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Se ha hablado ya del mal radical o del mal absoluto que condujo a que pasara lo que no
habría debido suceder, aquello con lo que no podemos reconciliarnos ni podemos pasar de
largo en silencio. Este tema lo había planteado previamente la autora que nos ocupa en
la obra que le dio fama, Los orígenes del totalitarismo (1951). En ella analizó el fenómeno
del totalitarismo como algo novedoso del s. XX en la medida en que se basaba en una
forma inédita de dominación total del hombre que abarca a la condición humana en su
conjunto, y que, como nueva forma de dominación, no reconoce la propia humanidad de
los hombres y de su mundo. Y eso no se había dado en ninguna otra forma de tiranía o de
dictadura, cuyos objetivos eran la persecución de las libertades civiles y políticas, y que una
vez conseguidos los objetivos, consolidado el régimen y controlada la oposición, trataban
simplemente de mantenerse.
Esa terrible novedad del totalitarismo que supuso una ruptura total con
nuestras tradiciones, acabó con nuestros criterios de juicio moral, ético, político y jurídico; y
las categorías con las que pensábamos -como gobierno legal o ilegal, poder legítimo o
arbitrario- quedaban destrozadas. Habíamos recibido “una herencia sin testamento” en la
medida en que el totalitarismo había supuesto la pérdida de lo político, y con ello, la pérdida
de lo humano.
La obra Los orígenes del totalitarismo tiene tres partes en las que se analizan el
antisemitismo, el imperialismo y finalmente el totalitarismo, del que, según nuestra autora,
se habían dado dos manifestaciones: el nazismo y el estalinismo (afirmación harto
polémica en su época). Veamos ahora los elementos (alguno de ellos pueden hallarse en
el XVIII) cuya confluencia nos ayuda a comprender la “cristalización” del totalitarismo; y
decimos elementos y no causas, pues recordemos, por un lado, que no hay determinismo
en las acciones humanas, luego tampoco en la historia; y, por otro lado, añadamos que no
existe tampoco “esencia” de totalitarismo antes de aparecer; y apuntemos finalmente que
para Arendt el acontecimiento del totalitarismo es mayor que los elementos que lo
componen. Así pues los elementos que confluyen son el antisemitismo, la decadencia del
estado-nación, el racismo y su concepto limitador de humanidad, el expansionismo propio
de los imperialismos, la alianza entre el capital y la plebe, las masas.
En cuanto al imperialismo, Arendt lo presenta como la acción política del Estado movida
por motivos económicos relacionados con la emancipación de la burguesía que pugna con
las monarquías existentes para invertir los capitales excedentes en otros territorios; pero,
según nuestra autora, los estados-nación europeos del XIX no eran adecuados a esa
expansión en la medida en que se asentaban en la legitimidad de una ley común que
reconocía tácitamente una población básicamente homogénea, donde los poblaciones
ahora dominadas no encajaban; es esa tensión la que obligaba a diferenciar las
instituciones del estado colonizador de las de la nación colonizada. Esa tensión estructural
era la que daba lugar al racismo cuando se desplazaban las lealtades y los símbolos desde
la nación a la raza: desde la conciencia de pertenecer a un Estado civilizado que reconoce
leyes universales, a la conciencia de pertenecer a una raza superior. Por otra parte, durante
el XIX tampoco se llegó realmente a la homogeneización que en clave teórica legitimaba el
estado, pues las clases o sectores sociales no consiguieron una integración pacífica, luego
cada clase proyectó ese conflicto contra el propio estado alimentando así el antisemitismo
que defendía que los judíos como grupo humano impedían la integración interna del
Estado: “el antisemitismo político se desarrolló porque los judíos eran un cuerpo separado,
mientras que la discriminación social surgió a consecuencia de la creciente igualdad de los
judíos respecto de los demás grupos” (Arendt, 2009, p. 126)
La cristalización del fenómeno del totalitarismo lo convierte en un régimen que sigue leyes
suprahumanas que rigen el universo: las leyes de la Naturaleza y su desarrollo en el
fascismo, y las de la Historia y su desarrollo en el estalinismo; y por ello ambos afirman
perseguir alcanzar la Humanidad y plasmar la justicia en la tierra.
Sobre todos estos supuestos, el líder totalitario no es un tirano, sino alguien que para
seguir las leyes supremas puede saltarse las leyes positivas -que siempre quedarán en
segundo plano pues dependerán de aquéllas- y el resto de los dirigentes no serán sino
meros ejecutores. Y ahí está la clave de la dominación: una vez que los hombres han sido
desposeídos de su condición humana (no deben pensar, no deben juzgar, la ley regirá) son
ya meros instrumentos que mediante el terror se pondrán al servicio de la idea. Por ello,
los campos de concentración son un resultado lógico del gobierno totalitario, y si los que
allí se hallan son prescindibles, es lógico que sean eliminados: “La insana fabricación en
masa de cadáveres es precedida por la preparación, histórica y políticamente inteligible, de
cadáveres vivientes”
Este sistema del terror totalitario sólo puede cuajar en una sociedad en donde el hombre
viva ya de hecho aislado y haya desaparecido el valor del terreno de la política, de la esfera
de lo público y esto es lo que sucede en la sociedad moderna, como se expondrá a
continuación.
“Riera P. (2011). El pensamiento de Hannah Arendt, una visión global. IN. Revista
Electrònica d’Investigació i Innovació Educativa i Socioeducativa, V. 2, n. 2, PAGINES 75-
94. Consultado en http://www.in.uib.cat/pags/volumenes/vol2_num2/riera/index.html en
(poner fecha)”
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Analizando el libro “Los orígenes del totalitarismo”, de
Hannah Arendt
Hannah Arendt publicó por primera vez en 1951 su fantástica y extensa obra titulada “Los orígenes del
totalitarismo”. Tras la subida de Hitler al poder y el holocausto, contando también con el gobierno de Stalin
en la URSS, la necesidad de explicar el porqué de lo que había pasado se tornaba muy necesario, sobre todo
para los científicos sociales. Aunque Arendt habla también del bolchevismo como totalitarismo, es su análisis
pormenorizado del nazismo lo que más caracteriza su ensayo. Para profundizar en las raíces del fenómeno nazi
-que siempre supuso la incógnita de cómo uno de los pueblos más cultos y civilizados de Europa apoyó en
masa ese trágico suceso de nuestra historia-, Arendt divide su libro en tres grandes áreas. A saber:
· El antisemitismo.
· El imperialismo.
· El totalitarismo.
El antisemitismo era algo muy enraizado en determinados círculos europeos. La autora nos habla de la
idiosincrasia del pueblo judío como un grupo de gente de carácter internacional, que, sin tener patria común ni
país, aprendieron a sobrevivir allá donde estuvieran. A pesar de que los banqueros judíos habían prestado
dinero a distintos estados, el auge del antisemitismo nazi se dio cuando este poder era más débil. Aun así,
mucha gente identificó a los judíos como una clase que hacía dinero sin ser productiva -algo muy ligado a las
finanzas- y, por lo tanto, de ser el apoyo de los distintos estados a abatir. Mientras que el marxismo planteaba
la dialéctica como lucha de clases, la llamada por Arendt “alizanza entre la burguesía y el populacho”, basada
en los desheredados y frustrados de la primera guerra mundial y de la crisis de Weimar unidos a la burguesía,
canalizaron su odio hacia un enemigo históricamente vilipendiado: el judío. El antisemitismo negaba la lucha de
clases y elevaba la lucha racial a elementos místicos.
En la sección titulada “Imperialismo” se destaca un elemento importante: el desastre humano que conllevó la
expansión de las potencias occidentales hacia otros países. El genocidio del colonialismo, provocado por una
necesidad de expansión de las empresas del primer mundo -con excedente de mano de obra y capital que le
era inherente-, necesitaba una ideología que lo justificara de cara al exterior. El racismo se construyó como algo
necesario para justificar el genocidio. Si unimos ese carácter ideológico al anterior antisemitismo, tenemos dos
rasgos muy básicos y característicos de lo que fueron los fascismos.
Según “las normas burguesas, aquellos que son completamente desafortunados y los que son derrotados son
automáticamente eliminados de la competición que es la vida de la sociedad”. Esos “sobrantes”, o gente
superflua, es el grupo principal que se aglutinó alrededor del totalitarismo. La guerra de todos contra todos,
expuesta con nitidez en el pensamiento político de Hobbes, se convertía en un aliado ideológico para el
imperialismo. Si toda persona tiene sed de poder, solo un estado absolutista puede mantener la paz. Este estado
de guerra permanente, de violencia permanente, de excepción permanente, se convierte en el mejor escenario
para los movimientos de masas totalitarios.
La filósofa alemana establecerá -cambiando levemente el concepto acuñado por Lenin- que el
imperialismo “debe ser considerado como primera fase de la dominación política de la burguesía más
que como la fase superior del capitalismo”. Aunque también establece que fue el miedo al colapso
económico, debido a las limitaciones del capitalismo nacional, lo que llevó a la burguesía a buscar nuevos
mercados. Pero la búsqueda de nuevos mercados se llevó a cabo por fases: en primer lugar debía salir el
capital sobrante, que fue lo primero que se exportó. Los propietarios de este capital superfluo eran los primeros
en querer ganar dinero sin capitanear ninguna función social.
Dicho capital unido a aquellos “desechos humanos” que provoca toda crisis se sumó, y “comenzó su
sorprendente carrera produciendo los bienes más superfluos e irreales”.
Esa alianza entre el populacho y el capital era algo impensable para el análisis marxista. Para Marx, la
lucha de clases era el motor de la historia. Las masas debían de oponerse a sus opresores, así que ese matiz
del imperialismo de dividir el mundo en razas superiores en inferiores y sus ansias de dominar el mundo, uniendo
así al populacho, fueron en principio ignorados. Hannah Arendtdefinirá al populacho como aquel grupo de
personas que “no podía ser identificado con la creciente clase trabajadora industrial y, desde luego, no con el
pueblo en su conjunto, sino que estaba compuesto realmente por los desechos de todas las clases”. No sólo
desecho, sino que “también el subproducto de la sociedad burguesa, directamente originado por ésta y por ello
nunca completamente separable de ella".
En el libro hay un párrafo que es, sin duda, uno de los que más me ha interesado. Cito textualmente (pág. 255):
“porque una ideología difiere de una simple opinión en que afirma poseer, o bien la clave de la historia,
o bien la solución de todos los enigmas del universo o el íntimo conocimiento de las leyes universales
ocultas que, se supone, gobiernan a la naturaleza o al hombre. Pocas ideologías han ganado la suficiente
importancia como para sobrevivir a la dura lucha competitiva de la persuasión y sólo dos han llegado a la cima
y han derrotado esencialmente a las demás: las ideologías que interpretan a la historia como una lucha
económica de clases y la que interpreta a la historia como una lucha natural de razas”. La ideología, por tanto,
surge como arma política, no como elemento puramente teórico.
Para seguir entendiendo el imperialismo, hay que comentar la existencia de los llamados panmovimientos, los
nacionalismos y los tribalismos. Los panmovimientos -en los que el pangermanismo se encontraría situado-
predicaban el origen divino del propio pueblo contra la esencia judeo-cristiana del origen divino del hombre. Por
lo tanto, despreciará al individualismo liberal y, por extensión, el ideal de humanidad y de dignidad del hombre.
En “Totalitarismo”, Hannah Arendt sigue estudiando el fenómeno del totalitarismo, esta vez como movimiento
social. Para la autora, tanto Hitler como Stalin pudieron llevar a cabo su programa de gobierno, debido, entre
otras circunstancias, al apoyo de las masas. Los movimientos totalitarios lo que pretenden es organizar a las
masas, no a las clases sociales. Pero estos movimientos totalitarios movilizaban, sobre todo a través de la
afiliación, a personas aparentemente “despolitizadas”, personas que, anteriormente, no pertenecían a ningún
partido. Como dice Arendt, los movimientos totalitarios rompieron dos espejismos de los países gobernados
democráticamente
· Creer que el pueblo en su mayoría había tomado una parte activa en el gobierno y que cada
individuo simpatizaba con su propio partido o con el otro. Al contrario, los movimientos mostraron que las
masas políticamente neutrales e indiferentes podían ser fácilmente mayoría.
Es el aislamiento lo que caracteriza al hombre-masa, y la familia totalitaria del partido es la que le da cobijo.
Como establece la autora, “el primitivo partido de Hitler, casi exclusivamente integrado por desgraciados,
fracasados y aventureros, representaba, desde luego, a los bohemios armados, que eran sólo el reverso de la
sociedad burguesa” (pág. 446).
Para ir concluyendo esta extensa entrada sobre la obra de Hannah Arendt, me interesa hacer hincapié en
el concepto de dominación. El verdadero objetivo del totalitarismo no es solamente gobernar, sino dominar
cada aspecto de la vida de los individuos, eliminando así su libertad y su espontaneidad.
Para ello, sumará al estado y a su maquinaria policial todo el efecto de la ideología y de la propaganda, creando
así una estructura basada -tal y como comentaba antes- en el terror. Quizás sea esto, el terror y la dominación,
lo que caracteriza más a la experiencia totalitaria que presidió el siglo XX que cualquier otra característica. No
se trataba de eliminar físicamente a humanos, se trataba de eliminar “su espíritu”.
LA EDAD DE ORO DE LA SEGURIDAD Sólo dos décadas separaron el declive temporal de los
movimientos antisemitas del estallido de la primera guerra mundial. Este período ha sido
adecuadamente descrito como una «Edad de Oro de la seguridad»60, porque sólo unos pocos de
los que entonces vivían advertían la debilidad inherente a esta estructura política, evidentemente
anticuada, que, a pesar de todas las profecías de ruina inminente, continuaba funcionando con
bastardo esplendor y con inexplicable y monótona tozudez. Codo con codo, y aparentemente con
igual estabilidad, un anacrónico despotismo en Rusia, una corrompida burocracia en Austria, un
estúpido militarismo en Alemania y una mezquina República en continua crisis en Francia, todos
bajo la sombra de la potencia mundial del Imperio británico, consiguieron mantenerse. Ninguno
de estos Gobiernos era especialmente popular, y todos se enfrentaban con una creciente
oposición interior; pero en parte alguna parecía existir una seria voluntad política de lograr un
cambio radical en las condiciones políticas. Europa estaba demasiado ocupada en la expansión
económica para que cualquier nación o cualquier estrato social se tomaran en serio las cuestiones
políticas. Todo podía seguir adelante, porque nadie se preocupaba. O, según las penetrantes
palabras de Chesterton, «todo está prolongando su existencia negando que exista».61 El enorme
crecimiento de la capacidad industrial y económica produjo un firme debilitamiento
LOS HECHOS DEL CASO Sucedió en Francia a finales del año 1894. Alfred Dreyfus, un oficial judío
del Estado Mayor francés, fue acusado y condenado por espionaje en favor de Alemania. El
veredicto, deportación perpetua a la isla del Diablo, fue unánime. El proceso se desarrolló a puerta
cerrada. Del sumario, supuestamente voluminoso, de la acusación sólo llegó a conocer el llamado
bordereau.
LA EMANCIPACION POLITICA DE LA BURGUESIA Las tres décadas que median entre 1884 y 1914
separan al siglo XIX, que acabó con la rebatiña por África y el nacimiento de los panmovimientos,
del siglo XX, que comenzó con la primera guerra mundial. Este es el período del imperialismo, con
su inmóvil sosiego en Europa y su vertiginoso desarrollo en Asia y en África1 . Algunos de los
aspectos fundamentales de esta época parecen tan próximos al fenómeno totalitario del siglo XX,
que puede resultar justificable considerar a todo el período como una fase preparatoria de las
subsiguientes catástrofes