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Arde el tiempo

Juan Manuel de Prada

Durante muchos años (durante toda una vida) ha sabido Carlos Aganzo conciliar el periodismo
y la poesía, dos vocaciones que nacieron de la mano y hoy, por desgracia, están más
divorciadas que nunca. La poesía, y la literatura en general, que habían encontrado su nido en
los periódicos, han sido tristemente expulsadas de ellos; de ahí que la labor de Aganzo, al
frente primero del «Diario de Ávila», luego de «El Norte de Castilla», resulte tan excepcional y
heroica. Mientras todos los periódicos, en medio de los recortes más pavorosos, reducían hasta
la consunción sus secciones de cultura y prescindían de las colaboraciones más literarias,
Aganzo logró que las páginas de «El Norte de Castilla» volvieran a ser palestra poética y
cobijaran un magnífico suplemento literario, «La sombra del ciprés». Así, el periódico que
dirigieran Delibes y Jiménez Lozano volvió a ser, como antaño, refugio de literaturas volanderas
y condenadas al ostracismo.

Pero Carlos Aganzo, último mohicano de un periodismo ya extinto, es ante todo poeta, como
vuelve a demostrarnos en su más reciente entrega, Arde el tiempo (Renacimiento), que es el
más cuajado de todos sus poemarios. Sirve de atrio al libro un poema que puede leerse como
un autorretrato involuntario del propio autor, siempre hospitalario y generoso, aun en los
tiempos más recios: «Más te podan, negrillo, / más vida nos das en primavera / y sombra en el
verano. / Así, como tú, los hombres buenos; / la raíz bien en tierra, / la copa llena de pájaros / y
las ramas dispuestas a dar cobijo siempre / a aquel que lo necesita. / Y frente al leñador, el
tronco firme». Y, tras esta declaración de principios, Arde el tiempo se convierte en una
meditación sobre la vida que pasa, a veces «ignorando el perfume de la muerte», como esas
envidiables amapolas que florecen en los trigales, a veces cruel y oscura, con noches «en que
duele la conciencia / por los asesinatos, las torturas / que cometieron otros / tal vez en nuestro
nombre». En esta meditación poética hecha desde la atalaya de la madurez, Aganzo nos brinda
composiciones penetradas de una sabiduría muy honda, como aquella que empieza: «¿Debe
un hombre que dice / ser fiel a la causa de su patria / empuñar el fusil, subir al monte / y
activar explosivos / bajo los coches de los generales? / ¿O acudir al trabajo cada día / y educar
a sus hijos en un mundo distinto?». Y, para enfrentarse a este dilema, Aganzo cede su voz a
todos los hombres, desde el terrorista que escribe poemas «con sangre de inocentes» hasta el
poeta que cambia de hábito «cuando pudo más que el acomodo la conciencia» y, tras caerse
de bruces mil veces, «mil más se levantaba / con puñados de versos / desbordando sus
manos».

Carlos Aganzo ha escrito este libro «en el nombre de aquellos / que ya no tienen nombre» y lo
ha llenado de «palabras de amor, palabras de belleza, / que siempre son las más
comprometidas». Arde el tiempo está merodeado por el dolor, como no podía ser de otro
modo en un libro que se atreve a asomarse a todos los precipicios de la vida, pero en su centro
palpita un corazón de secreta exultación, encendido y fragante como esas rosas que florecen
cada septiembre. Aunque crucemos tierras de penumbra, siempre nos aguarda al final del
camino una rosa incendiaria, lista para dar su sangre «por la ancestral locura de la noche» y «la
revolucionaria pulsión de la belleza». Ritmado por músicas nocturnas (lo mismo la música del
jazz que la música del grillo), Arde el tiempo es un libro a la vez sapiencial y palpitante de vida,
en el que los ímpetus del alma se sobreponen a todas las fatigas, hasta alcanzar a comprender
-con tranquila y generosa alegría- «que no hay victoria si no es para los otros / ni derrota sino
para uno mismo».

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