también entregaba modelos estéticos concretos sobre qué tipo de contenidos y formas artísticas
debían desarrollarse, pretendiendo guiar una racionalización de los planes de producción artística
a la vez que aconsejando cómo cuidarse de los elementos burgueses-liberales que, por ejemplo en
la pintura, representaban el formalismo y el cézannismo.

En el caso de Soros, esta práctica concreta es el arte contemporáneo –un modelo estético y
artístico de lo que aquí hemos llamado genéricamente “sociedad abierta”, y que refiere directa y
primordialmente a un método y a una caja de herramientas promocionales y administrativas de
gobernanza–. Soros no apeló a una supresión completa del sistema de los Sindicatos de Artistas
soviéticos –como hicieron los soviéticos en su tiempo con las instituciones artísticas burguesas–,
sino que abogó por la tolerancia, por el cambio gradual y por una forma parcelaria de ingeniería
social que lentamente adecuara a los artistas al capitalismo democrático-liberal y a su lógica
cultural.

George Soros –el hombre que destinó cantidades significativas de energía y recursos a promover
las formas más innovadoras de arte en los países post-socialistas, sosteniendo completamente por
casi una década diecinueve centros de arte contemporáneo- dejó claro en múltiples ocasiones que
no entendía ni gustaba del arte contemporáneo, y que lo financiaba, primero, porque confiaba
plenamente en los expertos que había contratado y, segundo, porque creía que el arte era un
elemento esencial para realizar la visión de Popper de una sociedad abierta (Hipótesis a la que
adscriben Christopher Phillips, Maecenas of The ‘Ex-East’, 1997, y Calin Dan, The Dictatorship
of Goodwill, 1997). Es decir, un espacio de debate crítico y mejoramiento gradual de la vida
pública post-socialista. Popper, que inspiró a muchos el sueño de una sociedad abierta, no
escribió sistemáticamente sobre arte o cultura, sus pensamientos sobre arte y estética están
dispersos en fragmentos de sus escritos sociales, científicos y autobiográficos. De estas ideas
dispersas es claro, sí, que Popper sostuvo un gusto estético conservador que se reflejó
principalmente en el gusto por la música clásica, que además disfrutaba interpretar. Popper, en
general, consideraba el “arte” como un producto de la mente humana comparable al lenguaje, los
cuentos de hadas, los aviones o los productos de la ingeniería.

Entonces uno puede preguntarse, ¿cuál es el lugar del arte en la sociedad abierta que Soros,
siguiendo la visión de Popper, decidió construir en los países post-socialistas? ¿Tiene, o debiese
tener la sociedad democrático-liberal su propia estética distintiva o su propia ideología artística?
Si es así, ¿cómo es, o cómo debiese ser? ¿Es su función social diferente de la estética del
socialismo? ¿Cuál es el lugar de la experiencia artística y estética en la vida de los individuos de
la sociedad abierta? ¿Hay, o podría haber una cosa tal como una “estética neoliberal” que
reemplace a la “estética marxista-leninista” o la “estética socialista” en el llamado “mundo
neoliberal”, al que los artistas post-socialista han llegado a vivir?

En el primer volumen de La sociedad abierta y sus enemigos, específicamente en el capítulo


dedicado a Platón, Popper identifica uno de los problemas platónicos esenciales y sus
manifestaciones totalitarias como el deseo por la belleza, el deseo por el todo, que Popper
ejemplifica a través de una triangulación en el título de este capítulo: “Esteticismo,
perfeccionismo, utopismo”. Estos impulsos platónicos están motivados por la llamada actitud
“holística” hacia la realidad social, que Popper creía que todos los “enemigos” de la sociedad
abierta compartían. Si acaso hay un concepto común que Popper y quienes trabajaron con él, o
tomaron prestado de él, atacaron inicialmente fue el de “holismo”.

El marxismo como totalidad, como una versión del holismo, tiene varias interpretaciones y
sentidos –desde la posición hegeliana sobre la totalidad adoptada en algún grado por Marx (Das
Ganze ist das Whare, “el todo es la verdad”), hasta la posición unívoca de Lukács sobre la
totalidad como una perspectiva distintiva asible sólo para el proletariado en cuanto sujeto y objeto
de la historia, como también para la completa subversión que Adorno realiza del pensamiento
hegeliano: Das Ganze ist das Unwhare, “el todo es la no-verdad”, o a la totalidad postmodernista
de Jameson entendida en términos de un mapeo cognitivo.

En la sociedad abierta, que descansa en la simple experticia de la ingeniería y la tecnología


sociales, no hay lugar para el pensamiento holístico. Incluso el escenario intelectual de la
sociedad abierta está constituido de una manera diferente. Puede ser entendido como un sistema
plano compuesto por hechos diferenciadamente inteligibles, especialmente adecuados y aislados.
Un mundo que no cree en las leyes de la historia y que no tiene una idea precisa de historia, un
mundo que cambia gradual y metódicamente a través de múltiples diseños instrumentales y
mecanismos tecnocráticos o, como le gustaba decir a Popper: por una ingeniería social
fragmentaria, o por ensayo y error.

En este escenario, ¿cómo percibir más objetivamente la función del arte dentro de este ordenado
edificio o maquinaria de la sociedad abierta? Como ya se ha dicho a propósito de Platón, para
Popper todo intento por buscar el cambio social “holísticamente”, al invocar una noción de
historia como un proceso significativo o un todo, no es un proyecto político sino artístico. En la
sociedad abierta “se le debe dar a cada individuo, si así lo desea, el derecho a modelar por sí
mismo su vida”, antes que ser parte de un gran proyecto artístico. El artista que busca alterar
radicalmente la totalidad social, sugiere Popper, “debiese buscar expresarse con otros materiales”.
Cuando Popper argumenta que la sociedad abierta no puede ser entendida como una obra de arte,
quiere decir que aquí las partes no se subordinan al todo, como por ejemplo, cuando un artista
pinta un lienzo subordinando las partes a un principio totalizante: preceptos de una teoría del
color, una lógica composición y proporciones, etc. Socialmente, esto se traduce en términos de
individuos que no están determinados por grupos sociales, por el estado, o por la sociedad, sino
que están liberados para convertirse ellos mismos en obras de arte singulares bajo la lógica
absoluta del capital. Es desde esta perspectiva que Popper denuncia la propensión a la totalidad
como “un sueño de unidad, belleza y perfección, un esteticismo, holismo y colectivismo, que es
producto y síntoma del espíritu perdido del tribalismo”.

Ahora bien, si entender la realidad social en términos de esteticismo, sueños de belleza y


propensión a la totalidad, le recuerda a Popper el pasado distante de un antiguo salvaje “tribal”,
¿cuál es precisamente la función del arte y la experiencia estética en el edificio de la sociedad
abierta? Sin profundizar en los detalles de las discusiones de la visión filosófica de Popper (muy
por lejos del foco de esta investigación), es posible inferir desde diversas fuentes que el edificio
filosófico o el mundo de la sociedad abierta está separado en tres sub-universos o sub-mundos
ontológicos diferentes llamados “Mundo 1”, “Mundo 2” y “Mundo 3”. El “Mundo 1”, constituye
el mundo de los hechos y objetos físicos, el “Mundo 2” es el de los hechos de conciencia, y el
“Mundo 3” es el de los contenidos objetivos del pensamiento, especialmente de los pensamientos
científicos y poéticos y, por supuesto, de las obras de arte. El arte es parte del “tercer mundo” (el
término no significa aquí lo mismo que en su uso geopolítico actual, pero la coincidencia podría
ser interesante), junto con los objetos y productos de la mente humana. La aproximación
metodológica de Popper a la comprensión del “Mundo 3” supone un complejo de preguntas
referidas a un “cómo hacer” singularizado en investigaciones científicas cada vez más pequeñas,
en problemas y preguntas singulares.

En el caso estrictamente estético, la apropiación de Gombrich del método de Popper lleva a la


comprensión de la práctica artística en términos de resolución de problemas, y del método
artístico en general como un ensayo y error. Gombrich toma la crítica de Popper a la dialéctica y
la aplica a su comprensión del arte y la historia. Desde esta perspectiva, el arte en la sociedad
abierta debe ser entendido en términos de logros conseguidos por artistas individuales enfrentados
a problemas abiertos por sus predecesores. A la luz del individualismo metodológico –una vez
más, una reacción al historicismo dominante en el campo de la historia del arte–, una obra de arte
en la sociedad abierta no expresa el alma del artista, el espíritu de una época o alguna otra entidad
metafísica holística (inconciencia colectiva, teorías de la Gestalt, psicoanálisis, etc.), como
tampoco refleja, refracta o construye una realidad social como supusieron los materialistas, sino
que la obra de arte es una solución definitiva a un problema técnico suspendido dentro de una
situación concreta.

Gombrich descarta cualquier posibilidad de una historia de la estética, entendida en términos de


un estándar universal de valor, celebrando en cambio la preocupación nominalista por el trabajo
individual en el arte, base por excelencia (supuestamente) sobre la cual es posible historizar el
arte. Visto desde el prisma racionalista de Gombrich, el arte en la sociedad abierta es parte de una
gran competencia que, si quisiéramos, podríamos distinguir del “juego”, que los románticos
creyeron poseía un potencial emancipatorio. A diferencia del juego –que particularmente Schiller
entendía como “gasto exuberante de energía carente de propósito”– la competencia tiene su
principal propósito en congregar a los jugadores dentro de un sistema formal y cerrado,
estructurado en torno a un conflicto; la competencia presupone un resultado desigual con la
intención de producir un ganador.

Esta es también la lógica del mercado y de la exposición, por cuanto en la sociedad abierta la
innovación artística se despliega de acuerdo a la Lógica de Vanity Fair, para citar el título de uno
de los textos más populares de Gombrich, y que como sugiere el subtítulo, busca proveer una
alternativa al historicismo en el estudio de la moda, el estilo y el gusto. Estas alternativas al
historicismo están articuladas en un vocabulario sorprendentemente familiar al de léxico del
mercado de la última parte del siglo XX. Gombrich explica los cambios históricos del estilo en el
arte en términos de un esfuerzo individual de los artistas por captar la atención del público o,
nuevamente de acuerdo a la lógica de la competencia, por “comprender el principio” que se
resuelve a través de la “disputa por la atención”, porque al final cada “desviación de la norma
generará atención”. Estas son las reglas y las partes constitutivas de la competencia que los
artistas juegan en la sociedad abierta. En última instancia, las reglas y la lógica de la situación de
la exposición es “preferible a la plaza pública”.

Es por esta razón que lo que llamo estética neoliberal, o más bien, su ausencia en el actual
sistema global del arte contemporáneo, es un aspecto fundamental del sistema. Hoy los críticos
han comentado excesivamente la desaparición de la estética –entendida en el sentido histórico
idealista como una ciencia del gusto–, o su transformación radical en lo que Fredric Jameson
recientemente ha llamado la “estética de la singularidad”. Pero lo que aquí llamo “estética
neoliberal” es la relación entre el arte contemporáneo y la estética: esto es, una completa anestesia
o ausencia estética.

___
Este texto es un manuscritos aun inconcluso desarrollado a partir de la conferencia “Después de las
vanguardias: transición y transformación del arte en la URSS” presentada el día 20 de octubre en el Museo
de Arte Contemporáneo de Santiago con ocasión de foro “Los pueblos del arte. A 100 años de Violeta,
Duchamp y la Revolución Rusa”.

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