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TEMA 10: EL ARTE GRIEGO EN EL PERÍODO ARCAICO.

10.1 LA GESTACIÓN DEL ARTE GRIEGO. ARQUITECTURA.


Técnicas constructivas y materiales.

La técnica de construcción es sumamente pobre en todo el período; hasta inicios del arcaísmo, a fines
del siglo VII, en el continente no se utilizará la piedra más que para el zócalo de los muros, y aún así, tan sólo
para una hilada o dos, en bloque irregulares unidos con barro y cascajo. Encima de este somero murete se
levantan las paredes, hechas mediante un armazón de postes relleno con adobes recubiertos con barro; no hay ni
rastro de cualquier tipo de acabado pictórico en este enlucido. El tejado era a dos aguas, a base de ramaje, como
es típico en los países centroeuropeos, de clima mucho más lluvioso. La planta de las casas, tanto en su versión
alargada como en la reducida, suele presentar su pared posterior más o menos curvada, en forma de ábside,
debido precisamente a la disposición del tejado y a su material, ramas y arbustos entrelazados, mucho más fáciles
de construir si el remate es curvo. Con este tipo de cubierta vegetal, las casas griegas del Geométrico tienen su
entrada siempre en el lado corto, en el opuesto al ábside, y las habitaciones se disponen unas tras otras, separadas
por muros interiores transversales que difícilmente son perpendiculares a los muros largos. El aspecto general es
realmente pobre, pues los materiales empleados son perecederos y de estas casas lo único que nos queda son sus
mínimos zócalos de piedra y las huellas dejadas por los postes en el suelo, apreciables únicamente en el curso de
una meticulosa excavación arqueológica.
Los albores del templo griego en época geométrica se asociaban a construcciones de modestas
dimensiones en adobe y madera. Se atribuye a influjos de la arquitectura egipcia la definitiva monumentalidad
del templo y la sustitución de la madera por grandes sillares de piedra. Pero no es una mera imitación, sino un
proceso interno que engrandece la casa del dios como expresión colectiva de la nueva ciudad. Sin duda, el
modelo egipcio ayudó a fermentar la transformación pues ofrecía nuevas técnicas artesanales como la extracción,
traslado, tallado y pulido final de la piedra. La presencia comercial griega en el delta del Nilo desde finales del
siglo VII a.C. facilitó el encuentro con la arquitectura faraónica. La sucesión de columnas de los templos
egipcios, estimularía esa impresión de solidez y monumentalidad que recoge luego la columnata dórica. Su fuste
estriado, con un diámetro que decrece en altura y un sencillo capitel con ábaco sosteniendo el entablamento, es
uno de los rasgos esenciales que comparte el templo dórico con el egipcio.

La aparición de los órdenes arquitectónicos.

Hacia el 600 a.C. el orden dórico está perfectamente definido en Grecia. El núcleo central del templo lo
constituye una habitación rectangular (naos o cella) precedida de un vestíbulo columnado o antecámara (pronaos)
y con una habitación trasera (opisthodomos) que podía servir para guardar ofrendas y objetos de culto, o bien,
como un falso pórtico posterior. Las columnas sostienen arquitrabe, friso y cornisa. El friso, dividido
regularmente en triglifos y metopas, acentúa el ritmo entre columnas e intercolumnios, entre soportes y vanos.
La cornisa se cubría con tejas en terracota vivamente decoradas. Esta estructura clara y de líneas sencillas está
presente ya, en torno al 600 a.C., en el templo de Hera en Olimpia o en el de Artemio de Corfú y se mantiene en
sus rasgos esenciales a lo largo de todo el arte griego. Variarán las proporciones al buscarse diversos efectos
armoniosos. Las diferentes dimensiones de los templos, exigencia de quienes los encargan, representan un simple
problema de escala que obliga a variar el número de columnas. Su mayor o menor altura estará a su vez en
relación con el diámetro de los fustes, es decir, con la tectónica del edificio. Demanda y proporción, exigencia
política y número, condicionan las diversas combinaciones en la secuencia visual del templo dórico, dentro de su
escueta sobriedad.
El orden dórico, surgido en el Peloponeso, se extiende por el continente griego (Corinto, Delfos,
Atenas…) y, con la expansión colonial, a las ciudades occidentales de la magna Grecia y Sicilia.
La Grecia oriental de la costa Anatolia y de las islas conocerá la expansión y monumentalidad del orden
jónico en el siglo VI a.C. La rivalidad entre las principales ciudades conlleva la grandiosidad de sus templos. En
la isla de Samos, los arquitectos Roico y Teodoro construyen un templo de dimensiones colosales en honor de
Hera. El doble recinto de columnas que lo rodea –díptero- crea un bosque o laberinto en torno a la cella y es
evocación lejana de las grandes salas con columnas de los templos egipcios. Esta monumentalidad se emula en el
díptero dedicado a Apolo en Dídima, junto a Mileto, y en el Artemisia de Éfeso, con columnas sufragadas por
Creso, el riquísimo rey de la vecina Lidia que dejó grabado su nombre en algunas basas.
La columna jonia es más complicada y lujosa que la doria. Su capitel, rematado en volutas se decora
con ovas y profusión de elementos florales que evocan la refinada elegancia de la tradición oriental. En Éfeso, la
zona interior del fuste se adorna con filas de muchachas, hoplitas y caballeros en relieve que imitan las figuras
procesionales de las columnas egipcias y reproducen el ambiente abigarrado de las entradas de los palacios
orientales cuyos zócalos se decoran con bajorrelieves.
Monumentalidad, lujo y proporciones contrastan con los postulados del cosmos u orden expuestos en
estos años por los primeros filósofos jonios, cuya voz surge entre la magnificencia y el tumulto de la fiebre
constructiva.

ORDEN DORICO ORDEN JONICO

Los primeros templos.

El nuevo templo se hizo conforme a un patrón muy extendido en la Grecia de fines del Geométrico, tal
como revelan los hallazgos de los Heraia de Samos, Argos y Olimpia, o los templos de Delos, Lefkandi y
Eretria, entre otros. En ellos se puede reconocer ya las características de los templos griegos arcaicos, aunque
construidos todavía con materiales perecederos, adobe y madera sobre muros bajos de piedra. Los muros largos
son paralelos y acaban rematados en antas; trazados curvos o absidiados de sus paredes terminales. En el interior,
el tejado se sustenta por medio de una hilera central de columnas de madera sobre placas de piedra.
Testimonios dispersos apuntan a pervivencias religiosas del mundo micénico. Los principales nombres
de los dioses del panteón griego son herencia inequívoca de la Edad del Bronce y ciertos lugares de culto
continúan o se recuperan en el nuevo periodo.
Un modelo en arcilla de una tumba de Arcanes, en Creta, de en torno al año 1.000 a.C., puede
asomarnos al reencuentro de viejos lugares de culto. Dos personajes y un perro sobre el tejado de un edificio
circular espían a través de la chimenea a una divinidad sentada, con polos o gorro circular, que eleva los brazos
en el viejo gesto de epifanía.
Junto al descubrimiento de viejas tumbas micénicas a las que se ofrece culto, se recrean rituales heroicos
como en el gran edificio de Lefkandi con una gran sala central, posiblemente para banquetes funerarios, y el
enterramiento de un guerrero con cuatro caballos, que evoca funerales como los de Patroclo o Héctor descritos
en los últimos cantos de la Ilíada.
Durante mucho tiempo existiría una indefinición en los usos de los espacios sagrado y profano, entre
una simple casa y un templo. La vieja estructura del hogar micénico, el mégaron, podría estar en el origen del
templo griego. Tres rasgos irán definiendo como templo el espacio abierto de la naturaleza donde tiene lugar el
culto: el altar para los sacrificios, al aire libre; una habitación –oikos- que con el tiempo acogerá la estatua de
culto y las ofrendas pero que en un primer momento ha podido servir para comidas comunes o como albergue
colectivo; y un recinto, el témenos, que separa este lugar sagrado del exterior. Estos rasgos están presentes ya en
el edificio sacro micénico de Eleusis, en el Ática, donde siglos más tarde se establecerá el telesterion o recinto de
las iniciaciones de la diosa Deméter.
Habrá que esperar al siglo VIII a.C. para asomarnos a los primeros indicios del nuevo templo.
Suponemos que unos pequeños modelos en arcilla de edificios en madera y adobe de una sola habitación son
ofrendas votivas que reproducen el templo del dios: el de Hera Acrea en Peracora, de planta absidal o fondo
curvo; o el Hereo de Argos, de planta rectangular, techo a dos aguas muy pronunciadas y pórtico con dos
columnas in antis.
Este esquema rectangular se alarga y monumentaliza para el servicio del dios rodeándose de columnas
(peristilo), como en el primitivo templo de Hera en Samos o hekatómpedon, esto es, de cien pies de largo. La
ampliación del oikos dará, pues, origen al templo dórico extendido en Grecia a partir del siglo VII a.C.
Desde ahora, la cella o habitación del templo acogerá regularmente las imágenes de culto.
Originariamente serían de madera –xóana-, pero las más antiguas fueron realizadas con la técnica del
sphyrelaton o martilleado: grandes láminas de bronce se adaptan aun núcleo de madera a golpes de martillo
(sphyra). Con esta técnica aditiva surgen las estatuas de Apolo, Leto y Artemis del Templo de Dreros en Creta.
De este modo, los dioses se trasladan a la tierra desde las mansiones del Olimpo. La medida humana del templo
implica definitivamente el antropomorfismo. Imágenes de adorantes y dioses revestirán un mismo lenguaje a lo
largo de todo el arte griego. Siempre tendremos en la escultura religiosa un signo ambivalente: el hombre.
10.2. LAS ARTES FIGURATIVAS.
Los nuevos tipos escultóricos.

Durante el arcaísmo se definen los principales tipos de la escultura griega con fórmulas
fecundas de dilatada vida por su claridad y sencillez. Del mundo oriental proceden los principales tipos
animalísticos. Leones recostados protegen tumbas de aristócratas desde el siglo VII a.C., pues la naturaleza
poderosa del felino es símbolo inmutable e inequívoco del noble. Una fila de leones en actitud erguida vigila con
las fauces abiertas la terraza sagrada del santuario de Apolo en Delos, dios a cuyo ámbito pertenecen. El carácter
mágico de la escultura se sintetiza en animales fabulosos como la esfinge, con cabeza atenta de mujer y cuerpo
de leona alada, que corona la columna jonia dedicada por los naxios en el santuario de Delfos o en las estelas
funerarias del siglo VI en el Atica. Ser de entre dos mundos, poderoso y veloz, protege por igual el acceso al
reino de Hades –la muerte- y el espacio sagrado de los dioses.
También enraízan en Jonia los principales tipos escultóricos humanos. Las tres principales formas de
presentar la actitud del hombre noble se recogen en el grupo esculpido por Geneleo a mediados del siglo VI a.C.
para el santuario de Hera en Samos. Seis miembros de un grupo familiar se disponen ante el visitante sobre un
largo pedestal en diversas expresiones de dignidad y edad: en un extremo el dedicante, recostado; en el opuesto,
la figura sedente sobre un trono, la señora; y en tres ambos, cuatro jóvenes de pie –tres muchachas y un varón-
recogiendo levemente con la mano los pliegues de las túnicas, expresión del ocio del noble.
El l tipo de figura femenina de pie, llamada kore o muchacha, tiene una historia anterior. Las primeras
damas, casi bidimensionales, recuerdan las placas en terracota de Astarté del primer orientalizante. Sin embargo,
ahora se visten completamente de acuerdo con el pudor que acompaña a la mujer en Grecia. El movimiento,
estímulo hacia la tercera dimensión, queda limitado aquí por la atadura del vestido. La temprana y colosal Kore
de Nicandra (h. 640 a.C.), ofrecida en Delos por la esposa de noble linaje que refiere la inscripción, se muestra
rígida y frontal, con ambas manos pegadas al cuerpo. Se ha comparado a los xóana o imágenes en madera
coetáneas, de formas rudimentarias. Pero la Dama de Auxerre, algo posterior, gira ya su mano derecha sobre el
pecho en actitud de recogimiento y pudor.
Las manos que sujetan los pliegues del vestido u ofrecen un fruto o una flor posibilitan en movimiento
recatado de las korai. Son su insinuación. El gesto de la ofrenda introduce el diálogo e intercambio sensual de la
estatua femenina con el espectador. Este podrá ser un dios ante el que aquélla se presenta, como en el caso de las
korai del entorno de Atenea en la Acrópolis de Atenas; o podrá ser el visitante que contempla la estatua
funeraria de un aristócrata. Así la policromada Frasiclea, en el Atica, a quien los dioses, dice el epigrama de su
base, concedieron eterna juventud en lugar del matrimonio. Son estatuas “de hermosa contemplación”. La
disposición de los vestidos festivos y sus colores vivos multiplican las formas de los reclamos de belleza: el
peplo, severo y vertical, ceñido a la cintura y con amplia caída sobre el pecho; la túnica de lino, de finos
pliegues, recogida bajo el manto sesgado. La sonrisa, que transparenta el encanto del noble, se torna seriedad e
inferioridad en las korai más tardías, ya a finales del siglo VI: un futuro señuelo de seducción.
Al tipo masculino desnudo, con la pierna izquierda adelantada y los brazos pegados al cuerpo con los
puños cerrados, se le llama kouros, muchacho. La monumentalidad del tipo, su concepción cúbica y
estrictamente frontal apuntan a influjos egipcios que los griegos han podido conocer en los años de intensos
contactos con la tierra del Nilo. Pero hay diferencias fundamentales. Los prototipos egipcios visten faldellín corto
y les retiene al suelo un pilar dorsal. Los kouroi, liberados de ataduras, avanzan. Los primeros kouroi, de
dimensiones sobrehumanas –el Apolo colosal de Delos, el joven de Cabo Sunion o el kouros funerario de Nueva
York, de en torno al año 600 a.C.- poseen el carácter demónico de una escultura capaz de actuar por sí misma,
cualidad mágica de la temprana imagen griega. Son edificios humanos en movimiento. Frente al pretendido
naturalismo egipcio, los kouroi griegos filtran los rasgos anatómicos de la musculatura a través del concepto
geométrico de la ornamentación: el trapecio resaltado de las rótulas, los límites de la caja torácica con las
costillas incisas, la doble voluta de las orejas, o la masa de largos cabellos tallados rizo a rizo. Con el tiempo, los
kouroi perderán grandiosidad y se acercarán paulatinamente al hombre bello. La originaria adicción de elementos
se armoniza en un cuerpo gobernado ya unitariamente, capaz de controlar los miembros dispersos: brazos,
piernas, tronco, rostro. Así, en la Estatua funeraria de Aristódico, un joven noble enterrado en el campo de
Ática hacia el año 510 a.C. La larga cabellera deja aquí paso a la moda del peinado corto, más práctica para un
atleta. Y la sonrisa arcaica, expresión de vida, es ahora seriedad: se inicia la búsqueda de la interioridad humana.
La prosecución de esta tendencia nos llevará a los límites del arcaísmo. El Efebo de Critio (h.490 a.C.) anuncia
ya los albores de lo clásico. Ha perdido la frontalidad: la cabeza gira levemente. El cuerpo, apoyado sobre la
pierna izquierda, se balancea en un inicio de autodominio y libertad.
Como la kore también el kouros posee un sentido genérico y ambiguo. Es estatua de varón, andriás. Su
función es múltiple. Ellas y ellos son muchachas y muchachos en la flor de la vida, la efebía. Resultan pues,
imágenes adecuadas para representar a un dios, por ejemplo, a Atenea o a Apolo y pueden ser ofrenda agradable
a la divinidad, como el monumental kouros del santuario de Poseidón en Cabo Sunion o las korai de la Acrópolis
de Atenas que se presentan en sus vestidos festivos ante la diosa. Son también imágenes adecuadas para una
tumba. Representan al joven difunto en su plenitud vital. O es, genéricamente, símbolo identificatorio, de clase:
héroe fundador, sobrehumano, de un linaje aristocrático, de una poderosa gens o dinastía familiar. Las tensiones
sociales de la ciudad griega limitarán este uso funerario en las últimas décadas del siglo VI. La instauración de la
democracia conlleva su decadencia.
Otras fórmulas escultóricas más complejas implican una incipiente narrativa. La relación del animal con
el hombre será motivo fecundo en multitud de esculturas, como el oferente del carnero o Moscóforo, dedicado
en la Acrópolis ateniense por un tal Rombo hacia el 560 a.C. Varón y víctima comparten la sagrada seriedad del
momento. Bajo el tenue vestido trasparece el cuerpo: aquél, signo de riqueza; éste de acercamiento al dios.
El jinete y su caballo acompañan al aristócrata desde el periodo geométrico. No sabemos si el famoso
Caballero Rampin de la acrópolis de Atenas es imagen de un dios o de un noble ateniense. Se ha interpretado
como uno de los Dioscuros, las divinidades gemelas de Esparta que visitaron el Ática en señal de amistad; o
como uno de los hijos del tirano Pisístrato, propaganda sobre la sagrada Acrópolis de la familia que detenta el
poder en el Ática. Ciñe la sonriente cabeza del jinete la corona de roble de un atleta vencedor.
Las estelas funerarias destacan sus fustes alargados en los cementerios y combinan diversos símbolos
del lenguaje arcaico: la dedicación de los familiares con el recuerdo de los nombres, inscritos sobre la base; la
figura del difunto en su manifestación de belleza, en el fuste, que puede rematar un anthemion o flor, generación
perfecta de la vida; y una esfinge vigilante, con la cabeza vuelta hacia el espectador, como coronación. Ésta es la
secuencia en una estela de dos hermanos conservada en Nueva York: él muestra una granada y su frasco de
perfumes de atleta adolescente; ella, aún niña, una flor, expresión de su encanto. Más austero es el fuste,
incompleto de Aristión, “obra de Aristocles”. Un hoplita barbado camina apoyado en su lanza, ejemplo de areté o
virtud cívica. Las estelas señalan la tumba y enseñan: muestran la excelencia del difunto.

La escultura arquitectónica.

La arquitectura de los santuarios es el marco preferido de la nueva imagen. Templos y tesoros


reservan espacios destacados para la figuración del mito. El marco rectangular de las metopas en el orden dórico,
el friso corrido en el jónico y el monumental triángulo de los frontones estimulan, a la vez que condicionan, una
multiforme narrativa.
El espacio del frontón ofrece una dificultad especial pues debe solucionar la composición con figuras
cuyo tamaño decrece hacia los ángulos laterales. El frontón del Templo de Artemio en Corfú afronta el problema
utilizando escalas diferentes que aúnan función expresiva y efecto decorativo. El centro lo ocupa una
monumental Gorgona en el habitual esquema arcaico de carrera: las rodillas dobladas en ángulo recto y el torso
de frente. La horrible cabeza del monstruo ceñida de serpientes mira al espectador. Sendos leones se yerguen
heráldicos a ambos lados aludiendo a la divinidad del lugar, Artemio, “Señora de fieras”. En el mito, de la
Górgona muerta nació espontáneamente el caballo alado Pegaso y el joven Cisaor, representados ya a menor
tamaño y en síntesis temporal junto al monstruo aún vivo. Las esquinas narran inciertos episodios teogónicos. El
arcaísmo concibe el mundo y la sociedad como enfrentamiento entre opuestos, imagen que proyecta a los
remotos orígenes divinos: aquí, certámenes de dioses contra gigantes o titanes. Todo el frontón es expresión
temerosa del poder sobrehumano del mito.
Los primeros templos de la Acrópolis de Atenas decoran sus frontones con inmensos leones
desgarrando a poderosos toros sometidos.
Paulatinamente, las figuras se amoldan al espacio sin cambiar de escala. Figuras de pie ocuparán el
centro; arrodilladas o tumbadas, los ángulos. Al mismo tiempo, la temática monstruosa, que infundía temor
sagrado, se sustituye por la mítica y heroica, de lenguaje y proporción humanos, más rica narrativamente. Templo
y hombre compaginan la medida del espacio con la del mito.
La adaptación al espacio narrativo culmina en los frontones del templo de Afaya en Egina, obra maestra
del último arcaísmo.
La sucesión de metopas en los edificios dóricos permite el ensayo de programas o ciclos narrativos. Las
metopas del pequeño Tesoro de Hera, de hacia el 550 a.C., se relaciona con el mundo de la épica y con el mito
de Heracles. Son estas imágenes propaganda del gran héroe colonial griego en Occidente. El humor es
ingrediente de la narración arcaica.
La narración adquiere su esplendor máximo en el marco de estos santuarios panhelénicos como Delfos.
Arte y emulación se abren camino a lo largo de la vía sagrada que asciende serpenteante hacia la explanada
monumental Templo de Apolo. Se acumulan grupos escultóricos y tesoros, que albergan las ofrendas de las más
ricas ciudades griegas. Erigidos en agradecimiento y como diezmo del botín debido al dios, suelen conmemorar
un suceso ilustre de su historia.

La pintura sobre cerámica: del periodo geométrico al orientalizante. La cerámica.

Entre los siglos IX y VIII a.C. se desarrolla en Grecia el periodo geométrico, expresión del
renacimiento griego tras los siglos oscuros. Su manifestación más rica es la cerámica, cuyos estilos locales –
Atenas, Tebas, Corinto, Argos… - se asocian al primer florecimiento de las ciudades estado.
El arte geométrico es esencialmente decorativo. El vaso se concibe como una estructura, un edificio
articulado: panza, hombros, cuello, pie… Domina la visión analítica del cuerpo propia del lenguaje homérico o
de la temprana escultura. Estructura y decoración se complementan armónicamente. La estética geométrica es
bicroma: líneas oscuras sobre el fondo claro de la arcilla. Predomina la recta sobre la curva. La práctica totalidad
del vaso se cubre de franjas, motivos en zigzag, grecas, meandros, triángulos, esvásticas, etc. Algunos de estos
elementos podrán usarse como estilizaciones vegetales. Avanzado el periodo geométrico se introduce la
representación figurada, primero con siluetas de animales en actitudes estereotipadas (caballos parados, ciervos
paciendo, aves de largas zancas dispuestas en fila o en actitud heráldica). Finalmente, se ensaya la figura
humana. En siluetas triangulares y bidimensionales se indican los rasgos esenciales de la acción.
En el siglo VIII a.C. surgen ensayos de una temprana narrativa con escenas de combates, navales o
terrestres, de carácter heroico, que sirven de modelo y referencia al aristócrata que se entierra en los vasos. Un
taller del geométrico tardío ateniense, llamado del “Dipylon”, se especializó en la producción de piezas
monumentales con escenas complejas que ocupan la zona principal del vaso y que narran los funerales de nobles
atenienses: caballos y compañeros del difunto lamentándose junto a plañideras son signos de prestigio ante la
nueva sociedad.
Las imágenes de estos grandes vasos y el descubrimiento de las tumbas micénicas son coetáneos de los
poemas homéricos. La temprana ciudad aristocrática busca sus raíces en las hazañas de los héroes del pasado.
Tras varios siglos sin apenas testimonios iconográficos, Grecia recupera el universo de la imagen y su inmensa
capacidad narrativa.
Durante los siglos VII y VI a.C. la cerámica conquista nuevos mercados que extienden la moda del
lenguaje griego por el Mediterráneo. Diversos talleres locales estimulados por la competencia, desarrollan una
rica tradición cerámica que combina el aspecto decorativo del vaso con el creciente interés por la narración
mítica. Se atiende a dos clientes principales: al que busca en las imágenes sus raíces míticas, y al aristócrata
mediterráneo, que compra productos de lujo como perfumes o vino en envases seductores y atractivos. Formas e
imágenes invitan al gozo del adorno y la bebida.
La línea curva ganará campo a las rectas del anterior periodo geométrico. Vegetales y animales invaden
la decoración en este mundo receptivo. De oriente, tal vez con los bordados, llegan flores de loto, palmetas y
rosetas. Leones, panteras ciervos, machos cabríos alternan con animales del reino fabuloso –esfinges, sirenas o
grifos- dispuestos en filas o afrontados.
La monocromía del periodo geométrico deja paso a la policromía: púrpura y blanco enriquecen la
apariencia atractiva de los vasos. La observación de la naturaleza invita a sustituir las siluetas por contornos de
líneas que dejan reservadas las zonas más significativas de un ser vivo, como el rostro –donde se dibujará el ojo-
o las garras de un animal amenazante. Esta técnica del contorno se populariza sobre todo en vasos de Grecia
oriental, es decir, del mundo jonio.
Los talleres corintios introducen la técnica de las figuras negras, un recurso nuevo que señala, sobre la
arcilla aún blanda y mediante incisiones, los detalles interiores de cuerpos o vestidos. Los talleres occidentales y
en especial los atenienses, la adoptan enseguida. La nueva técnica permite la superposición de varias figuras y,
con ella, una mayor complejidad narrativa. Aquéllas se distinguen por el contorno grabado y, ocasionalmente, por
los diversos colores, de uso convencional (el blanco, por ejemplo para las representaciones femeninas). Los
hoplitas de la Olpe Chigi, son ejemplo magnifico de las nuevas posibilidades narrativas.
Dos concepciones coexisten en los vasos de este período. Las figuras monumentales, pobladas de seres
amenazantes, con un espíritu similar al de las tempranas esculturas, decoran con frecuencia grandes vasos
funerarios. Los diminutos frasquitos corintios de perfumes –aribalos o alabastrones- o las copas áticas de
mediados del siglo VI adoptan, en cambio, un estilo miniaturista. El estrecho labio de las copas, las bandas entre
las asas o el medallón interior reciben una diminuta iconografía cuya minuciosidad recuerda las técnicas del
grabador de gemas.
Este procedimiento permite la narración de complejos temas míticos. La famosa Crátera François de
Ergótimo y Clitias (h. 570 a.C.) enlaza la historia de los dioses –las bodas de Tetis y Peleo- con el destino de los
hombres: la guerra de Troya, la muerte de Troilo, las carreras de carros en los funerales de Patroclo, la muerte de
Aquiles, el triunfo de Teseo sobre el minotauro de Creta. La sucesión de los acontecimientos se engarza en un
ciclo de causas y efectos. Se anuncia en el mito el germen de la narración histórica.
Al igual que escultores y arquitectos, algunos ceramistas del período arcaico firman sus obras. Sófilo, el
primer artista ático de nombre conocido, trabaja en torno al 580 a.C. Medio siglo más tarde las figuras negras
alcanzan su florecimiento con artistas como Exequias o Amasis. Obra maestra de este período es la Copa de
Exequias en Munich: Diosisio navega en compañía de delfines sobre un mágico mar de vino. De cuerpo
recostado del dios brota una inmensa rama de vid que inunda el vaso.
Pocos años después unos artistas innovadores introducen en Atenas una nueva técnica, las figuras rojas.
El fondo se cubre de barniz negro, inmensamente brillante, y se reservan las figuras, antes negras, en el color
anaranjado de la arcilla. Los detalles interiores ya no se graban. Líneas negras en ligero relieve los dibujan. La
sensación visual será distinta: las figuras ganan en corporeidad y poco a poco se desechan las viejas
convenciones. Se irán abandonando los temas fabulosos y animalísiticos. Interesa cada vez más la imagen del
hombre. La gran Crátera del cáliz del pintor Eufronio, de hacia el 510 a.C., muestra la capacidad narrativa de
estos artistas. Dos hermanos alados Hypnos y Thánatos (el sueño y la muerte), recogen piadosamente en
presencia del dios Hermes y de dos guerreros el cadáver del príncipe licio Sarpedón, caído en el campo de Troya.
Lo trasladarán a su tierra de origen donde recibirá sepultura. Como en la escultura de los templos, la narración
épica ocupa el interés decorativo de la cerámica griega a medida que avanza el siglo VI.

GLOSARIO.

Arquitrabe: parte baja del entablamento que se apoya directamente sobre la columna.
Entablamento: conjunto de arquitrabe, friso y cornisa, en los órdenes clásicos.
Cornisa: parte sobresaliente superior de un entablamento.
Triglifos: = de tres puntas.
Metopas: Espacio que media entre dos triglifos en el friso clásico. Generalmente es cuadrado y se adorna con
rosas, bucráneos, etc. Puede ser de piedra, mármol o terracota.
Díptero: Rodeado de doble fila de columnas. Las dos filas deben distar un intercolumbio.
Hoplitas: Soldado griego de infantería armado pesadamente.
Aríbalos: Vaso globular o en forma de pera usado en Grecia para guardar perfumes.
In Antis: Dícese del templo clásico que tiene antas en las fachadas en lugar de columnas.
Antas: Pilastra cuadrangular que refuerza o decora el final de una pared y, especialmente, el final de los muros
que enmarcan la cella del templo, prolongados en la fachada hasta la altura de las columnas más cercanas a estas.

BIBLIOGRAFIA.

- RAMÍREZ, J. A. y otros. HISTORIA DEL ARTE. EL MUNDO ANTIGUO. Alianza Editorial. 2002.
- STORCH DE GRACIA, J. EL ARTE GRIEGO (I). HISTORIA16. 1999.
- FATAS, G. y BORRAS, G. DICCIONARIO DE TÉRMINOS DE ARTE. Alianza Editorial 2002.

* El presente tema aquí reproducido no es un resumen de ninguno de los citados libros sino una recopilación “literal” de sus
contenidos, para adecuar este a los exigidos en la Guía didáctica de Historia del Arte Antiguo de 1º de Historia de la UNED. (Ojalá
yo escribiera tan bien).
También el tema 9, compartido en el foro virtual de la asignatura tiene la misma consideración.

María Villa Díaz

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