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ISBN-10: 84-96173-58-5
ISBN-13: 978-84-96173-58-3
Depósito legal: M. 44.628-2006
Impreso por Fareso, S.A. Paseo de la Dirección, 5.
28039 — Madrid
Impreso en España Printed in Spain
—El valle del río era llano, adecuado para cabalgar, así
que Kelpa corría rápida como el viento. Por supuesto, no
cabalgué curso arriba, sino curso abajo del río. Recordaba
aquel nombre específico: Los Celos. Recordaba lo que
Hotsporn le había dicho a Giselher en la estación.
Comprendí por qué me había prevenido de no ir a aquel
pueblo. En Los Celos debía de haber una trampa. Cuando
Giselher menospreció la oferta de amnistía y de trabajar
para el gremio, Hotsporn le lanzó a propósito lo del
cazador de recompensas hospedado en el pueblo. Sabía que
los Ratas se tragarían aquel anzuelo, que irían allí y caerían
en el enredo. Yo tenía que llegar a Los Celos antes que
ellos, cortarles el camino, advertirles. A todos. O por lo
menos a Mistle.
—Me imagino que no tuviste éxito —murmuró
Vysogota.
—Entonces —dijo Ciri con voz sorda— pensaba que
en Los Celos les esperaba un destacamento numeroso y
armado hasta los dientes. Ni siquiera en el más loco de mis
pensamientos hubiera podido imaginar que la trampa era un
solo hombre...
Guardó silencio, contemplando la oscuridad.
—No tenía tampoco ni idea de qué tipo de hombre se
trataba.
Génesis, 9:6
Vysogota de Corvo
—¿Geralt?
—Dime.
Cahir estaba arreglando la lumbre con ayuda de un
hueso del muslo que había encontrado.
—En la mina, cuando estuvimos luchando... Me
asusté, ¿sabes?
—Lo sé.
—Por un instante parecía que habías caído en una
locura asesina. Que ya nada contaba para ti... excepto el
matar...
—Lo sé.
—Tenía miedo —terminó sereno— de que en tu
estado de amok degollaras a ese Schirrú. Y de un muerto no
podríamos sacar información.
Geralt carraspeó. El joven nilfgaardiano le gustaba
cada vez más. No sólo era valiente, sino también
inteligente.
—Hiciste bien en mandar a Angouléme que se fuera
—siguió Cahir, con sólo un leve castañeteo de dientes—.
Esto no es para muchachas... Ni siquiera para tales como
ella. Nosotros solos lo solucionaremos, nosotros dos.
Iremos detrás de los perseguidores. Pero no para matarlos
en una locura de berserk. Lo que entonces dijiste acerca de
la venganza... Geralt, incluso en la venganza tiene que haber
algún método. Atraparemos a ese medioelfo... Lo
obligaremos a que diga dónde está Ciri...
—Ciri está muerta.
—No es verdad. No creo en esa muerte... Y tú
tampoco crees. Reconócelo.
—No quiero creer.
En el exterior silbaba el viento, murmuraba la lluvia.
En la cueva se estaba confortable.
—¿Geralt?
—Dime.
—Ciri está viva. Tuve otro sueño... Cierto, algo
sucedió en el equinoccio, algo fatal... Sí, sin duda, yo
también lo sentí y lo vi... Pero ella está viva... Vive, con
toda seguridad. Démonos prisa... Pero no para ir a la
venganza y la muerte. Sino para a ir a ella.
—Sí. Sí, Cahir. Tienes razón.
—¿Y tú? ¿Ya no tienes sueños?
—Los tengo —dijo con énfasis—. Pero pocos, desde
que cruzamos el Yaruga. Y nunca los recuerdo cuando me
despierto. Algo se ha acabado dentro de mí, Cahir. Algo se
ha quemado. Algo se ha cortado...
—No importa, Geralt. Yo voy a soñar por los dos.
Physiologus
¡María! ¡María!
¡Quita de mi vista a esta monstrua jorobada! ¡No
quiero ni mirarla!
Es tan hija tuya como mía.
¿De verdad? Los niños que yo he engendrado son
normales.
Cómo te atreves... Como te atreves a sugerir...
En tu familia era en la que había elfos hechiceros.
Tú fuiste la que abortaste la primera vez. Es por eso.
Tienes la sangre y el vientre contaminados de elfo. Por
eso das a luz monstruos.
Es una pobre niña desgraciada... ¡Fue la voluntad
de los dioses! ¡Es tu hija igual que mía! ¿Qué iba a
hacer? ¿Ahogarla? ¿No atarle el ombligo? ¿Qué tengo
que hacer ahora? ¿Llevarla al bosque y dejarla allí?
¿Qué es lo que quieres de mí, por los dioses?
¡Papá! ¡Mamá!
Largo de aquí, bicho raro.
¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves apegar así a la
niña? ¡Quieto! ¿Adónde vas? ¿ Dónde? A su casa,
¿verdad? ¿A casa de ella?
Pues claro, mujer. Soy un hombre, me es lícito
sofocar mi deseo donde quiera y cuando quiera, es mi
derecho natural. Y tú me das asco. Tú y esa fruta de tu
vientre podrido. No me esperes con la cena. No volveré a
dormir.
Mamá...
¿Por qué lloras?
¿Por qué me pegas y me desprecias? Pero si he sido
buena...
¡Mamá! ¡Mamá!
—Yennefer. Despiértate.
Alzó la cabeza. Miró las manos. Tenía las dos. Enteras.
—¿Sigrdrifa? Me he dormido...
—Ven.
—¿Adonde? —susurró—. ¿Adonde esta vez?
—¿Cómo? No te entiendo. Ven. Tienes que ver esto.
Ha pasado algo... Algo extraño. Ninguna de nosotras sabe
cómo explicarlo. Y yo me lo imagino. La gracia... Sobre ti
ha caído la gracia divina, Yennefer.
—¿De qué se trata, Sigrdrifa?
—Mira.
Miró. Y lanzó un ruidoso suspiro.
Brisingamen, la joya sagrada de la Modron Freya no
colgaba ya del cuello de la diosa. Yacía a sus pies.
—Sigue, Asa.
—La maga, Guthlaf y los mencionados ocho
voluntarios subieron al. Alción y navegaron hacia el
Abismo. Nosotros, con el Tamara, nos mantuvimos a un
lado siguiendo las órdenes, pero de modo que no nos
alejáramos. Con el tiempo, que hasta entonces nos había
sido favorable, alguna diablura comenzó a pasar al pronto.
Sí, bien digo, diablura, porque alguna fuerza impura era,
yarl... Que me pasen por la quilla si miento...
—Sigue.
—Allá donde nosotros estábamos, el Tamara, se
entiende, estaba tranquilo. Aunque soplaba algo el aire y el
cielo se puso negro de las nubes, hasta que casi parecía que
el día se tornaba noche. Mas allá donde estaba el Alción, se
había abierto el mismo infierno. Un verdadero infierno...
Bonhart suspiró.
—No mires con esos ojos, Skellen —repitió—.
Simplemente quería ganar algunos dineros. Como verás, ya
va siendo hora de retirarme, de aposentarme en el balcón,
mirar a las palomas. Me dabas por la Ratilla cien florines,
la querías muerta a toda costa. Esto me hizo liarme a darle
vueltas. Y cuánto no valdrá la moza, pensé. Y me resultaba
que si se la mata o se da, la moza sería a lo más seguro
menos valiosa que si se la guarda uno. Una ley vieja de la
economía y el comercio. Las mercancías como ella suben
to el rato de precio. Podríase entonces regatear...
Antillo frunció la nariz como si algo apestara en los
alrededores.
—Eres sincero hasta no poder más, Bonhart. Pero ve
al grano, a las aclaraciones. Huyes con la muchacha por
todo Ebbing, y de pronto apareces y explicas todo con
leyes de la economía. Aclara qué es lo que pasó.
—Qué hay que aclarar aquí —sonrió sarcástico
Rience—. El señor Bonhart simplemente se ha enterado
por fin de quién es de verdad la moza. Y lo que vale.
Skellen no se dignó mirarlo. Miraba a Bonhart, a sus
ojos de pez, faltos de expresión.
—¿Y a esta muchacha tan valiosa —habló—, a este
valioso botín que se supone que garantizaría tu pensión de
vejez, la empujas a la arena en Claremont y la obligas a
luchar a muerte? ¿Arriesgas su vida aunque parece que viva
es tan valiosa? ¿Cómo es eso, Bonhart? Porque algo no me
cuadra aquí.
—Si hubiera muerto en la arena —Bonhart no bajó los
ojos—, eso hubiera significado que no valdría nada.
—Entiendo. —Antillo frunció las cejas—. Pero en
vez de conducir a la moza a otra arena me la traes a mí.
¿Por qué, si me es dado preguntar?
—Repito. —Rience frunció el ceño—. Se enteró de
quién es ella.
—Listo sois, señor Rience. —Bonhart se estiró hasta
que le sonaron los huesos—. Lo adivinasteis. Sí,
ciertamente, con la brujilla entrenada en Kaer Morhen aún
quedaba un enigma. En Geso, durante el asalto a la
baronesa, a la moza se le fue la lengüecilla, que ella de tan
alta cuna y título, que una baronesa no era pa ella ni una
mierda, que hasta debiera arrodillarse ante ella. Entonces,
la tal Falka, pensé yo mesmo, es por lo menos condesa.
Qué curioso. Una brujilla, es lo primero. ¿Es que hay
muchas brujas? Que en la banda de los Ratas, es lo segundo.
El coronel imperial en persona se apalanca tras ella del
Korath hasta Ebbing, la manda matar, lo tercero. Y a más de
ello... una noble, como de alta cuna. Ja, me pensé, habrá que
enterarse por fin de quién es en verdad la mozuela.
Calló un momento.
—A lo primero —se limpió la nariz con la manga—
no quería soltarlo. Aunque se lo pedí. Con manos, pies y
palos que se lo pedí. No quería lisiarla... Pero ya hay que
tener potra, se nos cruzó un barbero. Con apaños para sacar
dientes. La até a una silla...
Skellen tragó saliva sonoramente. Rience sonrió.
Bonhart se miraba la manga.
—Me lo soltó todo antes... Na más ver los
instrumentos. Esas tenazas dentales y pelícanos. Al punto
se hizo más parlanchína. Resultó ser que es...
—La princesa de Cintra —dijo Rience, mirando a
Antillo—. La heredera del trono. Candidata a mujer del
emperador Emhyr.
—Lo cual más bien no me dijera el señor Skellen. —
El cazador de recompensas frunció la boca—. Me mandó
cargármela de lo más normal, lo recalcó varias veces.
¡Matar en el acto y sin piedad! ¿Pero qué es esto, señor
Skellen? ¿Matar a una reina? ¿A la futura mujer de vuestro
emperador? ¿Con la que, si ha de creerse los rumores, el
emperador no piensa más que en contraer santo
matrimonio, tras lo que vendrá una gran amnistía?
Mientras lanzaba su discurso, Bonhart taladraba con la
mirada a Skellen. Pero el coronel imperial no bajó los
ojos.
—De lo que resulta: un embrollo —siguió el cazador
—. De modo que entonces, aunque con pesar, hube de
renunciar a los míos planes relacionados con esta brujilla y
princesa. Me traje todo este embrollo aquí, al señor
Skellen. Para charlar, ponernos de acuerdo... Porque este
embrollo como que le viene un poco grande a un solo
Bonhart...
—Una conclusión muy acertada —chilló algo desde el
seno de Rience—. Una conclusión muy acertada, señor
Bonhart. Lo que habéis capturado, señores, es algo un poco
demasiado grande para ambos. Para suerte vuestra, todavía
me tenéis a mí.
—¿Qué es eso? —Skellen se levantó de la silla—.
Pero, ¿qué cono es eso?
—Mi maestro, el hechicero Vilgefortz. —Rience
sacó de su seno una pequeña cajita de plata—. Más
exactamente, la voz de mi maestro. Que nos llega desde ese
instrumento mágico llamado xenovoce.
—Saludo a todos los presentes —dijo la caja—. Una
pena que sólo pueda escucharos, pero unos asuntos
urgentes no me permiten una teleproyección o
teleportación.
—Su puta madre, lo que nos faltaba —ladró Antillo—.
Pero me lo pude haber imaginado. Rience es demasiado
tonto como para actuar por sí mismo y en propio beneficio.
Podía haberme imaginado que te escondes todo el tiempo
en las tinieblas, Vilgefortz. Como una vieja araña gorda,
acechas en la oscuridad, esperando que la tela vibre.
—Vaya una comparación más ofensiva.
Skellen bufó.
—Y no intentes engañarnos, Vilgefortz. Usas de
Rience y su cajilla no porque estés muy ocupado, sino
porque tienes miedo del ejército de hechiceros, tus
antiguos camaradas del Capítulo, que escanean todo el
mundo buscando rastros de magia o tu algoritmo. Si
intentaras teletransportarte, te encontrarían en un sus.
—Que imponente sabiduría.
—No hemos sido presentados. —Bonhart se inclinó
bastante teatral-mente ante la caja de plata—. Mas, ¿acaso a
orden vuestra y como vuestro apoderado, señor
necromántico, su mercé Rience jurara dar tormento a la
muchacha? ¿No se equivocara? Doy mi palabra, a cada
momento más importante la moza se hace. A todos, resulta,
les es necesaria.
—No hemos sido presentados —dijo Vilgefortz desde
la caja—. Pero yo os conozco, señor Bonhart, os
asombraríais de cuan bien. Y la muchacha es, ciertamente,
importante. Al fin y al cabo se trata de la Leoncilla de
Cintra, de la Antigua Sangre. De acuerdo con las profecías
de Mina, sus descendientes gobernarán el mundo en el
futuro.
—¿Y por qué os es tan necesaria?
—A mí no me es necesaria más que su placenta. La
paria. Cuando le saque la placenta, podéis quedaros con el
resto. ¿Qué es lo que escucho, unos bufidos? ¿Unos
suspiros y aspiraciones llenos de asco? ¿De quién? ¿De
Bonhart, que tortura todos los días a la muchacha de las
formas más refinadas, física y psíquicamente? ¿De Stefan
Skellen, que a órdenes de traidores y conspiradores quiere
matar a la muchacha? ¿Eh?
Flourens Delannoy,
"La sorpresa", del tomo Cuentos y leyendas
—¡Corre, Kelpa!
De bajo de los cascos de la yegua salpicaba un fango
helado.
Ciri se agarró al cuello del caballo. La vista de
Bonhart persiguiéndola había hecho que la abrumara el
miedo. Tenía miedo de aquel hombre. Sólo de pensar en
plantarle cara en una lucha, un puño invisible le apretaba el
estómago.
No, no podía luchar con él. Todavía no.
La torre. Sólo la podía salvar la torre. Y el portal.
Como en Thanedd, cuando el hechicero Vilgefortz ya
estaba allí mismito, ya casi le ponía la mano encima...
Su única salvación era la Torre de la Golondrina.
La niebla se alzó.
Ciri tiró de las riendas sintiendo cómo la embargaba
un repentino y monstruoso calor. No podía creer lo que
veía. Lo que tenía ante sí.
Bonhart también lo vio. Y aulló triunfante.
En el borde del lago no había torre alguna. No había
siquiera ruinas de una torre, simplemente no había nada.
Sólo unos montecillos apenas dibujados y visibles, sólo
unos cúmulos de rocas cubiertos de tallos desnudos, secos
y congelados.
—¡Ésta es tu torre! —gritó—. ¡Ésta es tu torre
mágica! ¡Éste es tu refugio! ¡Un montón de piedras!
Parecía que la muchacha ni escuchaba ni veía. Condujo
a la yegua a las cercanías de una colina, sobre el cúmulo de
rocas. Alzó ambas manos hacia lo alto como si maldijera a
los cielos por lo que había encontrado.
—¡Te dije —gritó Bonhart, espoleando a su bayo con
las espuelas— que eras mía! ¡Que haría contigo lo que
quisiera! ¡Que nadie me lo impediría! ¡Ni los hombres ni
los dioses, ni los diablos, ni los demonios! ¡Ni tampoco los
hechizos! ¡Eres mía, brujilla!
Los cascos del bayo resonaban en la superficie helada.
De pronto la niebla se encogió, desapareció a causa
del golpe de un viento que salía de no se sabe dónde. El
bayo relinchó y bailoteó, restregó los dientes sobre el
bocado. Bonhart se inclinó en la silla, tiró de las riendas
con toda su fuerza, porque el caballo se había vuelto loco,
agitaba la testa, golpeteaba en el suelo, se resbalaba en el
hielo.
Delante de ellos —entre ellos y la orilla sobre la que
estaba Ciri— bailaba sobre la capa de hielo un unicornio
blanco como la nieve, que estaba erguido, adoptando la
postura típica de los escudos de armas.
—¡No podrán conmigo estas tretas! —gritó el
cazador, al tiempo que controlaba el caballo—. ¡No me vas
a asustar con tus hechizos! ¡Te atraparé, Ciri! ¡Esta vez te
mataré, brujilla! ¡Eres mía!
La niebla volvió a encogerse, se rebulló, adoptó
extrañas formas. Las formas se iban haciendo cada vez más
claras. Eran jinetes. Siluetas de pesadilla de jinetes
fantasmales.
Bonhart abrió desmesuradamente los ojos.
Sobre las osamentas de unos caballos cabalgaban los
esqueletos de unos jinetes vestidos con armaduras y cotas
de malla comidas por el óxido, capas hechas jirones,
yelmos abollados y agujereados decorados con cuernos de
búfalo, restos de penachos de plumas de avestruces y
pavos. Por debajo de las viseras de los yelmos los ojos de
los fantasmas brillaban con un resplandor lívido. Unos
estandartes deshilachados gemían al viento.
A la cabeza de la demoníaca comitiva galopaba un ser
en armadura, con una corona sobre el yelmo, con un
medallón sobre el pecho, envuelto en una coraza
herrumbrosa.
Vete, resonó en la cabeza de Bonhart. Vete, mortal.
Ella no es tuya. Ella es nuestra. ¡Vete!
Una cosa no se le podía negar a Bonhart: el valor. No
cedió ante el espectro. Controló su miedo, no se dejó
llevar por el pánico.
Pero su caballo resultó ser menos resistente.
El rocín bayo alzó las patas, bailó como un bailarín
sobre las patas traseras, relinchó salvaje, dio coces y
retrocedió. El hielo estalló bajo el golpeteo de sus cascos
con un chapoteo horroroso, la capa de hielo se elevó
perpendicularmente, el agua salpicó. El caballo chilló,
golpeó con las patas delanteras en el borde, lo hizo
pedazos. Bonhart sacó los pies de los estribos, se bajó de
un salto. Demasiado tarde.
El agua se cerró sobre su cabeza. Los oídos le
retumbaban como en un campanario. Los pulmones estaban
a punto de estallarle.
Tuvo suerte. Sus pies que pateaban el agua se apoyaron
en algo, seguramente el caballo que se iba hundiendo. Se
impulsó, emergió con ímpetu, escupiendo y resoplando. Se
agarró al borde del agujero en el hielo. Sin ceder al pánico,
echó mano al cuchillo, lo clavó en el hielo y se subió. Se
derrumbó, respirando pesadamente, el agua escapaba de él
con un chapoteo.
El lago, el hielo, las vertientes nevadas, el negro
bosque de abetos espolvoreados de blanco... todo se inundó
de pronto de una claridad innatural.
Bonhart se puso de rodillas con un enorme esfuerzo.
Sobre el horizonte del cielo rojizo ardía una corona de
cegadora brillantez, una cúpula de luz de la que de pronto
surgieron pilares y hélices de fuego, se dispararon
columnas bailarinas y remolinos de luz. En el firmamento
estuvieron suspendidas por un instante las formas
centelleantes, ágiles y rápidamente mudables de cintas y
colgaduras.
Bonhart gimió. Le parecía que tenía en la garganta el
anillo de hierro de un garrote.
En el lugar donde todavía un minuto antes no había
más que una colina y un montón de piedras se elevaba ahora
una torre.
Majestuosa, esbelta y delgada, negra, lisa, brillante,
como si estuviera labrada de un solo trozo de basalto. El
fuego centelleaba en unas pocas ventanas, en las dentadas
almenas de la cima ardía la aurora borealis.
Vio a la muchacha, vuelta hacia él en la silla. Vio sus
ojos brillantes y la marcada línea de la fea cicatriz de la
mejilla. Vio cómo la muchacha espoleaba a la yegua mora,
cómo entraba sin apresurarse en la tiniebla negra, bajo el
arco de piedra de la entrada.
Cómo desaparecía.
La aurora boreal estalló en un cegador remolino de
fuego.
Cuando Bonhart volvió a ver de nuevo, ya no había
torre. Había una colina nevada, un montón de piedras, unos
tallos secos y negros.
De rodillas sobre el hielo, en el charco del agua que
rezumaba de él, el cazador de recompensas gritó salvaje,
horriblemente. De rodillas, alzando las manos al cielo,
gritó, aulló, bramó y blasfemó contra los hombres, los
dioses y los demonios.
El eco de sus gritos resonó por entre las escarpas
cubiertas de abetos, viajó por la helada superficie del lago
Tarn Mira.
FIN
bookdesigner@the-ebook.org
15/07/2010
Table of Contents
Andrzej Sapkowski (Geralt de Rivia 06) La Torre de la
Golondrina
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
Capítulo octavo
Capítulo noveno
Capítulo décimo
Capítulo undécimo