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BONIFACIO
EN LOS CAMPOS DE BATALLA
CATÁLOGO Y DVD
Área de Edición y Producciones
COMUNIDAD DE MADRID Audiovisuales del CBA
César Rendueles
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Valladolid
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© Pep Escoda
© Javier Campano
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© Antonio Cortés
© Eva Sala-Círculo de Bellas Artes
© Víctor Gimeno
© Archivo fotográfico de Bonifacio
© Mercedes Iturbe
© Arturo Luján
© Estudio Solorzano
© Jaume y Jordi Blassi
ISBN-13: 978-84-86418-85-4
Dep. Legal: M-3870-2007
BONIFACIO
EN LOS CAMPOS DE BATALLA
Bonifacio Alfonso (1933) es uno de los miembros más destacados de una generación de
creadores que transformaron la pintura española con una aproximación a las artes plásti-
cas extremadamente intensa, asociada a una denodada batalla interior. En palabras del
propio Bonifacio: «Yo vivo la sensualidad de la pintura como una ceremonia dramática. El
cuadro es un objeto que te da vida o te la quita». Y en efecto, los cuadros de Bonifacio tras-
lucen una rara energía, reflejo de una peculiar integridad artística, esto es, de la íntima
copertenencia de su vida y su obra. Artista de mil caminos, ha sabido continuar una
estirpe de creadores para los que el arte es sobre todo experimentación, descubrimiento
de nuevos mundos, conflicto de fuerzas y razones. Bonifacio pertenece a ese género de
artistas que no crean por solidaridad con una tradición culta, por divertimento o por puro
sensualismo sino por una suerte de compulsión que sólo cabe entender como autentici-
dad. Se ha visto empujado a empuñar los pinceles a pesar de todo: a pesar de su difícil tra-
yectoria profesional –ha combinado la pintura con mil oficios diversos–, a pesar de sus
propios demonios personales, a pesar, sobre todo, de una lucha inefable y permanente
contra la creación inesencial, contra el arte superfluo.
Para el Círculo de Bellas Artes (CBA) constituye un auténtico privilegio tener la oportuni-
dad de presentar esta muestra antológica de la obra de Bonifacio. Se trata de una exposi-
ción retrospectiva a cuya organización tanto sus comisarios como el personal del CBA han
dedicado ingentes cantidades de ilusión, tiempo y esfuerzo. Esperamos que sirva no sólo
para que el público conozca de primera mano la obra de Bonifacio, sino también como
acicate para que él mismo continúe su trabajo artístico, una obra intrínsecamente no con-
clusa, perennemente abierta a nuevas variaciones expresivas.
En efecto, aunque generalmente se asocia su obra con los círculos artísticos conquenses
de finales de los años sesenta –donde, desde luego, desarrolló una importantísima labor
junto con algunos de los creadores que más contribuyeron a la renovación de la escena
artística española–, lo cierto es que Bonifacio ha mantenido estrechos vínculos con la ciu-
dad de Madrid, donde reside desde hace años. Así, resultó fundamental en la difusión de
su trabajo su relación con las galerías Juana Mordó, con la que trabajó desde finales de los
años sesenta hasta comienzos de los años noventa, y Antonio Machón.
Esta exposición recoge obras realizadas entre 1967 y 2007: lienzos, dibujos, series de gra-
bados y litografías que nos permiten profundizar en la producción de un artista complejo,
cuya renuencia a adscribirse a ningún movimiento artístico en particular le ha permitido
atravesar una gran cantidad de estilos.
Pérez Hernando, sus principales biógrafos, las siguientes cosas: exiliado precoz, niño de la
Casa de la Misericordia, botones en un hotel, pinche de cocina, aprendiz de herrero, eba-
nista, lavandero, mandadero, pescador de bajura, camarero en cafés frecuentados por tore-
ros, aprendiz de torero –lo cual le permitió conocer Andalucía–, limpiabotas, pintor de
brocha gorda, rotulista, batería en un conjunto de jazz –una música que le gustará por los
restos– que a ratos se convertía en banda de fiestas y bodas, dibujante en diversas empre-
sas de artes gráficas y de publicidad… Todo ello, como la clásica leyenda de un artista, pero
también como una desgarradora novela social, sobre fondo de negra y luego gris posguerra.
En la biografía mencionada –editada por Turner en 1992–, Ignacio Ruiz Quintano da
muchos detalles novelescamente exactos. Entre ellos, detalladas noticias de la carrera del
Bonifacio torero, iniciada en 1947, y truncada ocho años después por una gravísima cor-
nada. «Yo creo –escribiría años después el protagonista de aquella historia, en una carta
dada a conocer por Mercedes Iturbe, su destinataria– que en el mero hecho de ponerse
frente al toro existe una proporción inquietante de locura y de insensatez.»
Poco a poco, se impuso en Bonifacio su vocación de pintor. Precisamente en 1955
–el año de aquella cornada que Quico Rivas calificaría de providencial–, ganó el Primer
Premio de Pintura de San Sebastián, con una obra significativamente titulada Cristo
cubista. Poco después, queriendo aprender los rudimentos del oficio, se matriculó en
Artes y Oficios, de donde terminaría siendo expulsado, teniendo luego que recurrir a las
enseñanzas de un pintor local, discípulo de Jesús Olasagasti. También de entonces data su
amistad con Eduardo Chillida, compatible, por cierto, con la que mantendría con su rival
histórico, Jorge Oteiza.
En 1958 tuvo lugar la primera exposición individual de Bonifacio en el Ateneo de
Guipúzcoa, el primer viaje ritual, con sus amigos y ya colegas José María Ortiz y Rafael Ruiz
Balerdi, a París –la mejor ventana, entonces, la ventana por antonomasia para los españo-
les deseosos de libertad, de cultura, de arte moderno–, las primeras amistades artísticas
con pintores como el nuagiste Manuel Duque, Antonio Saura, Manuel Hernández Mompó,
Modest Cuixart…
En 1959 Bonifacio se instaló en Bilbao, donde, con Yvonne y las dos hijas que tuvo
con ella, residiría –en un apartamento del Casco Viejo– hasta 1968. Sus cuadros, por aquel
entonces, eran abstractos, de formas orgánicas, de colores suaves (verdes, rosas, grises,
blancos), con el dibujo jugando ya un cierto papel. Cuadros encuadrables dentro de un
hipotético informalismo vasco, al que también contribuían por aquel entonces, con
esfuerzos paralelos, paisanos, colegas y amigos suyos como el citado Rafael Ruiz Balerdi,
como José Luis Zumeta, como José Antonio Sistiaga o como el singularísimo Amable
Arias, a todos los cuales había tratado en San Sebastián. El galerista que se ocupaba de la
obra de Bonifacio, en aquellos años aurorales, era el también escritor José Luis Merino,
que convirtió Grises, su sala del ensanche bilbaíno, en un espacio de referencia, conec-
tado con otros de la península, y muy especialmente con la Galería Juana Mordó, precisa-
mente la que de 1970 en adelante –1970 fue la fecha de la primera individual del pintor
con ella, y también del viaje de aquél a Avignon para visitar la gran muestra picassiana del
Palais des Papes, sobre la que Rafael Alberti escribiría un libro– tendría la exclusiva de la
producción del donostiarra.
Bonifacio o el combate por la expresión 13
En el decisivo año 1967, del que data el más antiguo de los cuadros incluidos en esta
retrospectiva –cuadro en que se advierte una clara influencia del action painting–, Fernando
Zóbel compró, tras descubrir el nombre de su autor en Grises, precisamente, dos pinturas
de Bonifacio, con destino a su Museo de Arte Abstracto Español, instalado en un marco
singular y fascinante, las Casas Colgadas de Cuenca, e inaugurado un año antes. Aquella
compra podía haberse quedado en eso, en un hecho aislado, sin consecuencias. Sin
embargo, el pintor y coleccionista iba a hacer algo más: trasplantar al autor de aquellos dos
cuadros a la propia Cuenca, ciudad que se convertiría en su residencia, en la céntrica calle
del Trabuco, durante nada menos que veintiocho años, de 1968, a 1996.
Cuenca, donde además de con Zóbel se relacionó con José Guerrero –en cuya casa en
lo alto de la calle de San Pedro residió durante un tiempo, a su llegada–, Gerardo Rueda,
Gustavo Torner, Antonio Lorenzo, Eusebio Sempere, y por supuesto Antonio Saura, fue
para Bonifacio un lugar perfecto para concentrarse en la pintura, al tiempo que cultivaba
otras aficiones: los toros (pero ya sólo como espectador), la bebida («Cuenca es el sople
todo el día»), los insectos (que observa y colecciona como si de un nuevo Fabre se tratara),
la pesca de la trucha (hay que recordar una fotografía de él en un día de pesca, tomada por
Cristóbal Melián)… A la pesca alude ya algún dibujo naturalista de 1976, y aludirán, más
tarde, un cuadro de 1988 que se titula Pescador furtivo, y otro de 1997, y de trasunto eviden-
temente no conquense, sino vasco, Pescadores de angulas.
Para hacerse una idea de la intensidad de la vivencia por parte de nuestro pintor de
Cuenca, basta acercarse al catálogo de la amplia muestra Bonifacio en las colecciones conquen-
ses, celebrada en 2001 en la Fundación Antonio Pérez de la vieja ciudad castellana, funda-
ción impulsada por quien además de poeta postsurrealista del objeto encontrado, es, en
relación con el tema que nos ocupa, uno de los más fieles coleccionistas del pintor.
Una de las primeras consecuencias para Bonifacio de su instalación en Cuenca –a
cuyos alrededores aludirá en varias ocasiones: por ejemplo en El ventano del diablo (1981)–,
fue su iniciación en el mundo del grabado, a cargo de un veterano en esas lides, Antonio
Lorenzo, otro de los miembros destacados del grupo de Zóbel y del Museo (luego vendrían
las primeras litografías, en París, en el taller de Peter Bramsen).
En este mismo catálogo hay una fotografía tomada a comienzos de los años setenta
sobre el fondo de los arcos de la Plaza Mayor de Cuenca, en la que vemos a Bonifacio en
compañía de Fernando Zóbel, de Antonio Saura, de Rocío Urquijo, de Ben Cabrera, y de
Luis Muro, figura esta última emblemática de las generaciones más jóvenes que vivieron en
directo la influencia del Museo. Esta fotografía me retrotrae exactamente al momento en
que conocí al pintor cuya trayectoria ahora revisamos, cuando Bonifacio intentó, sin éxito
–por algún lado debo conservar la única plancha que hice–, iniciarme en el mundo del gra-
bado. «Hay que grabar –me decía– como se acaricia el pecho de un mujer». (Frase que a
uno, entonces, tiempo de los primeros bailes en Otema y de los primeros baisers volés, toda-
vía le sonaba, ay, a chino.)
Antonio Saura fue otro de los primeros en detectar el talento de Bonifacio. Se
habían conocido, como ha quedado apuntado, en el París de 1958, pero la estrechí-
sima amistad que los unió, data de por lo menos una década después: del comienzo de la
estancia conquense del donostiarra. Signo inequívoco del aprecio que le tenía el senior a
14 Juan Manuel Bonet
Bonifacio es que le compró varias obras, y que algunas de ellas estaban entre las pocas que
colgó en su casa de Cuenca, donde por cierto había también unos hermosos cuadritos can-
tábricos y grises de Gonzalo Chillida, y donde terminarían ingresando dibujos y pinturas
sobre papel de un tercer donostiarra más joven, me refiero naturalmente a Javier Pagola.
(En 1996, Saura incorporó obras tanto de Bonifacio como de Pagola a su fascinante mues-
tra zaragozana Después de Goya. Una mirada subjetiva, inscrita en el programa conmemora-
tivo del 250 aniversario del nacimiento del genial pintor. Gonzalo Chillida, obviamente,
no estaba en aquella selección, pues nada hay en su obra que tenga que ver con lo negro, ni
con la Quinta del Sordo. Gonzalo Chillida, pero también el venezolano Armando Reverón,
y el italiano Giorgio Morandi: pasiones blancas de Antonio Saura.)
De 1971 data el hermoso texto «El códice armenio», en el que el Antonio Saura
escritor manifestaba su admiración por la obra de Bonifacio. Saura subraya la dimensión
erótica de su pintura, lo ve como «el más cercano pariente de un Rubens calcinado».
(En otro texto más tardío, de 1976, «Entre-vista», Saura intentó un diccionario bonifa-
ciano. Interesa especialmente consultar la voz «Proliferación»: «Universo proliferante
donde la necesidad de ocupar las superficies responde a la imagen del poso de residuos
agitado por la mente y a la idea de captura donde el deseo forma y el azar termina por
conformar».)
Pese a esa cercanía con Antonio Saura, Bonifacio pintaba por aquel entonces cuadros
gestuales, expresionistas abstractos, sí, pero no negros, ni negristas, sino por el contrario
de dominante blanca, un blanco casi espacialista, entreverado de grises, de amarillos, de
azules, de rosas carnosos. Cuadros de 1970, como La Paca, como Comparsa, como Falo,
como El matasuegras, como Composición con palo. O de 1971, como Molde para un hechi-
cero, como Pájaros, o como Pájaro desconocido, propiedad del Círculo de Bellas Artes, al que
llegó dentro del rico, variopinto y en cualquier caso generoso legado de Juana Mordó.
Poco a poco –y sin duda el comercio con Antonio Saura algo tuvo que ver con ello–,
Bonifacio fue abandonando su pintura lírica y blanca para cargarla de mayor pasión, de
mayor rabia, de mayor expresionismo, de mayor acción –un nombre emblemático a tener
muy en cuenta es Willem De Kooning, el autor de las Women– y, por supuesto, de color. El
citado Molde para un hechicero ya apuntaba en esa dirección. El ciclo de los Retratos, de
1973-1974, constituyó un paso muy significativo. Supuso la aparición, la emergencia en la
abstracción de algo tan elemental, tan sauresco –tan michauxiano también– como es un
rostro. Esa misma línea siguen cuadros de 1974 como La familia o Ritual, o de 1975 como
Los ídolos, Cazadores de brujas, o Juguetes, el último de los cuales pertenece a la colección del
Museo de Bellas Artes de Bilbao, donde Bonifacio expuso en 1977. Tiene razón el escritor
colombiano Óscar Collazos –al que recuerdo de aquella Cuenca en la que se movía precisa-
mente en la órbita de Saura– cuando, al preguntarse por el lugar que ocupa Bonifacio en
nuestra escena, lo considera como el último pintor en incorporarse a un horizonte definido
por el expresionismo abstracto, por El Paso, y también por Cobra. (Asger Jorn, uno de los
más lúcidos –con Pierre Alechinsky– integrantes de aquel grupo septentrional
–COpenhague, BRuselas, Amsterdam–, visitó por aquel entonces Cuenca, de la mano de
Antonio Saura, amigo suyo desde la década del cincuenta; algún testimonio conjunto queda
–o quedaba no hace tanto– de aquella visita en las paredes de un mesón próximo a la Plaza.
Bonifacio o el combate por la expresión 15
Con los Cobra, Bonifacio comparte el interés por el arte de la calle, por una pintura espon-
tánea, de raíz expresionista, en perpetuo autocuestionamiento, en perpetua inestabilidad.)
Paralelamente a su pintura, Bonifacio realizó por aquel entonces muy importantes
dibujos, algunos de ellos de carácter naturalista, alusivos a plantas, animales y, sobre
todo, insectos. También grabó, obsesivamente, innumerables siluetas de estos últimos, un
extraordinario conjunto que Juana Mordó editó en parte en sucesivas series que sumaban
en total casi cincuenta planchas. Por aquel entonces, uno de los referentes de Bonifacio era
el raro grabador e ilustrador norteamericano Leonard Baskin (1922-2000), que todos le
debemos a Zóbel, que gustaba mucho de sus animales, de sus búhos y demás pájaros, y tam-
bién de sus insectos. La pasión por la entomología ha sido en Bonifacio una constante, como
queda de manifiesto en cuadros como La mesa de los insectos (1991), el aguafuerte en torno a
El bosque de los insectos (1994) o el cuadro protagonizado por Insectos y una muela (1996).
Fue Zóbel una vez más, tan interesado siempre por el arte del dibujo, el editor de
Cuatro orejas y rabo (1973), precioso álbum de Bonifacio que se incorporó al extenso y ejem-
plar catálogo de ediciones del Museo de Cuenca que la reciente muestra de esa pinacoteca
sobre sus primeros cuarenta años de historia, organizada por Manuel Fontán, nos ha permi-
tido contemplar por vez primera de forma panorámica. En aquel volumen apaisado, realizado
mediante procedimientos fotomecánicos normales, pero muy inteligentemente manejados,
el pintor nos propone una historia en viñetas, con la que retorna al que fuera el mundo de su
adolescencia donostiarra. Para ello, se apoya en algunos de los clásicos de la tauromaquia,
explícitamente citados: el antitaurino Eugenio Noel, Gregorio Corrochano, Rafael Alberti,
José María de Cossío, el José Bergamín de El arte de birlibirloque, un Bergamín al que curiosa-
mente, por pudor, no llegaría a conocer, pero con el que coincidiría en otro proyecto al que
más adelante haré referencia, así como en las páginas de la revista taurina valenciana Quites y
en el catálogo de la editorial Turner, un Bergamín que todavía no había escrito su libro «pau-
lista» La música callada del toreo, cuya edición alemana Bonifacio ilustraría en 1987...
Otro fantástico libro de Bonifacio, donde de un modo todavía más explícito que en
Cuatro orejas y rabo juega con la división de la plancha en una especie de cómic, es Norberto
el Pata y Pitín. Conversación entre Franco y Trujillo (1975), editado por Gustavo Gili Torra den-
tro de su gran colección «Las Estampas de la Cometa», en la que, prosiguiendo el tra-
bajo de su padre, contó con artistas de su tiempo como Modest Cuixart, el Equipo Crónica,
Lucio Fontana, Millares, August Puig o Saura. Hay una preciosa fotografía de los Blassi en la
que vemos a Bonifacio trabajando sobre uno de los aguafuertes que integran ese volumen,
en el taller de grabado del editor barcelonés. En esa imagen, su silueta se recorta a contraluz
sobre el fondo de un recoleto jardín interior del Ensanche, un jardín como noucentista.
Nada de todo esto –y menos que nada, el noucentisme– tiene que ver con este conjunto de
estampas que por su estilo, y también por el pretexto histórico que la inspira, cabe empa-
rentar, nunca hasta ahora había caído en la cuenta de ello, con el Sueño y mentira de Franco
(1937), de Picasso.
Culminando el ciclo de estos primeros libros de bibliofilia, el año siguiente, 1976,
será el de las Sopas y manjares de Ruperto de Nola, editado en París por el prestigioso Yves
Rivière, texto del gran clásico de la gastronomía española, acompañado de quince expresi-
vos aguafuertes –de nuevo, con ecos de cómic– de Bonifacio que, como buen donostiarra,
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es un gran aficionado al arte de los fogones, y por supuesto a comer (no hay que olvidar que
por aquel tiempo su mujer, Flores, era quien llevaba con maestría las riendas del Mesón de
las Casas Colgadas).
Retrato de Torquemada (1976), propiedad de la Fundación Antonio Pérez, es un cua-
dro tremendamente desolado, sombrío y lúgubre. Un cuadro, por lo tanto, que hace honor a
su título. Un cuadro de fulgor en la sombra española, y que nos habla del entronque, sí, de
Bonifacio, con una cierta poética El Paso, y hay que recordar en ese sentido el precedente
cercano de la carpeta Torquemada, que editó Juana Mordó en 1970, y que consta de seis seri-
grafías de Manolo Millares, acompañadas de un poema de su tocayo y paisano Manuel
Padorno. A esa misma veta negra, o brava, pertenece otro gran cuadro de luz en la sombra
de Bonifacio, del mismo año, Muñecos, propiedad de la Fundación Juan March, que lo con-
serva en el Museo de Arte Abstracto Español.
Frente a aquella negrura postsauresca y postmillaresca, esplende, siempre en 1976,
el azul ultramar de Signos y figuras, uno de los cuadros de Bonifacio que se conservan en
ARTIUM de Vitoria, o se despliegan polícromas, luminosas, las Cabezas y signos, con rosas,
naranjas, amarillos, o caminan esas figuras monstruosas tan españolas, tan valleinclanes-
cas o solanescas, los Gigantes y cabezudos (1977)…
Animales y cosas, Larvas, Triángulo azul, Azul con máscaras, Máscaras en el espacio –asi-
mismo propiedad de la Fundación Juan March–, Serpiente verde, Lugar de danzas… Los pro-
pios títulos de varios de los cuadros pintados por Bonifacio a lo largo del año 1978 nos
hablan de lo que ya anunciaban las obras de 1976 que acabo de mencionar, de lo que ahora
se torna más visible todavía: una nueva claridad casi a lo Mompó, una pintura más de
acción, más de ir encadenándose y enmarañándose los acontecimientos, más bailada y
aérea y luminosa, más metamórfica, un ir disponiéndose, en el espacio, las cabezas, los sig-
nos, los animales, las cosas, las larvas, los triángulos, las máscaras, las serpientes, todo ello
como flotando libremente en un espacio abierto, fluido, luminoso, un espacio en el que no
encontramos ni sombra de la sombra de Torquemada, un espacio con colores claros, trans-
parentes, con ecos de la naturaleza, un espacio que tiene bastante que ver, sí, con el de cier-
tos Cobra (por ejemplo con el del siempre maravilloso Alechinsky, otro maestro del
grabado, y en términos más generales del papel), o con el de Jan Voss, o con el que años
después ocupará Javier Pagola, un espacio que, si nos remontamos en el tiempo, remite al
espacio inaugurado por Kandinsky en sus acuarelas fundacionales de la abstracción…
El citado Bergamín, cuya pasión taurina comparte Bonifacio, fue el poeta –gran poeta
secreto y hondo, de estirpe romántica, cantor del otoño y los mirlos, de la claridad desierta–
elegido para otro proyecto al que he aludido más arriba: un gran libro de bibliofilia, Serán
ceniza (1978), con cinco aguafuertes de Bonifacio. El volumen lo editó, en su colección
«Marzales», Antonio Machón, galerista vallisoletano y hoy madrileño –durante un tiempo
lo sería del pintor– al que debemos otras felices incursiones en ese campo y, concreta-
mente, títulos de Tàpies, y de Guerrero.
Pronto se iba a añadir otro título a la nómina de libros de bibliofilia firmados por
Bonifacio: el volumen de serigrafías Tomilleros –así llaman en Cuenca a los voyeurs silves-
tres– que apareció en 1979 dentro de la colección «Antojos», de Antonio Pérez, autor de
su texto.
Bonifacio o el combate por la expresión 17
1980 es el año de El mirón, de El martirio de San Sebastián –cuadro este último que se
conserva en el Patio Herreriano de Valladolid–, de un Paisaje casi impresionista o fauve, del
ácido –como unos limones amargos– y deslumbrante Paisaje verde. De 1981 es el mencio-
nado –y casi naturalista– Ventano del diablo. De 1982 son otros cuadros especialmente feli-
ces, como Banquete, Figura verde o Paisaje y figuras, con sus amarillos, sus rojos, sus rosas…
A lo largo de los años siguientes, los espacios bonifacianos se fueron complicando,
enmarañando, torturando. Su propósito fue tornándose más explícitamente neosurrealista.
Se fue ensombreciendo su paleta. Todo esto se aprecia de un modo especial en cuadros de
1985 como Las siete caras, como Aquelarre nº 2 o como El cerro de los locos, en el segundo
de los cuales resulta manifiesta la vecindad de aquel Bonifacio con la poética del Wifredo
Lam del retorno al país natal, de Arshile Gorky –un nombre que ha sido pertinentemente
evocado en este sentido por José Ayllón, el crítico de El Paso–, de Roberto Matta, tal vez de
cierto André Masson. De 1986 es, siempre dentro de esta veta, el cuadro curiosamente titu-
lado Así es mi amigo nocturno.
Entre 1987 y 1992 Bonifacio vivió un periodo de grandes cambios en el que, por razo-
nes personales, pasó largas y fructíferas temporadas en México: no sólo en el D. F., sino
también en muchos otros rincones del país. Pronto aquella experiencia se transmitió a su
pintura, algo que queda claro en sus títulos, obviamente, pero sobre todo en la intensifica-
ción de la dimensión neosurrealista, en un cierto nocturnismo, en un cierto «monstruo-
sismo» –véase la voz en Ismos (1931), el centón de Ramón Gómez de la Serna–, en una
cierta ferocidad y magia y sexualidad exacerbadas, en dejes primitivistas, altamirenses,
negristas, mayas, aztecas, toltecas –y hasta africanos: véase Tassili (1988), alusivo al arte
rupestre de ese lugar del Sahara–, y lo cierto es que en algunos momentos detectamos en
esta pintura huellas concretas del arte de esos pueblos prehispánicos mesoamericanos.
Gracias a esa pasión mexicana surge uno de los ciclos clave de su obra, una fase formidable
en la que brillan en lo oscuro –hay que insistir en que ésta es una zona principalmente noc-
turna– cuadros heroicos, de gran aliento: de 1987, como Mitla, como Huatusco, como
Tancah, como Izamal –una de esas alegorías de resonancias mayas a las que acabo de hacer
referencia– o como De Tenochtitlan a Vitoria de paso a Donosti –un título que es todo un pro-
grama, y otra obra propiedad de ARTIUM–; o de 1988, como Hechiceros, Bodegón con estatui-
llas, Tzompantli, Los habitantes de Manusa o Figuras sobre negro, propiedad de la Union des
Banques Suisses y en el que, como su nombre indica, todo se reduce a una lucha de negros,
blancos y grises; de 1989, como ese auténtico vendaval de Seres humanos disfrazados de
animales, la asimismo turbulenta Lucha de seres humanos, Músico tocando instrumentos,
Animales cornudos, El cerro de los locos o Una rosa en cada mesa, espacio este último verdade-
ramente naufragado, paroxístico, caótico, como el año anterior lo era el del Homenaje a
Piranesi, el grabador setecentista de las también laberínticas Carceri que, poco sorprenden-
temente, se cuenta entre los contados artistas de cabecera de Bonifacio… Todavía en 1992,
encontraremos, como un «adiós a todo eso», dos melancólicos Recuerdos de Bonampak.
Tampoco tiene nada de extraño que entre quienes mejor han glosado esta zona de la
obra de Bonifacio encontremos a un mexicano tan castizo como es el narrador –y ocasio-
nalmente pintor: expuso, en 1980, en Juana Mordó– Fernando del Paso, que lo ve como un
moderno barroco, y también como un partidario de la «beauté convulsive» bretoniana, y
18 Juan manuel Bonet
como la impresionante Cabeza negra; o de 1997, como Jugadores de tenis o Taller de escultor; o
de 2000, como Los escultores, con cierta atmósfera siniestra y de algún modo giacomettiana,
pero más al Giacometti pintor que al escultor.
Aunque acabo de mencionar cuadros de 1995 de atmósfera sombría, otros son por el
contrario luminosos, así el divertido y feliz Pulpo en la mesa, o Sexo y saxo –en el que se mez-
clan dos de las principales pasiones del pintor– o la Fiesta taurina –otra pasión fija, otro
rito– incendiadamente amarilla, o el rutilante Viajando con Marco Polo, presumiblemente
por la Ruta de la Seda. Aquel año es, por lo demás, el del muy bien traído prólogo que
Cabrera Infante escribe para el catálogo de una de las individuales de Bonifacio en Antonio
Machón, donde invoca a su propósito el nombre imantado y grande de Henri Matisse que,
como ya he indicado, algo después sería objeto de uno de sus homenajes.
De 1995 en adelante, la pintura de Bonifacio se vuelve más figurativa, más anecdó-
tica, más alusiva a lugares, a espacios concretos. Sus cuadros de la segunda mitad de los
años noventa, en los que siempre parece que suceden varias cosas a la vez, y en los que no
suele haber centro, están como animados por un rumor –ya en 1988 Severo Sarduy encon-
traba que «la pintura reciente de Bonifacio ha basculado hacia lo sonoro»–, por una
música urbana: barrios, calles, plazas, gentes caminando, chimeneas, espantapájaros,
Cabezas (1997) como una constelación… Cuadros de andar y ver, cuadros de la errancia y
del azar, cuadros divagatorios, cuadros de la observación y la anotación al vuelo. Cuadros
con «aire de la calle». Cuadros baudelairianos, por ese lado. Cuadros que también nos
hacen pensar en el Edvard Munch más pre-expresionista, el Munch del sentimiento de la
ciudad, de la multitud, del grito, de la soledad entre muchos. Cuadros, además, en los que
la vida –una vida que, por lo general, gira en torno al mar Mediterráneo, una vida, por lo
tanto, cálida: nada que ver con Noruega– es contemplada con menos ferocidad, con más
humor –aunque a menudo sea un humor negro–, que a lo largo de la producción anterior.
Es el caso, en 1995, de Pueblo de La Carolina; en 1996, del rojo Triana, de África o de
Hipódromo; en 1997, de Atenas o de El Puerto de Santa María; en 1998, de Paseando, de
Albarracín, de Mirando pinturas azules o de Paisaje de la Alcarria; en 1999, de Plaza mari-
nera; en 2000, de Paisaje persa y de Túnez; en 2001, de Paisaje con perro, de Piscina, de
Espantapájaros, de Chimenea o de Sepúlveda; en 2002, de Ramsés II o del festivo Pantano
de Buendía, sin duda el Bonifacio más Jacques Tati, más Jour de fête, que hemos contem-
plado nunca; en 2003, de Priego, de Segóbriga o de Villar del Humo; en 2004, de De sube y
baja o de Atienza… Es el caso, sobre todo, de una dilatada y fantástica serie de temática
madrileña y callejera, y por lo tanto, entre castiza y mestiza, en la que se suceden una serie
de cuadros verdaderamente prodigiosos y fascinantes: en 1995, Plaza Santa Ana y Máscaras
en la Plaza Cascorro; en 1996, Lavapiés; en 1997, Plaza de Lavapiés, Calle de Atocha y El Retiro
de noche; en 1999, Plaza Cascorro; en 2000, Parque de Lavapiés…
Hay una fotografía de estos últimos años de Bonifacio que me gusta especialmente,
aquella en que se le ve en primer plano, en la plaza de Jemaa el Fna, de Marrakech –la
plaza sobre la que escribió Juan Goytisolo y pintó el prematuramente desaparecido Luis
Claramunt–, con un mono en el hombro, un mono que hurga en su bolso.
En 2000 se publicó el que hasta la fecha es el último de los libros de bibliofilia
de Bonifacio: La Bella Otero, una coproducción de la editorial Raíña Lupa, de París, y del
20 Juan manuel Bonet
dio de la sociabilidad, cercanos aún a la manada y a los brutos cartesianos. Del mismo modo
que Cézanne se sirvió del descubrimiento de la base geométrica de las estructuras naturales
para elaborar paisajes y figuras diferentes –figuras realizadas como si fueran paisajes, quie-
tas, rocosas, aparentemente sin sentimientos, resueltas como forma pura, como «masa»
pictórica–, y Picasso utilizó el cubismo para romper los rostros en mil formas, la genialidad
de Bonifacio estriba en el modo en que compone las formas humanas mediante la geometría
animal para crear una nueva antropología artística plagada de distorsiones y rarezas.
La presencia –directa o indirecta– del ser humano en la obra de Bonifacio impide
su interpretación puramente formal. En la medida en que nos vemos reflejados, nos
sentimos obligados a interpelar a esos seres que parecen ocultar algún secreto que nos
afecta. Esos «bonifacios» nos impresionan por la tensión que existe entre su linaje
genético y su parecido con los seres humanos: no sabemos si participan de la racionali-
dad y de eso que llamamos humanidad. Nos desconcierta la opacidad de sus objetivos o la
imposibilidad de averiguar la finalidad de sus desplazamientos por los espacios del cua-
dro. Se mueven con una despreocupación y libertad que los sitúa al margen de toda res-
ponsabilidad y ética.
Se trata de un universo alucinante de genuina pintura, colmado de genialidades for-
males y habitado por personajes delirantes. Es arte sin adjetivos, un arte ni descriptivo ni
moralista ni literario, cuya aparente «no-discursividad» lo torna poderoso e impenetra-
ble, acongojante y salvaje.
Bonifacio-buen salvaje
La minuciosidad «medieval» que caracteriza estas obras permite apreciar la impor-
tancia que el artista les atribuyó. De hecho, Bonifacio realizó unas extraordinarias vidrieras
para la catedral de Cuenca, acompañando así a otro Bonifacio, pintor como él y éste sí
auténticamente medieval. Pero, sobre todo, es un artista lento, capaz de dar infinitas vuel-
tas a una tela o una litografía, hasta el punto de convertir el trabajo en un asunto desespe-
rante que en ocasiones concluye con el abandono de la pieza.
Bonifacio-Sísifo
Sabe dar tiempo al tiempo, acceder a esa temporalidad eterna, inacabable, que pre-
cisa la obra para resultar clara, perfecta y limpia: el tiempo del amor, de la entrega.
Bonifacio trabaja como aquellos monjes que iluminaban los Beatos para los que el tiempo
no existía.
Una vez creada esta raza, era preciso encontrarle una geografía adecuada, un esce-
nario. En estas obras la composición tiene una gran trascendencia, el espacio no es un
mero acompañamiento clásico que realza la relación fondo-figura, sino que el propio
interior de la tela se convierte en una especie de ser vivo monstruoso que interfiere con
los personajes y sus relaciones. Este espacio surge de los propios insectos que, con sus
antenas, alas y patas que se despliegan horizontalmente, ocupan un volumen mayor que
un hombre, un volumen que, además, es vertical y apolíneo. Esta característica se exa-
cerba cuando se amplían arbitrariamente las adherencias que nacen del tronco o la cabeza
y se juntan las líneas que unen las antenas con las patas o las alas. De este modo, se obtiene
una figura geométrica quebrada, llena de ángulos e irregularidades, redondeles y vértices,
un laberinto de líneas que da lugar a una desbordante figura casi biológica. Ese escenario
Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 25
pasional, hasta conseguir que cada rincón de la superficie adquiera el color apropiado para
que el caos primigenio se convierta en algo ordenado y perfecto. La perfección es la única
posibilidad de redención para el artista y de salvación para el cuadro. La obra reclama
nuestra atención y nos atrapa, contaminando nuestra mirada con sus vapores. El desplie-
gue técnico –orden, limpieza y perfección– manifiesto en el «acabado» de los lienzos de
Bonifacio es un arma para «pescarnos» que esconde algo terrible, un enigma que se
refiere a nosotros, las palabras silenciosas, secretas y nunca pronunciadas de la esfinge.
Bonifacio-esfinge
En los últimos años, el color y las manchas han ido adquiriendo una preponderan-
cia cada vez mayor en los lienzos, han ido enterrando cada vez a más personajes, dejando
expuestas a la acción del óleo muy pocas figuras. Incluso el escenario, antes tan clara-
mente delimitado, se ha ido convirtiendo en una pasta densa con destellos de luz, una
especie de sudario chillón que lo oculta casi todo. De este modo, la mirada sólo se fija en
alguna figura solitaria o en algún rostro, rotos por el color. Son cuadros más simples que
antes, pero también más trágicos. Parece como si alguno de los «animales» anteriores
se hubiera individualizado y comenzara a ser consciente de lo que le rodea, como si los
primeros humanoides hubieran descubierto su condición en los estallidos de color, evo-
cando las palabras de Benjamin: «En los terrenos que nos ocupan, sólo hay conoci-
miento a modo de relámpago».
Las sucesivas capas de pintura y los restos de color sedimentados en estas obras
unifican la composición, la envuelven y le proporcionan el vuelo –la ligne de vol de la que
hababa René Char– que precisaba, el aire final que da vida a la burbuja creada por el
artista. Una atmósfera venenosa, malsana, inhabitable para nosotros: no resistiríamos la
dureza de este clima ni sus monstruosos códigos salvajes. Con este «aire» Bonifacio
pone tierra de por medio entre nosotros y los habitantes de sus cuadros, nos advierte de
que se trata de una región del país del arte, la imaginación y el sueño. Al distanciarnos
de estos personajes por medio del bastidor y el marco nos hace el regalo de la piedad.
Viéndonos tan débiles, tan superficiales y volubles, al mostrarnos esa geografía tan dura,
nos susurra al oído que todo eso puede ser una «broma pictórica», una tremebunda e
irónica metáfora artística.
Resulta sorprendente en este país de pintura su abigarramiento, su impenetrabili-
dad, su «rareza», su silencio, su actividad, su falta de códigos, de normas, de leyes, su
seriedad cómica, su aparente ilógica... Pero no olvidemos que lo irracional, bárbaro y sal-
vaje, al margen de los códigos aprendidos, también es humano. En el mundo de Bonifacio
–construido con una arquitectura especial, llena de trampas y caminos engañosos, edifi-
cios imposibles con ventanas opacas y calles tenebrosas–, se escenifica nuestra condi-
ción. Todo es un trompe-l’oeil monstruoso que nos engaña y nos confunde para que
embarranquemos en cualquier esquina del cuadro. Cada línea es un camino por el que se
pueden «perder» irremediablemente las figuras que lo recorren. Esos personajes acti-
vos pero impasibles, cómicos a la vez que terribles, de una seriedad delirante, duros como
las piedras preciosas y de una fragilidad extrema, resuenan en nosotros, tienen un aura
(«cruce de espacio y tiempo, la aparición de una lejanía» escribió Benjamin) que nos
une a ellos íntimamente.
Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 27
De las tinieblas
¿Qué estoy viendo, qué estoy deglutiendo, una hostia sagrada o una pócima de Belcebú?
¿Qué es esto que está frente a mí, alquitrán o comida (como le plantearon a Picasso sus ami-
gos ante Las señoritas de Avignon)? ¿Es bueno o malo lo que me estoy metiendo en el cuerpo?
¿Esta pintura es buena o mala? Las dos últimas preguntas se mueven en un terreno ambi-
guo, a caballo entre la estética y la ética. De los colores (tan bonitos), hemos pasado a las
cuestiones (tan feas). La pintura es siempre «muchas pinturas», a veces puede ser banal e
inocua pero otras, como en el caso que nos ocupa, nos desazona y atrapa de tal manera que
nos obliga a plantearnos este tipo de interrogantes. El propio pintor se sobrecoge al contem-
plar lo que ha salido de sus manos, una obra que tiene que ver con el bien y con el mal, lo
bueno y lo malo, lo bien pintado y lo mal pintado. Sin embargo, el artista no se plantea este
tipo de cuestiones mientras pinta, se limita a seguir el rastro de su presa, los trazos de la
imagen. Las preguntas surgen al terminar la cacería. ¿Qué es esto? ¿Por qué me sobrecoge
este cuerpo? ¿Por qué siendo tan bello, resulta tan horrible? ¿Por qué estos personajes son
tan monstruosos? El pintor no pinta, la pintura lo hace a través de él. El artista está sometido
a la dictadura de sus obsesiones. Preguntas metafísicas, preguntas éticas. Bonifacio nos
habla del bien y del mal con la geometría y las manchas, el corazón de su arte son preguntas
humanas porque humana, demasiado humana, es su industria: hace humanos. Su arte es
«figurativo», porque hace figuras, ídolos que nos representan, y en los que nos miramos
como en un espejo. Un hombre que hace hombres, como decían de Gauguin los indígenas.
Bonifacio afirma: «Nunca he vivido el placer de la pintura, ni la considero un diver-
timento. Es una ceremonia dramática. El cuadro es un objeto que te da la vida o te la quita».
Tormento y éxtasis. Pintar es un juego diabólico, una partida de cartas con la muerte y la
vida, con la fiera que vive en las entrañas del laberinto que somos y que quiere manifes-
tarse. Pintar es poner en limpio los aullidos y designios del Minotauro al que nos enfrenta-
mos para seguir viviendo o jugando. ¿Cómo lograr la exactitud del penoso mandato al que
está abocado el artista? ¿Cómo conseguir la perfección del mundo del monstruo para evitar
su cólera y nuestro aniquilamiento? Tenemos una guía, un laberíntico «rastro del caracol»,
en palabras de Bonifacio: la historia de la pintura o de las artes. Todo vale, porque todo está
presente; Grecia y Oriente, África y la Edad Media, Jeronimus Bosch y Picasso. Cualquier
ayuda es bienvenida. Y Bonifacio la ha aprovechado con clarividencia y consecuencia: «Los
artistas somos los únicos que no somos hijos de puta, porque todos tenemos padre y
madre». No se imita, no se copia, se coge o se saquea (de la casa paterna) lo que sea y a
quien sea. No se trata de ninguna broma. Te juegas la vida: o lo consigues o toda tu vida
serás literalmente un desgraciado (sin gracia), un pelele, un mal pintor, una piltrafa artís-
tica, un muerto en vida que ha visto el paraíso y no ha logrado realizarlo. El verdadero
artista no busca ganar dinero sino ganar vida, su vida. La pintura que en todos los pintores
comienza como aspiración y divertimento, cuando te elige se convierte en pasión y con-
dena. Para un artista, ganarse la vida es lograr soñar, visualizar y mostrar a los demás la
imposición de la fiera: el propio mundo, el mundo personal, interior y más profundo del
artista, que por arte de birlibirloque se convierte en mundo externo y general.
Hay que dar con lo nuevo, con la primicia. Para ello sólo se puede perseguir lo inal-
canzable, la aparición de lo inescrutable. El verdadero artista es un vagabundo del ser. Un
loco. En la vida y en la obra de Bonifacio podemos visualizar la valentía de la empresa a la
Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 29
que se ha consagrado. En sus trabajos podemos seguir la larga marcha que va desde un
comienzo «abstracto» repleto de luz y de un placentero erotismo panteísta, hasta su con-
sumación en las tinieblas de una figuración encerrada en cuerpos y estructuras «mons-
truosas», donde la primigenia alegría de vivir se ha convertido en un angustioso drama
que escenifica la comedia humana. No fue exactamente una decisión propia: la pintura le
concedió su regalo, se le apareció. Una dádiva que Bonifacio ha recogido con delicadeza y
constancia y que nos muestra para educarnos: «Si la gente entrara de verdad en las propie-
dades de la pintura, el mundo sería distinto, irías por la calle y la gente se miraría de otra
manera». De hecho, su casa-taller es una antigua escuela, y en el espacio que pinta se
quedó colgado en la pared, como recuerdo, el letrero «Aula 6».
Bonifacio-pedagogo
La primicia cosechada no está destinada a nosotros sino a los dioses, al Saturno que
puede devorarnos, al otro mundo de cuya gracia todo provino. Bonifacio tiene bien contro-
lado su ego porque ha comprendido que comparte ese botín fabuloso con las musas. En dis-
tintas ocasiones ha comentado cómo al retomar los pinceles tras dejar la pintura durante un
tiempo sentía que no sabía nada, que había olvidado cómo pintar, como si tuviera que
comenzar de cero. Es uno de los elegidos de los dioses que, como es sabido, cargan con los
trabajos más duros. El pathos de la vida del artista «inspirado» está marcado por dos impe-
rativos: la agonía de realizar la obra y la generosidad de compartir con los demás las rique-
zas obtenidas. Bonifacio ha cumplido con creces ambos mandatos. De tanto labrar y abonar
su campo de pintura, ha conquistado una obra en la que está presente un proyecto de pai-
deia: lleva implícita una educación ética, salvaje o bárbara, si se quiere, pero ética al fin y al
cabo, pues pretende cambiarnos y hacernos mejores.
El arte de Bonifacio es un reflejo de la vida, de nuestra vida: es una lucha de contrarios
que condensa en el pequeño espacio del lienzo un sinfín de contradicciones. Su pintura es
sencilla y compleja, evidente y enigmática, bella y terrorífica, libre y cerrada, quieta y móvil,
clara y tenebrosa, inocente y perversa, verdadera y falsa, dulce como un amanecer y horrible
como la muerte. De ahí la ambigua y extraña constitución formal de sus personajes, son
humanos como nosotros, pero nosotros también somos o podemos ser inhumanos, bestia-
les, monstruosos, asesinos instalados en la absoluta libertad e irracionalidad del animal.
Si pudiéramos pintar de una vez todos los espacios por los que ha transcurrido nues-
tra vida, ¿no serían como los fondos del escenario de Bonifacio: abiertos y carcelarios, chi-
rriantes y elegantes, finitos e infinitos, reconocibles y absurdos, iluminados y oscuros,
reconfortantes y peligrosos? ¿Acaso nuestra atmósfera no es como sus lienzos: sana y vene-
nosa, limpia y mortal al mismo tiempo? ¿Acaso no son sus colores los de nuestro mundo:
melosos y agrios, acogedores y atormentados, felices y dolorosos a la vez? Éste es el genuino
realismo pictórico, un profundo reflejo de la realidad que no se debe confundir con las
habituales construcciones de cartón-piedra que crean la ilusión de parecerse a lo que ven
nuestros ojos, a las apariencias falsas que tranquilizan nuestra ignorancia y nuestro bolsillo.
Bonifacio ha tenido que alejarse mucho de la realidad para poder expresarla, se ha aden-
trado por caminos azarosos y extraños para descifrarla. La vida es, como dice Bonifacio de la
pintura, «ni bella, ni fea, un problema, investigación y experimentos». La vida es enigmá-
tica y extraordinaria y, al igual que la pintura, lo único que no debe ser es aburrida: a veces
30 Pilar Borrás
Bonifacio se entretenía haciendo dos equipos de fútbol, uno de españoles, con los pintores
más sosos y aburridos de su época y otro, con los artistas más alegres y divertidos, todos ellos
extranjeros, menos él, media punta y Picasso, delantero centro, al que le pasaba el balón
para que lo metiera en la portería; radiaba imaginariamente el partido, plagado de anécdotas
y chascarrillos de la sociedad artística. La vida de Bonifacio ha sido delirante y bohemia,
repleta de aventuras en las que se ha dejado la piel: «Ya que hay que morir, no nos vamos a
morir sanos, tenemos que llegar al final de la vida hechos polvo», dijo un día haciendo suyas
las palabras de su amigo Camarón de la Isla. Su vida está abocada al arte, y su arte es un
homenaje a la vida. Cuando habla, gesticula, come o se mueve, lo hace de una manera dife-
rente a la del resto de la gente, es todo un «personaje» que vive a su aire, con otro tempo.
Así como la física necesita de la metafísica, la realidad necesita que el arte exprese
toda su ambigüedad y poderío. La pintura es un arte que encierra la totalidad en una
pequeña superficie y, así, nos proporciona una imagen global, atemporal e instantánea de
la realidad. Bonifacio da cuenta de esta complejidad fusionando diferentes estructuras
visuales, retuerce las formas naturales hasta obtener una transpintura que nos proyecta a
un trasmundo tan poderoso y explícito que resulta cercano.
La realidad no se deja apresar en la descripción, hay que rebasarla, trascenderla, para
descifrar sus secretos. Es un problema que muchos grandes pintores percibieron en siglos
anteriores. Velázquez, sin ir más lejos, lo plantea en Las meninas, pero no se atreve a mos-
trar en toda su crudeza la putrefacción que esconde su obra, tan sólo muestra indicios que
debemos descifrar (como pintor se sitúa arrogantemente por encima de los personajes, sin
compartir nada con ellos) y, así, acaba trucando el cuadro, imponiéndole un velo de lejanía
para que el espectador no perciba el vacío de las figuras y el desastre de su tiempo. Goya fue
más valiente y no dudó en sacar a pasear los terribles fantasmas que nos dominan y
corroen, «los bajos del iceberg», las dimensiones invisibles de la realidad que nos hacen
ser lo que somos. Los Caprichos y las Pinturas Negras son el pistoletazo de salida de la gran
marcha hacia la conquista de «lo real» en pintura. Después vendrán Picasso, Munch, los
expresionistas alemanes, Dadá y los surrealistas y, en el campo literario, Joyce, Musil,
Beckett y Kafka, con el que Bonifacio tiene tanto en común.
En el siglo xx, después de un lento y prolongado crecimiento, la pintura se ha hecho
adulta y sabia, ha alcanzado la madurez (un recorrido pendiente en el caso de la fotografía,
el cine o el vídeo) y se ha diseminado en infinidad de tendencias e ismos. Bonifacio ha visi-
tado muchos de ellos (resuenan en su obra el expresionismo, el surrealismo, el informa-
lismo, Picasso, los Cobra, así como Tassili, los Beatos o Bosch), pero no se ha quedado a
vivir en ninguno, sino que ha tratado de erigir su propia morada tomando prestadas tan
sólo algunas herramientas. No obstante, todas estas influencias resultaron fundamentales
en la gestación de una obra única e inconfundible.
Ya en sus primeros grabados, de 1971, los bichos incorporan a sus cuerpos extrañas
formas humanas que remiten al «galo moribundo», al «loco» y al «San Antonio» de
Bosch, «al caminante» de Rembrant, a alguna exuberante «gracia» de Rubens o a una
«bañista» de Picasso. Personajes que pertenecen ya a la historia de la pintura, auténticas
epifanías, que necesitaban que alguien diera con ellos y los rescatara para presentarse ante
nosotros con toda la ambigüedad y esplendor del ser humano. Esta pintura de la luz proviene
Bonifacio. Pintar la luz, oficio de tinieblas 31
de las tinieblas, surge de los bajos fondos de la humanidad, de nuestras cavernas interiores
en las que al fin ha penetrado la luz para, sin afeites ni perfumes, mostrarnos un mundo en
el que hemos reconocido el cadáver que también somos, nuestros despojos y miserias, la
devastación de la irracionalidad y de la libertad absoluta, el sin-sentido de nuestros queha-
ceres y destinos, el silencio total que nos rodea y la labilidad de nuestra constitución.
Esos «híbridos» que nos desprecian e ignoran desde sus cuadros están en continua
actividad, son seres movidos por la mecánica y el deseo, por la química y la voluntad, que
luchan enconadamente por la supervivencia en un espacio engañoso y equívoco, repleto de
arquitecturas incomprensibles y de objetos y estructuras absurdas. Sobreviven como pue-
den en un hábitat inhabitable. Estos lienzos están envueltos en un terror que proviene del
salvajismo de los personajes y de la insondabilidad de la geografía del territorio. La atmós-
fera de ese mundo parece compuesta de un gas radioactivo que haya provocado las muta-
ciones físicas de los humanos. Una raza de víboras (Isaías) en un universo maldito. Un
infierno en el que ha desaparecido lo sagrado y las antiguas palabras de consuelo, piedad,
esperanza y redención y, en el que el lenguaje se ha hecho mudo y se ha convertido en
aullido. Un mundo alucinado repleto de formas, paisajes y figuras de una mitología inex-
plorada. Un universo misterioso y bárbaro dominado por fuerzas incomprensibles e inefa-
bles y donde los cantos litúrgicos son innecesarios, porque no hay nada que alabar ni nadie
a quién rezar para salvarse.
Un día, Bonifacio bajó al círculo más tenebroso y escondido de nuestra naturaleza
y con su sufrimiento iluminó toda la impotencia, miseria y terror que habitan en nuestra
alma. Sin «apaños ni trucos pictóricos», para no esconder nada, pintó lo más doloroso
de nuestra condición, la inmensa animalidad, labilidad y soledad del hombre. Tras la
nietzscheana muerte de Dios, nuestra única posibilidad pasa por reconocer que nuestra
casa está en ruinas y es preciso comenzar a escombrar. Para vivir dignamente, urge poner
orden en este caos y aceptar que estamos enfermos de tantas falsas ilusiones, asumir que
sólo nos queda jugar y bailar inocentemente por encima de nuestros peores miedos. Ahora
bien, sabemos que, sin reglas, el juego es imposible. Las pautas son claras y se deben res-
petar. Si jugamos, debemos hacerlo como los niños, absolutamente en serio, dedicándonos
a ello con toda la intensidad de la que seamos capaces, saltando y riendo de alegría y abra-
zando a nuestros amigos tanto si ganamos como si perdemos.
Bonifacio ha jugado con la vida hasta convertirla en arte, la ha amado tanto que la ha
querido salvar cuando estaba más enferma, ha limpiado sus heridas, le ha dicho la verdad
para sanarla, le ha contado chistes para que sonriera y ha puesto orden en su hacienda. De
tantos años de conversaciones y cuidados, nos queda su cuaderno de bitácora, su obra,
páginas y páginas de sueños y pintura llenas de verdad, limpieza, orden, ironía y amor, que
finaliza con la frase «ahora que ya no soy un bicho sé que es mejor vivir de humano».
BONIFACIO
EN LOS CAMPOS DE BATALLA
Sin título, 1967
Óleo sobre lienzo. 95 x 113 cm
Colección del artista 35
La Paca, 1970
Óleo sobre lienzo. 46 x 38 cm
36 Colección Helga de Alvear, Madrid
Comparsa, 1970
Óleo sobre lienzo. 80 x 80 cm
Colección Helga de Alvear, Madrid 37
Matasuegras, 1970
Óleo sobre lienzo. 50 x 50 cm
38 Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid
Molde para un hechicero, 1971
Óleo sobre lienzo. 170 x 130 cm
Colección particular 39
Pájaro desconocido, 1971
Óleo sobre lienzo. 93 x 74,5 cms
40 Colección del Círculo de Bellas Artes. Legado de Juana Mordó
Sin título, 1971
Dibujo a lápiz. 25,5 x 17 cm
Colección del artista 41
Sin título, 1971
Dibujo a lápiz. 23 x 16 cm
42 Colección del artista
Sin título, 1972
Dibujo a lápiz. 25,4 x 17,6 cm
Colección del artista 43
Sin título, 1972
Dibujo a lápiz. 25,7 x 17,7 cm
44 Colección del artista
Sin título, 1972
Dibujo a lápiz. 17,7 x 25,7 cm
Colección del artista 45
Sin título, 1972
Dibujo a lápiz. 25,7 x 17,7 cm
46 Colección del artista
El discurso, 1972
Dibujo a lápiz. 25,7 x 17,7 cm
Colección del artista 47
Insectos, 1971
Grabado en plancha de zinc. Papel Guarro. 21 x 16 cm (mancha 8,5 x 6,5 cm)
48 Editor, estampador y colección: Bonifacio
Insectos, 1971
Grabado en plancha de zinc. Papel Guarro. 13,5 x 19 cm (mancha 5,5 x 10,5 cm)
Editor, estampador y colección: Bonifacio 49
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel hecho a mano (Santos). 25,5 x 9,5 cm (mancha 6,5 x 7,5 cm)
50 Editor, estampador y colección: Bonifacio
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 30,5 x 40 cm (mancha 10,5 x 13 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
Colección del artista 51
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 29,3 x 38 cm (mancha 14,5 x 19 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
52 Colección del artista
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 21 x 16 cm (mancha 5,5 x 7 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
Colección del artista
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 29,5 x 20 cm (mancha 9,30 x 10 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
Colección del artista 53
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 29,5 x 20 cm (mancha 9,3 x 10 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
54 Colección del artista
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 29,5 x 20 cm (mancha 9,5 x 10 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
Colección del artista 55
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 30 x 20 cm (mancha 8,5 x 11 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
56 Colección del artista
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Archés. 60 x 40 cm (mancha 29,5 x 14,5 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
Colección del artista 57
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 29 x 30 cm (mancha 10, 5 x 12 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
58 Colección del artista
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Guarro. 30,5 x 40 cm (mancha 10,5 x 13 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
Colección del artista 59
Insectos, 1972
Grabado en plancha de cobre. Papel Rives. 21 x 15,5 cm (mancha 6,5 x 9 cm)
Editora: Juana Mordó. Estampadores: Bonifacio y Pancho Ortuño
60 Colección del artista
Miércoles, 1973
Dibujo a lápiz y tinta sepia. 15,9 x 23,7 cm
Colección del artista 61
Dibujo, 1973
Tinta y gouache. 24,7 x 17,2 cm
62 Colección del artista
Sin título, 1973
Gouache. 24,7 x 17,2 cm
Colección del artista 63
Sin título, 1972
Dibujo a lápiz. 18,5 x 25,9 cm
64 Colección del artista
Cuatro orejas y rabo, 1972
Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm
Colección del artista 65
Cuatro orejas y rabo, 1972
Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm
66 Colección del artista
Cuatro orejas y rabo, 1972
Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm
Colección del artista 67
Cuatro orejas y rabo, 1972
Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm
68 Colección del artista
Cuatro orejas y rabo, 1972
Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm
Colección del artista 69
Cuatro orejas y rabo, 1972
Dibujo preparatorio, lápiz y tinta china. 30 x 40 cm
70 Colección del artista
La familia, 1974
Óleo sobre lienzo. 60 x 60 cm
Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 71
Juguetes, 1975
Óleo sobre lienzo. 161,5 x 130 cm
72 Museo de Bellas Artes de Bilbao
Norberto el Pata y Pitín, 1975
Páginas 73-77. Serie de 5 aguafuertes y aguatintas sobre plancha de cobre para libro de artista. Papel Guarro.
70 x 54 cm (mancha: 36,2 x 49,2 cm)
Texto: Bonifacio. Editor: Gustavo Gilli. Estampador: Albert Coscolla (Barcelona)
Colección del artista 73
74
75
76
77
Signos y figuras, 1972-1976
Óleo sobre lienzo. 162 x 116 cm
78 ARTIUM de Álava. Vitoria-Gasteiz
Cabezas y signos, 1976
Óleo sobre lienzo. 162 x 130 cm
Colección particular 79
Máscaras en el espacio, 1976
Óleo sobre lienzo. 170 x 130 cm
80 Colección de la Fundación Juan March
Muñecos, 1976
Óleo sobre lienzo. 114 x 88 cm
Colección de la Fundación Juan March 81
Retrato de Torquemada, 1976
Óleo sobre lienzo. 143 x 100 cm
82 Fundación Antonio Pérez. Diputación Provincial de Cuenca
Sin título, 1975
Dibujo a tinta china. 25,5 x 17,8 cm
Colección del artista 83
Sin título, 1975
Dibujo a tinta china. 17,8 x 25,5 cm
84 Colección del artista
Sin título, 1975
Dibujo a tinta china. 17,8 x 25,5 cm
Colección del artista 85
Sin título, 1976
Dibujo a tinta china. 25,5 x 18 cm
86 Colección del artista
Sin título, 1976
Dibujo a lápiz y gouache. 21,5 x 14,6 cm
Colección del artista 87
Sin título, 1976
Dibujo a lápiz graso. 25 x 18 cm
88 Colección del artista
Sin título, 1976
Dibujo a lápiz graso. 25 x 17,9 cm
Colección del artista 89
Sin titulo, 1976
Dibujo a lápiz graso. 25 x 17,9 cm
90 Colección del artista
Sin título, 1976
Gouache sobre papel. 54,5 x 45 cm
Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 91
Sopas y manjares, 1976
Páginas 92-106. Serie de 15 aguafuertes y aguatintas sobre plancha de cobre para libro. Realizadas en Cuenca
54,5 x 45 cm (mancha 34,5 x 29 cm)
Texto: Ruperto de Nola. Papel Rives. Editor: Yves Rivière. Estampador: Vincent-Moreau (París)
92 Colección del artista
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Gigantes y cabezudos, 1977
Óleo sobre lienzo. 87 x 67 cm
Colección particular 107
Triángulo azul, 1978
Óleo sobre lienzo. 170 x 130 cm
108 Colección BBVA
Serán cenizas, 1978
Páginas 109-113. Serie de 5 aguafuertes y aguatintas sobre plancha de cobre para libro. Papel Vélin-D´Arches
54 x 40 cm (mancha 34 x 29 cm)
Texto: Sonetos de José Bergamín. Editor: Galería Carmen Durango (Valladolid)
Colección del artista 109
110
111
112
113
Mam, 1978
Aguafuerte. Papel Arches. 76 x 52,3 cm (mancha 63,5 x 44 cm)
114 Museo de Bellas Artes de Bilbao
Sin título, 1979
Dibujo a lápiz, gouache, aguada, cera y collage sobre papel. 70 x 100 cm
Colección Ruth Pérez Segovia 115
Sin título, 1979
Dibujo a lápiz, carboncillo, gouache, aguada y ceras. 70 x 100 cm
116 Colección Jimena Pérez Segovia
Sin título, 1977-1980
Conjunto de doce dibujos pegados sobre cartulina, lápiz, rotulador y calcamonías sobre papel. 65,5 x 63 cm
Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 117
El martirio de San Sebastián, 1978-1980
Óleo sobre lienzo. 130 x 170 cm
118 Colección de Arte Contemporáneo del Museo Patio Herreriano de Valladolid
Tomilleros, 1979
Páginas 119-130. Serie de 12 serigrafías a ocho colores. Papel Guarro. 32 x 22,5 cm
Texto: Antonio Pérez. Colección Antojos. Editor: Antonio Pérez (Cuenca)
Estampador: Talleres de artes gráficas Gasaló (Valencia)
Colección Helga de Alvear, Madrid 119
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Paisaje, 1979-1980
Óleo sobre lienzo. 110 x 90 cm
Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 131
Paisaje verde, 1980
Óleo sobre lienzo 99 x 149 cm
132 Colección particular
Paisaje y figuras, 1980-1981
Óleo sobre lienzo. 108 x 148 cm
Colección del artista 133
Sin título, 1980
Dibujo a lápiz y aguada sobre papel. 55,5 x 28,5 cm
134 Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid
Paisaje y figuras, 1981-1982
Óleo sobre lienzo. 127 x 179 cm
Colección particular 135
Sin título, 1981
Lápiz y tinta sobre papel. 42,3 x 61,4 cm
136 Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid
Sin título, 1981
Lápiz y tinta china sobre papel. 42,3 x 61,4 cm
Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 137
Sin título, 1981
Dibujo a lápiz sobre papel. 69,8 x 49,8 cm
138 Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid
Sin título, 1982
Óleo sobre lienzo. 46 x 38 cm
Colección particular 139
Sin título, 1982
Lápiz y ceras de colores sobre papel. 32,5 x 42,5 cm
140 Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid
Sin título, 1982
Lápiz y aguada sobre papel. 24,4 x 34,4 cm
Cortesía Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid 141
Sin título, 1982
Aguafuerte y aguatinta en plancha de zinc. 48 x 63 cm (mancha 30 x 39 cm)
142 Colección del artista
Sin título, 1982
Aguatinta en plancha zinc. Papel Guarro. 52,5 x 70 cm (mancha 31,5 x 49 cm)
Colección particular 143
Sin título, 1983
Dibujo a tinta china. 62 x 80 cm
144 Cortesía Galería Helga de Alvear, Madrid
Sin título, 1985
Óleo, técnica mixta sobre tabla. 30 x 40 cm
Colección particular 145
Las siete caras, 1985
Óleo sobre lienzo. 73 x 100 cm
146 Colección particular
El cerro de los locos, 1985
Óleo sobre lienzo. 160 x 200 cm
Cortesía Galería Juan Manuel Lumbreras 147
Aquelarre nº 2, 1985
Óleo sobre lienzo. 80 x 120 cm
148 Colección particular
Sin título, 1985
Óleo sobre lienzo. 80 x 120 cm
Colección particular 149
Sin título, 1985
Óleo sobre lienzo. 46 x 55 cm
150 Colección particular
De Tenochtitlan a Vitoria pasando por Donosti, 1987
Óleo sobre lienzo. 125,5 x 200,5 cm
ARTIUM de Álava. Vitoria-Gasteiz 151
Mitla, 1987
Óleo sobre lienzo. 130 x 170 cm
152 Colección particular
Tancah, 1987
Óleo sobre lienzo. 114 x 157 cm
Cortesía Galería Helga de Alvear, Madrid 153
Izamal, 1987
Óleo sobre lienzo. 130 x 170 cm
154 Colección particular
Sin título, 1988
Óleo sobre lienzo. 195 x 130 cm
Colección particular 155
Figuras sobre negro, 1988
Óleo sobre lienzo. 163 x 210 cm
156 Colección particular
Hechiceros, 1988
Óleo sobre lienzo. 81 x 60 cm
Colección particular 157
Habitantes de Manusa, 1988
Óleo sobre lienzo. 81 x 100 cm
158 Colección particular
Un perro llamado Cheese, 1988
Óleo sobre lienzo. 114 x 146 cm
Colección particular 159
La fiesta de Melise, 1989
Óleo sobre lienzo. 180 x 220 cm
160 Colección particular
Una rosa en cada mesa, 1989
Óleo sobre lienzo. 161 x 191 cm
Colección particular 161
Máscaras negras, 1990
Díptico. Óleo sobre lienzo. 130 x 194 cm
162 Colección particular
163
Acércate al oído y te diré quién eres, 1990
Óleo sobre lienzo. 164 x 200 cm
164 Museo Municipal de Arte Contemporáneo de Madrid
Sin título, 1991
Óleo sobre lienzo. 130 x 162 cm
Colección particular 165
Sin título, 1991
Óleo sobre lienzo. 24 x 33 cm
166 Colección particular
Sin título, 1992
Óleo sobre lienzo. 24 x 35 cm
Colección particular 167
Paisaje, 1992
Óleo sobre lienzo. 81 x 110 cm
168 Colección particular
El perro y la copa, 1992
Óleo sobre lienzo. 130 x 196 cm
Colección particular 169
Sin título [Premio Nacional de Grabado], 1993
Aguada, aguatinta y pintura seca en plancha de cobre. 57 x 85 cm
Estampador: Benveniste
170 Colección del artista
Noche negra en Pakai, 1989-1995
Óleo sobre lienzo. 118 x 200 cm
Colección José Manuel Ciria 171
El bosque de los insectos, 1994
Aguafuerte y punta seca. Papel Arches. 47,4 x 56,9 cm (mancha 25 x 34,7 cm)
172 Museo de Bellas Artes de Bilbao
Pulpo en la mesa, 1995
Óleo sobre lienzo. 133 x 165 cm
Colección Testimonio «La Caixa» 173
Isla Mujeres, 1995
Óleo sobre lienzo. 81 x 100 cm
174 Colección particular
Paisaje, 1995
Óleo sobre lienzo. 64 x 80 cm
Colección particular 175
Cabezas, 1995
Óleo sobre lienzo. 65 x 81 cm
176 Colección del artista
Pueblo de La Carolina, 1995
Óleo sobre lienzo. 140 x 60 cm
Colección del artista 177
Sin título, 1996
Óleo sobre lienzo. 164 x 300 cm
178 Colección particular
Cabeza negra, 1996
Óleo sobre lienzo. 97 x 130 cm
Colección del artista 179
Pescadores de angulas, 1997
Óleo sobre lienzo. 130 x 195 cm
180 Colección particular
Van Gogh pintando los girasoles, 1997
Óleo sobre lienzo. 114 x 146 cm
Colección Falbala 181
Albarracín, 1998
Óleo sobre lienzo. 130 x 195 cm
182 Colección Fernández-Luna
Plaza Cascorro, 1999
Óleo sobre lienzo. 85 x 100 cm
Colección Familia Merino-Guereñu 183
Plaza marinera, 1999
Óleo sobre lienzo. 130 x 195 cm
184 Galería Luis Burgos. Arte del siglo XX
Túnez, 2000
Óleo sobre lienzo. 114 x 140 cm
Colección particular 185
Ramsés II, 2000
Óleo sobre lienzo. 160 x 191 cm
186 Colección del artista
La Bella Otero, 2000
Páginas 187-192. Serie de 6 litografías sobre papel para libro. 50 x 65 cm
Texto: Gonzalo Torrente Ballester. Editor: Raíña Lupa y Consorcio Santiago. Estampador: Antonio Gayo (Madrid)
Colección del artista 187
188
189
190
191
192
Parque de Lavapiés, 2001
Óleo sobre lienzo. 60 x 81 cm
Colección del artista 193
Paisaje con perro, 2001
Óleo sobre lienzo. 46 x 55 cm
194 Colección particular
Señora con peineta, 2001
Óleo sobre lienzo. 46 x 55 cm
Colección particular 195
Chimenea y cabeza azul, 2001
Óleo sobre lienzo. 54 x 65 cm
196 Galería Luis Burgos. Arte del siglo XX
El pantano de Buendía, 2002
Óleo sobre lienzo. 60 x 73 cm
Colección particular 197
La Suite Avanti Vaporini, 2002
Litografia. Papel Super Alfa. 26 x 45 cm (mancha 11 x 26,5 cm)
198 Editor, estampador y colección: Antonio Gayo
La Suite Avanti Vaporini, 2002
Litografía. Papel Super Alfa. 37 x 48 cm (mancha 20,2 x 26,3 cm)
Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 199
La Suite Avanti Vaporini, 2002
Litografía. 50 x 49,5 cm (mancha 20,2 x 31,8 cm)
200 Editor, estampador y colección: Antonio Gayo
Cazadores, 2003
Óleo sobre lienzo. 60 x 73 cm
Colección particular 201
La Suite Avanti Vaporini, 2005
Litografía. 43 x 49,5 cm (mancha 20,4 x 31,5 cm)
202 Editor, estampador y colección: Antonio Gayo
La Suite Avanti Vaporini, 2005
Litografía, prueba de artista con muestra de color. Papel Arches. 24 x 54 cm (mancha 13,4 x 42 cm)
Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 203
La Suite Avanti Vaporini, 2006
Litografía, prueba de artista con muestra de color. 50 x 62 cm (mancha 27 x 32,5 cm)
204 Editor, estampador y colección: Antonio Gayo
La Suite Avanti Vaporini, 2006
Litografía, prueba de artista con muestra de color. Papel Super Alfa. 50 x 62 cm (mancha 32 x 42 cm)
Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 205
La Suite Avanti Vaporini, 2006
Litografía. 50 x 62,5 cm (mancha 37,8 x 48,2 cm)
206 Editor, estampador y colección: Antonio Gayo
La Suite Avanti Vaporini, 2006
Litografía. 37,5 x 56 cm (mancha 18 x 29 cm)
Editor, estampador y colección: Antonio Gayo 207
ANTOLOGÍA DE TEXTOS
ANTONIO SAURA
ROBERTO MATTA
SEVERO SARDUY
FERNANDO DEL PASO
GUILLERMO CABRERA INFANTE
ÁNGEL S. HARGUINDEY
Fotografía: Alberto García-Alix
El códice armenio
ANTONIO SAURA
por lo imaginario. La pintura que Bonifacio realizó en los últimos años lo convirtió en el
más cercano pariente de un Rubens calcinado. En espejos de cal y ceniza, surcados por fue-
gos de San Telmo, formas lluviosas se debatían en los espacios vacíos. El húmedo y contra-
rio ser desplegaba en altares sus formas hinchadas y plenas, convulsionándose lentamente,
como en un sueño. La ambigüedad de los elementos, la sabiduría del tratamiento contras-
tando con la contorsión, hacía de esta pintura uno de los pocos ejemplos válidos de ero-
tismo pictórico actual. Existió confusión entre quienes supusieron que la evanescencia y
ambigüedad de las formas reflejaban inexistencia de imagen, o primacía del aspecto bidi-
mensional y abstracto de la obra, y asimismo que se considerara pintura exquisita y refi-
nada aquella que se reflejaba simplemente en la ausencia de color. Equívocos con los
cuales, indudablemente, el pintor jugó lúcidamente, pues demostrando «saber hacer»,
despreció asimismo el indefinible «buen gusto», y a demostrar más bien ternura y calidad,
supo hacer una obra de afirmación obscena y lograr su aceptación. Y, sin embargo, esta pin-
tura al mismo tiempo abstracta y concretadora de imágenes obsesivas, acabó rompiéndose
cuando este mundo transparente se tomó repetitivo. La reciente metamorfosis de la pintura
de Bonifacio –una vez inundados los espacios habitados con las vulvas, senos y nalgas de la
suprema belleza– demuestra la autenticidad de un pintor preocupado que es capaz de sacri-
ficar una obra atractiva y dar sin traicionarse un salto hacia nuevos caminos donde el mila-
gro y el desastre atisban por igual. A la hembra blanda y fascinante suceden los sátiros
duros, los cardos seminales, el mundo del esperpento y la aparición tumultuosa del gran
teatro, la convulsión de las pantallas reflectoras y el campo de batalla donde se debaten los
conflictos. La parada no ha hecho más que comenzar, y a Bonifacio no le resta más que el
difícil hacer de manejar bien el pincel, como sabe hacerlo, siguiendo los consejos del
códice armenio.
Septiembre de 1971
Bonifacio por la puerta grande
ROBERTO MATTA
Presos entre dos láminas de cristal finísimo, los personajes pacientemente escogidos
por el Escrutador van a revelar las verdaderas simetrías de sus cuerpos, las leyes que los
arman, el color secreto que los irriga, las fuerzas que los imantan y sostienen con su
sorda intensidad.
Antes proliferaban libres, deambulaban insomnes por los tortuosos callejones caste-
llanos, pululaban, hormigueaban, espejeaban, volando en tornasoladas espirales ante la luz.
Eran, sobre todo, insectos: mariposas cubiertas de ocelos hipnotizantes, alas estriadas, o
rugosas, o metálicas, o atravesadas por vetas ferruginosas, oxidadas, líticas. Eran también
hombrecillos atareados, de un puntual funcionamiento, eficaces y chillones como mario-
netas de hojalata; larvas, muñecos de toda estofa, atrapados en el zinc o el cobre. Eran,
finalmente, torquemadas, títeres, parpadeantes semáforos, máscaras azulosas, falos erec-
tos, ánimas. Ahora, atrapados entre los cristales, se han fijado en un hieratismo que no
exhibe más que la perfección de su simetría, en una majestad indiferente o icónica.
Una presión del Brujo –los cristales entre el pulgar y el índice de ambas manos– y
los cuerpos prensados primero se desarticulan, se van desuniendo, desagregando; luego
son fragmentos dispersos, órganos aún latientes sin conexión ni funciones, texturas cilia-
das o fibrosas, antenas, élitros.
Finalmente –una presión más, todo se disuelve, se resume en su ceniza, que es su
verdad: colores extraños, únicos sin definición ni posible nombre, líneas interrumpidas
o vacilantes, como trazadas en el temblor nocturno o la premura febril de los conjurados,
siluetas fugaces, cuerpos astrales o desencarnados. No queda entre los cristales más que
un garabato furioso, una caligrafía borrosa o voluntariamente ilegible, próxima a la escri-
216 Severo Sarduy
tura de hierba que practicaban los antiguos letrados del Imperio, o a la traza estallada que
dejaban en las telas, lanzados con violencia, los bonetes humedecidos en tinta negra.
Quedan también, no los colores, sino sus depósitos saturados, la concentración de
sus adjetivos, como la borra del café o la «madre» del vino: una exacerbación del color,
una decantación –a veces se trata, al contrario, de una hipertrofia, casi de una parodia–
de su energía.
Ahora los cristales pueden despegarse, abrirse. Las dos láminas se oponen y com-
pletan como el blanco y el negro, el positivo y el negativo de los personajes primitivos,
reducidos –o resumidos ahora– a sus espectros, a sus residuos violáceos o incandescen-
tes, o al contrario, devueltos a sus estados iniciales de germinación subterránea, antes de
la vida manifiesta y visible, al rumor incesante de sus larvas.
Así, a partir de su prisma, de su lente manchado, Bonifacio pinta lo real, la realidad
entera, más allá o más acá de lo inmediato visible, en esa frontera fluctuante en que la
figura deshecha va a desaparecer, a confundirse con la densidad del aire, con la rugosa luz
mortecina, o al contrario, en la frontera opuesta, cuando aún no ha tenido acceso a su
dibujo definitivo, a su entidad, a la consistencia de sus bordes.
En esos espectros opuestos, franjas desmesuradas y huyentes, navegan esos seres,
concreciones de la energía, hechos de meditación y silencio nocturno, nómadas estela-
res. Hechos de sur.
Octubre de 1987
Barocchus Bonifacius
FERNANDO DEL PASO
Bien hizo el modernismo cuando se propuso liberar a la pintura de sus connotaciones lite-
rarias. Mal hubiera hecho de haber intentado evitar que tanto los escritores como los pro-
pios pintores hiciéramos literatura sobre las artes plásticas con la vana ilusión de crear un
diálogo entre los colores y las sílabas, las formas y las palabras, los párrafos y las perspec-
tivas: digo vana porque parecería que, a igual distancia siempre una de otra, la literatura y
la pintura son dos líneas paralelas que se juntan en el infinito.
La tentación, o mejor las tentaciones –en plural, como las de San Antonio–, que
provocan hablar y escribir sobre pintura podrían justificarse –a pesar de que Arikha nos
recuerda que hace tiempo ya que la escritura figurativa pasó de ser una imagen a ser un
signo– en el hecho de que toda escritura es una caligrafía. En otras palabras, una serie,
una letanía de dibujos. Así se nos revelan, con dibujos, los signos de un lenguaje extran-
jero escritos en un alfabeto distinto al nuestro: recién llegado a Inglaterra hace veinte
años, los letreros pintados en árabe que abundaban en muros y fachadas me hicieron pen-
sar que Joan Miró andaba suelto por las calles de Londres. Esta teoría, esbozada –el verbo
no podría ser más adecuado– por el dibujante mexicano Felipe Ehrenberg, nos ofrece, sin
embargo, nada más que un punto de partida: queda, entre el arranque y la meta un vacío
que, en mi opinión y en mi caso muy particular, yo podría llenar con un deseo ardiente.
Es decir, con envidia. Pero con envidia de la buena, de la que en el idioma francés
pasó a significar simplemente «tener ganas» de algo y que, por esa su bondad, no es como
podría pensarse nada más una envidia verde –en todo caso verde veronés–, sino también
envidia color magenta, envidia tierra de Siena y azul cadmio, envidia, en fin, de todos los
colores del mundo y algunos del Paraíso.
218 Fernando del Paso
Para mi consuelo, es sabido que esta envidia –deseo en llamas que me da de pintar
cuando veo pintura o pienso en ella, cuando hablo o escribo sobre pintura–, considerada
como un impulso, como un élan casi vital de expresarse en otro medio, se da también con
frecuencia, en sentido contrario: el escritor aspira al espacio porque desearía escribir
libros que, como un cuadro o una escultura, no comenzaran ni terminaran en ningún lado.
El pintor aspira a conquistar el tiempo para que sus cuadros, como los libros y la música,
tengan una duración, un comienzo, un fin. En ambos casos, ayudados por su talento, han
logrado su propósito, entre los escritores, Poe, Víctor Hugo y Günter Grass, por ejemplo,
y entre los pintores –no sólo en el ensayo y la teoría– también en la poesía, Kandinsky,
Leonora Carrington, Dalí, Mondrian, Picabia, Mathieu.
Es posible, sin embargo, que en este deseo recíproco de ser y hacer lo que hace y es
el otro, los escritores gocemos de una pequeña ventaja, pues, si bien pintores y dibujantes
continúan inspirándose en obras literarias, parecen condenados a alejarse de concrecio-
nes –admitamos esta palabra como el contrario de abstracciones– por demás peligrosas:
no se puede ilustrar una rosa cuando se habla de la rosa, porque el arte de ilustrar libros,
que encarnó Doré en su época dorada, según nos dicen, pasó a la historia. El pintor metido
en esas tareas se queda, pues, en el mundo de la alusión, que se parece al de la ilusión
como un espejo a otro.
En cambio, nosotros, los escritores, no importa que no podamos pintar como
Uccello o como Dubuffet, como Leonardo o como Masson: siempre nos queda el recurso
de llenarnos la boca y los dedos de adjetivos y sumergirnos en sus telas y aceites, empapar
nuestros ojos con sus luces y beber sus sombras y sus témperas para traducir entonces
nuestras sensaciones, y caligrafiarlas. Es decir, nos queda el recurso de escribir sobre su
obra. Extraña palabra ésta, sobre: como si intentáramos escribir encima de sus lienzos,
como si fuéramos a llenar de graffitti un cuadro de Tàpies para hacerlo más tapia. Mejor
emplear la palabra acerca, porque de eso se trata, de acercar a la pintura por medio de la
palabra.
¿Aunque nos quedemos siempre a la misma distancia?
Acercarme al mundo de Bonifacio ha significado para mí una aventura casi dolo-
rosa. Aunque nunca he escrito sobre Turner o sobre Albers –es decir, acerca de–, pienso
que el día en que lo haga, lo haré con un estilo luminoso y tranquilo. Y que cuando escriba
sobre Tamayo, lo haré, sin duda, con una prosa muy mexicana, llena de colorido y de fres-
cura, como sus sandías. Algo así sobrevivirá de las buenas intenciones de perpetrar, para
perpetuar, un paralelismo fulgurante y elocuente. Con Bonifacio, el problema es muy dis-
tinto. La pintura de Bonifacio, como la de Bacon, o la de Soutine, o la de Fraile, no me per-
mite echar mano de la diafanidad y de la línea recta para acercarme a su retorcida,
voluptuosa, bárbara realidad –o irrealidad–, que me recuerda lo que Pierre Mabille dijo,
hace no menos de treinta años, de un pintor cuyo espíritu encuentro afín con estos cuatro
pintores: «Para Matta, el momento de la inspiración proviene del choque de dos palabras,
que se combinan para producir una explosión». ¿Acaso no es ésta la definición del
encuentro surrealista por excelencia del sustantivo y el adjetivo cuyo enlace se traduce en
una tercera entidad, hasta entonces insospechada, inimaginada e inimaginable que no es
otra cosa que la sustancia misma de la belleza convulsiva?
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Barocchus Bonifacius 221
cocinados en el infierno a fuego lento, y en figuras que con sus contornos enloquecidos
confirman el triunfo del que podría definirse como el más libertino y liberado de todos los
barrocos, pues si obedece a las leyes no escritas de la naturaleza es porque éstas le impo-
nen la asimetría absoluta –las estructuras atómicas y los cristales de nieve mienten: la
naturaleza, cuando se desata, se vuelve nubes, selva, cáncer–, y es así como una multitud
de monstruos proteicos e histéricos por excelencia, enfermos y contagiados de sí mismos
y en estado permanente de composición y descomposición, montan en escena sus danzas
macabras en cada lienzo: qué universo tan patéticamente hermoso, qué mundo, el de
Bonifacio, de tormentos tan dulces, de batallas que renacen entre las cenizas de los tiem-
pos en todo su sombrío esplendor, de feroces encuentros entre la realidad y el sueño,
entre el hombre y la bestia –como en el toreo, claro está–. Y, sobre todo, qué de angustias
inasibles, qué alegrías de carnaval tan vagas y agobiantes, con tanto afán y terquedad
transformadas en materia. Cuánta sangre, sí, volcada, que se afianza a las telas con todo su
espesor y, sin embargo, acaba por diluirse en fugas incontroladas a la velocidad del relám-
pago, como para recordarnos –nos dice también D’Ors– que el barroco quiere gravitar y
huir al mismo tiempo.
Este estiramiento me remite, de manera inevitable, primero, a un gran poeta espa-
ñol, Juan Ramón Jiménez, quien afirmaba que el hombre que tiene los pies en la tierra y la
cabeza en el cielo padece, sin duda, de un corazón dolorosamente distendido. Qué gran
misterio, sí, que los hombres bondadosos como Bonifacio, capaces de matar a un toro,
pero incapaces de matar una mosca, produzcan implacablemente tal profusión de pesadi-
llas, tal cantidad de trasgos y embelecos.
Lo que también me remite, en segundo lugar, decía, no sólo a la citada frase de Goya
sobre los monstruos que nacen del sueño de la razón, sino a la siniestra España inquisito-
rial y sacrílega, beltenebrosa, telúrica, coleccionista de reliquias anatómicas de todos los
santos, falsos y verdaderos, que se murieron a medias: Bonifacio no escapa a esta maldi-
ción. La diferencia es que sus personajes, reliquias de sí mismos, aunque no necesaria-
mente fragmentarias, ni tienen huesos ni su carne es carne de momia: son de caucho, son
elásticos y gelatinosos, resbaladizos como el aliento de la salamandra.
Sin embargo tienen el poder de afectar los sentimientos». Era obvio que el gran colorista
Matisse hablaba de sus propios colores. Pero bien podía estar hablando de Bonifacio y su
gama cromática –que es más sinfonía de colores que una «Farandole» con acento en olé.
No sé si Bonifacio recibió una caja de pintura o de chocolates cuando tenía veinte años
y empezó a pintar. No creo siquiera que Matisse influyó en su arte. Pero sí ha seguido el
ejemplo de Matisse como un modus vivendi y ha sido, en efecto, libre, solitario y quedo. Dice
Paul Bowles que Malraux (mentirosos ambos) le dijo que no se dejara convertir en un
monumento, porque la gente escupiría a su pedestal. «Mira a Picasso», dijo Malraux –y
los dos se volvieron a mirar a Picasso pero no lo vieron.
Hay una foto de Bonifacio (bien peinado, bien afeitado) vestido con camisa de leña-
dor canadiense, el sempiterno pitillo en la mano que se vuelve eterno porque no quemará
más allá al lado de una figura negra, una escultura probablemente de un Benín imaginario.
En la foto se le ve más benigno que Bonifacio, con algo de un Humphrey Bogart pintor
(como en Ambas Mrs Carroll, en que Bogart es un artista que mata siempre lo que más ama,
sus esposas, para poder pintar su retrato como un post mortem para decir: mens insana, cor-
pore pulcro) surgido de las sombras en Madrid. Pero Bonifacio más que mirar desafía a la
cámara. No es un duro de película, es un duro de pelar. Esa foto no es su monumento. Es el
retrato del artista cuando mayor. Hay que hacer notar que Bonifacio, en la foto y en la vida,
tiene una cara toda ojos, como las de otros artistas españoles. Picasso por ejemplo,
Almodóvar probablemente. Son los ojos de la gorgona que devora todo lo visible. Pero
Bonifacio no lo convierte en piedra sino en pintura.
Bonifacio, no un monumento sino una fortaleza al sur de Córcega, sirve de compara-
ción. Los nativos dicen que era el lar de los lestrigones que destruyeron las numerosas
naves de Ulises menos una. «Había aquí gigantes en otro tiempo», dicen los vecinos de
Bonifacio. Otros aseguran que los lestrigones enormes vivieron «por estos pagos». (Loco
citato). Bonifacio dio su nombre al estrecho que queda entre Córcega y Cerdeña. ¿Qué
hay en un nombre? Todo. Todos estos bonifacios son los antepasados de Bonifacio. Vivían
en la macchia italiana, que los franceses, ahora intrusos en la isla, llamaron maquis, la gua-
rida para unos de bandidos, para otros de patriotas. Nuestro Bonifacio siempre ha sido del
maquis: de Cuenca, de Madrid.
No se dejen engañar por el nombre de Bonifacio, que quiere decir buena cara. Debajo
de ese exterior duro se esconde un interior aun más duro, maduro. Bonifacio, hay que
decirlo, no soporta a los idiotas ni a los intrusos ni a los críticos de arte de ninguna parte. De
ahí viene su cara de pocos amigos a pesar de que tiene muchos más de lo que parece. Hay
algo en Bonifacio que recuerda al arte flamenco –y no me refiero a Brueghel ni a Van Eyck.
Me refiero al arte de los gitanos. Será porque la medianoche que lo conocí estaba rodeado de
los cantaores más estetas del mundo jondo y era en extremo diferentes, deferentes.
Bonifacio, como Picasso en las noches de las damiselas encantadoras de Aviñón, tenía
entonces, para envidia de Andrés Eloy Blanco, de compañía a un ángel negro. Recuerden el
verso Blanco hecho canción «Pintor de santos de alcoba / píntame angelitos negros». Casi
que el poeta venezolano pensaba en Bonifacio: «Pintor nacido en mi tierra / con el pincel
extranjero». Santos de alcoba, ángeles negros: hay ahí toda una imaginería que Bonifacio si
no acoge por lo menos admite. Pienso en sus vitraux de la catedral de Cuenca, donde sus
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08 En Marrakech.
09 Con Pepe Meneses.
10 Rinaldo Paluzzi, Helga de Alvear y Juana Mordó con
Bonifacio en Madrid.
11 Luis Muro, Antonio Saura, Fernando Zóbel, Ben Cabrera,
Rocío Urquijo y Bonifacio en la Plaza Mayor de Cuenca.
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El arte (en parte) de Bonifacio 227
ventanas dominan toda la iglesia como un Dominus illuminatio, Dios iluminado. Esos crista-
les de colores de sus ventanas son capaces de transmitir un sentimiento religioso a un autor
ateo. Para quien ha visitado Chartres y Notre Dame y Burgos, los vitrales de Bonifacio son
una irrupción del barroco actual en un gótico que no es nuestro contemporáneo.
Bronco, cujeado, correoso Bonifacio es áspero pero sentimental cuando recuerda sus
días de sol en la plaza de toros: fue torero. Antes había sido de casi todo: albañil, pintor de
brocha gorda, cocinero y, ¡sorpresa!, batería de un conjunto de jazz. Como torero, que es el
único menester que cambiaría por el oficio de pintor, participó en veinticinco novilladas con
picadores –y una cornada mala que le hizo cambiar el estoque por el pincel, el traje de luces
por un gabán y el capote por un lienzo que no pintara la sangre.
Bonifacio, arquetipo del artista, recuerda a Gulley Jimson, el más grande artista inglés
de la historia –del cine–. Jimson es el héroe –o antihéroe– de la novela de Joyce Carey
The Horse’s Mouth, que quiere decir «De la boca del caballo». Lo que en español, idioma de
escribanos, se dice, «Lo sé de buena tinta». En este caso de buena pintura. El pintor, un
genio que anda suelto, se llama Gulley, que quiere decir un cuchillo enorme, un estoque.
Moribundo, muriéndose, quisiera reírse de la vida si la camisa de fuerza no le apretara tanto.
Es esta muerte que le da sentido: sabemos dónde va siempre a dar el río de la vida. Pero el
pintor de la película, el mismo Jimson, al final navega Támesis abajo en su casa flotante
haciendo gestos con los brazos como si se ahogara sin ahogarse: va cuadrando el espacio dis-
ponible desde la línea de flotación, midiendo cada casco, buscando la inmensa, inexistente
pared donde es posible la cuarta dimensión del arte. Al final está el inmenso mar, que no es
el morir sino para pintar un infinito fresco sobre el horizonte: viajar hacia ese lienzo que
queda más allá de los colores de cualquier paleta. Nada de nel blu dipinto di blu sino volar por
sobre el arcoiris sabiendo que es sólo una ilusión óptica, ir a donde todos los colores son un
espectro de la luz. Éste es el retrato del artista maduro. Éste es el autorretrato de Bonifacio.
No soy un experto en pintura. Ni siquiera soy un crítico de arte amateur, mucho menos
un técnico. Pero puedo recordar la frase del general Heiz Guderian dicha a un ingeniero
especializado en la estructura del tanque: «Todos los técnicos son mentirosos». El general
probó al mando de su tanque que la práctica es la madre de toda invención. (Teoría quiere
decir también procesión religiosa). Pero traigo aquí la frase feliz de Guderian porque el
mismo Bonifacio ha dicho: «Para mí la pintura es un combate». Un tanque es un carro de
combate. Algunos técnicos son más mentirosos que otros. El problema es que los griegos, que
lo inventaron, llamaban al arte tehkné –y también a la técnica. O el timo de las etimologías.
Fernando Savater, que es un filósofo que es un esteta, declaró que nunca ha soportado
a los críticos de pintura que quitan el marco del arte a los cuadros para colgar su propia
pedantería profesional. (La aliteración es mía, la alteración de Savater). Al hablar de
Bonifacio y su parte en el arte quiero que me consideren todo menos un perito, nombre que
a menudo (por culpa de mi dislexia: ¿se escribe así?) confundo con perico, loro que según el
diccionario «vive en los campos cultivados en los que causa perjuicios». Para añadir: «se
domestica con facilidad». Es decir, son lo contrario de un escritor que habla de pintura: su
seguro servidor aún a riesgo de recibir la patada del pintor Apeles: «Zapatero a tus zapatos».
Viendo la pintura de Bonifacio que, como los pintores del Renacimiento, firma sólo
con su nombre, viéndola en ilustraciones –que es como me gusta a mí ver la pintura: visible
15 Miguel Logroño, Bonifacio, Miguel Galanda y Antonio Gayo.
16 Pintando con grisalla las vidrieras de la catedral de Cuenca.
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16
El arte (en parte) de Bonifacio 229
sin tener que ir a los museos, que son el cementerio de los elefantes de colores– es decir, la
pintura hecha libro, se puede percatar el lector del arte extraordinario de quien, al revés de
los pintores que ha conocido, lo mata la modestia. Para Bonifacio el arte es más equivocación
que vocación: hubiera querido más ser torero y la culminación de su arte de matar hubiera
sido dar el paseo en traje de luces en la Maestranza no en Ventas –y luego entrar a matar.
Bonifacio pinta ahora tras un burladero tenue para transparentar al toro y dar la espalda a la
afición en las gradas de sombra. Pero no todo es vigilia la del ojo del pintor a medianoche.
También es sueños –y, como ilustra Goya, no pocas pesadillas.
Afortunadamente su arte no es arte abstracto, que es arte para arquitectos, como el del
mondo Mondrian lirondo. No es tampoco una pintura desnuda sino cubierta por un manto
de colores. Los azules de Bonifacio son como los azules de Siena traídos a Madrid y ciertos
verdes de verdad ya estaban aquí con Goya. Otros colores son mezclas de rojo, naranja y tie-
rras, como en su «Fiesta taurina», pintado este año, mostrando que fue de veras torero.
Bonifacio es un artista inter pares y más de un pintor (Saura, José Miguel Rodríguez) ha
elogiado su arte. Aunque sé que él aprecia más el elogio de un matador porque sabe que más
cornás da el arte. Para Leonardo la pintura era una cosa mental, para otros pintores es una
cosa sentimental. Renoir está entre los últimos,Van Gogh y Gauguin entre los primeros. Pero
sobre todo ahí está, ahí estará Cezanne, que es padre y abuelo de la pintura moderna que
expresa lo mental. Para Bonifacio la pintura es el desarreglo de un solo sentido, el de la visión
que abarca lo que vemos y lo que se ve y hace del mundo la imagen del mundo.
Conocí a Bonifacio hombre antes que al Bonifacio pintor. Bohemio de llegar tarde y de
irse aún más tarde, no habló en esa ocasión de pintura pero venía acompañado de una obra
de arte, que ya llamó Baudelaire «la Venus noire». Venía Venus y Bonifacio la llamaba por su
nombre. También era Bonifacio crítico de ese otro arte español, el flamenco y se rodeaba de
cantaores de puro jondo. Pero los pintores son sordos –o les falta una oreja. Bonifacio ade-
más de buen pintor tenía (y tiene) fama de chef como en chef d’oeuvre. Se dice que era un
cocinero extraordinario aún antes de ser pintor. Como dijo Goya: «Los sueños de la sazón
dan dispepsia», Gauguin, por ejemplo, no se podía comer lo que cocinaba Van Gogh, que era
capaz de comerlo todo. Nunca comí la comida de Bonifacio pero esa noche comprobé que
era un bohemio al estado puro y cuando nos fuimos Miriam Gómez y yo, ya tarde, tarde aún
para Madrid, todavía Bonifacio se quedaba y se veía que lo pasaba de lo mejor. Aunque él al
buen tiempo siempre pone mala cara.
Muchas veces en mi vida aspiré a la vida bohemia, pero siempre vino a interrumpirme
el trabajo y una vez conseguí un trabajo feliz: ser sereno. Me unía a Bonifacio que él también
había ejercido todos los oficios. Los artistas son los únicos capaces de ser bohemios sin aspi-
rar a gobernar –un país, el mundo–. Podría haber escrito la biografía de Bonifacio en vez de
estas notas desafinadas. Algo más sobre este artista que es un personaje en busca de un
autor. Pero tengo muy poco que añadir después del exhaustivo, excelente texto de Ignacio
Ruiz Quintano, en su monografía bonifacia publicada por Ediciones Turner en 1992. Aunque
hay mucho que ver todavía del arte pictórico de Bonifacio y ustedes pueden añadir el matiz de
Matisse de la libertad por el color y el silencio del lienzo y el orden del espacio en una época
en que el ruido y la confusión, como dijo Shakespeare, han «hecho su obra maestra».
Esta entrevista se hizo a lo largo del verano del 98. En realidad se hizo a lo largo de una vida
porque hay respuestas de Bonifacio que necesitaron de toda una vida para poder resumirlas
y ofrecerlas. La forma fue sencilla y aparentemente tramposa: le propuse al artista que escri-
biera una serie de notas sobre la pintura, el arte, el proceso de creación, etcétera, tras lo cual
incluiría una serie de preguntas que dieron cierto orden a las respuestas. Le sugerí también
que, al menos en esta ocasión sus reflexiones se centraran más en la pintura que en las
mujeres o en los toros, sus temas favoritos, y en los que, los dos, caímos con frecuencia en
otras circunstanciales colaboraciones informativas para placer mutuo y desesperación de
otros. Y así lo hizo. Naturalmente no pueden faltar algunas referencias taurinas o mujerie-
gas porque sin ellas la entrevista no sería con Bonifacio sino con un zombi o con su clon vir-
tual, pero, ciertamente, el arte y su oficio es el tema predominante. La trampa aparente es la
de que al dejar al oponente que hable o escriba de la forma que quiera podría parecer que
la entrevista perdería agresividad o lucidez –en el hipotético caso de que las tuviera– . No es
cierto. Lo que se buscaba en estas líneas era que el protagonista mostrara sus ideas sobre la
pintura, lo que cumplió con insólita disciplina. El resto es vanidad o pedantería profesional.
Es evidente que para Bonifacio el arte y la vida son inseparables. Tan evidente que
ya es un tópico y como todos los tópicos cierto. Cuando hace años hablábamos de las
vidrieras que hizo para la catedral de Cuenca le animé a que escribiera un artículo sobre
los problemas que le habían causado el utilizar unas nuevas técnicas, sobre el insólito
espacio al que iban destinadas las obras, sobre su relación con la Iglesia.
Aquellos tres folios que escribió y que se publicaron en Babelia explicaban todo lo
necesario e indispensable para conocer al donostiarra, incluida su referencia a que «la
232 Ángel S. Harguindey
catedral de Cuenca es como una de esas mujeres que no son muy guapas pero que las tie-
nes cariño». En esta ocasión recurre a Picasso para explicar que «la pintura es como la
mujer: hace de uno lo que quiere». Cualquiera que conozca personalmente a Bonifacio
sabe que la mujer es lo que justifica su propia existencia, que sin ella su vida no tendría
sentido y que por lo tanto ese maravilloso combate con el lienzo, o con la vida, sería
absurdo, es decir, no sería. La mujer es tan importante para él que es capaz de inventarse,
o recordar, una frase de Picasso para darle una innecesaria patina de respetabilidad.
En todo caso aquí encontrará el lector algunas reflexiones de Bonifacio, libres por
innecesarias de las inicialmente previstas preguntas, en torno a la pintura, al proceso
creativo, a los viajes interiores, a la forma y el color, en suma, a todo aquello que le anima
y estimula para el combate cotidiano en un campo de batalla que puede adoptar indistin-
tamente la forma de un ruedo, de un lienzo o de unas faldas, y en el que sólo se sobrevive
con arte y valor.
«La verdad es que siempre me preguntan cuándo decidí hacerme pintor y nunca lo
decidí. Desde muy pequeño siempre estaba haciendo cosas. Con ocho años mi madre me
metió en un colegio interno para huérfanos de la guerra. No era buen estudiante. Los
números y esas cosas no me entraban pero el dibujo me gustaba mucho; siempre dibujaba
por todos los sitios. Cuando había que salir a la pizarra a dibujar la maestra no lo dudaba
y me llamaba a mí. Me acuerdo que un año nos mandaron a todos los chavales del colegio
hacer un Nacimiento de escayola y con los objetos que encontráramos por las calles del
pueblo. El colegio estaba en Vidania, a treinta kilómetros de San Sebastián, Guipúzcoa, en
plena montaña. Así que el Nacimiento lo hicimos con botes, ramas de árboles, todo lo que
encontrábamos lo recogíamos para hacer las figuras. Yo me daba cuenta de que cada vez
había menos compañeros conmigo hasta que me quedé solo haciendo el Nacimiento.
Creo que la profesora notó que me lo pasaba muy bien haciendo estas cosas y me dejó con
el Nacimiento en vez de estudiar.»
«Pienso que lo de hacerme pintor lo decidieron los demás. Cuando estaba en la
Marina, en el servicio militar, tuve una novia que me convenció de que tenía talento. Más
tarde, cuando dejé la Marina, entré a trabajar en el taller de pintura industrial de José
Garmendia. En cierta ocasión pintando las paredes del Hotel Londres, en San Sebastián,
me fijé en unas copias de esculturas griegas que decoraban los pasillos y me puse a dibu-
jarlas pues siempre llevaba un cuaderno de apuntes en el bolsillo. Un día, cuando estaba
haciendo uno de esos dibujos de las esculturas, no me di cuenta de que el patrón me
estaba observando. Terminado el dibujo me llamó. Pensé que me despediría del trabajo
pero me dijo que se lo mostrara. Lo miró con atención y al rato me citó en el taller al aca-
bar la jornada de trabajo. Me llevé una gran sorpresa al decirme lo mismo que mi maes-
tra y mi novia: que tenía mano o talento para el dibujo.»
«Seguí los consejos de estas personas y entré en la Escuela de Artes y Oficios de San
Sebastián. No duré mucho tiempo al no seguir las normas del profesor de dibujar las figu-
ras de escayola a su tamaño, centrándolas en el papel a un centímetro de la parte de arriba
y de abajo. Hice unas cuantas al carboncillo y difumino, como se solía hacer en la época,
pero luego me aburría y las hacía a mi aire. Dibujaba un pie, una cabeza, una mano, total
que me dijeron que si seguía de esa manera que no volviera. Y no volví. Lo curioso es que
17
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17 En su estudio de Madrid.
18 En casa de Eduardo Chillida
(San Sebastián).
19 Pintando en su estudio
de Cuenca. 22
20 En casa de Alberto Gironella
en Valle de Bravo (México).
21 Con Alberto Portera.
22 Con Javier Mugarza
en su estudio de Madrid.
23 Con Henri Deschanet
seleccionando vidrios.
24 Con Jorge Oteiza.
25 Con Roberto Matta.
23
24 25
La pintura también deja cicatrices 235
yo pensaba que lo de que no volviera me lo iba a decir el patrón del taller de pintura donde
trabajaba y resulta que me lo dijo el profesor de Dibujo de Artes y Oficios.»
«Nunca he vivido el placer de la pintura ni la considero, como dicen muchos pin-
tores, un divertimento. Para mí es un combate, un conflicto importante. Yo vivo la sen-
sualidad de la pintura de otra forma. Es como una ceremonia dramática. El cuadro es un
objeto que te da vida o te la quita y, al igual que los toros, deja huellas. La pintura también
deja cicatrices. Creo que en pintura el gusto al deleite es algo peligroso. Yo no creo en esos
pintores que van felices y exitosos por la vida. En el fondo pintar es pasear por lo equí-
voco, por lo oscuro, para encontrar otras posibilidades. Más que el éxito del momento lo
que a la larga importa es la resonancia de la obra. El artista debe desaparecer detrás de la
obra. Cuando se habla más del pintor que de la pintura es que algo no funciona.»
«Para mí la educación de la vista es muy importante. Hay que observar continua-
mente todo lo que te rodea. Esto me sirve como método de trabajo para componer formas
y colores. Yo concibo la pintura como una forma de conocer el mundo exterior y de cono-
cer las relaciones entre las formas y los colores, unas relaciones que no se pueden expli-
car nada más que a través del lenguaje de la pintura.»
«El sentimiento en un cuadro se da cuando se pueden ver de un golpe los diferen-
tes elementos que lo componen, cuando se puede obtener una claridad visual equivalente
a la que opera en el ojo cuando concentramos nuestra visión en un punto determinado,
con lo que lo percibimos de una manera más clara que al resto de los objetos que lo
rodean. Nuestros ojos perciben continuamente una realidad amplia. La clave de la pin-
tura, o su problema, consiste en reducir esa amplitud a un solo momento visual, siendo
esto la condición de la unidad del cuadro. Creo que la pintura tiene una finalidad, o tiene
que alcanzarla: el conocimiento del mundo exterior a través de la visión.»
«Nunca he tenido un sistema fijo para nada, y para pintar, menos. Muchas veces
tengo en la cabeza una idea para una pintura pero estoy haciendo otra. Esa idea la voy
retrasando y llega un momento que la veo más clara: es cuando me meto a pintar. El
resultado es que la idea que tenía en la cabeza se parece al cuadro como un huevo a una
castaña. Lo perfecto sería que se estableciera un circuito entre la idea, el brazo, la mano y
la tela, pero no es así. Recuerdo una frase de Picasso que lo resume estupendamente: “La
pintura es como la mujer. Hace de uno lo que quiere”. Yo nunca he tenido una teoría fija.
En el día cambio de idea unas cuantas veces, como en la pintura. Pinto y borro, borro y
pinto. Tengo un cuadro que lo habré pintado unas quince veces. Me hubiera gustado
ponerle las fechas al darlo por terminado. Bueno, es una forma de hablar porque creo que
los cuadros no se terminan, se abandonan. En otras ocasiones al borrar una tela resulta
que te paras a la mitad y ves un cuadro que está casi resuelto, y en un par de horas solucio-
nas el laberinto. En resumidas cuentas eso es la pintura: un gran laberinto.»
«Muchas veces veo en algunos cuadros figuras que me gustaría convertir en peque-
ñas esculturas en barro. Esta idea me persigue desde hace años. Me gusta cambiar de
medios o fórmulas de trabajo. Creo que es un ejercicio que va muy bien para no amane-
rarte y por este motivo suelo trabajar grabados o aguafuertes. Tengo la suerte de que mi
vecino y amigo es Antonio Gayo, que es un maestro de la litografía en piedra. Creo que en
España hay muy pocos talleres que trabajan la litografía tradicional sobre piedra. Hace
236 Ángel S. Harguindey
años también hice bastantes collages y últimamente me rondaba por la cabeza el volver a
hacerlos, y ahora estoy trabajando en ello, pegando papeles y dibujos.»
«Nuestra generación se ha pasado media vida hablando del fin del milenio y ahora
que estamos en el fin, nos sorprendemos. Estamos acabando un siglo, estamos acabando
un milenio y muchos creen que estamos acabando la modernidad cuando en realidad
donde estamos es en la Edad Media. Coge la prensa de hoy y todo es Edad Media: guerras
religiosas en Europa, la peste y el hambre en África, guerras que no se terminan nunca en
Latinoamérica, cógela por donde quieras. Mira, todavía están con lo de si se acepta o no a
las parejas homosexuales. ¿Que aún hoy se tengan que plantear si una pareja es oficial o
no es oficial? De verdad, vivimos en una especie de retablo de la Edad Media.»
«Para mí empezar un cuadro es una aventura que no sé hasta dónde me conducirá.
Si lo supiera por adelantado ya no sería una aventura. Creo que la obra de arte es cautiva-
dora precisamente por su carácter de aventura, de combate entre el pintor y los materia-
les que utiliza, y por no saber nunca de antemano hacia dónde conduce esa aventura. La
pintura es una actitud de vida y tendría que lanzarme a un psicoanálisis profundo para
saber de dónde me vienen todas estas cosas. No lo he hecho porque me gusta convivir con
mis fantasmas. Existe una especie de intranquilidad y de sensibilidad que intentas mani-
festar a través de algo tan tonto y maravilloso como es untar de pintura un papel y empe-
zar una aventura que te lleva a inventar mundos y hacerlos visibles a los demás. La
experiencia profunda de la pintura es el placer óptico. Más allá de esto se puede entrar en
un análisis racional pero siempre será a posteriori.»
«Todo son sensaciones contradictorias porque creo que el hecho creativo surge de
una contradicción. Desde la razón no me explico cómo se puede pintar un cuadro. Pintar
y borrar. Me he dejado seducir, me he dejado arrastrar. Es uno de los sinos de la aventura
artística. Todavía soy de los que comulgan con la idea de que la pintura es una forma de
conocimiento. Yo creo que no se puede crear una obra sin una experiencia vital interior
que la respalde. Lo que llamamos calidad de una obra es su condición enigmática. Ahora
siento que las cosas están fluyendo y que la estrategia es hacia dentro. Todo esto es una
consecuencia, es un efecto no una causa. Y creo que esto ha sido un poco el drama que
hemos vivido en los ochenta, en toda la pintura de los años ochenta. Y en estos momen-
tos de finales de los noventa sigue pasando. Creo que en el mundo artístico hay un cierto
olor a naftalina porque se ha olvidado uno de los ritos más bonitos que tuvo el arte del
siglo xx: la libertad creativa. Se ha vuelto a una manera de hacer que a mi personalmente
no me ha estimulado nada, aunque, evidentemente, sí ha facilitado un mercado a una
serie de decoradores y decoradoras. Pero lo dramático es que se habla de pintores y no de
obras. La mirada no es limpia. No puedes mirar cara a cara a la pintura porque siempre
te encontraras al pintor en medio.»
«Si la gente entrara de verdad en las propiedades de la música, de la poesía, de la
pintura, el mundo sería más rico; irías por la calle y la gente se miraría de otra forma,
sería distinta. Creo que en alguna manera la pintura es el rastro del caracol, la baba que
deja tras de sí el caracol.»
La pintura también deja cicatrices 237
Noviembre de 1998
BONIFACIO
San Sebastián, 1933
ANTOLOGÍA DE TEXTOS
EL CÓDICE ARMENIO
211
ANTONIO SAURA
BAROCCHUS BONIFACIUS
217
FERNANDO DEL PASO
BONIFACIO
239
CURRÍCULUM VITAE
En el taller del editor Gustavo Gili,
realizando Norberto el Pata y Pitín. Barcelona, 1975.
Fotografía: Jaume y Jordi Blassi