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Construyendo el nosotros

De todo lo creado, el ser humano es lo único que fue creado incompleto.

Alguno podrá suponer que esto se debe a que, por ser en el sexto día, Dios ya estaba cansado de tanto
crear, y al final dijo “ma sí, que se termine solo”. La verdad es lo contrario. Dios amó tanto a su última
creación, experimentó tal identificación con su “obra magna”, que quiso co-participarla de su propia
construcción. La persona humana es el único ser creado que está invitado (desde su propia concepción
en la mente divina) a participar en el proceso de inventarse a sí mismo.

En vistas a eso, Dios tuvo que ingeniarse una nueva “particularidad psicológica”. Una rareza, en
comparación a todo lo que había hecho hasta el momento en la ya extraordinaria maquinaria del
universo. Tuvo que inocular en la creación misma algo que le pertenece íntimamente por su propia virtud
creadora. Algo que está en el núcleo de Su propio Ser, pero que hasta el momento sólo lo tenía para sí
mismo: la libertad.

Pero la libertad de Dios, que es absoluta y perfecta, por habitar Él mismo en la eternidad, en la persona
humana, por habitar en el espacio y en el tiempo, es relativa y restringida. Es una libertad posible. Está,
en cierta forma, por construirse. Es incompleta, incipiente, precaria. Por eso, si bien es un regalo, un don,
también tenemos que poner algo del propio esfuerzo para hacerla efectiva en cada uno, conquistarla.
Por eso se dice que es una libertad potencial. Por eso también cada uno, dependiendo de lo que ponga
de sí mismo o no, correrá el riesgo de dejarla inconquistada, inconcluída, irrealizada. Una semilla, si no
se riega y alimenta, no se vuelve planta. Con la libertad pasa lo mismo.

Ahora bien, para implantarle al ser humano esta posibilidad de ser libre, le tuvo que inocular en su
subjetividad algo extremadamente complejo y controversial. Le tuvo que inventar un yo. ¿Y qué es el
yo? El yo, psicológicamente hablando, es justo eso: una incompletitud. En el yo anida ese deseo de ser
libre pero, por eso mismo, también esa noción de estar incompleto, a medio hacer. Y eso, tener un yo,
es lo que nos produce toda nuestra incomodidad y angustia.

Los budistas, que se dieron cuenta de que esta incomodidad de tener un yo es lo que nos produce
angustia, inventaron esa extraña religión en la que todo se trata de matar el yo. Ésta es la lógica de la
extirpación. Es como decidir cortarte una mano sólo porque te duele. Es la famosa estrategia de “cortar
por lo sano”. En vez de curar, extirpo.

En occidente, por el contrario, nunca se nos ocurrió tal disparate. Se nos ocurrió el disparate opuesto:
inflar el yo. Como si por inflarlo pudiera sentirse menos incompleto. Sólo logramos tener una
incompletitud más grande y más angustiante. Esta “hinchazón del yo” es lo que hoy vulgarmente se
conoce como individualismo. Algo que nos “vende” el mundo moderno como la gran conquista de
occidente. Pero eso, en realidad, es lo que constituye el núcleo de nuestra gran enfermedad cultural.

El yo, en sí mismo, no es algo “malo”. Es lo que nos da la oportunidad de construir una identidad. Es la
semilla o punto de partida de lo que Dios pretende que hagamos de nosotros mismos. Cada yo individual
es, podría decirse, la esperanza particular que Dios depositó en cada ser humano. Es lo que hace que
cada ser humano sea potencialmente único e irrepetible. Pero nótese que digo potencialmente. Esa
unicidad, esa originalidad, no es algo dado y poseído en sí. Hay que conquistarlo, construirlo.

Entonces, repito, el yo (o el ego, como se dice en latín) no es algo malo en sí. Lo malo son las
enfermedades del ego: ego-ísmo, ego-latría, ego-centrismo. Todas esas enfermedades, nuestra sociedad
las fomenta para su propia conveniencia. Como dije recién, son parte de ese “paquete” que se nos ofrece
con el nombre genérico de individualismo. Y se fomentan, justamente, porque a la sociedad de consumo
le conviene tener seres aislados. Solos. Porque un ser aislado es mucho más fácil de manipular. Se le hace
creer que es un todo para que sea una nada. Un ente aterrorizado de soledad que busque tapar su
angustia consumiendo.

Si nos fijamos cómo se organiza cualquier comunidad humana, vemos que nadie se define
completamente por sí mismo. Todos somos el hijo o la hija de, el padre o la madre de, la pareja de. Ser
humano, desde el mismo principio, implica de-pendencia.

Se objetará, seguramente, que esto también existe en los animales. Todo animal es parte también de
una cadena en la que es hijo y padre de otro. Una diferencia significativa es que el animal no se define a
sí mismo por ese vínculo. Por eso, entre otras cosas, no tiene noción de incesto, un hijo puede ser la
pareja al momento siguiente sin ningún conflicto. Y esto es porque el animal es un ser completo. Es, en
sí mismo, a cada momento, su propia totalidad. Su todo está en sí mismo. No tiene nada que construir.
Está completo. El ser humano no, por eso tiene esta extraña característica denominada “yo”. El animal
no tiene yo. Pero ese mismo yo del ser humano, que en sí es un don magnífico, lo puede inducir (y de
hecho lo induce) al espejismo de creerse independiente. El animal, por el contrario, al no tener yo ni
imaginación, no cae en ningún espejismo. En todo momento es todo lo que puede ser y punto. Y por eso
mismo digo que no se define por el vínculo. Está completo. El humano, por el contrario, vive cayendo en
fantasías extrañas. Una de las más perjudiciales es confundir esa libertad posible que posee con algo que
llama independencia. Y la verdad es que no existe tal cosa. Cuanto más independiente uno quiere ser,
más se aisla y más sufre.

Esta fantasía individualista es la que hizo posible que se concibieran ideas tan descabelladas como la de
que “mi libertad termina donde empieza la del otro”. Como si la libertad fuera una cosa. Un terreno que
tengo que alambrar para que el vecino no me lo invada. La libertad, por el contario, es algo espiritual. Y,
como todo lo espiritual, se potencia y crece cuando crece la del otro. La libertad espiritual de otros
agranda la mía, no la disminuye. Lo otro, lo que provoca disputas de límites, no es libertad, es capricho,
casi lo contrario de la libertad. Cuanto más caprichosa es una persona, menos libre es. Y más confunde
libertad con territorio.

Resumiendo lo dicho hasta acá, para seguir adelante, el yo no se puede matar, como quieren los
budistas. De hecho, si lo pensamos bien, es algo ridículo. ¿Quién mataría al yo si no es el mismo yo? Sería
una especie de suicidio. Si mato al yo ¿quién se beneficiaría de ese supuesto asesinato, si ya no queda
yo para percibirlo? Obvio que el sufrimiento se acaba, porque se acaba también el que lo percibe, pero
también el que percibe todo lo demás. Es, claramente, una ridiculez. Pero el yo, lo que sí puede, es
sanarse. Y sanarse, como se dijo, es sanarse del egoísmo. Y se sana al salir del aislamiento y
transformarse en nosotros. Esto es esencial: la única vía de sanación del yo es construir un nosotros.
Internalizar creativamente la noción de dependencia. Que en sí, aunque no queramos, es un hecho, en
oposición a la independencia que es una mera fantasía, un capricho.

Y la construcción psicológica de ese nosotros, de ese sentido profundo de pertenencia a algo más grande
que el propio yo, empieza en la familia. Y toda familia, mal que a algunos les pese, empieza con una
pareja. Hoy se habla, a veces, de familias monoparentales (familias con sólo padre o sólo madre). Cuando
la realidad biológica es que, para que haya hijo, es necesario un espermatozoide y un óvulo (aunque
alguno de los dos se compre o se alquile). Ningún capricho puede avanzar más allá de este límite
biológico. Claro que una familia monoparental se puede dar también por la muerte de uno de los
conyuges. Pero eso es una calamidad, algo malo que sucede y que, como tal, implica un duelo con todo
el dolor que conlleva. Cuando es así no queda otra que adaptarse (quizás formando otra pareja pero no
necesariamente). Pero de ahí a hacer de la monoparentalidad algo deseable, es similar a la lógica de la
amputación: como me molesta lo extirpo. Sigue siendo capricho. Otra extravagante opción de moda es
reemplazar a los hijos con mascotas. Eso quizás sirva de consuelo en la vejez, pero planificar la familia
en esos términos es una locura total. También con los matrimonios sucesivos se está cayendo en la lógica
de la extirpación. A uno, cuando le incomoda su nosotros, en vez de sanarlo lo extirpa. Como si fuera
una muela podrida. No se da cuenta, a causa de esta fantasía individualista, que está extirpando una
parte íntima de sí mismo. Algo con lo que construyó su propia identidad.

Y no estoy queriendo implicar con esto que no haya en algunos casos, efectivamente, muelas podridas.
Pero así como, cuando algo no anda bien en el propio cuerpo, la extirpación es siempre el último recurso,
debería ser el último recurso también en la familia. Y no esto de cambiar de pareja como de calzoncillo.
Cuando la parte enferma está tan degenerada que está matando también a la totalidad, es claro que no
queda otra que separarla del cuerpo. Pero son casos extremos, no la regla. Primero, como con el cuerpo,
se debe hacer todo lo posible para curarla y salvarla. A nadie se le escapa que cuando se saca una muela
es para tirarla a la basura. Y esa es también la sensación subjetiva de aquel que se ve extirpado de su
familia: que se lo tiró a la basura. También está, por supuesto, el que se tira a sí mismo a la basura, con
la ilusión de desembarazarse de toda la carga que tiene implícita esa difícil construcción del nosotros. Lo
que éste busca, muchas veces, es la posibilidad de hacer su propio capricho, al que equivocadamente, al
menos a mi entender, le llama libertad. Como hoy esto sucede con tanta frecuencia, lo que queda claro
es que no se tiene noción de nosotros. No se comprende que el ser humano completo es siempre un
nosotros, nunca un yo.

Pero ese nosotros, como dijimos al principio, no es algo dado, es algo por construir. Algo delicado y frágil
a lo que hay que estar prestándole atención a cada instante para que no se desmorone. Algo que exige
intencionalidad, buena voluntad y conciencia.

¿Estoy diciendo con esto que la única forma correcta de vivir es en pareja? Evidentemente no. Estaría
ignorando al elefante blanco que tenemos adentro de la pieza: el cura (aunque uno, para ser honesto, a
veces se prengunte si ésa no será una de las causas de que haya tanto cura loco). Pero incluso los curas
tienen una familia espiritual. Por eso, quizás, es que a los curas le decimos “padre”, para integrarlos a
alguna especie de familia, aunque no sea biológica. Y, ya que estamos, vale aclarar que lo más importante
de una familia nunca es lo biológico (que sería una concepción materialista) sino lo espiritual: los vinculos
construidos desde el afecto. De lo contrario no estaríamos teniendo en cuenta la cantidad de familias
felices que hay con hijos adoptados. Pero, dejando a los curas de lado, que bien podríamos verlos como
una excepción a la regla, a nosotros, simples mortales, creo que nos conviene, por nuestra propia
sanidad psíquica, construir un nosotros nuclear con forma de familia. No porque sí dice la biblia “no es
bueno que el hombre esté solo”.

Aseguramos, repito, nuestra sanidad psíquica, prevenimos de algún modo esa desmesurada inflación del
yo, al construir un nosotros a partir de una pareja. La pareja nos baja a tierra. Impide que nos rijamos
plenamente por la ley del capricho. Sobre todo porque, en esa construcción, tenemos que aprender a
ceder, a veces a perder, a negociar, a ocuparnos por la felicidad de alguien más además de la propia.

Porque, dicho de de paso, el que persigue sólo su propia felicidad nunca la alcanza. La felicidad es siempre
la resultante del esfuerzo por hacer feliz a otro. Una de las claves de la felicidad es justamente el
descentramiento, el olvido de sí. El prestarnos excesiva atención a nosotros mismos (a nuestro yo) es lo
que nos enferma. Es verdaderamente una bendición tener a alguien de quién ocuparse, para olvidarse
de la propia obsesión por uno mismo. De lo contrario es muy difícil no volverse egoísta y mezquino y,
finalmente, aislarse. Claro que hay excepciones. Hay mucha gente que dedica su vida a los demás sin
necesidad de tener que tener, para eso, una pareja. Pero esa es la vía difícil. La de la pareja es la más
universal y, por lo tanto , la más fácil. No es la única.

Sin embargo, y como hablé de olvido de sí, voy a tener que explicitar una última cosa. Nadie se puede
olvidar de lo que no conoce. Lo que no se conoce es más bien una carga que se lleva sin saberlo. Algo
que, psicológicamente, opera solo, desde la sombra. Algo sustraído de la conciencia y la intencionalidad.
Pero no por eso inexistente ni inoperante. Por eso, para ser capaz de olvidarse de sí mismo antes hay
conocerse a sí mismo. Lo otro, el olvido de sí sin un previo conocimiento de sí, sería más bien una especie
de negación patológica, una alienación. Alguien que, por ejemplo, se convierte en el sirviente de su
pareja, por más que parezca que se está olvidando de sí mismo, no es alguien santo, ni siquiera sano, es
alguien enfermo. Una pareja implica dignidad mutua, no servilismo de uno para con el otro.

Algunos diferencian amigos de pareja. Como si la pareja fuera un tipo de vínculo distinto de la amistad.
Pero si alguien no es capaz de ser amigo de su pareja no creo que esté construyendo bien el vínculo.
Algo hay ahí (de posesividad o sumisión patológicas) que no va por lugar correcto. Una pareja es también
un amigo. Yo creo incluso que debería ser el mejor amigo. Por eso esto de que no existe la amistad entre
el hombre y la mujer me parece desde el vamos una idiotez. Si no existiera, tampoco se podrían construir
buenas parejas. Sólo parejas posesivas, donde la promoción del otro no importa para nada. Sólo dominar
o ser dominado.

Ahora bien, para poder hacerse amigo de alguien más, es necesario que uno pueda, primero, hacerse
amigo de sí mismo. Que deje, para empezar, de estar peleándose constantemente consigo mismo. A
veces, uno no se da cuenta de que las peleas frecuentes con los demás (especialmente con la pareja)
están causadas por peleas interiores con uno mismo.

Así que esta construcción de la libertad, que, como ya dijimos, es don de Dios, pero que tenemos que
poner de nuestra parte para plenificarla, es una construcción de doble vía. Implica un ocuparse del
propio interior y, simultáneamente, de los otros “yo” con los que construimos el nosotros.

Entonces repito: para poder hacerme amigo de alguien más, primero (o al mismo tiempo) me tengo que
hacer amigo de mí mismo. Por algo es que Jesús no dijo: “amarás a tu prójimo más que a tí mismo”, sino
que dijo igual. Si uno no se quiere a sí mismo, no puede querer a nadie más. Pero este “amor” es
radicalmente distinto que el egoísmo o el narcisismo. El problema de esto último, como es obvio, es el
de amarse sólo a sí mismo. Con lo cual se invalida también toda posibilidad real de amarse
correctamente, porque el amor propio sólo es sano cuando pasa a través de alguien más. Justamente
porque el sí mismo completo siempre implica un nosotros. El amor es circulación, no estancamiento.
Todo lo que se estanca se pudre.

El desequilibrio contrario, el del enamoramiento patológico, en el que uno sólo ama al otro
despreciéndose a sí mismo, por esa misma causa, no puede durar. El verdadero amor es siempre de
doble vía. Porque es una circulación. Un crecimiento mutuo. Cuando el otro es todo y uno mismo es
nada, eso no puede ser un complemento. El complemento existe cuando los dos somos alguien. Cuando
la dignidad de ninguno se ve menoscabada sino potenciada por el otro.

Hay algo que no dije todavía y con esto termino. Puede pasar que al mirar la propia vida de pareja a
alguno le parezca que reciclarla es imposible. Puede que le parezca un empresa enorme e inalcanzable.
Al reconocer , por ejemplo, que uno hasta ahora estuvo amándose sólo a sí mismo o amando sólo al
otro, se puede desanimar pensando que esa forma es la única que conoce y que no le es posible empezar
a reconstruir su pareja desde otro principio. Pero la clave de esto es comprender que ninguna mesa se
sostiene sólo con dos patas. Necesita al menos tres. Esa libertad, de la que hablábamos al principio, sólo
es posible construirla espiritualmente por participación con la libertad misma de Dios que es su fuente
y fin. Nada de esto es, efectivamente, posible si uno no está a dispuesto a poner a Dios mismo en su
pareja. Lo que dice la iglesia desde siempre, y pocas veces se entiende, es que Jesus hace nuevas todas
las cosas. También puede hacer ésta, nuestra pareja, de nuevo. Sólo tenemos que confiar en que esto
es posible y abrirle una puerta para que entre. Tenemos que poner la tercer pata en nuestra mesa, para
que nuestros platos dejen de seguir resbalándose hacia el piso. Basta de platos rotos. Podemos construir,
de a tres, una mayor estabilidad. Y en eso, justamente, es en lo que nos vamos a poner a trabajar de
aquí en más.

Pablo Berraud

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