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Daniel Link

Cómo se lee y otras intervenciones críticas


Buenos Aires, Norma, 2003, págs. 17 a 61
Primera parte
El fin de la teoría
1.1 Cómo se lee
En “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw” (1951), Borges escribió que "Una
literatura difiere de otra, ulterior o “anterior, menos por el texto que por la
manera de ser leída: si me fuera “otorgado leer cualquier página actual –ésta,
por ejemplo– como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura
del año dos mil"1."
Tratándose de Borges, la frase es un desafío (dispositivo sobre el que
volveremos más adelante, en el capítulo “Borges, él mismo”). Lectores como
somos del año dos mil, ¿qué habría que leer en la frase escrita por Borges
hace cincuenta años? ¿Cómo contestar ese desafío? ¿Cómo explicar hoy los
regímenes de sentido a partir de los cuales una frase como la de Borges nos
resultaría (estética y teóricamente) inteligible?
No cometeré la imprudencia de creer que estoy respondiendo el desafío
formulado por Borges, cosa que la jactancia del título parece insinuar. He
querido sencillamente sentirme interpelado por la pregunta de Borges y, como
esos obsesivos que no tienen paz, intentar una respuesta (desde ya, un
balbuceo torpe, la glosolalia de un imbécil).
Yo –que tengo una relación institucional, y de a ratos existencial, con la
literatura– he querido imaginar una comunidad de lectores obsesionada por
responder a la pregunta formulada por Borges, cómo se lee en el año dos mil.
Muchos intentarán dar cuenta de los sentidos que puede darse a aquella
página de Borges (y en la distancia entre “ésta” y aquélla) encontrar todas las
combinaciones posibles de sentido (“Ciencia con paciencia. El suplicio es
seguro”). Los más perezosos (entre los que me incluyo) preferirán sentirse
interpelados por el mecanismo del desafío borgeano para intentar dar cuenta
de una máquina de leer: cómo se lee.
En el “Seminario sobre 'La carta robada'” que encabeza los Escritos II
hay un bello fragmento en el que, para explicar determinados principios sobre
el inconsciente y la intervención analítica, Jacques Lacan recurre a una
parábola, la del niño que, jugando con la astucia de la razón (del otro) adivina
una y otra vez si una cantidad determinada de bolitas es par o impar.

1
Obras completas. Buenos Aires, Emecé, 1974 y 1979, pág. 747.
En principio, Lacan define allí la intervención analítica, que es un modo
de entender la lectura (un modo propiamente experimental de leer las palabras
del otro), como una práctica radicalmente diferente de la descripción
(patrimonio de la psiquiatría y la psicología conductista) y de la interpretación
(regla dorada de las corrientes posfreudianas con las que Lacan se enfrenta).
El “retorno a Freud”, entre otras cosas, no sería sino el rechazo simultáneo de
la descripción y de la interpretación (al menos la redefinición de lo que se
entendería por interpretación en el contexto de la intervención analítica) como
formas de lectura.
La lectura de la que estoy hablando (y que constituye un régimen de
producción de sentido), limita con la descripción y con la interpretación y no
debería confundirse ni con una ni con otra. Las razones son más o menos
evidentes pero de todos modos me detendré en ellas porque permitirán
interrogar el modo en que leía el propio Lacan, cómo allí donde alguien había
dicho “Se sorprenderán cuando sepan lo que vamos a decir” (Freud), él pudo
escuchar “No saben que nosotros les traemos la peste”, que es, finalmente, la
misma pregunta que sobrevive todavía en el texto de Borges y que, en última
instancia, nos interpela.
Podríamos comenzar cardinalizando los lugares de los que hablamos,
antes de llegar al texto lacaniano que me importa recuperar. El sujeto lee un
objeto. Llamemos 1 al objeto; 2 al sujeto; 3 a la relación entre sujeto y objeto:
lo que llamamos lectura es sólo la puesta en correlación de dos series de
sentido, una inherente al objeto y otra inherente al sujeto (¿acaso la escucha
es otra cosa?). Si lo que aparece es sólo la serie de sentidos “que viene” del
objeto y sólo del objeto, estamos ante una descripción. Si lo que se impone es
la serie de sentidos del sujeto (paradigmáticamente, el “Extracto de una
neurosis infantil” de 19182, la fascinante invención freudiana sobre “El hombre
de los lobos”), estamos ante una interpretación. No se trata de “descalificar” la
descripción (el 1) y la interpretación (el 2), sino sencillamente de declararlas los
límites de la lectura (el 3).

2
Suficientemente comentado e impugnado por Gilles Deleuze y Felix Guattari en El Antiedipo y
Mil mesetas, los dos volúmenes de Capitalismo y esquizofrenia, como para insistir aquí en la
arbitrariedad de las conclusiones de Freud.
La primera reflexión moderna sobre el estatuto y la ontología de los
signos (como quien, dice, la primera semiología moderna) fue formulada por
Charles Sanders Peirce a fines del siglo XIX. Peirce definía3, y en él me baso
(inspirado, por cierto, en Deleuze) para proponer esta manera de denominar
los lugares de la lectura, diferentes “modos de ser” de los signos: hablaba de
“Primeridad”, “Segundidad” y “Terceridad”. La “Primeridad” (el 1 en nuestro
esquema) “es el modo de ser que consiste en que el sujeto es definidamente lo
que es, al margen de cualquier otra cosa”. Eso sólo puede ser una posibilidad,
dice Peirce, ya que nada puede ser en sí mismo sino en relación con otro
(“Pues hasta tanto las cosas no actúen una sobre otra, carece de sentido
afirmar que tienen un ser, a menos que sean tales que tal vez puedan entrar
en relación con otros”). “El modo de ser de un color rojo, antes aun de que
cualquier cosa en el universo fuera roja”, dice Peirce, es una “Primeridad”. Y
continúa:
Ponga su hombro contra una puerta y trate de abrirla por la fuerza, enfrentando una
resistencia invisible, silenciosa y desconocida. Tenemos una conciencia bilateral de
esfuerzo y resistencia (...). En su conjunto, estimo que en este caso se trata de un
modo de ser de un objeto que consiste en cómo es un segundo objeto. Lo designo
como Segundidad.

Esa resistencia al (o del) sujeto es lo que Peirce denomina


“Segundidad” y es por eso que nosotros decimos que la lectura,
necesariamente, surgirá de la confrontación de dos series de sentido. De esa
confrontación, de esa resistencia, surgirá la relación, la “Terceridad”:

Por tercero entiendo el medio o enlace colectivo entre el primero y el último absoluto.
El comienzo es primero, el fin segundo, y el medio tercero (...). El hilo de la vida es
un tercero; el destino que la corta, su segundo. Una bifurcación en un camino es un
tercero; supone tres caminos. El camino recto, considerado simplemente como una
conexión entre dos lugares, es segundo; en la medida en que implique pasar a través
de lugares intermedios es un tercero. (...) Es difícil que transcurran cinco minutos de
nuestra vida en vigilia sin que efectuemos algún tipo de predicción, y en la mayor
parte de los casos tales predicciones se cumplen en el evento. No obstante, una
predicción es, en lo esencial, de naturaleza general, y nunca se puede cumplir de
una manera completa. Afirmar que una predicción posee una decidida tendencia a
cumplirse, equivale a afirmar que en cierta medida los eventos futuros están regidos
realmente por una ley. Si al tirar un par de dados aparece un seis, cinco veces de
corrido, se trata de una mera uniformidad. Podría ocurrir que los dados dieran
fortuitamente un seis, mil veces de corrido, pero eso no brindaría la menor seguridad
de predecir que aparecería un seis la próxima vez. Si la predicción tiene tendencia a
ser cumplida, debe ocurrir que los eventos futuros tienden a adaptarse a una regla

3
Las citas están tomadas de Charles S. Peirce, Collected Papers en Obra lógico-semiótica,
Taurus, Madrid, 1987 (traducción de Ramón Alcalde).
general. (...) Una regla a la cual los eventos futuros tienden a adaptarse constituye
ipso facto algo importante, un elemento importante en el acontecer de tales eventos.
Este modo de ser que consiste (...) en el hecho de que los hechos futuros de la
Segundidad asumirán un determinado carácter general, lo llamo una Terceridad.

He aquí, por lo tanto, lo que debemos entender por lectura (el 3). Los
eventos de una serie azarosa (hay que subrayar este rasgo presente ya en la
argumentación de Peirce) adquieren un sentido (y se vuelven predecibles)
porque se adaptan a una regla general, como quien dice una ley: la ley de la
Terceridad. Antes de volver sobre este punto quisiera hacer un rodeo en
relación con determinadas prácticas estéticas.
El surrealismo se propuso resolver una de las grandes utopías
modernistas, aquella que se refiere a la continuidad entre práctica estética y
praxis vital: el surrealismo como una teoría de la experiencia. En su intención
declarada de transformar la vida, el surrealismo encuentra su programa
revolucionario.
En cuanto al método de composición o teoría del texto que el
surrealismo sostiene, todos los análisis históricos han insistido en la
importancia del montaje y la escritura automática para producir lo impensado,
lo no subjetivado. La utopía surrealista es la de un arte objetivo (y, por eso
mismo, al alcance de todos).
Entre 1919 y 1921 Breton y Soupault se entregan al que sería el primer
experimento de escritura automática. Sabemos, se nos cuenta, que sentados
en una habitación a oscuras, procurando conseguir un estado de trance,
Breton y Soupault escribían lo primero que a sus mentes acudía, y durante dos
años se dedicaron a estos ejercicios que dieron como resultado el libro Los
campos magnéticos. Se trate de estos trances o de los “cadáveres exquisitos”
aplicados a la composición de poemas, la escritura surrealista aparece
dominada por el imperativo del automatismo, la garantía que liberaría al
proceso de escritura de todo resto de subjetividad.
Pero el surrealismo es, además de un método de composición, una
máquina de leer, probablemente la más rica y productiva del siglo XX, aquella
que más lejos llevó la reformulación del canon.
En un bello artículo muy poco conocido (que apenas si recogen las
bibliografías últimas), Jorge Luis Borges escribe:
Los historiadores más alemanes pierden la paz ante esas dinastías de la variación,
del plagio y del fraude; los franceses reducen la historia de la poesía a las
generaciones de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que
engendró a Rimbaud, que engendró a Apollinaire, que engendró a Dadá, que
engendró a Breton.

Por muchas razones, ese texto de Borges4 es genial, pero sobre todo
porque (la tesis de Eliot que Borges reivindica sostiene la influencia del
presente sobre el pasado) lee hacia atrás el mito de origen, el mito genealógico
urdido por el propio surrealismo, entendido como una máquina de leer.
En cuanto a la escritura automática, hay un texto ya bien tardío (1960)
que se llama “El la” (refiriéndose a la nota musical)5, donde Breton habla sobre
la escritura automática y sobre la pureza necesaria para garantizar el “buen
texto surrealista” (la palabra “soplada”, el dictado del sueño o el dictado
presubjetivo o inconsciente). Lo que dice Breton es lo siguiente:

Me han sido de un inmenso valor esas frases o fragmentos de frases, restos de


monólogo o de diálogo extraídos del sueño y retenidos sin error posible. (…) Hubo una
época en que encastraba estas frases en estado bruto al comienzo de un texto, a partir
del cual el texto continuaba. (…) Si bien «la boca de sombra» no me ha hablado con la
misma generosidad que a Hugo y se ha limitado a frases inconexas, lo esencial es que
se dignó soplarme a veces algunas frases que siguen siendo para mí la piedra de
toque, con la seguridad de que se dirigían sólo a mí (…) y que, por desalentadoras
que sean para la interpretación al pie de la letra, sobre el plano emotivo estaban
hechas para darme el la.

Mucho tiempo antes, en octubre de 1924, cuando se publica el Primer


Manifiesto Surrealista6, Breton propone la escritura como “un monólogo de
emisión tan rápida como sea posible sobre el que el espíritu del sujeto no
pueda abrir ningún juicio”. Desde el Primer manifiesto Surrealista hasta “El la”
(cuarenta años: una doctrina expuesta y defendida, de allí la importancia
histórica del surrealismo, a lo largo de cuarenta años) se trata de afirmar un

4
“La eternidad y T.S. Eliot (fragmento)”, Revista internacional de poesía (Buenos Aires, julio de
1933), reproducido por Radarlibros, 1: 90 (Buenos Aires, domingo 1 de agosto de 1999).
5
Incluido en la Antología (1913-1966), de André Breton, publicada por Siglo XXI, México, 1983,
con traducción de Andrés Segovia.
6
En el verano de 1935, once años después de la aparición del primer Manifiesto de Breton, el
surrealismo tenía ya una presencia hegemónica en Europa y se extendía a otros continentes. En
marzo, Breton y Éluard son aclamados en Praga, donde al mes siguiente se publica el primer
número del Bulletin International du Surréalisme. En junio se celebra en Santa Cruz de Tenerife la
Segunda Exposición Internacional del Surrealismo.
arte objetivo, sin sujeto, cuya eficacia viene garantizada sólo por la aplicación
de un método (de composición o de lectura).
Los documentos surrealistas resuelven la articulación entre arte y vida
por la vía de la escritura como mero informe o protocolo o registro de una
experiencia y es en ese sentido que los textos surrealistas producen una
radical y nueva manera de articular arte y vida (diferente de la vía de la
representación).
Volviendo por un instante a Peirce y su lógica de los signos, podríamos
decir que los surrealistas proponen un arte que funcione como índice puro, y
no como símbolo. Ninguna interpretación, pues, sería posible en este contexto,
porque precisamente de lo que se trata es de eliminar del arte la presencia del
sujeto. El sentido debe liberarse, pues de la tiranía del sujeto (el 2) pero sin
que por eso se lo considere una “propiedad” del objeto (el 1). El nombre del
proceso que permite producir estos hechos que los textos documentan es el
azar objetivo, que permite producir hechos–documentos, hechos–informes,
hechos–protocolos.
En 1934, luego ya de la primera gran crisis del movimiento, es decir,
luego de la publicación del Segundo Manifiesto surrealista (1929), Tristan
Tzara publica un texto que se llama “Ensayo sobre la situación de la poesía”,
donde señala lo siguiente: “Apresurémonos a denunciar un malentendido que
pretendía clasificar a la poesía bajo la rúbrica de los medios de expresión. La
poesía que expresa ideas o sentimientos –dice Tzara– ya no le interesa a
nadie; y opongo a esa manera de entender la poesía, la poesía-actividad del
espíritu”, insistiendo en el carácter puramente objetivo de esa poesía-actividad.
Y continúa: “Es perfectamente admisible hoy que se pueda ser poeta sin haber
escrito jamás un verso, que exista una cualidad de poesía en la calle, en un
espectáculo comercial, en cualquier parte; la convulsión es general, es
poética.”
Ahora bien, ésa, que es sin duda la grandeza del surrealismo, es
también su ruina, porque en el mismo momento en que propone un arte sin
sujeto, a la vez, para garantizar la pureza del resultado, debe postular una
conciencia vigilante. La aporía surrealista (una disciplina de la revolución total)
está atada al carácter moral de su práctica7.
Breton dice en el Segundo Manifiesto, publicado en el mismo número de
La revolución socialista en el cual aparece el guión de Un perro andaluz:
Por qué debemos aceptar que el método dialéctico sólo puede aplicarse correctamente
a la solución de los problemas sociales. La máxima ambición de nosotros, los
surrealistas, es brindarles posibilidades de aplicación que de ninguna manera chocan
con sus preocupaciones prácticas e inmediatas. Realmente no consigo comprender por
qué, pese a lo que piensan algunos revolucionarios cortos de mira, deberíamos
abstenernos de plantear los problemas del amor, del sueño, de la locura, del arte y de
la religión, siempre que consideremos estos asuntos desde el mismo ángulo desde el
cual ellos, como nosotros, contemplan la Revolución.

Se deduce de este párrafo, además de la melancolía por una suerte de


alianza nunca realizada entre el Partido Comunista y el movimiento surrealista,
el profundo moralismo de las posiciones de Breton, quien se propone en este
punto no solamente como una conciencia crítica, como el guardián y la
garantía de la pureza de los métodos que se aplican a la producción de
textualidades que puedan reconocerse como surrealistas, sino también aun
como conciencia crítica o guardián de lo que sería un programa revolucionario,
cualquier programa revolucionario, aun el de los partidos comunistas. En ese
momento Breton ya está entregado a “la rigurosa disciplina del espíritu a la que
estamos resueltos a someterlo todo”. Se supone que esa disciplina del espíritu,
a la que estamos dispuestos a someterlo todo, es tanto lo que garantiza la
“objetividad” del fenómeno estético surrealista cuanto la revolución.
Esa necesidad de una “conciencia vigilante” que garantice la objetividad
del arte (a través de la recta aplicación del método de composición y de lectura
que el surrealismo pretende imponer al mundo como “arte nuevo”) es
precisamente lo que precipita las crisis del movimiento, las expulsiones y las
desafiliaciones.
Como ha señalado Raúl Antelo, podría entenderse la confluencia de un
grupo de disidentes surrealistas y los “acefálicos” del Colegio de Sociología
(Bataille, Caillois), como el intento por construir una teoría que pudiera dar
cuenta del agotamiento de la experiencia. Los acefálicos pretenden huir de la
teoría del encuentro fortuito e impugnar la experiencia como mera vivencia.

7
César Aira ha reflexionado con particular agudeza sobre esta contradicción moral del
surrealismo en su Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, Beatriz Viterbo, 1998).
En 1933, Jacques Lacan ya ha publicado De la psicosis paranoica y de
sus relaciones con la personalidad (inmediatamente saludada como una obra
maestra por René Crevel y Salvador Dalí, por ejemplo) y algunos artículos8 en
la revista Minotaure, en la que Dalí anticipa fragmentos de El mito trágico del
"Angelus" de Millet, probablemente el más fascinante y riguroso ejercicio de
lectura surrealista (publicado en forma de libro recién en 1963 a partir del
manuscrito original de Dalí que se había perdido en 1941; la primera edición en
castellano es de 1978).
Dalí, que viene siguiendo muy de cerca las hipótesis de Lacan, propone
un método paranoico-crítico para leer imágenes triviales. Al mismo tiempo que,
fascinado por la lógica del discurso paranoico, Lacan piensa que la cura
psicoanalítica debía parecerse a una paranoia dirigida9, Dalí propone un
método paranoico capaz de devolver a las imágenes más estereotipadas el
sentido que han perdido.
La exposición de los fenómenos delirantes que desencadena el deseo
de sentido de Dalí constituyen una serie. Esa serie se analiza como serie, y el
sentido surge de la serie en su totalidad. El Angelus de Millet no tiene el
sentido que Dalí encuentra en él; el sentido está en la serie. Sin apartarse del
todo de los dictados de André Breton (la serie le viene, en efecto, “soplada”),
Dalí construye una teoría del sentido radicalmente nueva. Dice:
Incluso suponiendo que apartemos la hipótesis de la intervención de ese azar objetivo,
10
nada puede impedir la formación de la hipótesis más grave aún según la cual la
asociación sistemática, producto de la potencia paranoica, sería hasta cierto punto una
actividad productora de “azar objetivo”.

Para que haya objetividad, dice Dalí, debe haber serie. El sentido está
ahí, desplazándose en la serie, y no es inmanente al objeto mismo pero
tampoco viene de la conciencia del intérprete (a la que, más bien, se impone
por azar y coacción).
Por otro lado, habría que destacar (como lo ha hecho Raúl Antelo) que
se plantea una oposición entre serie y colección. La serie no tiene principio
clasificatorio, por eso la serie puede agrupar elementos heterogéneos y, sobre

8
El más célebre de ellos, sobre las sirvientas que asesinan a sus patrones, fascina a Jean Genet,
quien escribe una pieza, Las criadas, a partir del texto de Lacan. Pero también “El problema del
estilo y las formas paranoicas de la experiencia”, texto que influye mucho en Salvador Dalí.
9
De allí a una explicación genético-política del “esquizoanálisis” hay solo un paso, que sería
apresurado dar en este contexto.
10
Yo subrayo.
todo, la serie está regida por el azar y la coacción. Si la modernidad del siglo
XIX puede definirse como una máquina estatal generadora de colecciones
(museos, pinacotecas, parques botánicos, parques zoológicos), la modernidad
del siglo XX se opone a la colección (y a la lógica del principio clasificatorio) por
la vía de la serie. El minotauro, precisamente, ese espacio imaginario que
convoca y contiene tanto a Dalí como a Lacan a comienzos de la década del
treinta, es un monstruo, algo fuera del principio clasificatorio, fuera de
colección, un freak, un alien, el octavo pasajero.
Lo que está haciendo Dalí es sembrar la peste (la peste que Lacan
creyó oír que Freud había llevado a Estados Unidos en 1909): detrás de cada
imagen, por más convencional que parezca, hay una turbia historia de
“sexualidad no multiplicativa”. La puesta en discurso de ese relato requiere la
construcción de una serie dominada por la coacción y el azar, lo que eliminaría
todo resto de subjetividad del intérprete (en el mismo sentido en que Lacan se
propuso eliminar del psicoanálisis todo lastre de biologismo y organicismo).
¿Cómo conciliar esa fuerza, esa furia, esa peste, con el afecto
miserable, tranquilo, insípido, imbécil, estereotipado al límite del Angelus de
Millet? Se trata de liberar a las imágenes de la insignificancia; se trata de
imponer sentido al mundo, a este cuadro. Una vez armada la serie, la imagen
se analiza como un relato en tres tiempos. Primero: el hijo en estado de
erección. Segundo: el hijo efectúa con su madre el coito por detrás (La
carretilla de carne). Tercero: la hembra devora al macho después del
acoplamiento.
De modo que la lectura, en el método paranoico–crítico propuesto por
Dalí (a la sombra de las hipótesis de Lacan), libera al sentido de la tiranía del
sujeto pero, a la vez, lo descoloca como propiedad inmanente del objeto. Para
que haya sentido, volvamos a Peirce, debe haber una relación. Pero además,
Peirce quería que la lectura fuera predictiva, para lo cual se vuelve necesaria la
notación de regularidades.
Para demostrar que hay regularidades, aun en la serie más
salvajemente dominada por el azar, Lacan propone, en el “Seminario sobre ‘La
carta robada’”, un truco de magia que sirve para demostrar que siempre hay
series de sentido y que, en todo caso, siempre se pueden encontrar
regularidades. Un texto es cualquier secuencia ordenada de enunciados. El
texto más primitivo, el que contenga menos información será un texto formado
solamente por dos opciones, un sistema binario de significación. Ese texto
“representa”, por ejemplo, una serie de tiradas de monedas al aire y cómo la
moneda cayó al suelo (cara o cruz).
He aquí ese texto:

+++–+ –– +–+ –+– – ++–– – – ++–++– – – – –+++–+++


+

¿Cómo leerlo?¿Qué regularidades podríamos encontrar allí? ¿Qué


predicciones formular en relación con esa serie de eventos? Para resolver el
enigma, Lacan propone “redenominar” la serie, conservando la secuencia.
Ustedes recordarán que Lacan decide reagrupar los significantes en grupos de
a tres. Cuando esos tres significantes dibujen una “simetría de la identidad” (––
– o +++) el grupo llevará la denominación 1. Si se trata de una “simetría de la
alternancia” (+–+ o –+–) entonces llevará la denominación 3. Cualquiera de las
cuatro formas de asimetría llevará la denominación 2. Redenominada, la serie
se escribe como:

123322333332222211222322211122123211

Hemos redenominado la serie pero los eventos que “describe” siguen


siendo los mismos. ¿Hay ahora regularidad? ¿Se puede predecir el azar? Por
supuesto: nunca hay un 3 al lado de un 1. Siempre habrá, entre un 1 y un 3,
una cantidad de números 2. Si esa cantidad es par, la serie continúa de un
modo, si esa cantidad es impar, la serie continúa de otro modo. Así, hasta el
infinito.
En este texto ejemplar y brutalmente dominado por el azar, el sentido (la
regularidad, la regla, la capacidad predictiva) aparece porque hay serie (cosa
que Dalí ya había demostrado) y, además, porque hay redenominación. La
lectura como correlación de series de sentido (el orden de los signos está en el
objeto, la redenominación es una operación del sujeto) permite que el sentido
aparezca objetivamente, sin que intervenga actividad interpretativa alguna11.
Ya podemos, pues, contestarle a Borges: en los textos de Lacan se deja
leer una teoría de la lectura (en la que se cruzan la ontología de los signos de
Peirce y la práctica surrealista) que todavía hoy podemos sostener. Primero
está el “momento delirante inicial”, el rapto, la paranoia, el deseo de sentido (se
trate de una tirada de dados, una tirada de monedas, una imagen trivial o una
“vida”); la paranoia produce azar objetivo, luego se arman las series (coactivas)
de significantes. El sentido, claro, se desplaza a lo largo de la serie. Para poder
predecir algo sobre el comportamiento de la serie, y dado que lo Real es tan
imposible como la Primeridad12, debemos pasar de la relación meramente
imaginaria (el 2) con el texto, a lo Simbólico (el 3), es decir: redenominar,
cortar, escandir, puntuar de nuevo la secuencia.
Ya lo sabemos: toda carta llega siempre a destino (aunque Derrida no
esté de acuerdo), que es como decir que todos los textos pueden ser leídos o
que encontrarán una serie en relación con la cual su sentido aparezca. El
problema, hoy, dado que se trata de poner la paranoia en primer término, es
ver quién se atreverá a abrir ese sobre que trae recuerdos de la peste.

11
Por supuesto, este pasaje de un sistema binario (+/-) a un sistema ternario (1/2/3) no es
inocente y a Lacan le sirve para ordenar la primera formulación de su tópica (S.I.R.) alrededor de
lo simbólico, la ley, el nombre del padre.
12
A partir de 1970, cuando Lacan intenta construir una “ciencia de lo real”, lo Simbólico pierde su
lugar determinante, reemplazado por lo Real. La psicosis, en consecuencia, como lugar de la
simbolización (de la Terceridad) imposible, desafía todas las certidumbres de la ciencia. Lacan
reescribe la tópica como R.S.I., donde lo Real permanece como un “resto” inasimilable e
irrepresentable.
1.2 Estudios culturales, literaturas comparadas y análisis textual: por una
pedagogía

El ciclo de la teoría literaria puede pensarse en tres tiempos, cada


uno de los cuales estaría marcado por una posición a propósito del lugar
que ocupa la literatura entre las demás prácticas culturales. Los nombres de
esos tiempos o movimientos son, para nosotros, totalidad, especificidad,
fragmentación.
Cada uno de esos tiempos supone un punto de vista, una
delimitación del objeto y diferentes modos de leer (diferentes metodologías).
Presumo que nos encontramos ante un umbral en el cual todo el ciclo de la
teoría recomienza. Agotado, durante la década del ochenta, el tiempo de la
fragmentación, habría una necesidad (teórica y política) de plantear, una vez
más, una forma de pensamiento que otorgue a la literatura un lugar dentro
de una totalidad recodificada (es decir: definida nuevamente, y no sólo
revalorizada). El espacio en el que se debate esa nueva recodificación y la
posición relativa de la literatura aparece denominado como el campo de los
estudios culturales13, por un lado, y el campo de las literaturas
comparadas14, por el otro.
El primer tiempo de la teoría literaria habría adoptado el nombre y el
tono de la totalidad. Pensada en ese contexto, la literatura era una (y sólo
una) práctica estética, pero suficientemente jerarquizada (en un riguroso
orden de jerarquías) como para que se la considerara representativa. El
conjunto de prácticas estéticas adquiría sentido en un conjunto mayor: la
esfera de la cultura, en la cual los hombres eligen, deciden imponen o
negocian valores y significados. Y a su vez esta esfera de producción de
sentido se legitimaba en el estado de las relaciones que los hombres
entablan entre sí. Hegel, el más famoso de los defensores de una teoría

13
Son innumerables las introducciones a los estudios culturales. Ver Silvia Delfino (comp.), La
mirada oblicua. Estudios culturales y democracia, Buenos Aires, La Marca, 1993, y toda la
bibliografía allí citada. Recientemente, Eduardo Grünner ha formulado en El fin de las pequeñas
historias (Buenos Aires, Paidós, 2002) una sólida crítica a la perspectiva de los cultural studies.
14
Ver, para una introducción al campo de los estudios comparados en literatura, Manfred
Schmelling, Teoría y praxis de la literatura comparada, Barcelona, Alfa, 1984. La revista
Neohelicon (Budapest/Amsterdam) dedicó algunos de sus volúmenes a problemas teóricos y
metodológicos. Otras entradas fundamentales para analizar la situación actual de los estudios
comparados se encuentran en Literaturas comparadas. La construcción de una teoría. Filología,
29: 1-2 (Buenos Aires, 1999), a cargo de Daniel Link.
estética semejante, seguramente no previó la cantidad de categorías que
serían necesarias para aclarar una relación, en principio, turbia. ¿Qué
relación, en efecto, puede establecerse entre la forma del soneto y la forma
del Estado en el siglo XV? ¿De acuerdo con qué mediaciones esa relación
sería para nosotros (para cualquiera) inteligible15?
Toda la teoría literaria producida en este tiempo ha insistido en la
postulación de categorías que permitan articular razonablemente esa
relación: la ideología, el origen de clase (pero también la posición de clase),
las generaciones, el ethos de clase, la industria cultural, el campo
intelectual, el sistema de normas y valores estéticos (tal como fueron
formulados por Jan Mukarovsky), las formaciones ideológicas y las
formaciones discursivas, las tradiciones culturales (pero también los niveles
culturales), las relaciones de hegemonía, los aparatos ideológicos de
Estado, los géneros, la representación, juntas o separadamente, serían
herramientas aptas para explicar el hecho irrepetible de que un señor (y
luego otros) se haya puesto a escribir composiciones poéticas
extremadamente regulares como el soneto, en un momento determinado, o
que otro señor se haya puesto a pintar lienzos con pigmentos diluidos en
una sustancia oleosa. Hay, cada vez, una totalidad más o menos orgánica
llamada sociedad (gobernada por diferentes principios, según los marcos
filosóficos) y a esa totalidad se remite la prueba de verdad última, a través
de diferentes aparatos de intermediación. La pedagogía, que necesita de
soluciones a la vez sofisticadas y sencillas, ha interrogado innumerables
veces esos sistemas de categorías con mayor o menor éxito.
Pero hay también otro tiempo de la teoría: es la especificidad. En
este caso, nada de lo que esté fuera de la literatura importa. El objeto de la
teoría es lo específicamente literario, sea esto lo que fuere. Este tiempo de
la teoría, que corre paralelo con el anterior, alcanza su hegemonía cuando
las totalizaciones se debilitan: nada podríamos decir sobre el lugar social de
la literatura, se supone desde esta perspectiva, si no definimos previamente

15
La compacidad de la forma “soneto”, cuya creación es contemporánea de la formación de los
Estados nacionales no sería sino la correlación textual de un problema político: la necesidad de un
Estado igualmente “compacto”, ordenado alrededor de un centro y con límites bien definidos. Cfr.
José Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social (dos volúmenes), Madrid, Alianza,
1986.
aquello que constituye y separa las prácticas literarias de las demás16. El
reino de la totalidad (que se piensa a sí misma no sólo espacialmente sino
también temporalmente) es la historia (y más específicamente la filología); el
reino de la especificidad es el análisis textual (y más específicamente la
estilística, entendiendo que hasta una manera de leer como la propuesta
en el capítulo anterior puede entenderse como una estilística en la cual el
lugar del sujeto y el del estilo han cambiado). Cada reino tiene sus propios
aparatos de producción de verdad y la verdad de la historia no se toca con
la verdad del texto. Para los pedagogos, fue el paraíso: sólo se trataba de
transferir a la escuela las competencias para extraer la verdad del texto,
siempre de dimensiones más manejables que la historia. Pero también fue
su ruina: la verdad del análisis textual retrocedió a través de laberintos cada
vez más complicados, a través de terminología cada vez más oscura, a
través de relaciones indecidibles entre sujeto y objeto (¿dónde hay
descripción, dónde hay interpretación?, por ejemplo, en los términos
planteados en el capítulo anterior).
Y la verdad del análisis, hipostasiada como única verdad posible, fue
también la ruina de la teoría: de la especificidad, tiempo legitimado
históricamente en la creciente autonomización de las prácticas estéticas, se
pasó sin titubeos al tiempo de la fragmentación: durante la hegemonía de
este tiempo las mediaciones caen: cualquier cosa se relaciona con cualquier
cosa. Pero también cae, por lo tanto, la especificidad: cualquier cosa se
relaciona con cualquier cosa. No hay totalidad, pero tampoco específicos
culturales: las mismas herramientas analíticas se aplican a cualquier objeto.
Todos los objetos y todas las prácticas son autónomos porque no hay
sentido externo al objeto o a la práctica: el sentido no circula socialmente
porque la sociedad misma se ha vuelto opaca al sentido. Perdida, incluso, la
referencia, la cultura es una mera feria de las vanidades. Si el sentido de lo
que se lee está preso en alguna serie y sólo se trata de encontrarlo (como

16
Todas las corrientes formalistas y estructuralistas, desde Sklovsky y Tinianov hasta Todorov y
Riffaterre. Roland Barthes "apunta, por debajo de cuerda, a la denuncia del monstruo de la
Totalidad (la Totalidad como monstruo). La Totalidad, a la vez, hace reír y da miedo: como la
violencia, ¿no será siempre grotesca (y sólo recuperable dentro de una estética del Carnaval)?",
Roland Barthes por Roland Barthes (Caracas, Monte Ávila, 1978, pág. 196).
quien encuentra, en fin, una experiencia), de lo que aquí se trata es de
transferir esa experiencia de sentido al universo propiamente pedagógico.
Estos tres tiempos de la teoría se corresponden con los tres tiempos
del arte (los únicos tres tiempos del arte de verdad): el realismo, el alto
modernismo (o vanguardismo), el pop. Nuestro error, el error de la
pedagogía y el error de la teoría, fue pensar, evolutivamente, que cada uno
de los tiempos del arte se correspondía con cada uno de los tiempos de la
teoría: si propugnábamos un arte de vanguardia, entonces desarrollábamos
teorías de la especificidad; si nuestro tiempo teórico era, en cambio, la
totalidad, entonces, sin remedio, recaíamos en el realismo; y si la cultura
pop era la única verdad estética que podíamos pronunciar, entonces la
fragmentación era el tiempo de la teoría que ayudábamos a construir.
El nuevo ciclo de la teoría recomienza precisamente a partir del
reconocimiento de este error que, naturalmente, los mejores críticos,
aquellos cuya obra reconocemos como hitos en la historia de las lecturas de
la literatura, no cometieron: Auerbach, lector atentísimo del modernismo,
consideró que la mejor defensa de las ficciones modernistas era
precisamente su inclusión en una serie de experimentos que remontaba a la
Odisea. Benjamin, que canonizó las vanguardias, encontró la verdad de la
literatura en una extraña mezcla de fragmentarismo y totalidad trascendental
que, él suponía, era la superación de la estética kantiana y que excluye,
sobre todo, las especificidades. Barthes, finalmente, nunca dejó de
reflexionar sobre el desajuste entre la teoría que él mismo producía
(adecuada a la vanguardia) y su predilección por la cultura del siglo XIX.
Para él, la literatura experimental era sólo un chantaje a la teoría17. Cada
uno de estos críticos supo establecer o conservar una distancia entre el
tiempo de la teoría y el tiempo del arte: si sus obras son hoy el canon de la
crítica es precisamente por las complicadas tensiones temporales que
pueden leerse en sus textos. Cada uno de ellos entendió a su modo que el
ciclo de la teoría es el ciclo de las intervenciones públicas y que las
intervenciones públicas tienen como marco de referencia el espacio

17
En Roland Barthes por Roland Barthes, op.cit.: "en esto soy más clásico que la teoría del
texto que defiendo", pág. 81
público18, y no las opciones estéticas individuales, con las cuales la teoría
(en cualquiera de sus tiempos) guarda (debería guardar) apenas unos
débiles lazos.
Pero hay, además, de esta dinámica (de la totalidad al fragmento,
pasando por lo específico) otros movimientos de la teoría que afectan tanto
a la idea misma de la totalidad cultural como a la de especificidad de la
práctica. Estos movimientos caracterizan los universos de las literaturas
comparadas y de los estudios culturales.
Raymond Williams y Richard Hoggart, en dos libros que, con justicia,
se consideran hoy como los fundamentos de los estudios culturales, han
formulado hipótesis que afectan el ciclo de la teoría y redefinen la idea de
totalidad. Tanto en The Uses of Literacy19 de Hoggart como en Marxismo y
literatura de Williams se lee algo que afecta definitivamente a la pregunta
sobre la especificidad y el punto de vista de la teoría: puestos a hablar de la
cultura obrera, leemos, lo primero que debemos decir es que no estamos en
situación de exterioridad respecto de ese universo cultural.
Literalmente, lo que Hoggart señala es: “yo pertenezco a la clase
obrera, y en la actualidad me siento a la vez cercano a ella y alejado de
ella”20. Igualmente, en el prólogo a Marxismo y literatura, Williams recuerda:
“mi experiencia de crecimiento en el seno de una familia de la clase
trabajadora me había llevado a aceptar la posición política básica que ellos
sostenían y clarificaban”.
Tanto Williams como Hoggart parecerían afirmar que se puede
pronunciar algún tipo de verdad sobre la cultura de una clase desde el
interior de la clase. Transferido este enunciado, ciertamente novedoso en el
contexto de las teorías culturales marxistas, a la totalidad de segmentos o
estratos culturales, el resultado es que la posición de enunciación de la
teoría será extremadamente móvil y compleja. Los estudios culturales, con
la atención que prestan a las culturas sectoriales (culturas populares,
18
Es por eso que la discusión a propósito de las literaturas comparadas (o los estudios culturales)
se remite, muchas veces, a la situación de las instituciones universitarias, para desesperación de
quienes abominan de esos espacios institucionales (y, secretamente, de toda forma de
producción teórica).
19
Richard Hoggart, The Uses of Literacy, Londres, 1957. Hay traducción castellana (ver nota
siguiente).
20
En La cultura obrera en la sociedad de masas (The Uses of Literacy), Grijalbo, México, 1990,
pág. 28.
juveniles, barriales, cultura de mujeres, cultura urbana, cultura gay o culturas
étnicas) plantean la totalidad como fracturada, atravesada por series de
sentido y de valores relativamente autónomas.
Si es cierto que de este modo los estudios culturales legitiman la idea
de fragmentación, no menos cierto es que esa fragmentación se remite a
una cierta totalidad: Williams, por ejemplo, ha propuesto una dinámica
cultural que dé cuenta de procesos complejos y diferenciales y al mismo
tiempo relacione esos procesos con una instancia de integración: lo
residual, lo emergente y lo dominante son las categorías que, para él,
articulan la relación entre lo hegemónico y lo subalterno.
Pero además, si desde el interior de la cultura considerada puede
pronunciarse algún tipo de verdad sobre esa cultura, nadie quedaría
excluido, por principio, de los regímenes de producción de verdad. Bien
mirados, los estudios culturales son la respuesta a un malestar que Foucault
planteó a propósito de la función sujeto en la práctica discursiva21: todos,
ahora, pueden acceder al discurso para pronunciar alguna verdad sobre sí.
En las perspectivas teóricamente más radicales de los estudios
culturales, incluso, se lee que “las formas de vida (...) constituyen una
cultura que es mejor experimentada desde adentro y difícil de estudiar
desde afuera”22.
Como consecuencia, la atención ya no estará puesta más en el
borde, límite o juntura de una cultura con otra, de una práctica con otra, sino
en el centro, puesto que la mirada que define la cultura o práctica no es ya
más exterior sino interior: desde el exterior, lo que retrocede es el centro;
desde el interior, lo que se pierde es el borde: por eso muchas veces los
estudios culturales han sido acusados de “panculturalistas”: una cultura así
propuesta y así examinada no tiene límites.
Revisitar la totalidad equivale a poner en marcha de nuevo el ciclo de
la teoría. Una nueva totalidad, una totalidad recodificada, es el desafío

21
En El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 1980, y La arqueología del saber, México,
Siglo XXI, 1979.
22
John Fiske, “Los estudios culturales y la cultura de la vida cotidiana”, en Lawrence Grossber,
Cary y Paula Treichler (eds.), Cultural Studies, Londres, Routledge, 1992. El texto de Fiske
examina esa oposición entre adentro/afuera en términos de “distancia” en la teoría cultural: la
sobreimpresión de un habitus propio de la vida académica a la experiencia directa de la vida
cotidiana.
teórico de estos años dominados, por otra parte, por los procesos de
globalización cultural23. En ese sentido, la teoría recupera contenidos
propiamente políticos, en la medida en que intenta contestar al modelo
culturalmente hegemónico.
En ese contexto, la historia de las literaturas encuentra, a su manera,
su nuevo horizonte: las literaturas comparadas. Las literaturas comparadas,
en su origen, fueron o el modo de leer un objeto extraño: las literaturas
periféricas desde el punto de vista de los países centrales (éste es el
sentido hegemónico en la tradición europea de literaturas comparadas) o
un modo de leer más "teórico", que coincide con el tiempo de la
especificidad (éste es el sentido hegemónico en la tradición
norteamericana). Delimitado el campo de acuerdo con criterios
relativamente modernos, las literaturas comparadas articulan cuatro
subteorías: una temática, una generología, una narratología y una teoría
institucional del arte. Lo "comparable" es siempre algo del orden de los
temas, de los géneros, de los modelos narrativos o de los procesos de
institucionalización estética.
Ahora bien: lo que resulta particularmente interesante es el momento
en el cual las literaturas comparadas se encuentran con los estudios
culturales para definir un área de investigaciones y una metodología
relativamente novedosas. Pienso, sobre todo, en el libro de Edward Said,
Orientalismo (Madrid, Libertarias, 1990), que es en muchos sentidos un
modelo teórico y un texto ya canónico sobre los problemas que aquí
comentamos. Si las literaturas comparadas, en la tradición europea, no eran
sino la manifestación de las aventuras coloniales o la declaración de la
asimetría entre los diferentes espacios de producción simbólica, la hipótesis
de que se puede construir algún tipo de verdad sobre una cultura desde
dentro de una cultura viene a poner en crisis los fundamentos ideológicos
de la “comparatística” de viejo cuño (entendida como una disciplina cuyo
funcionamiento es similar a la del orientalismo). Lo comparable, en este
punto, aparecería sólo en relación con el punto de vista. Postulado un punto

23
Qué cosa sea la “globalización” es difícil decirlo. Además de las investigaciones de Samir Amin,
conviene detenerse en las precisiones de Richard Stallman en su conferencia “Copyright y
globalización en la era de las redes de computadoras”, que retomaremos en el apartado 1.4.
de vista móvil, el canon de las literaturas comparadas es otro, por ejemplo:
los procesos de constitución de identidades culturales nacionales, o los
procesos de institucionalización de la literatura, que son las líneas de
investigación actualmente más productivas.
Desde el punto de vista de las literaturas comparadas lo que debería
quedar claro, por ejemplo, es lo que las literaturas americanas producen y
exportan a los universos culturales europeos: el nacionalismo, por ejemplo,
que en la perspectiva de muchos historiadores24 ocurre (como
acontecimiento discursivo) por primera vez en América a principios del siglo
antepasado. Es recién entre 1870 y 1914 cuando Europa reconoce el papel
políticamente activo de las ideas nacionalistas. Es también, el primer
estallido de movimientos nacionalitarios del siglo XX, cuya historia se cerró
con la segunda fase de esos movimientos, en Mitteleuropa y los Balcanes.
Con el punto de vista (fijo) de las teorías tradicionales, cada uno de
esos procesos nacionalitarios es único y tan extremadamente
pormenorizado que la generalización parece imposible. Pero ya que se trata
de procesos que afectan sobre todo a naciones "periféricas", cualquier lugar
de enunciación excéntrico podría pronunciar algún tipo de verdad sobre
esos procesos. Es lo que se llama una situación poscolonial25:
investigadores tercermundistas ingresan a las instituciones académicas
conservando muchas veces sus puntos de vista tercermundistas (los casos
de Edward Said y Homi Babha son, tal vez, los más notorios26) o se
elaboran teorías directamente ligadas con las culturas de los países
periféricos que, por efectos de la globalización cultural, se inscriben en el
espacio público "internacional" (recientemente, la recuperación de
Mariátegui).
En este contexto teórico, fuertemente crítico, la literatura debería
funcionar de manera, también, crítica. La pedagogía de la literatura debería
potenciar, precisamente, los puntos de inflexión que introducen los estudios
culturales, por una parte, y las literaturas comparadas, por el otro.
24
Además de los estudios de Hobsbawm, ver especialmente Benedict Anderson, Comunidades
imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993, y
"Exodus", Critical Inquiry, 20, Chicago, invierno de 1994.
25
Ver Arif Dirlik, "The Postcolonial Aura: Third World Criticism in the Age of Global Capitalism",
Critical Inquiry, 20, Chicago, invierno de 1994.
26
Homi Babha, Nation and Narration, Londres/Nueva York, Routledge, 1990.
Sujeta como está a los efectos de la globalización, una entidad como
la "literatura argentina", sobre la que nos ocuparemos más adelante en este
libro, sólo podría comprenderse en relación con procesos y formaciones que
afectan, en principio, a otras "áreas culturales".
Ése es, pues, el desafío ante el que nos encontramos: re–construir
nuevas totalidades que, aunque sea bajo la forma de la serie (sobre todo
bajo la forma de la serie), nos permitan encontrar sentido precisamente allí
donde –nos parece– una intervención política puede encontrarse con una
intervención estética.
1.3 Análisis (cuantitativo) del presente

¿Podemos, en nombre del horror que nos provoca la gente que grita, ignorar el
affaire Sokal? El llamado de atención hecho por “La Ciencia” a “Las
Humanidades” (estudios culturales, literaturas comparadas y otras
abominaciones académicas) debe leerse como un hito más en el debate
modernidad/posmodernidad, que todos considerábamos ya concluido. ¿Se
trata de un debate que afecta sólo a las academias centrales, o las excéntricas
academias latinoamericanas deberían tomar, ellas también, participación en
ese debate? Podemos deleitarnos con el espectáculo, para nosotros conocido,
de la lucha presupuestaria en las universidades (la venganza del pobre), o
tratar de situar el affaire Sokal y sus consecuencias políticas en el contexto de
nuestras propias preocupaciones teóricas y en el contexto de nuestra propia
producción cultural.
Si algo ha sido reiteradamente señalado como factor distintivo del
intelectual (y del artista) es su capacidad para contestar y para impugnar el
presente o, lo que es lo mismo, para negar (“negativizar”, incluso) la cultura,
ese estado de la imaginación a propósito de las relaciones sociales.
Quisiera utilizar una estrategia expositiva bien anacrónica y harto
sospechosa: hablaré de un caso, y en esa casuística debería aparecer una
cierta articulación entre lo universal y lo particular.
En 1996, Alan Sokal, físico e investigador en la New York University,
decidió publicar en Social Text, una de las más importantes de las revistas
académicas americanas consagradas a la teoría y el análisis cultural, un
artículo con el pomposo título “Transgredir las fronteras: hacia una
hermenéutica transformativa de la gravitación cuántica”. En ese artículo, Sokal
defiende la pertinencia de los estudios culturales en la medida en que
demuestran el estatuto histórico y provisional de las verdades científicas. Los
últimos desarrollos teóricos de la física (tales como la mecánica cuántica y la
teoría de las supercuerdas o superarcos) vendrían a confirmar la
“epistemología posmoderna”, sobre todo en lo que se refiere al estatuto
puramente discursivo de la realidad. La ciencia, según ese artículo de Sokal,
tiene mucho que aprender de la teoría social, precisamente en lo que se refiere
al estatuto ficcional de la verdad: la realidad física, al igual que la realidad
social, no serían más que “una construcción lingüística y social” (tanto el ∏ de
Euclides como la constante G de Newton habrían sucumbido a la relatividad
histórica). Todo muy erudito y muy sólido, aun para cualquier lego en ciencias
(el caso de quienes escriben y de quienes leen Social Text). Todo también
bastante aburrido: el texto parece una presentación de lugares comunes y de
buenas intenciones.
Pero si algo no es el texto de Sokal es bienintencionado. Al mismo
tiempo, Sokal publicó otro artículo en Lingua Franca, cuyo título es todavía
más aterrador que el anterior: “Un físico experimenta con los estudios
culturales”27, en el cual denuncia que Social Text no pudo leer que su
contribución era una parodia, una presentación de lugares comunes y de
errores:
La aceptación de mi artículo por parte de Social Text ejemplifica la arrogancia
intelectual de la Teoría –es decir, la teoría literaria posmoderna–llevada a su lógico
extremo. Si todo es discurso y ‘texto’, entonces el conocimiento del mundo real es
superfluo; incluso la física se convierte tan sólo en otra rama de las Ciencias
Culturales. Los resultados de mi pequeño experimento demuestran al menos que
algunos de los sectores de la izquierda académica estadounidense en boga se han
vuelto intelectualmente perezosos.
Lo que Sokal pretendía era demostrar (poniendo en ridículo a los
editores de Social Text) la endeblez teórica, la fragilidad argumental y la
banalidad constitutiva de los estudios culturales, particularmente la vertiente
norteamericana, que encuentra su fundamento en el posestructuralismo
francés:
¿Por qué lo hice? Aunque mi método sea satírico, mi motivación es absolutamente
seria. Lo que realmente me interesa es la proliferación, no sólo de tonterías o
pensamientos descuidados per se, sino de una clase de tontería o pensamiento
particularmente descuidado: uno que niegue las realidades objetivas, o que (cuando se
lo desafía) admita su existencia aunque menospreciando su importancia práctica. Una
publicación como Social Text, en el mejor de los casos, plantea ciertas preguntas que
ningún científico debería ignorar –preguntas tales como de qué manera la financiación
corporativa y gubernamental influye sobre el trabajo científico–. Lamentablemente, el
relativismo epistémico hace poco y nada para desarrollar esos temas. Teorizar acerca
de ‘la construcción social de la realidad’ no nos ayudará a encontrar un tratamiento
efectivo para el sida o a crear estrategias para prevenir el recalentamiento de la Tierra.

Por la dinámica misma del “mercado de las ideas” (que en los Estados
Unidos es bastante poderoso, porque poderosas son sus universidades y
cuantiosos son los presupuestos que los investigadores se disputan), la
polémica entre Sokal y Social Text llegó a la opinión pública: los periódicos de

27
Deliberadamente eludimos la retórica y los protocolos académicos. La polémica entera puede
rastrearse con gran facilidad en Internet, lo que no es un dato secundario, ya que todo estado de
la imaginación se asocia con un estado de la técnica.
Estados Unidos (también los de Italia, Inglaterra, Argentina y Francia)
recogieron los argumentos de Sokal y los de aquellos a quienes principalmente
atacaba: Jacques Lacan, Julia Kristeva, Jean Baudrillard, Bruno Latour, lo más
“famoso” (no necesariamente lo más sólido) del pensamiento posestructuralista
francés, cuyos desvaríos conceptuales (y, sobre todo, cuyos malos usos de
categorías de la física) serían, en la perspectiva de Sokal, los responsables de
la decadencia intelectual americana.
Kristeva (francesa por adopción) levantó las fáciles banderas de la
francofobia, cosa que a los franceses les encantó (Le Monde). Latour acusó a
Sokal de pretender continuar la guerra fría, ahora que el comunismo es
historia, en otro campo, etc. Lo que nadie parece querer discutir es la relación
entre conocimiento e interés, es decir, entre teoría y praxis, para lo cual, claro,
habría que salirse de las tradiciones francesas (desde siempre, muy de
merengue) y preguntar un poco, algo, a los teóricos alemanes (los panzer de la
teoría crítica).
El problema es muy sencillo y tiene dos partes. Supongamos que Social
Text hubiera rechazado el texto de Sokal (es raro que nadie haya notado que
un título como el que propuso es realmente repugnante) o que le hubiera
hecho objeciones de forma y fondo. ¿Invalida esa precaución los argumentos
de Sokal? ¿Se salva o se pierde una teoría por esa “pereza”, por esa
“ignorancia” de un comité editorial, marcado por un acto de confianza (es
Sokal, trabaja en New York University, adhiere a la izquierda, estuvo en
Nicaragua, leyó a Derrida)? Si lo que se discute es el procedimiento por el cual
un texto se hace público, hay que señalar que hoy por hoy, cuando Internet
publica absolutamente cualquier cosa que alguien quiera, los mecanismos de
autorización (imprimatur) han cambiado cualitativamente, y eso, precisamente
eso (que afecta gravemente a la producción de conocimiento y a los
estándares de validación de una teoría, que articula un estado de la técnica y
un estado de la imaginación teórica) es lo que habría que discutir y lo que
nadie discute (volveremos sobre este punto en el capítulo siguiente).
El affaire Sokal es nuestro affaire Dreyfus (claro que invertido): así como
entonces la voz moral de un intelectual (Émile Zola) se asoció con un medio de
comunicación para acusar a los poderes del mundo, estableciendo un modelo
de relación con la autoridad política, hoy Sokal utiliza Internet para hacer
públicas su ira (“estoy molesto porque la mayor parte de esta tontería emana
de la autoproclamada izquierda”) y su desdicha (“no digo esto con alegría sino
con tristeza”). El affaire Sokal llega al “gran público” no a través de la prensa
(que se limita a potenciarlo y espectacularizarlo) sino a través de Internet, que
fue publicando los textos de la polémica día a día durante todo su desarrollo.
Hay inclusive listas de discusión en las que cualquiera puede intervenir. Habrá
tesistas (seguramente norteamericanos) que, en el futuro, compararán el Yo
acuso de Zola con el Experimento de Sokal. Lo que nadie debe ignorar es que
los debates teóricos, por primera vez, funcionan en otro soporte (lo que, a
priori, no es garantía de nada).
La segunda parte del problema tiene otro alcance. Alan Sokal, junto con
Bricmont, físico francés, publicó un libro titulado Imposturas intelectuales en el
que, capítulo por capítulo, analizan los errores en el uso de categorías
científicas por parte de Deleuze y Guattari, Latour, Lacan, Kristeva, Luce
Irigaray, Lyotard, etc. Hay pocas “autoridades” en el mundo que puedan dar
cuenta, conjuntamente, de la obra de esos autores. Sokal y Bricmont (y un
escáner, y un buscador automático de palabras) consiguen, en seis meses,
leer aproximadamente veinte años de una teoría que les es (en principio)
completamente exterior. ¿No nos hace tamaña proeza suponer que el affaire
Sokal constituye, en última instancia (la instancia material), una campaña de
prensa para un libro (Imposturas intelectuales) que estaba haciéndose? La
aparición del debate en Internet, las giras de Sokal (como los Rolling Stones,
como tantos, estuvo en Buenos Aires) ¿no tienen como objetivo la constitución
de un público a escala planetaria? ¿No será el affaire Sokal, como el affaire
Dreyfus antes, el modelo de la relación de los intelectuales con el conjunto de
la sociedad, pensada, ahora, como mercado?
Sokal ha sentenciado: “Considero que este debate trata sobre la
naturaleza de la verdad, de la razón y de la objetividad: temas que considero
esenciales para el futuro de la política de izquierda”.
Su sentencia es falaz: lo que se discute (hoy como ayer) es la relación
entre teoría y praxis, entre conocimiento e interés, entre imaginación y
experiencia, entre verdad y técnica, que es, precisamente, lo que importa (hoy
como ayer) en relación con el futuro de la política de izquierda.
1.4 Orbis Tertius (La obra de arte en la época de su reproductibilidad digital)

Su método micrológico y fragmentario nunca


asimiló del todo la idea de la mediación universal
que tanto en Hegel como en Marx fundamenta la
totalidad. Sin ninguna vacilación [Walter Benjamin]
se mantuvo firme en su principio de que la mínima
célula de realidad contemplada equilibraba con su
peso al resto del mundo. Interpretar fenómenos de
modo materialista significaba para él no tanto
explicarlos a partir del todo social cuanto referirlos
inmediatamente, en su singularidad, a tendencias
materiales y a luchas sociales.

Theodor W. Adorno, Prismas.

En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción
sobre las cosas era insignificante comparado con el que nosotros poseemos,
fueron instituidas nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el
acrecentamiento sorprendente de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión
que éstos alcanzan, las ideas y costumbres que introducen, nos aseguran
cambios próximos y profundos en la antigua industria de lo Bello. En todas las
artes hay una parte física que no puede ser tratada como antaño, que no
puede sustraerse a la acometida del conocimiento y la fuerza modernos. Ni la
materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte años, lo que han
venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que novedades tan
grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la
inventiva, llegando quizás hasta a modificar de una manera maravillosa la
noción misma del arte.
Cualquiera de nosotros podría suscribir las palabras anteriores, pero lo
cierto es que fueron publicadas en 1928 por Paul Valéry bajo el título “La
conquête de l’ubiquité”28. “Se podrá transportar o reconstituir en todo lugar –
pensaba el poeta visionario– el sistema de sensaciones (o más exactamente,
el sistema de excitaciones) que suscita en un lugar cualquiera un objeto o un
acontecimiento cualquiera. Las obras adquirirán una suerte de ubicuidad.” Para
Valéry era la música, “por su naturaleza y el lugar que tiene en el mundo”, la
primera mutante de la modernidad, la primera de las artes en ser afectada “en
sus fórmulas de distribución, reproducción y aun de producción”. No es casual,

28
E incluidas más tarde en su libro Pièces sur l’art (1931) incluido en Oeuvres, tome II, Nrf,
Gallimard, Biblioteca de la Pléiade, 1960.
pensaba Valéry, porque la música es “de todas las artes, la de mayor
demanda, la más imbricada a la existencia social, la más cercana a la vida,
donde anima, acompaña o imita el funcionamiento orgánico”29.
Ocho años después, con el objetivo explícito de construir una teoría del
arte con “conceptos” que resulten “por completo inútiles para los fines del
fascismo”, Walter Benjamin interpretará en clave baudeleriana–marxista esa
“conquista de ubicuidad” de “la obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica”30. Si Valéry podía todavía pensar los efectos de la reproductibilidad
como una transformación abstracta (sólo ligados a coeficientes o índices de
eficacia de las artes respecto de la vida), Benjamin tiene ya que poner esa
nueva “ubicuidad” del arte “en estrecha relación con los movimientos de masas
de nuestros días”: hay que pensar una política de la reproductibilidad, pensaba
Benjamin.
Si el profeta de la reproductibilidad es Valéry, y Benjamin su
evangelista, Borges ocupa el lugar de Cristo: al menos eso es lo que se
deduce de su propia versión del texto del alemán (o del francés, según se
prefiera31): el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, incluido en El jardín de los
senderos que se bifurcan (1941).
En ese cuento (sobre el que volveremos más adelante), Borges
reproduce el mismo gesto de Benjamin y lee las profecías de la
reproductibilidad de 1928 en clave política: como una resistencia al fascismo,
en el caso de Benjamin;, como una resistencia al peronismo, en el caso de
Borges (lo que se nota, por cierto, en el más famoso veredicto de ese
“artículo”, que es un veredicto clasista y aristocratizante. Volveremos sobre el
punto).
Ni una ni otra opción ideológica (el antifascismo de Benjamin o el
antiperonismo de Borges) merecen hoy mayor comentario porque constituyen,
ambas, opciones históricas ante las cuales ya no nos encontramos. Pero, así

29
Es curioso verificar hasta qué punto, ya en épocas de Valéry, había sido naturalizada la
reproductibilidad técnica de la escritura.
30
“La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I,
Madrid, Taurus, 1982.
31
Es probable, aunque no seguro, que Borges conociera las tesis de Benjamin. No hay dudas de
que conocía los textos de Valéry, cuyas posiciones productivistas y nominalistas ("Pourquoi ne
pas concevoir comme une oeuvre d'art l'éxécution d'une oeuvre d'art?", en Pièces sur l'art, op.cit.)
se encargó de llevar al límite (por ejemplo, en “Pierre Menard, autor del Quijote”).
como la filosofía más actual y más alemana (Peter Sloterdijk32) insiste en
articular problemáticamente teorías sobre el ser y tecnologías de la
reproducción (bio-tecnologías), la teoría estética no debería dejar de meditar
sobre el arte en términos de lo que Benjamin consintió en llamar “sus
tendencias evolutivas bajo las actuales condiciones de producción”.
Nos tocaría hoy a nosotros, pues, examinar las transformaciones del
estatuto del arte en el contexto de las nuevas tecnologías de reproducción
digital. Lo que entendemos por arte (su posibilidad y su necesidad) no se
modifica sólo como consecuencia de una mutación de la cultura (es decir: de
los patrones perceptivos), uno de los ejes de argumentación que Benjamin
elige (y el que más ha privilegiado la teoría cultural de inspiración
benjaminiana), sino también por la mediación del aparato jurídico consagrado
(hoy como nunca) al control de las libertades del público o, lo que es lo mismo,
al control sobre los usos del arte (ese particular “sistema de excitaciones”).
Lo que se llama “globalización” es el nombre de esa mutación cultural,
de esa transformación de los patrones perceptivos y de una nueva legalidad
para el arte, y nos obliga hoy, así como en 1928 a Paul Valéry, en 1936 a
Walter Benjamin y en 1941 a Jorge Luis Borges, a situarnos políticamente en
relación con esas transformaciones del arte: “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad digital”.
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar.
El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en
Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedia
(Nueva York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la
Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy
Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la
ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los
hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores
–a muy pocos lectores– la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo
remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese
descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy
Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos
33
y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres .

Con ese admirable veredicto (que alguna vez funcionó como chiste
personal34), Borges sintetizaba a la perfección, además, la profecía de Valéry

32
Cfr. Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano. Una respuesta a la carta sobre el
humanismo de Heidegger, Madrid, Siruela, 2000, y “El hombre operable”, Artefacto. Pensamiento
sobre la técnica, 4, Buenos Aires, octubre de 2001.
33
“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones, Madrid, Alianza, 1971, págs. 13-14.
34
Si a muchos puede sorprender el papel meramente reproductivo que en este texto se asigna a
la cópula, hay que recordar que el hombre maduro que es Borges en 1941 atribuye la sentencia a
sobre la reproductibilidad, articulada en una misma frase respecto del arte (los
espejos) y la existencia social (la cópula) y, de paso, suministraba un punto de
vista aristocratizante (el de Bioy Casares, no el suyo) sobre esos “movimientos
de masas de nuestros días” que ya habían llamado la atención de sus ilustres
predecesores en la materia.
Como sabemos, Jorge Luis Borges puso siempre su prestigio personal
al servicio de la difusión de un ideario herético, la gnosis35, que fue condenada
desde el comienzo como una antropología aristocratizante y una teoría elitista
de la lectura. Borges editó los Evangelios apócrifos que los gnósticos
reivindican como prueba de la verdad de su doctrina, pero además hizo de la
gnosis (y de la matematización del mundo) el centro de su obra: el heresiarca
de Uqbar es un gnóstico y es él quien habría pronunciado por primera vez ese
famoso veredicto, cierto que con palabras “literariamente inferiores” a las que
Borges atribuye a Bioy Casares: “El universo es una ilusión”, dice la
Enciclopedia, “Los espejos y la paternidad son abominables porque lo
multiplican y lo divulgan”. La repetida irritación borgeana ante la figura
teológica de la Santísima Trinidad, esa “horrenda sociedad trina”36, esa
“deformación que sólo el horror de una pesadilla pudo parir”, adquiere sentido
como un gesto de militancia gnóstica, del mismo modo que su interés por la
cábala que, por otro lado, Borges comparte con Benjamin.
Valéry pudo pensar, a partir de la reproductibilidad, en un arte ubicuo,
“sistemas de excitaciones” completamente liberados de sus determinaciones
fácticas: el arte en cualquier parte, en todas partes, al alcance de todos.
Benjamin entendió que esa transformación afectaba el estatuto jurídico de la
obra de arte al poner en crisis la noción de “autenticidad” y propuso, en
consecuencia, una distinción entre reproducción artesanal (que viola el sistema
de propiedad jurídica sobre la obra) y reproducción técnica (de la que “se
sustrae el ámbito entero de la autenticidad”). El cálculo fascista, pensaba

su joven amigo, el veinteañero Adolfito, un mujeriego empedernido con más de un vástago no


previsto en su trayectoria amatoria. Como quien dice, “qué abominable, che, me pasó de nuevo”.
35
No vale la pena detenerse en la exposición del bello sistema gnóstico, suficientemente
documentado en Internet. Para mayores precisiones puede verse “Políticas del género”, Punto de
vista, 73 (Buenos Aires: agosto de 2002).
36
“Una vindicación de la Cábala”, incluida en Discusión (1932). Cfr., también, en el mismo libro
“Vindicación del falso Basílides”. En “Murilo, o surrealismo e a religião” (leído en el coloquio
“Passagens e impasses do poético”, UFSC, nov. 2001), Raúl Antelo (un pneumático, sin lugar a
dudas) también examina el lugar de la herejía gnóstica en la obra de Borges.
Benjamin, no podría recuperar para sus fines una teoría semejante y, más
heroicamente, postulaba que esa teoría servía “a la formación de exigencias
revolucionarias en la política artística”.
Cinco años después, Borges, desgarrado entre el elitismo gnóstico37 y
la “horrenda sociedad trina”, planea una fuga a partir de una teoría del complot:
una secta secreta consagrada a inventar un mundo y a escribir la Enciclopedia
de ese mundo. No es casual que en el cuento de Borges se multipliquen las
referencias a la industria del libro. En Tlön, por otro lado, el planeta utópico
propuesto por los conjurados, “es raro que los libros estén firmados. No existe
el concepto de plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un
solo autor, que es intemporal y es anónimo”.
Dado que el arte, como quería Valéry, no es sino un “sistema de
excitaciones”, en Tlön, nos dice Borges, el arte no es, sino que hay arte. Al
negar el ser del arte, lo que se niega es que pueda existir propiedad jurídica
(firma o plagio) o, lo que es lo mismo: la reproductibilidad no puede estar
regulada jurídicamente, como no lo estuvo en la época de la reproductibilidad
artesanal. En Tlön no existen leyes de copyright.
La importancia que Benjamin otorga a las artes visuales en “La obra de
arte en la época de su reproductibilidad técnica” es lo que ha hecho anteponer
a muchos lectores la teoría de la percepción que allí se lee a la teoría de la
propiedad que de ese artículo se deduce. Pero Benjamin insiste en las artes
visuales porque se refiere sobre todo a la reproductibilidad analógica, y en el
mismo sentido en que Valéry ponía en primer término a la música. Se trataba,
entonces como ahora, de coeficientes de eficacia. Richard Stallman (que
adoraría el texto de Borges) ha historizado en tres tiempos la reproductibilidad
(artesanal, mecánica o analógica y digital), en relación con los problemas de
copyright, la función autor y los derechos civiles.
La “utopía de geopolítica anárquica” (Antelo) que Borges ofrecía como
solución histórica a un dilema sobre la articulación del arte con la existencia
social (es decir: con la cultura industrial) recién hoy parece destinada a

37
Por cierto, inaceptable hoy para nosotros: “Todos los hombres –refiere Borges que sostiene una
de las iglesias de Tlön– en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre”. En esa fantasía
de varones que es “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” no hay lugar para las mujeres (salvo que se trate
de la princesa de Faucigny Lucinge). Pero esto sucede irremediablemente por la presión del
género ciencia ficción, tal como aparece definido en la segunda parte de este libro.
cumplirse. Y precisamente porque parece destinada a cumplirse es que se
multiplica la paranoia estatal (en Washington, Brasilia o Bruselas) a propósito
de la propiedad del arte y, por lo tanto, de sus usos. Citaré sólo un ejemplo: en
la reciente versión en lengua española de Imperio38, de Michael Hardt y
Antonio Negri, se lee la siguiente reserva de copyright: “Quedan rigurosamente
prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante
alquiler o préstamo públicos”. Si una biblioteca universitaria, por ejemplo,
pusiera en préstamo una copia de Imperio de Hardt/ Negri sin autorización
escrita de la editorial (Paidós, Paidós Ibérica o Paidós Mexicana) estaría
cometiendo un delito. Ex ungue leonem.
Esa paranoia, expresión de un terror a propósito de la propiedad del
pensamiento y del arte (lo que se llama copyright), se ha expresado con toda
su fuerza jurídica en la Digital Millenium Copyright Act de 199839, cuyos
primeros efectos (como en épocas de Valéry) se hicieron sentir en relación con
la música: la criminalización de los servidores de Internet del tipo Napster.
En Brasil, los lobbies de grandes editores reclamaron y obtuvieron el 17 de
julio de 2002 el veto presidencial a la ley sobre numeración de libros y discos
compactos. La argumentación de la Cámara Brasileña del Libro en su pedido
de veto señalaba explícitamente que “desde el punto de vista de la
productividad, la numeración de cada ejemplar, uno a uno, se revela como un
contrasentido técnico, pues anula las ventajas de la economía de escala,
haciendo que el sistema de impresión retorne a un proceso prácticamente
artesanal”40. La curiosa ley brasileña opuso por un instante los derechos de los
artistas y los intereses de los editores. Naturalmente, los grupos editoriales se
encargaron de evitar toda discusión seria sobre el concepto de copyright en la
época de la reproducción artesanal (cuando no lo había), en la época de la

38
Barcelona, Paidós, 2002 (traducción de Alcira Bixio).
39
Para una descripción detallada de las relaciones entre copyright y globalización en la época de
las redes de computadoras, cfr. las intervenciones del fundador del movimiento GNU, Richard
Stallman, en particular “Libros, derechos y tecnología”, reproducida en Radarlibros, suplemento
literario de Página/12, en tres entregas sucesivas (Buenos Aires, domingos 10 de marzo de 2002,
17 de marzo de 2002 y 24 de marzo de 2002).
40
http://www.cbl.org.br/destaque.asp?Id=20
reproducción técnica (cuando era una regulación industrial) y en la época de la
reproducción digital (cuando se ha transformado en un dispositivo de censura y
castración, una “restricción draconiana sobre el público en general”).
Tienen razón los ideólogos del copyleft41 como Richard Stallman en su
abominación de los libros electrónicos42 porque cancelan insidiosamente
derechos civiles:
El copyright ya no actúa como una regulación industrial sino como una restricción
draconiana sobre el público en general. Solía ser una restricción sobre los editores por
el bien de los autores. Ahora es una restricción de los derechos del público para
provecho de los editores.

Pero no menos cierto es que la literatura (el arte, en fin) se vuelve, en la


época de su reproductibilidad digital, completamente ubicuo, como quería
Valéry. O, para decirlo como Borges: en ese mundo alternativo (es decir,
posible) que es Tlön, el arte no es, pero hay arte. El arte como “sistema de
excitación” (o como devenir menor).
Es verdad que en la época de la reproductibilidad digital deberemos
librar una batalla en el nivel de la axiomática43 por los derechos de propiedad

41
Cfr. “Cooperación sin mando: una introducción al software libre”, de Miquel Vidal
(http://www.inisoc.org/mvidal1.htm). El copyleft protege el uso en vez de la propiedad. “La GPL o
Licencia Pública General es la plasmación jurídica del concepto de copyleft. Con el tiempo, la GPL
se ha convertido en el cimiento del software libre, su baluarte legal, y para muchos constituye un
extraordinario ejercicio de ingeniería jurídica: con la GPL se asegura que trabajos fruto de la
cooperación y de la inteligencia colectiva no dejen nunca de ser bienes públicos libremente
disponibles y que cualquier desarrollo derivado de ellos se convierta como por ensalmo en público
y libre. La GPL se comporta de un modo ‘vírico’ y, como un rey Midas del software, convierte en
libre todo lo que toca, es decir, todo lo que se deriva de ella”. El cumplimiento del mandato
deleuziano: “Oponemos la epidemia a la filiación, el contagio a la herencia, el poblamiento por
contagio a la reproducción sexuada” (en Mil mesetas, Barcelona, Pretextos, 1988).
42
En Brasil, la Cámara Brasileña del Libro patrocina los experimentos de edición digital e
impresión a pedido. De ese modo, se lee en su sitio de Internet, las empresas podrán seguir
editando aún los libros cuya demanda no justifica una tirada regular“, con un precio apenas un
15% superior al de un libro hecho según el método tradicional” (cfr.
http://www.cbl.org.br/mercado.asp?Id=28). Lo que la CBL confiesa es que pretende vender (a un
costo superior, claro está) hasta lo que no se vende. Lo que calla es que, de ese modo, los grupos
editoriales retendrán prácticamente para siempre la reserva de copyright: no habrá más dominio
público ni caducidad de los contratos.
43
Lo que hace el capitalismo “es ligar las cargas y las energías en una axiomática mundial que
siempre opone nuevos límites interiores al poder revolucionario de los flujos descodificados (…).
La esquizofrenia no es, pues, la identidad del capitalismo, sino al contrario su diferencia, su
separación y su muerte” (El Anti-Edipo, Barcelona, Barral, 1974, págs. 253-254). “[El arte y la
ciencia] obligan a la axiomática social a complicarse cada vez más, a saturarse más, hasta el
punto de que el artista y el sabio pueden estar determinados a ir a dar una situación objetiva
revolucionaria en reacción a las clasificaciones autoritarias de un Estado por esencia
incompetente y sobre todo castrador.” (ibíd., pág. 389). “Los cuatro flujos principales que
atormentan a los representantes de la economía-mundo o de la axiomática son: el flujo de
materia-energía, el flujo de población, el flujo alimentario y el flujo urbano” (Mil mesetas, op. cit.,
pág. 472). La historia (de la materia, del tiempo y del espacio, para citar una vez más a Valéry) de
los últimos veinte años ha demostrado que en la última enumeración sobra el “flujo urbano” y falta
del arte y de los conocimientos (o lo que es lo mismo, por los derechos a los
usos del arte y del conocimiento) y esa batalla, como leemos en Mil mesetas,
“es determinante” (“A los niveles más diferentes: lucha de las mujeres por el
voto, el aborto, el empleo, la lucha de las naciones por la autonomía, lucha del
tercer mundo, lucha de las masas y de las minorías oprimidas”), pero también
es verdad que
siempre hay un signo que demuestra que esas luchas son el índice de otro combate
coexistente. El problema no es en modo alguno el de la anarquía o el de la
organización, ni siquiera el de la centralización y la descentralización, sino el de un
cálculo o concepción de los problemas relativos a los conjuntos no numerables frente a
una axiomática de los conjuntos numerables. Pues bien, este cálculo puede tener sus
composiciones, sus organizaciones, incluso sus centralizaciones, pero no pasa por la
vía de los Estados ni por los procesos de la axiomática, sino por un devenir de las
minorías” (pág. 474).

La reproductibilidad digital hace del arte algo completamente ubicuo


(como quería Valéry), lo lleva al paroxismo de lo político (como quería
Benjamin). La intermitencia en un continuo: como en Tlön, en nuestra época, el
arte no es, pero hay arte44.
Friedrich Kittler nos ha persuadido de los riesgos que entraña la
privatización del conocimiento y ha insistido en que “las universidades son el
mejor reaseguro contra las soluciones basadas en la propiedad de las bases
de datos”45.
En términos de relacionar la historia de la reproductibilidad y la
producción de conocimiento, Kittler recuerda que lo que diferenció a las
universidades, creaciones del Medioevo europeo, de toda institución
comparable de la Antigüedad, fue su hardware:
En la medida en que docentes y estudiantes estaban obligados a dedicarse al trabajo
(y no al ocio, como los filósofos en Grecia), tenían que escribir. Es por eso que cada
Universidad que se fundaba hacía surgir a la vez un scriptorium, una biblioteca y un
sistema postal. El scriptorium, en el que se copiaban y reproducían los libros a mano,
generaba exactamente la cantidad de libros que tenían que archivar las bibliotecas y
que los correos universitarios trasladaban de una universitas litterarum a la otra.
Durante siglos, ese triple hardware constituyó la base para la producción acumulativa
del saber. Hasta que dos acontecimientos, acaso correlativos, modificaron todos los
parámetros medievales del sistema universitario: la invención de la imprenta y el
surgimiento de los estados territoriales (...). Así como las imprentas reemplazaron a los
scriptoria universitarios, los estados territoriales con sus diversos servicios postales
también reemplazaron o fagocitaron los correos universitarios (...). Desde entonces, la
universidad hizo de necesidad, virtud: de no producir más libros, pasó a crear un meta–

el “flujo de información”.
44
Cfr., en apéndice a este capítulo, un protocolo de escritura automática de tercera generación.
45
Friedrich Kittler, “Universidad = democracia”, Radarlibros, III: 126, Buenos Aires, domingo 2 de
abril de 2000.
saber sobre los libros y las bibliotecas. No son otra cosa los tratados teóricos en que se
comentan libros o los seminarios (tan caros a Humboldt) de interpretación de textos.

Se trataría, también en la perspectiva de Kittler, de un combate en el


nivel de la axiomática, que afecta radicalmente a la producción de
conocimiento y, aun, a la supervivencia de la vida46. El arte, si es que está
destinado a salvarse, se salvará por su don de ubicuidad.
En sus ensayos sobre el barroco, Severo Sarduy diferenciaba la ruptura
epistemológica de la fatiga epistemológica (en el sentido en que se habla de
“fatiga de los materiales”). Hay una política heroica de la ruptura (de la lucha al
nivel de la axiomática) y a esa forma de la política se refiere Walter Benjamin,
pero hay, también, otra política, la del cansancio, la fatiga o la pereza (en todo
caso: la de la apatía47): el devenir menor.
Sabemos que “Tlön...” responde a esa política: “Más razonable, más
inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros
imaginarios”, nos dice el mismo Borges48. Y sabemos, también, gracias a una
carta con el sello postal de Ouro Preto, que Tlön es el resultado de un complot:
una “sociedad secreta y benévola”, una “dispersa dinastía de solitarios ha
cambiado la faz del mundo”.
Sesenta años después de la fantasía urdida por Borges, podemos
agregar algunos nombres a esa “perseguida fraternidad” de apáticos que
escriben la Enciclopedia del nuevo mundo: los norteamericanos Richard
Stallman o Eric Raymond49, el finlandés Linus Torvalds, en fin, los inventores

46
Ni siquiera podemos referirnos aquí al problema del patentamiento de material genético, sobre
lo cual también deberemos dar batalla próximamente.
47
Raúl Antelo ha realizado una genealogía de la apatía. Cfr. "American Acephale. Notes on a
Transatlantic College of Sociology", Journal of Latin American Cultural Studies, 9: 3, Londres,:
diciembre de 2000, págs. 349-36; "El vidrio y los insectos", ramona, 16, Buenos Aires, septiembre
de 2001;, "El ciclo de la nada", en Ken Benson, y L. Rossiello (eds.), Los múltiples desafíos de la
modernidad en el Río de la Plata. Actas del VII Congreso Internacional del Celcirp, Gotemburgo,
Celcirp, 2001, págs. 129-140; y "Megalopatía", Radarlibros, suplemento literario de Página/12,
Buenos Aires, domingo 27 de enero de 2002.
48
Prólogo a “El jardín de senderos que se bifurcan”, en Ficciones, op. cit.
49
En su manifiesto “La catedral y el bazar” (http://glug4.netfirms.com/documentos/catedral.html),
el también tlöniano Eric Raymond recordaba la irónica definición de Linus Torvalds: "Básicamente
soy una persona muy perezosa que gusta de obtener el crédito por lo que realmente hacen los
demás". Raymond diferencia el modelo “catedral” (piramidal, centralizado y cerrado) del modelo
“bazar” (abierto, descentralizado y desjerarquizado) en la programación de software: en el
primero, “los errores y problemas de desarrollo son fenómenos truculentos, insidiosos y
profundos. Generalmente toma meses de revisión exhaustiva por parte de unos pocos para
alcanzar la seguridad de que han sido eliminados del todo”. En el estilo bazar, por el contrario, “se
asume que los errores (...) pueden volverse relativamente evidentes cuando se exhiben a miles de
entusiastas desarrolladores asistentes que colaboran a la par sobre cada una de las versiones”.
de Internet50, los que escriben los nuevos evangelios apócrifos que tienen a los
hackers como habitantes del Pléroma, fuera del cual ronda el mil veces maldito
falso papa Bill Gates: El Evangelio según Tux51, por ejemplo.
¿Cuál es el rumor que se escucha como respuesta a los insidiosos y
envenenados ofrecimientos de la serpiente? ¿Qué contestan estos conjurados
heréticos (para quienes las riquezas de este mundo nada significan porque
trabajan en la misma escala histórica que los complotados de Tlön), cuando les
ofrecen o reclaman reserva de copyright?: “Preferiría no hacerlo”.
Hamlet (el héroe de la época de la economía de necesidad) se debatía
histéricamente entre ser o no ser. Bartleby, con mayor modestia (y de manera
más radical), se limitaba a contestar siempre "Preferiría no hacerlo". Ésa es la
apatía (la política) de la época de la reproductibilidad digital. Linus Torvalds ha
propuesto una ontología del presente que opone la economía de la necesidad
(agotada) a la economía del deseo (potlatch)52.
La debilidad de la axiomática actual es que ha basado su supervivencia
no en una economía de la necesidad53 sino en una economía del deseo. Basta
con que las muchedumbres cultivadas del mundo dejen de tener deseos (de
consumir literatura de moda, de ir al cine, de llenar teatros de repertorio, de
comprar discos compactos o de visitar museos), como efectivamente está
sucediendo, para arruinar definitivamente las fantasías de la globalización en lo
que a la propiedad (del arte y del conocimiento) se refiere. El arte al alcance de
todos: “Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para
otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno”, dice Borges en “La
biblioteca de Babel”.

Inspirado en esas metáforas, el sitio en Internet de la revista Punto de vista se llama


BazarAmericano.com.
50
“Cuanto más pensaba en los hackers informáticos, más palmario resultaba que lo más
interesante de ellos era el enorme desafío espiritual que suponían para nuestra época”, leemos en
Peca Himanen, La ética del hacker y el espíritu de la era de la información (Buenos Aires, Destino,
2002, pág. 8). Pekka opone puntualmente la “ética del hacker” (que no es el cracker, ese “criminal
informático” que anatematizan los medios masivos de comunicación) a la ética protestante tal y
como la define Max Weber (La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Madrid, Alianza,
2001). La mejor historia del nacimiento de la época de la reproductibilidad digital sigue siendo La
era de la información. Economía, sociedad y cultura, de Manuel Castells, tomo 1: La sociedad red
(Madrid, Alianza, 1996), tomo 2: El poder de la identidad (Madrid, Alianza, 1997) y tomo 3: El fin
del milenio (Madrid, Alianza, 1998).
51
Tux es el nombre del pingüino mascota del sistema operativo informático Linux, creado en 1991
por el hacker finlandés Linus Torvalds a la edad de veintidós años.
52
Cfr. Linus Torvalds, “¿Por qué el hacker es como es? La ley de Linus”, que funciona como
prólogo del libro de Pekka Imanen, op. cit.
53
Aunque los argentinos no podamos hoy aspirar siquiera a eso.
Los paranoicos obispos de las megacompañías de entertainment
atribuyen sus mermas de público a la transgresión de sus leoninas reservas de
copyright. Por supuesto, se equivocan. Es probable que una gran parte del
público esté haciendo un uso irrestricto (y legítimo) de sus derechos en la
época de la reproductibilidad digital (sobre todo, como en tiempos de Valéry,
en lo que se refiere a la música). Pero también es cierto que la crisis de deseo
o efecto Bartleby afecta, en primer término, a la cultura industrial (o, lo que es
lo mismo, a la cultura de la época de la reproductibilidad técnica del arte). Y,
sobre todo, que en la época de la reproductibilidad digital se modifica el
estatuto del arte: hay arte digital (se trate de música, literatura o artes visuales)
al alcance de todos54.
El biografema borgeano “El universo (que otros llaman la Biblioteca)”
alguna vez pudo entenderse como un admirable ejemplo de ficción. Su
traducción actual, “El universo (que otros llaman Internet)” se adecua a la
realidad tanto como el mundo a la letra de la Enciclopedia de Tlön.
Y no hay axiomática que pueda resistir ese compartido rumor, "preferiría
no hacerlo". Ahora, en la época de la reproductibilidad digital, se entiende
cabalmente el misterioso final del cuento de Melville: "¡Oh, Bartleby, oh
humanidad!".

54
“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” puede leerse en Internet, lo mismo que Imperio, en versión
castellana de Eduardo Sadier (http://groups.yahoo.com/group/siglo20/files/); el libro del
Apocalipsis, bellamente iluminado (http://usuarios.lycos.es/liberapocalipsi/); Molloy de Samuel
Beckett (http://www.geocities.com/SoHo/Atrium/1788/bios/beckett/molloy1.htm) o, por señalar sólo
un repertorio mínimo, la versión en castellano de “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica” (http://www.hipersociologia.org.ar/biblioteca/textos/). La revista de artes
plásticas ramona presenta las mejores páginas de arte en Internet
(http://www.proyectovenus.org/ramona/).

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