You are on page 1of 167

JOSÉ LUIS DÍAZ

EL REVUELO DE LA SERPIENTE
QUETZALCÓATL RESUCITADO

Herder
CONTENIDO

1 .I n t r o d u c c i ó n
El p rim e r c h a m á n y e l h e c h iz o d e l d r a g ó n a m e r ic a n o . .

P r i m e r a P a r t e . E l m i t o o r i g i n a r i o ......................................................

2 . E l l in a j e t o l t e c a y e l m o d e l o p r in c ip a l d e l á s t e o c r a c i a s
3. E l d io s d e l a l b a , r e d e n t o r d e l a l u z , y s u l ó b r e g o g e m e lo .
4 . E l r e y r é p r o b o y l a h é g i r a m e s o a m e r i c a n a .................................
5. E l c a n t o d e A n á h u a c y e l p a l a c i o d e s o l a d o ..............................
6. E l I n v e n t o r d e s í m is m o y e l á r b o l d e l u z ....................................
7 . E l l u c e r o V e n u s y e l r a p t o d e l h o m b r e a s t r o ...........................
8. Los d i s p e r s o s e m b l e m a s d e l a S e r p ie n t e E m p l u m a d a . . . .
9 . E l m á g i c o e s p e j o y e l p a r t o d e l a t i e r r a ..........................................

S e g u n d a P a r t e . E l m i t o r e s t a u r a d o ...................................................

1 0 . E l a p ó s t o l S a n t o T o m á s y e l m it o c r i o l l o .................................
1 1 . L a s v e r t ig in o s a s c e n iz a s d e l h o m b r e l u z ....................................
1 2 . L a u t o p ía e d u c a t iv a , l a r a z a c ó s m ic a
Y LA EXPIACIÓN EN N OTRE D A M E ............................................................
1 3 . D e l p o e m a a l m u r a l , u n M e s ía s p a r a e l M é x ic o im p ío . . .
1 4 . L a s e r p i e n t e v o l a d o r a e n e l v i g é s i m o l a b e r i n t o ...............
15. El p r e c i p i c i o d e l c u e r p o y e l l a m e n t o d e Z a p a t a ...............
1 6 . V ir a c o c h a : l a p ie d r a d e l c e n t r o y l a e s p u m a d e l m a r . .
17. El a n d a r ie g o B o c h ic a , l o s m ap as r u p e s tr e s
Y EL ORO DE LOS M U IS C A S ........................................................................
1 8 . PAY Z u MÉ, LA MISIÓN JESUITA y LA RECONDUCCIÓN GUARANÍ

T e r c e r a p a r t e . E l m i t o a s i m i l a d o ......................................................

19. L a c o n s c i e n t e r a í z d e l a p a r á b o l a ................................................
20. L a h e r á l d i c a d e l a p l u m a y d e l a e s c a m a ..............................
21. L a m e la n c o lía d e l a C a tr in a
Y EL ESCARNIO DE LA CALAVERA............................................................
22. E l A v e F é nix , e l m udo q u e tz a l
Y EL RENACIMIENTO DEL PTEROSAURIO................................................
23. L a S e r p i e n t e E m p l u m a d a , i m a g i n a r i a v í b o r a d e l a i r e . .
24. L a C i u d a d e l a e t e r n a y e l c o r a z ó n i n f l a m a d o .....................
25. L a n a t u r a l e z a s e r p e n t i n a y e l s a c r i l e g i o n e c e s a r i o . . .
26. L a a n t í t e s i s a s u m i d a , r e s u e l t a y d e r r o t a d a ...........................

B i b l i o g r a f í a ...............................................................................................................

S em blanza del autor


1.INTRODUCCIÓN.
EL PRIMER CHAMÁN Y EL HECHIZO
DEL DRAGÓN AMERICANO

“...un día acerté a escribir: Al principio


era la Fábula,” lo cual significa que todo
origen, todo albor de las cosas es de la
misma sustancia que las canciones y los
cuentos de cuna.”

Paul Valéry (1962: 43)

Desde hace mucho tiempo se ha engendrado y transfigurado un


vigoroso mito entre los pueblos más cultivados y esclarecidos
de esa región del Nuevo Mundo que cabalmente hemos venido
a llamar Mesoamérica. En efecto, de la remota época previa a
las civilizaciones clásicas hasta los aztecas, y desde la Conquista
española hasta el tiempo presente, se ha urdido y repetido la in­
trincada narración de Quetzalcóatl, (del nahua: quetzal, pájaro y
coatí, serpiente), es decir, de la Serpiente Emplumada. Los teoti-
huacanos y los mayas que resplandecieron en el periodo clásico
hasta su colapso, entre los siglos siglo VII y IX de nuestra era,
ya transfieren cuantiosas imágenes de su enorme influencia. Sin
embargo, el mito alcanzaría mas tarde un apogeo aún superior en­
tre los afamados toltecas, literalmente los “grandes artistas”. De
hecho, el último rey de aquella legendaria ciudad tolteca llamada
Tollán fue un hombre particular, de nombre Topiltzin Ce-Acatl,
quien llegó a ocupar el nombre y el destino de Quetzalcóatl. Poco
después, durante el imperio azteca, el mito revive un ilustrado y
postrer florecimiento precolombino con Nezahualcóyotl, el famo­
so rey de Texcoco. Más tarde, en la Nueva España y aún después
de la Independencia de México, muchos historiadores, desde Fray
Diego Durán en 1575 hasta Manuel Herrera en 1868, identificaron
con barrocos argumentos históricos y teológicos a otro personaje
más remoto de ese mismo nombre nada menos que con el apóstol
Santo Tomás, quien en aquel tiempo habría consumado un viaje
evangelizador por el Nuevo Mundo.
Ahora bien, además de un legendario semejante, Quetzal -
cóatl es también un insondable dios, de hecho el más importante
numen tolteca: el Señor de la Aurora, cuyo corazón es Venus, la
Estrella de la Mañana. Su principal representación es la Serpien­
te Emplumada, el dios animal del viento, peculiar síntesis de
águila celeste y telúrica culebra, dos predadores rivales de filosa
mirada. Esta amalgama de dos especies ovíparas, antagónicas e
incompatibles, configura una suerte de fabuloso pterosaurio o
de dragón americano. Veremos que se trata, en la metáfora y en
el símbolo, de una serpiente que al emplumarse se enmascara y
se tom a aérea, disfraz con el que parece trascender -¿o quizás
sólo pretende hacerlo?- sus límites terrestres, es decir, camales
y perecederos.
Al intentar escrutarlo actualmente, el antiguo mito de Quet-
zalcóatl se nos presenta con muchos aspectos, verdaderas piezas
de entendimiento con las que parece posible armar un rompeca­
bezas, o quizás varios un tanto distintos entre sí. Los tres prin­
cipales aspectos son los ya planteados: el culto a un dios único
en esencia y múltiple en apariencia, la tradición de un chamán
inicial y civilizador que se remonta a los albores de la época clá­
sica de Mesoamérica, y la leyenda de héroes mortales de carne y
hueso, en especial la crónica del entrañable Topiltzin, rey tolteca
de Tollán o de Tula. Estas facetas, algunas veces sobrepuestas y
otras independientes, emergen de fuentes históricas muy distin­
tas, ampliamente exploradas por eruditos de varias épocas. Tales
fuentes despliegan hoy ante nuestros ojos un pasmoso enjambre
de símbolos arqueológicos, iconográficos y poéticos que apun­
tan hacia este plural y singular personaje. Sin embargo, a pesar
de la diversidad temporal, geográfica y cultural, estos aspectos
vienen a conformar, como mostraremos, una patente y transcen­
dental unidad. Llegaremos por ese camino a plantear un tema
mitológico congruente y singular que en el presente escrito se
sostiene principalmente en los textos remotos elegidos por Angel
María Garibay (2000) y su discípulo Miguel León Portilla (1968,
1974), en la interpretación que Laurette Sejoumé (1962) y Ro­
mán Piña Chan (1977/1985) le dan a los restos arqueológicos,
y en la sagaz y exhaustiva lectura social y política de múltiples
fuentes prehispánicas que consecutivamente hacen Alfredo Ló­
pez Austin (1973, 1992) y Enrique Florescano (1995, 2004).
Es inquietante comprobar que, por razones históricas y cultu­
rales no siempre'concebibles, una leyenda simétrica a la que ahora
nos ocupa floreció en lugares y fechas dispares de la América india,
varias de ellas situadas muy al sur de Mesoamérica. El protagonista
de esta leyenda panamericana es siempre un héroe-dios y adoptó
los nombres de Kukulkán para los mayas de la península de Yuca­
tán; de Gucumatz entre los quichés centroamericanos; de Bochica
entre los muiscas de Colombia; de Pay Zumé para los guaraníes de
Paraguay y Brasil, o del célebre Viracocha (“Espuma del mar” en
quechua) entre los aymara del Lago Titicaca y los incas o quechuas
de los Andes. El héroe de todos estos mitos, que por su sentido
primordial parecen uno solo, es el chamán inaugural, un sabio y
maestro por excelencia, una encamación del dios principal y, a la
vez, un hombre que por sus inusitados méritos se convierte en dios.
Y además, en un incesante revuelo de espejos, este ser creador y
civilizador encama una y otra vez en personas señaladas, en sa­
cerdotes-reyes, quienes son poseídos por el arquetipo y con ello
se convierten en hombres-dioses americanos. De una manera por
demás paralela, según David Carrasco (1982), la ciudad mítica, la
Gran Tollán de Quetzalcóatl, “el Lugar del Sol”, encama en Teo-
tihuacán, en Xochicalco o en Tula. ¡La Gran Tollán!... majestuoso
apelativo para una Jerusalén de Mesoamérica.
En concordancia con este mosaico de sitios y culturas cam­
biantes, de diferentes épocas y perspectivas de análisis, las lectu­
ras e interpretaciones de este mito son obligadamente diversas.
Sin embargo, además de continuar aquí en la tenaz rebusca del
esqueleto de este mito flotante que recogemos de nuestros mayo­
res y de sus más esmerados analistas, hay aún importantes huecos
que llenar. Así, este escrito trata además de mostrar que, como
todo gran mito, éste en especial sobrevive y que las manifestacio­
nes y conjeturas que ha suscitado, algunas de ellas disparatadas o
ingenuas, otras agudas, delicadas o sistemáticas, son nuevas en­
camaciones, nuevos revuelos de la serpiente. Se podrá afirmar así
que el mito de Quetzalcóatl ha jugado un papel comparable en la
construcción de la nacionalidad mexicana al trascendental rol que
ha conseguido obtener, a través del tiempo y múltiples revalida­
ciones culturales, la leyenda del Santo Grial y el Rey Arturo para
Inglaterra y otras partes occidentales de Europa.
Esta obra también intenta vivificar al mito, es decir, ubicar
un significado quizás desatendido de esta prodigiosa narración
que en más de una oportunidad y en su sentido más genérico se
nos revela como genuinamente gnóstica. Se trata, en fin, de des­
entrañar algunas razones por las cuales la historia de la Serpien­
te Emplumada constituye el gran hechizo que siempre ha sido y
aún lo es para quienes la confrontan: imán simbólico en anhelo
constante de sentido y expresión. Tal hechizo hace visionarios
potenciales de todos los concurrentes a sus inagotables alegorías,
y el presente escrito es una calurosa invitación a esa andanza, a
este revuelo.
Para lograr tales objetivos, este ensayo se constituye con va­
rios esfuerzos enlazados entre sí: un recuento de la transforma­
ción histórica del mito de Quetzalcóatl desde su remoto arranque
hasta el precario presente; una armazón particular de múltiples
piezas sueltas; una comparación con diversas narraciones, sím­
bolos y figuras vinculadas con él, en especial varias oriundas de
Sudamérica; y finalmente, un intento de hermenéutica, es decir,
de interpretación y asimilación. En pocas palabras se trata de
realizar una apretada biografía de la serpiente emplumada y de
varios mitos aledaños o sucesores que pueda desembocar en una
recuperación actual y en una explicación que aspiran a ser rele­
vantes y provechosos para los lectores contemporáneos. Intento,
en definitiva, rescatar y remozar algunos de los posibles significa­
dos de tan poderoso mito que, quizás, vendremos a compartir con
tantas generaciones de personas que han sido tocadas por él.
Tal será y tal ha sido el revuelo de la serpiente.
P R I M E R A PARTE
EL MI T O O R I G I N A R I O
2. EL LINAJE TOLTECA Y EL MODELO
PRINCIPAL DE LAS TEOCRACIAS

“Convéngase que la emoción histórica es


parte de la vida actual, y, sin su fulgor,
nuestros valles y nuestras montañas serían
como un teatro sin luz.”

Alfonso Reyes
Visión de Anáhuac (1956/2002)

Un gran mito es cual cimiento sobre el que se yergue una civiliza­


ción entera; incluso se podría afirmar que el mito'es el esqueleto
mutante de su devenir. Estudiar un mito de gran magnitud nos
coloca ante un paisaje remoto y turbulento que se nos presenta
como ajeno y familiar a la vez. Ajeno, pues la cultura que lo acu­
nó quizás ya no es la nuestra, y, familiar, porque la mente humana
que lo configura y encauza sí lo es. En cualquier caso, para ser
contemplado con fruición y provecho, el mito debe ser recons­
truido y alojado en nuestro mundo.
Por fortuna para nosotros, el milenario desenvolvimiento
prehispánico del mito de Quetzalcóatl ha sido paciente y consis­
tentemente recuperado tanto por Enrique Florescano (1993,2004)
como previamente por Román Piña Chan (1977), uno de los maes­
tros contemporáneos de la arqueología mexicana, precisamente a
partir de numerosos restos arcaicos. Buena parte de lo que sigue en
el presente capítulo es una breve semblanza del extenso panorama
que nos presentan aquel esforzado analista de la mitología, de la
memoria y la herencia mexicanas, y este ilustre maestro e investi­
gador de linaje maya, ausente desde julio del año 2001.
El origen del tema se remonta a las raíces mismas de la cultu­
ra del Nuevo Mundo, es decir, a los albores aldeanos de la cultura
olmeca del Golfo de México (1500-900 a C.), cuando en su seno
empieza a ocurrir la representación de una serpiente asociada al agua
y de un jaguar totémico combinados en un dragón relacionado con la
agricultura. En los primeros centros ceremoniales olmecas, y durante
su apogeo (900-100 a C.), la serpiente terrestre se convierte en un
pájaro-serpiente, objeto ya de un culto particular a cargo de sacerdo­
tes investidos específicamente de su título y poder. El concepto fue
incorporado y desarrollado a distancia al integrarse la cultura clási­
ca teotihuacana a principios de nuestra era en el altiplano central de
México, como lo muestra maravillosamente la pirámide llamada de
Quetzalcóatl en la Ciudadela de Teotihuacán. Aquí la serpiente em­
plumada parece simbolizar a la lluvia, al trueno, al agua terrestre y ya
alcanza, sin duda alguna, el rango de deidad. Sus sacerdotes llegan a
ser los intermediarios naturales para conciliar y reverenciar diversos
aspectos del tiempo y del clima. De esta manera, el dios nace con la
teocracia mesoamericana personificando aspectos tan decisivos para
un pueblo agrícola como son el tiempo cíclico y las fuerzas naturales.
Además, también en Teotihuacán, hace su significativa y majestuosa
aparición el hombre-pájaro-serpiente, una nueva figura de Quetzal­
cóatl claramente asociada al planeta Venus. Para Florescano (2004:
73-110), como antes para Laurette Sejoumé (1972), la Tollán de la
tradición nahua no es la Tula del estado de Hidalgo, sino precisamen­
te Teotihuacán, pues esta gran urbe mesoamericana es el origen del
Quinto Sol, el fundamento del poder dinástico, el fecundo manantial
de ciencias y artes. En este sitio majestuoso, la serpiente emplumada
deviene en emblema del gobernante y, desde entonces, se difunde
por toda Mesoamérica como la metáfora del poder y el símbolo del
linaje tolteca (Florescano 2004: 110).
Ahora bien, después del misterioso colapso de las culturas
clásicas, en particular de la teotihuacana hacia los siglos VIII y
IX, las poblaciones se dispersaron y diseminaron la cultura y, con
ella, su mito central. Por ese tiempo ocurre en Xochicalco, cuyo
imponente vestigio se sitúa al sudoeste de la actual ciudad de
Cuemavaca, un singular encuentro de emisarios mayas, toltecas,
totonacos y zapotecos, que está debidamente cifrado en la pirámi­
de central de la ciudad, el llamado templo de Quetzalcóatl. Allí,
sobre un magnífico basamento esculpido con ocho serpientes em­
plumadas, aparece una corrección del calendario mesoamericano
signado con jeroglíficos claramente provenientes de cada una de
esas cuatro culturas tan lejanas entre sí.
No deberemos evadir la seductora imagen que evoca ese
presumible congreso de sabios y artesanos mesoamericanos de
lenguas y parajes diversos quienes, tras la quiebra de sus grandes
culturas, acuerdan reintegrar el tiempo al amparo del centenario y
venerable mito que les es común. Significativamente toda la ciu­
dad de Xochicalcó es una exaltación de Quetzalcóatl y probable­
mente el origen de la manifestación humana del dios. En efecto,
aparte del templo central, algunas estelas del sitio narran el ciclo
venusino de 584 días; en otras se estipula el nacimiento del Quin­
to Sol por el sacrificio de Quetzalcóatl, o bien su descubrimiento
del maíz y de la agricultura. Se trata con todo ello de afirmar, en­
salzar y venerar a la divinidad mayor que encama todo lo bueno
y grandioso. Una interpretación menos exaltada de esta pirámide
es la que respalda Florescano (2004: 117) cuando afirma que los
glifos de diversas culturas conmemoran simplemente el someti­
miento por Xochicalco de los otros reinos allí representados.
La propagación del mito hacia el final del horizonte clásico
(siglo XI) es de una amplitud extraordinaria y adquiere un carác­
ter muy marcado en la lejana región maya donde la deidad y sus
sacerdotes toman el nombre de Kukulkán, que en maya también
significa “serpiente emplumada”. Así, la representación tanto del
hombre-dios como de la serpiente emplumada es profusa en Ux-
mal, pero lo es aún más en Chichén Itzá. Mercedes de la Garza
(1984/2003: 317) identifica al aspecto antropomorfo de la ser­
piente-cielo, es decir al dios Itzam Na, “el dragón” de los mayas,
como un equivalente del dios Quetzalcóatl-Kukulcán-Gucumatz.
Tal serpiente encamó para los mayas “la energía sagrada, conce­
bida como conjugación dialéctica de los contrarios, que anima al
universo en un eterno movimiento cíclico” (p. 320). Por su parte,
Enrique Florescano (1993) considera que el meollo del mito maya
es el tema de la fertilidad y de la renovación vegetal estrechamente
relacionados a la planta del maíz. La figura central es Hun Nal Ye,
el dios maya del maíz, el cual fue sujeto de numerosas transforma­
ciones. Este historiador ofrece argumentos sugerentes de que los
elementos constantes del mito, como son el descenso a la región
de las tinieblas, la creación del mundo, de los seres humanos y del
maíz, la muerte y la resurrección o la identificación con Venus,
estaban ya presentes en la antigua cosmología maya que eventual­
mente diera origen al Popol Vuh, una tesis que se sobrepone sin
grandes dificultades a la cronología de Piña Chan y la complemen­
ta eficazmente.
En su obra posterior, Florescano (2004: 129) apuntala la teo­
ría de que “Kukulkán” o “Quetzalcóatl” eran títulos que ostenta­
ban los jefes políticos que fundaron o presidieron grandes reinos
de Mesoamérica o, incluso, los guerreros de algunas cofradías
con ese apelativo. De esta manera no es necesario suponer, como
se hizo en el pasado, que el rey Topiltzin Quetzalcóatl de Tula sea
el mismo personaje que llegó exiliado a Chichén Itzá y allí adop­
tó el nombre maya de Kukulkán. De hecho, no hay bases para
sostener la idea de una invasión de los toltecas de Tula a Chichén
Itzá. Todo hace suponer que el contacto entre las dos culturas fue
previo y profuso durante la dilatada hegemonía de Teotihuacán.
Otro de los importantes sitios arqueológicos aparentemente
ligados a la serpiente emplumada y su dios titular es El Tajín,
formidable remanente de la antigua cultura totonaca en las cer­
canías de Papantla, Veracruz. Carlos Montemayor (2004) destaca
los símbolos y emblemas de esta urbe en la que el- dios Quetzal­
cóatl aparece como una acepción violenta del numen del viento:
se trata de Huracán, dios del ciclón y la tormenta. Exaltado por el
aliento del tempestuoso motivo, dice Montemayor:

“Quetzalcóatl es el fuego perenne que expande la vida. Pero


también es el misterio espiritual de la sombra, porque conoce
la oscuridad del silencio: proviene del inframundo, comba­
te en el inframundo, es la luz que vence y renace desde el
sombrío reino de la muerte. Por ello su espiritualidad, vida y
simbolismo, abarca el universo.”

Pero volvamos a la época Postclásica del siglo X en el alti­


plano central de México. En ese tiempo el desaparecido grupo tol­
teca, al que con mayor vigor se asocia nuestro mito, se ha tomado
legendario y Quetzalcóatl se ha elevado a la categoría de héroe ci­
vilizador y está deificado. En este altiplano central, a unos 70 kiló­
metros de una Teotihuacán ya en ruinas, en Tula concretamente, el
rey-sacerdote Topiltizin Ce-Acatl encama a Quetzalcóatl. Como
veremos a continuación en más detalle, Topiltzin eventualmente
entra en conflicto con la creciente tendencia militarista glorifica-
dora de Tezcatlipoca y resulta derrotado. Finalmente, en su última
expresión precolombina, el personaje es incorporado por los azte­
cas como una deidad secundaria a la cultura de México-Tenochti-
tlán, la capital del imperio, y se asocia, quizás por primera vez, a
sacrificios humanos.
En su última obra sobre el mito mesoamericano, Florescano
(2004: 277) concluye de esta manera:

“Después de agregar la figura del dios del maíz como matriz


y semilla original del mito, aventuro que sus componentes
pueden comprimirse en tres metáforas: la metáfora del dios
creador y proveedor, la metáfora de Tollán, el reino paradig­
mático, y la metáfora del gobernante sabio. Según mi inter­
pretación, estas tres metáforas resumen los mitos fundadores
de Mesoamérica.”

Por su parte, Piña, Chan finaliza así (1977/1985: 58):

“En otras palabras el mito de Quetzalcóatl es un precedente


y ejemplo para lo real, funciona como un modelo y justifica­
ción de todas las acciones humanas, se vuelve historia ejem­
plar del grupo humano que lo conserva; es decir, se vuelve
prueba del suceso registrado en el mito.”

Inquietante concepto especular, por demás acorde con el


tema central: el mito es la prueba del suceso registrado en el mito.
Como bien lo dice Alberto Ruy Sánchez (1997), en el centro de la
danza viperina se ha transformado mil veces la serpiente emplu­
mada, el eje simbólico del México antiguo.
Así acontece el arcaico revuelo de la serpiente y así se esta­
blece su eterno retomo.
3. EL DIOS DEL ALBA, REDENTOR DE LA LUZ,
Y SU LÓBREGO GEMELO

“En la gran caracola


El viento canta y rueda
Y, hecho espíritu, corre
Hacia los duros huesos

Sombra de Quetzalcóatl
Asaltada de helechos”

Agustí Bartra
Quetzalcóatl (1988: 138)

Al repasar la mitología de los diversos pueblos del altiplano


mesoamericano hablantes del idioma nahua encontramos siempre
un lugar prominente para el dios Quetzalcóatl, cuya historia re­
pite en un plano cósmico los avatares de su gemelo humano. De
esta forma el dios Quetzalcóatl es engendrado por la pareja crea­
dora de Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl junto con tres hermanos
quienes serán sus eternos rivales: Tezcatlipoca rojo, Tezcatlipoca
negro y Huitzilopochtli. Cada uno de ellos, con su color represen­
tativo, ocupa uno de los cuatro puntos cardinales en la rosa nahua
de los vientos. Quetzalcóatl, cuyo color es el blanco, esta en el
poniente en tanto que Huizilopochtli se ubica en el oriente.
Nuestro dios ya inicia su vida con dificultades, pues sus her­
manos tratan de quemarlo en la hoguera, aunque, cual serpiente
esquiva, huye por el agujero de una roca. El dios es perseguido
durante siglos por Tezcatlipoca y, al verse finalmente acorralado,
lanza una flecha, se mete por el agujero que ésta hace en un árbol
y allí muere. Así parece que Tezcatlipoca es el poderoso numen
que derrota a Quetzalcóatl dios. Pero, ¿lo vence definitivamente?
En verdad, no. La muerte es sólo el principio de un nuevo ciclo de
descenso al bajo mundo y de ascenso a los cielos. Tezcatlipoca es
la noche en batalla recurrente y eterna con la luz solar de Quetzal­
cóatl. Tezcatlipoca es la Luna, el redondo espejo humeante donde
Quetzalcóatl ve su rostro reflejado. Ambos levantan y sostienen el
cielo trasmutándose en grandes árboles: Quetzalcóatl en la tabe-
buia y Tezcatlipoca en el tepehuaje del que sale el duro y oscuro
ébano. Quetzalpétlatl, la hermana del héroe humano con quien
consuma un infame incesto es, en la poderosa y sensual metáfo­
ra de la mitología mesoamericana, el océano en el que se hunde
Venus en tanto Estrella de la Tarde. Este Venus descendente es
el propio Quetzalcóatl en su caída al inframundo donde perma­
nece ocho días en la región de los muertos, renace por el oriente
como Estrella de la Mañana para fundirse una y otra vez en la
hoguera del alba solar: es, a ojos vistas, el Señor de la Aurora, el
también llamado Tlahuizcalpantecuhlti. Así, acontece que el ciclo
astronómico del planeta Venus, bien conocido para los toltecas y
mayas, era una escenificación celestial de las aventuras del dios,
como veremos un poco más adelante.
Pero la mitología del dios Quetzalcóatl tiene un aspecto cos­
mogónico aún más trascendental, aquel que lo define como “sem­
brador de soles” en la poesía de Agustí Bartra (1988). En efecto,
el dios Quetzalcóatl es quien crea el Quinto Sol, el último de la
hasta entonces fallida serie de la creación y con el que se estable­
ce el nuevo orden universal que nos rige. El nombre de este sol es
Ollintonatiuh, el “Sol del Movimiento.” Es el mismo Quetzalcóa­
tl quien propicia el sacrificio de los dioses para que se establezca
tal orden y quien será elegido para realizar la serie de milagros
que conducirán a la creación de los hombres. Así, al arrojarse a la
hoguera cósmica, el dios creador se transforma en el sol y logra
la formación de los seres humanos al rescatar los huesos primige­
nios de la región de los muertos. Allá en Mictlán, en las profun­
didades de la región de los muertos, Quetzalcóatl protagoniza un
pasmoso diálogo con Mictlantecuhtli, el “Señor de la región de
los descamados”, quien le pone una serie de obstáculos y pruebas
antes de otorgarle los huesos, verdaderas semillas de seres huma­
nos. Finalmente, con la ayuda de diversos animales y aconseja­
do por Xólotl, su doble o nahual, consigue la recolección de los
huesos de hombre y de mujer, y los traslada al paradisiaco lugar
de Tamoanchán, donde los hace polvo, los presenta ante la diosa
Quilaztli y con su ayuda los fertiliza. Pero no los fecunda con
el placer de una posible cópula o masturbación, sino con dolor,
ya que los huesos no retoñan con semen, sino con la sangre que
hace emanar punzando su pene. De todos estos sacrificios surgen
los macehuales, “los merecidos por la penitencia”, es decir, los
pueblos mesoaméricanos y, si lo queremos ver así, por extensión
también nosotros, todos los seres humanos.
Asimismo Quetzalcóatl es el encargado de entregar el maíz a
los primeros humanos, con lo cual inventa la agricultura y garantiza
la alimentación de los nuevos seres. Para ello debe ir al encuentro
de la hormiga roja que tenía escondido el maíz, y obtener, después
de otro largo diálogo, algunos granos del cereal precioso. Apare­
cen, entonces, los dioses de la lluvia y hacen posible la germinación
del maíz en la tierra. De allí proviene la cercana asociación entre
Quetzalcóatl y Tláloc, el dios de la lluvia. Son, como dice López
Austin (1973), deidades pluviales para un pueblo agrícola. Final­
mente, el maíz es masticado por los dioses y puesto en los labios
de los primeros humanos, Oxomoco y Cipactonal, equivalentes na-
huas de Adán y Eva. Para redondear su excelsa obra, el sembrador
de soles, creador de los seres humanos y promotor de la agricultura,
también viene a ser el creador del calendario; bien podría decirse
que es el inventor del tiempo. No es sorprendente que en su obra
sobre la huida de Quetzalcóatl, León Portilla (2001) proponga que
el rey de Tula se fuga en busca de trascender el tiempo.
Quetzalcóatl dios tiene también una representación en forma
humana que se encuentra en múltiples códices, como el Códice
Borgia y el Códice Florentino, donde aparece con un bonete y un
pico, a la vez, máscara, empuñando un objeto puntiagudo, a veces
en forma de cruz o de signo de interrogación. El caracol cortado
transversalmente destaca sobre el pecho. La espiral del caracol
es donde se produce el sonido cuando la concha es usada como
trompeta y nos recuerda al soplo divino, al aire creador. En la cara
suele decorársele con una máscara bucal, precisamente diseñada
para soplar. Su bonete es de forma cónica, la característica tam­
bién de sus templos, incluyendo, desde luego, el que se alzaba en
México-Tenochtitlán, sin esquinas o aristas que obstaculizaran el
flujo del aire. Es Ehécatl-Quetzalcóatl, el dios mexica del Viento,
un Eolo mesoamericano. Según Florescano (2004: 213) Ehécatl
es uno de los dioses primordiales del panteón mesoamericano que
sólo tardíamente vino a fundirse y confundirse con Quetzalcóatl.

Evidentemente el dios Quetzalcóatl resulta ser una deidad


complicada y multifacética. Aparte de ser, con su nombre original,
el creador y el sostén de la vida humana, es también Ehécatl, el nu­
men del viento y dueño del remolino; es Tlahuizcalpantecuhlti, el
dios de la aurora; es Yiacatecuhtli, el señor de las narices, patrono
de los comerciantes; es Náxitl, el de los “cuatro pies”. Pero hay aun
otra faceta más importante en el mito que estas cuatro: el gemelo, el
alter ego animal, el nagual de Quetzalcóatl es la sombría deidad ca­
nina llamada Xólotl. ¡Seis dioses en uno y no todos benignos! Para
damos una idea de lo intrincado de esta pródiga teología, imagine­
mos, si es que podemos hacerlo, a la trinidad cristiana con Belcebú
y con Baco agregados en un solo teratoma divino.
Alfredo López Austin (1992) ha aclarado que en la teología
mesoamericana era habitual que la esencia de un dios pudiera par­
tirse, repartirse y fundirse sin dificultad alguna, por lo que es nece­
sario adoptar una perspectiva muy dúctil y fluida para comprender
a cualquiera de sus númenes. La fisión y la fusión de las divinida­
des son una regla constante, de tal manera que un dios puede divi­
dirse en varias personas y, a la inversa, un conjunto de ellos puede
reducirse a uno solo. El panteón nahua, según López Austin, forma
un dendrograma que arranca del Dios único y se ramifica progre­
sivamente hasta abarcar el cosmos. Comprobamos, así, que se trata
de una original teología, a la vez monoteísta y politeísta, en la cual
los individuos comparten esencias unos con otros.
Así, el dios patrono y creador de la humanidad se divide, se
diluye y se particulariza en dioses distintos. Se trata, en suma, de
un dios astral, particularmente solar, muy parecido al que, según
Mircea Eliade (1972), se puede encontrar en varias civilizaciones
primigenias: un dios quien, además de ser la manifestación del
astro mayor, de ser el creador y salvador de la humanidad, tiene
un lado oscuro, un lóbrego gemelo en relación con los muertos
y la fecundidad. En singular síntesis de contrarios Quetzalcóatl
es fuego y es viento, es creador de soles y tiempos, es ladrón de
huesos y de granos de maíz.
En su arcaico revuelo y con diversas máscaras sobrenaturales,
la serpiente tiende un puente fulgurante entre signos opuestos.
4. EL REY REPROBO Y LA HÉGIRA MESOAMERICANA

“El mito es nuestro, pero es universal.


Huye Quetzalcóatl de sí mismo. Huye de
sus obras. Así huye el hombre. Y no sabe
a dónde va. Su fin es ilusión, pero busca
con sed de extraviado en el desierto, la
ilusión.”

Ángel María Garibay (2001:10)

Las legendarias aventuras de Topiltzin Ce-Ácatl, el último rey de


Tula hacia mediados del siglo X, el más conocido de los equiva­
lentes humanos de Quetzalcóatl dios, son fuente y producto toral
del mito en constante evolución. Vale la pena recrearlas somera­
mente pues es notorio cómo, en cada paso, los andares del hom­
bre repiten y significan puntualmente sobre la tierra las mismas
peripecias del dios que acabamos de repasar.
Hijo de Mixcóatl y Chimalma, quien muere al parirle, el
niño Topliltzin nace necesariamente en un año Ce-Ácatl (Uno-
caña) y es educado entre sus abuelos en tierras del actual estado
de Morelos. Hoy día, una poza de agua cercana al pueblo de
Amatlán, en los pies de los escarpados riscos del cerro Tepoz-
teco, orgullosamente se proclama su tierra natal. Pasado cierto
tiempo, el joven Topiltzin vence a Tepoztécatl, el asesino de su
padre, precisamente en las cumbres del Tepozteco, con lo cual
venga su muerte y logra rescatar sus restos. Removerá, enton­
ces, la tierra en busca de los huesos paternos y los depositará
en el palacio de Quilaztli, “la que hace germinar”, una de las
apariencias de la Diosa Madre.
En su juventud, Topiltzin empieza a enseñar a los chichime-
cas (literalmente bárbaros) y les exhorta a que dejen sus cuevas
y a que tomen el maíz para sembrarlo. Una vez que ha logrado
implantar la agricultura, el héroe asienta en Tulancingo donde se
dedica a la penitencia y a la meditación. Con todo ello su fama
crece y determina que los toltecas de Tula lo inviten a ser su sa­
cerdote-rey. Ya con la investidura de Quetzalcótal, el monarca
predica con el ejemplo la ley natural y la penitencia, se opone
a los sacrificios humanos, enseña las artes y la agricultura. De
acuerdo con los cálculos reproducidos por Florescano (2004:
184), Topiltzin-Quetzalcóatl gobernó Tula entre 1029 y 1040 de
nuestra era, pero no fue un gobernante opuesto a los sacrificios,
una imagen más cristiana que acorde con la tradición mesoameri­
cana, donde no sé encuentra ningún sacerdote o rey opuesto a tal
práctica. Dice Florescano (2004: 205):

“El prestigio de Topiltzin Quetzalcóatl proviene de ser un


continuador del linaje tolteca y un revitalizador de esa tra­
dición. El mismo asume el título de legendario fundador de
Tollán, hace radicar sus prestigios en sus hazañas guerreras,
adopta la indumentaria militar tolteca y despliega en sus re­
presentaciones la imagen de la Serpiente Emplumada como
emblema real.”

Viviendo en “meditación y en retiro”, según los Anales de


Cuautitlán (citados por León Portilla, 1968), Topiltzin concibió un
dios impensable, a la vez, único y dual: Ometéotl, también llama­
do Tloque Nahuaque, es decir, el “dueño del cerca y del junto”, a
quien el ser humano sólo puede acercarse mediante la creación ar­
tística y la meditación. Concibió, también, un más allá como meta
de la sabiduría: Tlillan Tlapallán, “el sitio del rojo y el negro”,
cuya consecución, a través del arte y el “diálogo con el propio
corazón”, sería considerada el más elevado ideal humano (León
Portilla, 1974: 302-308). Lo más probable es que estos felices y
deslumbrantes conceptos tan cercanos al gnosticismo universal se
generaran y depuraran en el dilatado transcurso de la cultura na­
hua y de la enseñanza mesoamericana y que hayan sido, en parte,
atribuidos a Topiltzin. Pero, además, como hizo el Buda con la
tradición hindú o Jesús con la tradición hebrea, es también posible
que el rey de Tula haya prohijado una profunda reforma de la en­
señanza a partir de su propia y exaltada visión.
En cualquier caso, los toltecas comprendieron bien la doctrina
de Topiltzin y la hicieron suya. Con ello, la civilización se engran­
dece y vive un largo periodo de paz y creatividad bajo su reinado.
Pero, previsiblemente, el conflicto entre instinto y austeridad, entre
lo dionisiaco y lo apolíneo, surge y se agrava. El rey descubre que
bajo su manto de pureza se debate la pasión y la duda. Es, en esos
momentos de fragilidad, cuando los astutos nigromantes, sacerdo­
tes del dios rival Tezcatlipoca y partidarios de los sacrificios huma­
nos y la expansión militarista, aprovechan para revelarle su cuerpo
ante un espejo. Topiltzin se aterroriza: advierte a la serpiente. Para
ocultar ese cuerpo, asiento del tiempo, del instinto y de la muerte,
los nigromantes taimadamente lo atavían de manera espléndida con
un traje de plumas de quetzal, con máscara de turquesa, con peluca
y barba confeccionadas con las plumas azules y rojas de la guaca­
maya. Alegoría casi literal de una serpiente emplumada, el rey se
complace en su disfraz y consiente en saborear el pulque que le
ofrecen los seductores magos. Manda traer a su hermana Quetzal-
pétatl, la embriaga también y escenifica con ella una orgía que dura
hasta el amanecer. En algunas fuentes, Quetzalpétatl es sustituida
para esta escena de la caída por otra faceta de la Diosa Madre: la
joven diosa Xochiquetzal, la lúbrica deidad de cuyo vientre surgen
las flores, la patrona de las artesanías, del amor sexual, del baño de
vapor temazcal. En cualquier caso, al llegar la aurora y la resaca
de la bacanal, el rey réprobo se llena de amargura y exclama la
terrible verdad que lo ha tomado por asalto: “tengo el cuerpo hecho
de tierra”. Su otra naturaleza le había sido cruelmente revelada: la
serpiente debajo de las pluma:
La historia, el mito y la leyenda se entrelazan aún más a par­
tir de este punto que marca el inicio de la peregrinación al orien­
te, verdadera huida o hégira mesoamericana. En efecto, en un
afán de búsqueda y penitencia, el rey decide desertar del trono y
abandonar los instrumentos de su oficio; elige la purificación por
el fuego y quema sus pertenencias. Ya en camino advierte cabal­
mente su vejez inevitable, voltea hacia Tula y lamenta la pérdida
de la ciudad sagrada apoyado en una roca, la cual queda marcada
por sus manos y horadada por sus lágrimas. Al intentar disuadir­
lo, él replica: “el sol me llama”, y cuando avanza por una cima
acantilada, que la tradición quiere sea el ahora llamado Paso de
Cortés, entre los volcanes Iztazíhuatl y Popocatépetl, mueren sus
acompañantes en una tormenta de nieve. Siempre al encuentro de
significados, la tradición asocia en este sitio a Quetzalcóatl con
Hernán Cortés, quien solía transitar por él en sus viajes hacia el
Valle de México. También los asociaría, para su desgracia y la de
su pueblo, el emperador Moctezuma.
Al otro lado de los volcanes, Topiltzin, el comandante del
éxodo que ha quedado solo, se instala temporalmente en Cholula
(“el lugar de la huida”), donde su influjo permanece visible hasta
la conquista. En algún momento de su itinerario, Topiltzin decide
penetrar totalmente en su naturaleza. Su espíritu desciende enton­
ces al País de los Muertos, arranca los huesos de sus antepasados
al Señor de las Profundidades, se enfrenta con terror al vacío te­
rrible de la muerte y regresa para seguir su peregrinaje. Final­
mente, llega a la orilla del mar en el sitio llamado Coatzacoalcos
(literalmente: “lugar de encierro de la serpiente”), convertido hoy
día en un infierno petrolero. En este lugar, se coloca un atavío
de plumas, una máscara de turquesas y se prende fuego. El sol
despunta tras el mar en una aurora enrojecida, al tiempo que las
aves más hermosas, “la guacamaya de rojas plumas, el azulejo, el
tordo fino, el luciente pájaro blanco, los loros y los papagayos de
amarillo plumaje...” se acercan cantando para acompañar con un
coro de música y color al corazón encendido del rey, corazón que
así inflamado asciende de entre las cenizas hasta convertirse en
Venus, la Estrella de la Mañana.
Bien puede advertirse que esta maravillosa escena constituye
una cumbre de la mitología universal. El tema postrero se ve re­
petido en la leyenda egipcia del Ave Fénix, la cual tiene el poder,
después de haberse consumido en la hoguera, de renacer entre sus
propias cenizas. Otra versión no menos trascendental del mito
afirma que el héroe embarca en una nave de serpientes y se pierde
por el desconocido horizonte del oriente marino con la promesa
de retomar.
Llena de prodigios fue, también, la vida de los muchos equi­
valentes americanos del Quetzalcóatl hombre. Así, Gucumatz es
aquel rey quiché que en periodos de siete días era culebra, águila,
tigre, residía en el cielo o caminaba al bajo mundo llamado Xibal-
bá. También milagrosa es la vida de Kukulkán, el gran señor que
ocupa la ciudad maya de Chichén Itzá hacia el siglo XI. Por su
parte, antes de desaparecer por alta mar, el dios andino Viracocha
vaga como un limosnero mientras enseña a sus efímeras criaturas
las artes, la agricultura, la herbolaria, la escritura y la magia.
En cualquier caso, quedará para siempre en México la espe­
ranza del retomo del héroe-dios, de la restauración de aquella cul­
tura clásica y verdadera edad de oro, es decir de la toltequidad.
Es el anhelado retomo, es el ansiado revuelo de la serpiente.
5. EL CANTO DE ANÁHUAC Y EL PALACIO DESOLADO

“Oh Nácxitl Topiltzin, príncipe nuestro,


jamás se extinguirá tu renombre
¡pero por él llorarán tus vasallos!”

Juan de Pomar
Traducción de Angel María Garibay
1968:2

Hemos visto que el mito de Quetzalcóatl iluminó la antigüedad


clásica de las grandes culturas mesoamericanas, pero también que
no pereció con ellas en el siglo IX. Volvió a realizarse en Xo-
chicalco con el encuentro de grupos remanentes de conocedores
mayas, toltecas, totonacos y zapotecos. Resurgió en el contacto
entre toltecas y mayas en Yucatán, cobró auge en Tula y se colap­
so con la caída del rey Topiltzin, pero permaneció indeleble en el
Anáhuac, es decir, entre las diversas culturas y señoríos de habla
nahua asentados en la cuenca del Valle de México en los siglos
del periodo post-clásico anteriores a la Conquista.
La tremenda fuerza del mito queda bien establecida en los
dos momentos más legendarios de la nación mexica, llamada az­
teca, y que tuvieron lugar mucho después de extinguida la llama
de las culturas clásicas: los que marcan su asentamiento en un
islote del lago de Texcoco hacia 1325 y el inicio de su colapso
dos siglos más tarde con la llegada de Hernán Cortés en 1519.
En efecto, la profetizada señal que marcaría el final de la peregri­
nación y la residencia permanente de los mexicanos en el Valle
del Anáhuac, es el águila devorando a la serpiente, con lo cual se
escenifica la eterna batalla ecológica y cósmica de las dos espe-
cies antagónicas que se funden en la Serpiente Emplumada. Sig­
nificativamente, esta imagen se convertiría eventualmente en el
escudo nacional mexicano. Esta relación cifrada del grupo azteca
con el águila y la serpiente constituye ciertamente una forma de
totemismo, veneración del animal sagrado.
Doscientos años después, en el ocaso de su imperio, ocurri­
ría la comprensible aunque trágica equivocación que hicieron los
aztecas del retomo de Quetzalcóatl con la llegada de los primeros
españoles, y que seguramente influyó en la trama de la Conquista
dando una ventaja crucial a los invasores. La confusión es explica­
ble por esta sorprendente coincidencia: hombres blancos y barbu­
dos llegaban flotando sobre los mares de la costa oriente de México
precisamente en el año de Ce-Acatl, el mismo de Topiltzin, y que
correspondió fatídicamente a 1519, el tiempo del desembarco de
Hernán Cortés en Veracruz. En efecto, el Viernes Santo de 1519,
Cortés fue recibido por un embajador del emperador Moctezuma.
Una vez informado de las características de los intrusos, éste de­
cidió, según el arqueólogo Francisco Ruiz Rui (2001), presentar a
Cortés los ornamentos propios de Quetzalcóatl para ver si los acep­
taba y, con ello, admitía ser la deidad retomada. Pero nos adelan­
tamos a los acontecimientos, pues antes es necesario comprender
mejor el singular papel de esta deidad para los aztecas, durante su
indómito y encarnizado imperio.
Gracias a las investigaciones que desde distintos marcos
conceptuales han realizado León-Portilla (1968), López Austin
(1973) y Soustelle (1979), se puede conformar una idea bastante
precisa de la importancia que el mito tuvo para los aztecas y, en
general, para los hablantes del nahua del altiplano en las épocas
previas a la Conquista española. Ciertamente, en la gran plaza
urbana de México-Tenochtitlán, la gran capital mexica, reduci­
da hoy a la todavía inmensa plaza mayor o Zócalo de la Ciudad
de México, se mantenía un templo a Quetzalcóatl y un sacerdote
dedicado a él. En las palabras de los informantes del gentil evan-
gelizador y genial pionero de la etnología, Fray Bemardino de Sa-
hagún, este sacerdote “sólo atendía a la pureza de su corazón, a su
corazón bueno y humano, a su corazón firme. De él se decía que
tenía a Dios en su corazón, que era sabio en las cosas de Dios”
(León Portilla, 1968: 36).
Para Enrique Florescano (2004: 259), en el imaginario de la
cultura mexica, el dios Ehécatl, el emblema de la serpiente emplu­
mada, el príncipe Ce Ácatl Topiltzin y la mítica ciudad de Tollán son
los cuatro mitos fundadores de su legitimidad política, mitos entre­
lazados para que México-Tenochtitlán se proclame el conservador
de la tradición tolteca que había empezado en Tollán-Teotihuacán
(p. 273). Por todo ello, Quetzalcóatl era la divinidad protectora del
Calmecac, el centro nahua de educación, donde se transmitía lo
más elevado de la cultura nahua por los sabios o filósofos llamados
tlamatini. Por su parte, Eloise Quiñones (2001) deduce que en la
Piedra de Ahuízotl, descubierta en 1924 en la Plaza de San Lucas
de la Ciudad de México, la serpiente emplumada se asocia con el
gobernante mexica de este nombre y quien reinó en Tenochtitlán
entre 1486 y 1502.

El primero de los poemas mímicos o teatrales recogidos en


nahua por Juan de Pomar poco después de la Conquista y vertidos
al castellano por el padre Angel María Garibay, nos transmite la
orfandad y desolación del pueblo tras la huida de Tula del príncipe
Topiltzin. Oigamos la última parte del canto (Garibay, 1968: 2):
Coro: ¿Cómo quedarán desolados tus patios y entradas?
¿Cómo quedarán desolados tus palacios?
¡Ya los dejaste huérfanos aquí en Tula Nonohualco!
Cantor: En madera, en piedra te dejaste pintado.
Y allá en Tula vamos a gritar:
Coro: Oh Nácxitl Topiltzin, príncipe nuestro,
jamás se extinguirá tu renombre,
¡pero por él llorarán tus vasallos!
Cantor: ¡Sólo queda allí en pie la casa de turquesas,
la casa de serpientes que tú dejaste erguida!
Y allá en Tula vamos a gritar:
Coro: Oh Nácxitl Topiltzin, príncipe nuestro,
jamás se extinguirá tu renombre
¡pero por él llorarán tus vasallos!

En efecto, tal y como lo vaticina este poema rescatado por


Juan de Pomar, el renombre del príncipe Topiltzin-jamás se ex­
tinguió y todo sugiere que el influjo de la vigorosa enseñanza
fue recogido por Nezahualcóyotl (1402-1472), el célebre poeta,
legislador y rey de Texcoco, a través de quien tuvo su postrer y
magnífico florecimiento precolombino.
De esta forma fue instaurado el revuelo azteca de la serpiente.
6. EL INVENTOR DE SÍ MISMO Y EL ÁRBOL DE LUZ

“Estoy embriagado, lloro, me aflijo,


pienso, digo,
en mi interior lo encuentro:
si yo nunca muriera,
si nunca desapareciera.”

Nezahualcóyotl
(traducción de Miguel León Portilla, 1972)

Según Blas Román Castellón (1997), el libreto de Quetzalcóatl se


reproduce también en la vida de Nezahualcóyotl (1402 - 1472),
ese afamado tlatoani (rey o señor) de Texcoco, quien, durante su
juventud, llena de incertidumbres y persecuciones, aprendió en
el calmecac la tradición tolteca. El ascendente de Quetzalcóatl
para Nezahualcóyotl está sugerido por varios paralelos más: su
repudio a los sacrificios humanos y su obsesión con la muerte o
con el dios dual. Además, para multiplicar las afinidades, enfrentó
un conflicto religioso, un drama pasional debido a una relación
sexual prohibida y una muerte en la incertidumbre del futuro de
su pueblo. El dios milenario ha quedado plasmado, incluso, en
algunos remanentes arqueológicos de la zona de Texcoco, como
son la escultura de la serpiente emplumada en la zona arqueológi­
ca de “Los Melones” y el templo típicamente circular en la zona
de Huexotla.
De gran significado estético y filosófico son las extensas re­
flexiones de Nezahualcóyotl centradas en el “Dador de la Vida”, la
deidad dual a la cual erigió un templo sin imágenes, en lo efímero de
la vida, y en el enigma de la existencia ante la ominosa inminencia
de la muerte. Tales reflexiones se plasman en una magnífica obra
poética en nahua que, en parte, ha llegado hasta nosotros. De esta
forma, el rey texcocano descubre el significado de “flor y canto”, es
decir, del arte, que es el camino para acercarse al misterioso Dador
de la Vida, a quien con maravillosa intuición llamaba en algunos
poemas “el inventor de sí mismo”. En su extensa biografía del rey
de Texcoco, José Luis Martínez (1972: 7) entiende que este gran
personaje “representa una tradición moral y espiritual, la herencia
tolteca de Quetzalcóatl, que intentó oponerse a la concepción místi­
co-guerrera de los aztecas”.
En las palabras de León Portilla (1972: 11):

“Nezahualcóyotl mismo enderezó su corazón, lo que equi­


vale a decir,' entendiendo la connotación náhuatl de yollotl
(corazón), que dio un sentido a su movilidad, a su núcleo
dinámico”. '

Sin embargo, no todo fue glorioso en la vida de Nezahual­


cóyotl. La humana bajeza del rey se puso de manifiesto cuando
manda matar al poeta Quaquauhtzin para casarse con su mujer
Azcalxóchitl Tonacaciuhca, de quien se había enamorado. Reso­
nancias, al fin, de otros dos reyes tan inmensamente sabios como
humanamente falibles: Topiltzin de Tula y David de Israel.
En 1467, al inaugurar un templo dedicado a Huitzilopoch-
tli, el rey poeta compuso un sombrío canto, traducido por Alva
Ixtlixóchitl, en el que profetiza de esta fatídica manera su futura
destrucción:

En tal año como éste (Ce-ácatl)


Se destruirá este templo que hoy se estrena.
¿Quién se hallará presente?
¿Será mi hijo o mi nieto?
Entonces irá a disminución la tierra
Y se acabarán los señores...
Sucederán cosas prodigiosas,
Las aves hablarán
y en este tiempo llegará el árbol de la luz
y de la salud y el sustento.

La alusión a la profecía del retomo de Quetzalcóatl parece


patente, pero, además, el poema acierta increíble y funestamente
en su sombrío presagio: cincuenta y dos años después, es decir,
un siglo náhuatl más tarde, Cacamatzin, nieto del rey poeta, sería
testigo de la destrucción del Anáhuac por los conquistadores es­
pañoles.
¿Y qué podemos decir de ese fulgurante “árbol de la luz?”
Según Carlos Elizondo Alcaraz (1996), no ha faltado quien crea
y proponga que se trata de una premonición de la cruz del Evan­
gelio, con lo cual Nezahualcóyotl vendría a ser un profeta al es­
tilo del Viejo Testamento, pero del Nuevo Mundo. La benévola
aunque sesgada comparación puede resultar pertinente si consi­
deramos que, como ocurre también con los avatares de este libro
sagrado, el rey profeta suele estar muy cerca del héroe y del santo.
En efecto, después de muerto Nezahualcóyotl en 1472, José Luis
Martínez (1972) afirma que:

“Entre las gentes comenzaba a decirse que había sido tras­


ladado junto a los dioses y que, como los guerreros muertos
en combate, se había convertido en un pájaro reluciente que
hacía cortejo al sol”.

Ese esplendoroso pájaro que galantea con el sol, ¿no recuer­


da acaso al planeta Venus, transfiguración celestial del inflamado
corazón de Quetzalcóatl? ¿No remite una vez más al Ave Fénix?
Pero la sobria realidad histórica no tolera en ese momento crono­
lógico mayor exaltación. Al mismo tiempo que el excelso rey de
Texcoco escribía su poesía, un funesto destino ya se cernía sobre
el esplendor del Anáhuac: al otro lado del ignoto Atlántico, en el
mundo renacentista tan distante al de los nahuas, el navegante
Cristóbal Colón había apostado para llegar a las Indias más allá
del cabo Finisterre en la dirección del ocaso.
El pájaro reluciente habría de precipitarse de nuevo a la ser­
pentina hoguera de la historia para resurgir transfigurado. Será
éste el revuelo superlativo de la serpiente.
7. EL LUCERO VENUS Y EL RAPTO
DEL HOMBRE ASTRO

“Muertos estamos, muertos


En el instante, en la hora canicular,
Cuando el ave es vencida
Y una dulce serpiente se desploma.”

Efraín Huerta
(El Tajín, 1963)

Al considerar los múltiples aspectos de la leyenda o la extensa y di­


seminada trayectoria de su protagonista, no puede sorprender que los
restos arqueológicos, los códices y las fuentes literarias del México
antiguo sean tan prolijos, floridos y contradictorios en referencia a
Quetzalcóatl. En algunas ocasiones las fuentes señalan al héroe cul­
tural, en otras a los reyes o sacerdotes que con su nombre propaga­
ron las doctrinas de la penitencia y la creación artística, otras más
nos hablan del dios creador, de su planeta Venus o de sus dobles el
oscuro perro y el brillante jaguar. Y, sin embargo, al referirse a su
aspecto humano, las fuentes coinciden en describir al héroe como un
hombre de tez clara, de barba rojiza y abundante cabellera ataviado
con un manto, las más de las veces de color blanco. Estos caracteres
étnicos fueron esgrimidos como argumentos para afirmar su origen
extranjero. Pero, aparte de que la variedad de razas y fisionomías
en Mesoamérica era y sigue siendo amplia, lo más relevante es que
las representaciones de Quetzalcóatl-hombre ostentan elementos de
patentes significados mesoamericanos: el círculo del retomo eterno,
el caracol del aire, la aguda tibia de la penitencia, el triángulo yux­
tapuesto que sugiere un movimiento impulsado por la ambivalencia.
Son también símbolos de este personaje el planeta Venus, una reali­
dad eterna, recurrente y dual por ser tanto la Estrella de la Mañana
como la Estrella de la Tarde, y el quincunce, un elemento ornamental
y simbólico de cinco círculos que conforman una cruz asociada a los
puntos cardinales y al calendario venusino.

La importancia de los ciclos temporales era crucial para los


antiguos mesoamericanos y los ciclos de sus tiempos se entrela­
zaban en complicadas coreografías cósmicas, de las cuales la más
señalada era precisamente la del planeta Venus. En este contexto
resultan muy significativos los cálculos astronómicos de Camp­
bell (1974: 150), de Soustelle (1977) y de Sprajc (1996). Pero,
para comprenderlos adecuadamente, es necesario repasar breve­
mente el ciclo temporal del vecino planeta, la tercera luminaria en
nuestro cielo después del Sol y la Luna.
Venus se alza en la madrugada como Estrella de la Mañana
por 236 días seguidos, desaparece durante 90 en su conjunción
“superior” con el sol, reaparece al crepúsculo como Estrella de
la Tarde por unos 250 días y desaparece por 8 en su conjunción
“inferior” para volver a iniciar el ciclo de 584 días. La conjunción
superior acontece cuando Venus se oculta detrás del sol a nuestra
vista, en tanto que la inferior sucede cuando se coloca delante del
sol y tampoco es visible. Ahora bien, son necesarios 65 ciclos
venusinos para que el planeta ocurra en el mismo día y mes del
calendario nahua. Sucede que 65 veces 584 días suman exacta­
mente 104 años, es decir, dos “nudos” de 52 años, cada uno de
los cuales configuraba el “siglo” mesoamericano y que marcaba
el tiempo de la destrucción y reconstrucción de los templos. Este
periodo de 104 años era llamado hueyxiuhmolpilli por los nahuas
y seguramente tenía gran importancia cosmogónica. Podemos
hacer otro cálculo que tiene el mismo resultado y que muy pro­
bablemente fuese conocido entonces. Me refiero al hecho de que
un periodo de 5 ciclos venusinos (5 x 584 = 2920 días) coincide
precisamente con 8 años terrestres (8 x 365 = 2920 días), de tal
manera que, por ejemplo, la aparición de la Estrella de la Tarde en
un día particular de 1985, ocurrió en la misma constelación, con
la misma brillantez, fase y altura que el mismo día de 1993. Ahora
bien, 13 ciclos de estos ocho años hacen precisamente 104 años,
un hueyxiuhmolpilli, y es bien sabida la importancia del número
13 en la mitología nahua.
El análisis de los arqueoastrónomos ha mostrado que el lí­
mite máximo hacia el norte de la puesta de Venus ocurre siem­
pre a finales de abril y principios de mayo, lo cual marca tam­
bién el inicio de la estación de lluvias en M esoamérica (Sprajc,
1996). Estos hechos asocian a Quetzalcóatl con la fertilidad de
la tierra y se condicen con las conclusiones de Piña Chan (1985)
y Florescano (1993) que ya hemos visto. Además, existen mu­
chas otras evidencias de la importancia del calendario venusino
tanto para los mayas como para los grupos del altiplano (Krupp,
1996). La Tabla de Venus en el Códice Dresde, ese almanaque
adivinatorio de los mayas, y la orientación del imponente Pala­
cio del Gobernador en Uxmal hacia los extremos visibles de la
trayectoria de Venus, constituyen ejemplos dramáticos de su im­
portancia para este ilustrado grupo (Sprajc, 1996). Ciertamente,
aparte de sus intrincados simbolismos, el cálculo preciso de los
ciclos venusinos es uno de los logros astronómicos más espec­
taculares de las civilizaciones clásicas mesoamericanas (Ortiz
de Montellano, 1979). Pero, según veremos ahora, no se trata­
ba simplemente de un descubrimiento astronómico, sino de una
teología cósmica y estelar.
Todo indica que para los antiguos mesoamericanos el ciclo
astronómico del planeta Venus constituía una representación ca­
bal del mito visible en el gran teatro de los cielos. De esta mane­
ra, el firmamento se convierte en un vasto escenario mitológico
como había sucedido en Grecia con las constelaciones, aunque en
ese caso, expresado en una narrativa móvil más que en una fija
y eterna representación iconográfica. Así, por ejemplo, cuando
Venus en tanto Estrella de la Tarde - ojo de plata en el crepúsculo -
baja cada día con mayor celeridad en dirección al horizonte y, fi­
nalmente, se oculta a nuestra vista por su conjunción con el astro
rey, quiere decir que Quetzalcóatl desciende a las profundidades
y a las tinieblas: es el astro que cae. El hombre-planeta adquiere
entonces la terrenal dimensión de Xólotl, el perro, a quien en sus
imágenes vemos caer suspendido del cielo. Bajo esta apariencia
sufre las consecuencias de haberse enfrentado a su humana debi­
lidad y a su muerte. Encama, así, al fuego y permanece desnudo,
con los genitales incendiados; los ojos, como Edipo, fuera de las
órbitas; solo y hundido en la desesperación de conocer lo débil y
perecedero de la naturaleza humana. Pero cuando Venus resurge
pronto como la Estrella de la Mañana y va ascendiendo progre­
sivamente, sucede que Quetzalcóatl se corona como Tlahuizcal-
pantecuhtli, el Señor de la Aurora, y su imagen es el jaguar. Cielo
y tierra quedan de esta forma tensa y cíclicamente unificados. El
hombre-astro y el dios-animal moran al unísono tanto en la luz
como en las tinieblas, en la perfección como en la flaqueza.
Alberto Davidoff (1996: 157) considera que la ciudad de
Tula y el Códice Borgia escenifican los movimientos de Venus y
frasea tal realización cósmica de la siguiente manera (p. 83):

“El astro refleja y repite en los recintos celestiales lo que el


sacerdote cumplió a la orilla del mar. Esta duplicación subra­
ya el tránsito del mundo individual y humano del sacerdote al
mundo cósmico o, si se quiere, la concordancia entre el micro
y el macrocosmos que se abre y se desdobla en el tiempo.”
El propio Davidoff (p. 104) refiere que en El Banquete Pla­
tón habla de una Venus ligada al cielo y al amor divino como
Urania, y de otra Venus ligada a la tierra y al amor camal como
Pandemo, una dualidad muy sugerente por su inesperada analogía
con la mitología mesoamericana. Más adelante (p. 135), este au­
tor interpreta a Bemardino de Sahagún en el sentido de que “los
indios tienen una experiencia extática al mirar a los astros.”
Sin duda, la contemplación y penetración cabal de esta do­
ble dualidad hombre-astro y dios-animal requiere de un estado de
conciencia más espacioso y destacado que el habitual. El conce­
bir realidades desmesuradas con entramados de imágenes y na­
rraciones racionalmente incompatibles y densamente simbólicos
sólo es posible en el éxtasis, es decir, en ese elevado ámbito de
la conciencia que compete particularmente a los chamanes. Esta
elucubración toma quizás mayor sentido por la asociación entre
Quetzalcóatl y las plantas mágicas y alucinógenas, pues el Códice
Vindobonensis y el Códice Viena que nos ilustran la importancia
de Quetzalcóatl para la cultura mixteca del altiplano de Oaxaca,
sugieren una especial asociación entre el dios y los hongos aluci-
nógenos.
En efecto, los delicados dibujos del códice, quizás los más
depurados que se conservan del México antiguo, muestran a Quet­
zalcóatl portando a una mujer ataviada con unos honguillos para,
a continuación, representar al dios recitando ante el príncipe Sie­
te-Flor, quien le escucha con lágrimas en los ojos y un par de
hongos en las manos. El erudito etnomicólogo norteamericano R.
Gordon Wasson (1980) ha documentado extensa y convincente­
mente la identificación botánica de estos hongos, profusamente
representados y mencionados por los antiguos nahuas, como es­
pecies de Psilocybe ricas en psilocibina, un alcaloide alucinóge-
no. Tal asociación con Quetzalcóatl se ve reforzada por el hecho
de que los hongos alucinógenos sean llamados “Zoo pato” entre
los zapotecas y que, según el médico austríaco Blas Pablo Reko
(1953: 14), un olvidado pionero de la etnobotánica mexicana,
éste sea también el nombre de Quetzalcóatl. Por todo ello, es ten­
tador concluir que el intenso efecto psicológico de estos hongos,
y que en ocasiones incluye un sobrecogedor éxtasis místico, haya
jugado un papel importante en la génesis y la composición del
mito quetzalcoatliano.
En la exaltada conciencia náhuatl, el ciclo celeste de Venus
constituye el revuelo sideral de la serpiente.
8. LOS DISPERSOS EMBLEMAS DE
LA SERPIENTE EMPLUMADA

“Si esa tradición nos fuere ajena, está como


quiera en nuestras manos, y sólo nosotros
disponemos de ella. No renunciaremos
- oh Keats - a ningún objeto de belleza,
engendrador de eternos goces.”

Alfonso Reyes
Visión de Anáhuac
1956/2002: 42

La representación más general e inequívoca del dios Quetzalcóatl


en la antigua Mesoamérica es la Serpiente Emplumada. En Teo-
tihuacán, la admiramos desplegada en el mural de Techinantitla;
en Xochicalco, rodeando el basamento de la gran pirámide; en el
mural de Cacaxtla, descendiendo a modo de una cascada azul;
erecta y engullendo a un desvalido mortal en la página 14 del
códice Borbónico; majestuosamente desenvuelta en el altar maya
de Copán, en Uxmal, y en Yaxchilán de la época maya clásica. En
la zona tolteca de Chichén Itzá, su presencia es profusa en forma
de inmensas columnas de piedra, en el relieve del Templo Inferior
de los Jaguares, o bien, ascendiendo en el Cuadrángulo de las
Monjas y en los aros del juego de pelota.
Allí, en la gran pirámide de Kukulkán de Chichén Itzá y en el
equinoccio de primavera, se dibuja sobre la cara lateral de la esca­
linata principal el perfil de luz y sombra de una serpiente al inci­
dir los rayos solares en las aristas de la propia pirámide (Arochi,
1976). En efecto, “cuando la balustrada occidental de la escalinata
recolecta siete triángulos de luz en la última luz del atardecer, pa­
rece que una serpiente gigantesca y de dorso plateado descendiera
desde lo alto del Castillo” (Krupp, 1996). La referencia serpentina
de esta representación anual es patente, pues la verdadera víbora
de cascabel de Yucatán (Crotalis durissus tzab) tiene triángulos
en forma de diamante en su dorso, y cambia de piel una vez al
año. En el mismo sentido de calendario arquitectónico y mareaje
astronómico apuntan los cálculos de Aveni y Gibbs (1976), según
los cuales un observador parado en la plataforma superior de la
pirámide circular de Quetzalcóatl en México-Tenochtitlán vería
al sol del equinoccio levantarse enmarcado precisamente entre los
templos gemelos de la plataforma superior de la gran pirámide.
Pero es en Teotihuacán, la urbe sagrada que fuera abandona­
da antes del siglo IX, donde la simbología de Quetzalcóatl es más
nutrida: grecas, volutas de palabra y canto, jeroglíficos del tiempo
cíclico, caracoles emplumados del aire, el quincunce cruciforme
de los puntos cardinales, los símbolos de Venus, el hombre jaguar,
la mariposa, el jeroglífico ollin del movimiento, son todas abs­
tracciones fuertemente ligadas a la gran deidad de Mesoamérica
(Sejoumé, 1962). Además, cual corresponde a su variada natura­
leza, el dios es también presentado en forma humana, a veces con
antifaz negro (oscuridad, muerte) o blanco (día, vida). Pero, sobre
todo, lo vemos como serpiente emplumada en las enormes y mag­
níficas cabezas de ofidio enmarcadas por un círculo de plumas en
el llamado “templo de Quetzalcóatl.”
Este templo es un arreglo arquitectónico compuesto de
una gran pirámide y su espaciosa plataform a localizadas en el
área llamada “La Ciudadela” y que fuera term inada hacia el
siglo cuarto de nuestra era, al tiempo que se efectuaron al lado
de la pirámide m últiples entierros rituales de soldados. Es en
este templo donde se encuentran las más conocidas represen­
taciones de la serpiente emplumada, tanto en la alfarda como
en los taludes de los que brotan m últiples y monumentales ca­
bezas de una sierpe de grandes fauces que, al mismo tiempo,
parece la cabeza de un jaguar. Cada una de ellas emerge de un
rosetón de 11 o 12 pétalos o plumas alternadas con las inexpre­
sivas máscaras de Tláloc. El conjunto produce un efecto m asi­
vo y aplastante acentuado por la ubicación de esta fachada en
un espacio relativamente estrecho al que penetran los turistas
y curiosos de hoy como a un templo aún viviente: azorados y
bajando la voz.

La serpiente emplumada representada en los murales de


Teotihuacán es una criatura muy particular, pues tiene una forma
inequívoca de serpiente de cascabel y las plumas largas, angos­
tas y flexibles del quetzal macho (Taube 2001). Todas éstas son
manifestaciones de la misma deidad zoomorfa, numen de la ve­
getación, del agua y del viento, deidad encamada en múltiples
héroes de múltiples culturas, con la que se llegan a identificar los
hombres-dioses y cuyo nombre adoptan algunos reyes y grandes
sacerdotes marcados desde su nacimiento en fecha Ce-Ácatl con
un rígido destino, pautado por el mito.
La imagen de la serpiente emplumada que aparece en Teoti-
huacán se toma emblema del poder real y de la máxima autoridad
política para toda Mesoamérica. En lugar de identificar a un in­
dividuo determinado, el emblema simboliza la realeza del Estado
y el sostén de las instituciones eternas en contraste con el cuerpo
físico del rey, que es efímero. Para Florescano (2004: 316) esta
tradición mesoamericana vincula de manera simbólica a dos cul­
turas tan coincidentes en el tiempo como distantes en la historia
y la apariencia: la saga de Mesoamérica y la teología política del
medioevo cristiano en Europa.
También es pródiga la aparición de la serpiente emplumada
en la antigua ciudad totonaca de El Tajín. Un monumento de la
Plaza de los Nichos muestra a dos serpientes entrelazadas en un
escudo de flor de fuego. Las serpientes ostentan plumas en sus
dos extremos: un manojo de ellas atadas en la cola y penachos en
la cabeza. Carlos Montemayor (2004) especula que, a juzgar por
el escudo de la flor del fuego, tal vez las dos serpientes se estén
convirtiendo en el sol, de tal manera que este nuevo sol surge
como una nueva era con una deidad deslumbrante capaz de unifi­
car a los pueblos mesoamericanos.
En la cultura postclásica tardía del Valle de Anáhuac llama la
atención la profusión de serpientes emplumadas que perduran de la
cultura mexica o azteca en diversos museos del mundo. Estas repre­
sentaciones son tan vividas que podrían llamarse naturalistas si la
serpiente con plumas realmente existiera en la naturaleza. En ellas,
la mítica culebra está casi siempre enroscada sobre su propio cuerpo
cubierto de las plumas largas y onduladas del pájaro quetzal. La ca­
beza severa y temible se presenta muchas veces con fauces abiertas
por las que emerge una lengua bífida que desciende larga. En el polo
opuesto de la cola se suele ver el crótalo propio de la serpiente de
cascabel. En algunas ocasiones los mexicas esculpían la cara huma­
na de Quetzalcóatl emergiendo apenas de la boca de la serpiente.
Con toda esta evidencia, bien se puede afirmar que la ser­
piente emplumada es un lenguaje visual que se extiende a lo an­
cho de toda Mesoamérica y a lo largo de sus culturas paralelas
y sucesivas. Con respecto a ella, el arqueólogo Blas Castellón
Huerta (2002: 35) dice:

“Es así como la imagen de la mítica serpiente emplumada


fue una síntesis de los opuestos que recorrió los distintos ca­
minos del cosmos y del pensamiento antiguo y acumuló múl­
tiples significados que, como sabemos, continúan vigentes
en la ideología tradicional de los pueblos actuales.”

Mestiza fabulosa de la cosmología precolombina, la ser­


piente emplumada ha revoloteado en el devenir y en el relieve
mesoamericanos proyectando sendas espirales de ascenso y des­
censo.
9. EL MÁGICO ESPEJO Y EL PARTO DE LA TIERRA

“...lo que hay de mejor en un pueblo, el


más alto deseo de perfección, la voluntad
más serena, nunca han encamado en una
figura más digna de respeto que la de este
hombre-dios, poderoso emperador humilde
frente al destino, sacerdote puro, estrella
de esperanza.”

Jacques Soustelle (1982: 19)

Ponderemos las conclusiones a las que han llegado los eruditos y


académicos recientes que cuidadosamente han observado y pen­
sado al Quetzalcóatl precolombino desde muy diferentes perspec­
tivas, aunque con pasión semejante.
El primero de ellos que vale la pena mencionar es al Padre
Ángel María Garibay, fundador del Seminario de Cultura Náhuatl
en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, autor
de la monumental Historia de la literatura náhuatl que apareció
por primera vez en 1953 (Garibay, 2000), y traductor asiduo de
textos nahuas, hebreos y griegos. Don Ángel, como le llamaban
sus alumnos, puede ser considerado como el promotor en México
del estudio moderno de la cultura náhuatl desde una perspectiva
humanista. Al emprender su discusión sobre Quetzalcóatl, el Pa­
dre Garibay (2000: 303) advierte:

“La figura de Q uetzalcóatl resalta entre todas las que des­


filan en la historia o en la poesía antiguas. Enigm ática y
m ultiform e, ha dado mucho que pensar y que escribir a
los sabios. No siempre dentro de la discreción y juicio
que exige la investigación seria. Dios y héroe, rey de car­
ne y hueso, o ficción de la fantasía, acumula en su per­
sona inasible todo lo que sirve en una literatura naciente
para conquistar la atención y aun arrebatar el asom bro.”

Es precisam ente el distintivo que recomienda el padre G a­


ribay de la discreción y el buen juicio aunados a un ardiente
asombro, lo que anima y caracteriza a los varios sabios y eru­
ditos de la segunda mitad del siglo XX que se refieren a con­
tinuación.
Para Laurette Séjoumé (1962), la arqueóloga francesa y
esposa del editor Arnaldo Orfila, que en la década de los años
50 exploró varias de las ruinas de Teotihuacán, en particular el
conjunto residencial de Tetitla, este mito refleja y sostiene una
de las grandes tradiciones espirituales de la humanidad. El per­
sonaje es un iluminado que se llega a convertir en el arquetipo
central de la filosofía mesoamericana y, más precisamente, de
una guía de acción que gira alrededor de un dinamismo creador.
Este motor enérgico implica la liberación potencial de los lími­
tes materiales y surge de la propia interioridad del ser humano.
Así, el hombre esclarecido daría origen al dios y al mito. El
mensaje fundamental de la leyenda sería la unidad de la materia,
la vida, el pensamiento y el espíritu, mensaje que forjaría a la
civilización clásica de Mesoamérica y el que, una vez perdido,
precipitaría su destrucción. Y, si bien la deformación del men­
saje es similar a la que sufren todas las grandes enseñanzas de
la humanidad,

“el impulso que determinó su singularmente larga y gloriosa


trayectoria implica, sin embargo, un conocimiento de la na­
turaleza humana, una lucidez hacia el mundo de los objetos,
raras veces alcanzados y de los que el hombre moderno tie­
ne, quizás, aún algo que aprender” (p. 186).
En su esfuerzo por interpretar el simbolismo de los monumen­
tos, acaso Séjoumé se deja llevar por un hondo entusiasmo, y su
lectura de la iconografía arquitectónica, menos apoyada en datos
históricos, está siempre teñida de sus tesis. A la inversa de la idea
de Séjoumé, ya hemos visto que el arqueólogo Román Piña Chan
(1985) ha relatado que el desarrollo del mito abarca la antigüedad
milenaria de Mesoamérica y ha llegado a la conclusión opuesta de
que sólo cuando se ha establecido el dios y su culto es que surge la
encamación humana. En cualquier caso, en su Universo de Quet­
zalcóatl de 1962, texto pionero sobre el mito contemplado desde la
arqueología moderna, Laurette Séjoumé se adelanta a su momento
con audacia y éxito al considerar que la iconografía mesoamerica­
na es un lenguaje simbólico y, asumiendo todo riesgo, al aventurar
su propia reconstrucción de un mensaje espiritual que considera y
deplora como ya extinto. Esta arqueóloga franco-mexicana, precur­
sora y abogada de una lectura mística del gran mito mesoamerica-
no, murió en la Ciudad de México en mayo de 2003.
El ilustre nahuatlato e historiador del México antiguo, Miguel
León Portilla, el alumno más destacado del Padre Garibay, man­
tiene una idea similar en referencia a la sabiduría del mito y a su
exaltado papel en el mundo nahua, pero se muestra más cauto que
Laurette Séjoumé al acudir continuamente a los textos remanentes,
más que a la interpretación de las imágenes arqueológicas. De esta
forma, a través del análisis de los escritos antiguos, llega a soste­
ner que existió una verdadera filosofía nahua, la cual compartiría
muchos elementos de la llamada, por Aldous Huxley, “la filosofía
perenne” de los místicos universales (León Portilla, 1974: 5-6). El
dios, el héroe y el mito de Quetzalcóatl constituían el centro mismo
de la filosofía nahua y el motor de su principal manifestación cul­
tural: el arte y la poesía, la “flor y el canto” de los antiguos mexica­
nos. Dice León Portilla (1968: 36-7):

“Envuelta en el recuerdo de los mitos, luz y obscuridad a la


vez, la figura del sabio señor es mágico espejo donde pueden
mirarse las aspiraciones de un pueblo que, a través de mi­
lenios, ha participado en tareas que son humanas por exce­
lencia: hacer cultura, crear arte, afirmar que en la tierra hay
significación y esperanza.”

En el extremo quizás opuesto de Séjoumé, se ubica la lec­


tura social y política del meticuloso historiador y analista de
la religión mesoamericana Alfredo López Austin (1973). En el
epílogo de su estudio sobre el hombre-dios, este destacado in­
vestigador del Instituto de Investigaciones Antroplógicas de la
UNAM declara que la perplejidad que provoca esta historia se
aclara

“al ver que su misterio fue el de otros, y que su vida, la de


muchos, fue casi la misma, pautada por un mito; y su histo­
ria, la de muchos, movida por quien mueve toda la historia:
un pueblo sin nombres, sin rostros, que hace parir la tierra”
(p. 187).

De esta forma, para López Austin, el mito del dios encar­


na repetidamente en hombres señalados que tomaban su papel
como sacerdotes, oráculos, gobernantes o guerreros contra los
conquistadores, lo cual parece garantizado por la extensa evi­
dencia que presenta, incluida aquella que indica equivalentes
humanos de casi todos los dioses nahuas. En tales personajes
no encam aría necesariamente un arquetipo proveniente de las
profundidades de la psique, sino de la ideología de múltiples
pueblos. Y, según las fuentes, la fuerza atribuida al dios entra­
ría y poseería al receptor humano en su corazón, la sede de la
conciencia para los nahuas, y lo obligaría a una vida de peni­
tencia y a una muerte por suicidio ritual. Los dioses son capa­
ces de albergar parte de su esencia en humanos excepcionales
transformándolos, así, en receptáculos y fuentes de una energía
sagrada.
Por su parte, en su informado compendio de cosmología az­
teca, el conocido arqueólogo francés Jacques Soustelle no puede
ocultar su entusiasmo (1982: 19 y 20):

“Estas cuatro sílabas musicales (Quet-zal-có-atl) han resu­


mido durante siglos lo que había de más noble en el alma
de numerosos pueblos. No las profanemos. Nuestro pobre
mundo, que se cree civilizado y se hunde en sus odios y sus
fealdades, ¡cuánto necesitaría un Quetzalcóatl!”

Desde otra perspectiva de gran atractivo, el historiador


Enrique Florescano (1995) considera que, desde sus m anifes­
taciones más tem pranas, el mito incorpora en su secuencia na­
rrativa los procesos del cultivo del maíz, y que constituyen
un ciclo reiterado de génesis y regeneración: la obtención de
la sim iente, el cultivo, la colección de la m azorca.y el renaci­
miento de esta planta toral de la cultura americana. Pero el fin
últim o del mito agrícola no es nada más la identificación del
alumbramiento de la tierra con el origen del cosmos, de la vida
hum ana y de la cultura, sino, más aún, su magna función sería
la de almacenar, ordenar y transmitir, en forma segura, una
m em oria colectiva en la que se salvaguardan los temas funda­
mentales de la civilización.
Unos años más tarde, el propio Florescano (2004: 15) revela
ser víctima del mítico hechizo de la serpiente del aire de la si­
guiente manera:

“ Es casi una fatalidad que quien cae atrapado por uno de


los rostros fugitivos que identifican a Q uetzalcóatl pa­
dezca la condena de quedar atado a esa imagen, captura­
do por el m isterio que emana de su apariencia insonda­
ble, o por la ambición de descifrar su naturaleza, o por
el impulso de descubrir el sentido de sus innumerables
transform aciones.”
Queda abierta la pregunta de si acaso estas magnificas
interpretaciones independientes puedan ser compatibles a pe­
sar de emanar de diversas posiciones teóricas y de llegar, al­
gunas veces, a conclusiones contradictorias. Ciertamente, las
coincidencias entre estas visiones deben tomarse como muy
significativas. En efecto, además de diferir en diversos deta­
lles, los eruditos parecen concordar en puntos importantes, aún
fundamentales, y esa intersección de criterios entre los m ayo­
res conocedores actuales del México antiguo parece asentar
un fuerte criterio de veracidad y valor. Veamos algunas de las
coincidencias.
Los cinco concuerdan, desde luego, en lo tocante a la impor­
tancia que este mito tuvo para todas las grandes culturas de Meso­
américa. Todos ellos identifican a Quetzalcóatl con una deidad
suprema por cuyo sacrificio se engendran los hombres. Coinciden
en detectar la existencia de un concepto cosmológico dual que di­
vide al mundo en una parte superior formada por el calor, la luz y
el cielo, con el águila como símbolo, y una parte inferior en el que
se ubicarían la tierra, el agua, la oscuridad y la muerte simboli­
zados por la serpiente. Los hombres vendrían a ser los habitantes
de la zona de vínculo entre estas capas y, de hecho, son creados
por la combinación de los dos mundos, mezcla cifrada en la ser­
piente con plumas. Convienen en ver en la caída de Quetzalcóatl
un antagonismo religioso entre sus seguidores y los de Tezcatli­
poca, conflicto que tuvo una precisa y angustiosa equivalencia
en el interior del héroe entre ascetismo e instinto. Concurren en
destacar la importancia del corazón en la estructura de la leyenda
como órgano de la conciencia y del movimiento vital. Coinciden,
en fin, en señalar que el mito resultó en un culto y una visión del
mundo que encamó en personajes humanos múltiples, muchos
de los cuales, señaladamente Topiltzin Ce Acatl, lo enriquecieron
con su propia visión, con su propia existencia.
Si éste es el caso, habría razón para pensar que tanto la tra
dición influía poderosamente sobre la conciencia individual, en
particular sobre las de quienes asumían la personalidad o el culto
de Quetzalcóatl, como, a la inversa, que la vivencia personal po­
dría tener impactos diversos sobre la estructura del propio mito,
aparte de constituir un camino de reflexión y un tema de intros­
pección para el ser humano, aun en la época actual.
Es ésta la restauración humanista, tan firmemente académica
y erudita como honda y emotiva, del revuelo de la serpiente.
SEGUNDA PARTE
EL MITO RESTAURADÍ
10. EL APÓSTOL SANTO TOMÁS Y EL MITO CRIOLLO

“Como la aspiración a la justicia,


Quetzalcóatl es imperecedero; apenas
expulsado o, como lo fue Madero,
asesinado por un moderno Tezcatlipoca,
está pronto a reencarnarse bajo los rasgos
de un nuevo jefe político. México es, a la
vez que un espacio sagrado, el país de los
“hijos de Guadalupe” y, en el tiempo, una
tensión nostálgica hacia el paraíso perdido
de Quetzalcóatl, mito flotante pronto a po­
sarse sobre el elegido.”

Jacques Lafaye (1985: 437)

Una vez rastreados los mitos prehispánicos de Quetzalcóatl, sus


expresiones perdurables y las perspectivas de sus analistas actua­
les más dedicados, estamos en condiciones de abordar su inusi­
tado desenvolvimiento desde la conquista de México. “Cuando
los aztecas”, escribe el poeta Octavio Paz con su habitual acierto
y aplomo (1985: 24), “descubren que los españoles no son los
mensajeros de Tula, ya es demasiado tarde.” Cae, pues, la nación
mexica y la historia presenta una tensa doblez que llega hasta nos­
otros. Pero he aquí que nuestro mito sobrevive otro cataclismo
más violento que cualquiera de los anteriores: el de la conquista
española, para adquirir inesperadas expresiones y revuelos a lo
largo de la Colonia en aquella la Nueva España.
Las exhaustivas indagaciones de Jacques Lafaye (1985) han
resultado de extraordinario valor para comprender el papel que
jugaron Quetzalcóatl y la Virgen de Guadalupe en la formación
de la nueva nacionalidad mexicana. Esta historia se inicia con los
primeros misioneros franciscanos que llegaron a la Nueva Espa­
ña en 1524. Entre ellos, Fray Toribio de Benavente “Motolinía”
detectó la importancia de Quetzalcóatl en Cholula, la ciudad de la
huida, en la que el culto al dios era principal e incluía sacrificios
humanos, lo cual sugiere la aztequización de su culto. Pero es
Fray Bemardino de Sahagún quien recoge, con meticulosa cu­
riosidad de etnólogo, el estado del mito al momento de la con­
quista con mayor rigor, aunque le da una interpretación sobre­
natural acorde a su interés rector de evangelización. Así, dedica
diez capítulos de su famoso Calepino, la fuente de la monumental
Historia General de las Cosas de la Nueva España, al culto y la
figura de Quetzalcóatl, quien era el dios de las clases gobernantes
y la garantía de la continuidad tolteca en la dinastía mexica. Para
Motolinía y Sahagún, a pesar de su tradición de humildad y peni­
tencia, Quetzalcóatl, como deidad profana, no podía ser sino una
manifestación del demonio. Alberto Davidoff (1996) defiende la
opinión de que, a pesar de su aparente y políticamente necesaria
condena, Sahagún tiene una alta estima por el mito de Quetzal­
cóatl al emparentarlo constantemente con la tradición cristiana,
en particular con la franciscana. Aunque la idea es quizás dema­
siado audaz, no es imposible vislumbrar cierta ambivalencia en el
ilustre franciscano.
La visión demoniaca de la deidad mesoamericana, a la que
se sumaría poco después la de Torquemada, fue intensamente re­
futada por los progenitores de lo que bien podemos llamar el mito
criollo. La leyenda de Quetzalcóatl pronto empieza a cumplir
un papel importante tanto para los conquistadores como para los
conquistados. La profecía de su retomo, con la que se les había
confundido, daba un papel providencial a los primeros, en tanto
que para los indios se constituyó en una compensación metafísica
del colapso de la conquista. De esta forma, el mito fue capaz de
ocupar el vacío que separaba al Nuevo Mundo del Viejo.
Además, las analogías entre los símbolos cristianos y los
atributos y ornamentos de Quetzalcóatl intrigaron a los misio­
neros de la segunda generación y a los eruditos criollos, que no
tenían, como Joseph Campbell (1974: 181), una explicación ar-
quetípica de las extraordinarias y aún increíbles coincidencias,
basada en un inconsciente colectivo. En efecto, el símbolo de la
cruz en el quincunce y otros ornamentos, el compasivo sacrificio
del dios por el que surgen los seres humanos, la clara complexión
,del héroe, su barba, su castidad y ascetismo, su creencia en una
deidad única o la restauración de un reino de bienaventuranza,
son demasiados paralelismos con Jesucristo para que hubieran
pasado desapercibidos por los evangelizadores estudiosos. Los
misioneros humanistas, Fray Bartolomé de las Casas y Fray Die­
go Durán, dieron a todo ello una interpretación diferente a la de
los franciscanos, a saber, la de que Dios habría querido preparar a
los indios a recibir el evangelio a través de estas analogías forma­
les. Quetzalcóatl sería visto, desde esta benigna aunque unilateral
perspectiva, como un hombre santo y virtuoso a la manera de los
antiguos filósofos griegos. Esta notable idea, verdadera mutación
del mito indio, es la primera creación de los criollos novohispa-
nos para enfrentar el desprecio de los “gachupines”, el despectivo
mote con el que ya entonces se designaba a los peninsulares ave­
cindados en Nueva España.
Con este telón de fondo, el sentido figurado del “gemelo pre­
cioso”, en el mito pareció en algún momento como sinónimo sin­
crético del griego Thome que también significaba “gemelo”, con
lo cual, para Fray Servando Teresa de Mier, Quetzalcóatl vendría
a resultar ni más ni menos que el apóstol Santo Tomás, también
llamado el Gemelo de Jesús en el Evangelio de San Juan (20:
24). Fray Servando inventa el mito del Nuevo Mundo al proponer
que la imagen guadalupana, el icono mayor de la religión mestiza
novohispana, no había aparecido milagrosamente en el ayate del
indio Juan Diego, sino que había sido traída por Santo Tomás
en su manto. De esta forma, minimizaba la influencia española
sobre el indio pero, al mismo tiempo, incurría en la ira de las
autoridades eclesiásticas, ira que lo llevó a la persecución, a la
cárcel, al destierro y a sumarse con Xavier Mina a la Guerra de
Independencia.
Muchas otras analogías se precipitaron para respaldar esta
singular idea que encontraba en el Nuevo Mundo rastros de evan-
gelización, con lo cual se vinculaba gloriosamente a los indios
con la historia del único mundo original concebible entonces:
el mito judío cristiano. Tomás, el escéptico de la Resurrección,
habría recibido como castigo la tarea de evangelizar el área del
mundo más remota y difícil: las Indias. Y, naturalmente, se encon­
trarían una tras otra las evidencias de su paso por todo el Nuevo
Mundo. Como veremos en cierto detalle, Tomás sería también el
héroe bienhechor llamado Pay Zumé, en Brasil, y Viracocha, en
Perú. Pero, ¿por qué específicamente Santo Tomás?
Sucede que la figura del apóstol Tomás ha retomado una di­
mensión gnóstica a partir del descubrimiento de un texto de los
primeros cuatro siglos de la Era Cristiana conocido como El Evan­
gelio de Santo Tomás. Este texto es uno de los códices escritos en
lenguaje cóptico que fueron descubiertos en una vasija de barro
desenterrada hacia 1945 en el pueblo egipcio de Nag Hammadi.
Los códices fueron identificados por el erudito Jean Doresse y
adquiridos en 1951 por la Fundación Bollingen fundada por Cari
Jung y, finalmente, traducidos y publicados en 1977 (Churton,
1987: 8-15). Según Herbert Christian Merillat (1997), esta fuente
de los primeros siglos y otras de varias tradiciones medioevales
esbozan a Tomás como un gnóstico itinerante que supuestamente
estuvo en contacto con tradiciones de sabiduría esotérica tanto en
Francia, Inglaterra y Medio Oriente, como en India y China. So­
breviven, incluso, iglesias cristianas atípicas en algunos de estos
lugares en las que se venera al apóstol Tomás como su iniciador.
Ahora bien, el contenido decididamente hermético de este evan­
gelio probablemente apócrifo resulta curiosamente apto en refe­
rencia al mito de Quetzalcóatl, en especial porque Jesús aparece
en él como un maestro de la sabiduría que no necesita de la cruci­
fixión para resucitar. La resurrección de Jesús, y por su ejemplo la
que hace la posible para todo ser humano, no es fruto de la muerte
sino de un conocimiento palmario y, por él, de la adquisición de
una nueva existencia antes inimaginable (Churton, 1987: 18-21;
Bloom, 1997: 166 y 237). Sin embargo, este sugerente parentesco
que nos incita otra vez a una lectura gnóstica del mito mesoame­
ricano no llega a explicar históricamente por qué Santo Tomás es
el apóstol idóneo para convertirse en Quetzalcóatl, pues el Evan­
gelio de su nombre no fue descubierto sino hasta el siglo XX.
Para rastrear esta metamorfosis, hay que regresar a la Colonia y
suponer que esta asociación debió establecerse desde entonces.
Probablemente Santo Tomás, junto con San Bernabé, tenía
la reputación del'más amplio periplo evangelizador en el Renaci­
miento. La tradición andariega de Tomás no se restringía al Viejo
Mundo. En efecto, cuando los portugueses llegaron, a las costas
del Brasil, pensaron que llegaban a la India y encontraron huellas
de Santo Tomás. De esta fQrma, un jesuíta portugués escribió des­
de Bahía, en 1549, que los nativos tomaban un tipo de pan traído
por santo Tomás y que las marcas en una roca cercana eran sus
huellas (Merillat, 1997). El jesuíta envió la roca a Roma para ser
examinada por los expertos, al tiempo que relataba que la tribu lo­
cal llamaba a Tomás “Pay Zum”, un nombre genérico para sacer­
dotes o chamanes. El “pan” referido era con toda probabilidad la
mandioca, como veremos adelante. De esta manera tan intrinca­
da, el encuentro de los mundos engendra a un legendario mestizo,
amalgama de dos tradiciones muy distintas que se hacen insólita­
mente compatibles: se trata nada menos que de Santo Tomás, el
apóstol de Jesús, transfigurado en el gran chamán de Indias.
Tiempo después, en la agitada Nueva España previa a la
Independencia, Quetzalcóatl-Santo Tomás se convierte en uno
de los ejemplos más precoces del sincretismo tan característico
de la evangelización y, con el tiempo, en una poderosa fuerza
ideológica que serviría para separar a la Nueva España de la
vieja. Las grandes figuras intelectuales de la Colonia adoptan
fervientemente la hipótesis de Quetzalcóatl-Santo Tomás. Por
ejemplo, tanto Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), el
erudito jesuita del barroco novohispano, como aquel insurgente
siete veces prófugo, es decir, el famoso Fray Servando Teresa
de M ier (1765-1827), ven en esa hipótesis una reivindicación
de igualdad con España, sin la cual no se habría encontrado la
energía para sacudir el yugo colonial.
Una de las personalidades más importantes de la época co­
lonial fue Carlos de Sigüenza y Góngora, verdadero hombre del
renacimiento en el sentido de gran erudito, científico, religioso y
literato. Mientras estudiaba en la Compañía de Jesús, Sigüenza
y Góngora se perfeccionó en matemáticas, física, astronomía,
griego, latín y náhuatl. Después, fue explorador, historiador,
arqueólogo, geógrafo, profesor de la Universidad y capellán
del Hospital del Amor de Dios. Denominado como “la primera
conciencia del sentimiento histórico de lo mexicano” (D iccio­
nario Porrúa, p. 1990) Sigüenza y Góngora escribió múltiples
libros sobre la historia de los antiguos mexicanos y una obra
particular, El Fénix del Occidente, en la que defiende la idea de
que Quetzalcóatl fue Santo Tomás en viaje evangelizador por el
Nuevo Mundo.
El 12 de diciembre de 1794, día de la Virgen de Guadalupe,
Fray Servando Teresa de Mier pronunció en el Tepeyac un escan­
daloso sermón en el que afirmaba que la imagen de la Virgen de
Guadalupe había llegado a las Américas mucho antes de apare­
cerse en el lienzo del indio Juan Diego, en la túnica del llamado
Quetzalcóatl, quien no era otro que el apóstol Santo Tomás. La
represión y cautiverio que este sermón le trajeron no fueron mo­
tivo para que Fray Servando cejara en su creencia y en la idea
ulterior de una lucha cósmica entre dos apóstoles de Jesús exilia­
dos, disfrazados y enfrentados en un mito americano: santo Tomás
- Quetzalcóatl contra Santiago el Matamoros, campeón de España.
Duelistas pares, ya que Fray Servando encontraba profundos pa-
ralelismos entre el papel de Santiago en la formación de la nacio­
nalidad española y santo Tomás - Quetzalcóatl en la mexicana. La
Vía Láctea, el “Camino de Santiago” en la visión de Carlomagno
y de los peregrinos europeos, era, para los antiguos mexicanos, la
“Serpiente de estrellas” vinculada a Mixcóatl y a la transfiguración
de Quetzalcóatl en la Estrella de la Mañana.
Es asombroso ver, como lo menciona Alberto Ruy Sánchez
(1997), que el virreinato se abre y se cierra con un delirio que
pretende ser científico sobre la serpiente. Al final de un meticu­
loso examen de la serpiente en la iconografía novohispana de la
Virgen María, Alfonso Alfaro (1997: 52) de la revista Artes de
México, concluye lo siguiente:

“La ventana que acabamos de entreabrir nos permite escu­


driñar los ojos de una de esas serpientes o, al menos, intentar
sostener su mirada: una mirada viperina a la que hemos visto
palidecer hasta desvanecerse en su escondite, oculta por un
eclipse. Esa mirada - o esa luna o esa sombra - nos revela
parte de una historia: la de la formación de nuestro propio
rostro.”

Por su parte, Lafaye concluye su extraordinario estudio con


una hipótesis inquietante (1985: 300):

“Imagen secular de una edad de oro perdida, Quetzalcóatl


queda como el símbolo ambiguo de las esperanzas frustradas
del México moderno.”

En análogo sentido, en su introducción al libro de Lafaye,


Octavio Paz (1985: 25) sentencia que “El interregno abierto por
la fuga de Quetzalcóatl en 987 aún no se ha cerrado.” En efecto,
tanto Lafaye como Paz concuerdan en considerar el arquetipo
histórico de Quetzalcóatl como un intento de restauración de
aquella legitimidad nacional en los héroes cívicos del México
independiente y revolucionario, intento que continúa frustrado
hasta el presente. Pero sucede que la restauración estuvo impul­
sada durante la Colonia por la insólita figura de Santo Tomás,
el apóstol.
Así, tras el desplome de la conquista, el mito criollo instituye
el reparador y barroco revuelo de la serpiente.
11. LAS VERTIGINOSAS CENIZAS DEL HOMBRE LUZ

“Porque soy Quetzalcóatl,


la serpiente emplumada.
Y sólo estaré contigo cuando mi serpiente
haya cerrado su círculo de paz en tu vientre.
Soy Quetzalcóatl, el del Camino Doble.”

D.H. Lawrence
(La Serpiente Emplumada)

En el siglo XIX aún no se había planteado la idea, ahora común­


mente aceptada y acreditada por los estudiosos, dé los amerindios
como descendientes de grupos humanos que hace unos 20 o 30 mil
años cruzaron a pie, desde Siberia hacia Alaska, por el entonces
gélido Estrecho de Behring. Pudo ocurrir así la curiosa especula­
ción de que eran descendientes de las tribus perdidas de Israel, lo
cual se convertiría en una de las creencias centrales de los mormo-
nes. De hecho, John Taylor, “apóstol” de esta Iglesia Reformada
de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días, habría llegado a
pregonar hasta 1949 que Quetzalcóatl no podría ser otro que el
mismo Jesucristo misionero por las Américas después de la Re­
surrección. Resulta, sin duda, interesante analizar la razón de esta
propuesta que en principio puede parecer tan insensata a cualquier
historiador, incluyendo algunos mormones (Johnson, 1993). Tal
indagación resulta muy sugerente, pero no por el aparente dispara­
te histórico, sino por cierta coincidencia en la enseñanza. Sucede
que la Iglesia Mormona se constituye por una enseñanza decidi­
damente gnóstica en el sentido de que la liberación proviene de
un conocimiento vivido, de una experiencia directa y profunda de
la naturaleza humana que viene a revelarse como divina (Bloom,
1997). Sería interesante inquirir con mayor detenimiento si John
Taylor encontró una veta de similitud entre la doctrina mormona y
el mito que nos ocupa, o bien si, como parece, en un afán doctri­
nario sólo buscaba vincular a los indios americanos con el único
origen posible de todos los seres humanos: el relato bíblico. Sin
embargo, no fue sólo el ámbito religioso el que albergó ideas tan
históricamente extravagantes como espiritualmente enaltecidas en
tomo a nuestro mito, como veremos.
Otro incidente de índole muy distinta al anterior fue la pre­
tensión del presidente mexicano Pascual Ortiz Rubio de sustituir
a los Reyes Magos por Quetzalcóatl, hecha en la época del maxi-
mato de Plutarco Elias Calles con toda su carga de frenético y ja ­
cobino anticlericalismo. Esta aspiración, que por su origen y des­
acierto estaba destinada al fracaso, es, de alguna manera, el tema
central de la novela La Serpiente Emplumada del reconocido lite­
rato D.H. Lawrence, escrita en 1926, y en la que un caudillo de la
Revolución Mexicana se proclama reencarnación de Quetzalcóa­
tl, con lo que logra una gran movilización popular. Sin embargo,
en la novela del gran autor inglés el mito antiguo es casi invisible.
Los dioses aztecas que resurgen en ella son tratados como ídolos
siniestros que reclaman una liturgia supersticiosa y sangrienta.
No hay mucha diferencia con la actitud de los primeros misione­
ros. Son dioses exóticos que parecen ser vistos desde las gradas
de una plaza de toros, fiesta que constituye precisamente el relato
del primer capítulo del libro, escrito por un narrador horrorizado.
Al parecer, Lawrence se sintió inicialmente atraído por el tema de
la reconciliación de los opuestos en el antiguo culto mesoameri-
cano de Venus, del cual derivó una religión ficticia cuyo eje es el
Espíritu Santo como soberbio avatar de Quetzalcóatl (Kermode,
1973). En este punto particular, el genio de Lawrence se hace
patente. Basta recordar a la paloma de Pentecostés que revolotea
sobre la coronilla de los apóstoles como lengua de fuego para
vislumbrar una inspirada e inesperada ligazón entre el Espíritu
Santo, el Paráclito o buen consejero, el soplo vital de la Trini­
dad y la Serpiente Emplumada en su descenso cíclico desde los
cielos como emisaria del fuego solar. Sin embargo, fuera de esta
sugerente intuición y varios cantos enaltecidos que nos regala,
la novela revela una actitud de horror y rechazo ante un México
bárbaro y primitivo, además de la indudable atracción por el mito
del título.
La protagonista de La Serpiente Emplumada, Kate Leslie, es
una joven viuda irlandesa que se hunde, como lo hizo el propio
Lawrence durante la escritura de la novela, en el choque cultural
de asentarse en las orillas de la laguna de Chapala y dejarse arras­
trar por la realidad y la mitología mexicanas que, en su concien­
cia, vienen a mezclarse en un solo torbellino confuso y febril. De
esta manera, Kate se relaciona con Ramón Carrasco, un ideólogo
mestizo que encarna a Quetzalcóatl, y con Cipriano Viedma, un
indio nacionalista que personifica a Huitzilopoch'tli. La virtuosa
Kate transita de un estudio teórico y académico sobre México a
una relación tangible y erótica con Cipriano. Sin embargo, Kate
se niega a sumergirse plenamente en la revolución que estos hom­
bres encabezan y, finalmente, regresa a una pálida y fantasmagó­
rica Europa. Así lo hiciera también Lawrence cuando regresara a
Londres en 1924, tras entregar el primer manuscrito de la novela.
El manuscrito final fue elaborado en 1925, después de una visi­
ta a Oaxaca, en particular a las ruinas de Mitla y Monte Albán,
donde Lawrence se sintió más cómodo y en paz con el territorio
simbólico de México (Baldwin, 1998: 167-8). En este momento,
como figura de una entrega cultural, Kate adopta el ritual mexica­
no y completa el sueño de Lawrence de una sociedad ideal donde
hombre y mujer, en igualdad de condiciones, encuentran sus orí­
genes en una naturaleza volcánica y pasional.
Otros grandes escritores peregrinos por el México turbulento
surgido de la Revolución, como Antonin Artaud, Graham Greene,
Malcom Lowry y Bruno Traven se compenetraron también con el
país y plasmaron en excelentes relatos y narrativas de la primera
mitad del siglo XX, sus aspectos polares, tan brutales como poé­
ticos (Muría, 1988: 14-53). Vale la pena referirse brevemente a
los dos primeros.
Impulsado por una búsqueda tan lúcida como insensata de
la más profunda revelación y la más genuina experiencia teatral,
Artaud comulga con los indios tarahumaras del norte de México
el visionario peyote en un itinerario que años más tarde recapi­
tula el fotógrafo Pedro Tzontemoc (1995). Con el sentimiento
pertinaz de una ciencia perdida pero recuperable, un alucinado
Artaud proclama que la revolución mexicana debería constituir
una revolución de la conciencia que recuperase las antiguas cultu­
ras del país como medio para salvarse y salvar al mundo (Muría,
1988:15). Finalmente, Artaud pierde la razón y viene a compartir
el trágico destino de Nerval, Nietzsche y van Gogh, sus mentores
tan ilustres como desdichados (Sontag, 1973). En su Diario de
Viaje a la Tarahumara de 1936, cuenta Artaud:

“Estaba dispuesto a aceptar toda clase de quemaduras y es­


peraba el principio de la quemadura, con vistas a una com­
bustión pronto generalizada.”

De esta manera, jaloneado entre las tinieblas y la luz, entre la


pasión gnóstica y una locura infame, el viaje de Artaud remite in­
directamente a nuestro mito. No hay evidencia de que Atraud haya
abrevado del mito de Quetzalcóatl; lo más probable es que su apa­
sionada visión haya venido a coincidir de manera nada gratuita con
un mito inherente a la cultura india y mestiza de México.
Una asociación distinta en su forma, pero igualmente perti­
nente por su sentido, acontece con El Poder y la Gloria, la novela
mexicana del conocido autor inglés Graham Greene (1968) escrita
en 1936. El cura borracho y sin nombre que protagoniza el relato
es un viejo mestizo de tez clara y buen inglés quien, en tiempos de
la persecución religiosa, rehuye despavorido de un oscuro e im­
placable teniente que se antoja émulo de Tezcatlipoca. Años atrás,
el cura había caído en la tentación camal y tenía una hija que no
se atreve a cuidar o reconocer. Hundido en la desesperación, se
mira a sí mismo como orgulloso, lujurioso, envidioso, cobarde e
ingrato. No sólo su estrepitoso derrumbe y triste huida evocan al
Rey de Tula sino que, cuando cae prisionero, desciende a profun­
didades aún más siniestras de sí mismo en una pesadilla que le
revela una imagen sacrilega y grotesca de Jesucristo bailando pin­
tarrajeado como una prostituta. El cura eventualmente logra huir
de su perseguidor, pero una vez libre decide lúcidamente regresar
para retomar su responsabilidad pastoral, con lo cual irremedia­
blemente se inmola, pues es previsiblemente detenido y fusilado
por el temible teniente. Pero de alguna manera esta ofrenda de
sí mismo, como la inmolación de Topiltzin, deja en el lector un
inequívoco y reconfortante sabor a expiación y redención.
De esta manera, la literatura del mundo vuelve sus ojos hacia
el México de la Revolución y descubre a la muerte revoloteando
con plumas de serpiente.
12. LA UTOPÍA EDUCATIVA, LA RAZA CÓSMICA
Y LA EXPIACIÓN EN NOTRE DAME

“puerta del ser: abre tu ser, despierta


aprende a ser también, labra tu cara,
trabaja tus facciones, ten un rostro
para mirar mi rostro y que te mire,
para mirar la vida hasta la muerte”

Octavo Paz
Piedra del Sol

Condiscípulo de los ilustres Alfonso Reyes, Antonio Caso e Isi­


dro Fabela, el erudito y autodidacta José Vasconcelos fue una de
las figuras intelectuales más importantes y originales del México
revolucionario. En su periodo como rector de la Universidad Na­
cional (1920-1921) la dotó no sólo de un lema perdurable, “Por
mi raza hablará el espíritu,” sino también de su escudo que ostenta
a toda Latinoamérica en su centro. Como Secretario de Educación
Pública (1921-1924), fundó lo que se ha dado en llamar la gran
utopía educativa del siglo XX: reorganizó las escuelas y univer­
sidades, promovió la gran pintura mural, constituyó bibliotecas
populares, publicó y puso al alcance de la gente colecciones de
cultura general. Según Carlos Monsiváis, esta revolución cultural
confirió matices heroicos a la educación y a la cultura, quitándole
razón de ser a la violencia armada y aproximándose con resuel­
ta arrogancia a la idea del superhombre de Nietzsche. Comenta
Monsiváis:

“En su tour mesiánico, Vasconcelos recorre el país, se en­


tera de la situación de las escuelas, busca extraer recursos
de donde sea, y, mercadotecnia del mito, se identifica con
Quetzalcóatl, la serpiente ilustrada. A tal punto es persuasiva
su idea de la civilización que atrae al sector intelectual, a los
profesores, a un número considerable de revolucionarios, a
los residuos y presagios de las clases medias.”

El proyecto educativo de Vasconcelos, aunque laico en su


forma, tenía un contenido claramente místico y religioso al estar
concebido cual moderno invento civilizador de Quetzalcóatl. De
esta forma, las escuelas se toman en misiones rurales, la fe en
el alfabeto se vuelve redentora y la educación deviene luz inte­
rior que permite una verdadera libertad. A pesar de su aparente
rechazo por la civilización precolombina, el ideal educativo de
Vasconcelos está en deuda con el de los aztecas para quienes la
meta de formación de los jóvenes era que adquiriesen un rostro y
un corazón, un verdadero carácter. Diríase que sólo una concien­
cia cultivada suscita una personalidad integrada y una presencia
humana. Seguros de que el alfabeto llegará a integrar a la nación
mexicana, los maestros de Vasconcelos acometen con fervor y
coraje las campañas de alfabetización. No sólo eso: al poner en
práctica el proyecto de la enseñanza redentora, los maestros se
vuelven verdaderos héroes: dan clases en pueblos inaccesibles y
sufren la persecución tanto de los caciques represores como de
los curas fanáticos.
Luego de un breve receso de la vida pública, José Vasconce­
los se lanza como candidato a la Presidencia de la República. El
10 de marzo de 1929 llega a la Ciudad de México este intelectual
clave del periodo revolucionario, su educador más audaz. El ins­
tante político es álgido: de un lado está el amenazador gobierno de
Plutarco Elias Calles que, emanado de la refriega revolucionaria,
se ha hecho irremisiblemente del poder; del otro, el pueblo que
sigue en espera de la verdadera revolución. Ese día, en el cénit de
su vida política, en la plaza de Santo Domingo y ante una multi­
tud expectante lanza un discurso memorable como candidato a la
presidencia de la República. En esta arenga, Vasconcelos recordó
el mito de Quetzalcóatl y lo hizo suyo de dos maneras sorpren­
dentes. En primer lugar, Vasconcelos no dudó en identificar a los
dos contendientes políticos del momento como Huichilobos (sic:
Huitzilopoztli) y Quetzalcóatl. Ésta es la primera estrategia, pero
se queda corta ante la audacia de la segunda. Dejemos que el pro­
pio Vasconcelos (1982: 726) nos la refiera:

“La ciudad entera palpitó; la ciudad que es resumen del alma


mexicana y también su porción más ilustrada y más libre,
pese a las injurias que suelen dedicarle caudillos despecha­
dos de que no se rinde pleitesía a la ignorancia... Algo de esto
me bullía en la mente y comencé proclamándome audazmen­
te la viva reencarnación del Quetzalcóatl de la leyenda. Sin
rubor adoptaba estos desplantes, porque ellos son necesarios
para el mito indispensable a las grandes transformaciones y,
además, porque la irritación que todo ello provocaba en mis
enemigos me divertía extraordinariamente.”

Notable episodio de la nación mexicana. En su tribuna más


visible como candidato popular de oposición, el más ilustre de
sus intelectuales se proclama Quetzalcóatl resucitado, no porque
literalmente crea en tal reencarnación, sino porque estima que la
transformación que pretende requiere del mito milenario. Sin em­
bargo, en extraña concordancia con el mito, la candidatura fraca­
sa y Vasconcelos, según todos los rumores, gana las elecciones
en las urnas, pero es despojado de la presidencia por un régimen
que se inicia brutalmente con un primer gran fraude electoral para
consolidar una dictadura de partido que duraría 70 años en el po­
der. La caída de Vasconcelos es doblemente amarga, pues el pue­
blo no lo defiende como hubiera defendido al mito reencarnado y
no acude a su llamado de rebelión.
¿Cómo es que Vasconcelos se atrevió a proclamarse públi­
camente reencarnación de Quetzalcóatl? Una hipótesis posible es
que la idea le había surgido con la lectura del libro de Lawrence
The Feathered Serpent publicado en 1925. Hay dos referencias a
este libro en sus memorias. La primera acontece durante su pe-
riplo luego de huir de México tras el despojo. En París, alguien
le pregunta su opinión sobre la “interpretación místico-sombría
del afamado novelista inglés”, y él responde: “No se puede negar
que se trata de un caso de penetración genial” (Op. Cit. p, 1074).
Inmediatamente, hace la siguiente consideración críptica: “A tal
punto que ciertos vaticinios, que me indignaron a mí cuando apa­
reció el libro, fueron más tarde confirmados convenciéndome que
era yo el equivocado, por exceso de patriótico optimismo”. Po­
siblemente esto implica que su proclamación como Quetzalcóatl
había sido interpretada como resultado de la novela y que había
sido un error táctico. Sin duda lo fue, pero el hecho no deja de ser
impresionante pues, de alguna manera que se le escapa, la ulterior
saga de Vasconcelos recuerda a la del Rey Topiltzin, enfrentado
al militarismo de Tezcatlipoca. En efecto, sólo es necesario consi­
derar al ilustre educador Vasconcelos elevado a la mayor tribuna
del país, degradado y expulsado de su patria, prófugo y errante en
busca de su verdadero rostro que finalmente plasma en La raza
cósmica. Es éste el rostro del mestizo, que declara como defensa
y esperanza de un futuro magnífico para Latinoamérica, edad de
oro de un porvenir utópico. En el mismo año de 1929 Vasconce­
los publicó en la revista literaria Atenea de Concepción en Chile,
un ensayo sobre Quetzalcóatl como un dios de la civilización en
el que cifra su aspiración liberadora y cristiana.
Imposible dejar de mencionar que en la fuga y exilio de Vas­
concelos ocurre el trágico desenlace de su apasionado y prohibido
romance con la ilustre y singular Antonieta Rivas Mercado, quien
se suicidó en Notre Dame de París disparando una bala mortal a
su propio corazón con la pistola de él. El dolor de esta pérdida
sume a Vasconcelos en su personal averno: “Ahora con la incom­
prensible deserción de ella, me faltaba el propósito. Era como si
la patria misma se me hubiese ausentado negándome” (p. 1097).
Esa noche, y metido entre las sábanas del hotel, al leer el diario
de Antonieta que le había entregado la policía, “Algo luciferino y
reluciente se levantaba de la sombra y me la ponía delante, radio­
sa...” (p. 1099). El suicido de Antonieta, doblemente sacrilego por
ser suicidio y por consumarse en el suelo sagrado de Notre Dame,
pone a Vasconcelos ante lo que fue su engreimiento y presunción
de “pretender regenerar a un pueblo” (p. 1105). Sin embargo, el
sacrilegio se toma en sacramento: “No puede condenarse un alma
que fue vaso del sacro, divino elemento que es la indignación
provocada por la injusticia. Y ahora a mí me quedaba la misión
de lanzar su insulto a la faz de los explotadores de la nación”
(p. 1106). De esta forma se hace posible el renacimiento:

“Columbrando un porvenir de ásperos combates, librado en


desolaciones de cementerio, me fui durmiendo, siempre con
frío en el tuétano; el contagio del frigidaire en que pasaba la
muerta su última noche sin sepultura” (.Ibid.).

Los paralelismos de esta saga del ilustre intelectual mexi­


cano con la leyenda de Quetzalcóatl son diversos y profundos.
Por extraño designio, sin saberlo plenamente o aún a su pesar,
Vasconcelos invocó a Quetzalcóatl y obtuvo mercedes inespera­
das y dádivas amargas. No consiguió, como anhelaba, el plumaje
glorioso de la supremacía presidencial y la conducción del pueblo
a su nueva edad de oro mediante la ilustración, pero sí el dolor
viperino de la traición, de la huida y de la muerte. Finalmente, ob­
tuvo una nueva visión y otro destino, que se enlaza con el sentido
de la muerte de Antonieta: “Para el reposo de su alma y la mía,
era menester otro rito, que empecé a madurar lenta y calladamen­
te...” (p. 1108). Ese rito fue una misa en Notre Dame en la que se
cantó a Palestrina. Extasiado por el sitio, por la ceremonia, por el
duelo y por la música, Vasconcelos vivamente se figura el alma
de Antonieta ascendiendo por las altas esferas celestes, alma que
se confunde con la suya para alcanzar juntas el perdón. Concluye
diciendo: “la inteligencia... descubre el cómo, pero no el porqué.
En la entraña misma del misterio está el porqué. Y no lo ilumina
la razón; apenas a ratos el arte, ciencia del amor, lo aclara” (p.
1131). Es la herencia de “flor y canto” de los nahuas.
El sueño educativo y redentor convertido en derrota, huida y
tormento renovador, constituye el revuelo de la serpiente invoca­
do por José Vasconcelos.
13. DEL POEMA AL MURAL, UN MESÍAS
PARA EL MÉXICO IMPÍO

“Seguimos sosteniendo la hipótesis


ondulante de que es posible una historia
natural y mítica de nuestro arte a partir
de los avatares de la serpiente. Y es muy
significativo que una buena parte del arte
del siglo XX se haya dedicado a mirar de
nuevo hacia los arquetipos de la serpiente
emplumada, como si cada vez se hiciera
necesario resucitarla, darle renovados
cuerpos.”

Alberto Ruy Sánchez


Antiguas serpientes nuevas (2004: 7)

En el siglo XX que acaba de terminar, se han producido


muchos incidentes artísticos, literarios y sociales que son signifi­
cativos de otra visión, toda ella plumas, del mito de Quetzalcóatl.
Uno de ellos es el conocido mural pintado en 1936 por José Cle­
mente Orozco en el Dartmouth College. Quetzalcóatl aparece
allí como un anciano recio y luminoso de barba blanca y ojos
azules, que fuera la tónica de su representación en la primera
mitad del siglo XX para muchos intelectuales y artistas radicales
del México post-revolucionario, que crearon un sorprendente lu­
gar para un Jesucristo autóctono entre su tenaz anticlericalismo
socialista. Aparte de diversos ejemplos entre los muralistas re­
volucionarios, podemos comprobar esta idea con dos singulares
poemas épicos de mediados de siglo, ambos escuetamente titu-
lados “Quetzalcóatl” . El primero, de 1947, es de Ermilo Abreu
Gómez y, el segundo, aparecido en 1958, de Agustí Bartra, poeta
catalán refugiado en México a raíz de la Guerra Civil española.

El escritor yucateco y comunista militante, Ermilo Abreu Gó­


mez (1894-1971), logra sin duda su cometido de “poner algún or­
den en la tupida y dispareja ramazón” del mito. De esta manera, el
texto está dividido en cinco libros. En los dos primeros se glosa la
cultura nahua y el mito del dios. En los tres últimos se teje el relato
de la encamación humana. La idea de partida del autor es que la
cultura nahua era nicho favorable para gestar el gran mito ya que
en ella se comprendía y se seguía la ley natural. Así, de la serena
contemplación del cosmos por los nahuas emana la realización de
una ley de la dualidad que encama el planeta Venus. De esa ley
surge el dios de los vientos, del tiempo y del calendario, con quien
los seres humanos hacen un pacto, de hecho una sagrada alianza:
la de acoger su luz. De esta manera encama el dios Quetzalcóatl
“revelación fecunda de esencias eternas”, pero también encama su
hermano Tezcatlipoca, el de las tinieblas. ¿De qué manera encar­
nan? La imagen de Abreu Gómez es penetrante: al fundirse la luz y
las tinieblas, los dioses pudieron formar la conciencia de los hom­
bres. Pero también así, con la conciencia, entró en ellos la realidad
y en especial el terror del tiempo y de la muerte. La conciencia vino
a ser ese espejo que es la “médula del tiempo” y, al defenderse del
tiempo, surge el angustioso conflicto de la existencia. Ahora bien,
en el contexto de esa angustia nace el hombre Quetzalcóatl, es de­
cir, el príncipe Topiltzin, quien cumple paso a paso sobre la Tierra
los siete andares del dios: el largo entrenamiento, la enseñanza, el
retiro, el encumbramiento, la caída, la huida, la inmolación. Con
este último acontecimiento termina la leyenda de Quetzalcóatl pero
“su espíritu se mueve, desde entonces -sueño y vigilia- dentro del
círculo de lo eterno”. En paralelo a la tradición cristiana, para Er-
milo Abreu Gómez la encamación y sacrificio humanos del dios
constituyen una verdadera redención.
Por esa misma época, el poeta costarricense José Basilio
Acuña (1947) acude a la raza cósmica de Vasconcelos y resta­
blece la tónica del Mesías al finalizar su Poema Sagrado con los
siguientes versos pronunciados como despedida de los mortales
por el propio Quetzalcóatl:

“ ¡Oh, mi raza final, mi raza cósmica!


Sobre mi cruz vendrá otra cruz bendita
A confundir su aliento con mi aliento,
Hasta que surja de la mar tranquila
Un continente virginal en donde
Vosotros grabaréis la última rima
De la estrofa inmortal de este universo.
Yo me voy de vosotros, pero un día
Volveré por oriente convertido
En la luz de la estrella matutina.”

Como el de Orozco, el de Acuña y el de Abreu Gómez, el Quet­


zalcóatl de Agustí Bartra, escrito en 1958, es también un Hombre-
Luz, un maestro, profeta y mesías, un predicador de la paz y del
amor. Es, posiblemente, una figura más cercana a Jesucristo que al
mito precolombino, aunque su devoción no es ultraterrena, sino que
está dirigida hacia el ser humano y hacia la vida. Por ello, su men­
saje se sintetiza en “el sermón del lago” y, su embriaguez, lejos de
la abyección, es una magnífica exaltación del cuerpo. Además, el
poeta exiliado le da una compañera silenciosa y profunda. Con todo
ello acaso se disimula el aspecto más oscuro y telúrico del mito, que
constituye su esencia. Se trata de una creación lírica más que de una
glosa histórica o antropológica, y así lo quiso el autor quien nos lo
advierte en su prólogo. Pero Bartra también nos confiesa: “Dejé que
Quetzalcóatl hiciese de mí uno de sus retornos” (p. 72). En conse­
cuencia de esta impresionante declaración que no es posible tomar
a la ligera, muchas de las figuras y cantos del poema proporcionan
imágenes y metáforas poderosas y certeras del gran aliento del mito.
No cabe duda que Agustí Bartra (1988) ha hecho retomar el espíritu
de Quetzalcóatl desde lo más hondo de su ser estremecido, como
podemos constatar en estos versos (pp. 230-231) sobre la inmola­
ción del héroe y que evocan la mística de un San Juan de la Cruz:

“Como árbol incendiado, Quetzalcóatl vagaba


por las sombrías dunas de su agónica noche,
Coronada la frente de gaviotas y estrellas
y hollando ya su propia ceniza aborrascada,
quedamente mecía en su corazón de ascua
recuerdos de altas nieves y alondras de su infancia
y ofrecía, en volandas, el nido de su cuerpo
al pájaro del viento.
¡En destrucción gozosa su eternidad ardía,
vertiginosa espiga curvada de retornos!”

En un artículo titulado “Quetzalcóatl urbano”, Louise Nelle


(2004) hace un meticuloso repaso de las frecuentes representacio­
nes del dios, del chamán inaugural y de la serpiente emplumada
en el arte mural surgido de la revolución. Como es el caso arriba
mencionado de Orozco, los muralistas destacan a un Quetzalcóatl
grandioso y benigno, maestro y protector de las artes. Ya en 1929
Diego Rivera pintó a un gran maestro blanco y barbudo en el
muro norte de la escalera principal del Palacio Nacional y repi­
tió esta idea en varios murales más. En la que es probablemente
la obra más conocida del muralismo mexicano, los frescos del
Hospicio Cabañas en Guadalajara, pintados entre 1938 y 1939
por José Clemente Orozco, no sólo aparece un Quetzalcóatl de
aspecto indomable y coronado por una estrella, sino que, además,
la célebre y portentosa figura del Hombre en llamas de la cúpula
bien podría también tomarse como Quetzalcóatl en el momento
de su holocausto, donde, purificado por el fuego, resurge radiante
(Nelle, 2004: 37).
Congruente con esta imagen exaltada de la deidad tolteca, en la
Ciudad Universitaria de la Ciudad de México, inaugurada en 1954,
el pintor José Chávez Morado realizó un gran mural de mosaico ve­
neciano al que tituló El retomo de Quetzalcóatl. La composición del
mural aprovecha una amplia superficie horizontal situada sobre una
larga fuente de un patio interior en el costado sur de la antigua Fa­
cultad de Ciencias, actualmente Unidad de Posgrado y Diseño Indus­
trial. Sobre la superficie de un mar dibujado sobre el plano del agua
se desliza hacia el oriente una enorme serpiente cascabel emplumada.
Su cuerpo sirve de barca a seis o siete imágenes de las grandes reli­
giones del orbe. En efecto, tras la cabeza de la barca-serpiente suce­
sivamente nos encontramos a Mahoma, al Buda, a un dios griego y a
otro babilonio. Atrás de éste, en el centro de la composición, destaca
Ehécatl, el dios nahua del viento y una de las principales advocacio­
nes de Quetzalcóatl, con su característica máscara en forma de pico
y señalando el rumbo hacia la derecha del espectador, es decir, hacia
el oriente del mapa. Atrás de Ehécatl, se ubican un fraile franciscano
y una deidad egipcia. Finalmente sobre la cola de la serpiente, que es
la popa de la embarcación, se pueden ver varias lanzas y espadas cla­
vadas o detenidas en un monumento. La barca y sus ocupantes están
envueltos en fuego. El precioso mural sugiere que el retomo de Quet-
zalcóatl significará la unión de todas las tradiciones de sabiduría y el
abandono definitivo de la guerra, conceptos de asombrosa esperanza
y vigorosa plenitud tanto espiritual como social, que nuestro mito le
inspira a Chávez Morado. La asociación del dios con la universidad
pública en México es patente no sólo por el mural de Chávez Mora­
do, sino por múltiples representaciones serpentinas en la misma Ciu­
dad Universitaria de la UNAM o por el hecho de que Quetzalcóatl
sea el emblema de la Universidad Autónoma de Morelos.
A diferencia de sus predecesores, el pintor oaxaqueño Rufino
Tamayo ha usado el motivo mítico, pero sólo en su aspecto de ser­
piente emplumada. Uno de sus murales más conocidos, el que está
ubicado en el Museo de Antropología con el sugerente título de
Dualidad, representa a una espectacular serpiente de plumas verdes
en lucha permanente con un gran jaguar.
Las frases finales de la introducción que hace Anna Muría
a la última edición del poema de Bartra (Ibid. p.' 66), sintetizan
felizmente el mensaje fundamental y resaltan la fuerza latente del
mito para resurgir en cada uno de nosotros:
“Es Uno, pero no es único. Es de todos los tiempos. Hubo el
Uno, lo hay, lo habrá. Es el eterno retomo.”
14. LA SERPIENTE VOLADORA
EN EL VIGÉSIMO LABERINTO

“Sobre la arquitectura rectilínea


(cubismo teotihuacano)
la ondulante serpiente pájaro
la sonrisa saliente de la piedra
dioses animales y animales dioses
hombres animales y animales hombres
dioses hombres y hombres dioses.”

Ernesto Cardenal
Quetzalcóatl (1992: 68)

Durante la segunda mitad del vigésimo siglo en México, el mito


milenario ha sido jaloneado desde los ámbitos de la política, la
historieta, el cine o el psicoanálisis y los resultados e interpre­
taciones han sido algunas veces disparatados. Una muestra de
ello ocurrió durante la presidencia de José López Portillo (entre
1976 y 1982), quien tenía una notoria e inquietante identifica­
ción con Quetzalcóatl. Durante su mandato se bautizó el avión
presidencial con este nombre, se hicieron monumentos, como
el inmenso y deslucido cuerno erecto que, fuera del contexto
arquitectónico del centro de Guadalajara, pretende simbolizar
la ascensión al cielo o la estatua naturalista que difícilmente se
advierte en el camellón central de la avenida Luis Cabrera de la
Ciudad de México. Cuando, al final de su periodo, López Por­
tillo fue blanco del sarcasmo popular por sus arrebatos emo­
cionales y el derrumbe económico de su régimen, se defendió
diciendo que el mexicano se comportaba como los sacerdotes de
Tezcatlipoca que descubrían el espejo humeante para reflejar la
negativa faz de Quetzalcóatl, que de esta forma vendría a resul­
tar el propio López Portillo.
Por su parte, el conocido e ingenioso caricaturista de la iz­
quierda mexicana, Eduardo del Río, Rius (1982), argumenta en
Quetzalcóatl no era del PR1, uno de sus conocidos libelos didác­
ticos profusamente ilustrados, que la tradición de Quetzalcóatl se
inicia entre los olmecas del Golfo de México por una supuesta co­
municación entre éstos y los egipcios de las dinastías faraónicas.
Con ello esgrime el mismo punto de vista que trata inicialmente
de combatir: el atribuir el mito y su enseñanza a influencias ex­
tra americanas por las coincidencias formales o iconográficas tan
frecuentes entre diversas culturas y tan susceptibles de selección
y de especulación. Sin embargo, en algunos documentales para la
televisión cultural se han presentado datos que es necesario con­
firmar sobre la presencia de algunas plantas mágicas americanas
como la coca y el tabaco en las momias y los entierros egipcios,
con lo cual se abriría la sensacional posibilidad de un contacto
muy remoto entre los continentes.
El antiguo tema se toma también de hondo interés para Er­
nesto Cardenal quien, en su poema Quetzalcóatl (Cardenal, 1992),
hace una glosa del mito desde la perspectiva de la Teología de la
Liberación con la que comulga este célebre sacerdote, poeta y re­
volucionario sandinista de Nicaragua. La poesía de Cardenal, casi
desnuda de todo adorno, parece evitar deliberadamente la metáfo­
ra. Con una herramienta tan severa, se antoja difícil sumergirse a
fondo en el universo densamente simbólico y metafórico del mito
mesoamericano. Sin embargo, el poema muestra una compene­
tración erudita en el tema y logra algunas figuras memorables del
ciclo de Venus como:

“culebra erguida y pájaro que baja


La materia ascendiendo hacia la luz
La lucha de la luz.”
No se le escapa a Cardenal que Tollán es la capital espiritual,
la Jerusalén Celestial de Mesoamérica (p. 63), o que su sociedad
-“piedras contra el caos”- es copia de la patria astral (p. 65). Final­
mente, el Quetzalcóatl de Cardenal podrá ser visto como un liberta­
dor revolucionario cuya doctrina se opone al fascismo del sacrificio
humano y opta, en cambio, por un ecuménico autosacrificio.
Pasemos ahora a otro escenario contemporáneo muy dife­
rente, pero no menos significativo de la fecundidad y plasticidad
del gran mito. Se trata de la expresión estética de los chicanos, es
decir, de los estadounidenses de origen mexicano, en la cual han
sido recreados varios símbolos tradicionales de la antigua cultura
mesoamericana. Uno de los más frecuentes es la aparición repeti­
da, insólita y vivida de una Serpiente Emplumada en los murales
efímeros del Barrio oriental de la ciudad de Los Angeles, sector
chicano por excelencia. Por su parte, en Pensamiento Serpentino
el conocido cineasta chicano Luis Valdés dice de manera críptica
que la realidad es una gran serpiente. David Wessell (1977) con­
sidera que esta metáfora deriva directamente del antiguo mito, en
especial de la idea de que la humanidad y la vegetación surgen de
una fuerza primordial cíclica simbolizada en Quetzalcóatl.
Una expresión plástica aún más indicativa de esta identifi­
cación es la admirable película musical Zoot Suit (1982) dirigida
por el propio Luis Valdés, y en la cual el protagonista, un chicano
falsamente inculpado de un crimen, se confronta en la inclemente
soledad de la cárcel con un fantasma pachuco, cínico y reptan­
te, inolvidablemente encamado por el ajado actor Edward James
Olmos, que en definitiva viene a resultar él mismo. Se trata de
El Laberinto de la Soledad de Octavio Paz (1959) en opereta. Se
trata de encarar y asumir el lado oscuro de la personalidad y de la
realidad, tema central del gran mito mexicano.
Muy distante de esta manifestación chicana se encuentra la des­
afortunada aparición de Quetzalcóatl en dos películas de Hollywo­
od. La primera de ellas, “Za serpiente voladora”, es una película de
terror dirigida en 1946 por Sam Newfield. En ella un arqueólogo
demente y avaro (George Zucco) descubre en México el tesoro de
Moctezuma. Para salvaguardarlo, invoca al dios Quetzalcóatl quien
no aparece como una serpiente emplumada, sino como una víbora
con alas, es decir, como el monstruo medioeval llamado anfíptero.
En un momento delirante, el científico chiflado incita de esta forma
a la serpiente emplumada: “Estás orgullosa de tu plumaje, ¿no es
cierto? Matarías por él, ¿no es cierto?” De esta manera disparatada
el arqueólogo logra controlar al monstruo y lo usa para matar a
quien se acerque al tesoro. Un locutor de radio decide aclarar los
misterios de los asesinatos y en la empresa se enamora de la hija
del arqueólogo, logra vencer al espantajo y se apropia del tesoro.
Este dios “azteca” no es más que un ridículo monstruo carnicero
bastante inferior a Godzilla en tamaño y alcances.
De similar manera, en la película “Q, la serpiente alada”
escrita, producida y dirigida por Larry Cohén en 1982, unos de­
tectives neoyorkinos (David Carradine y Richard Roundtree)
investigan las muertes de varios sujetos ocurridas en lo alto de
los rascacielos. Con sus indagaciones, Shepard llega a la con­
clusión de que las muertes fueron producidas por una serpiente
voladora que fuera el dios Quetzalcóatl de los aztecas. Al m is­
mo tiempo, un ladrón de poca monta (M ichael M oriarty) se
esconde en el edificio Chrysler, que por momentos parece una
pirámide mexicana, donde descubre el nido del monstruo. El
delincuente trata de sacar ventaja del descubrimiento con una
serie de demandas a la policía a cambio de señalarles el sitio
del nido. En las pocas escenas donde aparece el monstruo es
más bien un dinosaurio alado haciendo muecas de insaciable
predador. Ninguno de los dos monstruos de Hollywood agrega
nada interesante a la profusa iconografía de la serpiente em ­
plum ada y sólo reproduce, torpemente, un estereotipo elem en­
tal de las deidades aztecas vistas desde el norte como ídolos
prim itivos sedientos de sangre y dotados de una inteligencia
menos que reptil.
En forma opuesta a este lastimoso estereotipo, la identidad
de los chicanos con sus raíces remotas ha sido clave en la emer­
gencia de su notoria vitalidad actual. Wessell (1940) afirma que, a
través de estas expresiones en el arte y la literatura, los chicanos
participan vivamente de la profecía de Quetzlacóatl por la cual
el período sombrío del descenso a los infiernos simboliza muy
apropiadamente la larga ausencia de identidad de los mexicano-
norteamericanos para quienes, con la comprensión creciente de
su raigambre cultural, se avizora una nueva era de reconocimien­
to, comprensión y paz.
Entre el caudillismo, la revolución sandinista, el cine y los
pachucos revolotea dando tumbos la serpiente.
15. EL PRECIPICIO DEL CUERPO
Y EL LAMENTO DE ZAPATA

“Quetzalcóatl necesita la visión de una


realidad eterna para dominar el tiempo con
actos intencionales: su eternidad no es más
que la sucesión infinita de conciencias que
se engendran unas a las otras...”

Laurete Séjoumé
El Universo de Quetzalcóatl (1962: 186)

En su estudio clásico sobre el chamanismo, Mircea Eliade (1964)


relata cómo los chamanes siberianos, con probabilidad los ante­
cesores de los americanos, usaban disfraces de pájaro o de águila
y que ésta era un aspecto del sol y del Ser Supremo. Además de
este rasgo común, el notable paralelismo del ascenso a los cielos
y el descenso al bajo mundo que ofician estos sacerdotes y cu­
randeros tribales sugieren, en apoyo a la hipótesis de Piña Chan
(1985), un remoto origen chamánico del mito de Quetzalcóatl.
En efecto, el chamán asiático debe enfrentar a Erlik Khan, el Se­
ñor de las Profundidades, y vencer sus obstáculos con astucia.
En su camino se encuentra con el perro o con el lobo, en quienes
se puede trasmutar. Tropezamos aquí no sólo con un esbozo de
licantropía, sino con aquel doble camino que, desde su germen,
nuestro mito ya no abandonará más: el camino de la oscuridad y
del éxtasis ritual.
El descenso al espacio de los muertos, tan conocido por el
mito de Orfeo, se detecta también en la mayoría de las tribus in­
dígenas norteamericanas, en las que se especifica el trascendental
objetivo de la bajada al inframundo: la obtención de un espíritu
para renacer. Estas tradiciones y otras igualmente seminales han
resistido varios milenios de evolución social y cultural en Amé­
rica y constituyen verdaderos fósiles o, más bien, vestigios vivos
de aquéllas que les dieron origen. De esta manera, es permisi­
ble sugerir que, a través de los cataclismos, se hayan conservado
residuos de las culturas clásicas y postclásicas de la antigüedad
mesoamericana en los grupos indios de hoy. De este verosímil
planteamiento, el historiador Alfredo López Austin (1992) ha he­
cho una verdadera metodología que, aunada al riguroso análisis
de las fuentes antiguas, le proporciona un elemento comparati­
vo adicional para atisbar tanto la ideología remota como la su­
perviviente, es decir, para entender la evolución de la sociedad
mesoamericana y de su cultura.
Efectivamente, es en los herederos más directos de los anti­
guos mexicanos donde encontramos, bajo nuevos revuelos y de­
licados disfraces, a la descendencia más genuina de Quetzalcóatl.
Como un primer y contundente ejemplo, leamos el siguiente
fragmento del mito mixteco de la creación recogido por León
Portilla y compilado en forma de poema libre por Gabriel Zaid
(1972: 38):

“Estos dos niños fueron criados con mucho regalo.


El mayor, cuando quería recrearse,
se volvía águila,
la cual andaba volando por los altos.
El segundo se transformaba en animal pequeño,
figura de serpiente que tenía alas,
que volaba por los aires
con tanta agilidad y sutileza,
que entraba por las peñas y paredes
y se hacía invisible.”

Son varios los temas antiguos en este notable texto que funde
y confunde al mito milenario con un delicioso cuento de hadas.
Encontramos aquí a dos niños, probablemente gemelos que, con
habilidades propias del nahual, toman forma de águila y de ser­
piente con alas. Esta referencia explícita a una serpiente voladora
es prueba tangible tanto de la supervivencia de la efigie central
del antiguo mito como de su transfiguración, pues quien sufre esta
metamorfosis es un niño. Hay un elemento particularmente no­
vedoso en el hecho de que ocurra un contacto entre el elemento
humano y el de la arcaica iconografía simbólica. Además de éste,
se detecta otro tema secundario del mito antiguo: la capacidad de
la serpiente voladora para ocultarse en los resquicios de rocas y
paredes. No cabe duda: estamos situados en el centro de una tra­
dición quizás menguada, pero aún viviente, como comprobamos,
además, por lo que sigue.
En la década de los años 50, el etnólogo Karl T. Preuss (cita­
do por Dufétel, 2001: 17) notaba que los coras celebraban una ce­
remonia dedicada a la serpiente del agua que fuer-a cazada por la
Estrella de la Mañana (seguramente Venus) y llevada al cielo para
ser devorada por el águila celeste. El erudito periodista y etnólo­
go Femando Benítez, quien asegura haber escuchado la leyenda
de Quetzalcóatl en la voz de los pétreos atlantes de Tula (1974:
54), ha documentado con mayor extensión que, entre los indios
huicholes y coras actuales de Nayarit y los Altos de Jalisco, se en­
cuentran vestigios de Quetzalcóatl. En efecto, tanto el héroe hui-
chol Kauimalli, experimentador por excelencia, creador del culto
y de las artesanías (Benítez, 1968: 480-3), como, en especial, el
dios Hátzikan, el Lucero del Alba de los coras (Benítez, 1970:
564-7), presentan asociaciones muy sugerentes con la tradición de
la monumental deidad precolombina. En efecto, después de una
carrera entre ambos y que perdiera el gemelo mayor a causa de
una infracción sexual, Hátzikan mata de un flechazo a su hermano
gemelo Saútari. Pero, transformado en un joven héroe, Hátzikan
crea el día y mata a la serpiente Sumávika. Además, Hátzikan
es una deidad asociada al nacimiento del Sol, es un dios que se
embriaga, peca y es degradado. Para los coras actuales, Hátzikan
es un mediador asociado a San Miguel Arcángel, un estupendo
sincretismo pseudocristiano de Quetzalcóatl, ya que usualmen­
te se representa al poderoso arcángel como un gallardo joven de
plumíferas y desplegadas alas sometiendo enérgicamente bajo su
espada y su planta al demoniaco dragón. Sería necesaria, claro
está, la improbable fusión de ángel y demonio para damos cuenta
más exacta del mítico patrono tolteca.
Pero hay otras evidencias etnológicas de esta secreta asocia­
ción. Por ejemplo, durante las fiestas de San Miguel Arcángel,
en la Santa Cruz del Puerto de Calderón (Guanajuato), el culto
parece ligar a la cruz cristiana con Ehécatl, Huitzilopochtli, Quet­
zalcóatl y Tezcatlipoca. La cabeza de Cristo incrustada dentro de
la piedra parece encontrarse cubierta por la máscara del dios del
viento (Correa, sin fecha). La asociación no deja de ser sugerente
porque en la tradición oculta del Cristianismo (Davidson, 1967)
se identifica al arcángel San Miguel con el Espíritu Santo y se le
invoca como el ángel de la muerte en una capacidad liberadora al
encaminar a las almas al reino de la luz.
Como una ratificación de la pervivencia de Quetzalcóatl
en la Sierra del Nayar, el antropólogo Jesús Jáuregui (2001) ha
documentado que en algunos ritos huicholes y coras la serpien­
te emplumada se representa en varias polaridades antagónicas
sumamente sugerentes: la flecha del chamán y la cola del es­
corpión, la Estrella de la Mañana y la Estrella de la Tarde, la
mitad derecha mansa y la mitad izquierda brava del Nazareno,
el peyote y el kier. Además, Jáuregui documentó una danza
ritual huichola en la cual tanto el chamán como los danzantes
portan un atuendo de serpiente emplumada y un bastón serpenti­
no. Para los indios del Nayar, que parecen profesar un verdadero
panofidismo, el huracán que llega a la sierra desde el Océano
Pacífico durante el otoño es una serpiente diluviana que retoma
en calidad de serpiente emplumada. Algo similar sucede muy
lejos de allí, entre los indios tzotziles de San Andrés Larrainazar
y Zinacantán, en Chiapas, quienes conservan una danza de la
gran serpiente llamada Mukta Chón ejecutada por los persona­
jes designados como K ’uk’ulchon y que está significativamente
dedicada al planeta Venus (Prajc, 1996; Turok, 2001). Mercedes
de la Garza (2003: 185) aporta otras evidencias que asocian la
estrella del alba con la serpiente entre grupos mayenses de la
Colonia y actuales. Por su parte, la antropóloga Marta Turok
(2001) cita una leyenda de los mayas de Quintana Roo, según la
cual a las serpientes, cuando llevan mucho tiempo en la tierra,
les salen plumas y vuelan. Se les llama Kukikán y dicen que esta
deidad es la canícula y que cuando truena en julio y agosto es
porque está moliendo el maíz en el cielo.
Según Alberto Ruy Sánchez (2001: 7), el arte popular mexi­
cano es un serpentario de ondulaciones y metamorfosis que pro-
liferan en una “ebullición estética” de máscaras y artefactos, en
“formas mudas, escalofriantes y seductoras.”
Miguel Angel Asturias, premio Nobel guatemalteco, recrea
en sus Leyendas de Guatemala (1998, pp. 20-27 y 147-8) la his­
toria de un héroe cultural llamado Cuero de Oro, reencarnación
de “Cuculcán, la Serpiente-envuelta-en-plumas”. En esta obra,
Cuero de Oro relata en tiempo presente su salida del pueblo natal
y la peregrinación por la selva de sus antepasados donde comen­
zó la vida y por la selva paralela e invisible de sus sentidos en la
noche. Esta última selva es un equivalente de lo increado, de la
sombra, de lo que no ha sido manifestado. Allí lo cubren cuatro
culebras con sus plumas de kukul, es decir, de pájaro quetzal,
metáfora aparente del acto sexual. Así queda el héroe atado a la
tierra con raíces y dice (Asturias, 1998, p. 27):

“Aislado en mil anillos de culebra, concupiscente, torpe,


tuve la sexual agonía de sentir que me nacían raíces. (...). A
lo largo de mis raíces, innumerables y sin nombres, destilóse
mi palidez cetrina, el betún de mis ojos, mis ojeras y mi vida
sin principio ni fin.”
Delirante embriaguez de la selva centroamericana, esta sen­
sual imagen de un eterno Cuculcán de piel a la vez pálida y co­
briza tiene en el lector el efecto de un elíxir, tanto por la exquisita
grafía, como por la tradición maya-quiché que la nutre y que se
enlaza con la caída del Quetzalcóatl tolteca. La leyenda de A s­
turias trata de un fértil y dionisiaco desplome en el precipicio
del cuerpo magníficamente figurado por la lúbrica espesura de la
fronda guatemalteca.
Es oportuno establecer una consideración adicional, aun­
que no por ello menos elocuente, de otro gran héroe cultural.
En tierras de su natal estado de Morelos, el mismo sitial donde
nació Topiltzin, es común todavía escuchar a los campesinos
viejos decir que Emiliano Zapata, el líder revolucionario del Sur
que fuera traicionado y cobardemente acribillado en 1919 en la
hacienda de Chinameca, no fue muerto allí, sino que escapó, ha
continuado la lucha en otras partes y regresará para completar
su proyecto libertador del campesino indígena (Krauze, 1987).
En su amplia biografía de Quetzalcóatl, Neil Baldwin (1998)
tiene el acierto de dedicar un capítulo a Zapata y acota que la
gente del Valle de Cuernavaca aún dice escuchar el clamor del
Caudillo del Sur cuando sopla el viento. De esta forma Emiliano
hablaría, o mejor dicho, se lamentaría en la antigua lengua de
Ehécatl, dios del aire y apariencia numinosa de Quetzalcóatl.
Es tentador plantear que detrás de esa conmovedora leyenda
de un Zapata sempiterno late también el indomable corazón de
Quetzalcóatl, o, lo que es lo mismo, la flama de su contumaz
leyenda.
En este mismo contexto, no es sorprendente que se haya
comparado al subcomandante Marcos, el joven dirigente del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional, con Quetzalcóatl.
M estizo de tez clara, barbudo, disfrazado, dado a la metáfora
y encarnación moderna de la resistencia indígena a un poder
injusto, la emblemática figura de Marcos se presta a tal com ­
paración.
El dios Hátzikan, el arcángel San Miguel, el cacique Cuero
de Oro, el líder revolucionario Emiliano Zapata: matices irisados
del revuelo de la serpiente.
16. VIRACOCHA: LA PIEDRA DEL CENTRO
Y LA ESPUMA DEL MAR

“Madre de piedra, espuma de los cóndores.


Alto arrecife de la aurora humana.
Pala perdida en la primera arena.
Esta fue la morada, éste es el sitio:
aquí los anchos granos del maíz ascendieron
y bajaron de nuevo como granizo rojo.”

Pablo Neruda
(Alturas de Macchu Picchu, Canto General, 1950)

De las profundas y heladas aguas del lago Titicaca, enclavado


entre las empinadas cumbres de la Cordillera de los Andes, surgió
Viracocha, el dios creador. Con paso firme se dirigió al precinto
sagrado de Tiahuanaco y procedió a la hechura de los seres huma­
nos. Para esto diseñó en una piedra a las naciones, los valles y las
montañas. Viracocha era un supremo artesano: mientras esculpía
el rostro y el atavío de los pueblos, al mismo tiempo les daba la
vida. Instruyó entonces a sus dos ayudantes, que tomaron la for­
ma del cóndor y la serpiente, para emprender caminos opuestos
e instruir a estas naciones recién creadas para lanzarse también
ellos por los cuatro caminos cardinales y poblar la tierra. Así creó
Viracocha el mundo en el mito andino.
Pero Viracocha, descendiente de Chavín, el dios celeste del
antiguo Perú y pariente según Levi-Strauss (1970: 249) de divi­
nidades olmecas, era mucho más que el artífice de los seres hu­
manos, de su cultura y de sus entornos. Antes ya había creado y
aniquilado a dos estirpes de ellos que no habían resultado particu­
larmente devotos. Como sucede en la mitología de Mesoamérica,

.
a unos los había eliminado por fuego y, a otros, por agua. Y no
fue sino en Tiahuanaco donde pudo establecer un orden cósmico
más perdurable, no sólo mediante la creación de las montañas y
sus pobladores, sino porque sometió allí al mundo salvaje de la
naturaleza mediante el poder formativo del significado, es decir,
otorgándole nombres a las cosas. Viracocha es así el primer cha­
mán que ha creado el universo humano con su voz, con su lengua
y su memoria.
En el Génesis andino, como en el mesoamericano, la humani­
dad no surge de un delicioso jardín sino de las tribulaciones de un
fogoso dios creador, el cual, por ensayo y error, esculpe a los seres
humanos hasta encontrar una fórmula apropiada. Esta fórmula ne­
cesariamente incluye el establecimiento de un orden en el cosmos y
la institución del tiempo, es decir, del calendario. Es por esta razón
que las estrellas y los seres humanos están sincronizados.
Viracocha sigue contemplando su creación: su pétreo rostro
está plasmado en la Puerta del Sol mirando fijamente al horizonte
del oriente desde el esplendoroso Templo de los Reyes en Tiahua­
naco, el “Lugar de las Rocas en Pie”. Viracocha luce allí una co­
rona hecha con los rayos del sol, en su mano derecha pulsa al re­
lámpago y en la izquierda una lanza: es el Dios de los Báculos. Su
figura se levanta en el ápice de una pirámide de tres terrazas que
La Puerta del Sol constituye una de las gemas más impresio­
nantes de la metrópolis megalítica de Tiahuanaco. Los investiga­
dores rusos Kasantzev y Jirov arguyen que la Puerta corresponde
al calendario o sínodo venusino de 290 días distribuidos en diez
meses de 24 días y dos de 25. Sin duda, Tiahuanaco es una ciudad
sagrada: la Tollán andina. Antes de ser conquistada y denominada
así por los incas a mediados del siglo XV, la ciudad ya existía y
se llamaba Taypi Kala “La Piedra en el Centro”. Estamos una vez
más en el espacio mítico que parece ubicarse más allá del tiempo:
la ciudad y el lago son tal espacio. De esta forma, el lago Titicaca
no es sólo una locación geográfica, sino el nudo mágico del que
emana una fuerza centrífuga que permite la diferenciación de dos
opuestos y una fuerza centrípeta que asegura su convergencia. La
ciudad sagrada es crucial para mantener el equilibrio del sistema
social y ecológico. Así, la razón mítica, que es una razón alegóri­
ca, explica el porqué esta tierra de en medio no es tan fría como
la nevada cordillera del oriente, ni tan caliente como las regiones
bajas del occidente: es la tierra templada donde se puede cultivar
la patata y el maíz, donde prosperan los seres humanos.
Este Viracocha de los aymara entró al panteón inca relativa­
mente tarde, hacia principios del siglo XV, cuando los incas con­
quistan Tiahuanaco y su emperador, Viracocha, muerto en 1438 y
contemporáneo de Netzahualcóyotl, toma el nombre del dios. So­
mos, así, testigos de otra de las réplicas inquietantes de la leyenda
mesoamericana de Quetzalcóatl: el dios encama en personajes
históricos o legendarios señalados por su nombre y marcados con
su destino.
Duplicando de manera aún más insólita a las tradiciones
mesoamericanas, la legendaria y original encamación humana
del dios Viracocha se presenta en las narraciones andinas como
un hombre de tez clara, barbudo, vestido con una túnica alba y
dotado de una voz potente. De acuerdo a la leyenda, gente perver­
sa llegó al lago sagrado y obligó a Viracocha a emigrar hacia el
norte como un limosnero sujeto de burlas. Como su émulo Topil-
tzin-Quetzalcóatl al ser expulsado de Tula por los nigromantes de
Tezcatlipoca, Viracocha vagaba entonces por la tierra viviendo de
la caridad, enseñando a sus criaturas las artes de la civilización, el
cuidado del suelo, la agricultura, las curativas propiedades de las
plantas, la valiosa maña de escribir con dibujos, los útiles secretos
de la magia. Terminada esta andanza, mezcla de humillación aca­
tada, patrocinio generoso y sacrificado auxilio, Viracocha even­
tualmente desciende a las costas del Ecuador y desaparece por el
Océano Pacífico con la promesa de retornar. Y otra vez leemos
con aflicción, en las primeras crónicas de la conquista de los An­
des, que cuando llegaron los españoles blancos, barbudos y con
tronantes arcabuces se les llamó Viracocha. De hecho, aún se les
llama así a los hombres altos de tez clara y a los jefes en diversas
regiones del altiplano andino.
Pero las analogías continúan una a una sin cesar. En el Perú
colonial, los presbíteros criollos Fray Alonso Ramos Gavilán y
Fray Antonio de Calancha estaban convencidos de que Santo
Tomás el Apóstol había sido enviado por el propio Jesús a evan­
gelizar los Andes y encontraron “huellas” del apóstol a lo largo
de la ruta legendaria de Viracocha: en nueve rocas de la ruta
aparecen las huellas del apóstol milagrosamente preservadas
en la piedra. Una vez más encontramos a Santo Tomás y a las
huellas en la piedra; una vez más el sincretismo de transformar
o disfrazar la leyenda indígena de un hombre-dios, el gran Vi­
racocha, como la historia cristiana y piadosa del mismo apóstol
suspicaz. La inquietud que se desprende de esta lectura es que
parezca tratarse prácticamente de la misma leyenda precolom­
bina en dos matices culturales distintos y que se involucre a la
misma figura cristiana de Tomás, el apóstol escéptico y andarín.
Al comentar sobre estos datos, Verónica Selles-Reese (1997)
explora cómo los mitos andinos que se centran en el lago Titica­
ca, en especial la leyenda de Viracocha, evolucionan desde los
tiempos anteriores a los incas hasta la entronación de la Virgen
de Copacabana en 1583.
Como sucede en México, o acaso aún más, continúa viva
esta leyenda panamericana en el Perú actual. En efecto, entre los
indios mariches vive hoy día la epopeya completa de Viracocha,
no sólo en el relato, sino también en el rito. Se dice que cuando
Viracocha partió a otros mundos instituyó un cargo que aún hoy
día es ejercido por los maestros de mayor jerarquía hasta el último
cacique de los mariches. Tenemos aquí una diferencia sustancial:
en tanto el nombre y el rito de Quetzalcóatl casi han desaparecido
de las culturas indias de México, excepto por algunas huellas dis­
persas, Viracocha aún perdura en el altiplano peruano. La eficien­
cia de la aculturación en la Nueva España puede ser una razón
verosímil para explicar la diferencia, el mayor aislamiento de la
población de habla quechúa en los escarpados Andes puede ser
otra. Sin embargo, no son las diferencias sino las similitudes las
que llaman más poderosamente la atención.
No tenemos evidencia fehaciente de que haya habido una
comunicación, así fuere esporádica entre estas dos lejanas loca­
lidades, una en Mesoamérica y la otra en los Andes, que dieran
lugar a dos mitos tan estrechamente emparentados en su alegoría,
su narrativa y su desarrollo. La razón de tales similitudes debe ser
otra y no la conocemos con certidumbre. En este sentido es inte­
resante referir que, impresionado por la unidad cultural panameri­
cana, Claude Lévi-Strauss (1970: 245) considera un hecho el que
por milenios de su historia las antiguas civilizaciones de México
y el Perú se comunicaron por cabotaje a lo largo del Pacífico. El
explorador Gene Savoy (1974) ha intentado fortalecer la misma
hipótesis mediante varias travesías marítimas en balsas, veleros y
catamaranes, todos ellos denominados “Feathered Serpent” (Ser­
piente Emplumada) para justificar la posibilidad de la realización
de tales viajes en la antigüedad.
¿Serán acaso estas afinidades sólo perspectivas quiméricas o
más bien coreografías especulares del revuelo de la serpiente?
17. EL ANDARIEGO BOCHICA, LOS MAPAS
RUPESTRES Y EL ORO DE LOS MUISCAS

“En la paz del mediodía, en las horas del alba,


En los trenes soñolientos cargados de animales
Que lloran la ausencia de sus crías,
Allí está el mito perdido, irrescatable, estéril.”

Alvaro Mutis
De la ciudad

Tres culturas distintas poblaban el territorio que sería Colombia


cuando lo invadieron los españoles en el siglo XVI: la chibcha
del altiplano y demás zona fría del centro del país, la caribe del
Atlántico, y la arwac de las selvas ecuatoriales y los afluentes
del Orinoco y del Amazonas. La familia chibcha era más civi­
lizada: tuvo conocimientos de matemáticas, utilizó la escritura
jeroglífica, empleó un calendario religioso para regular el culto y
el cultivo del maíz. Dentro de la familia chibcha destacaron los
muiscas cuya organización social básica era el clan. Varios cla­
nes formaban una tribu cuyo jefe era el cacique y la unión de las
tribus estaba comandada por el zaque, con facultades políticas,
administrativas y religiosas. La sociedad estaba regida por leyes y
preceptos religiosos plasmados en un elaborado código de Neme-
quene, transmitido oralmente. Por lo demás, los antiguos muiscas
fueron estupendos ceramistas y orfebres dedicados a la represen­
tación de sus dioses, animales sagrados y seres de la mitología.
En la Cordillera Oriental de los Andes Colombianos, a casi
3.000 metros de altura, se encuentra el hermoso y fértil altipla­
no que ocuparon los muiscas durante siglos hasta la llegada de
los españoles, altiplano que hoy comprende los departamentos
de Cundinamarca y Boyacá al norte de la ciudad de Bogotá. Re­
cién llegados, los conquistadores encontraron allí arte rupestre,
describieron su disposición y escucharon de los indígenas que se
relacionaba con la leyenda de un gran apóstol civilizador llamado
Bochica. El mito de Bochica constituye desde entonces un aspec­
to recurrente en las investigaciones del arte rupestre colombia­
no, pues las tradiciones coloniales ya lo asociaban de una manera
directa e inmediata con el recorrido en el altiplano de este dios
civilizador.
La arqueóloga Judith Trujillo se ha valido de la tradición
oral para estudiar el arte rupestre del altiplano de Colombia.
Sus informantes la han conducido a sitios donde existen glifos y
marcas paleolíticas en las rocas y ofrecen aún hoy la fascinante
explicación de que las rocas marcadas reconstruyen la ruta del
Bochica, el andariego dios civilizador de los muiscas. No sólo
eso: las marcas mismas contendrían el significado cifrado de su
enseñanza. La larga tradición panamericana de huellas en las
rocas adquiere con este hallazgo una posible razón común: el
arte rupestre. Podemos fácilmente imaginar que los primeros
pueblos civilizados, es decir, sedentarios, citadinos y alfabetiza­
dos de las Américas, encontraran en el arte rupestre de remota
antigüedad y desconocida procedencia la huella de su origen
mítico y lo hayan atribuido al mentor original de su gente, al
prim er chamán de la tribu.
La leyenda colombiana remeda como una versión particular
a sus hermanas panamericanas. En efecto: Bochica, como Viraco­
cha y como Quetzalcóatl, aparece en las crónicas como un viejo
venerable de pálida tez, barba larga y gris ataviado con túnica
y portando un cayado. Como éstos, Bochica enseñó a la gente
buenas costumbres: a coser mantas, hacer utensilios, criar ani­
males, calcular el tiempo. También se repite en Colombia el trá­
gico destino común de tomar a los conquistadores españoles, en
este caso al mando del adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada,
como dioses enviados de Bochica y los llamaron usachíes, hijos
del sol y de la luna.
Y otra vez, como en Nueva España y Perú, la leyenda per­
dura a lo largo de la Colonia según se puede constatar cuan­
do leemos al barón Alejandro von Humboldt. En efecto, según
la tradición recogida por Humboldt (2002) en Nueva Granada
hacia 1801, antes de que la Luna acompañase a la Tierra, los
remotos habitantes del altiplano vivían desnudos y no conocían
la agricultura, la ley, ni el culto. Apareció entonces Bochica el
anciano de barba espesa y larga. Les enseñó a vestirse, a cons­
truir casas, a cultivar la tierra. Le acompañaba una bella aunque
perversa mujer llamada Chia o Huytaca quien, atizada por los
celos, trataba de sabotear las buenas acciones de su venerable
compañero en favor de sus protegidos. Zaherida por su fracaso
en este empeño, Huytaca usó sus poderosas malas artes para
crecer el río Funza, cuyas aguas inundaron el Valle de Bogotá
haciendo perecer a los que no lograron huir a las montañas. Fu­
rioso por este malogro, Bochica expulsó a Huytaca tan lejos de
la Tierra que la bella malvada se hubo de convertir en la Luna.
Después, para remediar el diluvio, rompió con su vara el cerco
rocoso que cerraba el valle, con lo cual las aguas desalojaron
la cuenca y nacieron las espumosas cascadas de Taquendama.
Finalmente, con sus rayos del sol, secó el valle y construyó en
él varias ciudades.
Para regular la nueva sociedad, Bochica, hijo y símbolo del
Sol, máximo sacerdote de Iraca, aconsejó a los jefes de las tribus
que se disputaban la autoridad, que escogieran por zaque ó sobe­
rano a Huanzahua o Huncahua, hombre reputado por su justicia
y sabiduría. Huncahua reinó doscientos cincuenta años y logró
someter un gran territorio al cacicazgo. Para fundar el culto y la
legislación de los muiscas, Bochica hubo también de instaurar
el calendario. Acabada su labor civilizadora, Bochica se retiró al
Valle de Iraca, la pródiga llanura que enmarca al río Sogamo-
so, donde vivió austeramente y en penitencia durante cien ciclos
muiscas, o sea, durante 2000 años. Dicen que finalmente lo vieron
desaparecer por el arco iris.

En la sociedad muisca, el cacicazgo de Iraca revestía una im­


portancia especial, derivada de la decisión de Bochica de heredar
sus poderes al cacique de Iraca y sus sucesores (Herrera Angel,
1993). Así, las tribus muiscas nombraban al sacerdote máximo
de Iraca, quien al suceder a Bochica, estaba sujeto a practicar la
santidad y las virtudes. También, en esta leyenda sudamericana
un sacerdote encama los ideales del fundador y existe una ciudad
santa, la ciudad de Sogamoso, relicario de Colombia, donde se
reunía el pueblo para ofrecerle sus presentes. Un gran flujo de
devotos peregrinos acudía a esta villa, investida del mito y del
sagrario desde los albores de su historia por el andariego y mila­
groso Bochica y por la presencia de su legítimo heredero. Como
sucede con los sacerdotes que tomaban el nombre de Quetzalcóatl
en Mesoamérica, este cacique tenía un gran conocimiento de la
naturaleza, lo que le permitía no sólo predecir tempestades, hela­
das y otros fenómenos naturales, sino también curar enfermeda­
des. Debido a la veracidad de sus predicciones, era ampliamente
consultado por indios, caciques y señores del reino. Estos cono­
cimientos quedaron en posesión de la dinastía de caciques que lo
sucedieron en Iraca.
La leyenda recogida por Humboldt ha resonado a lo largo
de la Colombia independiente como un mito instaurador. Pero,
además de este egregio papel, ocurre que los misioneros colo­
niales también tomaron al legendario Bochica como un apóstol
de Jesús. El obispo Piedrahita emite un dictamen (Isaacs, 2002)
en el que concluye que Bochica no es otro que San Bartolomé,
y que la deformada leyenda ulterior del dios o primer chamán
se gestó porque los naturales carecían de escritura que fielmente
fijase la enseñanza del evangelio. Con el tiempo, la figura his­
tórica sería transmutada por una leyenda. La prueba definitiva
que ofrece el obispo del tránsito americano de San Bartolomé
es el vestigio de una huella podal del apóstol en una piedra de
la provincia de Ubaque. Piedrahita argumenta tan ingenua como
triunfalmente: “¿de quién otro que de un apóstol pudieron re­
ferirse entre gentiles estas acciones?” El milagro de la huella
surge de nuevo en Sudamérica y, dada la obstinada convicción
de los misioneros, cabe considerar si podrían haber evitado el
encontrar a los apóstoles en los mitos fundadores de los nativos.
De hecho, ésta puede ser la razón del mito criollo en todo el
Nuevo Mundo; es decir, un paradigma de persuasión ardiente
y generalizada para estos eclesiásticos imbuidos por la barroca
pasión de la Contrareforma.
Otra tradición de consecuencias insólitas entronca con la an­
terior: se trata de la leyenda de El Dorado (Warwick, 1978). El es­
pañol Juan Rodríguez Freyle describe líricamente, en 1636, cómo
los muiscas ungían con polvo de oro al futuro cacique y le arroja­
ban al lago Guatavita entre cantos, música y ofrendas de oro. El
dorado cacique emergía de las aguas limpio de su áurea malla ya
investido del poder para gobernar. Esta circular laguna en el cráter
de un gran meteoro era el escenario idóneo de otra áurea leyenda.
Se trata de la cacica de Guatavita, quien se habría arrojado a la
laguna al serle ofrecida la carne de su amante sacrificado por su
marido cruel y libertino, cacique en tumo de la región. Los muis­
cas hicieron de la laguna un adoratorio donde ofrendaban piedras
preciosas y figurillas de oro a la cacica de Guatavita, convertida
en diosa serpiente de las profundidades.
Inflamados por una pertinaz y descabellada fiebre de oro al
conocer estas leyendas, los conquistadores habían intentado ex­
pugnar el fondo del lago Guatavita desde 1540 cuando, al man­
do de Hernán Pérez de Quesada, hermano del conquistador, sus
hombres trataron de vaciarlo mediante guajes. Recuperaron mi­
les de piezas pequeñas de oro pero no pudieron llegar al centro.
Cuarenta años más tarde, Antonio de Sepúlveda, un rico comer­
ciante de Bogotá, empleó a miles de nativos para excavar una
zanja en los bordes del lago con lo que logró bajar 20 metros el
nivel. Encontraron una gran esmeralda y varios objetos de oro
que ni de lejos compensaron el enorme esfuerzo y la pérdida de
vidas por el trágico deslave de la zanja. La desatinada y voraz
empresa continuó durante el siglo XIX, atizada por los alegres
cálculos de Humboldt de un enorme tesoro, hasta 1912 cuan­
do ocurrió el drenaje de las aguas mediante un túnel excavado
hasta el centro del lago por una compañía inglesa. El valor de
los objetos de oro sustraídos no llegaron a cubrir ni el 10% del
gasto, además de que el fondo del lago, desecado y solidificado
por el sol, se hizo inexpugnable. No fue sino hasta 1965 que el
gobierno decretó al cráter y la laguna de Guatavita sitios histó­
ricos de Colombia (Warwick, 1978). La avaricia de todos estos
insensatos desagües se ubica en las antípodas de la legendaria
hazaña de Bochica, quien también desalojó con una brecha en
la montaña las aguas del valle de Bogotá, pero en beneficio de
los pobladores. Hay en este contraste entre historia y mito una
extraña y triste ligazón de significados que es típica de la con­
quista y el expolio del Continente.
Ahora bien, en otra dimensión de la trama dorada, es más
que oportuno invocar el poema que bajo el nombre de E¡dorado
escribió Edgar Alian Poe en 1849, poco antes de su prematura
muerte. Trata de un caballero de reluciente armadura que busca
inútilmente El Dorado, cual si éste fuera el Grial. Ya viejo el
caballero cae rendido y encuentra una sombra a la que pregun­
ta el paradero de El Dorado. En mi traducción, que sacrifica
parte de la rima para rendir el notable significado, replica la
sombra:
Tras las Montañas de la Luna
Bajando al Valle de la Sombra
Cabalga, cabalga osado,
Si en verdad buscas El Dorado.

No es posible hacer una liga más apropiada entre el espíri­


tu del mito de Quetzalcóatl y la leyenda de El Dorado, que esta
audaz confrontación con la sombra y la muerte necesarias para
adquirir el tesoro del conocimiento, como ésta que nos ofrece la
alucinante quimera de Poe. La búsqueda de El Dorado, segura­
mente ya célebre en los tiempos del poeta bostoniano, a través de
su pluma se trastoca de la áspera y torpe avidez del conquistador
por el áureo metal, en la audaz y gnóstica labor del alquimista en
busca de ese otro oro, ígneo y solar, símbolo de la posible trans­
mutación humana y de la suprema inteligencia.
No cabe duda: en su anchuroso revuelo por el altiplano de
Colombia la serpiente ha dorado sus plumas.
18. PAY ZUMÉ, LA MISIÓN JESUITA
Y LA RECONDUCCIÓN GUARANÍ

“¿Tienes algo que comunicar, Colibrí?


¡Lanza rayos el colibrí!
El jugo de tus flores, evidentemente
Te ha mareado, Colibrí.
¡Lanza rayos, lanza rayos el Colibrí!”

Canto del folklore Mby‘a-guaraní


Traducido por León Cadogan (1970)

Los jesuítas realizaron una labor trascendental en Sudamérica du­


rante los 150 años previos a su expulsión del Imperio Español,
decretada por Carlos III en 1767. En efecto, desde 1610 funda­
ron docenas de granjas comunales llamadas “r e d u c c io n e s Esas
misiones inspiradas en la Utopía de Tomás Moro tenían como
objetivo principal “reconducir” a los indios hacia la fe cristiana;
de allí el nombre contraído de “reducciones” (re-conducciones).
Las reducciones fueron menos ingratas a los guaraníes porque
en ellas estaban protegidos del virtual sistema de esclavitud que
representaba la encomienda, pero, por la misma razón, vistas con
intensa animosidad por los colonos españoles y mamelucos por­
tugueses a quienes escamoteaban la explotación y la esclavitud
del indio. Las misiones de la Compañía de Jesús llegaron a ser
relativamente independientes y se implantaron en ellas principios
de convivencia tanto cristianos como indígenas (Abou, 1995; Pe-
terle, 2002). Esta avenencia más armónica entre europeos e indios
fue, en su momento, una excepción en el continente americano y
bien se puede decir que el Paraguay colonial se conformó en ese
marco más que en el del brutal expolio del resto del continente.
Mucho se puede reflexionar qué hubiera sido de Sudamérica toda
si no se hubiera cercenado en 1767 esta Arcadia -comunidad teo­
crática y estado indio-cristiano- que fuera notable experimento
social, religioso y económico, a veces considerado precursor de
la Teología de la Liberación.
Ahora bien, además de su inspiración utópica y de su expre­
sión guaraní ácrata y cooperadora, la intensa labor humanista y
social de las reducciones era una forma tan sutil como ingeniosa
de ganar a los indios para la religión católica. Aunque el control
de la vida en la misión era riguroso, la estructura sacramental per­
mitía ceremonias indias tradicionales que eran interpretadas para
adaptarse a los principios cristianos. Los jesuitas aprovecharon las
creencias ancestrales para deslizar hábilmente la evangelización
entre los guaraníes. Así, pues, si los indios referían su mito básico
de la Tierra Sin Mal, ésta fácilmente se convertía‘en. el Paraíso. Si
adoraban a Tupá, este numen principal sería finalmente su nom­
bre para Dios Padre. Los palos colocados en cruz para sostener
las viviendas sq asimilaron naturalmente a la cruz de Cristo, y el
héroe mítico Pay Zumé se identificó con el apóstol Santo Tomás
llegado de Asia in illo tempore para evangelizarlos.
La idea misma de una re-conducción implicaba que los in­
dios ya habrían estado expuestos a la buena nueva del evangelio,
precisamente por boca de Santo Tomás, aunque la enseñanza se
habría deformado hasta la herejía a lo largo de los quince siglos
que los habían separado de la Iglesia. Pay Zumé constituyó en­
tonces una figura para difundir de nuevo la evangelización. Pero
no sólo eso: para facilitar la reconducción, los misioneros jesuitas
aprendieron la lengua y las costumbres guaraníes, atendían a los
enfermos sin cobrarles, enseñaban a los niños, implantaban un
calendario, iniciaban o adoptaban métodos de agricultura (Cado-
gan, 1970). De esta manera, ante los ojos de los guaraníes, los
jesuitas habrían no sólo encamado a legítimos descendientes de
Pay Zumé sino, en consecuencia de tan bienhechoras acciones,
habrían incluso tomado con ventaja el papel del chamán y curan­
dero de la tribu.
Es muy posible que los relatos que hoy sobreviven sobre Pay
Zumé hayan sido cuidadosamente editados por los jesuítas para con­
solidar la aceptación que habían logrado de parte de los guaraníes y
para asegurar esta pieza clave de su conversión. El propio nombre
de Pay Zumé puede ser un equivalente fonético de “Padre Tomás”
en portugués, pues pai significa “padre” y “Tomé” es Tomás en el
lenguaje lusitano. Entonces parece verosímil pensar que Pay Zumé
vendría a ser el nombre sincrético de un personaje de la mitología
guaraní probablemente difícil de discernir entre la espesa neblina
de la ideología jesuíta colonial, aunque hay un candidato verosímil
planteado por Jorge Montesino que resulta muy relevante en refe­
rencia a los mitos panamericanos emparentados con Quetzalcóatl.
En efecto, en su libro sobre mitología guaraní, Montesino
(2002) refiere una velada con lugareños de la zona paraguaya del
Guairá en la que se comentaron largamente las leyendas vivien­
tes de Pay Zumé o Santo Tomás, protector de los agricultores.
Montesino está convencido por fuentes bibliográficas y etnográfi­
cas de que Pay Zumé corresponde en los tiempos precolombinos
al primogénito de Rupave y Sypave, el patriarca Turne Arandu,
quien enseñó a los guaraníes el cultivo y preparación de la man­
dioca. Otros dicen que enseñó el cultivo del maíz o bien las pro­
piedades y usos de la yerba mate. Montesino refiere que hacia el
final de su vida, Turne Arandu se refugió en una gruta donde se
unió por primera y única vez a una mujer, y donde poco después
murió. Infiere el autor que, con el tiempo, el nombre de Turne
fue variando hasta Pay Zumé, lo cual parece sensato. Además del
notorio paralelismo con la caída de Quetzalcóatl en la tentación
camal, ocurre otro igualmente revelador: la marca impresa en la
roca de un cerro del Guairá es aún tomada por los asistentes a la
velada de Montesino como la huella de Pay Turne.
Tal y como sucede con los míticos civilizadores del resto del
continente, este patriarca Turne Arandu es quien instruye a los in-
dios sobre el cultivo de su principal cereal y preparación psicotró-
pica. En efecto, la mandioca es el principal producto harinoso del
Brasil y el principal “cereal” de Sudamérica. La harina se produce
de la raíz de este arbusto también conocido en otras latitudes como
cassava o yuca amarga (Jatropha manihot L). Además, el origen de
la estimulante yerba del mate (llex paraguariensis) es atribuido en
el siguiente poema paraguayo a Santo Tomás:

“En recuerdo de mi estada


una merced os he de dar,
que es la yerba paraguaya
que por mí bendita está.”

Preparar, servir y tomar mate en la inmensa zona de influen­


cia actual de la cultura guaraní y las misiones jesuítas sudame­
ricanas es un signo ritual de hospitalidad e indica- un vínculo de
fraternidad. El legado comunal guaraní pervive en este rito social
mestizo y criollo como lo muestran el simple hábito de pasar el
mate de mano en mano y el hecho de que todos sorban la infusión
por la misma bombilla (el grueso popote introducido en la calaba­
za donde se prepara el té con la yerba).
El angustioso drama terminal de los jesuítas entre los gua­
raníes, a consecuencia de su expulsión, toca varias cuerdas de
los mitos que nos ocupan ahora. En la película La Misión del
director Roland Joffe, un imponente espectáculo que ganó la Pal­
ma de Oro del festival de Cannes en 1986, el padre Gabriel (in­
terpretado por Jeremy Irons) encabeza un grupo de jesuitas que
fatigosamente escala las cataratas del Iguazú para evangelizar a
los guaraníes de la selva inexplorada. Uno de esos jesuitas es Ro­
drigo de Mendoza (Robert DeNiro), un mercenario y tratante de
esclavos que había asesinado a su hermano por celos. Perseguido
por la justicia y atenazado por la culpa, Mendoza se ha refugia­
do entre los jesuitas, ha hecho penitencia, ha tomado los votos y
busca la redención precisamente de cara a los propios guaraníes
que solía despreciar y vender. El acto de remontar la descomu­
nal catarata adquiere así el significado de su expiación pues la
cascada representa muy apropiadamente la caída. Sin embargo,
un cardenal (Ray McAnally) llega a las colonias para aconsejar
al papa sobre la supuesta amenaza de los jesuítas para la Iglesia
y sus imperios aliados. Las misiones son finalmente condenadas,
los jesuitas expulsados y el destino de Gabriel y su misión sella­
dos con el envío de tropas portuguesas para aniquilarlos. Durante
el asalto y masacre finales, Gabriel dice una última misa rodeado
de fieles guaraníes y Mendoza defiende la misión inútilmente con
las armas; la compasión del primero se concreta en la cruz y la
del segundo en la espada, dos manifestaciones tan opuestas como
legítimas del mismo martirio.
Muy lejos de esta gesta heroica queda el Macunaima de
Mario de Andrade, escrito en 1927, una convergencia surrealista
de leyendas amazónicas con tradiciones populares y el singular
carácter del mestizo brasileño. Este carácter no es precisamente
halagüeño pues lo expone como lujurioso, ávido, prejuicioso y
soñador. El héroe es de hecho un antihéroe, un “héroe sin nin­
gún carácter” que hace lo que le viene en gana. El lirismo de la
mitología se estrella a cada paso en la farsa de Andrade con un
esperpento que resulta irreverente, crítico, inquietante y jocoso.
El pequeño Macunaima de cara redonda es un desnutrido con las
piernas en arco. Es católico y espiritista. Posee un talismán, el
único amor de su vida, y para reconquistarlo ha emprendido lar­
gos viajes y penosas aventuras de ida a Sao Paulo y vuelta a la
selva donde al final se convierte en la Usa Mayor, como el héroe
del mito tolteca se transfigura en Venus. Es un personaje de la
picaresca brasileña que ahonda sus raíces entre los predecesores
guaraníes de Pay Zumé en la virgen selva amazónica. Macunai­
ma fue llevada al escenario en 1978 bajo la dirección de Antunes
Filho, experimento teatral de asombrosa y original composición
plástica, que en esa época tuve la fortuna de presenciar en el teatro
Juan Ruiz de Alarcón de la UNAM. El barroco brasileño, exube-
rante y extravagante de suyo, estaba regulado por una coreografía
de movimientos tan vertiginosa como organizada y precisa. Esta
jubilosa y dionisiaca estética en el escenario parecía ser un ajuste
a la aventura incoherente y onírica del rufián protagonista, cuya
aparente inocencia destila un ingenio nada convencional.
Las leyendas del Amazonas aprovechadas por Mario de
Andrade para crear un antihéroe surrealista no dejan de evocar
un ángulo grotesco del mito panamericano que remite a su parte
más terrenal, desorganizada y extravagante, como lo es la Catrina
de Diego Rivera. Esta faceta serpentina y dionisiaca se opone y
complementa la apariencia gloriosa y apolínea del héroe civili­
zador representada por el águila en el mito mexicano. En refe­
rencia precisamente al águila rebajada y a la selva del Amazo­
nas, vale la pena referir un hecho que significativamente enlaza
los temas evocados por Pay Zumé con los símbolos animales del
mito mesoamericano. Hacia el final de su exhaustiva, contusa y
alucinada aventura etnográfica de los años 30 en busca de las so­
ciedades más recónditas y exóticas del Amazonas, el eminente
antropólogo estructuralista Claude Levi-Strauss (1970) esboza al
final de Tristes Trópicos una pieza teatral con personajes de la
Roma clásica (pp. 381 y siguientes). En ella, el emperador Au­
gusto se encuentra frente al águila de Júpiter, pero en este caso de
apariencia esquiva y maloliente, quien le explica que su inminen­
te divinidad consistirá en no experimentar más la repulsión que
lo domina: todo lo que sea carroña, podredumbre y evacuación le
parecerá visto y archisabido. Como un eco del lejano rey Topil­
tzin enfrentado a su aspecto más repulsivo, la conciencia del an­
tropólogo francés, de esta manera, pretende incorporar las mani­
festaciones humanas más lejanas a su pulcra experiencia europea,
es decir las de los aborígenes del Amazonas.
Pero si bien el plumaje padece y se arruina en el tránsito
por la selva del Amazonas, la degradación del águila prefigura la
exaltación de la serpiente.
TERCERA PARTE
EL MITO ASIM ILADO
19. LA CONSCIENTE RAÍZ DE LA PARÁBOLA

“Todo tendrá que ser reconstruido,


invencionado de nuevo, y los viejos mitos,
al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán
sus conjuros y sus enigmas con un rostro
desconocido. La ficción de los mitos son
nuevos mitos, con nuevos cansancios y
terrores.”

José Lezama Lima


La expresión americana (1969: 20)

Hemos recreado la historia, la leyenda y la reconstrucción del


notable mito panamericano a partir de los datos y las ideas de sus
más dedicados analistas modernos en una unidad narrativa y sim­
bólica al parecer verosímil y congruente. Las inevitables inexac­
titudes en datos, fechas y lugares son evidentemente secundarias
en el contexto de un mito cuya duración en el tiempo, extensión
en la amplia geografía americana y magnitud de impacto sobre
las principales culturas prehispánicas, durante la Colonia y aún
los periodos independiente y contemporáneo, sugieren una pro­
funda raíz psicológica, además de la social. Ahora bien, ¿cuál es
esa raíz? Es incierto poder llegar a ella, pues la interpretación de
un mito es una empresa difícil y corre el continuo riesgo de ser ar­
bitraria, sesgada y azarosa. De hecho debemos empezar por acep­
tar la perspicaz propuesta de Levi-Strauss que toda interpretación
de un mito es otro mito, como también lo estipula Lezama Lima
en el epígrafe. Sin embargo, también debemos distinguir entre
interpretaciones. Aquí hemos recorrido muchas distintas. La que
sigue pretende trazarse en el marco relativamente consistente de
algunas teorías difundidas en las ciencias y disciplinas relaciona­
das a la mitología. Se hace necesario repasarlas ahora para hacer
más explícito dicho soporte.
Los mitos fueron venerados por los primeros románticos
como repositorios y expresiones de las preocupaciones y expe­
riencias más vitales y poderosas de los seres humanos. Con el
movimiento Romántico se inicia un enfoque comparativo de los
mitos en busca de posibles generalizaciones que precisamente re­
velen tales resguardos. Hacia finales del siglo XIX había quedado
bien establecido el que, en la confección de los mitos, convergen
diversas causas y factores determinantes. En la recopilación de
1921 hecha por Spence, puede colegirse que puede tratarse de
relatos alegóricos de sucesos naturales, como lo propuso Max
Muller mediante un análisis filológico, de ficciones para expli­
car costumbres ancestrales como lo pensó James Frazer, o ex­
plicaciones causales, aunque irracionales, de algo real, según lo
pensó Andrew Lang. También se puede considerar que se trata
de añadidos narrativos de creencias y ritos, como lo propuso el
funcionalista Malinowski, descripciones consumidas de ellos,
según la opinión de Murray Harrison o expresiones dramáticas
para validar y justificar la ideología de una sociedad determinada
como lo considera George Dumézil. Además de estas propuestas,
ocurrieron en la primera mitad del siglo XX otras interpretacio­
nes acaso más influyentes sobre el pensamiento contemporáneo,
como son la psicoanalítica, la estructuralista y la comparativa,
según veremos ahora.
Las ideas de Cassirer (1947) con relación al mito y a su aná­
lisis son punto de partida del marco que sigue. Para este filósofo
neokantiano, la religión primitiva surge de una intuición de pode­
res mágicos inherentes en las cosas del mundo y debe ser estudia­
da sin conceptos metafísicos. La unidad del mito deberá buscarse
no tanto en una explicación causal, sino más bien en el sentido
finalista o teleológico que sigue la conciencia en la construcción
de la realidad espiritual. Así, el mito es un estadio necesario en
la expresión creativa y en la liberación del ser humano. Sin em­
bargo, Cassirer no acepta un Absoluto metafísico, con lo que el
mito, desde su punto de vista, se restringe a una dimensión subje­
tiva, vehículo de expresión de emociones y ritos fundamentales.
La verdad del mito sería esencialmente psicológica y etnológica:
una verdad simbólica que se debe estudiar empíricamente y sin
prejuicios metafísicos. Bastante lejos ha llegado Cassirer en este
camino pues no es fácil a un siglo de distancia de su obra concluir
mucho más sobre la verdad del mito, aunque, como veremos a
continuación, ahora sea posible proponer otras funciones relevan­
tes para un lector contemporáneo.
En la tradición psicoanalítica, hasta hace poco una de las he­
rramientas conceptuales más socorridas en la interpretación de los
mitos, se ha prestado particular atención a un supuesto parentesco
formal y sustancial entre mitos, cuentos de hadas y sueños. En
general, se afirma que todos ellos son lenguajes simbólicos y que
en la comprensión de ese lenguaje estriba, en parte, el acceso a las
capas inconscientes de la mente de donde surgen supuestamen­
te los mitos. De esta forma, la aplicación del mito de Edipo por
Sigmund Freud fue, como es bien conocido, una piedra angular
en la teoría del desarrollo temprano de la psique y del sistema te­
rapéutico que diera origen al psicoanálisis. A partir de esta trans­
cendental formulación, centenaria ya, han sido innumerables las
interpretaciones de los grandes mitos en términos del complejo de
Edipo, incluida entre ellos, desde luego, el de Quetzalcóatl hecha
por el psicoanalista mexicano Femando Díaz Infante en 1963. Re­
cuerdo con afecto las clases del doctor Díaz Infante cuando, hacia
1964, desmadejaba los símbolos de la Serpiente Emplumada en
el inverosímil escenario de un curso de propedéutica psiquiátrica
en el antiguo Hospital General de México y que fueron uno de los
orígenes remotos de mi afición al tema.
Para Cari Jung (1964), uno de los discípulos disidentes de
Freud, el mito sería una especie de sueño común que emana
de zonas aún más profundas de la mente: aquellas que con­
cibió como un inconsciente transpersonal y colectivo. Tales
sueños colectivos estarían poblados por arquetipos, persona­
jes que representan aspectos organizados y diferenciados de
la región oscura de m anera similar a la que, en los sueños in­
dividuales más significativos, aparecen tam bién los símbolos
y los personajes de este extenso mundo. Por su parte, el psi­
coanalista neoyorkino Bruno Bettelheim (1986) ha propuesto
que los cuentos de hadas y los mitos son sagas que proveen de
conocim ientos fundamentales, en particular a los niños, ya que
escenifican fantasías inconscientes y facilitan la resolución de
conflictos. A diferencia de sus colegas, Erich Fromm (1972)
subraya con entendimiento la diferencia fundam ental entre la
interpretación o la comprensión de los mitos y de los sueños.
El simbolismo de ambas manifestaciones consiste en la ex­
presión de experiencias cognitivas y emocionales en forma de
experiencias sensoriales, y su comprensión estriba en el en­
tendim iento o vivencia de su significado para la existencia de
una persona concreta. De esta forma, el significado del sueño
y del mito no se podría colegir por una simple identificación
de contenidos con símbolos que cabrían en un simple folletín.
La función del análisis psicológico de los símbolos sería la
de profundizar en el inconsciente al experimentarlos, ya que
están pletóricos de sentidos.
Probablemente pueda proponerse un camino intermedio en­
tre una burda simplificación psicoanalítica, como sería la de ver el
complejo de Edipo o el arquetipo fijo del héroe en todos los mitos,
y una interpretación circunstancial de cada uno sin ningún princi­
pio rector general. La propia tradición psicoanalítica ha sugerido
que la mente, sea la parte consciente o la inconsciente, tiene una
estructura general y una dinámica particular según la cual se pro­
cesan contenidos simbólicos de acuerdo con ciertos principios.
Quedémonos, por el momento, con esta idea y comparémosla con
las de otros ámbitos del análisis mitológico.
Uno de los más destacados analistas de los mitos vivos, el
etnólogo estructuralista Levi-Strauss (1963, 1976), se muestra
reacio a derivar interpretaciones metafísicas a partir de mitos
recabados en culturas tradicionales, pero, no obstante, las roza
continuamente. Nos dice, en cambio, que los mitos mucho nos
enseñan sobre las sociedades que los originan y, en especial,

“ ...permiten deslindar ciertos modos de operación del espíri­


tu humano, tan constantes en el correr de los siglos y tan ge­
neralmente difundidos sobre inmensos espacios que puedan
ser tenidos como fundamentales y tratarse de volver a en­
contrarlos en otras sociedades y dominios de la vida mental
donde no se sospechaba que interviniesen, y cuya naturaleza
a su vez quedará alumbrada” (1976: 577).

De esta forma, Levi-Strauss también sostiene una necesaria


correlación psicológica del mito y, si bien no se adentra sobre
aquellos modos de operación fundamentales del espíritu huma­
no que supuestamente revelan, proporciona algunas herramientas
metodológicas importantes para inferirlos. En esencia, el plan­
teamiento estructuralista de Levi-Strauss considera que el sig­
nificado social y psicológico del mito no se puede hallar en sus
elementos aislados, sino en la manera como éstos se entrelazan
y combinan. Además, aunque el mito se expresa como lenguaje,
su significado contiene elementos peculiares que lo diferencian
de otras narrativas. Para explorar tales significados, es necesario
identificar los mitemas, los componentes particulares del mito, y
relacionarlos entre sí, lo cual constituye el análisis “estructural”
del mito.
El pensador alemán Hans Blumberg (2003) comparte con el
estructuralista francés la noción del mito como un sistema, qui­
zás alternativo, de pensamiento, pero más que una estructura na­
rrativa de acceso al mundo, ve en el mito un muro de sueños y
exaltaciones que pone al ser humano a resguardo del horror que
le inspira la creación. En contra de la idea de Frazer que ve en el
pasaje del mythos al logos como un triunfo de la razón sobre el
oscurantismo y la superstición “primitivas”, Blumberg reivindica
a la mitología a lo largo de la historia humana sin renunciar a la
razón. La cultura misma sería una elaboración permanente, in­
acabable y autogenerada del mito, ficción suprema que ampara al
ser humano del pavor que le evoca lo desconocido y el misterio
del cosmos. Esta fascinante idea de Blumberg es particularmente
relevante a una de las tesis fundamentales del presente ensayo en
el sentido de que el mito de Quetzalcóatl, una alegoría fundacio­
nal de la nacionalidad mexicana, tiene una expresión mutable,
creciente y plástica a todo lo largo de la cultura histórica del país.
“El país que no tenga leyendas está condenado a morir de frío. Es
harto posible” nos dice, Georges Dumézil (1971: 15) y agrega de
forma aún más terminante: “Pero el pueblo que no tuviera mitos
estaría ya muerto.”
Desde otra perspectiva diferente, el notable historiador de
las religiones, Mircea Eliade (1972), dice que el mito enuncia un
acontecimiento que tuvo lugar in illo tempore o sea, en aquel es­
pacio mítico que se ubica mas allá del tiempo. Por ello, constituye
un precedente y un ejemplo, no sólo para la regulación de las
acciones del ser humano, sino en referencia a su naturaleza; es
decir, le revela la propia estructura de lo real, que se halla fuera
de la aprehensión empírica y racional. El arquetipo del mito es
un modelo de comportamiento humano destinado a ser recreado
por el hombre arcaico, con lo que le es posible dar sentido a su
vida o incluso vivir la eternidad “aquí abajo.” La función capital
del mito es, entonces, nada menos que el facilitar la experiencia
trascendental de tender a la unidad, al equilibrio, al reposo y, fi­
nalmente, de abolir la multiplicidad.
Como una síntesis particularmente ilustrada y lúcida de las
teorías psicoanalíticas, las aportaciones de la etnología y la histo­
ria de la religión están las ideas del mitólogo norteamericano Jo-
seph Campbell (1974,1984), un erudito que se centró plenamente
en la mitología comparada como objeto particular de estudio y
análisis. Para Campbell, los mitos perdurables, además de ser ma­
nifestaciones culturales particulares que mucho dicen de la ideo­
logía de quienes los gestaron, de representar fuerzas profundas y
organizadas de la mente humana plasmadas en imágenes cultural­
mente relativas pero formalmente universales, y de ser vehículos
de trascendencia para el hombre arcaico, hablan a todos los seres
humanos, a todos nosotros, en un poderoso lenguaje de parábolas
y símbolos. En efecto, los mitos son fascinantes porque plantean
los grandes temas y las grandes verdades de nuestra vida: la inda­
gación sobre el sentido de la existencia y la identificación de los
obstáculos en esa tarea. Particularmente, los mitos plantean un
ambicioso objetivo: la potencialidad de romper con las barreras
de la propia identidad y de sumergirse en el proceso poderoso del
Universo. Así, a pesar de que se propician en el inconsciente, los
mitos no son estrictamente comparables a los sueños ya que, a di­
ferencia de éstos, tienen una función controlada conscientemente.
¿Y cuál sería esta función? He aquí la declaración de Campbell
(1984: 234):

“[...] servir como un poderoso lenguaje pictórico para la co­


municación de la sabiduría tradicional. Las metáforas por las
que (los grandes mitos) viven y a través de las cuales operan,
han sido cobijadas, buscadas y discutidas por siglos, aun por
milenios; han servido a sociedades enteras, y lo que es más,
han sido mantenedoras (sic) del pensamiento y de la vida”.

De esta forma, para entender su valor, no sólo debemos com­


prender a los mitos como símbolos vigorosos del inconsciente,
sino además, como declaraciones intencionadas y conscientes de
ciertos principios que han permanecido en constante depuración
a través de los tiempos. Según Campbell, uno de esos principios
fundamentales sería que los seres, las cosas y los procesos del
mundo son el efecto o la manifestación de energía. La aprehen­
sión de este hecho fundamental es particularmente difícil para los
órganos de los sentidos y los procesos mentales, que serían ellos
mismos manifestaciones de esa fuerza. La función del mito y del
ritual es posibilitar la cabal comprensión de esto por medio de
analogías vertidas en narraciones metafóricas.
Por su parte, David Bidney (1965) también nos dice que,
como sucede con el gran arte y la mayor literatura, el mito es útil
para establecer pautas universales de pensamiento que tienen un
profundo valor simbólico para todos nosotros. Seguiremos preci­
samente a Bidney cuando propone que el mito no se debe capturar
sólo con las herramientas de la historia, de la antropología o de
la narrativa, sino que es necesario obtener un vínculo directo con
la tradición. Es decir: no se trata nada más de un conocimiento
teórico, sino de una elaboración firme, esto es, de una compene­
tración. Los contenidos del mito se vuelven, entonces, símbolos
para despertar y sobrepasar a la mente, por lo que se presentan
como paradojas que aturden la lógica y como metáforas del des­
tino y del oscuro misterio del ser humano. El mito emerge de esta
manera como herramienta y clave de introspección y reflexión.
Según mi traducción, dice Bidney (1965: 22) lo que sigue:

“Como el gran arte y la literatura dramática, el mito puede


tener un profundo valor simbólico o alegórico para nosotros
en el presente, no necesariamente porque el mito contenga
tal sabiduría esotérica o latente, sino porque su trama nos su­
giere pautas universales de motivación y comportamiento.”

Metáfora persistente y penetrante es el crótalo del aire, esca­


ma hecha pluma para el revuelo de la serpiente.
20. LA HERÁLDICA DE LA PLUMA Y DE LA ESCAMA

“Con luciente vuelo airoso,


Reina de las aves bellas,
fabrica entre las Estrellas
el ileso nido hermoso.
Mírala el Dragón furioso;
pero, aunque con odio intenso,
mal seguirá el vuelo inmenso
del Águila coronada,
si ella vuela remontada
mientras él mira suspenso.”

Sor Juana Inés de la Cruz


María, Aguila que derrota a la serpiente (1683)

El cotejo de los elementos animales de este mito con los de otras


edades y culturas permite establecer analogías muy significativas
para lograr una mejor comprensión. Podemos entresacar varios
indicios por demás sugerentes de las extensas exploraciones de
Mircea Eliade (1972) en el terreno de la historia comparada de las
religiones y de los tratados sobre los símbolos (Chevalier y Gheer-
brant, 1988; Cirlot, 1988). El primero y más notorio de tales indi­
cios se refiere a la serpiente, uno de los animales más señalados en
todos los mitos primordiales (de la Garza, 2003: 253-265).
La serpiente es, en varias culturas antiguas, un símbolo sexual
por excelencia y representa gráfica y concretamente al falo como
elemento de placer y fecundación. Por ejemplo, el concepto de
kundalini en el Tantra designa una fuerza primigenia asociada a la
sexualidad y situada en la base de la columna vertebral que se repre­
senta por una serpiente enrollada. Paralelamente, entre los indígenas
de habla náhuatl, Bemardino de Sahagún recoge una tradición de la
serpiente llamada mazacóatl claramente afrodisiaca, pues quienes
comen demasiado de ella “erigen continuamente su pene, eyaculan
constantemente y mueren de lascivia” (Díaz, 1989: 147).
Ahora bien, más allá del patente emblema sexual, por su muda
de piel, la serpiente es un símbolo de transformación y de fuerza;
la serpiente se regenera y tiene un carácter telúrico y propiedades
curativas. Posiblemente de allí provenga su representación en el
caduceo, el bastón del griego Esculapio, símbolo aún moderno de
la medicina occidental. No muy lejos de esta representación, hoy
día encontramos que se puede obtener carne de serpiente para tratar
el cáncer en los puestos de curanderos tradicionales mexicanos.
La serpiente es también emblema del agua y está imbuida de
la fuerza sagrada del abismo. En consecuencia, conoce los secre­
tos del bajo mundo. En el libro sagrado de los muertos del antiguo
Egipto, todo el vientre de la Tierra es de naturaleza serpentina.
Desde los tiempos remotos de Chuang-Tzu, para los chinos, la
serpiente y el dragón son símbolos de la vida rítmica, principios de
humedad y de fecundidad. De allí que se asocie frecuentemente a
las mujeres, como ocurre con numerosas deidades mediterráneas
que exhiben serpientes en las manos o la cabeza. Entre los grie­
gos, el iniciado en el misterioso ritual de Eleusis debe acariciar
a la serpiente de Deméter, la madre de la tierra. El mismo motivo
aparece en la mitología nórdica donde encontramos que quien lo­
gre besar a la serpiente la transformará en una bella joven.
En múltiples tradiciones, entre ellas la bien conocida del Gé­
nesis bíblico, la serpiente encama el principio del mal inherente a lo
terreno, aludiendo con ello a los estratos más primigenios y menos
diferenciados de la vida. Jung señala que los gnósticos la asimilaban
al tronco cerebral y a la médula espinal, constituyendo así un exce­
lente símbolo del inconsciente. No es extraño que Bachelard (citado
por Chevalier y Geerbrant, p. 926) concluya diciendo que la serpien­
te “es uno de los arquetipos más importantes del alma humana.”
La investigadora de la estética de los mayas, Mercedes de la
Garza (2003), asocia certeramente a la sierpe con la iniciación de
los chamanes, ya que tal asociación “implica morir para renacer
sacralizado”, pues la serpiente está ligada a la energía vital del
cosmos, a la madre tierra, al falo y a la sabiduría.

“Por eso el hombre que se vincula con ella adquiere sus cua­
lidades; el que es penetrado y tragado por la serpiente, muere
para retomar a la vida transfigurado, como un hombre capaz
de acceder a los misterios ocultos del cosmos, a los secretos
de la vida, de la muerte y del futuro, (p. 53).”

En esta erudita obra sobre la profusa representación y el tras­


cendental significado de la serpiente entre los mayas, de la Garza
hace un recorrido cuidadoso sobre la simbología de la serpiente
en múltiples culturas ancestrales y llega a la conclusión de que
los mayas del periodo clásico compartían no sólo los significa­
dos religiosos de la serpiente, sino también varios de sus usos
en rituales de fertilidad, purificación, pasaje, adivinación y tera­
péutica. La serpiente es universalmente maestra de la iniciación
y vehículo de transformación idónea para simbolizar la energía
divina que despierta en el interior del ser humano para trascender
su estado natural y acceder a la inmortalidad.
No debemos olvidar, además, que en la realidad más habi­
tual y cotidiana, la serpiente es muy capaz de matar y, de hecho,
del millón de personas mordidas cada año en el mundo, fallecen
unas 35 mil, una fatalidad nada despreciable para nuestra espe­
cie. Sea la víbora de cascabel (Crotalus durissus terrificus) que
sin duda es la más representada en la iconografía de Mesoamé-
rica, la gran cascabel cabeza de diamante del norte de México
{Crotalus atrox) o la cascabel segmentada (Crotalus horridus)
portan en sus nombres científicos el terror y la atrocidad de su
mortal ponzoña, de esa letal mordida que ejerce sobre los en­
debles humanos la fascinación y el reto de la muerte. Domar
a la serpiente significa entonces someter a la muerte y esto es
precisamente la esencia de cultos tan lejanos como son los ado­
radores del pitón en África, los cultos de la cobra en la India
y Birmania o los danzantes de la serpiente en algunas sectas
protestantes del sur de EUA. Pero aunque no siempre es posible
domesticar a la viperina, quizás es posible aliarse con ella para
trascender la muerte. ¿No es precisamente una serpiente la en­
cargada de despachar al Principito de Saint Exupéry de vuelta a
su asteroide celestial tras un duro y revelador peregrinar por el
universo?
Hasta aquí, la serpiente.
Al otro lado del binomio que nos ocupa, están las plumas.
Para los indios de las Américas las plumas son aditamentos ri­
tuales fundamentales. Revestirse y coronarse de ellas es signo de
poder y justicia. Desde luego que la pluma está simbólicamente
asociada al pájaro y a la ascensión celeste. Además, el ave más
ligada a Quetzalcóatl es el águila, la cual es símbolo universal
de la luminosa trascendencia del espíritu, del día y el calor vital,
de las alturas y del sol. El águila es portadora de la fuerza y la
luz celestial. El poder de elevarse y dominar el mundo terreno
es la idea esencial del simbolismo del águila, al que se suman
su mirada penetrante y la agudeza de su visión. Es la reina de
las aves y el ave de Zeus. Es Garuda, el recadero de Vishnú,
enemigo y destructor de las serpientes. Por su coraje y valentía,
el águila se asocia desde la antigua Babilonia a los dioses de la
guerra. En las monedas del Imperio Romano aparece como em­
blema de las legiones y, desde allí, se multiplica en buena parte
de los estandartes, escudos y monedas del mundo occidental.
En la tradición cristiana también encontramos al águi­
la como un mensajero celeste, emblema de la ascensión y la
oración, en ocasiones identificada con el propio Jesucristo y,
frecuentemente, con los ángeles de aguileñas alas. Es el sím­
bolo específico del apóstol Juan que inicia su Evangelio con el
reconocimiento del Logos y la Luz. El Águila-Cristo se entien­
de como el “psicagogo” y el “psicopompo” es decir, el espíritu
que conduce y eleva las almas al cielo (Charbonneau-Lassay,
1997). Alfonso Alfaro (1997) analiza cómo es que las innume­
rables serpientes del Anáhuac fueron amalgamadas en el arte
novohispano y en la devoción popular en una sola, símbolo del
demonio, que termina derrotada a las plantas de la Virgen In­
maculada, el “águila coronada” para Sor Juana Inés de la Cruz,
(ver epígrafe). Sutilmente, Alfaro (1997) considera que la na­
ción mexicana se ha ido concibiendo como el resultado de una
lucha cósmica, más que una labor paciente; una nación que se
apresura en una carrera contra el destino “sorprendida ante el
vuelo de otras águilas, empeñada en descubrir serpientes escon­
didas” (Ibid., p. 52).
La realidad biológica del águila no deja de agregar nue­
vos giros a su tradición mítica, tan diversa como congruente.
El águila es uno de los pocos animales monógamos: la pareja
se asocia de por vida y usa siempre el mismo nido ubicado en
alturas inaccesibles. Además, no debemos olvidar que el águila
tiene un parentesco ecológico con la serpiente porque ambas fa­
milias de ovíparos engullen animales vivos a los que cazan con
extraordinarias aunque muy diferentes habilidades.
Ahora bien, el gusto carnicero del águila muestra un as­
pecto quizás menos celestial y luminoso del que en general
quiere dotarla su simbolismo tradicional, pero que resulta bas­
tante apto en lo que se refiere a la ambigüedad de toda la sim-
bología de Quetzalcóatl, por la cual se nos remite una y otra
vez a los aspectos más turbulentos y desapacibles de la exis­
tencia al lado de los más enaltecidos. En ese mismo sentido,
resulta curioso comprobar que en Africa existen águilas de los
géneros Spilornis, Dryotriorchis y Eutriorchis que se alim en­
tan de serpientes, incluso de víboras venenosas. Una vez más,
la ciencia y el mito se entrelazan y esto no es en vano, pues es
muy probable que otro ingrediente de los mitos prim ordiales
haya sido la observación aguda y penetrante de los hechos na­
turales transmutada por la imaginación alegórica en símbolo
verdadero.
El águila y la serpiente son los dos animales heráldicos de Zara-
tustra, el altivo y astuto profeta persa inventado por Nietzsche (1970)
para pregonar una ratificación apasionada y consciente de todos los
dones de la vida, en especial de la fuerza, la energía del poder y la
voluntad creadora. En el capítulo 10 del discurso preliminar de Así
hablaba Zaratustra, se lee esto:

“Interrogó al cielo con la mirada porque escuchaba sobre su


cabeza el grito penetrante de un águila. Era un águila que
trazaba en el aire grandes círculos y una serpiente estaba col­
gada de ella, mas no como una presa, sino como un amigo,
pues se hallaba enrollada alrededor de su cuello.
¡Son mis animales! exclamó Zaratustra y se regocijó con
todo su corazón. (...) Mis animales me servirán de guía.”

Además de este sugerente simbolismo animal, inadvertida­


mente Nietzsche vuelve a rozar la leyenda mexicana en su Za­
ratustra con su idea del eterno retomo, no como el regreso de lo
mismo, sino de una repetición que condensa y salva. Exaltación
de la caducidad, de una creación que requiere del cataclismo y de
una fascinación por lo perecedero, el eterno retomo del pensador
alemán, como el del simbolismo de la serpiente emplumada, aba­
te y enaltece a la vez.
El revuelo de la serpiente figura la transmutación de la tierra
en el aire, el eterno retomo que derrumba y glorifica en el mismo
instante.
21. LA MELANCOLÍA DE LA CATRINA
Y EL ESCARNIO DE LA CALAVERA

“Del viento nació el dios y volvió al viento


Que hizo de mí una pluma entre sus alas.
Oh, tierra de muerte, ¿dónde está tu victoria?”

Luis Cemuda
Quetzalcóatl (2003: 129)

Vale la pena detenerse en la aplicación del simbolismo de la


serpiente emplumada como una metáfora de la ambivalencia y
la máscara para así adentrarse en el desfiladero de la última par­
tida. En este sentido, el emblema resulta tener una importante
implicación psicológica que no sólo se expresa en rasgos cultu­
rales definidamente mexicanos, sino que bien podría tener una
relevancia general. En el caso de la cultura mexicana, el símbo­
lo de la serpiente con plumas viene a escenificar de manera por
demás justa no sólo al serpentino temor a la muerte disfrazado
de un plumaje de sarcasmo y burla hacia la extinción, sino que
bien podría plantear otras dualidades igualmente conflictivas y
aún lacerantes. El machismo que oculta una latente y temida
homosexualidad, la agresividad que enmascara una humillante
debilidad, la prepotencia que vela una intolerable devaluación,
podrían ser algunas dualidades posibles al estar apuntaladas por
el disfraz de la infamia.
Como sucede con La Serpiente Emplumada de D. H.
Lawrence y con El Poder y la Gloria de Graham Greene, en to­
dos los escritos con tema mexicano de los autores transhuman-
tes que hemos mencionando en el capítulo 11, y en peculiar con-
cordancia con el espíritu de nuestro mito, se pone de manifiesto
una confrontación con lo oscuro y lo ominoso, fermentada por
la intensa reacción que les evoca el mundo indígena, la terrible
realidad política y económica, el paisaje lleno de contrastes y,
más que nada, el singular sentido mexicano de la muerte.
Tal sentimiento sin duda debe mucho al mundo precolom­
bino, así sea por constituir el reverso de la misma moneda. En
efecto, este sentido de la muerte en el mexicano reciente está tan
pletórico de una familiaridad tan socarrona, despectiva e inquie­
tante que no deja de sugerir lo que en la nomenclatura psicoana-
lítica propiamente se denomina conírafobia, es decir, la compen­
sación opuesta de lo que vendría a ser una profunda melancolía y
temor ante la muerte, lo cual estaría más acorde con los sombríos
poemas que sobreviven de la cultura nahua y, en general, con el
espíritu de nuestro mito.
Si éste es el caso, veríamos una vez más en-pleno revuelo al
arquetipo de la serpiente (la melancolía y el terror de la muerte),
pero disfrazada con plumas (el desprecio y la burla de la muerte),
o bien, según la perspicaz idea de Roger Bartra (1987) al dios
Xólotl temeroso de la muerte y arrastrado por su gemelo Quet­
zalcóatl a esa incierta metamorfosis. Bartra teje una espléndida y
sugerente metáfora: en el ajolote (del nahua axolotl, en referencia
a Xólotl, el gemelo de Quetzalcóatl), etapa larvaria de la salaman­
dra y animal del altiplano mexicano por antonomasia, encama
ese temor a la transformación que el autor considera tan propio
del mexicano. El mexicano, había dicho antes Octavio Paz (1972:
53) adula, festeja, cultiva y abraza a la muerte, pero no se entrega
porque esto entraña un sacrificio y el encarar una realidad que lo
trasciende. La relación con la muerte será entonces íntima, pero
carente de significado y erotismo.
Ahora bien, la refriega para ocultar y trascender la muerte
es una sublimación costosa pues, para eludir el sentimiento de
futilidad y caducidad que entraña la muerte, el ser humano en
general y el mexicano en particular, transfiere el significado a
recursos efímeros que así se vuelven sagrados, como puede ser
una ideología, un líder, el dinero, los premios o las posesiones.
De esta manera, parafraseando a Paz, a pesar de la apariencia
del trato jocoso y liviano que se le da a la calavera, la incapa­
cidad para encarar la muerte desemboca al fin y al cabo en una
negación para vivir plenamente.
Para sustanciar mejor esta idea con un ejem plo bien cono­
cido, se puede referir que el renombrado novelista y hombre
de letras, Carlos Fuentes (1992), dice con ilustrada intuición
y soltura que la macabra y coqueta Catrina, ese esqueleto ele­
gante y socarrón grabado por José Guadalupe Posada para un
día de muertos y reproducido de cuerpo entero por Diego Ri­
vera, es una especie de Mae West descam ada y envuelta en los
mantones de la Serpiente Emplumada. En efecto, el conocido
mural ‘‘Sueño de una tarde dominical en la Alameda C entral”,
pintado por Diego Rivera en 1947 para el com edor del Hotel
del Prado y situado ahora frente a la Alameda de la Ciudad de
México, muestra en el centro mismo de la amplia imagen, y
tomando de la mano a Diego Rivera niño y del brazo a José
Guadalupe Posada, a la mismísima Catrina de Posada, pero
con un nuevo e impresionante aditamento: una serpiente de
largas plumas colocada a modo de estola sobre sus hombros, el
cascabel de un lado y la cabeza del otro. ¿Qué tendría en mente
Diego Rivera al asociar de m anera tan significativa y dramá­
tica a esta mexicanísima parca con la Serpiente Emplumada
convertida en una inerte estola? Cuando menos debió ser una
poderosa y certera penetración del mensaje esencial del mito:
la máscara de plumas y risas no debe engañamos: la muerte
vestida de seda, sierpe se queda. De esta forma la pintura de
Rivera consigue cristalizar en La Catrina la sustancia misma
del mito en una de sus m anifestaciones modernas: la Serpiente
Em plumada se ha reducido a un adorno inerte a hombros de
una muerte tan temible como risible o quizás más risible que
temible.
¿Qué requiere esta exánime serpiente para resucitar y remon­
tar otra vez su trascendental revuelo? Precisa de la resurrección
del mito en alguien, como ocurrió efectivamente en la conciencia
del exuberante poeta tabasquefio Carlos Pellicer, contemporáneo,
compañero y némesis de Diego Rivera. Leamos como prueba de
ello un fragmento del poema Estudios de Pellicer (1986: 167),
publicado en Hora y 20 de 1927, y en el cual de esta forma sor­
prendente e impetuosa el antiguo numen de la vegetación renace
como la pródiga selva del río Usumacinta:

“La tarde es un amanecer nuevo y más largo


En una barca de caoba,
Desnudo y negro,
Baja el río Quetzalcóatl.
Lleva su cuaderno de épocas.
Viene de Palenque.
Sus ojos verdes brillan; sus brazos son hermosos;


Le sigue un astro, y se pierde.
Es el Trópico.”

Melancolía y escarnio de la muerte, sólidos huesos y tenues


plumas: es el revuelo a la vez agonizante y vivificador de la ser­
piente.
22. EL AVE FÉNIX, EL MUDO QUETZAL
Y EL RENACIMIENTO DEL PTEROSAURIO

“Yo, materia inflamable con alusión a pájaro,


rodeo de esmeraldas mi centro de vacío
y busco entre las garzas que se van
la que regrese un día con el sol en el pico.
Si con lengua de fuego yo pudiera
destrozar las entrañas de la noche,
salir de la espiral del caracol
que babea la tumba del tiempo;
si con la estructura de la tempestad
yo me reconstruyera
y en lugar de sonrisa, con el fuego en los labios,
yo me dijera a mí mismo
lo que nunca he querido decirme.
El quetzal está mudo de ser tan hermoso:
la belleza perfecta nada tiene que decir.”

Carlos Pellicer
Confesión

La resurrección o el resurgimiento cíclicos, poderosamente cifra­


dos en el rescate de los huesos, y la inmolación en la hoguera de
la que brota el corazón que se eleva para convertirse en Venus, son
temas quetzalcoatlianos que, en su conjunto, remedan en el Nuevo
Mundo el meollo de la leyenda solar del Ave Fénix. Este es un mito
de origen egipcio muy popular en Europa y el Cercano Oriente,
pues por la vía de la Hélade se difundiera crecidamente entre ma­
hometanos y cristianos como símbolo de la inmortalidad. Los pa­
ralelismos entre esta leyenda y la mesoamericana son varios y muy
vivos en su significación. De esta manera, por las sorprendentes
similitudes de sus símbolos, bien podemos concebir a Quetzalcóatl
como el Ave Fénix mesoamericana, como lo hiciera ya Carlos de
Sigüenza y Góngora, el insigne sabio de la Nueva España, en una
obra de la que sólo persiste su largo y significativo título: El fénix
de Occidente, el apóstol Santo Tomás, encontrado en el nombre de
Quetzalcóatl entre las cenizas de las antiguas tradiciones preser­
vadas en las piedras, en los teomoxtles toltecas y teochichimnecas
y en los cantares mexicanos. La notoria afinidad entre la serpiente
emplumada y el Ave Fénix sugiere, de hecho, un parentesco tan
próximo que demanda una mayor exploración.
Para empezar el examen del notable vínculo simbólico entre
estas dos leyendas se debe decir que los antiguos egipcios aso­
ciaban a un tipo de garza, el benu, con el planeta Venus, es decir,
con el propio Lucero del Alba de Quetzalcóatl. El benu es una
garza primigenia que ya se posaba en el montículo original de la
creación. Las imágenes del benu en las tumbas de los faraones
del segundo milenio a.C. ligan el primer vuelo de este pájaro con
la aparición de Venus como Estrella de la Mañana, la cual es el
heraldo del Sol. Según Krupp (2001) este embrionario mito es
precisamente el que da origen al Ave Fénix de la que hablan He-
ródoto, Hesiodo y Ovidio, los grandes cronistas griegos y latinos.
Esta Ave Fénix representa, entonces, al tiempo cíclico del cos­
mos cuya duración tanto preocupó a Platón en el Timeo. La idea
esencial de este mito es entonces la resurrección de las propias
cenizas, un talismán del ciclo solar que a través de las civilizacio­
nes del Mediterráneo afectó a la literatura y a las artes de todo el
Occidente hasta nuestros días, como podemos comprobar con la
Suite del Pájaro de Fuego de Igor Stravinsky, ballet estrenado en
1910 e inspirado en un cuento popular ruso.
Se trata de una de esas ideas mitológicas que surgen en di­
ferentes civilizaciones de manera independiente, aunque tienen
acaso varias raíces en común que justifican su similitud. La rela­
tiva unidad de la experiencia humana en referencia a la observa­
ción e interpretación de hechos muy diversos seguramente es una
de esas raíces. Otra más puede ser el hecho de que la capacidad
simbólica de la mente humana suele cursar por vías convergen­
tes, como acontece con la propia evolución de especies biológicas
distantes que generan formas o actos similares. Una fuente común
de la diversa simbología trascendental en una cultura arcaica pri­
migenia sería una tercera. Por éstas y otras razones, los mismos
temas, o para usar la idea de Levy Strauss, los mismos mitemas
se siguen encontrando a través de tiempos y espacios culturales
enteramente diversos.
La resurrección a partir de los huesos es otro concepto afín
entre las dos leyendas que también se encuentra en los mitos de
toda Asia, en algunas pruebas del dios germánico Thor o en el
Ezequiel bíblico. La misma idea se detecta en la leyenda andina
de la primera quena, según la cual, un príncipe, inca, habiendo
perdido a su amada, desentierra sus huesos, fabrica una flauta con
su fémur y en ella hace música al soplo de su desolado aliento.
Primero origina un melancólico yaraví evocador de la muerte y,
luego, el lamento se convierte en un alegre huayno, cuando su
espíritu resurge resonando en el hueso. Se dice que esta misma
estructura melódica del anónimo y bien conocido tema andino El
Cóndor Pasa evoca el tormento del indio rebelde Tupac Amaru
(cuyo nombre original era José Gabriel Condorcanqui), desmem­
brado en 1781 ante su pueblo en la plaza del Cuzco y su rena­
cimiento como el cóndor. Cabría reflexionar, siguiendo la tesis
de López Austin (1973), si el mito de Viracocha, el equivalente
peruano de Quetzalcóatl, vino de alguna forma a encamar en este
pionero de la lucha anticolonial de una manera similar a la que
hemos sugerido para la leyenda del retomo de Emiliano Zapata.
No debemos olvidar que, además del águila, otro pájaro en­
cama el aspecto volátil o celeste de Quetzalcóatl y que aun lle­
va el primer segmento de su nombre: el quetzal, torgo o kukul
(Pharomachrus mocinno), que es el ave heráldica de Guatemala.
Este pájaro, llamado con frecuencia el más hermoso de las Amé-
ricas, ostenta los tres colores de la bandera mexicana: el verde
jade iridiscente y metálico del dorso que contrasta con el blanco
del anverso de la larga cola y el pecho rojo carmesí. “Se diría pin­
tado sobre un fondo de oro, como los mosaicos bizantinos”, dice
Miguel Angel Asturias (1998: 151), y agrega una imagen mítica
de la lucha por la conquista:

“Por su riqueza y su amor a la libertad, este pájaro era, sin


duda, el espíritu protector (nahual) de los jefes: les ayudaba
a combatir, les acompañaba en sus empresas, y moría cuando
ellos morían. Así, a la llegada de los españoles a lo que hoy se
llama Quetzaltenango, en Guatemala, se cuenta que combatie­
ron cuerpo a cuerpo, don Pedro de Alvarado y Tecún-Uman, el
jefe de los indios. Durante el combate un quetzal volaba sobre
la cabeza del jefe indio, atacando a picotazos al conquistador y
“enmudeciendo”, dice la narración, cuando éste atravesó con
su lanza, desde su caballo (como un picador, o como el apóstol
Santiago), el pecho de aquel valiente.”

Esta ave sagrada para los mayas, cuyas plumas eran consi­
deradas joyas preciosas y cuyo nombre constituye la unidad mo­
netaria de Guatemala, es hoy difícil de ver en las selvas centro­
americanas y se encuentra en peligro de extinción. El quetzal, que
tanta importancia ha tenido entre los quichés centroamericanos,
en nuestro mito constituye un excelente símbolo del vistoso dis­
fraz con el que el “yo” pretende ocultar los aspectos negativos de
la personalidad, como sucede con el camuflaje del pájaro kukul
en la selva multicolor. Cuando el cacique Cuero de Oro, una ver­
sión de Cuculcán, se empluma con plumas de quetzal, Asturias
proclama embelesado: “ ¡Es ave y árbol! ¡Ave de sangre verde!
¡Árbol de sangre roja! ¡Kukul! ¡Es él!” (ib id ).
Este solapar lo ominoso e indeseable de uno mismo se sitúa
en las antípodas de Xólotl, el mellizo o nagual canino de Quetzal-

cóatl, lo cual resulta también de extensa importancia, porque casi


todos los mitos asocian el perro a los infiernos o al bajo mundo
en el sentido de que es el guía del ser humano en la región de los
muertos. En efecto, el perro Xólotl es el guía en el mundo inferior,
como lo es Hermes, quien ostenta, además de pies y casco alados,
el caduceo, es decir, el palo con las serpientes enroscadas; como
lo es también su antecedente, el dios Thoth de los egipcios con su
cabeza de ave. No existe mitología que no haya asociado al perro
a la muerte y al inframundo. La decimotercera y última constela­
ción del zodiaco mexicano es precisamente el perro, con lo cual se
plantea la idea de la muerte y también de la renovación. Chevalier
y Gherbrant (1988: 821) concluyen diciendo que, perro y lobo a
la vez, el sabio se purifica devorándose, sacrificándose a sí mismo
para acceder a la última etapa de su conquista espiritual. Así tam­
bién Quetzalcóatl, a través del perro Xólotl.
Alfredo López Austin (1992) hace una curiosa y bien tra­
mada proximidad de Quetzalcóatl con el tlacuache, la humilde y
curativa zarigüeya tan ubicua en los cuentos y relatos del folklore
mexicano. El tlacuache (Dipelpis marsupialis) es aquel marsupial
de manos casi humanas y cola prensil con la que roba el fuego y
quien se opone a su rival el coyote, nagual de Tezcatlipoca, al que
vence con característica astucia. Sin embargo, el tlacuache, como
el dios, es eventualmente descuartizado y se esparce por los cua­
tro rumbos. El tlacuache es suma de ambigüedades, pues cons­
tituye un mediador tan familiarizado con las cuevas de la tierra
como con las altas ramas de los árboles; es tanto el habitante de
la noche, como el portador del fuego de la mañana. El tlacuache,
nos dice López Austin con esa juiciosa audacia que caracteriza su
indagación en las antiguas religiones mexicanas, participa de la
esencia del dios: es casi Quetzalcóatl. Imbuido de la poesía del
mito, se pregunta López Austin (p. 370): “¿Acaso Quetzalcóatl, el
extractor de la luz, se deshace al morir en plumas de colores?”.
Siguiendo a Paul Shepard (1996), es oportuno señalar en este
momento que los animales surgen en los mitos como nuestros
congéneres. Los seres humanos no aparecemos en ellos fuera del
mundo animal como espectadores o controladores de la naturale­
za, sino como parte integral de ella: ni el mundo fue hecho para
nosotros, ni es nuestra creación. La continuidad con el reino ani­
mal juega un papel psicológico central; los animales de los mitos
bien nos podrían decir: “nosotros las serpientes, las águilas, los
quetzales, perros, tlacuaches, jaguares o leones, no somos sola­
mente una conveniente metáfora de pautas sociales, de emocio­
nes o personalidades humanas, somos aspectos ocultos del ser
que encarnan principios fundamentales de la existencia mediados
o acarreados por una apariencia natural”.
Ahora bien, la flecha que incorpora en el mito al animal del
entorno puede ocasionalmente invertirse y los animales del mun­
do natural abrevar de los mitos. Por ejemplo, el mayor animal
volador de todos los tiempos que tengamos noticia fue un gran
reptil de la época de los dinosaurios. Después de excavados sus
fósiles por el año de 1971 en el Parque Nacional de Big Bend en
Texas, este pterosaurio ha sido bautizado por los paleontólogos,
en manifiesto honor a la Serpiente Emplumada, como Quetzal-
coatlus northropi. Curiosamente, en los años siguientes al des­
cubrimiento de sus restos, múltiples testigos oculares aseguraron
haber visto un inmenso reptil volador enseñorearse de los cielos
téjanos (Langston, 1981). Atestiguamos así que, casi cien millo­
nes de años después de su extinción, aquel descomunal ptero­
saurio recupera el vuelo bajo el conjuro del sonoro nombre de
Quetzalcóatl.
¿Un nuevo resurgimiento del Ave Fénix y otro revuelo de la
serpiente?
23. LA SERPIENTE
r EMPLUMADA,
IMAGINARIA VIBORA DEL AIRE

“Mientras todas las aves se disipan


en la noche enroscada del reptil;
cuando todo - por fin - lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.”

José Gorostiza
Muerte sin fin (IX)

Es ilustrativo el comparar la iconografía de la serpiente em­


plumada con otras representaciones fabulosas relacionadas con
ella. El bestiario universal de la serpiente voladora es bastante
diverso (véase Cirlot, 1988) y muy relevante para nuestra inda­
gación. El catálogo de los prodigiosos seres blindados y aéreos
debe encabezarse, desde luego, con el dragón, antiguo nombre
de cualquier serpiente inmensa y usualmente alada. Hay dra­
gones en muchas culturas del mundo y la serpiente emplumada
de los mesoamericanos bien podría considerarse una variedad
especial de dragón. Ahora bien, la serpiente emplumada pare­
ce reunir las características de terrible peligrosidad del dragón
occidental, encamada finalmente como una representación de­
moniaca en la iconografía cristiana, con la sabiduría más be­
néfica del dragón oriental, emblema del poder imperial y de la

L
perversión sublimada. El dragón occidental, vigía de doncellas
y tesoros, adversario estupendo de los héroes, puede ser derro­
tado por las armas de San Jorge y de San Miguel Arcángel, por
la devoción de Santa Margarita de Antioquía y por la planta de
la Virgen Inmaculada.
Desde sus orígenes, el dragón es una bestia nada irracional al
estar infundida del conocimiento atávico, como por ejemplo Zu,
el diablo o dragón de los sumerios, que roba las tablas de la ley y
las guarda en lo alto de una montaña. Según Chevalier y Gheer-
brant (1988: 430), el simbolismo profundo del dragón en todas las
latitudes es siempre el de la ambivalencia; además, la lucha con
el dragón manifiesta el triunfo sobre fuerzas regresivas, pues “el
yo no puede triunfar sino después de haber asimilado la sombra”.
Éste es, sin duda, tema quetzalcoatliano por excelencia y forta­
lece la idea de la serpiente emplumada de Mesoamérica como un
tipo particular del dragón universal, no sólo en la iconografía,
sino también en el más hondo simbolismo.
Si se toma como miembro del bestiario de la serpiente vola­
dora, la serpiente con plumas de Mesoamérica también tiene una
cierta familiaridad con el basilisco medioeval, que es una ser­
piente con cresta o, bien, un ave con una cola escamosa; híbrido,
en cualquier caso, de pájaro y sierpe. Es el basilisco un monstruo
letal que mata con el fuego que sale de su boca, con la sola mira­
da o con un siseo mortal, por lo que también se le llama sibilus.
Por otra parte, el scitalis es una serpiente con marcas maravillo­
sas en su lomo que semejan las estrellas del cielo. Quien las vea
quedará aturdido por su belleza y será fácil presa del monstruo.
Su calor es tan elevado que debe mudar de piel también en in­
vierno. Estas serpientes voladoras, que son más bien predadores
monstruosos, distan del intrincado y exuberante simbolismo de la
serpiente emplumada, aunque es posible que hayan influido sobre
su interpretación occidental. Según hemos mencionado ya, una
manifestación rebajada de esto es la aparición de Quetzalcóatl
como una serpiente voladora más carnicera que mágica en dos
películas de Hollywood, La serpiente voladora de 1946 y Q: la
serpiente alada de 1982.
Más cercano a la morfología de la serpiente emplumada es
el anfiptero, la serpiente con alas mencionada por Heródoto y la
literatura de la alquimia. El monstruo es llamado por Lucano el
yáculo, guardián de los árboles de incienso en Arabia. Como mu­
chos otros dragones, es un vigía de tesoros de oro y joyas, pero
más bien de conocimientos secretos sobre cómo volverse inmor­
tal o cómo producir oro del plomo, tarea esencial de la alquimia.
El consumo de su sangre otorga el poder de entender el lenguaje
de los animales y la siembra de sus dientes produciría guerreros.
Así, el anfiptero llamado wyvern (gusano alado) en la mitología
nórdica, tiene una reputación más sustancial, aunque lejana de la
ambigüedad inherente que manifiesta el dragón y la serpiente con
plumas de Mesoamérica. Esta última es la única del bestiario de
la serpiente voladora en poseer plumas en vez d é escamas, perfec­
to dragón mítico para representar tendencias opuestas y patente
crisol de ambigüedades. Aún más próximo al simbolismo recu­
rrente de Quetzalcóatl está el Ouroboros, el dragón o la serpiente
gnóstica de la alquimia que al morderse la cola viene a represen­
tar vivamente el ciclo del eterno retomo.
La lámina 276 del Códice Florentino de Fray Bemardino de
Sahagún representa a una serpiente con plumas llamada, desde
luego, quetzalcóatl. En la descripción escrita del Libro XI del Có­
dice se detalla con toda fidelidad que esta serpiente descubierta
verdaderamente en México tiene plumas de tres tipos de aves:
verdes en el pescuezo, azules en la cola y los eslabones, coloradas
en el pecho. Cuando esta serpiente pica, su ponzoña mata, pero
ella también muere. Como dice Dominique Dufétel (1997: 17),
esta culebra es un ser que ya no es la serpiente cósmica de los
nahuas, aunque tampoco el monstruo del infierno cristiano o la
serpiente del Paraíso que será pisada por la Virgen Inmaculada,
sino “un ser situado en un limbo intermedio, transitorio y frágil,
ese umbral de duda y pureza de todos los principios.”
En el mismo contexto, vale la pena asomarse a lo que bien
podríamos denominar el bestiario de la ciencia y recordar que
en el estrato de una roca de 150 millones de años de antigüedad
localizada en Alemania, los paleontólogos descubrieron en 1861
una criatura fosilizada casi imposible de creer: un pequeño di­
nosaurio pero con plumas; por esta razón le llamaron Archaeop-
teryx (ala arcaica). Los seis fósiles de la especie encontrados
hasta la fecha confirman que se trató de un pequeño dinosaurio
del tamaño de una gallina, de cola larga, con dientes y garras
pero, además, plenamente emplumado. No es, como los ptero-
saurios, un dinosaurio volador, sino un reptil emplumado o más
bien, un pájaro arcaico. Archaeopteryx es entonces ejemplo pa­
tente de un fósil de transición, es decir, una verdadera mezcla
de reptil y ave. Este fósil ha sido usado como una evidencia a
favor de la teoría de la evolución, pues supuestamente se trata,
como lo postuló el propio Darwin, de un “eslabón perdido”; en
este caso, de un interludio evolutivo entre los reptiles y las aves.
Si no fuera por la evidencia fósil que presenta sus heráldicos
restos, Archaeopteryx parecería más bien una bestia fabulosa y,
en efecto, se ajusta a la idea un reptil emplumado como lo sería
el icono más representativo del dios Quetzalcóatl. Además, el
elemento más inquietante del fósil, como lo es también el de
este híbrido mítico, es precisamente la pluma en sustitución de
la escama.
Conviene aquí trazar otra tangente fisiológica. La pluma y
la escama son emanaciones córneas de la piel formadas por que-
ratina, la misma proteína que forma el pelo de los mamíferos. A
pesar de esta similitud entre ellas, hay un brinco evolutivo muy
difícil de explicar entre la pluma y la escama, pues el desarrollo,
la morfología, la genética y la configuración de la proteína cons­
tituyente son totalmente distintas en los dos productos (Brush,
1996). El híbrido de la serpiente emplumada es, entonces, un ser
biológicamente tan verosímil o tan increíble como pueda ser el
híbrido fósil Archaeopteryx, más pájaro ya que reptil por el sim­
ple hecho de poseer plumas. El dotar de plumas a la serpiente, sin
duda, es una hazaña de la imaginación mítica, que efectivamente
escenifica una fusión fantástica de propiedades, en este caso, los
atributos simbólicos de ambas: la recia escama y la tenue pluma.
No se trata, sin embargo, de un monstruo teratológico, como son
la esfinge o el basilisco biológicamente imposibles al estar forma­
dos por partes de animales conocidos. La serpiente emplumada es
un auténtico híbrido que, como el Archaeopteryx, puede ser visto
como un reptil evolucionado hacia un ave, o como la fusión de
las dos especies en una nueva. Cada una de estas dos perspectivas
sugiere un significado simbólico muy distinto.
Siguiendo con el bestiario de la ciencia, podemos agregar
que las serpientes voladoras viven aún hoy día en el sudeste de
Asia. Se trata de cinco especies del género Chrysopelea que, aun­
que carecen de alas, se lanzan desde las copas de los árboles para
planear por los aires. El biólogo Jake Socha (2002) ha reconstrui­
do su vuelo. A diferencia de las ardillas voladoras, estas serpien­
tes no sólo planean, sino que maniobran eficazmente aplastando
y ondulando su cuerpo en el aire de manera tal que, cual avispa­
dos papalotes, son capaces de conducir su curso y mantenerse
bastante tiempo en volandas. Aunque, a diferencia de la mítica
emplumada, estas serpientes siamesas no son capaces de ascen­
der, con su ondulante vuelo se infiltran audazmente en la fábula
mesoamericana de forma tal que una vez más se entretejen los
reinos en apariencia contrapuestos de lo que consideramos mito y
realidad o fantasía y ciencia.
Consideremos por un momento más, y bajo esta misma cir­
cunstancia, la anatomía del ofidio plumífero en la iconografía de
Mesoamérica. A pesar de exhibir plumas en vez de escamas, este
híbrido es a todas luces más serpiente que pájaro. Las esculturas
precolombinas, en particular muchas que provienen de la cultura
azteca o mexica, muestran a la serpiente emplumada casi siempre
enrollada y sedentaria, plenamente terrestre. Difícilmente la con­
cebimos volando sin alas y, por el solo hecho de poseer plumas,
pareciera ser que en la fusión mítica de las dos especies hubiese
dominado el fenotipo de la víbora. Sin embargo, la comprensión
fundamental que se deriva de esta representación híbrida es la de
una serpiente ondulatoria que es capaz de desplegarse espléndida­
mente y trascender su confinamiento terrestre, de volverse liviana
y remontar el aire. Pues bien, esta serpiente emplumada y zigza­
gueante no necesita alas para levantar el vuelo porque no obedece
a la gravedad de la tierra: es un ser fabuloso que revolotea en el
imaginario de los pueblos y de los humanos que entienden el pro­
fundo sentido de su polar mezcla. De hecho, estas invisibles alas
son las que vuelan más lejos y trazan la estela más elevada.
De esta manera, lejos de constituir una fantasía en el senti­
do usual, vagamente soñador y acaso algo falaz del término, tal
confección imaginaria bien puede cristalizar como una realidad
trascendental similar al mundus imaginalis de los sufis orienta­
les extensamente estudiado por el célebre erudito islamista de La
Sorbona, Henri Corbin (1969). Se trata del mundo de la imagina­
ción poética y estética que revela una presencia trascendental per­
fectamente cierta, tangible y manifiesta. Tal revelación se logra,
de manera análoga a la fisiología mágica mesoamericana, a través
del corazón, órgano del conocimiento gnóstico y núcleo dinámico
de la personalidad humana para los nahuas y muchas otras tra­
diciones humanas. En efecto, la abundante evidencia etnológica
indica que entre los indios de las Américas se toma como per­
fectamente real ese ámbito que se presenta igualmente vigoroso
en las visiones de los alucinógenos como en las vivencias de los
sueños. Dice Alberto Ruy Sánchez: “Tal vez en todo nuestro arte
(pintando esculpiendo, dibujando fuerzas que nos rebasan)... bus­
camos apresar la forma de la serpiente que nos sueña”. Y agrega
Dominique Dufétel:

“Al igual que los actores de los grandes mitos, la serpien­


te mexicana emerge de las capas profundas del sueño. Es
la materia onírica por excelencia que reina en la mente del
hombre americano y rezuma en el arte antiguo como el sue­
ño profundo que deja sobre la piel febril un rocío de sudor al
despertar.” (p. 40)

Pero, aunque construidos de una sustancia similar, el mun­


do de la imaginación activa al que se refiere Corbin trasciende
al del ensueño y, desde luego, dista mucho del concepto de rea­
lidad para el racionalismo occidental, aunque está muy cerca,
naturalmente, del mundo profundamente simbólico del primer
Romanticismo y sus oníricas secuelas que desembocan en el Su­
rrealismo.
Tal es el vasto territorio del espíritu humano donde revolotea
la serpiente emplumada, el crótalo del aire, el maravilloso dragón
de Mesoamérica.
24. LA CIUDADELA ETERNA
Y EL CORAZÓN INFLAMADO

“El quetzal, el pájaro iris que anuncia el


retomo de este nuevo Arturo, ha emigrado,
ahora hacia las regiones ístmicas del
Continente, intimando acaso nuevos
destinos.”

Alfonso Reyes
Visión de Anáhuac 1956/2002

La tarea hermenéutica de interpretar el mito mediante la aplica­


ción de un principio o de una idea rectora que le dé congruencia a
una amplia variedad de textos, objetos de arte y relatos históricos,
está bien ejemplificada y justificada en la obra de David Carras­
co (1982) en referencia a Quetzalcóatl y, en especial, a su ciudad,
la Gran Tollán. Siguiendo a Paul Wheatley, Carrasco sostiene que
ambos, el hombre dios y su ciudadela, eran símbolos religiosos in­
disolublemente ligados como figuras sagradas de autoridad y es­
pacio respectivamente, figuras que se repiten en diversas épocas y
culturas del horizonte precolombino. La sociedad urbana y la teo­
cracia se generan bajo esta luz y se mantienen alrededor de un cen­
tro ceremonial, axis mundi, que funge como un foco centrífugo y
centrípeto en el que convergen, entre otras funciones esenciales, el
control de la población, la distribución de los bienes, las artesanías
y la estratificación social. La ciudad sagrada es un símbolo de co­
hesión cósmica y mágica que se manifiesta en los lugares benditos,
en la elevación de los líderes religiosos al estrato de jefes políticos,
en la creación del calendario y de las celebraciones cíclicas. La
eterna Tollán, la Jerusalén mesoamericana, es el centro maravilloso
del que emerge un patrón de orden cósmico encamado en otras
Tollanes: Teotihuacán, Xochicalco, Tula, Chichén Itzá, Tihuanaco,
ciudades santas, centros del Mundo, imago mundi.
Por otra parte existe una unidad fundamental en los grandes
mitos de los héroes universales que Joseph Campbell (1949/1984)
denominó separación-iniciación-retomo a los cuales, sin duda,
pertenece Quetzalcóatl. El protagonista es “el héroe de las mil ca­
ras”; el mismo personaje, o mejor, el mismo símbolo, que se revis­
te de múltiples apariencias culturales para correr su aventura, tan
diferente en forma cuan similar en contenido. El héroe mitológico
tiene una infancia dificultosa y requiere de una extraordinaria capa­
cidad para sobrevivir. Ya adulto, abandona su castillo o su reino y
es atraído o llevado al umbral de la aventura. Allí encuentra a una
sombra que cuida el paso y a la que deberá derrotar, conciliar o ser
aniquilado por ella. Tras el umbral, el héroe avanza en un territo­
rio que es extraño e íntimo a la vez y en donde campean fuerzas
que le amenazan o fuerzas auxiliares que le ayudan. Así llega a la
prueba suprema y recibe su recompensa. El triunfo puede ser repre­
sentado por la unión sexual con la diosa madre, la reconciliación
con el padre o su propia divinización. Puede, si las fuerzas le han
sido hostiles, robar el don, y, en cualquier caso, expandir su con­
ciencia y enriquecer su ser. El trabajo final es el regreso, sea como
emisario protegido por las fuerzas telúricas o perseguido por ellas.
Finalmente el héroe emerge del reino de la congoja con un bien que
restaura al mundo (Campbell 1949/1984: 223-4).
Ésta es la aventura protagonizada por el héroe de todo gran
mito. Lo notable de Quetzalcóatl es que cumple con todas y cada
una de las vicisitudes del ubicuo monomito, incluso con las más
contradictorias. No sorprende que el personaje sea colocado junto
a sus pares por el propio Campbell (1974: 172) y por José Chávez
Morado en el mural de la Ciudad Universitaria, en la capital mexi­
cana que he descrito antes. Efectivamente, Buda, Moisés, Cristo,
Quetzalcóatl o Mahoma, independientemente de su lugar tan pro­
minente como figuras históricas o como forjadores de religiones,
son símbolos trascendentales porque su ejemplar epopeya habla
de mecanismos y fuerzas psicológicas fundamentales y prodigio­
sas: aquellas que representan la gran aventura del espíritu huma­
no en busca de la realidad más esencial y verdadera.
Vale la pena adentrarse en un aspecto particular de esta sim-
bología universalmente compartida, por medio del cual la tradi­
ción mesoamericana nuevamente se engarza con diversas ense­
ñanzas tradicionales de sabiduría: la que se refiere al corazón. En
efecto, el corazón inflamado de Quetzalcóatl que asciende y se
transforma en Venus es un símbolo universal cuya amplitud de
manifestaciones culturales no deja de ser inquietante pues, como
ocurre en múltiples tradiciones antiguas de sabiduría, el pensa­
miento náhuatl considera al corazón como sede de la inteligencia
y de la conciencia (López Austin, 1973; León Portilla, 1974).
En los años veinte, René Guenon (1995) analizó extensa­
mente esta fisiología simbólica del corazón en diversas tradi­
ciones de Europa y Asia. En ellas, el corazón no se toma pre­
cisamente como la sede de la razón o de los afectos, sino de la
inteligencia trascendente, la que permite una percepción directa
e intuitiva de las grandes verdades. El propio Aristóteles distin­
guía un modo superior de conocimiento o de intelecto intuiti­
vo como aquel que capta los principios generales sin necesidad
de demostraciones. El gnóstico cristiano Valentinus distinguía
también el conocimiento derivado de la percepción, y que está
sujeto a la opinión, de otro conocimiento propio del intelecto
superior (Churton: 1987: 34). Esta percepción directa, intuitiva
y suprarracional es “el conocimiento del corazón” según tradi­
ciones tan diversas, como el sufismo del Islam, la simbología
católica del Sagrado Corazón de Jesús y de María, lafilokalia de
la tradición cristiana ortodoxa, el hinduismo, o la cábala hebrea,
todo lo cual ha sido también extensamente documentado en par­
ticular referencia al sufismo por Henri Corbin (1969). En todas
estas tradiciones, el corazón representa el núcleo más central
y verdadero del ser humano, el altar más profundo al que sólo
se llega mediante un sacrificio ritual por el cual se consuma la
unión entre lo divino y lo humano.
René Guenon aventura la idea de que esta noción común a
muchas tradiciones aparentemente independientes de sabiduría,
a las cuales se deberá agregar según vemos a la mesoamericana,
debe proceder de una usanza humana primordial y prehistórica
cuyos vestigios se encuentran diseminados por doquier. A la par
de esta hipótesis tan sugerente como atrevida, Guenon establece
también una necesaria y sobria restricción. Cuando en estas tradi­
ciones se dice que la inteligencia trascendental reside en el cora­
zón, no se trata de localizarla en el espacio y en el cuerpo, lo cual
sería fisiológicamente desatinado, sino que esta ubicación debe
ser entendida de manera simbólica al hacer corresponder diversos
órdenes de la realidad. Tal acontece, por ejemplo, cuando Dante
(citado por Guenon p. 334) en su Vita Nova escribe: “el espíritu
de la vida, que mora en la más secreta cámara del corazón.” Lo
representado entonces por el corazón es nada menos que el punto
de contacto del individuo con lo divino, el centro mismo de la
individualidad y de la gnosis.
El corazón herido de Jesús que se representa usualmente in­
flamado en medio de suaves llamas, es una referencia del centro
del universo al cual llena de amor y gloria. ¿Cabe soñar una apo­
teosis más admirable?, se pregunta Charbonneau-Lassay (1997:
75). Pues bien, en efecto, es posible vislumbrar el ascenso del
corazón inflamado de Quetzalcóatl para convertirse en Venus
como una apoteosis que rivaliza con la imponente del Sagra­
do Corazón de Jesús. Hay, de hecho, que resistirse a realizar
una asociación más íntima entre ambas, aunque, una vez más,
la asociación se establece cuando menos por esa unidad de la
experiencia y del simbolismo que suponemos comunes a todos
los seres humanos.
Se apetece plantear en este punto que una diferencia esen­
cial entre la enseñanza de Quetzalcóatl y de las otras tradiciones
mesoamericanas que le son antagónicas al estar asociadas al sa­
crificio humano (cuya función era precisamente arrancar el co­
razón y ofrecerlo a los dioses para asegurar la continuidad del
tiempo), sea precisamente que estas últimas hayan quizás tomado
literalmente tal ubicación. Pero esto es sólo una especulación que
necesitaría de evidencias históricas para poder sostenerse.
En cualquier caso, el mito de Quetzalcóatl es notable porque,
si bien en muchos de sus aspectos y fases recuerda a los de otras
latitudes, constituye en su totalidad algo único; posiblemente uno
de los mitos más completos por los elementos universales que
lo conforman. En efecto, el de Quetzalcóatl es un mito de ori­
gen y destrucción que trata de los dioses y de un héroe salvador
y fundador de ritos y cultos en los que se toca la relación de la
eternidad con la vida terrestre y se abordan tanto el renacimiento
como la transformación cósmica, el totemismo y el nahualismo o
la capacidad de poseer un alter ego animal. El mito ciertamente
nos sugiere vivamente la naturaleza ambivalente del ser humano,
el conflicto entre fuerzas polares y su posible resolución. La exis­
tencia se nos presenta como un círculo que el ser humano trata
inútilmente de trascender. Debe, en cambio, chocar con su dene­
gada esencia, asumir su lado oscuro, sus límites biológicos y su
muerte. Como consecuencia de esta toma de conciencia, el héroe
se inmola, renace en el espacio y vuelve a descender cíclicamen­
te. Es, al mismo tiempo, un hombre que se hace héroe, planeta o
deidad y un dios de múltiples apariencias que encama y retoma
en múltiples hombres.
A través del retomo del héroe iniciado, y por la inteligencia
del corazón, es manifiesto e inagotable el revuelo de la serpiente.
25. LA NATURALEZA SERPENTINA
Y EL SACRILEGIO NECESARIO

“Hombrecito, ¿verdad que es un mal sueño


esa historia de la serpiente, de la cita y de
la estrella?...
Pero no contestó a mi pregunta y dijo:
- No se ve lo que es importante...”

Antoine de Saint Exupéry


El Principito (Cap XXVI)

A pesar de la tradición bucólica y pastoral que la' suaviza y pre­


tende domesticar, la naturaleza es verdaderamente temible, un
mundo indómito que incluye presas destrozadas y devoradas por
feroces predadores o catástrofes espeluznantes que se imponen
desde el virus letal hasta el terremoto y desde el gen cancerígeno
hasta la galaxia caníbal y el voraz agujero negro. Así de terri­
ble es también el mundo propiamente humano, no sólo porque
la naturaleza es nuestro obligado entorno, sino, especialmente,
porque somos seres encamados en una realidad natural tan am­
bigua como brutal: la realidad del cuerpo, parte inseparable de
la naturaleza. En efecto: junto a la prodigiosa bendición de los
sentidos y los dichosos placeres que nos deparan, el cuerpo nos
somete irremisiblemente y sin piedad alguna a las cuatro señales
del sufrimiento en el lacónico catálogo del sabio y compasivo
Buda: dolor, enfermedad, vejez, muerte. Este aspecto ciertamente
atroz de la naturaleza y de la vida es verdaderamente telúrico y
serpentino: no salta a la vista en el paisaje que hasta hace poco se
plasmaba en el lienzo, ni tampoco queremos atenderlo delibera­
damente. Pero sólo es necesario abatirse a la superficie del suelo,
al ámbito propio del reptil, para atestiguar que la decadencia del
follaje y del tronco caído constituye al mismo tiempo y en el mis­
mo movimiento la ruinosa podredumbre del árbol y la pródiga
fertilidad de la tierra. Sólo es necesario penetrar al microcosmos
de la fisiología para comprobar que los poderes regeneradores de
las células y los tejidos son vanos ante el empuje inexorable del
desgaste, la enfermedad y la desolación. Tal es el mundo de la
Tierra, justamente representado por la devastadora diosa nahua
Coatlicue, la Kali mesoamericana, quien con una mano provee y
con la otra cercena.
La polémica crítica de arte y analista literaria italo-estado-
unidense Camille Paglia (1990) llama a este mundo destructivo y
doloroso de la naturaleza “ciánico” (como en tectónico), y con su
peculiar y provocadora efervescencia agrega:

“La naturaleza es serpentina, un lecho de vainas entrelazadas


que reptan y gatean avanzando esos dedos sordos de féti­
da vida orgánica que Wordsworth nos mostró como hermo­
sos.”

Paglia considera que este arquetipo de la naturaleza tan pró­


diga de vida como de muerte se identifica en todos los mitos y
en el mundo moderno con la mujer, y si bien es posible convenir
con ella que la presencia de la naturaleza parece ser más patente
en la mujer por la menstruación, la preñez, la lactancia o incluso
por la floral morfología de la vulva, también parece ser mucho
más definitiva su presencia en el cuerpo humano en general por
aquello que nos es corporalmente común a todos los miembros
de la especie. En efecto, aunque es cierto que los varones no
padecen menstruo o parto, en el ámbito de la sexualidad deten­
tan un pene fungiforme y también sufren pubertad, enfermedad
venérea o climaterio. Además, la esclavitud humana al placer y
al dolor es tan neutra en su género como universal a lo largo de
la historia y a lo ancho de la geografía, sin que esto niegue que
los dos sexos tengan formas diversas de sufrirlos o contender
con ellos y que Paglia explora y amplifica gráficamente en la
cultura occidental.
Contra este revuelo incesante de creación y destrucción que
le es tan ominoso y terrible, el ser humano antepone el arte que
por definición estética y necesidad expresiva intenta fijar al mun­
do, parar el flujo inexorable. Esto incluye no sólo a los acervos es­
táticos de la pintura o la escultura, sino también a las artes aparen­
temente más dinámicas como el teatro y el cine, pues enmarcan
y sujetan a la supuesta realidad en precintos y recuadros cerrados
donde transcurre una acción inventada, mera representación de
la vida. En cambio, la naturaleza no representa nada, solamente
es y se nos presenta tal cual es, en particular, al constituir nuestro
propio cuerpo, escenario, finalmente, de aquellos procesos ínti­
mos que en la fisiología se llaman anabólicos y catabólicos, es
decir constructivos y destructivos, tan ajenos -.¡aunque sólo en
apariencia!- a nuestra conciencia y a nuestro yo. En la poderosa
simbología del mito de Quetzalcóatl, al arquetipo de la serpiente
como la fuerza telúrica de la naturaleza se opone el águila de la
creación humana. Tal es la dualidad, pero también la unidad; tal
es, en fin, la humana ambivalencia.

m
Esta interpretación del mito americano necesariamente se
enlaza a otra previa engendrada hacia 1870 por Friedrich Nietzs­
che (2001) en El nacimiento de la tragedia. Se trata de la duali­
dad entre lo apolíneo y lo dionisiaco, deslumbrante idea que ha
alcanzado una gran difusión no sólo en la estética, sino en múl­
tiples ámbitos del pensamiento del Siglo XX. El carácter apolí­
neo pertenece al dios Apolo, la resplandeciente divinidad de la
luz, la bella apariencia del mundo. Sus atributos son los de la
mesura, la sabiduría ascética, el sosiego, la confianza y el deber.
Todos ellos fácilmente se pueden atribuir al rey sacerdote Topil-
tzin de Tula, antes de la caída en la embriaguez, la bacanal y la
tenebra. Es el mundo del logos y del águila. En dramático con­
traste con estos atributos, lo dionisiaco deriva del dios Dionisio
o Baco y es una manifestación del desorden natural, que explota
entre los griegos y otras múltiples culturas en forma de música y
festividades desenfrenadas. El principio dionisiaco surge como
una embriaguez o un éxtasis donde la individualidad se disuel­
ve en el canto y el baile del misterio excitante y alucinante de
Eleusis o, en una versión harto trastocada pero más actual, en el
carnaval de Río de Janeiro. El sátiro y el macho cabrío de las le­
yendas medioevales están tan cerca de Baco como los bebedizos
de las brujas. En el ámbito de lo dionisiaco la voluptuosidad y la
crueldad se mezclan con el júbilo de manera tal que finalmente
campean las emociones más seductoras, exuberantes e imprevi­
sibles, la vitalidad más desbordada.
En referencia a nuestro mito parece más que justificado decir
que lo apolíneo es tan central en el simbolismo del águila como
lo dionisiaco en el arquetipo de la serpiente. En este contexto,
bien podemos imaginar al mesurado y enaltecido rey Topiltzin
rasgando el velo de Maya, la apariencia apolínea de su existencia,
mediante la embriaguez y el incesto, un sacrilegio aparentemen­
te necesario para atisbar y penetrar esa otra naturaleza tan aje­
na, reprimida e ignorada y al mismo tiempo tan intrínsecamente
suya, tan íntimamente nuestra. Tal toma de conocimiento sobre
esta horrenda realidad es la que impulsa al hombre dionisiaco en
un acto deliberado que para Nietzsche genera y constituye la tra­
gedia. Ese choque con la faceta denegada también engendra la
poesía nahua, la “flor y el canto”. Pero ocurre que mediante su
derrota el héroe trágico se redime del impulso hacia la existencia
dionisiaca: la solar energía apolínea salva finalmente a Topiltzin
Quetzalcóatl de su auto aniquilación al trastocar la pira funeraria
de su autoinmolación por la eterna luz del planeta Venus.
Pero una vez visto y asumido, el impulso dionisiaco ya no le
puede abandonar y le hace retomar una y otra vez al voluptuoso
seno del océano y de la tierra. En el mito de la serpiente con plu­
mas ocurre entonces una alianza, una interpenetración por demás
lúcida de estos dos principios. Sin embargo, es difícil decir si de
esta forma ocurre una resolución de la ambivalencia y del conflic­
to, pues los principios se nos presentan hasta aquí como incom­
patibles, fuera del eterno retomo de uno y otro en ritual y fatal
secuencia. Sin embargo, el meollo del mito de.la serpiente con
plumas es, como veremos ahora, la posibilidad de que la antítesis
pueda ser asumida, resuelta y derrotada.
La antítesis repetida sin cesar entre anabolismo y catabolis­
mo, entre lo apolíneo y lo dionisiaco, es el incesante revuelo de
la serpiente.

i
26. LA ANTÍTESIS ASUMIDA,
RESUELTA Y DERROTADA

“La serpiente es movimiento vital, es


coincidentia oppositorum y su resolución.
La serpiente es el círculo sin principio ni
fin, o sea, es el principio y es el fin: es vida y
es muerte en el mismo instante estético.”

Sara Ladrón de Guevara


(2001)

Entre otras cosas, el mito de Quetzalcóatl nos dice, con la irracio­


nal precisión de la parábola, que la enconada lucha por trascender
los límites biológicos, por superar la insignificancia, por hacemos
perdurables, son los causantes de nuestra desgracia. La misma idea
ha sido ampliamente elaborada por Emst Becker (1977) quien, bajo
la influencia de la escuela post freudiana de Otto Rank y Norman
O. Brown, propone que el origen del mal y de la desigualdad en el
mundo emanan originalmente de la necesidad del ser humano de
lograr una imagen transcendental de sí mismo y de negar su natura­
leza animal y biológica; en último término, de evadir su decadencia
y la muerte. Por esta razón, los códigos sociales para destacar logros
y asegurar mérito, como sucede con el dinero, se vuelven sagrados
porque su función última es negar la caducidad de la muerte.
Asimismo, de la identificación con el estado, el líder y la cau­
sa surge la promesa de trascendencia y entonces el ser humano
daña, no porque sea fuerte sino, paradójicamente, porque se siente
débil. Por la misma razón aceptamos de buen grado la limitación
de la libertad, tema elaborado también por Erich Fromm (1972)
quien, en forma similar a Becker, concluye que el camino para
reducir el mal en el mundo sería el conocimiento de uno mismo,
pero advierte que ésta es la tarea más difícil porque habrá de con­
frontamos forzosamente con la caducidad y la sombra.
Se destaca, entonces, en el mito mesoamericano una polari­
dad patente y general: la lucha entre un aspecto creativo o tras­
cendente y otro decadente o destructivo: el eros y el thanatos.
Pero además de esta dicotomía genérica, quizás simbolizada por
el duelo permanente del dios Quetzalcóatl con su oscuro hermano
Tezcatlipoca y con su nagual Xólotl, hay en cada uno de nosotros
una angustiosa dualidad personal: un yo oficial y aceptable, a la
luz de la conciencia, y el otro yo escondido, negado, temido: el
Dr. Jekyll y Mr. Hyde o la personna y la sombra, en la termino­
logía junguiana (Jung, 1964). El lado oscuro es la serpiente, el
arquetipo de lo ominoso, tanto más terrible cuanto más negado y
reprimido. Como sucede en Moby Dick de Herfnan Melville, la
gran ballena blanca que simboliza al aspecto denegado, temible y
sumergido del capitán Ahab, puede llegar a convertirse en la tum­
ba inmortal no sólo de su perseguidor, sino de toda la goleta y su
poderosa tripulación. En cambio, cuando el individuo confronta
su lado negativo, se percata de los aspectos que rechaza en sí mis­
mo y que le son tan ostensibles en los demás: la eterna historia de
la paja y la viga. Esta confrontación es un proceso lento, arduo y
doloroso, pero finalmente iluminador y emancipador. El resultado
es la integración de la personalidad, representada en nuestro mito
por el jaguar, o, en los de otras latitudes, por el león. La cabal con­
frontación con la sombra y, después, con la muerte es el sentido
del viaje al bajo mundo y de la fusión final en el ofidio alado, en
el crótalo del aire, de los dos aspectos antagónicos representados
por el águila y la serpiente. El aceptar este mundo ominoso impli­
ca amarse a uno mismo. Tal es el revuelo de la serpiente.
Uno de los temas clave al que Jung (1964) recurre una y otra
vez es exactamente este mismo: la idea de que jamás alcanzare­
mos nuestra totalidad si no asumimos la oscuridad que hay en nos­

I
otros, oscuridad que se presenta en los sueños y se representa en
los mitos como una serpiente que, si bien terrible, es la poseedora
de la llave de ese conocimiento.
En lo que se refiere a la batalla entre el héroe y el mal, se
pueden diferenciar dos tipos de mitos. En el primero, el héroe
(San Jorge, Sigfrido) derrota al dragón o al monstruo, pero en el
segundo, menos frecuente, el monstruo se traga al héroe: Jonás es
engullido por el gran pez; Orfeo desciende a los infiernos, santa
Margarita es tragada por el dragón. En este último tipo de mito el
héroe, que representa al yo de la conciencia, debe asumir que la
sombra existe y debe asimilarla. A esa sombra se enfrentó Quet­
zalcóatl en cuatro estadios representados en otros tantos mitemas
de la narración, particularmente la del rey Topiltzin. En el prime­
ro, se advierte en un espejo que le procuran los emisarios de la
noche o el propio Tezcatlipoca, y que refleja una espantosa ima­
gen de sí mismo que nunca había percibido: el aspecto efímero,
instintivo, terrestre, biológico. Topiltzin ante el espejo recuerda
a Dorian Grey ante su retrato: ambos enfrentan su verdadera faz
de tal forma que decadencia y vampirismo se hermanan en esa
intolerable imagen de sí mismos. En la siguiente etapa del mito,
el rey se disfraza de ave, adquiere un atavío celeste que lo hace
presentable ante sí mismo y el mundo: unapersonna que oculta la
verdadera y terrible faz. En la tercera, se produce la embriaguez y
el incesto que marca la aparición de lo femenino, del anima, con
lo que emerge no sólo la sexualidad reprimida, sino el aspecto
femenino de la mente y la faceta dionisiaca de la existencia. Ade­
más, el incesto es la transgresión más violenta de la ley natural
que el propio héroe se había impuesto a lo largo de una vida de
sacrificio y austeridad. La confrontación con lo más negativo, con
la decadencia y la muerte es entonces inevitable. Y ésta es la cuar­
ta fase simbolizada por la huida, la peregrinación y el descenso al
bajo mundo.
Pero sucede que la inmersión total en el abismo del cuerpo,
en la faceta reprimida, en la realidad de la muerte, en la natura­
leza telúrica, es profundamente liberadora y marca la posibilidad
de una nueva vida. El hombre renace en el cosmos. El dios fe­
cunda a los nuevos seres humanos. La polaridad serpiente-águila
queda entonces abolida por la fusión de los principios contrarios,
coincidentia oppositorum, síntesis que inaugura un nuevo ciclo
cósmico e histórico. Se trata de la oposición fundamental entre
el ser y el no ser que para Levi-Strauss (1976: 627) es la genera­
dora de las antinomias en todos los mitos. La misma oposición,
ciertamente, que atormenta al melancólico príncipe Hamlet en su
célebre monólogo que se inicia diciendo “Ser o no ser, he ahí
el dilema”. Idéntico camino recorrió el Padre Sergio, el ascético
protagonista de la pequeña historia que con este nombre escribió
León Tolstoi y quien sólo encontró la paz después de caer en la
tentación camal. Alberto Davidoff (1996: 170) considera que los
informantes nahuas nos informan a través de Bemardino de Saha-
gún de la muerte no sólo como el inapelable final dé nuestra vida,
sino también como “una muerte accesible para los vivos en la que
se llega al límite de la entrega de la persona y donde uno es re­
cogido por la fuerza del dios que nos habita y al que de cualquier
manera afectábamos al retenemos”, lo cual es un asunto gnóstico
por excelencia.
El mito en su totalidad pertenece a una categoría universal en
la que se funden personajes antagónicos. Por ejemplo, en el Rig
Veda, el sol y prototipo de los dioses, recibe a veces el nombre y
el atributo de la serpiente. Agni, el dios del fuego, es también un
demonio. El mito de Varuna, el dios celeste que al mismo tiempo
es una maligna víbora, revela también la biunidad divina, una
esencia mucho mas sustanciosa que lo que permite concebir una
escueta racionalidad. Dice Mircea Eliade (19.72: 374): “el mito
expresa plástica y dramáticamente lo que la metafísica y la teo­
logía definen dialécticamente”. Y la coincidentia oppositorum es
la manera arcaica por la que se expresa y asimila la paradoja de
la realidad divina. De allí mismo parten las tesis de Meister Eck-
hardt y de Nicolás de Cusa. De allí Ometéotl, la dual y suprema
deidad nahua. Pero, además, en Quetzalcóatl queda también ci­
frada la paradoja y la posible integración de la escindida realidad
humana. Quizás podríamos reconocer en su enseñanza el esfuer­
zo del gnóstico o del místico universal por suprimir y trascender
los extremos contrarios, por reconciliar los elementos conflictivos
de su personalidad, por totalizarse. En la Serpiente Emplumada
vemos cifradas alternativamente, como en una ilusión de óptica,
las dos fases consecutivas del posible desenvolvimiento de la per­
sonalidad humana: el disfraz de la serpiente como ave y la fusión
de las dos especies opuestas en una nueva.

El mito de Quetzalcóatl es real y potencialmente gnóstico


porque puede tomar vida en cada uno y simbolizar o articular
esa febril batalla interior por el saber trascendental y la redención
final. El espíritu se descubre en esa lucha, auténtica jihad, y para
liberarse tiene que transgredir aquellos dualismos y polaridades
que tan fácilmente se acomodan a una estrecha racionalidad. Y si
bien la búsqueda es individual, radicalmente individual, hay un
instrumento social a la altura del reto: el arte, que para los anti­
guos mesoamericanos era “flor y canto”. Pero no se trata, natural­
mente, de cualquier arte, sino de aquel que es capaz de revelamos
algo de la realidad trascendental: un arte emancipador y sacro. La
trascendencia auténtica puede ser efectivamente comunicada me­
diante la maestría del arte, en particular del lenguaje poético y de
aquella metáfora descarada que acarrea y transgrede los significa­
dos. El mundo está en espera de una transformación ascendente y
el humano es el ser capaz de hacerlo a través de las artes.
El camino de la gnosis es el de encontrar y llegar a conocer
a la deidad o al principio trascendente y creativo del mundo en el
ámbito interior de uno mismo. Reconocer y experimentar esto en
toda su magnitud es el gran reto y la hora suprema del gnóstico.
El momento extático es el de la percepción directa que advierte en
el propio ser la chispa divina y la degradación divina. Chispa por­
que reconoce que la divinidad allí reside y degradación pues, para
hacerlo, la divinidad ha tenido que sufrir una disminución, una li­
mitación y un exilio en la naturaleza. He aquí la doble esencia y el
doble símbolo de la serpiente emplumada: el águila como aquella
chispa y la serpiente como esta limitación. Se trata, finalmente, de
una resurrección durante la vida por la cual se adquiere una nueva
vida, de un despertar por el cual las apariencias adquieren nuevos
significados. Se trata con toda precisión de una gnosis, es decir, de
una sensibilidad particular que opera en el mundo del conocimien­
to, más que en el mundo de la fe o bien, precisando mejor, en el
mundo del saber más que de la creencia. Este saber liberador está
reservado para aquellos dispuestos a llevar a cabo sobre sí mismos
una transformación tan incierta como dolorosa: la fusión de dos
especies aparentemente contrarias en una sola.
El revoloteo de la serpiente constituye no sólo un torbellino
sino una epifanía por la cual se funden dos órdenes antitéticos:
los bucles batientes de los ciclos naturales y la flecha alada de
la eternidad. Es el caos domesticado, es la imaginación humana
pugnando por desplazar los límites de la naturaleza.
¡Es el revuelo de la serpiente!
BIBLIOGRAFÍA

Abou, S.: Las “repúblicas” jesuíticas de los guaraníes (1609-


1768) y su herencia. Buenos Aires: M. Zago, 1995.
Abreu Gómez, E.: Quetzalcóatl. México, D.F.: Antigua Librería
Robredo de José Porrúa e hijos, 1947.
Acuña, J.B.: Quetzalcóatl: Poema Sagrado. San José de Costa
Rica: Trejo Hermanos, 1947.
Alfaro, A.: “La Virgen y su enemiga”. Artes de México, número
37, pp. 32-52, 1997.
Arochi, L.E.: La pirámide de Kukulkán. Su simbolismo solar.
México: Editorial Orion, 1976
Asturias, M.A.: Leyendas de Guatemala. Buenos Aires: Losada,
1998.
Aveni, A.F., Gibbs, S.L.: “On the orientation o f precolumbian
buildings in central México”. American Antiquity 41: 510-
517, 1976.
Bartra, A.: Quetzalcóatl. Prefacio de Anna Muría. México: Uni­
versidad Autónoma Metropolitana, 1988.
Bartra, R.: La jaula de la melancolía. México: Editorial Grijalbo,
1987.
Becker, E.: La lucha contra el mal. México: Fondo de Cultura
Económica, 1977.
Benitez, F.: Los indios de México. México: Era. Vol 2, 1968; Vol
3, 1970; Vol 4, 1972.
Bettelheim, B.: Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Barcelona:
Editorial Crítica, Grijalbo, octava edición, 1986.
Bidney, D.: “Myth, symbolism, and truth”. En: Myth, a Sympo-
sium. (Editado por Thomas A. Sebeok). Bloomington y Lon­
dres: Indiana University Press, pp. 3-25, 1965.
Bloom, H.: Omens o f Millenium. Londres: Fourth State, 1997.
Blumberg, H.: Trabajo sobre el mito. Barcelona: Paidós, 2003.
Brush, A.H.: “On the origin o f feathers”. Journal o f Evolutionary
Biology 9:131-142, 1996.
Cadogan, L.: La literatura de los guaraníes. México, D.F.: Joa­
quín Mortiz, 1970.
Campbell, J.: The mythic image. Princeton: Princeton University
Press, Bollingen Series, 1974.
Campbell, J.: El héroe de las mil caras. México: Fondo de Cultu­
ra Económica, tercera reimpresión, 1949/1984.
Cardenal, E.: Los ovnis de oro. Poemas indios. Madrid: Visor,
1992.
Carrasco, D.: Quetzalcóatl and the irony ofEmpire. Chicago: The
University o f Chicago Press, 1982.
Cassirer, E.: El mito del estado. México: Fondo de Cultura Eco­
nómica, 1947. (Cuarta reimpresión, 1982).
Castellón Huerta, B.R.: Análisis estructural del ciclo de Quet­
zalcóatl. México, D.F.: Biblioteca del Instituto Nacional de
Antropología e Historia. 1997
Castellón Huerta, B.: “Cúmulo de símbolos. La serpiente emplu­
mada” . Arqueología Mexicana, Vol 9, número 53: 28-35,
2002 .
Cemuda, L.: Quetzalcóatl. (Poema escrito en 1942). En: Poe­
sía del Exilio. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica,
2003.
Cirlot, J.-E.: Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor, 1988.
Charbonneau-Lassay, L.: El bestiario de Cristo. Barcelona: So-
phia Perennis, 1997.
Chevalier, J., Gheerbrant, A.: Diccionario de los símbolos. Bar­
celona: Herder, 1988.
Churton, T.: The Gnostics. New York: Bames & Noble, 1987.
Corbin, H.: Creative imagination in the sufism oflbn ’A rabi. Prin-
ceton, N.J.: Princeton University Press, Bollingen Series,
1969
Correa, P.M. La religión popular en el estado de Guanajuato: el
culto a la Santa Cruz del Puerto de Calderón. Facultad de
Filosofía, Universidad Autónoma de Querétaro. Disponible
en la red.
Davidoff Misrachi, A.: Arqueologías del espejo. Un acercamien­
to al espacio ritual de Mesoamérica. México, D.F.: Danzig
Monastir, 1996.
Davidson, G.: A Dictionary o f Angels. Nueva York: The Free
Press, 1967.
De la Garza,M.: El universo sagrado de la serpiente entre los
mayas. México, D.F.: Universidad Nacional Autónoma de
México, 1984, Segunda reimpresión, 2003.
De la Garza, M.: “Serpientes sagradas entre los mayas”. Artes de
México, No. 32, pp. 53.
Díaz Infante, F.: Quetzalcóatl; ensayo psicoanalítico del mito na-
hua. Xalapa, México: Universidad Veracruzana, 1963.
Díaz, J.L.: “Quetzalcóatl: Vitalidad e interpretación del gran mito
mesoamericano”. Cuadernos Americanos (México: UNAM),
5 (núm. 71): 198-237, 1998.
Dufétel, D.: “Los reinos del sueño”. Artes de México, No. 32, pp
40.
Dufétel, D.: “Entre Quetzalcóatl y el maligno”. Artes de México,
No. 37, 1997.
Dufétel, D.: “El canto de la serpiente”. Artes de México, No. 56,
pp. 16-23,2001.
Dumézil, G.: El destino del guerrero. México, D.F.: Siglo XXI,
2003, primera edición en español de 1979.
Eliade, M.: Shamanism. Archaic techniques ofecstasy. Princeton:
Princeton University Press, Bollingen, 1964.
Eliade, M.: Tratado de historia de las religiones. México: Era,
1972.
Elizondo Alzaraz, C.: Vida y grandeza de Nezahualcóyotl. Tolu-
ca, México: Instituto Mexiquense de Cultura, 1996.
Florescano, E.: El mito de Quetzalcóatl. México: Fondo de Cul­
tura Económica, 1993.
Florescano, E.: Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamé-
rica. México, D.F., Taurus, 2004.
Fromm, E.: El lenguaje olvidado. Buenos Aires: Hachette, 1972.
Fuentes, C.: El espejo enterrado. México: Fondo de Cultura Eco­
nómica, 1992.
Garibay, A.M.: Poesía Náhuatl III. México: Universidad Nacio­
nal Autónoma de México, 1968.
Garibay, A.M.: Historia de la literatura náhuatl. México, D.F.,
Editorial Porrúa, 2000.
Garibay, A. M.: Pórtico a La Huida de Quetzalcóatl de M. León
Portilla. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 9-12,
2001.
González Rui, F.: Las máscaras de Quetzalcóatl. Arqueología
Mexicana 9(53): 60-63, 2002.
Guénon, R.: Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. Bar­
celona: Paidós, 1995
Herrera Angel, M. “Señores del tiempo de la conquista”. Revista
Credencial Historia (Bogotá - Colombia), Números 38-44,
febrero - agosto, 1993.
Isaacs, J. Las tribus indígenas del Magdalena. Disponible en
la red.: http://www.banrep.gov.co/blaavirtual/letra-t/tribus/
cap%202.4.1.htm
Jáuregui, J.: “La serpiente emplumada entre los coras y huicho-
les”. Arqueología Mexicana 9(53): 64-69, 2002.
Johnson, E.: Quetzalcóatl -J e sú s in the Americas? Mormonism
Research Ministry.
Jung, C. (editor): Man and his symbols. Nueva York: Doubleday,
1964.
Kermode, F.: D.H. Lawrence. Biografía literaria. Barcelona: Ge-
disa,1973
Krause, E.: Emiliano Zapata. México: Fondo de Cultura Económica,
1987.
Krupp, E.C.: “Springing down the banister”. Sky and Telescope,
Marzo de 1996, pp. 59-61.
Krupp, E.C.: “Falling for the evening star”. Sky and Telescope,
Mayo de 1996.
Krupp, E.C.: “Fire Bird”. Sky and Telescope, Febrero de 2001,
pp. 102-104.
Ladrón de Guevara, S.: La obsesión de la serpiente. Artes de
México, No. 32, pp. 59, 2001.
Lafaye, J.: Quetzalcóatl y Guadalupe. México: Fondo de Cultura
Económica, segunda edición, 1985.
Langston, W., Jr.: “Pterosaurs”. Scientific American, 244: 122-136.
Lawrence, D.H.: La Serpiente Emplumada. Barcelona: Bruguera
(2a edición)
León-Portilla, M.: Quetzalcóatl. México: Fondo de Cultura Eco­
nómica, 1968.
León-Portilla, M.: “Nezahualcóyotl, su vida y su pensamiento”.
Artes de México 19 (151): 4-14, 1972.
León-Portilla, M.: La filosofía náhuatl. México: Universidad Na­
cional Autónoma de México, cuarta edición, 1974.
León Portilla, M.: La Huida de Quetzalcóatl. México: Fondo de
Cultura Económica, 2001.
Levi-Strauss, C.: Structural anthropology. New York: Basic bo-
oks, Harper, 1963.
Levi-Strauss, C.: Tristes trópicos. Buenos Aires: Editorial Uni­
versitaria de Buenos Aires, 1970 (primera edición de 1955).
Levi-Strauss, C.: El hombre desnudo. México: Siglo XXI, 1976.
Lezama Lima, J.: La expresión americana. Madrid: Alianza Edi­
torial, 1968
López Austin, A.:Hombre-dios; religiónypolítica en el mundo náhuatl.
México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1973.
López Austin, A.: Los mitos del tlacuache. México, D.F.: Alianza
Editorial. Segunda edición, 1992.
Martínez, J.L.: Nezahualcóyotl, vida y obra. México: Fondo de
Cultura Económica, 1972
Monsiváis, C.: El magisterio. Notas para una crónica.
http://www.alternativaeducativa.df.gob.mx/monsivais.html
Montemayor, C.: El huracán y Quetzalcóatl. México, D.F. La Jor­
nada. Martes 6 de julio del 2004, pag 5a.
Montesino, J: Mitología Guaraní. Disponible en la red (2002).
http://ww w .redparaguaya.com /Libros/M ontesino/M itolo-
giaMontesino/
Muría, A.: “La inspiración mexicana”. En Bartra, A.: Quetzal­
cóatl. México, D.F., Universidad Autónoma Metropolitana,
1988.
Murrillat, H.C.: The Gnostic Apostle Thomas: “Twin” o f Jesús.
Disponible en la red: http://rnembers.aol.com/didymus5/tho-
mas.html
Nicholson, H.B.: Topiltzin Quetzalcóatl. The Once andFuture Lord
o f the Toltecs. Boulder: Colorado University Press, 2001.
Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra. Barcelona: Círculo de Lec­
tores, 1970.
Nietzsche, F.: El nacimiento de la tragedia. Traducción de Andrés
Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 2001.
Noelle, L.: “Quetzalcóatl urbano”. Artes de México, número 71,
pp. 30-45, 2004.
Ortiz de Montellano, B.: The mesoamerícan calendar:philosphy and
computations. Grito del Sol, Quinto Sol Publications, 1979.
Paglia, C.: Sexual Personae. New York: Vintage Books, 1990.
Paz, O.: “Entre orfandad y legitimidad”. Prefacio al libro de La-
faye (op. cit.).
Paz, O.: El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura
Económica, 1970. Séptima reimpresión, 1972.
Pellicer, C.: Obras. México: Fondo de Cultura Económica, se­
gunda reimpresión, 1986.
Peterle, M. Disponible en la red (2002). http://geocites.yahoo.
com.br/historiahoje/rev:cta3/artigo 1.htm
Piña Chan, R.: Quetzalcóatl, Serpiente Emplumada. México:
Fondo de Cultura Económica, tercera reimpresión, 1985.
Prola, Juan Ignacio. Disponible en la red (2002). http://www.
juany. waycom.com.ar/elidioma.htm
Quiñones, E.: “Quetzalcóatl, patrono dinástico mexica”. Arquelo-
logía Mexicana 9(53): 46-49, 2001.
Reko, B.P.: Mitobotánica Zapoteca. Edición particular. Tacuba-
ya, México, D.F., 1954.
Reyes, A.: Visión deAnháuac. México D.F.: Planeta/ Joaquín Mortiz,
2002.
Río, E. del (Rius): Quetzalcóatl no era del PR1. México: Grijalbo,
1987.
Sahagún, B.: Florentine Codex (Anderson, A. Y Dibble, C., tra­
ducción, notas, introducción). Santa Fe, New México: School
o f American Research, 1950-1969.
Salles-Reese, V. From Viracocha to the Virgin ó f Copacabana.
University o f Texas Press, 1997
Sánchez, A.R.: “Los sueños de la serpiente”. Artes de México, No.
32, pp 6-7.
Sánchez, A.R.: “Más sueños de la serpiente”. Artes de México,
No. 37, p. 6, 1997.
Sánchez, A.R.: “Los mil y un cuerpos de la serpiente”. Artes de
México, No. 56, pp. 6-7, 2001.
Sánchez, A.R.: “Antiguas serpientes nuevas”. Artes de México,
No. 71, p. 7, 2004.
Savoy, G.: On the travel o f the Feathered Serpent. Indianapolis:
Bobbs-Merrill, 1974. http://www.aefosc.org/grandophir/
grandvoyage.html
Séjoumé, L.: El universo de Quetzalcóatl. México: Fondo de
Cultura Económica, 1962.
Shepard, P.: The Others: how animals made us human. Island/
Shearwater, 1996.
Socha, J.J.: “Gliding flight in the paradise tree snake”. Nature
418: 603-604, 2002.

You might also like