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Era una tarde de verano de mediados de los ´60, la quinta donde vivíamos – a media cuadra

del Malecón de Chorrillos - estaba plena de los niños que en ella habitaban y de algunos otros
pequeños vecinos del barrio. Como siempre, las niñas jugando entre ellas, como los
hombrecitos pateando la pelota al arco imaginario del portal de ingreso al gran patio donde se
distribuían los departamentos de las cuatro familias que la habitábamos.

Una nueva familia había llegado a ocupar uno de los dos departamentos de la planta alta que
había quedado disponible. Estaba constituida por papá, mamá y dos hijos. No recuerdo con
exactitud sus edades, pero eran ligeramente menores que nosotros, habiendo heredado la alta
estatura familiar. Pronto se integraron a jugar con los demás niños de la quinta.

En el caso del varoncito, como solía suceder, en aplicación de la ley no escrita de ingreso a la
gallada, el nuevo integrante debía “pagar derecho de piso”, lo que significaba someterlo a una
serie de abusos que iban desde tener que ir a recoger la pelota, hasta ser receptor de
cariñosos e innumerables lapos, pasando por sobrenombres insultantes que la prolífica
imaginación producía en cantidad. Lamentablemente para él, lo que debía ser un tránsito
temporal en su condición de nuevo vecino, se prolongó más allá de la cuenta.

Resulta que el nuevo vecinito, a pesar de tener una mayor estatura y corpulencia que la
mayoría del resto de los púberes de la vecindad, no poseía la capacidad de respuesta que se
necesita para sacarse de encima a los pesados vecinos que éramos y que le habían tocado en
suerte. Además, su timidez jugaba en su contra. Más de una vez se nos pasó la mano y este
acudía en queja donde su progenitor, quien salía a resondrar al grupo, aplacando nuestro
ímpetu transitoriamente.

Cansado de reconvenirnos en múltiples ocasiones, en una oportunidad, muy molesto, se


dirigió a buscar al padre de su último agresor, siendo recibido por este de mal talante,
originándose un agrio intercambio de palabras que por un pelo no término en riña. Es
probable que después de este incidente, el abuso – léase lorneo - bajara de intensidad, pero
también es cierto que esta tregua no duraría mucho.

Renovadas las hostilidades, les tocó a los La Rosa – no recuerdo si fue mi hermano o quien
escribe – dar motivo para que el padre se dirigiera directamente a nuestra casa. En silencio
observamos cómo, con entendible indignación, se dirigía a nuestro padre en tono exaltado y,
terminando de decir lo que correspondía, vimos asombrados como ingresaba a nuestro recinto
familiar. Comentamos muchas cosas sobre lo que sucedía dentro y esperábamos que en
cualquier momento salieran enfrascados en un duelo verbal o físico. Nada de eso sucedió.

Al cabo de un buen tiempo – una hora o más – los padres del agredido y de los agresores, se
despidieron amigablemente con un fuerte apretón de manos. Ningún pronóstico se había
cumplido y lo que sucedió lo sabría algunos años después. Lo cierto es que papá, apenas
llegada la hora de regresar a casa, nos ordenó que no volviéramos a tocar a nuestro “punto”,
cosa que se cumplió.

Algunos años después, cuando la edad ya permitía socializar con el viejo con unas cervecitas
de por medio, le pregunté sobre lo que había sucedido en aquella oportunidad. Me contó que
hizo pasar a la sala al padre, le ofreció un whisky – invitación que aceptó – hablaron de muchas
cosas que no tenían ninguna relación con el motivo del enojo que lo llevaba y, después de
varios vasos, casi al despedirse, le dijo que sus hijos – es decir, mi hermano y yo – no volverían
a tocar a su hijo.
Este es uno de los pasajes de la vida que me tocó compartir con Luis Antonio, mi padre, un
hombre bueno que hoy hubiera cumplido 90 años, a quien sigo extrañando.

Luego de varios años, una de las familias de los dos departamentos del segundo piso se habían
mudado y en su lugar había llegado una nueva, cuyos dos hijos – él y ella – se habían integrado
paulatinamente al grupo. Como solía suceder por entonces, los chicos nuevos “pagaban
derecho de piso” y si no eran muy avispados, pasaban buen tiempo en esa condición, que
siendo transitoria, podía extenderse más de la cuenta. Bullying le llaman hoy día.

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