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individuo
Joan Mesquida Sampol
Palma, 1999
Cultura, Derecho e individuo
Joan Mesquida Sampol
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Cultura, Derecho e individuo
Joan Mesquida Sampol
En una sociedad pluralista como la nuestra, el termino cultura ha adquirido una relevancia
ante la cual el Derecho no ha podido permanecer indiferente. Lentamente, el término
“cultura” se ha ido incorporando al ordenamiento jurídico con una mayor o menor incidencia
en la esfera jurídica de los ciudadanos. Esta incidencia desigual se debe, sin duda, a las
distintas acepciones que esta palabra nos ofrece. Sin ánimo de analizarlas todas, en este
artículo pretendo mostrar como sobre todo la incorporación al ordenamiento jurídico de una
de estas acepciones, la que se refiere a la cultura como conjunto de valores y bienes del
espíritu propios de una comunidad o etnia, supone en algunos casos una amenaza a los
derechos fundamentales del individuo.
Antes, sin embargo, repasaré el origen de esta peculiar y hoy común concepción de la cultura y
su penetración en el mundo jurídico desde diversos frentes. En una segunda parte, me
detendré en la incidencia que sobre los derechos del individuo puede tener la protección
jurídica de esta “cultura”.
Pese a todo, hasta la Edad Moderna es un término poco utilizado y visto hasta cierto punto con
matices peyorativos.2 Con la Modernidad, no obstante, éste va introduciéndose cada vez más,
tanto para definir diversos aspectos del ámbito de las artes o de las ciencias -hablándose así de
1
Este artículo fue escrito a finales de los noventa del pasado siglo y aceptado por una revista de filosofía aunque,
por circunstancias que no vienen al caso, al final no se publicó. Lo recupero pues creo que no ha perdido vigencia en
absoluto. No he cambiado nada, por lo que algunas menciones pueden haber quedado desfasadas, sobre todo, las
referencias a normas que pueden estar hoy derogadas.
2
Así era, por ejemplo, en el Siglo de Oro español: vid. PRIETO DE PEDRO, J.: Cultura, culturas y Constitución, Centro
de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, pág. 24.
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cultura musical, literaria, etc-, como para etiquetar a los individuos -una persona puede ser
culta o inculta. En esta última acepción adquiere un matiz claramente clasista, fragmentador y
elitista. Así, la cultura divide las clases sociales, siendo las clases altas las que poseen -y
necesitan, se dirá- más cultura.
También la cultura distingue entre hombres y mujeres y éstas adquieren una formación muy
distinta a la de los hombres, con independencia de la clase social en que se ubiquen.
En resumen, la cultura en estos siglos aparece sobre todo referida a la dimensión intelectual
del individuo. No solo lo define, sino que supone una aspiración, una meta a la que llegar, sea
por la propia satisfacción de conocer, sea por la posibilidad de ascender socialmente. En este
sentido, la cultura aparece como un patrimonio de cada individuo, como algo individualizado,
a la vez que es un proceso de autoformación, de desarrollo personal.
A partir del siglo XVIII, la cultura ya no aparece como un atributo de un individuo, como
sinónimo de formación o aprendizaje sino que se trata de algo atribuible a un pueblo o a una
comunidad, entendiendo aquella como un ente colectivo, más o menos abstracto, algo
espiritual (Volkgeist). En definitiva se trata, siguiendo a Gustavo Bueno, de “un envolvente
normativo para los individuos que forman parte de ella y que se oponen a los que viven en
otras culturas. Es un envolvente que dice lo que los hombres deben hacer para mantener su
ser o su identidad en el seno de la humanidad, y quiénes son aquellos contra los que tienen
que enfrentarse para salvarse. En este sentido, la cultura es soteriológica. La cultura, en efecto,
está pensada como una realidad que eleva a los hombres sobre su condición de animales”3,
desarrollándose así la que este autor ha denominado "idea metafísica de la cultura"4.
Con ello se ha ido forjando la moderna idea de cultura, entendida como objeto más que como
atributo. El origen de esta concepción objetiva de la cultura hay que situar a la filosofía
idealista alemana, cuyos máximos exponentes son Herder, Fichte o el propio Hegel. De hecho,
si tuviéramos que buscar una fecha de inicio de ésta, posiblemente sería la de la publicación,
en 1784, de la obra de Johann Gottfried Herder (1744-1803) Ideas para una filosofía de la
historia de la humanidad. Fue posiblemente el primer autor que utilizó el término cultura en el
sentido objetivo que hemos expuesto antes5, e inició una trayectoria seguida por otros autores
como Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), Georg W. F. Hegel (1770-1831) y tantos otros, que
dieron lugar a la aparición del nacionalismo como ideología política.
3
BUENO, G., ob. cit., pág. 49
4
BUENO, Gustavo: El mito de la Cultura, ed. Prensa Ibérica, Barcelona, 1997, pág. 47 y ss.
5
Ciertamente otros autores se acercaron antes a concepciones parecidas pero siguiendo todavía un concepto
subjetivo de la cultura, como es el caso de Kant. En cualquier caso, y como no es este el lugar para extendernos
sobre ello, véase como primera aproximación BUENO, G., ob. cit., págs. 59 y ss.
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a) En primer lugar, se produce una objetivación de las obras, de aquello realizado por el
hombre, de lo que es fruto de la acción humana. La obra se separa del autor y pasa a ser
considerada en sí misma. Se habla ya de la Historia del Arte y no de la de los artistas6.
b) En una segunda fase, se produce una totalización de estas obras, apareciendo como partes
de una entidad nueva, que será, precisamente, la que reciba el nombre de “cultura”7.
c) Sin embargo, todavía será necesaria una tercera fase, en la que se procederá a la
construcción de la oposición entre esta identidad (Cultura) que va haciéndose, frente a otra ya
hecha, dada con anterioridad y, en cierta forma, independiente del hombre (la Naturaleza).
Desde esta concepción, la cultura es lo que humaniza al hombre, lo que lo distingue de su
origen natural, animal.
Producida esta objetivación de la cultura, esta pasa a ser un concepto generalista, casi con
vocación universal. La cultura es una creación de la gran comunidad humana, aquello que nos
distingue del resto de la creación. Sin embargo, muy temprano se produce un curioso
fenómeno de pérdida de este carácter generalista en la medida que cada vez más la cultura es
vista no tanto como algo atribuible a la humanidad en general sino a cada una de las
comunidades. Es decir, se utiliza este término más que para unir, para diferenciar a las
distintas comunidades humanas.
De alguna manera podemos decir que el término cultura adquiere un carácter particularista,
étnico. Término que pasará a incorporarse al ordenamiento jurídico a través de diversos
frentes. Esta incorporación de la concepción étnica de la cultura al ordenamiento jurídico viene
dada por dos factores que han jugado un papel tal vez desigual pero importante: el
surgimiento de la ideología nacionalista y el desarrollo de las ciencias sociales y de la
antropología cultural en especial.
Por contra, las ciencias sociales se sitúan en un plano diferente y defienden la idea de
pluralidad de culturas y su carácter protegible por igual. Sin embargo, su pretendido carácter
6
Curiosamente, esta cosificación es algo que evita con especial rotundidad un historiador del arte actual del
prestigio de E. H. GOMBRICH, cuando afirma: “No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas” (véase en la
Introducción de su obra más popular: La historia del Arte, ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, pág. 15).
7
BUENO, G., ob. cit., pág. 53.
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universalista resulta débil, como veremos, y acaba suponiendo en muchos casos un respaldo
pretendidamente científico a la ideología nacionalista.
a) el nacionalismo.
La convicción de que los hombres pertenecen a un grupo humano particular y cuya forma de
vida difiere de la de otros grupos; que el carácter de los individuos es modelado por este grupo
y que, en consecuencia, aquel no puede ser entendido sin la comprensión del carácter de este,
definido en términos de un territorio común, costumbres, tradiciones, lengua, expresiones
artísticas, etc.
La convicción de que el individuo se integra en el grupo de tal forma que este guarda un
parecido con un organismo biológico, con finalidades y valores propios, que resultan
superiores -y prevalecen en caso de conflicto- a los de los individuos que lo forman. Para el
nacionalista, la unidad ideal de cualquier grupo humano es la nación, por encima de otras
unidades como puede ser la familia u otro tipo de comunidades o asociaciones voluntarias.
Fuera de la nación, dirán, el hombre no puede desarrollarse plenamente.
Y de todo lo anterior resulta que, si la satisfacción de las necesidades del grupo aparecen
como incompatibles con la consecución de metas de otros grupos, cualquier miembro de aquél
grupo, o el grupo en su conjunto, deberán obligar a ceder al otro grupo, aunque sea por la
fuerza. Obviamente, aquí se plantea el problema de que, en principio, cualquier grupo puede
exigir al otro que ceda, sin que ninguno de ellos tenga para tal exigencia la legitimidad
8
Vid. BERLIN, Isaiah: Nacionalisme, Tàndem, València, 1997, págs. 31 y ss.
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otorgada por algún criterio superior o universal. Ello desemboca hacia un relativismo cultural,
difícilmente compatible -aunque no formalmente- con las premisas anteriores. Otra posible, y
a veces socorrida, solución a ello es sostener que el grupo propio es de una raza o cultura
superior a los demás, como defendieron, entre otros, los nacionalistas alemanes del XIX.
Visto lo anterior, una pregunta queda en el aire: la que se refiere a las causas del nacionalismo
y a las razones por las cuales surge, teniendo en cuenta que no es algo común en todas partes
ni algo que venga dándose desde tiempos remotos. Siguiendo nuevamente a Berlin9, podemos
afirmar que para que surja un movimiento nacionalista es preciso que se den las circunstancias
siguientes:
Si bien más adelante lo veremos con más detenimiento, queremos recalcar que afirmar que el
nacionalismo es uno de los grandes presupuestos de la incorporación de la idea de cultura en
el ordenamiento jurídico, no quiere decir que sea el único, ni que sea necesario que se dé en
sus formas más radicales. A menudo, tras reivindicaciones culturales o nacionalistas se
esconden simples subterfugios de partidos para conquistar el poder o para lograr una mayor
participación, en el caso de los Estados federales o nacionales, en los créditos presupuestarios
del Estado central.
9
BERLIN, I., ob. cit., págs. 41 y ss.
10
Cfr. con TRÍAS, Eugenio: «La explosión de los nacionalismos», en La Esfera (suplemento de El Mundo), de 25 de
octubre de 1997.
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varias (la historia, la sociología), la que más ha hecho sin duda, tal vez porque buena parte de
su objeto de estudio gravita alrededor de este concepto, es la antropología cultural.
Ejemplos de ello los encontramos en definiciones como la de Edward B. Tylor, uno de los
“padres fundadores” de la disciplina que, en 1871, definía la cultura como
aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las
costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto
miembro de la sociedad.
O otra más moderna, como la de Leslie A. White, para el que la cultura supone
la clase de cosas y acontecimientos que dependen del simbolizar, en cuanto son consideradas
en un contexto extrasomático.13
11
Véase, en este sentido, en BUENO, G., ob. cit., págs. 89 y ss.
12
Afirma L. A. White, en este sentido, que no existe virtualmente antropólogo cultural alguno que no tenga por
firmemente establecido que el concepto central y básico de su disciplina es el concepto de “cultura” (en WHITE,
L.A.: «The Concept of Culture», en American Anthropologist, (1959) [texto tomado de la recopilación de KAHN, J.S.
(compilador): El concepto de cultura: textos fundamentales, ed. Anagrama, Barcelona, 1975, pág. 129].
13
Vid. TYLOR, E.B.: Primitive Culture (1871) y WHITE, L.A.: «The Concept of Culture», en American Anthropologist,
(1959) [ambos textos están tomados de la recopilación de KAHN, J.S., ob. cit., págs. 29 y 139, respectivamente].
14
PRIETO de PEDRO, J., ob. cit., pág. 81.
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Ante todo, porque existen muchas y variadas culturas, con más o menos miembros y
respaldadas con mayor o menor fuerza por estos. Puesto que las culturas suponen valores y
aspiraciones, no es difícil que surjan conflictos entre ellas. Una posible forma de observar estos
conflictos y las medidas que se establecen, es adoptar una doble perspectiva que nos permita
contemplar el fenómeno en su totalidad.
Los posibles conflictos entre culturas -que incluyen, por supuesto, los conflictos entre naciones
por motivos culturales-, pueden verse desde una perspectiva universalista y exterior a las
culturas particulares. Ésta perspectiva parte de la creencia de que existe una supracultura o
una cultura universal, común a todos, que convive con matices y variantes locales, pero que
permite pensar en una armonía cultural mundial. Esta creencia ha servido de fundamento de
diversos acuerdos y declaraciones en el marco del Derecho Internacional, en lo que Gustavo
Bueno ha venido a denominar el espíritu UNESCO. En este sentido, se expresa el artículo 1 de
la Declaración de los Principios de la Cooperación Cultural Internacional:
1. Toda cultura tiene una dignidad y un valor que deben ser respetados y protegidos.
3. En su fecunda variedad, en su diversidad y por la influencia recíproca que ejercen unas sobre
otras, todas las culturas forman parte del patrimonio común de la humanidad.
El bien jurídico protegido aquí es la cultura, pero no una cultura concreta sino todas en
general, en cuanto que forman parte de este patrimonio común de la humanidad. Lo que se
protege, en definitiva, es la diversidad cultural y la riqueza que ella supone. No obstante,
observamos con Bueno que, efectivamente, dicha Declaración parte de una concepción mítica,
irreal, de la cultura. Ante todo porque en su primer párrafo parece ignorar la posibilidad de
que existan culturas salvajes o perversas, lo cual da al traste con la supuesta armonía del
párrafo tercero. En cuanto al segundo, resulta curioso que partiendo de un respeto
escrupuloso hacia todas las culturas, al mismo tiempo y de forma inopinada se les impone a
todas el deber de desarrollarla. De todo ello no cabe sino concluir que se trata de un residuo
del colonialismo, del etnocentrismo occidental y su visión de superioridad cultural, mezclado
con un afán de calmar sentimientos de culpa toda vez que se satisfacen otros de marcado
carácter paternalista. La inutilidad del precepto, no obstante, no acaba ahí. Más criticable nos
parece aún, si cabe, la falta de mención alguna hacia las personas que son, en definitiva,
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quienes realmente desarrollan la cultura. Imponer este “deber” superior a todos, sin garantizar
la libertad individual de cada uno, supone dejar a los individuos a merced de comisarios
culturales. Ello contrasta, todo hay que decirlo, con el artículo 27 de la Declaración Universal
de Derechos Humanos, donde, refiriéndose ya a personas, se habla de derechos pero no de
deberes para nadie.15
15
Dice así este artículo en su párrafo primero: Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida
cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él
resulten.
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Y aquí llegamos al quid de la cuestión que queríamos plantear. Las medidas de defensa de la
cultura en el ordenamiento jurídico, rara vez tienen efectos respecto de otras culturas,16 ni
tienen una gran eficacia salvo en la medida en que, en países totalitarios, afectan a los
derechos individuales. Precisamente, es ahí donde radica el peligro, incluso en países
democráticos. Con demasiada frecuencia, tras estas medidas protectoras se esconden
restricciones a la libertad y a la autonomía del individuo, que ve limitado su acceso a
determinadas manifestaciones culturales “no oficiales” o se le proscribe un desarrollo
intelectual crítico o alternativo.
16
Salvo casos en que van acompañadas, por ejemplo, de intereses comerciales o de otro tipo. Un ejemplo de ello
son los frecuentes conflictos que suele haber entre la Unión Europea y los Estados Unidos en materia de producción
audiovisual, donde la importancia económica del asunto eclipsa su trascendencia cultural. Curiosamente, estos
enfrentamientos no ocurren en lo que se refiere a la producción editorial.
17
Así, en el artículo 50 leemos:
Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia
económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares,
promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de
salud, vivienda, cultura y ocio.
La concepción de cultura que se plasma en este artículo parece referirse al concepto de cultura que aquí hemos
denominado subjetivo. Sin embargo, en otros artículos, como el 143.1, utilizan un concepto claramente objetivo de
cultura
En el ejercicio del derecho a la autonomía reconocido en el artículo 2 de la Constitución, las provincias limítrofes con
características históricas, culturales y económicas comunes, podrán …
18
Para un análisis bastante exhaustivo sobre el Derecho Constitucional y la cultura, especialmente en lo que se
refiere al caso español, véase el libro ya citado de J. PRIETO DE PEDRO.
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En este sentido parece expresarse, entre otros, el artículo 149.2, que establece que:
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Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio
de la cultura como deber y atribución esencial y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades
Autónomas, de acuerdo con ellas.
Cfr. también con PRIETO DE PEDRO, ob. cit., pág. 178 y ss.
20
Como afirma PRIETO DE PEDRO, hay dos grandes formas de reducción de un conflicto cultural: a) la asimilación de
una de las culturas por otra, que es la dominante, lo cual suele ser un proceso tenso y, a menudo violento, y b) la
autonomía cultural, que puede ser de base personal -algo bastante complejo y, por ello, poco común- o de base
territorial, que en realidad es un tipo de organización del Estado y que corresponde al modelo español, entre otros.
(vid. en ob. cit., págs. 64 y ss.).
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En un sistema democrático, puede discutirse si la adopción de tales medidas está más o menos
justificada. Es decir, puede defenderse que, si la mayoría de los ciudadanos valoran su
identidad étnica como un bien superior, es razonable que los gobernantes adopten medidas
protectoras. No obstante, dicha regla esconde su propia trampa.
Ante todo porque como es sabido, que una norma goce del apoyo de la mayoría -o incluso de
la totalidad de un colectivo- no es garantía de su adecuación ética. Por tanto, que este tipo de
normas emanen de un gobierno legítimo, no garantiza la legitimidad de su contenido.21 Puede
21
En este sentido, es necesario tener en cuenta la distinción entre legitimación y legitimidad. Entendemos, con
Garzón Valdés, por legitimación la aceptación de la regla básica de un sistema político por parte de los ciudadanos.
Sin esa aceptación, cualquier régimen político resultaría inviable. Se trata de una condición necesaria, aunque no la
única, de la existencia de un sistema político. Para este autor, dicha aceptación guarda una relación directa con la
regla de reconocimiento de H. L. A. Hart y con su punto de vista interno del Derecho, resultando así un concepto de
legitimación valorativamente más neutro, lo que le permite diferenciarlo claramente del concepto de legitimidad,
que designa la adecuación de los principios de esta regla de reconocimiento a los de la ética, lo cual no es condición
suficiente ni necesaria para la existencia de un sistema político (Cfr. con GARZÓN VALDÉS, E.: Derecho, ética y
política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, pág. 842).
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alegarse, ciertamente, que la legitimidad misma responde a valores que no siempre hallan la
unanimidad de todos, máxime cuando lo que se discute es sobre valores de índole cultural en
un contexto de personas de culturas diversas y que, por tanto, incorporan valores distintos o
con distinto peso a la hora de valorar la legitimidad de una norma. Se dirá, en definitiva desde
la posición de la cultura dominante, que este tipo de normas no suelen contar más que con la
oposición de una minoría de ciudadanos que provienen de “fuera", de otras culturas y que se
niegan a aceptar los valores de la tierra y la gente que los acoge.
Otra acusación que suele lanzarse contra aquellos que manifiestan su posición crítica ante
estas medidas de protección cultural, es la de pretender crear un conflicto ficticio, la de
exagerar o querer convencer a la gente de que se vulneran los derechos fundamentales
cuando no es así. Ciertamente, no conozco ninguna norma que, en nuestro país, penalice con
la cárcel la práctica de una determinada tradición por el hecho de pertenecer a una cultura
concreta y no a otra. Incluso si analizamos normas concretas como los Estatutos de Autonomía
o las leyes que los desarrollan, veremos que, al margen de principios generales, no suelen
regular medidas concretas o, de hacerlo, disfrutan de una protectora ambigüedad. Pero
vayamos con un ejemplo concreto, en un ámbito especialmente polémico, como es el del uso
de la lengua en la enseñanza.
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Este uso generalizado del catalán en los centros escolares viene establecido por el artículo 22.2 de la Ley de
Normalización Lingüística. Más minucioso es un documento elaborado por la Universidad de las Islas Baleares y
remitido a los centros de enseñanza y que ha sido publicado, en una traducción al castellano, en el libro de F.
JIMÉNEZ LOSANTOS: Lo que queda de España, Temas de Hoy, Madrid, 1995, (págs. 471 y ss.). En el se daban una
serie de directrices para que los centros elaboren un Proyecto Lingüístico, a fin de desarrollar las medidas que
dispone la Ley de Normalización Lingüística. Entre otras cosas, se dice que dicho proyecto debe establecer la
rotulación en catalán de todas las dependencias, incluso de la lista de productos y precios del bar del centro.
Asimismo, todos los impresos, boletines, actas, etc., salvo aquellos casos que la obligatoriedad del castellano
obligue a su redacción bilingüe. También se afirma que se seleccionará a los proveedores valorando su
disponibilidad a que la relación con el centro se lleve a cabo en dicho idioma. No obstante, al final del documento y
bajo el título de “Disposiciones excepcionales", se insta al centro a prever la posibilidad de que alguien solicite ser
atendido en una lengua distinta de la catalana.
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querido reducir a la mínima expresión el uso de una lengua que, con la Constitución en la
mano -guste o no, es así-, tiene un rango superior a la “propia” de la región que sea.23
Desde luego que puede discutirse la circunstancia histórica de que Baleares forme parte del
Reino de España o las maravillas que supondría una revolución cultural que impusiera,
pongamos por caso, el uso universal del esperanto. Pero lo cierto es que nuestra familia de
Madrid del ejemplo sufre una discriminación por la simple razón de formar parte de una
determinada cultura dentro de su propio país. Ante ello, no podemos sino preguntarnos hasta
qué punto el idioma autóctono se ve favorecido por esta discriminación. Tomemos incluso una
postura utilitaria: ¿Realmente el beneficio obtenido justifica este trato? O al revés: ¿El uso
conjunto en carteles y escritos de ambos idiomas, perjudicaría tanto al catalán? ¿Y no es
posible que ante esta situación monolingüe se fuerce, amén del aprendizaje de un solo idioma,
a una situación de rechazo e intolerancia hacia los que hablan otro idioma?24
Como resalta José L. Heredero,25 salvo que lo que se pretenda sea un monolingüismo catalán,
este tipo de medidas, más propias de una situación de emergencia, carecen de sentido en
zonas como Baleares o Cataluña, donde la práctica totalidad de la población entiende ambas
lenguas oficiales y habla y escribe, al menos, una de ellas. En cualquier caso, todo ciudadano
residente en Baleares o en otra región donde convivan dos o más lenguas, tiene la completa
libertad de aprenderlas y usarlas en su vida privada y, si tienen rango de oficialidad, en la
pública. Pero de ahí a que por las circunstancias históricas, sociales o culturales que sean, se le
obligue, directa o indirectamente, a aprender y usar una de ellas, hay una distancia
considerable. Lo mismo cabe decir de ciertas tradiciones o de adoptar determinados valores
culturales. Lo que no aceptará un nacionalista, que le vamos a hacer, es que defendamos que
valores como la libertad y la autonomía del individuo frente a la comunidad son valores que, al
menos en nuestro viejo Occidente, están por encima de culturas, etnias y naciones. Que el
usuario de la lengua y de la cultura es el individuo y no una entidad abstracta. Que, en
definitiva, lo importante es que, en última instancia, cada individuo decida por sí mismo sobre
su propia vida.
Al margen, no obstante, de esta interminable discusión, hay otro asunto en el que nos gustaría
detenernos. Se trata de ver, hasta que punto la defensa concreta de una cultura debe ser un
23
Véase lo que determina, en este sentido, el artículo 3º de la Constitución y los referidos a los idiomas oficiales en
los Estatutos de Autonomía.
24
Y no solo contra ello, sino contra los que defiendan el bilingüismo. El discurso nacionalista, ya lo vimos más atrás,
fácilmente cae en posiciones maniqueas: o se es de los nuestros -y por tanto solo habla nuestra lengua- o se está
contra nosotros.
25
Vid. en HEREDERO, José Luis: «Contra la diversidad lingüística», en Claves de Razón Práctica, Diciembre, 1995
(núm. 58).
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objetivo del Derecho. De otra forma, ¿cabe que en un sistema democrático el ordenamiento
jurídico fije el contenido de la cultura de ese país?
El problema surge, claro está, cuando se trata de sanciones jurídicas, es decir, cuando el
Derecho asume los contenidos de la cultura y sanciona -o niega el amparo- a un ciudadano por
el mero hecho de transgredirlos. Se produce, entonces, una perversión del sistema
democrático ya que el principio de libre desarrollo de la personalidad de cada uno queda en
manos de un ente abstracto denominado cultura.26 Se nos dirá, claro está, que todo
ordenamiento jurídico incorpora valores culturales y que los derechos individuales no dejan de
ser un valor como cualquier otro. Y, en buena parte, no les falta razón. Sin embargo creemos
26
Ente que, naturalmente, en la práctica nunca es tan abstracto. Siempre habrá individuos o grupos que ejerzan
gustosos sus funciones de “comisarios culturales” al servicio de la diosa “cultura” y que serán los que determinen
los contenidos que esta incorpora y que deben ser objeto de especial celo por parte de los poderes públicos.
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que los derechos individuales, aun siendo valores provenientes de una cultura concreta, tienen
en democracia un rango superior, por dos razones:
¿Cuál debe ser, entonces, el papel del Derecho democrático con respecto a la cultura? Pues el
de un cómodo pero decisivo laissez faire. Actitud que no supone, sin embargo, simplemente la
dejación o el silencio. Al contrario, supone la creación de un ámbito de libertad para que todo
individuo pueda desarrollar libremente sus intereses e inquietudes culturales, para que
cualquier colectivo pueda promocionar y mantener la cultura propia de su etnia o región, y
para que cualquier persona pueda criticar o rechazar determinados contenidos culturales que
quieran imponérsele. Nada obsta a que establezca determinadas medidas de protección y
fomento de aquellas formas culturales que se consideren de especial valor o que se hallen en
peligro de desaparecer. Sin embargo, proteger una cultura no puede significar desproteger al
individuo del derecho a rechazarla. En democracia, el único valor cultural o de la clase que sea,
que merece un lugar preeminente, absoluto y por encima de cualquier otro, es aquel que
dispone la libertad de cada persona para desarrollarse como tal, en un marco de convivencia
pacífica con otras personas, y respetando la autonomía de cada uno, sin que exista, en
consecuencia, un valor superior que los derivados de esa convivencia libre: derecho a la vida, a
la libre expresión, a no ser detenido ni sancionado de forma arbitraria, etc.
Por otro lado, no existe ningún motivo para pensar que este planteamiento deba ser
perjudicial para los defensores de la cultura de un pueblo o nación. La cultura, no nos
cansaremos de decirlo, es fruto de la creación de individuos, de personas concretas con
nombres y apellidos. Y una cultura cambia o muere cuando sus creadores así lo desean. El afán
por proteger algo cuyos titulares y usuarios consideran inútil, no deja de ser una tarea vacía y
absurda. No le falta razón a Isaiah Berlin cuando afirma que «el nacionalismo es una forma
patológica de una resistencia autoprotectora».
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BIBLIOGRAFÍA
GARZÓN VALDÉS, E.: Derecho, ética y política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1993.
HEREDERO, José L.: «Contra la diversidad lingüística», en Claves de Razón Práctica, diciembre
1995.
JIMÉNEZ LOSANTOS, Federico: Lo que queda de España, Temas de Hoy, Madrid, 1995.
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