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El amor juvenil

CARLOS GURMÉNDEZ
6 MAR 1990

Los jóvenes, con tremenda audacia, se sumergen en el mar de su íntima realidad


oscura sin ahogarse nunca, pero no es para yacer ahí ni dormirse en el letargo de la
tristeza. Dentro del yo cerrado, y en continua vuelta sobre sí mismos, crean las
condiciones de la posibilidad de su amor juvenil. A esta pasión pura, Kant la
denomina empatía. El joven, pues, va configurando su amor puro, desinteresado,
ajeno a criaturas concretas. Sin embargo, Kant sostiene que no existe una pasión
totalmente pura, porque todas ellas están dirigidas a la búsqueda de algo que, por
deseado, es valioso. Asombrosamente, el amor juvenil es una armoniosa
conciliación o síntesis de la pasión pura solitaria, creadora, y la pasión impura,
ardorosa, posesiva. En la subjetividad reclusa, el joven comienza idealmente el gran
viaje hacia el otro. Es allí, en ese hontanar interior, donde fragua la idea sobre la
figura perfecta, mediante una, reflexión, un unilateralismo apasionado. Por
intrínseca necesidad, el joven es el más metafísico de todos los seres, un especulador
incesante, que el psicólogo Vigotski describe como "un vivir para sí". El amor que
concibe, ajeno al cuerpo y al deseo, es una satisfacción interior del sentimiento puro,
como el que experimentan los protagonistas de La porte étroite, de André Gide.La
etapa de la ensoñación íntima finaliza al crear el joven un proyecto amoroso
definido, concreto, que se lanzará a buscar afanosamente por los caminos de la vida.
Cegado por la idea platónica que tiene en mente, cometerá errores, torpezas, pues la
dispersión y movilidad son propias de la agitación amorosa que vive. En general,
estas primeras experiencias son decepcionantes por exigentes, ya que espera que el
otro encarne y se adapte a los imperativos ideales de su yo. Y estalla el drama del
amor juvenil: por una parte, se empeña en encontrar la realidad exacta de su figura
ideal y que no acierta a descubrir, y de otra, sueña el amor al que aspira
desesperadamente. De esta contradicción nace el ansia amorosa, hambre
avasalladora de vivir el amor. Esta ansiedad inserta al joven en la vida, es su
integración desordenada y dolorosa en la sociedad.

A la concentración y repliegue en sí le sucede la expansión activa, multiplicándose


en afanes caóticos. Ya no es el programador ideal, y quiere, busca concretamente.
No puede esperar, como el joven danés Malte Lauridde Brigge, desde la ventana de
un hotel de París, el sereno y consolador advenimiento del amor. En realidad, el
amante juvenil no quiere ser amado, sino amar sucesivamente, sin detenerse en la
ternura apacible, buscándose a través de distintos objetos amorosos, ya sean
imaginados o reales.

El joven ansioso vive sus amores como si fuesen fragmentos de una melodía apenas
iniciada que, al interrumpirse bruscamente por el fracaso, provocan una ansiedad
aún mayor. La insatisfacción que sufre el joven la define Locke con la
palabra uneasiness, estado desabrido y carencia de tranquilidad. La ansiedad se
genera de esta desazón íntima que experimenta con mayor fuerza el joven, porque
está rico de deseos incompletos. Explica Leibnitz que la inquietud expresa la
característica de un ser que busca un objeto que necesita vitalmente, pero, al no
lograr la posesión plena, permanece en un estado de tendencia que no llega a
ninguna parte.

El amor juvenil tropieza con la misma problemática inmanente al ansioso, pues,


sabiendo lo que busca, no acierta a percibirlo. Abraza una criatura, siempre la
protagonista de su idea, pero no logra descubrir la persona real y concreta que ama.
Claro que, como el joven no pretende conocerla ni le importa, es natural que sufra
fracasos múltiples en sus aventuras amorosas. Sin embargo, y pese a su fugacidad,
estas experiencias le van obligando a objetivar su búsqueda, y de la errabunda y
múltiple ansia se percata que debe concentrarse en una sola, única. Pero el drama de
esta ansiedad consiste en que al joven, en el decurso de sus tentativas amorosas, se
le ha ido borrando de la mente la imagen ideal creada. Desde este momento, sólo la
presencia de una criatura le descubrirá lo que busca realmente.

El encuentro con ella o con él es el hallazgo, un fortuito y azaroso acontecimiento.


Entonces, en lo que se empeñará el amante juvenil es en lograr integrarse, unirse con
el otro, para dejar de ansiar. Sin embargo, la misma ansiedad le impide entregarse
totalmente. La posesión siempre posible, esperada y nunca realizada plenamente,
lleva la ansiedad al paroxismo subjetivo, pero a la vez demuestra la capacidad de
donación del joven, su torrente de energía interior.

La pureza ideal del amor juvenil coexiste con un deseo ardiente, imperativo, que no
cesa de desear. Como dice justamente el profesor Ignacio Izuzquiza, en su hermosa
obra sobre Bergson: "El deseo no tiene un término definitivo, se niega a ser
cumplido y se recrea en la mera actitud de desear". De aquí proviene la
intranquilidad erótica de los amores juveniles. Dominado por este deseo febril, el
cuerpo del otro permanece tan oscuro que no lo percibe jamás como una realidad
independiente ni un ser por sí mismo; es tan sólo un mero objeto apetecible para
satisfacer el deseo cósmico que le arrastra en su fluencia incontenible. Por esta
razón, el joven no puede vivir una pasión real, que es la identificación e integración
de los cuerpos diferentes. "Amantes, vosotros que os bastáis el uno al otro", ¿tienen
pruebas de su realidad recíproca?, se interrogaba Rilke, pues el deseo vertiginoso del
joven le impide conocer, serena y concretamente, a la criatura amada.

Los jóvenes viven el amor arrastrados por los deseos múltiples de la corriente fluvial
de su sangre, que, una vez satisfechos o no, pueden caer en una profunda
melancolía. Sin embargo, los amores juveniles, aun los más decepcionantes, revelan
al joven las posibilidades infinitas de su ser. Y es entonces cuando la angustia
comienza a insinuarse en su corazón, porque la mera posibilidad le descubre también
la nada de su ser en esa etapa de la vida. Dolorosos y humillantes son los fracasos
amorosos de los jóvenes, porque evidencian su realidad incompleta.
Paradójicamente, sienten a la vez la potencialidad de su ser, su riqueza íntima, el
poder que tienen de ser todo lo que quieren y la capacidad de alcanzarlo en el ancho
horizonte sin la menor duda. Por ello, los fracasos amorosos no arredran al joven, ya
que es consciente de su energía natural y del dinámico futuro que está presente en él.
En consecuencia, el amor juvenil es una dichosa desdicha o una desdichada dicha.
Carlos Gurméndez es autor de Crítica de la pasión pura.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 6 de marzo de 1990

https://elpais.com/diario/1990/03/06/opinion/636678004_850215.html

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