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(Mito de El Cid)
Alberto Montaner Frutos
Es algo excepcional que podamos conocer con tanto detalle la vida de Rodrigo el
Campeador, y no es menos extraordinario el éxito del Cid como personaje literario.
Desde sus propios días hasta ahora mismo, su figura no ha dejado de inspirar toda
suerte de manifestaciones artísticas, literarias principalmente, pero también plásticas
y musicales, llegando en nuestros días, tanto a la gran pantalla, con la célebre
película El Cid, como a la pequeña, con la serie de dibujos animados emitida a
principios de los ochenta, Ruy, el pequeño Cid. Pero no adelantemos
acontecimientos.
Quizá resulte paradójico, pero los textos más antiguos sobre la figura de Rodrigo el
Campeador son los árabes, que (nueva paradoja) nunca se refieren a él mediante el
título de Sidi en la veintena de obras en que se lo menciona. Nada de ello debe
extrañar. En la Península Ibérica, durante la Alta Edad Media, la literatura se
cultivaba mucho más en árabe que en latín o en las lenguas romances.
Particularmente, el siglo XI es uno de sus períodos más florecientes en Alándalus,
tanto en su vertiente poética como histórica. Por lo que hace al tratamiento de Sidi,
dos razones explican su ausencia de los textos árabes: que era un término
tradicionalmente reservado a los gobernantes musulmanes y que las referencias al
Cid en ellos son ante todo negativas. Pese a reconocer alguna de sus grandes
cualidades, el Campeador era para ellos un tagiya «tirano», la‘in «maldito» e incluso
kalb ala‘du «perro enemigo», y si escriben sobre él es por el gran impacto que causó
en su momento la pérdida de Valencia. En tales circunstancias, ya es asombroso que
Ben Bassam en la tercera parte de su Dajira o Tesoro (escrita hacia 1110) dijese de él
que «era este infortunio [es decir, Rodrigo] en su época, por la práctica de la
destreza, por la suma de su resolución y por el extremo de su intrepidez, uno de los
grandes prodigios de Dios», si bien «prodigio» aquí no se toma del todo en buena
parte. […]
Los textos latinos dieron carta de naturaleza literaria al personaje del Cid, pero
serían las obras vernáculas las que lo consagrarían definitivamente, proyectándolo
hacia el futuro. El núcleo fundacional de dicha producción lo forman los cantares de
gesta del ciclo cidiano. Se trata básicamente de tres poemas épicos (algunos con
varias versiones) que determinarán de ahí en adelante otros tantos bloques
temáticos: las Mocedades de Rodrigo, que cuentan una versión completamente
ficticia de su matrimonio con doña Jimena (tras haber matado en duelo a su padre) y
sus hazañas juveniles (que incluyen una invasión de Francia); el Cantar de Sancho II,
en el que se narra el cerco de Zamora y la muerte de don Sancho a manos de Bellido
Dolfos, y el Cantar de Mío Cid. El más antiguo y el principal es éste último, redactado
hacia 1200; le siguen el Cantar de Sancho II, que se compuso seguramente en el siglo
XIII y se conoce sólo de forma indirecta, y las Mocedades de Rodrigo, que
presentaron una primera versión (hoy perdida) en torno a 1300 y otra (que sí ha
llegado hasta nosotros) de mediados del siglo XIV. […]
EL ROMANCERO
Los temas cidianos recogidos por las crónicas y por el romancero pasaron a través de
ellos a la literatura del Siglo de Oro. A mediados del siglo XVI, el argumento cidiano
fue desarrollado en una extensa epopeya, un poema narrativo en octavas reales en el
típico estilo de la épica renacentista, pero con un fuerte tono moralizante: Los
famosos y heroicos hechos del Cid Ruy Díaz de Vivar, de Diego Ximénez de Ayllón,
publicados en Amberes en 1568 y reimpreso en Alcalá en 1579. Sin embargo, el
género donde las proezas del Cid alcanzarían mayor desarrollo y altura literaria sería
en el teatro. Fue Juan de la Cueva, pionero en la adopción para la escena de los viejos
motivos épicos españoles, quien primeramente compuso un drama sobre el Cid, La
muerte del rey don Sancho (estrenada en Sevilla en 1579), en que recrea el tema del
cerco de Zamora y sigue de cerca los romances sobre el mismo, a veces de modo casi
literal, lo que se hará una costumbre en el teatro de la época. Ya en el siglo XVII,
período de auge de la comedia nueva, se dedican al tema de las guerras entre don
Sancho y sus hermanos la Comedia segunda de las Mocedades del Cid, también
conocida como Las Hazañas del Cid (impresa en 1618) de Guillén de Castro (centrada
en el cerco de Zamora) o En las almenas de Toro (publicada en 1620) de Lope de
Vega, entre otros. También el tema de Valencia halla cierta traducción dramática en
Las hazañas del Cid anónimas, aparecidas en 1603 y en El cobarde más valiente, de
Tirso de Molina. […]
EL SIGLO XVIII
El siglo XVIII no fue muy proclive a los asuntos de nuestro personaje. Entre las
escasas obras cidianas del período pueden citarse las célebres quintillas de la Fiesta
de toros en Madrid, de Nicolás Fernández de Moratín, en las que el Cid se presenta
de improviso en una fiesta mora y deja a todos boquiabiertos con sus habilidades
como rejoneador. También puede recordarse la Historia del Cid (París, 1783), una
adaptación francesa anónima en prosa de los romances sobre el héroe castellano,
con influjos de Corneille, que sería parcialmente traducida al alemán en 1792 como
Historia romántica del Cid. Sin embargo, a finales de siglo se produce un hecho
fundamental para la evolución de la materia cidiana. En 1779, el erudito bibliotecario
Tomás Antonio Sánchez publica la primera edición del Cantar de Mío Cid, en su
trascendental Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, que supuso la
recuperación para los lectores modernos de la tradición poética medieval. A partir de
este momento, el Cantar será objeto de la atención de los filólogos, pero además
pasará a ocupar entre los literatos el lugar privilegiado que las crónicas y romances
habían desempeñado hasta entonces como fuente de inspiración sobre el Cid.
EL CID EN EL SIGLO XX
Si los inicios del siglo XX fueron propicios al cultivo de los temas cidianos, el resto
del siglo no ha desmentido ese impulso inicial. En el ámbito de la narrativa, puede
destacarse el singular Mío Cid Campeador (1929) del poeta creacionista chileno
Vicente Huidobro, que ofrece una obra vanguardista en la que adereza la vieja
tradición argumental tanto con elementos paródicos como con datos rigurosamente
históricos (obsérvese que ese mismo año publicó Ramón Menéndez Pidal su
monumental estudio La España del Cid). En cambio, María Teresa León adopta la
perspectiva de la mujer del héroe en Doña Jimena Díaz de Vivar. Gran señora de
todos los deberes (1968). También el teatro se ha ocupado de nuevo del Cid,
retomándolo en clave de conflicto existencial, como se advierte en El amor es un
potro desbocado (1959), de Luis Escobar, que desarrolla el amor de Rodrigo y Jimena,
y en Anillos para una dama (1973), de Antonio Gala, en el que Jimena, muerto el Cid,
debe renunciar a su auténtica voluntad para mantener su papel como viuda del
héroe. No obstante la vitalidad del argumento, en parte de estas manifestaciones el
tema no deja de tener cierto tono epigónico, de etapa final. Será, en cambio, a través
de los nuevos medios como la figura del héroe logre una renovada difusión.
En esta línea hay que situar la conocida película El Cid (1961), una auténtica
«epopeya cinematográfica» de tres horas de duración, dirigida por Anthony Mann y
protagonizada por Charlton Heston en el papel del Cid y Sofía Loren en el de doña
Jimena. Al año siguiente se rodó, bajo la dirección de Miguel Iglesias, la
coproducción hispano-italiana Las hijas del Cid, pero, frente a la estilización
argumental de que hace gala la película americana, ésta resulta una burda
adaptación de la parte final del Cantar de Mío Cid. En el terreno de la historieta
visual (llámese cómic o tebeo) destaca la labor pionera, a finales de los setenta, de
Antonio Hernández Palacios, con El Cid, aparecido por entregas en la revista Trinca
y luego publicado en álbumes en color. Una versión más netamente infantil produjo
la compañía Walt Disney en 1984, con El Cid Campeador, en el que nada menos que
el pato Donald (trasladado por una máquina del tiempo) sirve de testigo y narrador a
las andanzas de Rodrigo. Pocos años antes, como ya he dicho, se había realizado
Ruy, el pequeño Cid, una serie de dibujos animados en que, siguiendo una técnica
que más tarde Steven Spielberg aplicaría a los célebres personajes de la Warner
(Buggs Bunny y compañía), se mostraba en su infancia a los principales personajes
de la acción (Ruy, Jimena, Minaya), en este caso como niños que apuntaban ya las
actitudes que luego los caracterizarían de mayores, aunque viviendo sus propias
aventuras en las cercanías de San Pedro de Cardeña.
Si el siglo XX se inició con la plena vigencia de la historia del Cid, a su final las cosas
no habían cambiado mucho. Eran numerosas ediciones disponibles de las obras
clásicas sobre el héroe (especialmente el Cantar de Mío Cid, Las mocedades del Cid de
Guillén de Castro o El Cid de Corneille), la película de Anthony Mann resultaba
fácilmente accesible en vídeo (y ahora en DVD) y el personaje seguía siendo
plenamente popular, a lo que contribuyó la celebración del centenario de su muerte
en 1999. Buena muestra de ese permanente interés por el famoso guerrero del siglo
XI es que en ese mismo año el grupo riojano de rock Tierra Santa grabase un disco
compacto cuyo tema principal, Legendario, se refiere al héroe burgalés, o que en el
año 2000, al concluir el siglo y el milenio, la biografía novelada El Cid de José Luis
Corral alcanzase las listas de libros más vendidos al poco de aparecer. De igual
modo, el largometraje español de dibujos animados El Cid, la leyenda, premiado con
el Goya 2004 a la mejor película de animación, dejó patente, con su éxito de crítica y
público, la perfecta vitalidad de la que goza la figura del héroe en los umbrales del
tercer milenio.