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“IGLESIA QUE, POR SU CONVERSIÓN Y MISIÓN, SIGUE DANDO

TESTIMONIO AL MUNDO DE LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO”

I. REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos
testigos32. Así pues, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado; esto es lo que
vosotros veis y oís33. (Hechos 2, 32-33)

1. El PAPADO DE FRANCISCO
Nos ha sido dado vivir tiempos nuevos bajo el signo de las sorpresas
del Espíritu. La renuncia del Papa Benedicto XVI, la elección de
Francisco, su extraordinario carisma pastoral que no cesa de atraer
a las muchedumbres, de acercar a los Medios de comunicación y de
tener viva la atención de los jefes de las naciones, la señal de
advertencia de la Exhortación apostólica EVANGELII GAUDIUM que
coloca a toda la Iglesia de frente al reto de una conversión
misionera: Todos estos acontecimientos nos han sorprendido por su
novedad, pero sobre todo por el Espíritu que los anima, a cincuenta
años del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Ya el concilio Vaticano II quería una Iglesia toda entera misionera.
Pero, ¿ésto es, de veraz, posible? ¿Acaso no estaremos siendo
tentados de caer en una ilusión o en la utopía? Delante de la
audacia y los cambios de acento del Pontificado de Francisco,
algunos se preguntan con preocupación y son tentados de darles
una interpretación negativa o “política” (hablan del Papa Populista)
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y del mismo modo están otros grupos por naturaleza contestatarios
que sostienen que al fin ha llegado la hora de la modernización
liberal de la Iglesia. En este contexto de crecientes tensiones que en
ciertos ambientes se expresan abiertamente, es sabio reflexionar
con mayor profundidad y no reducir a juegos de poder entre
fracciones las tensiones inherentes a la estructura institucional y
carismática de la Iglesia. Tenemos una vez más que traer a la mente
las tensiones que vivió la Iglesia Primitiva en torno a las figuras
de Pedro, Pablo, Santiago y Bernabé, para comprender que
personalidades ricas de carismas y que están siempre sujetas a los
límites del pecado, pueden provocar tensiones fuertes y sin
embargo, fecundas.
Es necesario, entonces, que cada quien juegue el rol que le compete
según su carisma y en el respeto de las condiciones esenciales que
garanticen la unidad de la catolicidad.
Estamos viviendo en medida cada vez más creciente en una cultura
secularizada, antropocéntrica y narcisista, con las consecuencias
que se derivan de todo esto: individualismo, debilitamiento de
los lazos conyugales y familiares, idolatría del cuerpo, del
sexo y sobretodo del dinero y del poder que minan el respeto
de la dignidad humana bajo todas sus formas.
Tomando mayor conciencia del momento histórico que
atravesamos, con sus sombras y sus luces, notamos de modo
particular que más allá de los fenómenos superficiales de
entusiasmo o de desánimo, a menudo amplificado por los Medios de

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Comunicación, el pueblo de Dios en su conjunto se alegra sin
reservas de la renovación que proviene del Obispo de Roma.

2. LA VERDADERA CLAVE DE LECTURA DE LA “BUENA


NUEVA” DE DIOS.
“SE ALEGRA”: ¡NOS ALEGRAMOS! Se me ha pedido que desarrolle el tema:
“IGLESIA QUE, POR SU CONVERSIÓN Y MISIÓN, SIGUE DANDO TESTIMONIO AL
MUNDO DE LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO”. De entre los varios tópicos que
exige tocar el tema, quiero centrarme en el último: “LA ALEGRÍA DEL

EVANGELIO”, para de él extraer las consecuencias para una MISIÓN

TESTIMONIAL.

El beato Juan XXIII, en la constitución apostólica por la que


convocaba el Concilio Vaticano II, después de hacer un certero
diagnóstico de la “grave crisis de la humanidad”, de la gestación de
un nuevo orden del mundo, escribía:
“La visión de estos males impresiona sobremanera a algunos
espíritus que sólo ven tinieblas a su alrededor, como si este mundo
estuviera totalmente envuelto por ellas. Mas sin embargo, preferimos
poner toda nuestra firme esperanza en el Divino Salvador de la
humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por él
redimidos”.
Así como los PROFETAS DE LA ALIANZA anunciaron al pueblo elegido
un mensaje de gozo, (no fueron profetas de calamidades, sino de
esperanza que tiene su fundamento en la FIDELIDAD DE DIOS A SU

ALIANZA, cfr. Amós 9, 11-15), igualmente su llamado a CONVERSIÓN,

es un llamado a la alegría. Lamentablemente, entre los creyentes se


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da con frecuencia una visión sesgada de la persona del profeta y del
mensaje que proclama al pueblo en nombre de Dios.
Sucede así cuando el “valor moral” del anuncio profético se
interpreta en clave “moralista”.
Si la denuncia de la injusticia y la llamada a la conversión, tan
presentes en los labios proféticos de todos los tiempos, se colocan
en el marco de la alianza de Dios con su pueblo, en el marco de las
promesas divinas, entonces el mensaje del profeta aparece
principalmente como una llamada a optar por el camino de la
alegría, la esperanza y la confianza.
De aquí deriva la importancia de formarnos a nosotros mismos y
formar a otros para la alegría del espíritu.

3. AMAR LA CRUZ

El discipulado de Jesús significa participar de su doble destino:


cruz y resurrección. La cruz es un punto central. Pero ¿es
realmente el punto central de nuestra fe? La cruz produce
siempre espanto. En tiempos de Jesús, la gente lo sabía muy bien:
hablaba de la mors turpissima crucis, de la «muerte vergonzosa en la
cruz» (Tácito), (Tácito, Historiae IV 3, 11) o llamaba esta condena a muerte,
ya practicada en la época prerromana, con la expresión de
crudelissimum terrimumque supplicium, «el suplicio más cruel y
terrible». (Cicerón, Orationes in Verrem v, 6, 165) Jesús padeció esa muerte.
Fue uno más de los muchos que conocieron ese suplicio cruel,
inhumano. Pero ¿debemos nosotros amar eso?, ¿debemos amar la

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cruz, abrazar la cruz? Desde siempre ha habido burlas sobre la
cruz. Es de sobra conocido el epigrama burlón de Goethe:
Puedo soportar muchas cosas. Soporto casi todo lo que me fastidia,
como quiere Dios, con ánimo tranquilo. Son muy pocas —cuatro— las
cosas que me repugnan tanto como el veneno y las serpientes: el
humo del tabaco, las chinches, el ajo y el signo de la cruz. (J. W. Goethe,

Venezianische Epigramme, n.° 66, 1790 (trad. Cast.: Epigramas venecianos, Madriz, Hiperrión,
2008).

Es tan fastidiosa la cruz como el ajo y el tabaco? También abundan


las caricaturas sobre la cruz. Pero esto no es nada nuevo: las
podemos encontrar ya en Roma en la época proto-cristiana; por
ejemplo, debajo de un crucificado con cabeza de burro aparece
escrito: «Fulano de Tal adorando a su dios». Pablo sabía muy bien
que la cruz era un escándalo: «Ahí están, por una parte, los judíos
pidiendo señales, y los griegos, por otra, buscando sabiduría. Pero
nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos,
necedad para los gentiles» (1 Cor 1,22-23).
«El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con
su cruz y sígame» (Mt 16,24). ¿Queremos nosotros ésto? No es algo
enfermizo y contrario a la vida, algo antinatural? San Juan
Crisóstomo explica así esta frase de Jesús en su comentario a
Mateo:
“Si alguno quiere venir en pos de mí [...] Yo no fuerzo ni obligo a
nadie. Libre dejo a cada uno de su propia determinación. Por eso
digo: Si alguno quiere [...] A bienes os llamo, no a males y molestias,
no a castigo y suplicios, para que tenga que forzaros. La naturaleza
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misma de la cosa es bastante para atraeros. Al hablar así, el Señor
aún los atraía más, pues sabemos que muchas veces el que quiere
forzar, más bien retrae [...] La dulzura es más fuerte que la violencia.
De ahí que el Señor dijera: «Si alguno quiere». Porque grandes son —
parece decirnos— los bienes que os ofrezco, y tales que habríais de
correr voluntariamente a ellos. Por eso Cristo no nos fuerza”. (Juan

Crisóstomo, homilía 55 sobre el Evangelio de Mateo).

Se trata, por tanto, de bienes. ¿Hemos de querer, entonces, la cruz,


hemos de considerarla como algo bueno? Nadie está obligado a
seguir a Jesús; por tanto, tampoco a tomar su cruz. Pero ¿qué es lo
que me motiva? “¿Qué me reporta a mí?» Esta es una pregunta que
se hace hoy mucha gente, sobre todo joven. ¿Qué saco yo con éso?
¿Por qué tengo que hacerme éso a mí mismo, es decir, seguir la
cruz?
No se trata, tanto de amar la cruz como de amar al Crucificado.
Es a este al que tenemos que seguir. Debemos estar unidos con el
Crucificado y el Resucitado, con su pasión, con su amor. Él cargó
con su cruz, y como yo quiero estar con él, debo también cargar con
la mía. He aquí la frase clave: ¡él me amó hasta el extremo! Por eso
la cruz tiene un sentido tan fuerte, tan completamente nuevo. Si la
cruz que yo tengo que llevar recibe su significado de él, entonces
puedo decir, como san Juan Crisóstomo, que la cruz resulta un
bien, una ganancia, porque me une a él. Pero esto no lo ve «el
hombre natural», o, como diría Pablo, «el hombre carnal». Para ese
hombre, la cruz es sólo un sin sentido, una penalidad, una

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destrucción, un demérito. Pero podemos tener la experiencia de
mirar de otra manera, y entonces la cruz de Cristo, y nuestra cruz
con él, aparecerán bajo otra luz diferente. Esto es algo que no se
puede comprender en abstracto. En el plano vivencial, la cruz
puede resultar un bien, una gracia.

II. FORMAR Y FORMARSE PARA LA ALEGRÍA

Para avanzar en nuestras reflexiones, veamos cómo podemos for-


mamos a nosotros mismos y formar a otros para la alegría del Espí-
ritu. Parafraseando a Ignacio de Loyola, se trata de «ganar alegría»,
pues el don del Espíritu se gana de alguna forma en la medida en
que se cultiva. Quien no está formado para la alegría difícilmente
podrá ayudar a otros a vivirla en la existencia concreta. ¿Cómo for-
mamos para el don de la alegría y cómo formar a las comunidades
para que acojan y cultiven el don? No abordaré la cuestión desde
las perspectivas psicológica y pedagógica, pues ni son mi
competencia ni este es lugar apropiado. Trataré de mostrar cómo
servir con «la alegría de la esperanza» y cómo suscitarla en los
demás. Será una síntesis del camino recorrido.
Una de las tareas principales del apóstol, o si se quiere del pastor, y
también de todo cristiano es engendrar y mantener a las personas y
comunidades en el amor que «no se alegra de la injusticia, sino que
goza con la verdad» (1 Cor 13, 6). El servidor y el testigo del
Evangelio --o sea, todo bautizado— recibe la misión de ir al
encuentro de los pobres y oprimidos para comunicarles la buena

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nueva de Dios, el cumplimiento de las promesas, el amor y el
perdón del Señor. El siervo de la parábola sale a los caminos para
convocar a la fiesta a los excluidos (cf. Lc 14, 15-24). El profeta, por
su parte, va al encuentro del pueblo elegido para invitarle a la
conversión, para anunciarle que, a pesar de su rebeldía y su dura
cerviz, Dios está dispuesto a renovar la alianza. El pastor, en la
perspectiva mesiánica, además de reunir a los hijos dispersos, los
hace permanecer en la alegría. Misión suya es poner en camino a
los hijos de Dios hacia el encuentro gozoso con el Padre.
Formar y formarse para la alegría y la esperanza es, sin duda, una
aspiración de todos nosotros, pero no siempre lo conseguimos. Es
tarea árdua descubrir el camino de la alegría pascual y conducir a
las personas y comunidades a producir el fruto del Espíritu que es
la alegría según el Evangelio. La tarea es muy exigente, pues
supone, como veremos, descentrarse de uno mismo y anteponer los
intereses de los otros y de la comunidad a los propios.
Más adelante le preguntaremos a la Carta a los filipenses, la carta
de la alegría, qué entraña la educación de la comunidad cris-
tiana y de nuestro mundo en la alegría en el Señor. Sin
embargo, vamos a detenernos un momento en qué dificultades y
obstáculos encontramos los cristianos y pastores para vivir y
cultivar la gozosa esperanza a la que Pablo exhortaba a la
comunidad de Roma:

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Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos
al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en
más cada uno a los otros; con un celo sin negligencia; con espíritu
fervoroso; sirviendo al Señor con la alegría de la esperanza;
constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compar-
tiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad.
Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis. Alegraos con los que
se alegran, llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir los unos
para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien
por lo humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin
devolver a nadie mal por mal; procurando el bien ante todos los
hombres: en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con
todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta vuestra... Antes
al contrario: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene
sed, dale de beber... No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence
al mal con el bien (Rom 12, 9-20).

La rivalidad y competitividad, tan acentuadas en la mentalidad


neoliberal que nos invade, arruina el fundamento de la alegría y la
esperanza tanto en la convivencia social como en las relaciones
eclesiales. La envidia, uno de los mayores pecados de los clérigos y
seglares, destruye también de raíz la verdadera alegría, pues esta
solo brota en el compartir fraterno. Asimismo, la codicia, como
cualquier idolatría, hace inviable el gozo de la familia humana, pues
sacrifica al otro en aras de los propios intereses y la propia

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realización. El deseo de hacer carrera, de mandar y dominar, in-
cluso si se hace con el deseo de conducir al otro a la fe y a una vida
acorde con los mandamientos, se alza como un serio obstáculo para
caminar en la alegría. ¡Qué difícil resulta no querer hacer carrera,
mandar, dominar...!
Por otro lado, es preciso ser consciente de las condiciones ne-
cesarias en el educador y pastor: quien busca autoafirmación y au-
torrealización en la acción pastoral ni encontrará alegría, ni formará
a las personas y comunidades para una auténtica y gozosa
esperanza. Los clérigos, aun con la mejor voluntad, si nos situamos
como maestros y no como hermanos, nos cerramos el camino para
el servicio de la esperanza y podemos ser un obstáculo para que el
pueblo elegido descubra la fuente de la verdadera alegría. Sin dar-
nos cuenta, podría sucedemos como a los maestros de la Ley, que
imponían fardos pesados a los pobres y débiles en la fe. Ni entraban
ellos en la alegría del Reino ni dejaban entrar a los pequeños.
Si el relativismo obstruye el camino hacia la gozosa esperanza —
pues cierra el horizonte de la verdad, fuente de libertad y vida—, no
es menos cierto que también lo obstruyen los maestros que pre-
tenden controlar la fe de los débiles y no cesan de dictarles lo que
deben hacer, confundiendo la verdad de Dios con las mediaciones
relativas. Dios mira el corazón, mientras que los maestros de la Ley
se quedan en las apariencias. Así, se incapacitan para llevar
adelante una auténtica formación para la alegría. No es lo mismo
educar para el deber que educar para vivir desde el don. Y

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precisamente esta es la tarea. Benedicto XVI insiste en la necesidad
de vivir del don. No es menos exigente, pero la exigencia nace de la
experiencia gozosa. El amor puede ser mandado porque antes nos
ha sido dado. Porque en la eucaristía el Señor se hace pan partido
para la vida del mundo, la persona eucarística descubre que su
vocación es ser pan partido con Cristo para la vida del mundo. La
experiencia de la comunión se traduce en el don de sí a los demás.
Añadamos una observación importante: la misión propia del mi-
nistro del Evangelio es dar testimonio de Dios y de su salvación, sin
pretender convencer a los demás con una dialéctica estéril. Pablo
exhortaba a Timoteo, su fiel colaborador, a evitar la palabrería, la
discusión inútil y estéril, como condición indispensable para man-
tener el combate de la fe (cf. 2 Tim 2, 14-18; 4, 1-8).
Pasemos ahora a resaltar algunos puntos de la Carta a los fili-
penses. Antes de nada, podemos plantearnos las siguientes pregun-
tas: ¿por qué el apóstol desea formar a la comunidad en la alegría
pascual?; ¿en qué circunstancias lo hace y cómo lo hace?; ¿qué
busca al formar para la alegría pascual?

III. LA ALEGRÍA EN EL CORAZÓN DE UNA EXISTENCIA


DRAMÁTICA

La Carta de Pablo a los filipenses rebosa cordialidad, alegría y


esperanza. En ella encontramos expresiones como: «Hermanos míos,
alegraos en el Señor... Volver a escribiros las mismas cosas, a mí no
me es molestia y a vosotros os da seguridad» (3, 1). «Estad siempre

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alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres» (4, 4). Pero esto no
quiere decir que la comunidad no viviera graves problemas. La
denuncia de los judaizantes y de aquellos que actuaban como
enemigos de la cruz de Cristo, así como las diferentes llamadas a la
humildad, a tener en cuenta a los demás, a evitar las rivalidades y
envidias, etc., bastan para mostrar que la exhortación a la alegría
acontece en el corazón de una existencia dramática.
Alegrarse en el Señor o estar alegres en el Señor comporta una
manera de situarse en la vida, en el dramatismo de la existencia.
Pablo presenta la alegría como una constante del carácter cristiano.
Es fruto de estar enraizados en Cristo, en el dinamismo de su
humillación y glorificación. El creyente sabe, a pesar de los signos
contrarios, que el Señor está a la puerta, cercano y activo. No se
trata de buscar caminos de evasión ante las pruebas inherentes a la
vida y la misión en medio del mundo, sino de afrontarlas desde la
comunión con Cristo. De la misma manera que la resurrección se
enraíza en la noche de la cruz, así la energía y la alegría del
cristiano brotarán de la comunión con los sufrimientos de su Señor.
En la medida en que el discípulo y apóstol participe en la muerte de
Cristo, participará del poder de su resurrección (cf. Flp 3, 10). La
alegría se vive, entonces, desde la humildad y la debilidad. Es la
condición para estar alegres en el Señor.
En el centro de la carta se halla un himno cristológico que es una
auténtica joya y que subraya esta idea. Jesús es siempre la referen-
cia última del apóstol y de la comunidad. Porque se anonadó y se

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humilló haciéndose obediente hasta morir en la cruz, fue exaltado y
recibió el nombre sobre todo nombre (cf. Flp 2, 6-11). Jesús no
buscó el gozo inmediato, sino que se mantuvo firme en el combate
hasta derramar su sangre y así abrió el acceso hacia el Padre que el
pecado había cerrado (cf. Heb 12, 1-4). Pablo rechazará también
toda tentación de evasión y afrontará la vida con sus dificultades.
Dadas las necesidades de la comunidad, el apóstol opta por
quedarse entre los hombres en lugar de partir con Cristo, aun
cuando para él esto último era, con mucho, lo mejor (1, 21-24).
Asimismo, reacciona contra los que proponen una vida de bienestar
y de gloria, como enemigos de la cruz de Cristo (3, 2ss). Pablo
insiste en asumir con realismo el tiempo presente. Es una cuestión
de comunión con el Señor. En efecto, él entró en la historia para
instaurar el Reino a través de la ofrenda de su propia vida, de la
humildad y la humillación, de la obediencia hasta la muerte. No
hay salvación ni alegría fuera de la comunión con la cruz del Señor.
Ella constituye el único camino para compartir la luz y gloria de la
resurrección.
Porque no hay salvación fuera de la historia, Pablo exhorta a la
comunidad a huir de los paraísos artificiales y a vivir de
acuerdo con el dinamismo de la encarnación redentora. Para
ello predica el Evangelio de la gracia e invita a la comunidad a
cultivar, en sus relaciones, los mismos sentimientos de Cristo. Y
porque el poder de la resurrección está ya actuando en la
comunidad, la carta se convierte en una vibrante llamada a la

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alegría: los sufrimientos por los que pasa el apóstol encarcelado y la
comunidad acosada son una buena ocasión para dar a conocer a
Jesucristo a los hombres, esto es, para llevar a cabo la misión
recibida.
«La alegría en el Señor», tanto para el apóstol como para la co-
munidad, es siempre la alegría pascual. Se vive entre cadenas y
persecuciones, entre luchas y conflictos con los de fuera y con los
dentro. La verdadera alegría no está reñida con una cierta angustia
e indignación ante los dolorosos y dramáticos acontecimientos de la
historia. En efecto, «el poder» de la resurrección, centro del mensaje
apostólico, permite asumir con gozo y esperanza la prisión, así
como las sospechas y traiciones, incluso situarse con alegría ante la
muerte. El mismo fracaso misionero, esto es, el hundimiento de
tantos y tantos años de trabajo y oración, no paralizan al apóstol ni
le arrebatan la alegría profunda, pues sabe que la fuerza de la
resurrección tiene la última palabra en la historia de los hombres y
la comunidades. Esa fuerza le permitía perseverar en la acción,
afrontando las dificultades y rechazando obstinadamente la tenta-
ción de la huida vergonzante. La vida del apóstol y de la comunidad
se edifican sobre la de aquel que se despojó de su rango y su forma
divina, para revestirse de la forma de siervo, que no se hace atrás
ante las insidias de sus adversarios (cf. Is 50, 4-9). La resurrección
es la palabra definitiva de Dios. La cruz es palabra penúltima, cami-
no de gloria y triunfo (cf. Is 52, 13-53, 12).
La formación para la alegría y la esperanza cristianas supone, por

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tanto, partir del dramatismo que caracteriza la existencia. San
Agustín recordaba que los que no confortan a los débiles para
afrontar las pruebas con decisión y confianza son pastores
negligentes. Si les inducen a esperar prosperidad y bienestar, esa
misma prosperidad será la causa de su ruina. Únicamente quien
edifica sobre roca caminará en la alegría de la esperanza. «¿Cómo
definir a los que, por temor a escandalizar a aquellos a los que se
dirigen, no solo no los preparan para las tentaciones que se
avecinan, sino que incluso les prometen la felicidad en este mundo,
siendo así que Dios mismo no la prometió?».
Formarse y formar para la alegría, por tanto, reclama de nosotros
ser lúcidos y, a la luz de la experiencia paulina, interrogamos sobre
cómo vivimos estos puntos esenciales:
— ¿Hasta qué punto es Cristo muerto y resucitado el centro
vital y unificador de nuestra existencia de discípulos y
«apóstoles» en la comunidad cristiana? Acoger y anunciar el
evangelio de Dios, esto es, ser testigos de Jesucristo es lo único
importante para Pablo y sus colaboradores en la evangelización.
Secundarias son las circunstancias en que se lleve a cabo el
testimonio. La debilidad y la prisión, lejos de ser obstáculos,
pueden convertirse en la circunstancia idónea. ¡Cómo cuesta
entenderlo! El apóstol forma a la comunidad en la alegría dando
testimonio de ella con sencillez, humildad y verdad. La educación
se lleva a cabo más que mediante discursos, mediante el
testimonio y el contagio. La prisión de Pablo podía verse como un

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obstáculo, pero él la vive como una posibilidad de que el nombre del
Señor sea conocido. Y lo mismo ocurre con la rivalidad de quienes
lo anuncian con segundas intenciones. El apóstol de las gentes no
tenía más interés que dar a conocer a Jesucristo. Era su centro
vital. Por eso podía decir con toda verdad: «Al fin y al cabo, hipócrita
o sinceramente, Cristo es anunciado, y esto me alegra y seguirá
alegrándome». La razón es clara: «Para mí la vida es Cristo, y el
morir, una ganancia» (1, 12-26). Cuando la vida y la acción del
discípulo no está centrada en el Señor, se cierra él mismo el camino
para experimentar la alegría del Señor. Quizás podamos llegar a ser
buenas personas o buenos funcionarios de la religión, pero no
contagiaremos la alegría fruto del Espíritu.
— ¿Nos alegra sabernos siervos de Cristo, compartir su misma
condición? Jesús tomó la forma de siervo y el apóstol encuentra su
gozo en compartir su suerte. La alegría del apóstol y de la comu-
nidad reside, en última instancia, en la unión y conformidad con la
suerte del Siervo. Para vivir de la alegría del Señor es necesario
superar la mera relación exterior con él. Cristiano de veras es quien
deja vivir a Cristo en él (cf. Gal 2, 20). El exterior debe ser la
expresión del interior. La vida en Cristo es comunión con los
sufrimientos y las alegrías del Siervo.
—La alegría, en definitiva, se presenta como una manera de
situarse en la existencia dramática de nuestro mundo. Se puede
hacer desde uno mismo, desde ciertos valores o desde la cultura, o
hacerlo desde el Señor muerto y resucitado. En ello se centra la

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actividad apostólica de Pablo respecto de sus comunidades.
La alegría constituye la tónica dominante en la vida y la misión de
Pablo. El apóstol se halla inmerso en el misterio de Cristo y esta
experiencia le llena de gozo y de fuerza, de modo que las situaciones
difíciles se transfiguran y se convierten en fuente de vida y coraje
misionero (cf. 2 Cor 2, 3; 6, 10; 7, 4.13; 8, 2, etc.). Se presenta así
como una manifestación del Espíritu y uno de los signos del reino
de Dios (Rom 14, 17; 15, 13; Gal 5, 22; 1 Tes 1, 6). Sirve para
caracterizar las relaciones entre la comunidad y el apóstol (Flp 4, 1;
cf. 1 Tes 2, 19s).

IV. ORAR Y TRABAJAR CON ALEGRÍA POR LA COMUNIDAD

La alegría configura el estilo de orar y trabajar del apóstol. Su


oración se enmarca siempre en la acción de gracias; su actividad
refleja «una esperanza contra toda esperanza». Pablo estaba
convencido de que sus trabajos serían fructuosos en el Señor.
Había descubierto en la fe que el Señor obró y obra en la
comunidad nacida de la escucha de la Palabra de Dios, de la
necedad de la predicación. Con la convicción de que el Señor inició
la fe en los filipenses y de que él la llevará a su plenitud, ruega por
ellos con alegría. Él se declara un simple colaborador de Dios. La
acción de gracias y la súplica son las expresiones de su amor
apasionado por la comunidad, y de su humildad y dependencia del
Señor. No se considera propietario de la comunidad, sino siervo de
Cristo y de la propia comunidad.

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Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando
siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a
causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el
primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en
vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el día de Cristo
Jesús. Y es justo que yo sienta así de todos vosotros, pues os llevo en
mi corazón, partícipes como sois todos de mi gracia, tanto en mis
cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio. Pues
testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón
de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga
creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo
discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin
tacha para el día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen
por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios (Flp 1, 3-11).

Para Pablo, sus comunidades fueron causa de suma preocupación,


mas también de inmensa alegría, como se expresa en su acción de
gracias y súplica. Ante las complejas situaciones en que desarrolló
su misión, el apóstol pudo sentirse perplejo, pero nunca angustiado
o derrotado. Ni se atribuyó el éxito ni se acongojó ante las
dificultades o el futuro de las comunidades que, mediante el
Evangelio, había engendrado entre dolores de parto, pues la misión,
como cualquier alumbramiento, acarrea muchos sufrimientos.
Como Jesús en la víspera de su pasión confió sus discípulos al
Padre, así Pablo confió a Dios el futuro de su obra apostólica. Al
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despedirse de los presbíteros de Éfeso, les dice: «Os encomiendo a
Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el
edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Hch 20, 32).
La oración de intercesión en modo alguno significa indiferencia. El
apóstol es un hombre entregado a la causa de Jesucristo, un
verdadero servidor de la comunidad. Le preocupa el futuro de esta,
como le preocupaba a Cristo el futuro de los suyos, y por ello ora y
trabaja, pero con la confianza en que el Padre cuida de sus hijos.
Pablo fue muy serio en su trabajo, pero no se tomó a sí mismo de-
masiado en serio: sabe que Dios trabaja siempre. «Mi Padre —dijo
Jesús— trabaja siempre y yo también trabajo» (Jn 5, 17). Nosotros
no siempre somos serios, pero tendemos a tomarnos muy en
serio, lo cual nos genera crisis de ansiedad y angustia. Somos
serios cuando nos situamos como colaboradores de Dios según la
gracia recibida, y nos tomamos en serio cuando pensamos que el
fruto viene de nosotros. El fruto es siempre de la vid, aun cuando
los sarmientos son necesarios por designio del Señor. Cierto, el
crecimiento de la comunidad de acuerdo con el Evangelio acrecienta
la alegría del apóstol, pues es el signo de que el Señor está llevando
a cabo la obra buena que inició en ellos. Así lo expresan estos
pasajes:

Os conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda


persuasión de amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda
entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo todos del

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mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos
sentimientos. Nada hagáis por rivalidad ni por vanagloria, sino con
humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí
mismo, buscando cada cual no su propio interés, sino el de los
demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (2,
1-4). Hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona,
manteneos así firmes en el Señor, queridos (4, 1).

Dar a conocer a Jesús era la pasión de Pablo; y su alegría más


honda, que fuera conocido de todos. También formaba parte de su
alegría que los creyentes perseverasen fieles al Evangelio que ha-
bían recibido por su medio. En esta perspectiva no cesaba de orar y
de trabajar para que las comunidades adquiriesen la forma de Cris-
to y crecieran en la comunión con él. Una y otra vez los exhortó a
marchar en la alegría del Espíritu: siempre es posible, aun en medio
de las pruebas y dificultades. Lo realmente importante, como vemos
en la vida de Cristo, es conocer y poner en práctica la voluntad de
aquel «que nos sacó del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado
al reino del Hijo de su amor» (Col 1, 13). Ahora bien, para conocer y
permanecer en la voluntad del Señor, no podemos contentarnos con
la superficialidad o mediocridad. La alegría del Espíritu requiere de
los discípulos del Señor avanzar en todo momento con lucidez y
discernimiento, con constancia y fe, hasta la manifestación del día
del Señor que llega sin tardar (cf. 1, 6.10; 1 Cor 1, 7-9)3. Pero la
senda se hace inviable si el amor pierde su objetividad y se reduce a
mero sentimiento, impulso emotivo o pasión pasajera.
20
Pablo, en comunión con el Señor venido en la forma de Siervo, va a
la cabeza del pueblo en el combate por la fe, por el Evangelio. Invita
a descubrir el honor que supone padecer por Cristo. Como indiqué,
el quicio sobre el que gira el conjunto de la carta es su himno
cristológico, fuente de una alegría audaz y permanente. El apóstol
motiva así a las comunidades a mantener el combate de la fe con
los de fuera y con los de casa, pues el dinamismo del mundo se
abre camino en el seno de la misma comunidad. Con lágrimas
denuncia que algunos se comportan como enemigos de la cruz de
Cristo.

Lo que importa es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio
de Cristo, para que tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga
de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis
acordes por la fe del Evangelio, sin dejaros intimidar en nada por los
adversarios, lo cual es para ellos señal de perdición y para vosotros
de salvación. Todo esto viene de Dios. Pues a vosotros se os ha
concedido la gracia de que por Cristo... no solo que creáis en él, sino
también que padezcáis por él, sosteniendo el mismo combate en que
antes me visteis y en el que ahora sabéis que me encuentro (1, 27-
29).

El riesgo de marchar de acuerdo con los criterios mundanos es muy


fuerte. Por ello insiste el apóstol en el camino de la humildad y de la
armonía para formar la comunión sacramental que la comunidad
cristiana está llamada a ser en medio del mundo. Tengamos

21
confianza en medio de las fragilidades; el Señor obra el querer y el
poder. En medio del mundo es preciso luchar con alegría. La alegría
del apóstol es la alegría de la comunidad.
Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es
quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece.
Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para que seáis
irreprochables e inocentes, hijos de Dios sin tacha en medio de una
generación tortuosa y perversa, en medio de la cual brilláis como
antorchas en el mundo (2, 12-15).

Pero esto supone un camino progresivo, hecho desde la experiencia


y el conocimiento de Jesucristo. Ya no se trata de mirar hacia atrás
ni de mirar nuestra propia fragilidad. Desde el punto en que se
encuentre, la comunidad está urgida a avanzar con paso decidido.
Pablo transmite a su manera las enseñanzas del Señor: la renuncia
radical es posible cuando hemos encontrado la perla preciosa,
cuando tenemos experiencia de haber sido alcanzados por el Señor.

Los verdaderos circuncisos somos nosotros, los que damos culto


según el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús sin poner
nuestra confianza en la carne, aunque yo tengo motivos para confiar
también en la carne... Pero lo que era para mí ganancia, lo he
juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es
pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para
ganar a Cristo, y ser hallado en él no con la justicia mía, la que viene
22
de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de
Dios, apoyada en la fe, y conocerlo a él, el poder de su resurrección y
la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en
su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos.
No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que
continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo
mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo
alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me
lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcan-
zar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús...
Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como
salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable
cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del
poder que tiene de someter a sí todas las cosas (3, 2-21).

Pero esta perspectiva no ha de hacernos olvidar las dimensiones


propias de la alegría humana. Al contrario: la alegría en el Señor
permite vivir con mayor fruición las pequeñas alegrías cotidianas,
como se deduce de textos como el siguiente:

Espero en el Señor Jesús poder enviaros pronto a Timoteo, para


quedar también yo animado con vuestras noticias... Y aun confío en
el Señor que yo mismo podré ir pronto. Entretanto, he juzgado
necesario devolveros a Epafrodito, mi hermano, colaborador y
compañero de armas, enviado por vosotros con el encargo de ser-
virme en mi necesidad, porque os está añorando a todos vosotros y
23
anda angustiado porque sabe que ha llegado a vosotros la noticia de
su enfermedad. Es cierto que estuvo enfermo y a punto de morir. Pero
Dios se compadeció de él; y no solo de él, sino también de mí, para
que no tuviese yo tristeza sobre tristeza. Así pues, me apresuro a
enviarlo para que, viéndolo de nuevo, os llenéis de alegría y yo quede
aliviado en mi tristeza. Recibidlo, pues, en el Señor con toda alegría
(2, 19-30).

El apóstol conjuga en su vida la alegría del Señor con las pruebas y


tristezas propias de la existencia y de la misión. La alegría en el
Señor se sitúa en el centro vital de la persona, más allá de la psi-
cología. Las tristezas y angustias inherentes a la persona, por tanto,
conviene vivirlas desde el conocimiento del Señor, fuente de la paz y
la alegría que el apóstol trata de desarrollar en la comunidad de fe,
amor y esperanza.
Pablo, por otra parte, comparte su gozo y agradecimiento por las
buenas disposiciones de los filipenses con relación a él. Es también
una manera de formar para la alegría. En las palabras dirigidas a
los presbíteros de Éfeso en Mileto, el apóstol afirmaba: «Mayor felici-
dad hay en dar que en recibir» (Hch 20, 35). Formar para la alegría
en el Señor es educar para el servicio y el compartir fraterno. Dar y
recibir en la alegría es lo propio de una existencia en Cristo Jesús,
el cual se hizo pobre para enriquecemos con su pobreza (2 Cor 8,
9). He aquí como se expresa esta realidad en la Carta a los
filipenses:

24
Me alegré mucho en el Señor de que ya al fin hayan florecido vues-
tros buenos sentimientos para conmigo. Ya los teníais, solo que os
faltaba ocasión de manifestarlos. No lo digo movido por la necesidad,
pues he aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso
y sobrado... Todo lo puedo en Aquel que me conforta. En todo caso,
hicisteis bien en compartir mi tribulación. Y sabéis también vosotros,
filipenses, que en el comienzo de la evangelización, cuando salí de
Macedonia, ninguna Iglesia me abrió cuentas de «haber y debe», sino
vosotros solos... No es que yo busque el don, sino que busco que
aumenten los intereses en vuestra cuenta... Mi Dios proveerá a todas
vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza, en
Cristo Jesús (4, 10-19).

El apóstol, partiendo de un hecho concreto, ensancha la pers-


pectiva, de forma que todo sea vivido en la luz de Cristo. Todo lo
puede en Aquel que lo conforta. Las pruebas y tristezas humanas,
así como los consuelos y las alegrías de cada día, se enmarcan en la
fe en el Señor muerto y resucitado. Esto supone escapar a «la
tentación moralizante», que consiste en situarse como juez de las
personas y situaciones. Pablo lee todo desde esta convicción: el
Señor está vivo y actúa en la historia, tanto en lo negativo como en
lo positivo. Las cadenas contribuyen al anuncio de Jesucristo.
Igualmente la ayuda de los filipenses. Todo es vivido desde Cristo,
que no cesa de consolar al apóstol con su presencia.

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V. EL APÓSTOL Y LA COMUNIDAD UNIDOS EN EL MISMO
COMBATE
Pablo antepuso las necesidades de la comunidad eclesial incluso a
su propio provecho espiritual. Aunque para él lo mejor y más se-
ductor era «partir para estar con Cristo», decidió quedarse al
servicio de los filipenses, para ayudarles a progresar en la alegría y
en la fe (cf. 1, 21-24). El trabajo a favor de la comunidad será
motivo de orgullo en el día del Señor. Ofrecerse en libación por la fe
de ellos es motivo de alegría, a la que invita los cristianos de Filipo.
No cesa, por otra parte, de exhortar a la comunidad a tomar parte
en los trabajos del Evangelio, a compartir el combate de la fe, a des-
cubrir como una verdadera gracia los sufrimientos y padecimientos
por Cristo. Habla la experiencia, no son simples teorías.
La comunidad debe alegrarse y congratularse con el apóstol, pues
los sufrimientos de alumbrar la fe en la comunidad y en cada uno
de sus miembros son el signo de que realmente está participando
en la vida del Señor. El seguimiento de Jesús es un camino de
comunión y de configuración con la muerte de Jesús para parti-
cipar en su gloria. Esta es la verdad, como venimos diciendo, que
determina toda la existencia del apóstol y de la comunidad. No son
dos vidas paralelas, sino que se hallan unidas en Cristo.
Y aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el
sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegraría y congratularía con
vosotros. De igual manera, también vosotros alegraos y congratulaos
conmigo (2, 17-18).

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No puede formar para la alegría quien permanentemente se lamenta
de su situación o de los trabajos a causa del Evangelio. Si la
formación tiene como meta dar la forma de Cristo a la comunidad,
esto supone dolor y desgarro tanto en quien alumbra como en quien
es alumbrado. Se habla siempre del dolor de la mujer que da a luz,
pero se olvida el sufrimiento del bebé que abandona el seno mater-
no para enfrentarse a un mundo nuevo y, en ocasiones, inhóspito.
De manera similar, abandonar la cultura y sus criterios de valor y
de acción supone siempre un desgarro interior. Esto lo olvidamos
con frecuencia los que venimos de la cristiandad. Quien quiera ser
cristiano hoy debe aceptar de antemano el rechazo de la sociedad y
de la propia familia. La fe no es una situación confortable a los ojos
del mundo. La formación se realiza, ante todo, mediante la pedago-
gía del testimonio y del contagio.

VI. CONCLUSIÓN

El apóstol puede formar a los demás en la alegría porque él mismo


se halla arraigado en la alegría del Espíritu, porque se sabe en las
manos del Señor, como un instrumento elegido por Él. Esto supone
vivir el exterior desde el interior. La formación para la alegría, pues,
se orienta a cambiar el corazón de las personas, a educar la mirada
para ver todo a la luz de aquel que nos amó primero, tomando la
forma de siervo y dando la vida por nuestra salvación.
Será necesario educarnos y educar para ver, tanto en lo positivo

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como en lo negativo de la realidad, la presencia salvadora del Señor.
Él nos da la vida y las cosas, él nos ofrece el perdón de los pecados
y nos introduce en la vida divina. La alegría, por tanto, se
encuentra en el centro vital de la persona del creyente. En la vida y
la muerte somos del Señor. Esta convicción sostiene la alegría del
apóstol en medio de las alegrías y tristezas de nuestro mundo.
Tratemos de concretar algunas pautas prácticas, pues la alegría del
Espíritu también requiere un cierto equilibrio de vida en la cultura
y sociedad en que cada uno lleva a cabo su vocación y misión.

1. Formarnos y formar para la sencillez y el equilibrio de vida.


La sencillez de vida propia de la fe no cuadra con la angustia y el
tormento del voluntarismo. Hay personas angustiadas y que angus-
tian, pues se actúan desde el «tengo que hacer...». Se creen los
salvadores del mundo. Fíate de Dios y te indicará el camino a seguir
para ir más lejos de lo que tú podrías imaginar y comprometerte. El
equilibrio de vida es fundamental. Cada uno debe encontrar el
suyo, siendo obediente a sus riquezas y pobrezas, posibilidades y
heridas. Cada uno debe dar a su vida el ritmo adecuado. La alegría
humana es importante para dar razón de una forma gozosa de
nuestra esperanza. La alegría humana y la alegría divina no se
contraponen, sino que se postulan mutuamente. Hay gente que está
muy «apretada» de trabajo (no digo que no haya que trabajar mucho),
pero recordemos que donde no hay sencillez y libertad, la alegría se
esfuma.

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2. Formar y formarnos para el gozo del perdón.
Dios nos perdona siempre. En lugar de angustiarnos por nuestras
dificultades, heridas y limitaciones (nada de esto impide luchar), es
preciso disfrutar con el perdón del Señor. La alegría de la salvación
nos ha sido dada en Cristo Jesús. Pablo insistía sobre este punto a
sus comunidades: «No estéis tristes, es el día del Señor: id,
comed...» (Neh 8). Renovarse en el sacramento de la alegría, del
perdón.

3. Formar y formarnos para gustar y saborear la palabra de


Dios, que es fuente de alegría.
Para ello debemos vivir el estudio de la Palabra y la celebración de
los sacramentos como un verdadero encuentro con el Señor. El
papa Benedicto XVI, hablando de la eucaristía y de la
transformación moral que ella promueve, escribe: «Esta referencia al
valor moral del culto espiritual no se ha de interpretar en clave
moralista. Es ante todo el gozoso descubrimiento del dinamismo del
amor en el corazón que acoge el don del Señor, se abandona a él y
encuentra la verdadera libertad. La transformación moral que
comporta el nuevo culto instituido por Cristo es una tensión y un
deseo cordial de corresponder al amor del Señor con todo nuestro ser,
no obstante la conciencia de la propia fragilidad» (Sacramentum
caritatis, 82).

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4. Formar y formarnos para leer los acontecimientos de la
existencia en clave teologal.
El creyente sabe que la historia no está sometida al destino ciego,
sino que es Dios quien la conduce hacia la meta fijada por él de
antemano, sin por ello eliminar la libertad del hombre. El libro de
los comienzos de la humanidad y de Israel se cierra con unas
palabras muy significativas. Son una lectura de fe que supera la
lectura «moralista» (justa en sí, pero insuficiente). Muere Jacob, el
padre de José, y sus hermanos acuden a este para pedirle que no
tenga en cuenta su crimen; y, para salvar sus vidas, se ofrecen
como siervos suyos. Pero no es esa la lectura de fe, sino esta: José
responde a sus hermanos: «No temáis, ¿soy yo acaso Dios? Vosotros
intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar
vida a un pueblo numeroso, como hoy somos» (Gn 50, 19-20). Y los
consoló e infundió confianza. Así pues, lo propio de la lectura
teologal es asumir el proyecto de Dios a través de hechos y
acontecimientos a veces dolorosos y nefastos.

5. Formar y formarnos para celebrar bien la eucaristía.


En la eucaristía celebramos el acontecimiento de la salvación, la
acción de Dios; la eucaristía es prenda de nuestro futuro. «Dichosos
los invitados al banquete». El banquete de la nueva alianza no
puede ser triste. La rutina nos gana con frecuencia y nos priva de la
verdadera alegría. La eucaristía es memorial del don de Cristo y
también de nuestro futuro, que se nos ha dado ya en Cristo.

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6. Formar y formarnos para dar razón de la esperanza.
Dar razón de nuestra esperanza no siempre resulta cómodo, pero
siempre es gozoso si lo hacemos con fe, sencillez y modestia.
«Aunque sufrierais a causa de la justicia, dichosos de vosotros. No
les tengáis ningún miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto al
Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar
respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero
hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia,
para que aquello mismo que os echen en cara sirva de confusión a
quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo» (1 Pe 3, 13-
17). Solo los testigos gozosos de la fe podrán comunicar a sus
hermanos la alegría de creer. La misión es, ante todo, contagio y
testimonio. Los jóvenes vendrán si ven en los creyentes rostros
alegres y prontos para el servicio por amor.

7. Formar y formarnos para desarrollar en nosotros el bien


supremo y sublime del conocimiento de Jesucristo.
La radicalidad evangélica brota de la alegría de haber encontrado el
tesoro, la perla preciosa. El discípulo que se aparta o no cultiva el
conocimiento de Jesucristo, abandona el camino de la alegría.

¡Hermanos, Dios nos llama a la alegría en Cristo Jesús! El Espíritu


la hace posible en nosotros. La Trinidad Santa es la fuente de la
alegría de los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo.

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