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LA CARTA, DE LUIS MATEO DÍEZ

Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y, antes de
comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años, explico
minuciosamente las razones de mi suicidio.

LA TACITA, INÉDITO DE JOSÉ MARÍA MERINO


He vertido café en la tacita, he añadido la sacarina, remuevo con la cucharilla y, cuando la saco, observo
en la superficie del líquiedo caliente un pequeño remolino en el que se dispersa en forma elíptica la espuma
del edulcorante mientras se disuelve. Me recuerda de tal modo una galaxia que, en los cuatro o cinco
segundos que tarda en desaparecer, imagino que lo ha sido de verdad, con sus estrellas y sus planetas.
¿Quién podría saberlo? Me llevo ahora a los labios la tacita y pienso que me voy a beber un agujero negro.
Seguro que la duración de nuestros segundos tiene otra escala, pero acaso este universo en el que
habitamos esté constituido por diversas gotas de una sustancia en el trance de disolverse en algún fluido
antes de que unas gigantescas fauces se lo beban.

SUEÑO DE LA MARIPOSA, DE CHUANG TZU


Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una
mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

EL POZO, DE LUIS MATEO DÍEZ


Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo
alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba
agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña
botella con un papel en el interior. “Este es un mundo como otro cualquiera”, decía el mensaje.

MENSAJE, DE THOMAS BAILEY ALDRICH


Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres
han muerto. Golpean a la puerta

EL DEDO, DE FENG MENG-LUNG


Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le
permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó
con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó
de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo
agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.

UN SUEÑO, DE JORGE LUIS BORGES


En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única
habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de madera y un banco. En
esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe, en caracteres que no comprendo, un largo poema
sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular…
El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

FINAL PARA UN CUENTO FANTÁSTICO, DE I.A. IRELAND


-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han
encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

La cueva
Cuando era niño me encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de
la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras
nos creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito era el
de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la
mesa de noche y le dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva.
Al principio se reían, después se pusieron nerviosas y terminaron llamándome a
gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus
chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible
volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no
me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán.
He oído que mamá ha muerto.
Fernando Iwasaki (Lima, 1961), Ajuar funerario (Páginas de Espuma, 2004)

Agujero negro
El hombre pasea por la playa solitaria y encuentra, depositada en la orilla por las
olas, una botella de cristal negro, con una señal muy extraña impresa en su tapón.
Mientras lo desenrosca, el hombre piensa en sus lecturas de niño: el genio cautivo,
los mensajes de náufragos. Abierta, la botella inicia una violentísima inhalación que
aspira todo lo que la rodea, el hombre, la playa, las montañas, los pueblos, el mar,
los veleros, las islas, el cielo, las nubes, el planeta, el sistema solar, la Vía Láctea,
las galaxias. En pocos instantes, el universo entero ha quedado encerrado dentro
de la botella. El movimiento ha sido tan brusco que se me ha caído la pluma de la
mano y han quedado descolocados todos mis papeles. Recupero la pluma, ordeno
los folios, empiezo a escribir otra vez la historia del hombre que pasea por la playa
solitaria.

José María Merino (La Coruña, 1941), La glorieta de los fugitivos(Páginas de


Espuma, 2007)

HISTORIA FANTÁSTICA, un microrrelato de Marco Denevi


Cuenta fray Jerónimo de Zúñiga, capellán de la prisión del Buen Socorro, en Toledo,
que el 7 de junio de 1691 un marinero natural de las Indias Occidentales, de nombre
Pablillo Tonctón o Tunctón, de raza negra, condenado al auto de fe por brujo y otros
crímenes contra Dios, se evadió de la cárcel y de ser quemado vivo pidiendo a sus
guardianes, tres días antes de marchar a la hoguera, una botella y los elementos
necesarios para construir un barco en miniatura encerrado dentro del frasco. Los
guardianes, aunque el tiempo de vida que le quedaba al reo era tan breve, accedieron
a sus deseos. Al cabo de los tres días el diminuto navío estaba terminado en el interior
del vidrio. La mañana señalada para la ejecución del auto de fe, cuando los del Santo
Oficio entraron en la celda de Pablillo Tonctón, la encontraron vacía lo mismo que
la botella. Otros condenados que aguardaban su turno de morir afirmaron que la
noche anterior habían oído un ruido como de velas, chapoteo de remos y voces de
mando.

EL DINOSAURIO

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.


(Augusto Monterroso)
EL DRAMA DEL DESENCANTADO

...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba
viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los
amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la
escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había
cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida
que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

Gabriel García Márquez

LA MONTAÑA, un microrrelato de Enrique Anderson Imbert


El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba
amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran
patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo
duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo
fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud
del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando
llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería
caminar y no podía.

Enrique Anderson Imbert


(microrrelato)

Enrique Anderson Imbert: La foto


Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría.
Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese
bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una
semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda
sonreía y…
¡Clic!
Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era
bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.
Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita.
¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No
una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía
de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días
siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la
naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba
un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un
gran girasol cubrió la cara de Paula.

Espiral
[Minicuento - Texto completo.]

Enrique Anderson Imbert

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no


despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi
cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica
a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi
cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última
vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con
los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos.
Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno
de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos
simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un
salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que
era yo otra vez.
FIN

La cueva de Montesinos
[Minicuento - Texto completo.]

Enrique Anderson Imbert

Soñó don Quijote que llegaba a un transparente alcázar y Montesinos en persona -blancas
barbas, majestuoso continente- le abría las puertas. Solo que cuando Montesinos fue a hablar
don Quijote despertó. Tres noches seguidas soñó lo mismo, y siempre despertaba antes de
que Montesinos tuviera tiempo de dirigirle la palabra. Poco después, al descender don Quijote
por una cueva, el corazón le dio un vuelco de alegría: ahí estaba nada menos que el alcázar
con el que había soñado. Abrió las puertas un venerable anciano al que reconoció
inmediatamente: era Montesinos.
-¿Me dejarás pasar? -preguntó don Quijote.
-Yo sí, de mil amores -contestó Montesinos con aire dudoso-, pero como tienes el hábito de
desvanecerte cada vez que voy a invitarte…
FIN

La muerte
[Minicuento - Texto completo.]

Enrique Anderson Imbert

La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida
que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la
automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
-¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha.
-Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba
la montaña.
-Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes miedo de levantar
por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
-No, no tengo miedo.
-¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
-No tengo miedo.
-¿Y si te matan?
-No tengo miedo.
-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes,
límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa-. Soy la
Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La
automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
FIN
La pierna dormida
[Minicuento - Texto completo.]

Enrique Anderson Imbert

Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto
a levantarse, se dijo: “y si dejara la izquierda aquí?” Meditó un instante. “No, imposible; si
echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también la izquierda, que lleva pegada.
¡Ea! Hagamos la prueba.”
Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió
dormida sobre las sabanas.
FIN

Tabú
[Minicuento - Texto completo.]

Enrique Anderson Imbert

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:


-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
-¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.
Y muere.
FIN

Cuento de horror
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi
La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió
matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de
matrimonio. Se lo dijo:
-Thaddeus, voy a matarte.
-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.
-¿Cuándo he bromeado yo?
-Nunca, es verdad.
-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.
-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la
comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera,
aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata,
conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito.
Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció.
Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser
una asesina.
FIN

Cuento policial
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante
de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una
mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer.
Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa,
aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna
sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar
y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler,
pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana
siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad
policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el
que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos
verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
FIN

Dulcinea del Toboso


[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y de
Francisca Nogales. Como hubiese leído novelas de caballería, porque era muy alfabeta, acabó
perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las
gentes se arrodillasen y le besaran la mano, se creía joven y hermosa pero tenía treinta años
y pozos de viruelas en la cara. Se inventó un galán a quien dio el nombre de don Quijote de
la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de lances y
aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco, para hacer méritos antes de
casarse con ella. Se pasaba todo el día asomada a la ventana aguardando el regreso de su
enamorado. Un hidalgo de los alrededores, un tal Alonso Quijano, que a pesar de las viruelas
estaba prendado de Aldonza, ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura,
montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario don Quijote.
Cuando, confiando en su ardid, fue al Toboso y se presentó delante de Dulcinea, Aldonza
Lorenzo había muerto.
FIN

El emperador de China
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más profundo del palacio


imperial, nadie se dio cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes.
El único que lo supo fue Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al
trono. No dijo nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el
imperio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado del difunto
emperador.
-¿Veis? -dijo- durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui
yo. Merezco ser el emperador.
FIN

El nunca correspondido amor de los fuertes por los


débiles
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

Hasta el fin de sus días Perseo vivió en la creencia de que era un héroe porque había matado
a la Gorgona, a aquella mujer terrible cuya mirada, si se cruzaba con la de un mortal,
convertía a este en una estatua de piedra. Pobre tonto. Lo que ocurrió fue que Medusa, en
cuanto lo vio de lejos, se enamoró de él. Nunca le había sucedido antes. Todos los que,
atraídos por su belleza, se habían acercado y la habían mirado en los ojos, quedaron
petrificados. Pero ahora Medusa, enamorada a su vez, decidió salvar a Perseo de la
petrificación. Lo quería vivo, ardiente y frágil, aun al precio de no poder mirarlo. Bajó, pues,
los párpados. Funesto
error el de esta Gorgona de ojos cerrados: Perseo se aproximará y le cortará la cabeza.
FIN

Epidemia de Dulcineas en el Toboso


[Cuento - Texto completo.]

Marco Denevi

El peligro está en que, más tarde o más temprano, la noticia llegue al Toboso.
Llegará convertida en la fantástica historia de un joven apuesto y rico que, perdidamente
enamorado de una dama tobosina, ha tenido la ocurrencia (para algunos, la locura) de hacerse
caballero andante. Las versiones, orales y disímiles, dirán que don Quijote se ha prendado de
la dama sin haberla visto sino una sola vez y desde lejos. Y que, ignorando cómo se llama,
le ha dado el nombre de Dulcinea. También dirán que en cualquier momento vendrá al
Toboso a pedir la mano de Dulcinea. Entonces las mujeres del Toboso adoptan un aire
lánguido, ademanes de princesa, expresiones soñadoras, posturas hieráticas. Se les da por
leer poemas de un romanticismo exacerbado. Si llaman a la puerta sufren un soponcio. Andan
todo el santo día vestidas de lo mejor. Bordan ajuares infinitos. Algunas aprenden a cantar o
a tocar el piano. Y todas, hasta las más feas, se miran en el espejo y hacen caras. No quieren
casarse. Rechazan ventajosas propuestas de matrimonio. Frunciendo la boca y mirando lejos,
le dicen al candidato: “Disculpe, estoy comprometida con otro”. Si sus padres les preguntan
a qué se debe esa actitud, responden: “No pretenderán que me case con un cualquiera”. Y
añaden: “Felizmente no todos los hombres son iguales”. Cuando alguien narra en su
presencia la última aventura de don Quijote, tienen crisis histéricas de hilaridad o de llanto.
Ese día no comen y esa noche no duermen. Pero el tiempo pasa, don Quijote no aparece y las
mujeres del Toboso han empezado a envejecer. Sin embargo, siguen bordando al extremo de
leer el libro de Cervantes y juzgarlo un libelo difamatorio.
FIN

Esquina peligrosa
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo,
sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y
trabajaba como dependiente de almacén.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio
estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra
había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por
torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había
trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se
conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora,
la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce
a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez
lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de
yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.
FIN
Génesis
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

Con la última guerra atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la tierra


fue como un desierto calcinado. En cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto
de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante
mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, solo sabía llorar y clamar por su padre.
Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes
como un sueño; su horror se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su
padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en
ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba que
volviese.
Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores; los
árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día,
vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su
edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó.
-Eva -contestó la joven-. ¿Y tú?
-Adán.
FIN

La hormiga
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y
con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los
hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las
nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente
a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los
hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo
Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al
exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado
los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran
Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue
una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha
desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una
mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa
amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza
a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran
Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita:
“Arriba… luz… jardín… hojas… verde… flores…” Las demás hormigas no comprenden
una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el
número 12 de la revista Szpilkiy le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)
FIN

La soledad
[Minicuento - Texto completo.]

Marco Denevi

Dispuesto a convertirse en el primer orador de la ciudad, se encerró en su casa y a solas,


durante muchos años, practicó el arte de la oratoria. Pulía cada frase, cada inflexión de la
voz, cada silencio. Ensayaba ademanes, gestos, pasos. Era capaz de repetir una y mil veces
un vocablo hasta que el sonido alcanzase la perfección. Y entretanto se negó a recibir a nadie,
a conversar con nadie. Temía que los demás le corrompiesen el estilo, le contagiasen sus
trivialidades, sus torpezas de dicción, esas rústicas modulaciones con que habla el pueblo.
Cuando, finalmente, decidió que no le quedaba nada por aprender, salió de su casa, se
encaminó al ágora y en presencia de la multitud pronunció su primer discurso. Nadie entendió
una palabra. “¿Qué idioma es ese?”, preguntaban los curiosos. Algunos se rieron, otros le
arrojaron piedras, la mayoría se fue a presenciar las exhibiciones de los cómicos.
FIN

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