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Fondo Documental Lasallista 07

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Las 4 primeras biografías de

SAN JUAN
BAUTISTA DE LA
SALLE
Hno. José María Valladolid (editor)

ARLEP
Publica Hno. Rodolfo Patricio Andaur Zamora
Para uso educativo y/o de investigación, sin fines de lucro.
Temuco – Chile 2016
LAS CUATRO PRIMERAS
BIOGRAFÍAS
DE SAN JUAN BAUTISTA
DE LA SALLE

TOMO III

Jean-Baptiste BLAIN

ESPÍRITU Y VIRTUDES
DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA DE LA SALLE
Edición preparada
por José María Valladolid, fsc.
Madrid, mayo de 2010

© La Salle Ediciones
Marqués de Mondéjar, 32
28028 MADRID

Impreso en Villena, A. G.
ISBN: 978-84-7221-495-8
Depósito legal: M-46744-2010

Printed in Spain

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin el permiso escrito de los titulares del copyright,
la reproducción o la transmisión total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento mecánico o electrónico, incluyen-
do la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 5

Juan Bautista Blain, biógrafo de san Juan Bautista de La Salle


Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 7

ESPÍRITU, SENTIMIENTOS Y VIRTUDES

DE

SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE

por

J. B. BLAIN

CUARTA PARTE DE

LA VIE DE MONSIEUR JEAN BAPTISTE DE LA SALLE

INSTITUTEUR DES FRÈRES DES ÉCOLES CHRÉTIENNES

publicado en Ruán, Francia, en 1733


Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 9

PRESENTACIÓN

Al editar en español las cuatro primeras biografías de san Juan Bautista de La Salle,
en este tercer tomo recogemos la parte cuarta de la Vida del señor de La Salle, escrita
por Juan Bautista Blain.
En el primer tomo se han recogido las tres primeras biografías, a saber: la escrita
por el Hermano Bernard y las dos escritas por François-Élie Maillefer.
En el segundo tomo se han recogido las tres partes de que consta la Vida... escrita
por Blain y publicada en Ruán, en 1733. Forman la biografía completa del santo, y en
el original francés abarcan todo el tomo primero, de 446 páginas, y la primera parte
del tomo segundo, que son 196 páginas (Cahier Lasallien n.os 7 y 8). La traducción ha
sido hecha por el Hno. José María Valladolid, que ha tratado de mantener los mismos
criterios que se siguieron para traducir las Obras Completas de San Juan Bautista de
La Salle.
El Instituto hizo la segunda edición de la biografía escrita por Blain, en francés, en
1887; la tercera en 1889; hay además otra edición publicada por la Société de
Saint-Augustin, fechada en 1901, en Lille-Paris. Pero ninguna de estas tres ediciones
contenían el texto íntegro de Blain, sino el revisado por el abate Augusto Carion, a
quien el Superior General había encomendado la revisión de la obra de Blain. Las tres
ediciones tienen cambios con relación al original de Blain. El principal es la
supresión de las 113 primeras páginas, donde Blain intenta hacer una historia de las
instituciones dedicadas a la educación de niños y niñas. Hay otros cambios menores,
pero numerosos, consistentes en la supresión o modificación de algunos párrafos, y
en el cambio de palabras o frases, con el fin de mejorar el estilo literario.
Cuando los Hermanos se establecieron en España publicaron, en 1905, en Madrid,
un libro titulado Espíritu y Virtudes de San Juan Bautista de La Salle, traducido no de
la cuarta parte de la biografía de Blain, sino de la arreglada por el abate Carion.
Cuando se necesitó editar de nuevo este libro (Madrid, 1962), se hizo una nueva
traducción, dejando de lado el texto del abate Carion y ateniéndose al original francés
de Blain.
De todo lo dicho se deduce que los lectores de habla española no han tenido acceso
directo a la biografía de nuestro fundador escrita por Blain, ya que nunca fue
traducida, sino sólo a la parte cuarta, que sigue a la biografía propiamente dicha, es
decir, al Espíritu y Virtudes, como tradicionalmente se conoció entre los Hermanos.
En este tercer tomo recogemos la traducción de la edición de 1962. Es casi literal,
aunque algunas expresiones del francés del siglo XVIII no se han traducido
correctamente, y en otras ocasiones predomina una redacción más literaria que literal;
10 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

pero hemos preferido respetarla, reproduciéndola en este tomo, en consideración al


duro esfuerzo que supuso al editarlo, y porque es el único texto fiel al que han tenido
acceso los Hermanos de lengua española desde 1962.
En este tercer tomo también recogemos varios complementos, que Blain añadió a
la Vida del santo, y que nunca se habían traducido ni publicado en español. Se trata de
la vida de algunos Hermanos de las Escuelas Cristianas fallecidos en olor de santidad;
el relato de algunos hechos que no se incluyeron en la biografía del santo, en tres
capítulos; el relato de la inhumación del cuerpo del santo y su traslado a San Yon; y,
en fin, unas advertencias hechas por Blain como reacción al juicio riguroso dado
sobre su biografía por algún Hermano, y tres testimonios elogiosos sobre la misma.
En total suman 134 páginas. Además in cluimos el Decreto de canonización del santo
Fundador, que se añadió en la edición de 1962, y que, lógicamente, no pudo conocer
Blain.
Dentro del texto se ha incluido, entre ángulos (< >), un número, que corresponde a
la paginación del original francés. La razón es que los índices no hacen referencia a la
página de cada tomo, sino a la paginación seguida en los originales franceses, en los
números 7 y 8 de los Cahiers Lasalliens.
De todos es conocido que el estilo de Blain, en todos sus escritos, es ampuloso y
pesado; que incurre en repeticiones y en consideraciones personales que alargan
innecesariamente la información que ofrece. Es un estilo propio de su tiempo, que
actualmente se nos hace difícil de digerir. Pero tiene el valor de ser una fuente
imprescindible para el conocimiento y estudio de nuestro santo Fundador. A pesar de
todos los aspectos negativos, consideramos que vale la pena disponer del texto
genuino relativo a la vida de san Juan Bautista de La Salle.
Incluimos, además, en esta edición un trabajo de extraordinario valor del Hermano
Maurice-Auguste, que es una relación prácticamente completa de los dichos y de los
escritos atribuidos a san Juan Bautista de La Salle. Lo publicó en 1980 en el
Cahier Lasallien número 10, páginas 73 a 213. Como esta edición de las primeras
biografías del santo Fundador, traducidas al español, tiene la intención de ayudar a los
investigadores y estudiosos del santo, dicha relación, sobre todo en su original
francés, les ofrecerá la posibilidad de señalar algunos términos que usan los biógrafos,
pero que no empleó La Salle. Será muy conveniente utilizar al mismo tiempo, para
descubrirlo, esta relación de dichos y el Vocabulaire Lasallien, en seis tomos.

Hno. José María Valladolid


Madrid, mayo de 2010
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 11

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AVISO AL LECTOR

SOBRE LA CUARTA PARTE DE LA HISTORIA DE LA VIDA


DEL SEÑOR DE LA SALLE

Creo deber advertir al lector que encontrará muchas cosas repetidas en esta
cuarta parte de la Vida del Sr. de La Salle.
Es casi imposible evitarlo, cuando se escribe de modo particular sobre las virtudes
de quienes se ha compuesto la biografía.
Por esta razón, sin duda, la mayor parte de nuestros ilustres autores que han
publicado, en estos últimos tiempos, las vidas particulares de algunos santos y santas
o de personas muertas en olor de santidad, no descendieron a los pormenores de sus
virtudes.
En efecto, sus vidas forman un tejido de actos de humildad, mansedumbre,
obediencia, mortificación, paciencia, caridad y demás virtudes cristianas; la materia
queda agotada y apenas resta algo por decir, cuando se los ha bajado al sepulcro.
Al describir a un hombre, y retratarlo de cuerpo entero, no es costumbre pintarlo
fragmentariamente ni representar separadamente el perfil de su cabeza, manos y
otros miembros. Por muy fecunda que sea la fantasía de los pintores, ninguno se ha
amoldado a idea tan peregrina. Y, con todo, es lo que aparentan hacer quienes
después de haber pintado de cuerpo entero a los héroes cristianos en la historia de su
vida, los describen por partes, especificando sus virtudes. Necesariamente, o vuelven
sobre sus pasos o se extravían, pues o repiten lo que dijeron o se introducen en los
lugares comunes.
¿Por qué, pues, se preguntará alguno, incurrir aquí en la misma falta, y exponerse
a desairar al lector culto, que se aburre con repeticiones y se arrepiente de haber
comprado el doble del mismo libro?
Para no cometer tal injusticia cayendo en esta falta, se han puesto en venta las tres
primeras partes que contienen la Historia total de la vida del Sr. de La Salle,
separadas de la cuarta. De este modo, ni el lector delicado, que no soporta le digan lo
mismo de dos maneras, ni el comprador interesado, que no tiene la humorada de
realzar el precio de un libro sin necesidad, tendrán motivo de queja.
En cuanto a mí se refiere, declaro ingenuamente que no he puesto la mano de
grado en esta cuarta parte. El temor a las repeticiones y a engrosar demasiado esta
Historia, me decidieron a poner punto final en la muerte del héroe. Pero los
Hermanos, como más interesados en este asunto, me
12 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2-200>
obligaron a no tener en cuenta razones que, a su parecer, son más aparentes que
reales.
«¿Para quién —me dijeron— escribe la vida de nuestro Padre? Para nosotros, sus
hijos, o para personas semejantes a nosotros, sencillas, ganosas de edificación; esto
es, para personas a quienes no asustan las repeticiones, y para las cuales son, en
cierta manera, necesarias, porque graban más perfectamente en el alma las cosas
que nunca pueden saberse bastante, ni decirse en demasía.
A los espíritus finos, que tienen a gala hacer alarde de su buen discernimiento, les
chocan, ciertamente, tanto las repeticiones leídas en los libros como las oídas en los
sermones; mas también es verdad que personajes de esta índole no tienen la
curiosidad de leer las historias de las vidas de santos, y dejan estas lecturas para
quienes intentan enfervorizarse. Y así como un predicador haría mal en acomodarse
a los oídos delicados, siempre en minoría, de auditorios numerosos en perjuicio de
las almas sencillas, a las cuales prodiga en balde las figuras de su elocuencia sin
sacar provecho de su discurso, por no estar adecuado al mayor número; de igual
modo puede afirmarse que un autor malogra sus fatigas cuando, por temor de
desagradar a los oyentes cultos, se avergüenza de repetir lo que puede aprovechar
muchísimo al común de los fieles.
Por otra parte —añadían—, al vender por separado la cuarta parte de la obra,
nadie podrá quejarse; porque únicamente la comprarán y leerán quienes juzguen
que les será de utilidad.
En cuanto a nosotros, que no podemos cansarnos de oír hablar de nuestro Padre,
la repetición, en lugar de aburrirnos, nos inculca con nuevo fruto los ejemplos de
virtud que anhelamos perpetuar en nuestra memoria.
Al fin y al cabo —agregaban—, muchos episodios que no han entrado en las, tres
primeras partes están compilados en la cuarta. Ya que cuanto atañe al Sr. de La Salle
nos es precioso, nos enojaría mucho vernos privados de la gracia, vinculada para
nosotros a las menores circunstancias de su vida.
A mayor abundamiento, el Sr. de La Salle dio de viva voz y consignó por escrito
lecciones admirables de todas las virtudes, por lo cual deseamos le haga hablar y él
mismo, y que, en el cuadro que pintó de las virtudes, nos muestre las suyas.
Finalmente, si autores ilustres no añadieron a la historia de la vida de las personas
santas los pormenores de sus virtudes, también hay muchos, tanto antiguos como
modernos, que lo hicieron; y, por consiguiente, se les pueden achacar las
repeticiones. Indudablemente les animó contra tal reproche el deseo de ser útiles a
las almas que tienen hambre y sed de justicia. Por tanto, hay que atenerse a estos
dechados, por el interés de la gloria de Dios y de la salvación de las almas».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 13

Primera página del Libro cuarto, o parte cuarta, de


La Vie de Monsieur Jean Baptiste de La Salle,
Instituteur des Frères des Écoles Chrétiennes:
Son esprit, ses sentiments et ses vertus.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 15

<2-201>

CAPÍTULO PRIMERO

Pureza de la fe en el señor de La Salle

I. Dios preserva a su siervo de los errores de su época


Aunque había nacido el señor de La Salle en unos tiempos en que los progresos de
los errores jansenistas corrían parejos con el ruido que metían, y en una ciudad donde
encontraron por mucho tiempo crédito y favor, así como numerosos y decididos
partidarios, le hizo Dios, en medio de esto, particularísima merced de ponerle en
guardia contra ellos, inspirándole muy pronto sumo horror a estas innovaciones. Esa
feliz prevención contra las nuevas doctrinas que llevó desde Reims, se afirmó más y
más durante su estancia en el seminario de San Sulpicio, de suerte que se mantuvo
siempre inaccesible a las más sutiles tentaciones sobre el particular. Al salir de esta
santa casa, uno de los baluartes del catolicismo en Francia y semillero de celosos
defensores de la sana y pura doctrina, volvió a continuar en Reims los estudios que
allí comenzó en su niñez, y se graduó de doctor; pero sin dejarse engreír por las
nuevas ideas que empezaban a introducirse en aquella escuela, una de las más
antiguas y célebres de Francia. Rehuía con cuidado toda disputa
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sobre tales cuestiones, según el consejo que dio san Pablo a Tito (III, 9) y a Timoteo
(1, 4, 7; II, 2, 23), porque de nada sirven para instruir y son origen de interminables
contiendas. Huía aún con más cuidado de los que, pagados de las nuevas opiniones y
engreídos con ellas, no acertaban a hablar más que de la predestinación y de la gracia,
ni parece sabían hacer otra cosa que suscitar nuevas disputas, siempre vanas e
inútiles, y eternizaban las discusiones y contiendas sobre la fe. Persuadido de que el
ministro del Señor debe limitarse a los conocimientos propios para afianzar su fe y
para alimentar su piedad y la de los demás, miraba todas esas indagaciones como
entretenimientos que sólo sirven para ocupar a gente ociosa o a los apóstoles del
error. Al estudio de las letras unía con diligencia el ejercicio de la piedad cristiana,
muy al revés de muchos otros que se pagan del vano título de sabios. Todo cuanto
sirve para despertar la curiosidad, fomentar el espíritu de disputa, procurar la
vanidosa reputación de hombre de ingenio, le parecía indigno de un doctor de la fe,
que prefiere defenderla más con el derramamiento de su propia sangre que con
discusiones. Hasta evitaba todo trato con los que él veía aferrados a los nuevos
errores, según el mandato que de ello da san Pablo a su discípulo Tito, persuadido de
que tales hombres están pervertidos y en estado de pecado, y condenados por su
propia conciencia, a pesar de toda la piedad exterior que afectan; porque si la
16 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

perversión del corazón no es en ellos el principio de la del espíritu, la perversión del


espíritu va por lo común seguida de la del corazón. Como además el veneno del error
es el más sutil, el trato con los que están infectados de él no tarda mucho en hacerse
contagioso. El Apóstol, que nos lo enseña, podía estar bien seguro de la fe de Tito, y
nada tenía que temer de sus tratos con los herejes; pero quería que su ejemplo
moviese a los fieles a separarse totalmente de ellos. Tomando el señor de La Salle este
consejo como mandamiento dirigido a él, cortó sin contemplaciones todo trato con
los partidarios de Jansenio, ya cuando se hallaba cursando sus estudios en la
Universidad de Reims.

II. Celo con que se declaró contra toda novedad en materia


de religión, inaccesible a toda consideración humana
Nadie fue capaz de apartarle en ningún tiempo de este camino seguro. Cuando sus
intereses materiales le aconsejaban llegar a un acuerdo con partido tan poderoso, que
podía hacerle mucho bien o mucho mal, que más adelante le brindó con sus bienes,
con su crédito y con su protección, que podía extender su Instituto, fundar y
multiplicar por todas partes las escuelas Cristianas, que buscó y solicitó su amistad
con toda clase de atractivos, jamás quiso ceder, y prefirió exponerse a los vivos
resentimientos de gentes que nunca perdonan, antes que tener trato con ellas.
Con haberse puesto de parte del prelado más poderoso del reino, que le miraba
como a santo y que le honraba con bondad y aprecio particularísimo, se hubiese
ahorrado todas las persecuciones de que fue víctima y hubiese visto a sus pies a los
mismos enemigos ante los cuales se veía humillado. Para ver a su Instituto
floreciente, autorizado con letras apostólicas, apoyado con el crédito de los grandes,
le hubiese bastado declararse en favor de los prelados enemigos de la constitución
Unigenitus.
Con esto sólo le hubieran venerado como a santo en París, hubiérale alabado todo
el mundo, y la suerte de la institución naciente hubiese quedado pronto asegurada.
Mas, cual otro Moisés, estimó en más los oprobios y las persecuciones que le
ocasionó la defensa de la fe que todos los tesoros de Egipto y los favores de los
anticonstitucionistas. En cuanto el prelado antes citado se hubo finalmente declarado
contra el parecer de la Santa Sede y del clero francés, en lo que respecta a la bula
Unigenitus, el señor de La Salle renunció a sus favores, y ni aun quiso tener trato con
él; prefirió, digámoslo así, dejarse aplastar bajo los pies de sus
<2-203>
adversarios, antes que valerse de la autoridad de un prelado que hubiera
experimentado el doble placer de hacerle justicia y de hallar ocasión de vengarse de
hombres que no eran menos enemigos suyos que del siervo de Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 17

III. Cuidado que puso en conservar a su rebaño fiel a la Iglesia romana


Su celo en este punto le hacía vigilante para preservar a su Instituto naciente del
veneno mortal de las novedades, que no deja nunca de debilitar el fervor y el orden
en todas partes donde se infiltra, y de destruir insensiblemente el espíritu de
subordinación y de sumisión, que es el alma de las comunidades. Con el mismo
cuidado procuró, por un lado, apartar de su casa, sin respeto humano, a aquellos cuyas
ideas eran sospechosas, cerrando absolutamente la puerta a todos los que se habían
declarado por la nueva doctrina; y, por otro, inspirar a sus discípulos adhesión
inviolable a la Santa Sede, sumisión entera a las decisiones del que es cabeza de la
Iglesia y de los pastores puestos para su gobierno, así como también sincero horror y
aversión hacia cualquier novedad, y decidido retraimiento de los que la favorecen; en
términos que no quería que los Hermanos tuviesen relación alguna con ellos. No
conviene —decía en una de sus cartas al Rvdo. Hermano Bartolomé— tener trato
ninguno con esas personas; y menos aún, depender de ellas. Para inspirarles la
precaución necesaria y avivar en ellos cierta justificada desconfianza sobre el
particular, se esmeraba en explanar ante sus ojos lo que enseñaban ellos mismos, en el
catecismo, y en explicarles los motivos que debían mantenerles unidos a la silla de
San Pedro y enteramente sumisos a las decisiones de la Iglesia, cuando habla por boca
de su pontífice y de los príncipes que Jesucristo le dio para gobernarla. A fin de evitar
repeticiones vamos a reunir ordenadamente sus principios, máximas, instrucciones y
prácticas sobre materia tan delicada e importante. El asunto lo merece, y el lector
encontrará en ellos doctrina propia para conservar su fe pura y sin tacha.

ARTÍCULO PRIMERO

Principios, máximas e instrucciones del señor de La Salle acerca


de la Iglesia; instrucciones del santo sacerdote
sobre el respeto y la sumisión a la Iglesia

Nadie quiere correr tras del error y la mentira. El deseo de la verdad es un deseo tan
ardiente y vivo que resulta natural y como necesario. Pero ¿dónde encontrar esta
verdad ansiada, que a tantos excita a buscarla? ¿Dónde tiene su morada? En la Iglesia.
Ésta es su órgano, su depositaria y su oráculo. Jesucristo nos encamina a ella. Él habla
por boca de la Iglesia; ésta es el trono donde reina, el tribunal en que juzga y la escuela
donde enseña. Debemos, pues, honrarla como a nuestra soberana, escucharla como a
nuestra maestra y amarla como a nuestra madre. La Iglesia merece nuestro respeto,
sumisión y amor. Respeto debido a su autoridad, sumisión a su infalibilidad y amor a
18 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

su bondad y solicitud. Tales eran los sentimientos para con la Iglesia que el señor de
La Salle trataba de inspirar a los suyos.

§ 1. Respeto debido a la Iglesia


Desde cualquier punto que se considere a la Iglesia, aparece revestida de títulos tan
nobles y caracteres tan augustos que infunde religioso respeto. Efectivamente, si toda
autoridad en general atrae y exige respeto, si éste crece a medida que aquélla
aumenta, ¿qué clase de respeto no tendrá derecho a esperar
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de sus hijos la Iglesia, en virtud de su autoridad, que es la mayor del mundo? Pues
¿dónde se hallará otra tan augusta y tan divina? Dicha autoridad tiene a Dios por autor
y a la religión por objeto. Estos caracteres le son propios y exclusivos.
En primer lugar, la autoridad de la Iglesia es divina, porque todo cuanto tiene lo
recibe directamente de Dios, y todos sus poderes descienden inmediatamente del
cielo. Fue fundada por el Hijo de Dios, quien le prometió que no había de perecer
jamás. Gobiérnala el Espíritu Santo, que, según promesa, no ha de faltarle nunca. Es
presentada a los hombres con orden de entrar en ella y no salir jamás. Jesucristo es la
Cabeza de la Iglesia; el Espíritu Santo, su maestro; los Apóstoles, sus fundamentos;
los Mártires, sus defensores; los Santos Padres, sus doctores; y todos los santos son
hijos suyos. De este modo, la autoridad que tiene la Iglesia sobre nosotros es única en
su especie, porque dimana de Aquel a quien le ha sido dado todo poder en los cielos y
en la tierra. La Iglesia la ha recibido de Jesucristo mismo sin ninguna intervención
humana; ejércela por inspiración del Espíritu Santo, sin peligro ninguno de abuso, y
la conserva por protección del cielo, sin temor de perderla.
En segundo lugar, la autoridad de la Iglesia es infinitamente augusta. Tiene por
único objeto la religión; por meta, la gloria de Dios, y por finalidad, la salvación de las
almas. Deja a la tierra todo lo que atañe a ésta y sólo se interesa por lo concerniente a
la fe, al Evangelio, a las costumbres de los cristianos y a la dirección de sus hijos.
Toma a pechos la honra de su Esposo y sólo se mezcla en cuanto procura su gloria.
Los intereses divinos son los suyos propios, y sólo se aplica a extender sobre la tierra
el reino de Jesucristo y a multiplicar los ciudadanos del cielo.

I. La autoridad de la Iglesia es la más respetable


Nunca, pues, ha existido en el mundo autoridad tan respetable. La Iglesia es la
depositaria de la fe, el centro de la religión, la columna de la verdad y posee todo
cuanto puede merecerle la veneración y ganarle la sumisión de las almas. Fuera de
ella no hay más que superstición, error y mentira. Superstición como entre los
paganos, cuyo culto es tan falso como los dioses que adoran. Error como entre los
herejes, cuya creencia es tan temeraria como los motivos que la originan. Ilusión y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 19

mentira como entre los judíos, cuya expectación es tan engañosa como los desvaríos
que la apoyan.

II. ¿A qué nos obliga el respeto debido a la Iglesia? A tres cosas:

Primera, a respetar profundamente a quienes la gobiernan


Ahora bien, el respeto debido a la Iglesia exige de nosotros tres cosas: la primera,
profundos sentimientos de veneración hacia quienes la gobiernan. Son éstos los
ungidos del Señor, en quienes no es lícito poner la mano. La lengua temeraria que los
ofende causa graves heridas a la Iglesia; porque ¿cómo podrá combatírsela en los que
son su cabeza y sus ojos sin que lo sienta?, ¿cómo podrá insultarse a su Cabeza
visible, sin que la injuria recaiga sobre quien representa, que es Jesucristo? «Si notas
entre vosotros alguna causa que te resultare difícil de resolver (dice el Legislador de
la Ley antigua) entre sangre y sangre, entre contestación y contestación, entre herida
y herida, objeto de litigio en tus puertas, te levantarás y subirás al lugar que Yavé, tu
Dios, haya elegido, y te irás a los sacerdotes hijos de Leví, al juez entonces en
funciones, y le consultarás; él te dirá la sentencia que haya de darse, conforme a
derecho. Obrarás según la sentencia que te hayan dado en el lugar que Yavé ha
elegido, y pondrás cuidado en ajustarte a lo que ellos te hayan enseñado. Obrarás
conforme a la Ley que ellos te enseñan y a la sentencia que hayan dado, sin apartarte
ni a la derecha ni a la izquierda de lo que te hayan dado a conocer. El que dejándose
llevar de la soberbia no escuchare al sacerdote, que está allí para servir a Yavé, tu
Dios, o no escuchare al juez,
<2-205>
será condenado a muerte. Así extirparás el mal de en medio de Israel, y tu pueblo,
al saberlo, temerá y no se dejará llevar de la soberbia» (Dt 17). Si el Pontífice de la
Ley antigua era, en virtud de la Ley misma, una autoridad que pedía respeto y
sumisión a sus decisiones; si quienes se los negaban eran condenados a muerte,
¿cómo habrá que mirar a los que alzan bandera de rebelión contra el Pontífice de la
Ley nueva?

Segunda, a honrar todas sus prácticas


La segunda señal del respeto debido a la Iglesia es no contradecir ni vituperar sus
prácticas, so pretexto de que son supersticiosas o abusivas o exageradas o inútiles.
Este lenguaje es propio de herejes y no fue nunca el de los verdaderos católicos.
Quienes se emancipan hasta este extremo hacen sospechosa su fe, ya que se asemejan
a los protestantes, cuyas bocas y plumas están llenas de burlas profanas enteramente
cómicas, con las que denigran y deshonran las costumbres más santas de la Iglesia. Su
20 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

recuerdo, por desgracia, es muy reciente por las parodias que se han hecho aun en
nuestros días. ¿Cuántas lamentaciones teatrales y cuántos gemidos falsos no han
repetido ciertos puristas contemporáneos en contra de prácticas sencillas y, como
ellos dicen, insignificantes ceremonias, consagradas por la piedad de los fieles?
Se encuentran aún muchos hombres desazonados y quisquillosos a quienes
desagradan las prácticas comunes, que les parecen arriesgadas y pueriles, y que,
fingiendo escandalizarse de ellas, renuevan temerariamente las disputas clásicas de
los nuevos herejes. Unas veces acometen contra las indulgencias, pretextando que
son un abuso: por aquí principió Lutero; otras, censuran el culto de las sagradas
imágenes y reliquias, so pretexto de que les parece falso, exagerado o supersticioso,
como empezó afirmando Calvino. Ora condenan las muestras de veneración a la
Virgen Santísima, tachándolas de exageradas, como continúan haciendo ciertos
censores inquietos; ora reprueban las oraciones que le dirigen los fieles y aun la
Iglesia, alegando que no son adecuadas. Estos sujetos querrían reformar la Salve
Regina y encuentran reprensibles otras muchas oraciones semejantes de la Iglesia,
consagradas por el uso universal de los fieles. Tapan sus oídos y quisieran cerrar los
nuestros a los títulos gloriosos y alabanzas que el Oficio público dirige a María.
Difaman el rosario como oración de los idiotas y repetición aburrida y estéril de
palabras. El simple nombre de escapulario irrita su celo y excita su cólera. Para
dichos individuos, ser piadoso es no dar señal ninguna de ello, y tienen a gala sustituir
las imágenes de Jesucristo y de la Virgen Santísima por las de sus héroes; así lo
hicieron los autores de la falsa Reforma, cuyas huellas y ejemplos parece que quieren
seguir e imitar. Mientras con mano sacrílega derribaban las estatuas de los santos,
quemaban y aventaban sus cenizas y preciosas reliquias o desfiguraban sus imágenes,
con la otra encumbraban a sus hombres ilustres para honrar su memoria y
conservaban sus despojos como se guardan los preciosos restos de los mártires o
defensores de la fe.
Ahora bien, todo este género de censores debieran reconocer que la Iglesia, sin
necesidad de sus buenos consejos, conoce suficientemente los abusos que necesitan
reforma; y que como está encargada de remediarlos, pueden quedar tranquilos.
Mientras tengamos por guía a la Iglesia, no temamos la delicadeza amarga de
aquellos que, so pretexto de buscar la gloria del Hijo, combaten la de la Madre.
Después de tantos elogios como le tributaron los santos Padres, no tendríamos
fundamento
<2-206>
ninguno para guardar silencio vergonzoso acerca de sus augustas prerrogativas.
¿Sería lícito callarnos porque la crítica maliciosa, que se opone al sentir de la Iglesia,
le discute sus prerrogativas? ¿Por qué no nos atreveríamos a manifestar (dejando
aparte los honores divinos y sin olvidar la distancia infinita que separa a Dios de la
más santa de sus criaturas) que todos nuestros homenajes son inferiores a sus
méritos? Después de las sentencias expresas de los Concilios, de los decretos de
tantos papas y obispos, de las decisiones de todas las Facultades de Teología, del
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 21

parecer de infinidad de doctores, nos estará permitido, sin duda, llamarla pura,
inmaculada y tenerla por tal. Si nuestra lengua tímida no se atreviera a declararse en
favor de su Concepción Inmaculada porque hay aún quienes quieren servirse de
prescripción contra este privilegio, ¿no seríamos culpables de falsa prudencia y de
mal entendida reserva? ¿Nos estaría prohibido atenernos al fallo de nuestros Padres y
creer como ellos en la resurrección de aquel cuerpo virginal y tan puro, que llevó y dio
vida al de Jesucristo, porque haya quienes quieren protestar contra una tradición tan
antigua y tan autorizada en la Iglesia?

Tercera, a no censurar nunca nada en su gobierno ni en su disciplina


La tercera señal del respeto debido a la Iglesia es no encontrar nunca nada
censurable ni en su gobierno ni en su disciplina. Estando persuadidos de que la Iglesia
de hoy es la Iglesia de los primeros siglos; tan santa en su doctrina en nuestros días
como en tiempo de los Apóstoles; tan pura en su fe durante su pretendida vejez cómo
lo era en su nacimiento, ya que está asistida igualmente por Jesucristo e inspirada por
el Espíritu Santo, debemos dar por bueno todo cuanto hace, y cerrar los ojos de
nuestro discernimiento, que se extravía tras falsas luces cuando no aprueba todo
cuanto hace la Iglesia.
El gobierno que ejerce sobre sus hijos no es siempre el mismo, ciertamente, ni es
uniforme su disciplina; pero ni la diferencia de tiempos ni la diversidad de
costumbres le hacen perder estos dos caracteres, a saber: ser santa y santificadora,
inaccesible al error e incapaz de engañar. ¿No es sabido, según advierte san Gregorio,
que la unidad de creencia no lleva consigo de ningún modo la unidad de disciplina?
Ni se desconoce ni se niega este principio de Tertuliano: la fe no reconoce
variaciones; la disciplina las admite. La sucesión de los tiempos y la corrupción de las
costumbres nunca pueden prescribir contra aquélla. La segunda, en cambio, sigue a
menudo el curso de los años y la evolución de los siglos. Si quisieran suprimirse
ciertas novedades, introducidas en materia de disciplina aun con menoscabo de los
usos heredados del tiempo de los Apóstoles o de sus discípulos, habría que abolir la
Ley santa de celebrar por la mañana, y ofrecer el Sacrificio en ayunas para recordar el
uso de la Cena al anochecer y después de cenar cómo lo hizo Jesucristo; habría que
dar oídos a los clamores de los herejes de los últimos tiempos, volver al uso del cáliz y
restablecer la comunión con las dos especies; habría que dar a los fieles la libertad de
recibir en la mano la Sagrada Eucaristía y de comulgarse a sí mismos, como se hacía
en otro tiempo; habría, finalmente, que restablecer la práctica del bautismo por
inmersión, la celebración de ágapes y festines en la iglesia, llevar los pleitos
únicamente ante el tribunal de los obispos, y poner en común para el clero los bienes
de la Iglesia. ¿Puede recriminarse a la Iglesia por estos cambios, como si hubiera
alterado el depósito de las tradiciones apostólicas al abolir usos que sólo miraban al
orden, indiferentes de suyo y que en el fondo son temporales? La diferencia de
lugares y de costumbres autoriza este género de variaciones. La sucesión de los
tiempos, que las hace inevitables, ofrece suficientes razones para legitimarlas.
22 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2-207>
Día tras día, en todos los siglos, aun en los más florecientes del Cristianismo, nuevas
prácticas han sucedido a las antiguas y se han establecido sobre sus ruinas. Cuando la
Iglesia lo ve, lo permite o así lo ordena por razones superiores, es deber nuestro
respetarlas y siempre nos está prohibido censurarlas.
Si ha sido conveniente que consintiera en suavizar algo su antigua severidad
tocante a la penitencia, acomodándose a la flaqueza de los enfermos espirituales, a
quienes hubiera podido desalentar, exasperar y aun sublevar una firmeza inflexible,
nunca fue su intención colocar almohadas bajo la cabeza de los pecadores o poner
cojines bajo sus codos para halagar su desidia. Si, condolida de su indolencia, ha
descendido hasta ellos para levantarlos junto a ella, ¿ha dado motivo para exacerbar
tanto el celo amargo de los celadores del antiguo rigor que sólo advierten su
condescendencia para acusarla por eso como de un crimen? Más aún: ¿a quién habrá,
pues, que culpar de la disminución de la penitencia pública? ¿No lo será a la
indisposición de los pecadores, cuya flaqueza se ha visto obligada a excusar, para no
verlos perecer rechazando obstinadamente, por muy amargos, los remedios más
saludables? Si la Iglesia ha suavizado su disciplina en los últimos siglos, esto no
supone en ella blandura ni relajación, sino prudencia y necesidad; y no se ha de
imaginar que, cuando la Iglesia ha suprimido las penas canónicas, ha querido
descargar a los pecadores del peso de la penitencia. Entiéndase bien que deja siempre
a cargo de ellos el cuidado de reparar la ofensa de Dios y la obligación de satisfacerle.
Por tanto, no nos sorprendamos de que algunos celadores de las viejas
observancias se constituyan en censores de las nuevas, como si hoy día la Iglesia
hubiera perdido la autoridad que recibió de Jesucristo o la asistencia del Espíritu
Santo. Aunque quienes han hecho esa especie de examen de la conducta de la Iglesia
en todos los siglos, al tomarse la libertad de censurarla acerca de los puntos citados y
de otros muchos, quieran contarse siempre entre los católicos, se ha de convenir, con
todo, que andan por el camino que comienzan a recorrer cuantos se apartan de la
Iglesia. Simulando primeramente que quieren ordenar todo de acuerdo con los
antiguos cánones, claman contra abusos, a menudo imaginarios, sin temor a
introducir otros muy reales, y, so capa de celo, insinúan sus errores.
Durante largo tiempo la impiedad se había manifestado descaradamente; ahora se
pone la careta de la reforma y finge deplorar abusos que sólo podría corregir
introduciendo males verdaderos y visibles. En este sentido, el restablecimiento de los
usos antiguos sería más de temer que de desear, y de este modo podría ser
considerado como innovación peligrosa. El verdadero católico admira la disciplina
aprobada por los antiguos cánones, pero sigue puntualmente la nueva que han
autorizado los más recientes.
Los santos Padres hicieron y ordenaron en su tiempo lo que convenía al bien de los
fieles; si sus sucesores se han apartado a veces, ha sido aspirando al mismo fin y
corriendo hacia el mismo término por caminos diferentes. De este modo la Iglesia ha
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 23

conservado siempre el espíritu de los antiguos cánones, aun cuando haya cambiado la
letra. Todos sus hijos le deben el respeto de no condenarla nunca; antes bien, han de
esforzarse en conocer su sentir para conformar con él su propio parecer. Basta, dice
san Agustín, que esta Madre común de los fieles haya recibido unánimemente alguna
práctica, para no poder ya discutir su rectitud, sin atrevimiento intolerable.
<2-208>
Por consiguiente, no es proceder ilustrado y prudente, como se ha pretendido
obligarnos a creer falsamente, el hacer sentir a los pecadores el peso de sus culpas
mientras, por otra parte, se descuida el urgirlos a que salgan de ellas, y se tarda en
ofrecerles el remedio que debe curarlos. Si es cierto que la Iglesia aprueba, pide y aun
exige a sus ministros que no se apresuren al examinar a quienes se postran a sus pies
para acusarse, para estar seguros de su buena voluntad, alejarlos de las ocasiones de
pecado, romper con los hábitos que los atan y tienen encadenados y, en fin, para
despertar su arrepentimiento y penitencia; con todo, no aprueba que su reconciliación
se haga depender del comienzo de la satisfacción, porque la muerte puede
anticipárseles en esta demora cruel y obligada, y porque la satisfacción cumplida
después de la absolución no pierde nada de su merecimiento.
En lo demás, si estos falsos Jeremías que de este modo acusan de relajamiento a la
Iglesia, sólo se dedicasen a derramar lágrimas sobre las ruinas del templo, esto es, a
llorar la depravación de las costumbres del siglo; si se contentaran con suspirar por
la dichosa edad que vio al Evangelio honrado por la práctica, y sus máximas
confirmadas por la vida santa de los cristianos; si aún se limitaran a examinar las
antiguas constituciones, para oponer su santidad a nuestro regalo y darnos motivo de
confusión o para señalar la decadencia de su época, sus gemidos, parecidos a los de
los santos, servirían para edificarnos. Ojalá volviéramos a ver a la Iglesia tal como fue
en sus días primeros, días felices que constituyen aún su gloria al par que se los añora,
en los cuales contaba el número de santos por el de cristianos y daba a luz a sus hijos
para convertirlos en mártires. Éste ha sido el deseo de los santos y de todos los
hombres de bien en los últimos tiempos: deseo que únicamente se encamina a
reavivar la piedad entibiada o apagada y recordar entre los cristianos actuales la
virtud de los primitivos. Pero si celo de esta clase, unido a la docilidad y sumisión más
humilde al gobierno presente de la Iglesia, sólo merece alabanzas, ¿qué elogios podrá
recibir quien siembra disputas y querellas, críticas malignas y censuras despiadadas,
y sólo manifiesta acritud e indocilidad? Está muy bien que nos conmueva la belleza
de la antigua disciplina cuyo origen es tan puro, tan edificantes sus progresos y tan
triste su decadencia, con tal que no nos propasemos a criticar la moderna, ni nos
atrevamos a discutir a la Iglesia sus derechos en esta materia, y menos aún a restringir
la obediencia a que tiene derecho. Si se la respeta de veras, no costará someterse a sus
decisiones.
24 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

§ 2. Sumisión debida a la Iglesia

I. Motivos que fundamentan la sumisión debida a la Iglesia


La Iglesia es nuestra Madre, nosotros somos sus hijos; debemos por consiguiente
confiarnos a su cuidado. Es nuestra soberana y nosotros sus súbditos; estamos
obligados a obedecer sus mandatos. Es maestra que nos enseña, juez que dirime
nuestras contiendas en materia de religión, doctor a quien hemos de consultar en
nuestras dudas; debemos, por tanto, conformarnos con su parecer. La entrega a su
dirección, la obediencia a sus órdenes y la sumisión a sus determinaciones son las tres
disposiciones en que hemos de vivir y morir.

II. Nada se arriesga al someterse a la Iglesia


Estas disposiciones son justas, racionales y hasta necesarias. Al entregarme
confiadamente a la dirección de la Iglesia, ¿qué puedo temer? Descanso en paz sobre
su regazo. Estoy seguro de mi fe: ella responde de mí y me sirve de fianza. Estoy
seguro de mi religión y de los sentimientos que debo tener; a ella le compete el arreglo
de las desavenencias y la dirección del culto. Estoy seguro de mi devoción desde el
momento
<2-209>
que sigo sus normas. Mientras me atengo a su enseñanza, estoy a cubierto de todo
abuso y engaño, y alejado de todo camino errado. En tanto que me entrego
confiadamente a la dirección de la Iglesia, estoy en paz, seguro de lo que debo creer y
obrar. Con la ayuda de sus enseñanzas, reconozco el error y lo condeno; descubro el
abuso y lo evito; advierto la superstición y la rechazo. Como el niño en brazos de su
madre, descanso en el regazo de la Iglesia y me dejo guiar por ella. In pace in idipsum
dormiam et requiescam (En ella misma dormiré y descansaré en paz). Asido a la
Iglesia, me considero como en una nave que camina rumbo a la eternidad feliz, y que
me conduce con tranquilidad, suavidad y firmeza al través de los escollos del mundo.
Nada hay que temer mientras no se salga de ella. La barca de Pedro, en verdad, se
halla expuesta a los vientos y a las borrascas, como lo advierte san Ambrosio, y puede
ser azotada por los vientos y las tempestades; pero está segura de no naufragar porque
tiene en su gobernalle al Espíritu Santo. Si las borrascas y tempestades de opiniones
rugen y braman en torno mío, y me agitan e inquietan, escucho a la Iglesia, me someto
a sus decisiones y de repente recobro la calma, entro en la mansión de la paz y en una
tranquilidad profunda porque creo que ha hablado Jesucristo. Imperavit ventis et mari
et facta est tranquillitas magna. (Mandó a los vientos y al mar y siguiose gran
bonanza).
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 25

III. Inconvenientes de no someterse a la Iglesia


El Arca de Noé es figura tan natural de la Iglesia que no es posible pensar en ella sin
admirar sus semejanzas. En aquella Arca se encontraba la salvación; fuera de ella, el
naufragio. Quienes estaban encerrados en ella descansaban sin temor al sobresalto
universal y a la pérdida general de todos los demás. Las mismas aguas del Diluvio que
servían de sepulcro a todos los mortales, levantaban el Arca de Noé con más ligereza,
la llevaban con más facilidad y la guiaban con mayor seguridad. ¿Qué podré temer
cuando me entrego a la dirección de la Iglesia? Estoy asegurado con la promesa que
ha recibido de Jesucristo; pero si me aparto de ella y voy tras de otro guía, ¿adónde iré
a parar sino al precipicio? Cuando se deja la verdad, ¿puede darse un paso que no
conduzca a la mentira? Cuando se sale del Arca de Noé, donde la fe está asegurada, es
cierto el naufragio y se le encuentra al primer paso. Quien se aleja de la Santa Sede,
centro de la unidad, se entrega a la inquietud, a la ansiedad y a la división de los
doctores particulares; se constituye en juez de su propia creencia o se somete al juicio
de quienes ciertamente carecen del privilegio de la infalibilidad.
La obediencia a los mandatos de la Iglesia es la primera disposición en que
debemos vivir y morir. Sus órdenes —y esto consuela infinitamente— son siempre
justas, suaves, razonables, proporcionadas a nuestras fuerzas, acomodadas a nuestra
flaqueza y conformes con nuestro estado; sólo hace falta algo de buena voluntad para
cumplirlas, pues si falta la salud o la capacidad, hay dispensa. La Iglesia es Madre
bondadosa que no pretende abrumar a sus hijos. Si alguno se encuentra en
circunstancias que impiden la ejecución de sus leyes, es legítima la excusa, y la
Iglesia la admite. Los libertinos dirán de esto lo que les plazca, clamarán todo lo que
quieran contra los mandatos de la Iglesia; pero sólo les parecerán molestos porque
ellos son injustos y rebeldes. Si desprecian los Mandamientos de Dios, no esperemos
que obedezcan a la Iglesia. El que no teme desobedecer al Padre celestial, se hallará
totalmente dispuesto a rebelarse contra las órdenes de esta Madre. En cuanto a
nosotros, debemos conservar hacia ella
<2-210>
la sumisión más exacta, y vivir como hijos que no tienen otra norma de conducta que
la recibida de su madre.
La conformidad con sus decisiones es la segunda disposición en la cual debemos
permanecer constantes e inconmovibles hasta nuestro último suspiro. Esto constituye
el verdadero carácter y la señal distintiva de los buenos católicos. Sea como fuere,
esta obligación sólo resulta difícil a quienes se encaprichan con opiniones ajenas y se
dejan embaucar por el atractivo de teorías nuevas; porque, finalmente, si no se quiere
tomar por guía el parecer privado; si hay que someterse a un juez, no será costoso
sujetarse a juez tan instruido, íntegro e infalible. La autoridad soberana exige
sumisión absoluta; la autoridad infalible exige sumisión sincera; y la autoridad sin
límites exige sumisión universal. Tal es la autoridad de la Iglesia y tal debe ser
la sumisión a sus decisiones. Si la Iglesia es centro de la religión, intérprete de la
26 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Sagrada Escritura, depositaria del Evangelio, guardiana de la fe y columna de la


verdad, nada se arriesga al atenerse a su dictamen, nada se aventura al someterse a su
juicio. Por el contrario, se arriesga todo si no se quiere creerla, y se expone uno al
peligro manifiesto de naufragar en la fe si se prefieren las propias ideas o las de otras
personas privadas no más aventajadas.

IV. No hay norma segura de creencia si la autoridad de la Iglesia no fija nuestra fe


Efectivamente, si no nos atenemos al juicio de la Iglesia, ¿a quién nos atendremos?
¿A la palabra de Dios, al propio parecer o al de los demás? Pero ¿cuál de estos dos
últimos es infalible? Y respecto de la palabra de Dios contenida en la Escritura,
¿quién ha recibido su cabal conocimiento con detrimento de la Iglesia?
1. La Escritura no puede ser juez en las controversias que surjan en materia de
religión. Es cierto que la Sagrada Escritura es el Libro de la fe y el oráculo que ha de
consultarse, pero este oráculo es mudo y se le hace decir lo que se quiere. En las
palabras Esto es mi cuerpo, Calvino sólo ve un símbolo; Lutero no halla en ellas la
transubstanciación; y ninguno de los dos la de sacrificio. Acerca de sólo este pasaje
tan corto y tan claro, se han dado más de cien interpretaciones distintas, a pesar de que
sólo hay una verdadera. Valga este ejemplo por mil del mismo género y excúsenos de
citar todos los que han utilizado los doctores católicos para probar a los protestantes
que la Sagrada Escritura es difícil de entender, a menudo oscura en el texto, sublime y
profunda en sus misterios y susceptiva de tantos significados diferentes, que con
frecuencia sirven para fomentar las discusiones en vez de zanjarlas. No se acuda,
pues, únicamente a la Escritura, dijo hace tiempo Tertuliano, y no se la convierta en
campo de batalla, donde, después de múltiples combates, cada uno se atribuye la
victoria. En ella buscan los judíos todavía a Jesucristo oculto en las sombras de la Ley
y se obcecan para no verle resplandeciente en las profecías. Todos los herejes han ido
a buscar sus armas en los divinos oráculos. Cuando hablan, parece como si cada
página del Nuevo Testamento les suministrase argumentos para defender sus
opiniones. No han sido los protestantes, al llenar sus libros de citas de la Sagrada
Escritura, los inventores de este método muy propio para seducir a los sencillos. Ya
les dieron ejemplo de ello los arrianos, macedonianos, donatistas, nestorianos,
pelagianos, semipelagianos y los novadores de todos los tiempos. Aparentemente, no
hablan más que el puro lenguaje de la Sagrada Escritura. Las herejías —dice San
Agustín— sólo se han originado por el mal sentido que obstinadamente se ha dado a
las Escrituras contra la opinión de la Iglesia. No hay herejía que no haya buscado
apoyo en la
<2-211>
palabra de Dios. Diré sin vanidad —confesaba Lutero— que desde hace mil años
nadie ha expurgado ni explicado ni entendido mejor que yo la Escritura. Tal es el
humilde testimonio que daba de sí mismo este heresiarca con su humildad ordinaria.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 27

De aquí el derecho que se atribuía a decidir por sí mismo, con preferencia a los
Concilios, a los Santos Padres y a los Sumos Pontífices. Los demás adalides de sectas,
como Zuinglio, Calvino, Socino, etc., aunque opuestos entre sí y con respecto a
Lutero, se jactaban del mismo privilegio. A ejemplo suyo y fundados en semejante
título, todos sus discípulos se han arrogado el derecho de interpretar y explicar la
Sagrada Escritura, según su propio capricho.
De aquí proviene la pretensión de los sectarios, cuando nos reprochan que la Biblia
es fruta prohibida para nosotros o libro desconocido, y que la Iglesia romana oculta a
los hijos de Dios el testamento de su Padre. Mas de aquí nace también la santa firmeza
de la Iglesia para no abrirlo a todos indiferentemente, y para no entregar con tanta
libertad esta espada de dos filos que los pequeñuelos y los niños, ignorantes de su
manejo, podrían emplear en perjuicio suyo. La mala fe de los novadores en corromper
el texto sagrado, su libertad en adulterar el sentido, su infidelidad al alterarlo en sus
traducciones y sus artificios para esconder el veneno en explicaciones breves y
morales, sazonadas con falsa unción, son motivos justos para una prohibición tan
necesaria y legítima. Por otra parte, el relato circunstanciado de varios crímenes,
la descripción al natural de algunos hechos o prescripciones legales, el estilo y
expresiones del Cantar de los Cantares, dan a entender suficientemente que, aun en
los Sagrados Libros, no todo es apto para ser leído por todos. La santa oscuridad
esparcida en las divinas Escrituras y la profundidad insondable de los misterios que se
revelan en ellas presentan, a veces, escollos donde se estrella la fe de los sencillos o de
los soberbios.
Desconfiad de un hereje que se apoya en la Sagrada Escritura —dice San
Ambrosio—, pues el demonio empleó sus textos para tratar de engañar a Jesucristo.
Por consiguiente, es necesario recurrir a la Iglesia si se quiere entender bien la
Escritura, pues es —dice San Jerónimo— el libro misterioso del Apocalipsis, sellado
con siete sellos y que permanece cerrado si no se recibe la llave de quien guarda la de
David. Sin razón, pues, se pide que se ponga en cualquier mano, para ver a todo
género de personas tomarse la libertad de interpretarla, desgarrarla y comentarla a su
manera, sigue diciendo el mismo Padre. Si esto se permite, ¿de qué podrá uno estar
seguro sino de extraviarse indefinidamente y de hallar tantas interpretaciones y tantas
religiones cuantas son las cabezas desequilibradas?
2. Por lo que respecta a la Tradición, ¿quién sino la Iglesia es su depositaria? ¿No
es juez de los escritos de los Padres, puesto que se expresa por medio de éstos? Hay
que escucharlos indudablemente, pues exponen sus opiniones y transmiten su
doctrina; pero hallándose cada uno en particular sujetos al error, necesitan la
dirección de la Iglesia y sólo están seguros cuando ésta los guía.
San Agustín es, si se quiere, el más excelso de los Padres y el ingenio más sublime,
pero ni a él ni su doctrina acataría yo si no expresase la de la Iglesia o si ésta no
adoptase la de aquel santo doctor. Para mí sería un doctor extraño si no me hablara el
lenguaje de la Iglesia. Él mismo sale fiador de esta manera de pensar. No creería
—dice— en el Evangelio si la Iglesia no le impusiera la ley de creerlo (Evangelio non
28 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

crederem nisi me Ecclesiae Catholicae commoveret auctoritas. Cont. Ep. fond, c. 5).
Y nosotros no creeríamos a Agustín, podemos decir con mayor derecho, si Agustín
contradijera a la Iglesia. Si la Iglesia le desaprobara, lo que no es de temer, perdería
toda autoridad entre los buenos católicos. Si su autoridad es grande, la debe a la
Iglesia, pues ella se la dio en posesión. Todo el crédito que a nosotros nos merece
<2-212>
trae su origen de la Iglesia. Honrémosle como a doctor de la gracia, como a doctor de
la Iglesia. El primer título constituye su gloria, el segundo fundamenta nuestra
seguridad.
3. Y nuestro propio parecer ¿podrá ser elegido como juez en las controversias
sobre la fe? Nadie, sin duda, se atrevería a conceder a los necios, a los ignorantes, a
los simples, a personas incultas, a las mujeres y al vulgo, que componen, con todo, la
mayor parte de los fieles, el privilegio de atenerse a su propio parecer en materia de fe
y de doctrina. Esto equivaldría a poner la llave de la ciencia en manos incapaces de
usarla y a dejar que los ciegos se guiasen a sí mismos; equivaldría a dejar el Evangelio
y la religión en manos profanas.
Los prudentes del siglo tampoco pueden, sin ciega y culpable presunción, tomar su
propio parecer como árbitro en materia de religión. Bien considerado, el juicio propio
es el más temible de todos los enemigos de la verdad. Quien se fía de él, se fía de un
impostor y de un pérfido. Atenerse a él es hacer caso de un consejero falaz y sujeto a
engaño. Si no queremos acudir más que al tribunal de nuestro propio parecer, si no
queremos aprobar más decisiones que las suyas, escogemos un juez interesado, ciego
y mentiroso. ¡Qué desorden se seguiría en la religión si cada uno se erigiera en árbitro
de sus opiniones y quisiera ordenar sus creencias apoyado en sus propias luces!
Entonces habría, dice un hombre eminente, tantas religiones como cabezas (M.
Bossuet: Variat., L. 1).
¿No han llegado, aun los hombres más discretos, más sabios y aparentemente más
ilustrados, a excesos extravagantes e inexcusables, como adorar la obra de sus manos,
fabricar dioses a su capricho, consagrar todos los vicios por la religión y jactarse de
todos los crímenes con el nombre de alguna divinidad? Después de la venida de Jesucristo,
¿cuántos disparates, aun entre los cristianos, han salido de la cabeza de quienes no
han querido obedecer a la Iglesia y adherirse a su parecer en todo? ¿Ha existido
herejía tan extravagante, tan absurda, tan impía o tan monstruosa, que no haya estado
en boga, que haya carecido de protección en el mundo, que no haya tenido secuaces,
que no haya encontrado defensores entre los sabios y que no haya tenido en favor
suyo la lengua o la pluma de algún sublime ingenio? Por ejemplo, Orígenes,
Tertuliano y cien más. El primero asombraba al cristianismo por su ciencia y su
piedad. El segundo era el defensor ilustre y el sabio apologista de la religión. Esto no
obstante, el primero sembró, a manos llenas, de fantasías y errores sus comentarios de
los textos sagrados, y pretendió hacer decir a la Sagrada Escritura sus propios delirios
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 29

o los de algunos filósofos. El segundo se dejó engañar por Priscila y Maximila, las
dos famosas profetisas de Montano.
Si esto es así, ¿cómo fiarse de las luces engañosas de su propio parecer? ¿Es, quizá,
más juicioso, menos sujeto a error que el de tantos hombres eminentes admirados
como portentos en los siglos pasados? ¿Quién puede gloriarse de tener una razón
inaccesible a la mentira o al error? ¿Podría siquiera pensarse así sin renunciar a la
razón? Debemos, pues, tener como sospechoso el propio parecer y desconfiar de él en
todo lo concerniente a la religión.

V. Caracteres del juicio propio

1. La incertidumbre
En efecto, el carácter de nuestro entendimiento en la mayor parte de los juicios que
forma, es carácter de incertidumbre, de inconstancia, de irresolución: otros tantos
recelos legítimos en contra suya. El primer carácter de nuestro juicio es la
incertidumbre.
<2-213>
Para cada conocimiento cierto hay un centenar de otros dudosos y que sólo producen
opiniones. Y hasta sucede a menudo que lo que hoy miramos como cierto, mañana se
hace dudoso, y a veces falso, después de reflexiones más profundas. Si esto ocurre
aun tratándose de cosas terrenas, que en su mayor parte son del dominio de nuestros
sentidos y, por decirlo así, de nuestra incumbencia, ¿a cuánto más lo sería tratándose
de cosas divinas y sobrenaturales, en las que sólo puede iluminarnos la fe y servirnos
de guía la Iglesia? Si no queremos seguirla, estamos en peligro de caer a cada paso
que demos. Si en materia de religión nos atenemos a la sentencia del juicio propio,
estemos seguros de que nos arrebatará el desvarío de la razón y de que caeremos en un
caos de inquietudes.
A este respecto, podemos atenernos a la experiencia deplorable que hizo de ello
san Agustín. En el retrato que hace de sí mismo antes de su conversión y en el libro de
la Utilidad de la fe, pinta a todos los que, como él entonces, no tienen otro maestro
que la flaca razón: «Pasaba de secta en secta, de opinión en opinión; ora me inclinaba
a una, ora a otra. No había ninguna que no quisiese abrazar y que no quisiera dejar.
Hoy maniqueo, mañana académico: siempre luchando con la razón y en desacuerdo
con su propio entendimiento. Cansado de mis propios pensamientos, quedaba en la
incertidumbre y desesperaba de llegar a la verdad».

2. La inconstancia
De este modo, la incertidumbre produce la inconstancia, segundo carácter del
entendimiento humano. ¿De dónde proviene, en efecto, la confusión que se ha
30 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

manifestado en todo tiempo en el progreso de las herejías, que como ríos impetuosos,
después de haber inundado e inficionado las regiones más florecientes del cristianismo,
se han dividido en infinidad de canales? Y refiriéndonos particularmente al luteranismo,
¿de dónde sino del orgullo de la razón humana nace el gran número de sectas que lo
convierte en monstruo de cien cabezas? Cada uno, después de haber sido discípulo,
quiere convertirse en maestro, y después de haber escuchado, se cree, a su vez, con
derecho a hacerse escuchar. Cada uno sienta plaza de doctor de la verdad, y cansado
de recibir lecciones, pretende darlas y dogmatizar a su capricho. De ahí las divisiones
y los cismas particulares originados entre quienes primero los introdujeron en la
Iglesia. No se entienden entre sí, por no obedecer a la Iglesia. Esto explica las
variaciones del autor de la llamada nueva Reforma: con ellas se han compuesto libros
enteros. De ahí los cambios que han sobrevenido casi constantemente en la creencia
de los calvinistas, hoy día tan diferente de la de su fundador. Pues bien: lo que ha
sucedido en una secta es lo que sucede siempre en el juicio humano, y la experiencia
enseña que, desde el momento en que se constituye en juez de la fe, se divide a sí
mismo y se confunde. ¿A qué atenerse, en efecto, cuando no quiere uno remitirse al
juicio de la Iglesia? El espíritu queda indeciso e inquieto.

3. La irresolución
La irresolución es el tercer defecto de la razón humana. Ésta es, por naturaleza,
inquieta y ávida de nuevos conocimientos. Necesita, pues, algún principio fijo que la
contenga y que limite su curiosidad; alguna regla cierta que fije su inconstancia;
alguna máxima segura que evite sus errores. Ahora bien, sólo la sumisión humilde a
la Iglesia tiene estos privilegios. Dicha actitud es la que modera nuestra razón y
detiene su curiosidad reduciendo todos sus deberes a este único principio: Cuando me
habla la Iglesia, me habla Dios. Después que ha hablado la Iglesia, hay que callarse y
quedarse tranquilo, pues está revestida de autoridad infalible que la preserva de todo
error en lo que atañe a la religión. De este modo, fija la inconstancia del juicio
humano y le impide vagar de opinión en opinión o cansarse en discusiones inútiles.
<2-214>
VI. En que se confirma lo dicho
Para esclarecer mejor estos principios, hay que añadir que quien rehúsa la humilde
sumisión a la Iglesia pretende ser superior a la evidencia, o a la autoridad de los
demás; o en la discusión de los dogmas intenta buscar él mismo la verdad que no
alcanzó el cuerpo de los primeros Pastores ni el Sumo Pontífice, a quienes supone
haberse allanado al error; o admite como principio indiscutible que cierta secta se ha
adueñado de la verdad en perjuicio de los sucesores de los Apóstoles. Pues bien, esta
temeridad y presunción han sido las que han causado la pérdida de todos los
novadores. Cuando los antiguos filósofos presentaban como verdades las fantasías
más ridículas, ¿no invocaban la evidencia? ¿No apelaban también a la evidencia los
herejes de todo tiempo cuando difundían sus errores con tal apariencia de certeza que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 31

subyugaba? ¡Cómo! ¿El Espíritu de Dios os ilumina y os descubre la verdad oculta a


la Iglesia? Si es así, hay que escucharos a vosotros, y quien no lo haga debe ser tenido
por gentil y publicano. La Iglesia misma debe escucharos y callarse en vuestra
presencia.
Mas ¿quién creerá que este privilegio de la infalibilidad ha pasado de ella a
vosotros? Serían necesarios, y no bastarían, para dar fe de ello, los mayores prodigios.
Antes de que pudierais merecer crédito alguno, habría que borrar del Nuevo
Testamento los textos que aseguran a Pedro y a los demás Apóstoles toda la autoridad
de Jesucristo, su asistencia, su dirección y su protección hasta el fin de los siglos.
Habría que suprimir los que presentan a la Iglesia como columna de la verdad y juez
que debe zanjar todas las disputas en materia religiosa.
Por otra parte, si te atienes a ti mismo y a tus discusiones, restableces el juicio
privado de los protestantes y te precipitas en el fanatismo. En cambio, si desconfías
de tus propias luces y tomas las opiniones de algunos hombres discretos como regla
de las tuyas, ¿quiénes son estos a quienes concedes tal honor y cuyo tribunal colocas
por encima del Sanedrín de la nueva Alianza? ¿Están, quizá, sus nombres escritos en
el Evangelio como los de Pedro, Santiago, Juan y los de los demás Apóstoles? ¿Les
ha sido otorgado por Jesucristo el privilegio de no equivocarse?
¿En qué fecha empieza este derecho de infalibilidad que se atribuye a los doctores
después de haber despojado de él al Papa y a los primeros Pastores del rebaño?
¿Cuándo han recibido el encargo de mandar callar a los sucesores de los Apóstoles
para instruirnos ellos? ¿En qué términos se expresa la obligación de acudir a su
tribunal y de someter a su dictamen el de la Sede Apostólica, que cuenta con el
consentimiento de casi todos los obispos del mundo?
¿Son tal vez los más inteligentes y los mayores ingenios de la época los que
rechazan la Constitución? Voy a suponerlo por un instante. ¿Son infalibles o no lo
son? Si no son infalibles, tengo el derecho y el deber de suponer que se equivocan. La
presunción legítima está en contra suya y en favor del Papa y de los príncipes de la
Iglesia cuyas decisiones discuten. Si se los supone infalibles, ¿en qué títulos se funda
este privilegio? ¿Lo han recibido por vía ordinaria o de modo extraordinario? La
asistencia que prometió Jesucristo a san Pedro y a los Apóstoles hasta la consumación
de los siglos, se transmite por sucesión perpetua a sus sucesores. Éstos la poseen y,
según nos lo enseña la fe, jamás serán despojados de ella. Negar esto es suponer que
la promesa de Jesucristo es vana e inútil. Si la prerrogativa de la infalibilidad se ha
trasladado a doctores cuyo nombre no menciona el Evangelio y que no pueden dar
pruebas de su misión extraordinaria, ha terminado la autoridad de los oráculos
divinos y ha fenecido
<2-215>
o desaparecido la Iglesia. Si se niegan estas consecuencias espantosas, tenemos
derecho a considerar como impostores a los doctores nuevos y a conformarnos, como
nuestros padres, con la Cátedra de Pedro y con el sentir del cuerpo episcopal.
32 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

§ 3. Caracteres de la sumisión debida a la Iglesia

VII. Caracteres de la sumisión debida a la Iglesia


Son pocos los que quieren colocarse entre los rebeldes declarados contra las
decisiones de la Iglesia. Aun los que apelan de ellas pretenden estarle sumisos o a lo
menos quieren aparentarlo, y presentan su apelación como prueba de su adhesión a la
fe. Mas ¿qué Iglesia es ésta a que protestan estar sometidos? Y ¿qué clase de sumisión
es ésta que rechaza las decisiones del cuerpo episcopal y del Papa? ¿Podrá uno
persuadirse de que es verdaderamente obediente a la Iglesia si no lo es al Papa y a los
obispos o no lo es de juicio y voluntad? Para que esta sumisión sea perfecta ha de ser
interior y sincera, sencilla y ciega, pronta y sin demora, universal y sin restricción. He
aquí los cuatro caracteres de la sumisión perfecta a la Iglesia.

1. La sumisión a la Iglesia debe ser interior y sincera


Debe ser interior y sincera porque ha de fundarse en motivos de fe y en las
promesas formales de Jesucristo. No sucede con las decisiones de la Iglesia lo que
con las de los otros tribunales del mundo. Quienes presiden éstos, como no están
protegidos por la asistencia del Espíritu Santo, por muy discretos, ilustrados,
virtuosos e íntegros que se los suponga, pueden equivocarse, y a menudo se
equivocan, en efecto. Por ser falibles experimentan con frecuencia que no están libres
de sospecha, interés y error. No tienen, pues, derecho a exigir la sumisión de juicio.
No pueden, por tanto, impedir que se clame contra sus sentencias, se apele a ellas y se
lleven sus decisiones ante un tribunal superior, por lo menos al de Dios, para que se
las reforme. Puesto que sólo han de juzgar de cosas terrenas, de lo que es del dominio
de los sentidos, de lo caduco y perecedero, no convenía que Dios se allanase a dirigir
sus juicios y hacerlos infalibles. La Iglesia, al contrario, sólo tiene que fallar sobre
materias de fe y de costumbres; es el oráculo y a la vez el centro de la Religión y
solamente le preocupan la gloria de Dios y la salvación de las almas. Era, pues,
conveniente que no pudiera engañarse ni engañar a sus hijos, y que tuviera el
privilegio de juzgar sin apelación y sin temor de equivocarse. Esta prerrogativa, que
le pertenece exclusivamente, mantiene a todos sus hijos unidos en la misma creencia
e inconmovibles en la misma fe. Segura de la asistencia divina e incapaz de errar,
tiene derecho a exigir sumisión perfecta y verdadera; ahora bien, sólo lo será cuando
sea interior y sincera.

2. Sencilla y ciega
La sumisión a las decisiones de la Iglesia ha de ser sencilla y ciega; tal es su
segundo carácter. No se nos prohíbe levantar los ojos al cielo, contemplar la
hermosura del universo, dirigir nuestra curiosidad a sus diferentes aspectos, estudiar
la naturaleza y explorar sus misterios, ocultos hasta hoy a los mismos sabios. No se
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 33

nos veda la investigación de las causas naturales ni el esfuerzo para penetrar los
secretos de este mundo en que vivimos; Dios lo ha dejado a la discusión de los sabios.
Bien está que seamos muy hombres y hasta filósofos y teólogos, y que cultivemos
nuestro espíritu con el estudio de las cosas
<2-216>
naturales y sobrenaturales, con tal que permanezcamos fieles y sumisos y sepamos,
ante una razón superior, cerrar los ojos de la propia y sujetarla con el yugo de la
obediencia interior. La gloria de los fieles no es carecer de sentimientos naturales,
sino saber someterlos a la autoridad de la Iglesia. Los libertinos se dejan arrastrar por
sus sentidos y sólo quieren creer lo que les impresiona. Los filósofos profanos buscan
la evidencia y la consideran como lo único capaz de atraer y satisfacer la inteligencia.
Los sabios orgullosos únicamente quieren rendirse ante razones decisivas y se erigen
dentro de sí un tribunal soberano donde lo juzgan todo según sus propias luces; pero
los fieles humildes, dueños siempre de su razón y de sus opiniones, saben sacrificarla
a la Iglesia, a la que Jesucristo les ha mandado oír so pena de ser tenidos como
gentiles y publicanos. Ahora bien, llámase sumisión sencilla y ciega la que no sabe
razonar ni examinar ni discutir. Tiene el mérito de la sumisión ciega quien sólo usa de
su razón para someterse a la autoridad infalible de la Iglesia.
Con esta disposición condena absolutamente todo lo que la Iglesia condena,
aprueba sin restricción todo lo que la Iglesia aprueba, y tolera con prudencia cuanto
tolera la Iglesia. Efectivamente, quien razona las decisiones de la Iglesia antes de
someterse, empieza ya a dudar o a lo menos a sospechar si no se habrá apartado ella de
la verdad. Cuanto más razona, tanto más se extravía, y se expone a perder de vista la
verdad y a ver convertidos todos sus razonamientos en sombras que se la ocultan. Si
me someto a la decisión de la Iglesia después de haber razonado bien, no es a la
Iglesia, sino a mi propia razón, a quien me someto. En este caso, no le concedo más
aprecio que a un juez, cuya sentencia estimo porque la razón me la presenta como
equitativa.
Menos aún estima a la Iglesia quien se pone a discutir y a examinar después que ya
lo ha hecho ella, pues esta discusión y este examen la suponen sujeta a error. Se cree
que ha podido equivocarse, desde el momento en que se vuelve a considerar su
decisión. Si puede suponerse que la Iglesia ha podido engañarse, es posible también
que por el examen se llegue a la persuasión de que, efectivamente, se ha equivocado,
y por consiguiente, creerse con derecho a apelar sus decisiones y desechar sus
determinaciones. Por tanto, este examen atenta manifiestamente contra su autoridad.
Al hacerlo, el juicio propio se constituye a sí mismo en juez de las controversias y se
apropia injustamente el derecho de condenar las decisiones de la Iglesia. Desde el
instante en que se quiere examinar lo que ella examinó y discutir sus resoluciones,
mandatos y prohibiciones, se penetra en un callejón sin salida y se navega sin piloto ni
timón en la mar agitada de las opiniones nuevas y de los razonamientos sin fin del
juicio humano, donde naufraga la fe. Y esto, ¿por qué? Y ¿por qué aquello? ¿Con qué
intención se ha hecho esto y lo de más allá? ¿Ha habido intriga? ¿Ha sido la fuerza o la
34 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

autoridad la que ha prevalecido? ¿Se han condenado tales libros por partidismo,
interés o conjeturas? Palabras funestas para la fe. ¡Ah! ¡De qué mal augurio es este
lenguaje! Debe considerársele como indicio de fe muerta o moribunda. ¿Por qué os
prohibió Dios comer el fruto de este árbol? Desdichada pregunta del demonio a Eva;
su desgracia y la nuestra nos vinieron de haberla escuchado. ¿Cómo puede Éste
darnos a comer su carne y a beber su sangre? He aquí el lenguaje de todas las mentes
indóciles.
En cuanto a nosotros, tengamos a gala obedecer ciegamente. No examinemos las
determinaciones de los papas y de los obispos, jueces natos de la doctrina y únicos a
quienes, por institución de Jesucristo, corresponde dictaminar sobre ella. Es justo que
los hijos confíen a ciegas en la decisión de sus padres, las ovejas en la de
<2-217>
sus primeros pastores y los fieles en la del Papa y demás príncipes de la Iglesia.
Volvamos, tanto por necesidad como por espíritu de religión, a la Iglesia, con el fin de
tributarle el justo homenaje de la sumisión sencilla, ciega e ilimitada a sus decisiones.
Si alguien llama simpleza a esta obediencia perfecta, dichosa simpleza —le
diremos— que llega a la verdad sin trabajo ni riesgo. Quien se somete ciegamente a
todo cuanto prescribe la Iglesia ¿será inculpado por Jesucristo, que declara anatema y
fulmina la excomunión a quien no quiere escucharla? Si no pone restricción ni
condiciones a su obediencia, ¿será culpable por ser más dócil? Pero quienes discuten
a la Iglesia sus derechos y restringen la obediencia que piden ¿serán más inocentes al
volverse más soberbios?

Pronta y sin demora


3. Esta sumisión ha de ser pronta y sin demora; es la tercera de sus cualidades.
Santo Tomás fue, entre todos los Apóstoles, el más tardo en creer en Jesucristo
resucitado y también el último en verle. Esta dilación obstinada sostuvo su fe
moribunda, y ésta habría perecido si Jesucristo no se hubiera apiadado de él. ¿De qué
sirve vacilar en tributar a la Iglesia la obediencia que exige? La tardanza vuelve
sospechoso de error o de rebelión y expone a ambas cosas. Es ya perder la fe el
permitirse dudar de lo que manda creer; y titubear en someterse a las decisiones de la
Iglesia es perder el mérito de la obediencia debida. Esto equivale a acusarla de
injusticia y de infidelidad: de injusticia, como si en lo que exige pudiera
extralimitarse en sus poderes; de infidelidad, como si pudiera engañar y ser engañada
en lo que nos enseña. Además, la vacilación en obedecer escandaliza a los fieles y
autoriza la infidelidad con el ejemplo. Juan, patriarca de Antioquía, y el famoso
Teodoreto necesitan aún hoy quien salga en defensa de su catolicismo. Y esto a causa
de su obstinada tardanza en condenar a Nestorio y someterse a la decisión del papa
Celestino I y del Concilio de Éfeso.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 35

4. Universal y sin restricción


Finalmente, la sumisión que debemos a la Iglesia debe ser universal y sin
restricción. Sucede con la obediencia a la Iglesia como con la que exige la fe. En lo
tocante a la religión, a la moral y a la disciplina, no admite condiciones ni distingos ni
restricciones ni modificaciones. Quien tiene fe, cree todas las verdades que Dios ha
revelado y nos enseña la Iglesia. El buen católico escucha siempre a la Iglesia en todo
lo que dice, y tiene por gentil y publicano, como lo prescribió Jesucristo, a quien no
da oídos a sus lecciones, instrucciones, advertencias y determinaciones. Querer
reformar y corregir la sentencia de un juez equivale a injuriarle. Ahora bien, se quiere
corregirla y reformarla desde el momento en que se juzga necesario agregar o
suprimir algo de ella, explicarla o comentarla, aclararla o modificarla. Y, por
consiguiente, desde el momento en que se comienza la corrección se le estima
expuesto al error o que ha dado mal la sentencia.
Creer cien artículos de la fe y rehusar la adhesión a uno solo es caer en herejía.
Conformarse con todas las decisiones de la Iglesia menos con una equivale a
declararse rebelde. No se admite su infalibilidad en cuanto se piensa que se ha
equivocado en un solo punto; y esto se presume desde que se le rehúsa la sumisión
respecto de él. Si la Iglesia ha recibido de Jesucristo autoridad universal en lo
concerniente al depósito de la fe, a la integridad de la religión y a la santificación de
los fieles, ¿quién ha recibido el poder de restringir o modificar dicha autoridad? San
Agustín no podía aquilatar más su
<2-218>
obediencia, confianza y entrega a la Iglesia, al protestar públicamente que su fe en el
Evangelio se fundaba en la autoridad eclesiástica.

ARTÍCULO SEGUNDO

Valor del señor de La Salle para profesar paladinamente su fe


y declararse contra las nuevas doctrinas, cuando era menester

I. Discreción con que hablaba de las discusiones de su tiempo


Juan B. de La Salle, amigo del silencio y de la paz, cuidadoso de rehuir las menores
ocasiones de discutir y disputar, más atento a conservar la mansedumbre y la caridad,
jamás hablaba de las cuestiones palpitantes, si la necesidad no le obligaba a ello,
persuadido de que había poco que ganar y mucho que perder en esa clase de discursos
que degeneran, por lo común, en altercados, palabras duras y descomedidas. Aparte
36 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

de esto, como por regla general fomentan estas disputas la vanidad y el celo falso,
origínanse de ellas, como frutos propios, la dureza, la amargura y la pertinacia.
Sin embargo, hay ocasiones en que no es lícito callar, y en que la conciencia nos
obliga a declarar nuestros sentimientos con generosa libertad. Hasta hay casos en que
la fe se creería menoscabada o herida, si uno titubeare en proclamarla y sacrificarle su
reputación, sus proyectos e intereses. Entonces no basta creer; es necesario hacer
profesión de fe. La creencia interior es el fundamento de la justificación: corde
creditur ad justitiam; la profesión exterior es necesaria a la salvación: ore autem
confessio fit ad salutem. Todo cristiano está obligado a dar razón de su fe y a hacer de
ella declaración pública, a los que se la pidieren. Si temiese en estos casos manifestar
lo que cree o recelase dar testimonio de la verdad, se le tendría por renegado o se
creería de él con razón que se avergüenza de su fe. Su silencio sería un crimen, y sería
acusado ante el autor y consumador de nuestra fe de haber detenido a la verdad
cautiva de la injusticia. Jesucristo, a su vez, se avergonzaría de él y se negaría a
confesarle delante de Dios, su Padre.

II. Del valor con que se declaraba contra el error, sacrificando,


cuando era necesario, todo respeto e interés humanos
Por más cuidado que pusiere el santo varón en mantenerse oculto e invisible al
mundo, como que no era anacoreta y el interés del Instituto o alguna necesidad le
obligaba a manifestarse en público, y a entrar a veces en trato con toda clase de
personas, sucedía a menudo que hacían caer la conversación sobre las materias que a
la sazón se agitaban, para sondearle y tratar de ganarle, valiéndose, para atraerle a su
partido, del interés y de la gloria, acicates poderosos para conmover y aprisionar el
corazón humano. En estos casos veíase obligado a hablar y a dar testimonio de la
verdad, y lo hacía con tal fortaleza que no dejaba a los unos ninguna duda o
desconfianza sobre su ortodoxia y a los otros ninguna esperanza de conquistarle para
su causa.

III. Tentativas de los jansenistas para ganar al Fundador


de los Hermanos y motivos que les movían
Si en ciertas ocasiones delicadas hubiese querido disimular, ser diplomático,
manifestarse más condescendiente, darse menos a conocer o mostrar neutralidad,
habría podido en poco tiempo adelantar los negocios de su Instituto y haberle librado,
tanto como a sí mismo, de muchas vejaciones; habría podido cambiar en preciosos
protectores a varios de sus mayores enemigos y convertir a sus perseguidores en
apóstoles de su obra.
¡Cuánto no trabajaron los jansenistas en París, en Provenza y en otras partes por
acercarse a él o acercarle a ellos, para entablar conversación con sus discípulos
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 37

<2-219>
y llegar a seducir a alguno! Nada le habría faltado, si hubiese sido menos intransigente
para con ellos: casa, muebles, dinero, protección, todo se lo habrían ofrecido con
apresuramiento. Nadie lo extrañará considerando el interés que despierta el atractivo
de la novedad. Todo sirve para alimentar su fuego, y casi nada para apagarlo. La
mucha reputación de santidad que había adquirido el señor de La Salle, el singular
talento que tenía para formar piadosos y hábiles maestros de escuela, eran los dos
motivos que ponían a la secta en movimiento para atraérselo. Los innovadores
esperaban que si lograban ganarle, su nombre daría extraordinaria importancia a su
secta, y le granjearía gran crédito entre las gentes de buena voluntad. Sus intenciones
iban aún más lejos: proponíanse tener a mano y a su servicio maestros de escuela de
mérito superior y de notable piedad para enseñar su doctrina.
Es cosa bien sabida que no hay medio más corto, fácil y eficaz para dar curso al
error y sembrarlo sin ruido y con seguridad, que las escuelas primarias. La edad
tierna, susceptiva de todas las impresiones que se le dan, recibe con la misma
sencillez las buenas que las malas; y una vez que los niños han recibido tan temprano
el barniz del error, es casi indeleble. Ese primer veneno que han tragado sin recelo,
penetra tan adentro del alma y corrompe la fe hasta tal punto que la curación es casi
imposible.
Del mismo parecer fueron en sus comienzos los protestantes, de donde vino el que
uno de sus primeros cuidados, en medio del ardor que inspira la herejía naciente para
encontrar medios de extenderse, fue componer catecismos con arreglo a sus
principios y tener maestros de escuela activos para enseñarlos a los niños. Port Royal
les imitó, y a ejemplo suyo compuso catecismos sobre su doctrina; pero no halló
muchos maestros de escuela, tales como él los deseaba, esto es, aptos para apóstoles.
Sólo una comunidad puede dar tales individuos en gran número y dotados de las
cualidades necesarias.
La del señor de La Salle era cada vez más numerosa y floreciente. La piedad y el
talento distinguían a los Hermanos hasta el punto de que los maestros calígrafos de
París se mostraban celosos y alarmados y se quejaron ante los tribunales de que sus
clases se despoblaban, mientras las escuelas de los discípulos del señor de La Salle se
llenaban de alumnos.
A esto obedecía el empeño que pusieron los propagadores de la nueva secta en
atraerle a su partido y en entablar relaciones con su Comunidad, pero todo fue en
vano: les cerró la puerta con la misma constancia que ellos mostraron en abrirla. Nada
pudo ni tentarle ni hacerle vacilar sobre este punto. Renunció con alegría, en favor de
la fe, a todas las esperanzas con que le halagaban, y con igual valor se expuso a las
persecuciones de personas a quienes consideraba, más que como amigos a quienes es
justo complacer, como a declarados enemigos de quienes conviene huir, porque son
diestros en hacer más daño que provecho. Desesperados de ganar por este medio al
santo Fundador y de tener cabida en su Instituto, probaron otro medio para llegar a su
38 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

fin, que fue establecer por su cuenta un seminario de maestros de escuela calcado
sobre el del señor de La Salle, aunque con método de vida muy diferente. Y como a un
partido tan rico y poderoso no le faltaban ni apoyo ni dinero, diose luego principio a la
obra en París, hallándose fácilmente sujetos que se brindaron a ser maestros. Al
principio todo hacia augurar feliz éxito, y prometer a Francia maestros de escuela de
sobresaliente mérito; pero como el Señor no puso su mano en la obra, no hubo gran
distancia entre su fundación y su ruina. Para semejante obra hacía falta otro Juan B.
de La Salle, y no tardaron mucho en ver que el espíritu de mortificación, humildad,
sumisión,
<2-220>
oración, mansedumbre, caridad, desinterés, no entra en una casa cuando el superior
da de todo esto brillantes lecciones pero sin acompañarlas con grandes ejemplos. Los
súbditos de esa nueva comunidad, a cuyo frente estaba un hombre que en nada se
diferenciaba de ellos, no cambiaron de costumbres. Llevaron a ese seminario sus
vicios y pasiones, y como nunca habían aprendido a mortificarlas, resultaron ser al fin
lo que eran al principio: indóciles, soberbios, interesados; por eso, perdida toda
esperanza de sacar otros maestros mejores, desistieron de la empresa cuando apenas
habían dado los primeros pasos para realizarla.
Ensayo semejante hicieron en Provenza los partidarios de las nuevas ideas, cuando
obligado el señor de La Salle a desterrarse de París el año 1711 se refugió en aquella
comarca para ponerse a cubierto de la persecución que contra él se había levantado.
Al presentarse en la ciudad principal de la provincia, fue recibido como un ángel del
cielo, cual si fuera el mismo Jesucristo, por todas las clases, hasta por todos sus
principales habitantes, pero con disposiciones y sentimientos muy diversos; pues si
bien los buenos católicos dieron testimonio de su sincera estimación y veneración
hacia la virtud del sacerdote forastero, los jansenistas recibiéronle con apariencia de
respeto y fingidos testimonios de amistad. Y, con todo, fueron ellos los que con más
empeño se esmeraron en demostrarle su afecto. El intento que llevaban de conquistar
a un hombre que en concepto de todos era tenido por santo y virtuoso, les puso en los
labios halagüeñas frases de bienvenida y ventajosas ofertas. Nada olvidaron para
granjearse su amistad y hacerle entrar en negociaciones y tratos con ellos. Pusieron a
su disposición tlodo el dinero que quiso, y le propusieron, a la vez que la dirección de
nuevas escuelas, un plan para la fundación de nuevos establecimientos. Cumpliéronse
las promesas y se realizaron en parte los anunciados proyectos con la erección de un
nuevo seminario para la formación de Hermanos de la enseñanza cristiana. Casa,
muebles, dinero, educandos, todo se encontró y fue presentado a Juan B. de La Salle.
No le dejaron ocasión de practicar la virtud sobre este punto, ni de esperar nada de la
divina Providencia. La obra iba viento en popa, al punto de que el único temor del
santo sacerdote era verla desaparecer con la misma rapidez con que la había visto
levantarse.
Cada día le honraban con nuevas visitas; se le consultaba, y sus consejos eran
recibidos al parecer como oráculos. Dados ya estos primeros pasos, sondearon sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 39

ideas sobre las cuestiones de la época; diéronle entrada en su conciliábulo, le


llamaron a las conferencias, que empezaban con discursos piadosos y acababan con
invectivas contra los jesuitas, contra la moral relajada y contra el Papa y los obispos
que se oponían a la nueva doctrina; en fin, se le instó para que hablara e hiciese
explícita profesión de ideas. Ya hemos dicho que él, enemigo de disputas, guardaba
sobre este punto profundo silencio, que sólo rompía cuando lo exigían la caridad, la
necesidad o la obligación de declarar sus creencias.
Las circunstancias en que al presente se encontraba para manifestarlas eran
bastante peligrosas, y desde luego previó las tristes consecuencias que se habían de
seguir. Estaba bien persuadido de que al hacer generosa profesión de fe, iba a cambiar
el corazón de sus amigos y bienhechores con respecto a su persona y a su Instituto;
que vería caer su noviciado con la misma rapidez con que lo había visto levantarse, y
que se desatarían furiosas tempestades sobre su persona y su obra.
En iguales circunstancias, otro menos virtuoso que él y animado de fe menos pura
y desinteresada, se hubiera tal vez creído facultado para disimular y hasta quizá se
habría figurado que la prudencia y el interés de las escuelas cristianas le prescribían el
disimulo, o que, sin aprobar
<2-221>
las ideas de gentes que le eran tan necesarias, podía dispensarse de condenarlas
abiertamente. Pero justamente la conciencia de Juan Bautista clamaba contra esa
falsa prudencia y peligrosa política.
Hubiera creído hacer traición a su fe, o cuando menos empañarla, si hubiese
guardado en tal ocasión silencio respetuoso o si hubiese evitado manifestarse tal cual
era: católico romano, sumiso de corazón y de espíritu a las decisiones emanadas de la
cabeza de la Iglesia e inviolablemente adicto a la silla de San Pedro. No sólo no vaciló
en hacerlo, sino que además condenó heroicamente el celo contumaz de aquellos
sectarios en favor de una doctrina tantas veces condenada por la Iglesia, sacrificando
en defensa de la fe su nuevo noviciado, el proyecto de establecimiento de nuevas
escuelas, los intereses de su Instituto y su propia reputación. Este sacrificio no fue
imaginario; en efecto, inmediatamente vio hundirse dicho noviciado, desvanecerse el
mencionado proyecto, bambolearse las escuelas ya existentes, su reputación destrozada,
denegrida e infamada sin compasión; rebeláronse contra él algunos de sus propios
hijos, hasta que, por último, se vio obligado a ceder el campo y a retirarse de la
ciudad. Salía grandemente consolado porque llevaba consigo la fe inmaculada y
triunfante de todos los intereses humanos.
Poco después de su llegada a Grenoble, donde florecía una comunidad de
Hermanos, el obispo publicó la constitución Unigenitus, que condena el libro del
Padre Quesnel, aun cuando más adelante pareció arrepentirse de una aceptación en
que debía cifrar su honra y la seguridad de su conciencia, pues le unía con la cabeza de
la Iglesia y con casi todos sus colegas en el episcopado. Los admiradores de este libro,
desesperados al ver, no ya algunas proposiciones sueltas, sino todo el sistema del
40 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

partido, lo mismo lo que hacía relación al dogma, que lo referente a la moral y la


disciplina, condenado en ciento una proposiciones, y por consecuencia derribado sin
remedio, promovieron en Grenoble los mismos tumultos y asonadas que en otras
partes de Francia.

IV. Respeto con que el señor de La Salle recibe la constitución Unigenitus


Cuando fue La Salle a Grenoble para vivir allí retirado, no tuvo en un principio
ocasión de tributar a la verdad el testimonio que le es debido y la sumisión que se
merece una bula emanada de la Santa Sede y recibida por el cuerpo pastoral casi
entero. Contentose, pues, con hacerla leer a los Hermanos, darles testimonio de la
sincera sumisión con que la acataba y explicarles el sentido erróneo o sofístico que
varias de tales proposiciones encerraban, con capa de frases sentenciosas y devotas
en apariencia. Cuando más adelante se hubo manifestado su virtud oculta, en aquel
lugar a la sombra del retiro y del silencio, tuvo más de una vez ocasión de probar su fe
con obras, mediante una declaración pública de su adhesión a la constitución
Unigenitus. El partido sectario se irritó, pero los buenos católicos se alegraron
enormemente de tener al frente a un hombre mirado como santo, y que lejos de ser
santo ignorante, era doctor sabio e ilustrado. La severa reprensión que dio en la
misma ciudad a una señora muy piadosa que había puesto su confianza en él, y que le
había pedido tuviese a bien examinar sus libros, para separar los que estaban
condenados o sospechosos, es una prueba más de su sumisión a los mandatos del
Papa y de los obispos. Figuraba entre los libros de esta señora el del Padre Quesnel,
titulado Reflexiones morales, y cuando dio con él nuestro santo sacerdote, se mostró
irritado y escandalizado: «¿Cómo —dijo a la señora— guarda usted un libro que la
Iglesia acaba de proscribir y condenar? ¿Acaso los anatemas fulminados contra
quienes los retienen no son parte a infundirle miedo? ¿Ha aprendido usted, por
ventura, a reírse de los terribles rayos de la Iglesia y a deshacerse del temor saludable
de ellos, como de un miedo quimérico, con la lectura de ese libro que se burla de las
amenazas de la Iglesia y con el ejemplo de su autor, que autoriza y enseña a despreciar
la excomunión
<2-222>
con sus propias acciones?». La señora, turbada y confusa, se disculpó alegando su
ignorancia; dijo que no sabía que aquel libro estuviese condenado, y en señal de
sumisión a la Iglesia hizo el sacrificio de él, entregándoselo al santo varón para que lo
quemara. El santo sacerdote había sido el primero en dar este ejemplo de la sumisión
que trataba de inspirar a otros. No aguardó a que la Iglesia, por su Cabeza visible,
condenase esta doctrina; bastole que Mons. de Noailles, arzobispo de París, lo
hubiese proscrito en una carta pastoral, para abstenerse de la lectura del libro,
enviándolo al párroco de San Sulpicio, sin escuchar las observaciones de los
Hermanos que le hacían presente que su título de doctor le daba derecho a retener y
leer semejantes libros.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 41

V. Del sumo respeto que tenía el siervo de Dios a la Santa Sede


Tal era la deferencia y respeto que le merecía la Santa Sede, que cualquier libro
condenado por ella llevaba en su concepto carácter de reprobación, en tan alto grado
que, ni aun por encargo de otros, permitía a sus hijos adquirirlo. Como uno de ellos
hubiese comprado las obras del Padre Maimbourg para una de las Comunidades de
Provenza, recibió de él severa reprensión y mandato expreso de deshacerse de ellas
aunque fuese con detrimento de sus intereses. Hallábase el señor de La Salle en San
Yon cuando envió esta orden, la cual fue desde luego ejecutada.
El santo Fundador estaba tan desprendido de su propio juicio y tan alerta contra
toda doctrina sospechosa, que suprimió en la oración diaria de los Hermanos estas
palabras: Protesto, Dios mío, de que, aun cuando no hubiese otra vida que esperar
después de ésta, no dejaría por eso de amaros, después de la observación que le hizo
un piadoso eclesiástico de que esas palabras olían a quietismo, o parecían tener
relación con las proposiciones contenidas en el libro de las Máximas de los Santos.
Ciertamente este eclesiástico no estaba muy al tanto de la doctrina del quietismo y La
Salle era demasiado ilustrado para no saber que las expresadas palabras ninguna
relación tienen con el sacrificio absoluto de la salvación, ni con los demás principios
reprobados del libro de las Máximas de los Santos. La disposición del corazón,
expresada en la oración diaria de los Hermanos, es indispensable en las relaciones de
la criatura con su Creador; con mucha más razón debe ser adoptada por el cristiano,
sobre todo por el que aspira a la perfección. Admitida la hipótesis errónea de que todo
acaba en nosotros y para nosotros con la muerte, y que no hay otra vida después de
ésta, aún resulta que los bienes sin cuento que acompañan a la creación y las
perfecciones infinitas que residen en Dios, son motivos suficientes para mover al
corazón humano a amar a su bienhechor, centro de toda perfección, y la criatura no
podría sin impiedad, sin injusticia y sin ingratitud negar a su Creador el tributo de su
amor. Pero bastábale al señor de La Salle que esas palabras parecieran sospechosas a
los menos ilustrados, para que se determinase a suprimirlas. Prefirió borrar de la
oración unos términos cuya supresión no alteraba esencialmente el sentido de la
frase, a dar lugar a que se creyese que su sumisión a la Iglesia era equívoca, o que no
era total y absoluta.

VI. Sus temores por los peligros a que se vio expuesta la fe en París
por los esfuerzos de los partidarios del Padre Quesnel
Parecía muy natural que, a su vuelta de la Provenza a París, pensara, ante todas las
cosas, en visitar al cardenal de Noailles y ofrecerle sus servicios; así parecía exigirlo
el deber del agradecimiento por el particular cariño que el cardenal le profesaba. Con
decir a Su Eminencia una palabra de las crueles persecuciones que sufría hacía tanto
tiempo
<2-223>
42 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

y nombrarle los autores que a la sazón eran malquistos en el arzobispado, habría


acabado con ellos, y atado las manos a sus enemigos. Así lo habría hecho si se hubiese
dejado llevar de los impulsos de su corazón; pero su fe le inspiraba viva resistencia a
recibir favores de un prelado que por fin se había pasado al campo de los apelantes
contra la bula Unigenitus y cuyas vacilaciones con respecto a la cuestión candente le
habían atraído el descontento de muchos partidarios del uno y del otro bando.
Estando aún el santo sacerdote en Provenza, alarmado por las turbulencias y
escándalos que producían en el reino las apelaciones contra la bula dogmática,
recibida en Francia con tanta solemnidad y fuera de Francia con entera unanimidad,
temió funestas consecuencias. Para evitarlas no cesaba de ofrecer a Dios sus deseos,
oraciones, penitencias y sacrificios. Pero a pesar de esto, retirado como estaba en el
rincón de una provincia, veía el daño sólo a medias, y no lo vio totalmente hasta que
volvió a la capital del reino. Sorprendido y asustado del ardor, por no decir del furor
de los innovadores, de la multitud de sus escritos llenos de hiel y amargura, que como
torrente impetuoso arrastraban a tantas personas sencillas a la rebelión contra la
Iglesia, y más alarmado aún por los progresos que hacían la impiedad y la irreligión a
favor de esa división y resistencia pertinaz, concibió el designio de pedir las
oraciones de las almas más puras y poderosas cerca de Dios para atraer desde el trono
de su gracia el remedio a llaga tan descomunal.

VII. Oraciones y penitencias que ofrece a Dios por la paz de la Iglesia


Una de las personas a quien desde luego tuvo de su parte para este designio tan
piadoso fue la Hermana Luisa, a quien miraba como uno de esos vasos de elección
con que adorna Dios de cuando en cuando su Iglesia. Le escribió en términos muy
apremiantes para interesarla en la causa de la Esposa del Hijo de Dios, y trató de
inspirarle todo el celo de que él se sentía animado, a fin de lograr con fervorosas
oraciones la paz que proviene de la humilde sumisión a los mandatos y a los decretos
de la Iglesia y de sus pastores. Desde luego abundó en esas ideas aquella virtuosa
señora y unió sus lágrimas a las del siervo de Dios para apagar el fuego que ya ardía y
amenazaba concluir del todo con la Iglesia de Francia. Esto era lo que decía en su
respuesta, y añadía que no eran menores los temores que ella abrigaba de que serían la
causa de la ruina y destrucción de la fe, precisamente, aquellos mismos que debían
dar ejemplo de sumisión y piedad, pero que se consolara como ella, en la confianza de
que la tempestad se disiparía poco a poco, según Dios se lo había dado a entender. De
lo cual quedó en efecto muy consolado.
Al año siguiente, la doblez de los partidarios de Jansenio le abrió muy honda llaga
en el corazón, y mejor diríamos que su fe inmaculada, tan vilmente despreciada por
los adversarios, fue la causa de la herida. No son para imaginarse las intrigas y
artificios de que se valieron los innovadores para multiplicar las apelaciones y el
número de los apelantes. Su mala fe logró sorprender a muchos que, no estando
bastante prevenidos, firmaban la fórmula de apelación creyendo que era un
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 43

documento sin importancia. Halagaban con risueñas esperanzas a los ambiciosos. Así
engrosaban el número de los apelantes con adhesiones que sólo honraban al partido
allí donde sus fines eran desconocidos, y donde se ignoraba de qué modo habían sido
sorprendidas. Nadie ignora estos hechos; mas pondré aquí uno que interesa al señor
de La Salle y que aún no se conoce.

VIII. Su aflicción al saber que su apellido estaba en la lista de los apelantes


En la lista de los apelantes apareció el nombre de La Salle, porque en realidad había
firmado la apelación al futuro Concilio un canónigo de la catedral de Reims, hermano
de nuestro santo varón, y que por tanto llevaba su mismo apellido. Esto dio lugar a
que los innovadores hiciesen correr la voz, en la diócesis de Boloña, de que el
superior de los
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Hermanos era uno de los anticonstitucionistas más declarados. El reducido rebaño de
los disidentes hacía mucho alarde de nombre tan celebrado y no trabajaron poco en
hacerle valer como timbre de honor~ que enaltecía mucho a los apelantes: los
sencillos se turbaron, los buenos católicos quedaron escandalizados, y consternados
los Hermanos. Éstos, resueltos a combatir, a desconcertar la calumnia y a disipar el
engaño que causó el equívoco del apellido La Salle, avisaron sin demora al Superior,
del falso rumor que corría sobre él y del crédito que su nombre daba a los apelantes.
Esa noticia afligió grandemente al hombre que tantas pruebas había dado ya de su
acendrado catolicismo, y que había sacrificado los más caros intereses de su Instituto
para conservar la integridad de la fe. Con suma pena se enteró de que su nombre
servía para fomentar la doctrina que él condenaba y para autorizar la resistencia al
Sumo Sacerdote de la nueva ley y a los obispos. Ninguna de las injurias hasta
entonces lanzadas contra él le hirió tan hondamente. Este humilde sacerdote,
familiarizado hacía más de treinta años con las afrentas, y que tenía por ley inviolable
no oponer a murmuraciones y calumnias atroces más que su invencible paciencia y
silencio heroico, no pudo callar en esta ocasión en que se trataba de la fe. Habló,
y haciéndolo con toda la energía que los más celosos católicos podían esperar, sin
desmentir su sin par modestia, confundió la calumnia con respuesta digna de él, que
envió al Hermano que le había escrito, con objeto de que la hiciera pública. La damos
textualmente, pues la creemos asaz hermosa para quitarle una sola letra.

IX. Celo con que se defiende contra la calumnia


«Ruán, a 28 de enero de 1719. No creo haber dado por mi parte fundamento alguno
al señor Deán para decir que soy del número de los apelantes; nunca me pasó por el
pensamiento tal cosa, ni pensé jamás abrazar la doctrina de los apelantes al futuro
Concilio; harto respeto me merece nuestro Santísimo Padre y sobrada sumisión las
decisiones de la Santa Sede para dejar de acatarlas. Quiero conformarme en esto con
44 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

San Jerónimo, quien, en una dificultad suscitada en el seno de la Iglesia por los
arrianos, que exigían de él que admitiese en Dios tres hipóstasis, creyó deber
consultar a la silla de San Pedro, sobre la cual sabía, según dijo, estaba edificada la
Iglesia, y dirigiéndose al Papa Dámaso, le manifestó que si Su Santidad le mandaba
reconocer en Dios tres hipóstasis, a pesar de los inconvenientes que en ello
encontraba él, no temería confesar las tres hipóstasis, por lo cual concluyó su carta
este santo, suplicando con instancia a Su Santidad, por Jesucristo crucificado, que es
el Salvador del mundo, y por la Trinidad de las tres personas divinas en una misma
naturaleza, se sirviese autorizarle, por escrito, para confesar o negar en Dios tres
hipóstasis. El señor Deán no debe, pues, sorprenderse de que, conformándome con
este gran santo, tan ilustrado en cuanto a las cuestiones de religión atañe, baste que
aquel que hoy está sentado sobre la cátedra de San Pedro se haya declarado, por una
bula aceptada por casi todos los obispos del mundo, y haya condenado las ciento una
proposiciones sacadas del libro del Padre Quesnel, para que yo, después de una
decisión tan auténtica de la Iglesia, diga con San Agustín que la causa está terminada.
He aquí mi parecer y mi disposición sobre este punto, parecer y disposición que
nunca han sido diferentes, y que jamás cambiaré. Quedo, en Nuestro Señor, etc.»..
La publicación de esta carta desconcertó al partido sectario y confundió a los
calumniadores. Contra su intento, su mala fe sólo sirvió paca desacreditar una
apelación que necesitaba de la mentira para prosperar. El Deán, que había sido el
primer autor de la fábula, era tanto más culpable cuanto mejor conocía la
inquebrantable adhesión que el Superior de los Hermanos profesaba a la antigua
doctrina
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y a la Iglesia romana.
No había podido olvidar la atenta y fina reprensión que había recibido del santo
varón en el asunto de la Asunción de la Santísima Virgen.
He aquí el hecho omitido expresamente al tratar del viaje que el siervo de Dios hizo
a Calais, y que es otra prueba del celo de nuestro santo Sacerdote contra las nuevas
opiniones.
El Deán de Calais, que descolló siempre entre los muchos que se apresuraron a
manifestar sn estima y veneración al siervo de Dios, le invitó a que oficiara en el día
de la Asunción de la Santísima Virgen, invitación que fue aceptada por el santo
Sacerdote, con no poca satisfacción de los concurrentes y con gran descontento suyo,
pues se quedó muy escandalizado de que el Deán descendiese del púlpito sin haber
dicho una sola palabra sobre la solemnidad del día.
El santo Fundador, terminada la Santa Misa, dejó traslucir en su semblante con tal
evidencia su disgusto que el Deán hubo de notarlo. Mas el santo sacerdote no le dejó
siquiera tiempo para pedirle explicaciones. Su celo por los privilegios de la Santísima
Madre de Dios le puso en los labios frases tan conmovedoras que, desconcertado, el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 45

párroco prometió predicar en el domingo siguiente sobre la Asunción de la Santísima


Virgen, para reparar el escándalo de su afectado silencio. Cumplió la palabra, y
explicó con claridad la enseñanza de la Iglesia sobre este misterio, con gran
admiración del auditorio, que no estaba acostumbrado a oírle hablar tan favorablemente
de la Santísima Virgen, pues era uno de esos críticos que quieren que se hable con
sobriedad de sus prerrogativas, y que por falsa imitación del Apóstol hacen alarde de
predicar sólo a Jesucristo, como si el honor que se tributa a la Madre no redundase en
mayor gloria del Hijo.

X. Nuevo testimonio de su adhesión a la Iglesia romana


Por más que en la Iglesia no hay más que un solo partido y todos los fieles están
obligados a vivir unidos a la Iglesia romana y detestar al que se separa del centro de la
unidad y del tronco del árbol, a pesar de esto, los sencillos llegan en ocasiónes a
vacilar con motivo de las discusiones y disentimientos que se suscitan en materia de
religión. La verdad, tan luminosa siempre en la cátedra de San Pedro, se halla a veces
oscurecida a los ojos de los sencillos y de los que parecen haber olvidado las antiguas
lecciones del catecismo, seducidos por el número y autoridad de los innovadores o
por la engañosa elocuencia de sus escritos; de modo que admitiendo, unas veces por
ignorancia, otras por rencilla o por seducción, dos partidos en la Iglesia, se hallan
perplejos y no saben por cuál de los dos determinarse.
De este número eran los que consultaron al varón de Dios suplicándole les
manifestase cuál era el partido bueno hacia el cual se inclinaba él. Todo aquel —les
contestó— que está unido a la cátedra de San Pedro, ése es de mi partido: Ego
interim clamito, si quis Cathedrae Petri jungitur, meus est (Q. ad. D). Con estas
palabras da a entender san Jerónimo que sólo los que están unidos a la cátedra de San
Pedro son del partido bueno. Ésta fue la única respuesta que recibieron los que le
consultaron sobre este asunto, acerca del cual no tuvo nunca más que un solo parecer;
lo que decía a los que de fuera le consultaban, era lo mismo que repetía en casa a sus
discípulos, a quienes instruía con mucho cuidado sobre tan importante materia.
«Como quiera que el Papa es el Vicario de Jesucristo, Cabeza de la Iglesia y
sucesor de San Pedro, su autoridad se extiende a toda la Iglesia; por eso todos los
fieles deben considerarle como padre, cuya misión es enseñar la doctrina cristiana; y
vosotros debéis venerar particularmente al Papa como al santo pastor del rebaño de
Jesucristo, y hasta tal punto habéis de acatar sus palabras, que os ha de bastar que una
cosa venga de él para someteros al momento». Éste es el gran
<2-226>
documento que dio a sus Hermanos en la meditación que compuso para la fiesta de la
Cátedra de San Pedro en Antioquía, a fin de que les sirviera como áncora para
mantenerlos inseparablemente unidos a la verdadera Iglesia, tan a menudo y tan
furiosamente combatida por los sectarios.
46 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

XI. Instrucciones que da a sus discípulos acerca de los innovadores


Nadie huye tanto de llamarse con sus nombres propios como los innovadores y
fautores de herejías, por eso tratan por todos los medios posibles de autorizar su
nueva doctrina con la antigüedad de que carece. Para prevenir, pues, a sus discípulos
contra cualquier seductor, les dio nuestro héroe este otro principio: «Adheríos
universalmente a todo lo que se refiere a la fe; huid de las novedades, seguid la
tradición de la Iglesia, no recibáis sino lo que ella recibe, condenad lo que ella
condena, aprobad lo que ella aprueba, bien sea por los concilios o por los soberanos
pontífices, tributadle en todo pronta obediencia».
«La Iglesia —añade en la ya citada meditación— es nuestra madre, a la que
debemos mantenernos invariablemente unidos y a la cual debemos asirnos con lazos
indisolubles de entera dependencia en todo cuanto atañe a la religión; debemos ser
sumisos a todas sus decisiones y acatarlas como oráculos. A ella corresponde darnos
a conocer la verdad, y debemos recibirla de su boca sin ninguna duda y sin examen.
Lo único que hemos de decir a cuanto nos propone es creo, sin titubear y sin dudar».
El tercer mandamiento que recomendaba a los Hermanos y a los que no han
traspasado los umbrales de la ciencia, era que se negasen en absoluto a hablar u oír
hablar de cuestiones de Teología, principalmente de las que se refieren a los
incomprensibles misterios de la predestinación y de la gracia, en donde los mismos
sabios caen en precipicios, cuando la temeraria presunción o la curiosidad soberbia
los lleva a profundizar en ellos, y en donde los más se enredan y se extravían como en
laberinto sin salida, cuando la necia vanidad les hace internarse en él. «Hay
—decía— personas que no contentas con oponerse a la doctrina y las máximas de
Jesucristo, y no respetar las decisiones de la Iglesia, se meten a disertar sobre las
cuestiones de la predestinación y de la gracia, sobre las cuales deberían guardar
eterno silencio porque no alcanzan a comprenderlas». Y tenía razón, pues enseña la
experiencia que el mucho leer y discurrir sobre estas materias, en vez de producir
mejoramiento de costumbres, vuelve casi siempre peores a quienes lo practican.
El corazón sale de esta clase de discusiones seco, árido, tibio y predispuesto contra
la devoción. Esos discursos no solamente originan vanas especulaciones y disputas
sin fin, que no fomentan ni la confianza en Dios, ni la caridad, ni el fervor, sino que
con harta frecuencia dejan en el alma semillas de pusilanimidad, de desaliento y de
desesperación; casi siempre terminan en el descuido de las virtudes y de nuestras
obligaciones, en la reaparición de los vicios y de las pasiones, y en nuevo gusto para
el mundo y sus placeres; en fin, turban la paz del corazón y siembran en nuestro
ánimo la inquietud o nos hacen indiferentes a la salvación.
Por eso el santo Fundador inculca a menudo en los escritos que dejó a los
Hermanos la necesidad de ejercitarse cada día más y más en la práctica de las virtudes
evangélicas y en la imitación de Jesucristo, y en todo lo demás entregarse en sus
divinas manos. Nuestra salvación está en las manos de Dios, y depende
incomparablemente más de Él que de nosotros. Para conseguir nuestra felicidad
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 47

eterna, que es más obra de Dios que nuestra, es necesario que concurran su gracia y
nuestra correspondencia a ella. La gracia no nos falta, sino que nosotros somos los
que faltamos a la gracia. La oración ferviente y humilde nos atrae las gracias en
abundancia, y nuestro cuidado en negarnos
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a nosotros mismos y en hacer generosos esfuerzos contra la frágil naturaleza, forma la
fidelidad a la gracia que nos dispone a la perseverancia final. Sea lo que fuere de los
decretos de la predestinación, es de fe que no nos salvaremos sino por las buenas
obras. En vano queremos discutir sobre estos decretos: son abismos abiertos en que se
precipitan los presuntuosos que aspiran a sondearlos; pero jamás será inútil el trabajo
que hagamos para renunciarnos a nosotros mismos y practicar las virtudes, pues
estamos seguros de nuestra predestinación, si nos hacemos semejantes a Jesucristo.
Hagamos, pues, con valor cuanto de nosotros dependa, y lo que no dependa de
nosotros refirámoslo a Dios y dejémosle el cuidado de todas las cosas. Si algo hemos
de temer, ha de ser nuestra poca confianza en su bondad y la falta de correspondencia
a sus gracias. Trabajemos en nuestra salvación como si sólo de nosotros dependiese, y
dejemos el éxito feliz de la misma a Dios como si dependiera únicamente de Él. Tales
eran las máximas del santo Fundador; todas muy apropiadas para engendrar la
humildad, el fervor y el espíritu de oración y de mortificación.
«En lo que principalmente debéis trabajar —repite en varios escritos dirigidos a los
Hermanos— es en ser cada día mejores y en dirigir todos vuestros conocimientos a
cumplir bien con vuestras obligaciones y haceros cada día más virtuosos, y en cuanto
a lo demás, decíd siempre: Creo todo cuanto la Iglesia enseña y me someto a lo que
ella decida por boca del Papa y de la mayor parte de los obispos unidos a él».
Estas enseñanzas que dejó consignadas en sus escritos tocante a la sumisión a la
Iglesia, son las que constantemente inculcó en sus exhortaciones públicas y en sus
conversaciones privadas. Solía decir que los que están encargados de instruir y de
educar a los niños en las verdades de la Iglesia católica, apostólica y romana debían,
ante todas las cosas, huir de toda novedad y autorizar con ejemplos elocuentes las
instrucciones que dan acerca del respeto debido a la Santa Sede y a los obispos que
están unidos con ella, porque de ellos, en cierto modo, depende la extensión y
conservación de la religión, y la experiencia ha comprobado que tanto la herejía como
la verdadera fe son principalmente deudoras, a los maestros de escuela, de su
propagación y de sus progresos.

XII. Resultados de las instrucciones que mantuvieron a los Hermanos


invariablemente unidos a la Iglesia
Tan sabias instrucciones sobre este particular no fueron inútiles, pues tuvo el
consuelo de ver durante su vida a todos sus Hermanos no sólo sumisos a las
decisiones de la Iglesia, sino llenos, además, de santo horror a todo lo que olía a
48 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

novedad. Durante los cuarenta años, poco más o menos, en que el señor de La Salle
gobernó su Instituto, tuvo la satisfacción de ver a sus hijos alimentados con el néctar
de su doctrina, penetrados de sus ideas y animados por los sólidos documentos que
les había inspirado de sumisión ciega a las decisiones de la Iglesia, de odio
irreconciliable contra toda novedad en cuanto a doctrina y de fidelidad inviolable a la
Iglesia romana. En uno solo de sus discípulos notó simpatías hacia las nuevas
doctrinas; pero muy pronto le hizo entrar en el verdadero camino, demostrándole que
el único partido razonable para él, lo mismo que para el común de los fieles, era el de
la obediencia ciega, atenerse invariablemente a la más alta autoridad visible y
declararse siempre por el mayor número de obispos unidos al Papa, que esta regla de
fe es la única segura, por lo que cualquiera otra conduce a la herejía.
El Hermano se atuvo a estos principios, que son la norma de la conciencia,
mientras vivió el santo Sacerdote, pero después de su muerte los olvidó. Su primera
inclinación hacia las innovaciones fue tentación funesta a la cual sacrificó finalmente
su vocación y su fe. Saliose del
<2-228>
Instituto porque era el único en profesar tales ideas y porque habría sido expulsado si
hubiese pretendido dogmatizar. No tuvo tiempo de arrepentirse de su falta; pues
habiéndose embarcado en Marsella para ir a buscar en país extranjero la libertad de
conciencia, el buque sucumbió con todos los que iban dentro: de esta manera el
naufragio y pérdida de la fe vino a ocasionarle la pérdida de la vida. Plugue a Dios que
en los últimos momentos una luz extraordinaria le haya desengañado de sus errores, y
que no le haya Dios castigado por el abuso de tantas gracias recibidas con negarle la
gracia postrera de bien morir.

XIII. Otras pruebas del valor del señor de La Salle en combatir


las nuevas opiniones
Para terminar este artículo añadiré el fragmento de cierta carta que el santo
sacerdote escribió al señor Gense, celoso defensor de la constitución Unigenitus, para
congratularse por el heroísmo con que combatía contra las apelaciones y los
apelantes.
«He sabido con mucha satisfacción —le dice— el celo que despliega en la defensa
de la religión, tan turbada actualmente en este reino; permítame, señor, que me una a
usted para el mismo fin, pues Dios me ha dispensado la gracia de emplearme en él
hasta el presente. No dejaré de suplicarle con insistencia que se digne bendecir su celo
y darle feliz éxito, para que sea como infranqueable barrera contra las maquinaciones
con que el demonio intenta quitar la paz a la Iglesia en estos desgraciados tiempos».
No hablaremos aquí en particular de todo lo que hizo el santo sacerdote para
desengañar a su hermano el canónigo de Reims, para quien tenían las nuevas
doctrinas tanto atractivo como aversión producían a nuestro santo varón.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 49

Desconsolado al ver el nombre de su hermano en la lista de los apelantes, hizo cuanto


su celo pudo inspirarle, a fin de obligarle a que se borrase y revocara una apelación
que pretendía recabar la libertad de seguir, en materia de fe, el camino menos seguro
y menos probable. El santo Fundador hizo lo indecible para abrir los ojos a su
hermano, a fin de que viese el precipicio que él mismo se abría, luchando contra su
arzobispo y contra el sentir del Papa y del clero de Francia, salvo contadas
excepciones, y contra todos los demás obispos del orbe, pues jamás se ha podido citar
fuera de esta nación un solo obispo contrario a la bula Unigenitus. El canónigo de
Reims hízose el sordo a todos los avisos y amonestaciones de su hermano, y sólo
reconocía autoridad de magisterio a su pequeño rebaño, en el cual concentraba la
verdadera Iglesia; le dejó hablar y cansarse en discursos y reflexiones sobre el partido
más seguro y más verídico, sobre la más alta autoridad visible, sobre la imprudencia
de separarse del tronco del árbol y del centro de la unidad, en fin, sobre la necesidad
de seguir como regla segura de fe al Papa y a los obispos unidos a él; pero como se
hiciese el sordo a todo, nuestro santo Fundador resolvió callar y no volver a
importunarle en adelante, ya que tan poco fruto habían dado las justas palabras
y saludables reflexiones que le había hecho. En efecto, el santo varón se calló y
permaneció en silencio el resto de sus días, con respecto a su hermano, del cual no
volvió a hablar ni quiso que le hablasen. El único consuelo que experimentaba en la
pérdida de su hermano era no haber contribuido por su parte a hacerle canónigo y el
haber cerrado constantemente los oídos a las sugestiones del pueblo, a las súplicas de
los amigos y a las instancias de su familia, que pretendían obligarle a renunciar en su
hermano la canonjía cuando él determinó dejarla.

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ARTÍCULO TERCERO

El espíritu de fe o la vida de fe en el señor de La Salle

Tener fe y vivir de la fe son dos cosas diferentes, y hasta se ha comprobado que en


la Iglesia la segunda es tanto menos frecuente cuanto más común es la primera. La
conservación de la fe hace al católico, y la vida de fe hace al justo y al santo. Justus
meus ex fide vivit. El justo vive de la fe: vida pura, vida sobrenatural, vida elevada
sobre los sentidos, sobre la naturaleza y sobre la razón humana, vida sola digna del
nombre de cristiano, vida que caracteriza a las almas interiores, y que establece entre
ellas y el común de los fieles casi la misma diferencia que existe entre éstos y los
paganos.
Vivir de la fe es establecerla como regla y principio de nuestra conducta, de
nuestras acciones y de nuestros sentimientos; es hacerla presidir a todos nuestros
designios, proyectos y empresas; es llamarla en todas nuestras obras y pensamientos;
50 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

es hacerla señora de nuestro corazón; es consultarla en todas nuestras dudas y


dificultades; en una palabra, vivir de la fe es no emitir juicio sobre ninguna cosa, no
resolver nada y no hacer nada sino por algún motivo de fe o por algún motivo
cristiano.
Todos los que no están animados de este espíritu de fe viven o como las bestias, que
siguen la impresión de los sentidos, o como discípulos de Epicuro, que tienen por
regla de conducta ceder al atractivo de la concupiscencia, o como filósofos y gente
honrada del mundo, que tienen a mucha honra escuchar y obedecer en todo a la razón
y a los principios de la probidad puramente humana. El espíritu de fe, muy distinto de
esta clase de espíritus, eleva al cristiano sobre sí mismo, y llenándolo del espíritu de
Jesucristo, de sus pensamientos, de sus sentimientos y de sus disposiciones, le hace
vivir de manera digna de Dios, digne Deo, o, como si dijéramos, vida divina.

1. Señales y efectos del espíritu de fe en el señor de La Salle

1. Su mira enteramente sobrenatural


Este retrato del espíritu de la fe representa al natural la vida del santo varón. Es, en
efecto, uno de los justos del siglo XVIII que mejor han copiado a Jesucristo en sí
mismos y que con más abundancia han estado llenos de su espíritu. Pocos habrá entre
ellos que con más razón hayan podido aplicarse estas palabras de san Pablo: In fide
vivo Filii Dei. «Vivo en la fe del Hijo de Dios» (Gál II, 20). El santo Fundador no veía
las cosas sino con los ojos de la fe, las juzgaba sólo con esa luz sobrenatural, no les
daba más valor que el que ella les da, no estimaba más que lo que ella estima, sólo
deseaba lo que ella promete, no despreciaba sino lo que ella desprecia, no temía más
que lo que ella enseña se ha de temer y nos amaba más que lo que ella presenta como
amable. Colocado muy por encima de las falsas ideas que el mundo sabe inspirar,
desconfiando siempre del espíritu e instintos de la naturaleza y de la sabiduría
humana, prevenido siempre contra las sorpresas del amor propio y del interés
personal, vencedor en todas las ocasiones de las falsas máximas y de las costumbres
del siglo, en todo estudiaba el Evangelio, los sentimientos y las virtudes de Jesucristo,
que eran para él la mejor y la única regla de conducta.

2. Sus sentimientos nobles y divinos


De ahí nacían en él esos nobles sentimientos sobre la confianza en Dios, de ahí su
heroica confianza en la divina Providencia; esa resolución generosa que llevó a cabo
a la vista de su familia, de sus amigos y de la ciudad de Reims, de dejarlo todo y
despojarse
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Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 51

de todos sus bienes, a imitación de los apóstoles, para seguir a Jesucristo; de ahí su
pasión dominante por la pobreza espantosa, por la penitencia más rigurosa, por la
soledad total, por la oración continua, por la vida oculta e ignorada, por la abyección y
las humillaciones, por la obediencia y la dependencia, por el último lugar y por
cuanto rebaja a los ojos de los hombres, virtudes de las cuales dio los más edificantes
ejemplos durante cuarenta años enteros; de ahí aquella sed insaciable de injurias,
afrentas, desprecios, cruces y padecimientos, de todo cuanto aterra y atormenta al
hombre viejo; de ahí el silencio inviolable que guardaba en sus penas, en sus
tribulaciones, sin conceder a la naturaleza la más mínima señal de resentimiento
contra sus enemigos, contra sus calumniadores, contra sus perseguidores, sin
permitirse ni en particular, ni delante de sus Hermanos de más intimidad, la más leve
palabra de queja o la más mínima señal de tristeza y de mal humor en los
contratiempos desagradables. ¿A qué sino a esta fe viva, informada por la caridad, se
debió el que el santo varón fuese un verdadero retrato de Job en las enfermedades, en
el desamparo de los amigos, en la traición y rebeldía de algunos de sus primeros
discípulos? ¿No fue por ventura la fe la que le hizo vencer con paciencia
inquebrantable tantos asaltos y afrentas casi diarias con que el demonio, el mundo y la
carne le acometieron no sólo sin descanso, sino con furia siempre creciente?

3. Cómo practicaba las virtudes heroicas


Puesto que san Pablo atribuye a la fe todos los milagros de virtud que los santos
obraron en su vida, bien podemos decir que esta virtud fue la que hizo al santo
sacerdote insensible a los ultrajes más atroces y a las injurias más irritantes; casi
inaccesible a la desconfianza, a la inquietud y a todos los sentimientos humanos en las
circunstancias más delicadas que eran como crisis para su Instituto; tan intrépido y
tan firme en los mayores peligros y en los ataques más violentos que tantas veces
pusieron su honor, su persona y su obra al borde del precipicio. Este espíritu de fe le
hacía sentir santa envidia hacia los que en este mundo tienen más cruces y aflicciones,
porque son más semejantes a Jesucristo. Daba la enhorabuena a sus Hermanos
cuando habían participado de los oprobios de Jesucristo, diciéndoles con san Pedro:
«Sois felices, pues sufrís algo por la justicia; las afrentas no pueden perjudicar sino a
los que no sufren por Dios. Cuando las persecuciones se sufren con paciencia y se
aceptan con alegría y con amor, son por lo mismo cosas preciosas y queridas como los
joyeles que adornan la corona de la gloria; los que pretenden humillaros enriquecen,
sin quererlo, vuestra corona».
El santo sacerdote daba a sus Hermanos sobre esta celestial doctrina más ejemplos
que lecciones y manifestaba en todas las ocasiones el deseo que tenía de compartir
con ellos los desprecios y las afrentas, vistiendo el mismo hábito que ellos, llevando
como ellos cuellos y zapatos toscos y sombreros con anchas alas, haciendo el oficio
de maestro de escuela en su ausencia, y yendo en su compañía a sufrir los escarnios
del populacho, las befas de las gentes del siglo, los denuestos de los prudentes, las
señales de compasión sobre su estado o su espíritu enfermizo de parte de los que
52 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

creían pensar con más caridad con respecto a él. Así es como guiado por el espíritu de
fe, a imitación de Moisés, prefería ser afligido con el pueblo de Dios antes que brillar
en la corte de faraón, y estimaba más el oprobio de Jesucristo que los tesoros de los
egipcios (Heb 11, 25-26). Este espíritu de fe le hacía hallar un gusto maravilloso en el
magnífico elogio que san Pablo hace de la fe de los antiguos patriarcas, de los profetas
y de los santos de la antigua ley en el
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capítulo XI de su Epístola a los Hebreos. Cuando lo leían en el refectorio, parecía
extasiado y lo escuchaba con atención extraordinaria. Movido de ese mismo espíritu
de fe, dio en 1692 como regla a los Hermanos la práctica santa que les había inspirado
antes con su ejemplo, de llevar siempre consigo el Nuevo Testamento a imitación de
santa Cecilia y de otros santos, como preciosa prenda de su fe en Jesucristo, como
testimonio auténtico de su amor a la santa ley y como poderoso preservativo contra el
espíritu del mundo y los instintos de la naturaleza; la misma Regla obliga a los
novicios y a los Hermanos a leer de rodillas una página de este sagrado libro.

4. Elevadísima idea que tenía formada de la vocación de los Hermanos


El mismo espíritu de fe le inspiraba estimación tan grande de las ocupaciones del
Hermano, que se tenía por muy honrado con desempeñar sus veces en las escuelas, y
lo hacía con una atención, modestia, celo, paciencia y devoción tal, que no se podía
presenciarlo sin concebir idea muy elevada de empleo tan bajo a los ojos del mundo y
singular estimación para el que en esto se empleaba. Pasaba, a menudo, cuando hacía
la visita de sus casas, dos o tres horas enteras sin moverse de las escuelas,
considerando a los Hermanos y a los alumnos, y examinando lo que había que
enmendar en unos y en otros, sin que el mal olor o el aire viciado que se respira en un
local lleno de niños pobres y descuidados fuesen parte a inspirarle la menor
repugnancia.
Persuadido de que el cargo de catequista y de maestro de escuela cristiana, tan
necesario a la Iglesia, tan elevado a los ojos de Dios, tan recomendado por los
concilios y los Padres más célebres, y hasta practicado con tanto celo por los santos,
pedía, más que cualquier otro, fe viva para soportar con resignación la carga que lleva
consigo, y sufrir con alegría los disgustos y las fatigas que le son inherentes para
perseverar en él con constancia y con mayor afición cada día, dio por divisa a los
Hermanos destinados a ella el espíritu de fe. En efecto, sin este espíritu de fe, esa
ocupación tan augusta y divina se envilece insensiblemente a los ojos de la carne, y
los que la desempeñan, al verla tan abyecta según el consejo del mundo, se disgustan
de su empleo desde el momento en que su fe se entibia y languidece.
Para los que al dedicarse a ella se consideran como los padres espirituales de los
niños desamparados, como los cooperadores de Jesucristo, como los imitadores de
los Apóstoles y de los más ilustres doctores, quienes la han mirado como grande
honra y la principal de sus obligaciones; para los que consideran sus escuelas como
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 53

los seminarios o planteles de la Iglesia y del Estado, donde se educan los jóvenes que
serán trasplantados a los diferentes estados de la vida, como el noviciado del
cristianismo donde se forman para el culto de Dios y los ejercicios de la religión,
como asilos, refugios y lugares de seguridad, en donde su inocencia está al abrigo de
la corrupción del siglo; como santas academias, donde aprenden la ciencia de la
salvación y la práctica de las virtudes cristianas; para ellos esta ocupación no es
aburrimiento, antes bien encuentran en ella sus delicias.

II. Lecciones que da a sus discípulos sobre la vida de fe


Había que oírle a él mismo hablar del espíritu de fe, del cual estaba tan
compenetrado y que inspiraba con tanto cuidado a sus discípulos. Hízole objeto del
capítulo II de su Regla: «El espíritu de este Instituto es primeramente el espíritu de fe
que debe llevar a los que lo componen a no mirar nada sino con los ojos de la fe; a no
hacer nada sino por Dios y a atribuirlo todo a Dios, participando siempre de estos
sentimientos de Job: El Señor me lo dio todo, el Señor me lo ha quitado; como agradó
al Señor, así se ha hecho.
Los Hermanos de esta Sociedad animarán todas sus
<2-232>
obras con sentimientos de fe; y al hacerlas, atenderán siempre a las órdenes y
voluntad de Dios, que adorarán en todas las cosas, y por las cuales procurarán
conducirse y regularse.
Procurarán vigilar de continuo sobre sí mismos para no ejecutar, en cuanto les sea
posible, ninguna acción por impulso natural, por costumbre o por algún motivo
humano; antes cuidarán de hacerlas todas guiados por Dios, movidos de su espíritu y
con intención de agradarle.
Estarán atentos, cuanto puedan, a la santa presencia de Dios, y cuidarán de
renovarla de cuando en cuando; bien persuadidos de que no han de pensar sino en Él y
en lo que les ordena» (Reglas, cap. II).
En otra parte se explica con la misma energía: «Acordaos siempre de estas
palabras: El justo vive de fe. Sea vuestro primer cuidado conduciros por espíritu de fe
y no por capricho, antojo o humor; ni por inclinación, ni por seguir la costumbre de
los hombres y del mundo, ni aun por la sola razón, sino por la fe y por la palabra de
Jesucristo, haciendo de ella la norma de vuestra conducta. Que vuestra fe —añade—,
obre por la caridad y os mueva al desprendimiento de todo, es decir, que procuréis
con sumo cuidado estar siempre dispuestos a perderlo todo antes que a Dios; a dejarlo
todo antes que su santa voluntad conocida, y a sacrificarlo todo, honra, salud y vida,
por la gloria e intereses de Dios, imitando a Jesucristo» (Colección: De la Fe).
Tal es el espíritu que este hombre lleno de fe inspiraba a sus hijos. Este espíritu de
fe era el alma de su conducta, y el que daba a sus hijos como regla de la suya; sobre
54 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

este espíritu estableció su Instituto y fundó la esperanza de feliz éxito. La fe era la que
hablaba por su boca en sus máximas sublimes de perfección, tan contrarias a las del
mundo y a las inclinaciones de la carne; la voz de la fe era la que hacía resonar en los
oídos de sus discípulos cuando los llamaba y convidaba a que siguiesen sus huellas
por la estrecha senda de la práctica del Evangelio.
El santo varón no se contentaba con predicar en general a sus Hermanos la vida de
la fe; les excitaba en particular a que entrasen en ella; cuidaba mucho de hacerles
notar los pasos que daban por camino tan seguro, pero abstracto e insensible, de
darles reglas seguras para conocer si adelantaban o atrasaban en él, y en fin, de
animarlos a que caminasen con perseverancia, a pesar de las contradicciones de la
naturaleza y del mundo hostiles.
«El primer efecto de la fe —decía— es aficionarnos fuertemente al conocimiento,
amor e imitación de Jesucristo, y a la unión con Él; al conocimiento, pues en esto
consiste la vida eterna; al amor, puesto que el que no le ama es anatema; a la
imitación, porque los predestinados deben hacerse conformes a Él; a la unión, porque
somos; respecto de Jesucristo, como los sarmientos, que se secan luego cuando se les
separa de la cepa» (Colección: De la Fe).
«El espíritu de fe —escribía a uno de ellos— es la participación del espíritu de Dios
que mora en nosotros, el cual nos mueve a gobernar nuestra vida y arreglar nuestra
conducta conforme a las máximas y sentimientos que la fe nos enseña; de manera que
en lo que principalmente se ha de ocupar ha de ser en adquirir este espíritu a fin de
servirse de él como de escudo en el cual se emboten los dardos inflamados con que le
acometa el enemigo» (Ef VI, 16).
«Por el camino de la fe —escribía a otra persona— la quiere Dios llevar a sí, y eso
exige principalmente de usted. Esto quizá repugne a la naturaleza; pero ¿no es
bastante para el alma el conocimiento de Dios?
<2-233>
La sabiduría y ciencia de los doctores más entendidos no equivale ni con mucho a este
importante conocimiento. Emprenda, pues, ese camino y mire que no es cosa de mera
conveniencia, sino que la experiencia que tiene de lo mal que le ha ido por los otros, le
enseña que es de verdadera necesidad seguir por éste». «En ese espíritu de fe —le
dice en otra parte— en que la quiere Dios, vivió la Santísima Virgen, por eso puede
encomendarse seguramente a Ella, suplicándole que la lleve a Dios por ese camino o
por el que más le plazca».
Viendo el santo sacerdote que esa persona, cuya conciencia dirigía hacía mucho
tiempo, tenía muy buenas disposiciones para la virtud, pero que, por otra parte, le
costaba mucho acostumbrarse a andar a ciegas por el camino de la fe, sobre todo en el
modo y con la perfección que él le exigía, le volvió a escribir para animarla, sin
apartarse del camino trazado, y después de darle varios sabios consejos, añade lo que
sigue: «Mírelo todo con los ojos de la fe. No debe dejarla por ningún motivo, sea
el que fuere. Un solo día en que viva con este espíritu le proporcionará más
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 55

recogimiento interior, más unión con Dios y más vigilancia sobre sí misma que un
mes de esas penitencias y austeridades hacia las cuales se siente tan inclinada.
Créame, no deja de experimentar sus efectos, aunque tal vez ahora no lo comprenda.
No me cansaré de repetirlo: cuanto mayor sea la pureza y simplicidad de fe con que
mire las cosas, tanto más pronto se sentirá animada de la sencillez de acción en que
Dios la quiere». Estas pocas palabras produjeron en aquella alma todo el fruto que de
ellas deseaba su santo director, lo cual le llenó de alegría, según se lo manifestó con
las siguientes palabras: «Me ha causado gran consuelo y viva alegría saber que ahora
vive en paz y animada del espíritu de fe. Con mucha razón dice que a la luz de ese
espíritu se ven las cosas muy de otra manera que miradas a la sola luz de la razón y
consideradas en sí mismas, sin pasar adelante». No acabaríamos nunca si quisiéramos
referir lo que dijo y escribió sobre esto el señor de La Salle. Con lo dicho hasta aquí se
puede conocer suficientemente que sólo serán discípulos verdaderos del celoso
siervo de Dios los Hermanos que vivan animados de este espíritu, porque sólo así
tendrán el espíritu de su Padre y vivirán llenos del espíritu de Jesucristo. Mas no
poseerán ni el uno ni el otro si no practican la caridad activa y les mueve el celo
ardiente de alcanzar la perfección.

§ 1. Espíritu de religión de que estaba poseído el señor de La Salle

I. Testimonios de su espíritu de religión


El espíritu de religión, que es inseparable del de la fe, del cual es señal y efecto,
inspiraba al santo sacerdote el respeto a los lugares y a los ejercicios consagrados a
Dios. Ninguno como él tributó mejor en su tiempo a la divina Majestad, así interior
como exteriormente, el culto y veneración que le son debidos. Durante el rezo o la
oración, su recogimiento y su postura humilde, al par que le atraían la veneración de
todos, inspiraban a los otros el espíritu de religión y respeto a la Majestad divina de
que se hallaba penetrado.

II. Su profundo respeto en la iglesia


Si entraba en la iglesia, la modestia, la reverencia y el santo temor de que se hallaba
poseído movían la atención de los que le veían, y a la par que les recordaban el respeto
debido al lugar santo, parecían reprenderles su poca fe y falta de respeto a Dios, a
quien venían a adorar. A pesar suyo, este santo varón se daba a conocer o inspiraba el
deseo de conocerle cuando aparecía en los templos. En los
<2-234>
puntos más retirados de Francia, a donde iba a ocultarse y hacerse como invisible, su
religión le descubría y su piedad le daba a conocer cuando estaba en la iglesia, porque
en ninguna parte dejaba de dar a conocer exteriormente su respeto a las cosas
sagradas. Nadie se cansaba de mirar a aquel sacerdote desconocido, que manifestaba
56 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

en la casa de Dios la devoción de un santo y la modestia de un ángel; y a fuerza de


preguntar e informarse daban en la cuenta de que era el Fundador de los Hermanos y
uno de los hombres más santos de su siglo.
Pero ¡cuán edificante era verle al pie de los altares o en el mismo altar! No sé si me
atrevo a decirlo. Si Calvino, Beza o cualquiera de los herejes que negaron la Presencia
real le hubiesen visto celebrar y no hubiesen visto a ningún sacerdote más que a él,
avergonzados hubieran quemado sus escritos y se habrían confesado reos de herejía,
o por lo menos jamás hubieran tenido tantos secuaces sus errores si hubiesen visto
celebrar el Santo Sacrificio con el respeto y devoción con que lo hacía el señor de La
Salle. ¿Quién vio a un hombre en tan augusta acción más penetrado de la grandeza del
tremendo sacrificio que en ella se ofrece, más unido al que se inmola, más pequeño en
la presencia del Ser Supremo a quien es ofrecido, más atento a los misterios que allí se
operan, más recogido y más concentrado en Dios, más devoto en todos los actos de la
liturgia sagrada? No me canso de repetirlo: allí ya no parecía hombre, sino serafín;
allí, revestido en cierto modo de ese carácter de dignidad que los bienaventurados
tendrán siempre en el cielo, parecía disfrutar anticipadamente de las cualidades
gloriosas de los cuerpos resucitados. Encendíasele el rostro de ordinario, algunas
veces parecía arrojar rayos de luz y de una devoción tal, que enardecía a las almas más
tibias.
Aunque el santo Fundador era enemigo del respeto humano, parecía olvidar allí su
mansedumbre ordinaria cuando notaba en alguno falta de respeto a la divina
Majestad, ante la cual él temblaba; por eso reprendía sin reparo ni contemplación a
los que delante de Dios estaban voluntariamente distraídos. Cuando veía a otros faltar
al silencio, a la modestia o a la reverencia que merece un Dios que por nuestro amor se
queda en nuestros altares, no podía contener su indignación, y mostrando exteriormente
el sentimiento y la pena que interiormente le devoraba al ver a unas miserables
criaturas negar a su Criador el acatamiento debido, los reprendía con severidad y con
energía, aunque acompañadas de caridad y humildad. ¿Ignoráis — les decía— que
estáis en la casa de Dios? No perdonaba tampoco a los Hermanos que faltaban en esto, y
hasta les daba correcciones públicas, si era menester; para recordarles, por poco que pareciesen
olvidarlo, el profundo respeto que les infundía con la palabra y con el ejemplo.
Un día no consintió, a un Hermano que le acompañaba en uno de sus viajes, un
ligero alivio que el cansancio del camino parecía autorizarle a tomar en la iglesia. El
señor de La Salle había entrado en ella para ofrecer el Santo Sacrificio, y mientras se
hallaba en la sacristía, para prepararse y revestirse, el Hermano se había apoyado en la
barandilla del presbiterio. El santo sacerdote cayó en la cuenta de ello al ir al altar y
quedó tan asombrado que le dirigió públicamente esta amonestación: ¿Así es,
Hermano mío, cómo hay que portarse en este lugar santo? Todos los asistentes,
impresionados por esta reconvención que merecían más que el Hermano, y que el
santo varón quiso tal vez dirigirles en la persona de su discípulo, la aprovecharon y se
mantuvieron con singular modestia durante toda la santa misa, ya por efecto de súbita
devoción, ya por temor de semejante reprensión.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 57

<2-235>
Había logrado inspirar tan perfectamente a sus discípulos la reverencia y religioso
pavor de que estaba penetrado en los templos del Señor, que ellos lo comunicaban a
sus alumnos y a todas las personas de su trato. Esta modestia respetuosa de profesores
y alumnos en el templo movió la atención del sobrino del párroco de Calais, a lo cual
se debió el establecimiento de las escuelas en esta ciudad.
Varias personas se detenían en París y en otras partes con el solo objeto de
contemplar el espectáculo de centenares de niños de suyo intratables, informales,
indóciles, ligeros y disipados, y al verlos ir a misa ordenados en filas de dos en dos,
entrar en la casa de Dios con tanto silencio, modestia y piedad, y permanecer mucho
tiempo de la misma manera, quedaban pasmados y no salían de su admiración sino
cuando veían la modestia y recogimiento de los Hermanos que estaban al frente de
tantos niños. ¿Cuántas veces estos sencillos Hermanos, a imitación de su santo Padre,
predicaron en el templo a la manera de san Francisco, sin abrir la boca, con su exterior
recogido, respetuoso y lleno de Religión? Esta clase de predicación muda había sido
tan eficaz en una de las parroquias de la ciudad de Chartres, adonde los Hermanos
asistían con los alumnos, que el celoso Mons. Godet Desmarets hizo cuanto pudo
para conseguir del señor de La Salle distribuirlos en las otras para desterrar de ellas,
como lo habían hecho en aquélla, las conversaciones, las inmodestias y los
escándalos, con su sola presencia y modestia.

III. Su respeto a la presencia de Dios en todo tiempo


La modestia y el respetuoso recogimiento de Juan B. de La Salle no se mostraban
solamente en la Iglesia, donde ha establecido de modo particular su morada y asiento
Jesucristo; daba particulares muestras de esta virtud en todos los sitios, porque en
todos está Dios presente. En todas partes se le veía con semblante tan devoto que daba
bien a conocer que en su interior moraba el Espíritu Santo, y que para tributarle
acatamiento tenía constantemente ocupadas las potencias de su alma con oración
fervorosa y con santos afectos de amor, de anonadamiento y de actos de religión.
Puede decirse de ese santo sacerdote que consideraba todo el universo como el
templo augusto e infinitamente espacioso que el mismo Criador construyó para su
gloria, y en donde quería ser adorado en espíritu y en verdad por sus criaturas, en
todos los tiempos y en todos los lugares. Este espíritu de religión que acompañaba al
siervo de Dios en todas partes por donde iba, le movía a tributar dondequiera sus
homenajes a la Majestad divina, y para hacerlo con respeto y asociar su cuerpo al
espíritu en pago de ese justo tributo, cuando estaba en casa hincaba las rodillas en los
diferentes sitios donde entraba, y por espacio de un avemaría adoraba al Padre
celestial que se complace en tales adoradores.
58 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

IV. Su recogimiento y su respeto en la oración vocal


Cuando rezaba el oficio divino lo hacía de rodillas, raras veces de pie o andando,
pero siempre con la cabeza descubierta y sin solideo, por mucho frío que hiciese y
cualquiera que fuese la estación; pareciendo enteramente ocupado con las bellezas
del oficio divino, con la dicha de ser asociado a Jesucristo y a la Iglesia, para ofrecer
en nombre de los pueblos oraciones y alabanzas dignas de la Majestad divina, y
entregándose a los santos movimientos y regalados transportes que el Espíritu Santo
despierta en las almas puras. Si rezaba el oficio de la Santísima Virgen con los
novicios, lo hacía también con la cabeza descubierta, de pie, sin apoyarse jamás y
como lo pide la Iglesia, digne, attente, devote: digna, atenta y devotamente;
dignamente, manifestando en su porte y en todo su exterior que sabía con quién
hablaba, sin perder de vista la veneración que pide la Majestad soberana;
atentamente, saboreando todas las expresiones de los sagrados salmos y penetrando
los diversos sentimientos que ofrecen al alma y que el Espíritu Santo excita en los que
se consideran y se entregan a él como sus instrumentos; devotamente, recreándose
singularmente en ellos, pues jamás sentía tanta alegría como cuando hablaba de Dios
o con Dios. Podría añadir pausadamente, pues había establecido en su casa
<2-236>
la costumbre, que era el primero en practicar, de decir tan distinta, pausada y
religiosamente este oficio, al rezarlo en el coro, que empleaba en él tanto tiempo
como el que se acostumbra invertir para cantar el oficio mayor. Fiel a todas las
prácticas que había establecido para obligar a los novicios a que tuviesen gran
cuidado de no cometer faltas en el rezo, iba a postrarse, como el menor de entre ellos,
en medio del oratorio cuando creía haber cometido alguna.

V. Su respeto a todas las cosas santas


Sin descuidar uno solo de los ejercicios de piedad del noviciado, que acostumbraba
a practicar aun en los tiempos en que estaba más ocupado, los días de fiestas
solemnes, las de la Santísima Virgen y de algún otro santo de su especial devoción,
jamás aflojaba en el respeto y en la reverencia debidos a la Majestad divina, de modo
que a menudo, dando el ejemplo de las piadosas prácticas que había introducido,
desde las cuatro y media de la mañana hasta cerca de las doce, estaba con los novicios
en no interrumpidos ejercicios de piedad, siempre en la forma dicha anteriormente.
Animado del celo que el Señor manifestó tantas veces por la casa de su Padre, quería
que todos los lugares destinados a la oración estuviesen limpios y que se entrase en
ellos con respeto. Gustaba de que las iglesias estuviesen adornadas, así como los
altares, y que la magnificencia de los santuarios fuese recuerdo de la grandeza del
Dios que en ellos es adorado y de los misterios que en los mismos se celebran. Se
condolía de ver ciertas casas particulares más suntuosas que nuestros templos y a
viles criaturas ir a hacer ostentación de sus pompas al pie de los altares como para
insultar, con su lujo y su vanidad, la pobreza de Aquel que reina en los cielos. En fin,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 59

aun cuando era tan pobre y tan amante de la pobreza, había conservado su capilla y
sus ornamentos de altar, que eran muy ricos.
El mismo espíritu de religión le inspiraba gran veneración a las demás cosas santas,
a las reliquias, a los vasos sagrados, a las imágenes y a cuanto se distingue de lo
profano por alguna bendición particular, pero sobre todo al agua bendita, de que hacía
uso continuo; costumbre que ha continuado, gracias a Dios, hasta hoy entre los
Hermanos, pues no hay habitación alguna en sus casas ni lugar frecuentado por ellos
que no tengan su pila de agua bendita, y ningún Hermano dejaría de creerse culpable
si descuidase tal práctica piadosa. Ejemplo que heredaron del santo Fundador, el cual
usaba con fruto del agua bendita a fin de apartar al tentador y poner a sus discípulos al
abrigo de sus artificios. Por eso solía rociar con ella a los que veía atormentados por el
enemigo común, y lo hacía con fruto, pues inmediatamente se sentían aliviados.

§ 2. Espíritu eclesiástico que siempre mostró el señor de La Salle


Si el espíritu de religión toma su origen en la fe viva y por ella se mide, uno y otra
concurren de consuno con la vocación a formar el espíritu eclesiástico. Temor
religioso, alta idea de la majestad y de la santidad de Dios, respeto siempre nuevo a
los santos misterios, elevada estima del estado eclesiástico, inclinación particular
a las virtudes que más le convienen y amor singular a sus funciones, son pruebas
patentes de que se posee ese espíritu y de que está llamado a él como el sumo
sacerdote Aarón. Veamos, por estas señales, hasta qué extremo estuvo este siervo de
Dios lleno del espíritu eclesiástico.

Efectos que el espíritu eclesiástico produjo en el señor de La Salle


Este espíritu es una participación abundante del de Nuestro Señor, sumo sacerdote
por excelencia, que producen la fe viva, la mucha religión y la vocación excelente.
<2-237>
En el señor de La Salle se manifestó el espíritu eclesiástico: 1.° Por el alto aprecio
que hizo siempre del estado eclesiástico; 2.° Por el modo con que entró en él y por las
disposiciones que llevó a la recepción de las sagradas órdenes; 3.° Por el espíritu de
sacrificio que fue la norma de su conducta; 4.° Por la inclinación particular que
manifestó hacia las virtudes que deben adornar al eclesiástico; 5.° Por la afición que
tuvo siempre al ejercicio de sus funciones y por el respeto que le merecían los
sagrados misterios, el cual iba en aumento cada día.
Es muy cierto que la verdadera vocación al estado eclesiástico inspira y comunica
el espíritu de ese estado. Sería hacer injuria a la sabiduría de Dios, a su bondad y a su
providencia el creer que pueda llamar a alguno a un estado sin darle el espíritu y la
gracia que le son propios. ¿Acaso no comunicó Dios a Beseleel inteligencia y
habilidad para cumplir bien su cometido, cuando le escogió para que construyera el
60 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Tabernáculo? ¿No derramó sobre Moisés y demás ancianos, encargados de gobernar


al pueblo, el espíritu de sabiduría y el acierto que necesitaban para cumplir bien su
misión? Al mismo Hijo de Dios, ¿no le dio la plenitud de su espíritu cuando le eligió
para redimir el mundo? ¿No vemos que el mismo Jesucristo, al escoger a los
Apóstoles para cooperadores suyos en la salvación del mundo, tuvo cuidado de
llenarlos de su divino espíritu antes de dispersarlos por todas las naciones para
trabajar en su conversión? Esto prueba que el espíritu eclesiástico es el efecto y la
señal infalible de vocación al estado sacerdotal.

I. Afición que tuvo desde la niñez a las funciones eclesiásticas


El espíritu eclesiástico y la vocación a ese santo estado se manifestaron, como ya
dijimos, en el joven Juan B. de La Salle casi al salir de la cuna. Sus diversiones de
niño eran inocentes y eclesiásticas, si cabe la expresión, pues todo su gusto consistía
en erigir oratorios, levantar altares e imitar las ceremonias de la Iglesia. Apenas supo
hablar cuando ya quiso aprender a ayudar a misa. Tan pronto como lo hubo
aprendido, la única gracia que pedía era que le dejasen ayudarla. Apartado de todo
cuanto el mundo ama y de aquello a que se aficiona la juventud, se aburría de las
reuniones y de las tertulias, y entonces era preciso, para calmar su aburrimiento,
llevarle a lugar retirado y leerle la vida de los santos.
Desde entonces sus delicias eran ir a la iglesia y asistir al Oficio divino. Su padre,
para darle gusto, le conducía al templo, único punto donde disfrutaba, pues nunca le
satisfacían las diversiones mundanas. Cuando estuvo en edad de reflexionar, no
fueron sus padres ni otra persona alguna los que le inclinaron al sacerdocio; él
espontáneamente lo pidió, avergonzado en cierto modo de tener ya catorce años y no
haberse aún consagrado al ministerio de la Iglesia. Siendo el mayor de sus hermanos
y muy amado de sus padres, no era natural que se lo consintiesen tan fácilmente; mas
habrían temido resistir al Espíritu de Dios si se hubieran opuesto a los deseos de su
hijo, visiblemente nacido para la Iglesia y con las primicias del espíritu eclesiástico.
La tonsura acrecentó en él este espíritu, y aunque había sido siempre piadoso, cuerdo
y arreglado, pareció, con todo, revestido de la sobrepelliz, muy otro del que era;
cualquiera habría dicho que el traje eclesiástico le había revestido del hombre nuevo.
La muceta no perjudicó en nada este espíritu ni alteró sus santas disposiciones, y no
fue ella precisamente la que le elevó sobre los demás clérigos jóvenes, sino que fue la
piedad la que le distinguió entre sus nuevos colegas. El estudio, la oración, la modestia en
el coro hicieron de él, al par que modelo de los alumnos en la Universidad, la
edificación de los canónigos en la iglesia metropolitana. Edificaba en el Oficio divino
con su piedad y en los colegios con su silencio y atención. Su aplicación al estudio,
sus progresos en las ciencias y su docilidad en dejarse gobernar constituían el encanto
de sus maestros; su cordura, su recogimiento, su mansedumbre, al ganarle el corazón
de sus compañeros, se lo
<2-238>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 61

presentaban como modelo digno de imitación; su natural apacible, su ecuanimidad y


su amor a la virtud hacían de él el consuelo de sus padres en casa; su atractivo hacia la
oración pública, su asiduidad en la asistencia al Oficio canónico, en cuanto se lo
permitían sus estudios, sus modales humildes y eclesiásticos hacían igualmente de él
la honra del ilustre cabildo de Reims.

II. Su inclinación al retiro y al estudio


Este espíritu eclesiástico hacíale afable, sin ser familiar; cortés, sin ser mundano;
retirado y solitario, sin ser por eso adusto; laborioso y aplicado con discreción; grave
y serio, sin ser molesto ni pesado; estudioso y amigo de la celda, sin exceso ni
apasionamientos, enseñándole a dividir el tiempo, entre el estudio, la oración y la
asistencia al coro, con tal acierto que no se podía distinguir si era mejor canónigo que
estudiante o más ejemplar en la clase que en el coro.

III. Su cariño al Seminario


Así preparado para llegar al perfeccionamiento del espíritu eclesiástico, fue alegre
y presuroso a ejercitarse en él de un modo especial en el célebre seminario de San
Sulpicio, que es rica mina y abundante venero de tal espíritu. Si no permaneció allí,
como otros muchos, diez o doce años para saturarse de él, no fue por culpa suya, que
harto sentimiento le causó su pronta salida; pero si la divina Providencia no se lo
permitió, en toda su vida demostró bien a las claras que en año y medio hizo en las
virtudes eclesiásticas progresos que maravillaron con justicia a sus mismos maestros.
En efecto, estos grandes maestros de la vida espiritual, que familiarizados como están
con la virtud apenas paran la atención más que en los actos heroicos, quedaron
admirados, cuando le vieron de nuevo en París, de los progresos que había hecho en la
ciencia de los santos. De modo que el señor de La Salle, plenamente confirmado en el
espíritu de su estado, al salir de una casa en donde no había recibido más que
lecciones de virtud y donde no había hallado más que ejemplos de perfección
eclesiástica, pudo conservarla en toda su integridad, sin que fuese razón para apagarla
ni debilitarla la tutoría enredada en mil negocios, ni el cuidado de la familia, dejaba a
su dirección. El Espíritu Santo, que parecía llevarle de la mano, le enseñaba el raro y
precioso secreto de cuidar de las cosas sin excesiva solicitud, vigilarlas sin inquietud
y obrar sin precipitación, de modo que sin quitar nada a sus estudios ni a la oración y
al Oficio canónico, no omitía ninguno de los cuidados que de él exigían los negocios
domésticos.

IV. Cuidado con que se prepara a las sagradas órdenes.


Preséntase a recibirlas por obediencia
Si la vocación tan bien probada, la entrada tan santa en la Iglesia, la vida tan
continuamente regular y el raro talento de conciliar con el espíritu de oración el amor
62 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

al estudio, hacen vislumbrar en nuestro joven clérigo a un eclesiástico ya perfecto,


¿qué será ese joven cuando haya recibido la imposición de las manos, y cuando,
llamado por obediencia a las sagradas órdenes, haya logrado subir la última grada del
santuario? Quis putas puer iste erit? Pero ¿cómo entra en el sacerdocio? Por grados,
por obediencia, después de haberlo pensado mucho y examinado bien; después de
haberse afirmado en las virtudes y preparado con todo el cuidado que exige el más
importante negocio. Entró en él por grados y no de una sola vez, ni saltando, por
decirlo así, precipitadamente al altar, sino guardando con exactitud los intersticios;
según las intenciones de la Iglesia que los estableció, ejercitándose durante mucho
tiempo en las funciones de las diferentes órdenes, y haciendo, por la práctica de las
virtudes que son peculiares a cada una, como un largo noviciado del sacerdocio,
persuadido de que los que obran de diferente modo buscan la ruina en su misma
elevación, según la expresión de san Gregorio el Magno. Atento a aquel dicho
del.Apóstol: Mirad que no recibáis en vano la gracia de Dios (II Cor VI, 1), ponía
especial cuidado
<2-239>
en recibirla con buena preparación, y después de recibida se aprovechaba de ella con
gran diligencia, ejercitándose con gusto en las funciones propias de cada una de las
órdenes. Aquel placer que sentía en ayudar a misa siendo niño, trocose en él, cuando
clérigo, en deber sagrado que amó siempre con santa pasión, complaciéndose
también en llevar la cruz, los candeleros, el incensario y el acetre en los divinos
oficios; le gustaba igualmente tener limpios los ornamentos, los altares, los vasos
sagrados y todo cuanto sirve para el ornato de la iglesia. Todas estas funciones las
cumplía con suma piedad, religión y alegría.

V. Examina de nuevo las razones que le movían a abrazar el estado eclesiástico


Antes de recibir las sagradas órdenes y de ligarse con un compromiso irrevocable,
lo pensó mucho tiempo y con mucha madurez, no porque se inclinase su corazón al
mundo, que jamás tuvo afición particular a cosa que no fuese el servicio de la Iglesia,
sino porque quería asegurarse más y más de su vocación. Todo contribuyó a ayudarle
en este nuevo examen; cuando lo hizo estaba en el seminario de San Sulpicio, bajo la
dirección del célebre Tronsón, superior a la sazón de aquel establecimiento y uno de
los sacerdotes más ilustrados y más virtuosos de su tiempo. La precipitada muerte
de sus padres, que le dejaba árbitro de sus destinos, su derecho de primogénito, la
obligación de atender a la educación de sus hermanos y todo el peso de los negocios
de la tutoría le convidaban a entregarse a la vida del siglo y a dejar su estado.
Enteramente libre para disponer de su persona y de sus bienes, podía inclinarse hacia
el lado del mundo y vivir en él con honra. Procedía, pues, como hombre muy cuerdo
al examinar a fondo si la afición que sentía al altar y al ministerio, que había nacido y
crecido con él, era inspiración del Espíritu Santo o tendencia de la naturaleza; si sus padres
no habían tenido algún motivo humano y secreto al favorecer sus inclinaciones hacia
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 63

el estado eclesiástico; si había influido algo en su vocación el atractivo de la


prebenda, o si por ventura influía para detenerle en este estado; en fin, si estaba
determinado, al ser ministro de la Iglesia, a hacerse siervo de los fieles, víctima de la
caridad y celador de la gloria del Altísimo. Semejante examen dirigido por el vidente,
valiéndonos del término que la Sagrada Escritura emplea para designar a los hombres
de superiores luces, sólo sirvió para determinar al nuevo Samuel a consagrarse al
servicio de los altares, a realizar el mérito de su primera elección y a aficionarle al
estado eclesiástico con más voluntad, generosidad y sacrificio que nunca.
No creyó por esto, sin embargo, que la vocación, aun siendo tan visible, le diese
derecho a precipitar sus pasos hacia el santuario, o a correr a él por sí mismo y por su
propio impulso. Juzgó sabiamente que el mismo espíritu que le había llevado a probar
su primera entrada en el estado eclesiástico le obligaba a disponerse con tiempo a la
imposición de las manos; y que así como estaba obligado a purificar sus intenciones
antes de recibir las sagradas órdenes, debía asimismo disponer para acercarse a ella
con las debidas disposiciones, lo cual hizo, encomendando a su director el cuidado de
señalarle el tiempo en que había de presentarse a obtener la investidura sacerdotal;
reservándose para sí el cuidado de prepararse a recibirlas dignamente. Por más que
estuviese seguro de haber sido llamado por Dios, como Aarón, al sagrado ministerio
(Heb 5), no dejó de abrigar temores cuando llegó el momento de ser revestido de
dignidad tan alta. Temblaba a la vista de la santidad que este estado requiere y se
recelaba de la presunción que mueve a entrar en el santuario sin ese religioso pavor
que el mismo Dios inspira y exige. Pavete ad sanctuariurn meum: Ego Dominus (Lv
26, 2). (Reverenciad mi santuario. Yo, Yavé). En vez de acercarse al santuario por su
propio impulso se apartaba de él, y no se hubiera jamás ordenado si la obediencia no
hubiese puesto límite a sus aplazamientos y no le hubiese mandado subir más alto. A
mice, ascende superius. (Amigo, sube más arriba). De donde se siguió que la
facilidad con que se ordenaba entonces a cualquiera no produjo en él atrevimiento
para entrar en el santuario con poca reflexión y
<2-240>
preparación; de aquí que las funciones que en él desempeñaba jamás perdieron a sus
ojos nada de majestad y dignidad aun en medio del continuo ejercicio de ellas. Los
sentidos jamás prevalecieron contra su fe, la cual le ponía siempre ante los ojos los
santos misterios con la santidad que los rodea. De este modo entró en la Iglesia el
señor de La Salle y subió gradualmente a la cima del santuario. No ambicionó ni
corrió tras de esta honra, mas prestó oído a la voz del Señor como Samuel, y esperó su
llamada como Aarón. Como quiera que es honra suma el ser revestido del sacerdocio
y el estar encargado de la dirección de las almas, no se atrevió a entrar por sí mismo;
caminaba en todo con temblor; se dejó guiar hacia él por la obediencia y se preparó
por el retiro y la práctica de las virtudes. En una palabra, claras y manifiestas se vieron
en él todas las señales que los santos dan de la vocación al estado eclesiástico, y las
disposiciones que exigen para la ordenación, pero particularmente una grande
inocencia; la manera edificante que tuvo el señor de La Salle de pasar su niñez y los
64 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

primeros años de su juventud, es buena prueba de que llevó al seminario de San


Sulpicio la inocencia bautismal. Las heroicas virtudes de que dio relevantes ejemplos
desde que salió de aquel lugar de santidad hasta que se ordenó de sacerdote y se
consagró a la función y crecimiento del Instituto, la eminente perfección de que desde
entonces fue el más acabado modelo, nos autorizan a creer que conservó la inocencia
hasta el fin de sus días. Lo cierto es que si llegó a perderla, satisfizo bien tal pérdida
con la inocencia de vida que observó siempre y por la austera y larga penitencia que
en su cuerpo practicó.

VI. Su abnegación en el servicio de la Iglesia


Como no había entrado en el santuario para descansar ni gozar de sus bienes,
viviendo en floja indolencia, no quiso buscar, en su título de canónigo, frívolo
pretexto para dejar de trabajar en el campo del Padre de familia. Si no ignoraba que,
como canónigo, debía cumplir con la obligación de asistir al coro, estaba también
persuadido de que, como sacerdote y doctor, debía sus cuidados a la Iglesia.
El siervo de Dios, penetrado de ese espíritu eclesiástico que anima y hace
fructificar el celo de aquellos en quienes la gracia obra poderosamente, jamás creyó
que al ordenarse de sacerdote quedaba libre y exento de estudiar, y muchísimo menos
pensó que quedaba excusado del fervor y deseo de la perfección. Además, sin
entregarse al principio sin medida y sin discreción a un trabajo superior a su juventud,
lo abrazó sabiamente, a paso lento, a favor de la edad y de la experiencia. Tardose
poco en reconocer que había recibido abundante participación del espíritu de Cristo,
Sumo Sacerdote, pues se le vio en disposición de sacrificarse sin cesar a imitación
suya, y de dar como Él el sudor, la sangre y la vida por la gloria de Dios y la salvación
de las almas.

VII. Su espíritu de sacrificio


El primer sacrificio que le pidió fue el de la prebenda, y por tanto del descanso y
comodidad anejos, según la idea que de los canónigos tiene formada el vulgo. Quiero
decir que su director quiso hacer del canónigo cura y párroco, y sólo faltó para la
ejecución de tal designio el consentimiento del señor arzobispo de Reims. El autor de
este proyecto quedó muy mortificado con la negativa, y más todavía el párroco que
había de sacar provecho de semejante permuta; sólo el señor de La Salle, que desde
entonces no vio la voluntad de Dios en tal proyecto desde que su superior lo hubo
desechado, quedó contento en su estado y dignidad. Tuvo, pues, delante de Dios el
mérito de su sacrificio sin verlo por entonces consumado, porque no hizo más que
diferirlo para llevarlo a cabo algún tiempo después en circunstancias que le hicieron
<2-241>
mucho más meritorio. Y no fue éste ni el primero ni el último que hizo el santo
sacerdote, pues a éste precedieron otros muchos sensibles para la naturaleza, y vino
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 65

después tan gran número de ellos, ingratos a los sentidos y desagradables al amor
propio, que se deben contar sus sacrificios por el número de sus días. De forma que
apenas habrá habido sacerdotes tan poseídos como él del espíritu de sacrificio ni tan
semejantes a la divina víctima que inmolaba todos los días sobre el altar.
Si comparamos a este siervo de Dios no con los ministros ociosos y holgazanes,
cuya multitud es la vergüenza del clero y hace gemir a la Iglesia, sino con los
ministros más laboriosos y de mayor celo, hallaremos muy pocos que puedan
disputarle las alabanzas que por necesidad hacía de sí el Apóstol: He trabajado más
que todos los otros, y esta otra: Sin cesar me inmolo, hermanos míos; para haceros
entrar en la gloria eterna. Yo me sacrifico y me hago víctima por la salvación de
vuestras almas. ¿Cuál es, en efecto, el ministro que ha podido gloriarse con más
motivo, después de san Pablo, de llevar continuamente en su cuerpo la mortificación
de Jesucristo, y que con más confianza ha podido dirigirle estas palabras: Por Ti me
mortifico cada día y soy estimado como oveja destinada al matadero. ¿Quién supo
mejor que este santo Sacerdote penetrarse de las cualidades de víctima, inseparables,
en la persona de Jesucristo y en la de sus ministros, de la de sacrificador? Sentíase
animado totalmente del espíritu de uno de los mayores doctores y más ilustres
mártires de la Iglesia (San Cipriano), el cual decía que el oficio de los sacerdotes es
preparar a Dios hostias y víctimas al mismo tiempo que le ofrecen todos los días el
divino sacrificio. Era poco para él ofrecer a Dios víctimas diferentes de sí para
conquistar almas; él mismo era la víctima que tenía cuidado de inmolar con rigurosas
penitencias y con vida de padecimientos. Pues no hacía consistir sólo su piedad en
subir todos los días al altar con afectos tiernos y dulces, sino también en imitar al
Varón de dolores expirando en la cruz, y en tomar parte en su sacrificio, mediante real
y continua destrucción del hombre viejo y de sus desordenadas inclinaciones.
El siervo de Dios sabía mejor que nadie que el espíritu de que debe hallarse
animado el sacerdote que no ignora ni lo que es el altar, ni lo que en él se sacrifica, ni a
quien en él representa, es el espíritu de sacrificio, y comprendía muy bien que no
podía anunciar la muerte del Señor y renovar todos los días su inmolación, al celebrar
la santa misa, sin tener parte en ella por la práctica de la penitencia y de la
mortificación. Sabía mejor que cualquier otro que, si era una necesidad para Israel el
salir de Egipto y tomar el camino del desierto para ofrecer a Dios su sacrificio, es
todavía mayor la obligación que el sacrificador de la ley nueva tiene de abstenerse de
los placeres y comodidades del mundo para prepararse en el retiro a celebrar todos los
días. El cordero pascual y el maná, que eran las dos figuras más expresivas del
misterio del altar, encerraban esta lección, pues el uno había de ser comido con
lechugas amargas y el otro sólo caía en terreno desierto y árido en donde todo faltaba,
y aun él mismo dejó de caer en cuanto el pueblo de Dios pisó la tierra que manaba
leche y miel.
El santo Fundador, empapado, por decirlo así, de esas grandes verdades, solamente
vivía de sacrificios. Se consideraba como miembro de una Cabeza coronada de
66 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

espinas y ponía todo su cuidado en parecérsele. Una vez consagrado ministro del
misterio que renueva el de la cruz, declaró a la carne y a la sangre guerra tan larga
<2-242>
como su vida, y parecía que cada momento del día le anunciaba la obligación de
crucificar su carne, puesto que quería pertenecer a Jesucristo. Su cualidad de
sacerdote parecía avisarle continuamente de que, pues se había ordenado para
perpetuar el misterio de la cruz, debía estar crucificado a ella y poder decir con san
Pablo: Con Cristo he sido clavado en la cruz. Christo confixus sum cruci. Los
pecados del pueblo de que están cargados los sacerdotes, los que cometen ellos
mismos, el estado de la víctima que ofrecen, la memoria de su pasión que representan,
la obligación de participar de sus penas, eran los motivos que mantenían a nuestro
santo sacerdote en perpetuo espíritu de sacrificio. En efecto, ¡cuánto no sacrificó a
Dios! Bienes, dignidades, comodidades, descanso, salud, reputación, todo lo ofreció,
nada escatimó, ni se perdonó en nada. El holocausto fue entero y perfecto. La caridad
más celosa y exigente quedó satisfecha, pues no encontró allí ni división ni reserva.
El antiguo canónigo de Reims perdió todas las cosas con alegría, y el perderlas todas
túvolo por gran ganancia y como otros tantos grados para alcanzar la eminente
ciencia de Jesucristo y la gloria de parecérsele.
Nada diremos aquí de su celo de la gloria de Dios y la salvación de las almas, de
que haremos particular elogio en otra parte, ni del rigor de su penitencia y de sus
austeridades, ni de su afición a la oración, pues muy pronto trataremos esas materias.
Lo que he de añadir para mostrar en él la plenitud del espíritu eclesiástico es la
práctica perfecta de las virtudes que más convienen a este estado, el elevado concepto
que tenía formado de las funciones sagradas, su celo de la disciplina eclesiástica, su
pureza angelical y su amor a la Iglesia.

SECCIÓN PRIMERA

Elevado concepto que se había formado nuestro santo sacerdote


de la dignidad y santidad de su estado,
y su celo de la disciplina eclesiástica

Una de las más indispensables disposiciones para aspirar al sacerdocio y la que


mejor da a conocer la vocación de Dios, es formarse elevado concepto del ministerio
y de la santidad que exige; pero, de ordinario, es esta disposición la que menos
abunda, porque las vocaciones defectuosas son las más comunes, porque sólo se
estima lo que aparece a los sentidos como noble y porque sólo se buscan las ventajas
de la tierra en el santuario.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 67

Cuando al sacerdocio sólo se le considera por la dignidad que procura, cae en el


menosprecio, si no lo encumbra el brillo exterior de un cargo o si no le acompañan las
rentas de una prebenda. Si la piedad se encuentra sola, únicamente descubre cosas
despreciables: el celo, el amor al trabajo, el fervor son cosas sin estima y sin mérito, si
no las acompaña algo temporal.
Tiénese concepto vulgar de todas las funciones del templo, cuando no procuran
honra e interés. Como no se encuentran grandes ventajas de orden sensible por el
hecho de ser eclesiástico santo, lleno de espíritu religioso, amigo del retiro y la
oración, entregado al servicio de la Iglesia, víctima de la penitencia y mortificación,
muerto a todas las esperanzas del siglo y animado del espíritu y de los sentimientos de
Jesucristo crucificado, se deja a los que quieren ser perfectos la práctica de estas
virtudes austeras y costosas, y no apreciadas por el mundo, para limitarse a cierta
apariencia de virtud que dice bien con tal estado, y se ofendería uno de ser tenido por
eclesiástico devoto
<2-243>
casi tanto como de ser tildado de clérigo aseglarado y mundano.
La gracia había prevenido en este punto al santo Fundador casi desde que en él
despuntó la razón y le hizo formarse muy alta idea del estado eclesiástico y de todas
sus funciones. Debiendo los sacerdotes ser sal de la tierra, luz y ejemplo de los fieles,
estando casi siempre en las iglesias y alrededor de los altares, teniendo a menudo a
Jesucristo en sus manos, hechos como dispensadores de los misterios de Dios, se
encuentran, por razón de su dignidad, elevados sobre los ángeles, son llamados
dioses, y esas ventajas les imponen la obligación de ser santos. Así que nada se les
encomienda tanto en la Sagrada Escritura, en los santos Padres y en los cánones como
el ser santos y de santidad que no sea común.

I. Cómo se aplica a adquirir la santidad de su estado


¡Cuánto no hizo Juan B. de La Salle para adquirir la santidad de su estado! Tenía
horror a los menores pecados, y evitaba, con un cuidado en que jamás aflojó, las faltas
más pequeñas. Huía hasta de la sombra del pecado y no podía allanarse a nada que
tuviese la apariencia de él; para él no había otro mal en el mundo que ofender a Dios.
En cambio, estaba siempre aparejado para toda clase de obras buenas, aunque se
ocupaba con todo su empeño en aquello que la divina Providencia le había encargado.
Así como no ponía límites a su perfección, tampoco las puso al trabajo necesario para
adquirir las virtudes en grado eminente. Al proponerse a Jesucristo por modelo, no se
contentaba con parecérsele en algo; hizo todos sus esfuerzos para representarle a lo
vivo en su persona y para hacerse perfecta copia suya. Estudiaba las virtudes que con
más resplandor brillaron en los santos sacerdotes y trabajó por imitar al pie de la letra
las más heroicas, en tanto grado, que vino a ser de todas el modelo más acabado. En
una palabra, esta sentencia de Dios: Sed santos, porque yo soy santo, y esta otra de
68 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Jesucristo a sus Apóstoles: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto,
así como esta del mismo Salvador: Yo me sacrifico por ellos, eran para el santo
sacerdote materia de continua meditación y fondo inagotable de reflexiones nuevas
que le aficionaban cada día más y más a la perfección, mostrándole la de Dios, la de
Jesucristo y la de sus santos como un espejo, en el cual descubría lo que faltaba a la
suya y lo que tenía que adquirir. Como tenía puestos de continuo los ojos del alma en
este sol de luz sobrenatural, sentíase sobrecogido de santo temor cuando se veía tan
cerca de Jesucristo representar a su persona, ejercer sus funciones, dispensar sus
misterios, y al mismo tiempo se miraba tan impuro y tan manchado a sus ojos, que no
se atrevía entonces a levantarlos hacia Él, que es santo por esencia; y, sin embargo,
tampoco podía considerar otro objeto. Permanecía humillado, confundido, abatido,
aniquilado, sin poder dirigir a otra parte sus miradas, y la sorpresa íntima que le
causaba la impresión de la santidad divina, unas veces suspendía las potencias de su
alma y, sin dejarlas libres en el ejercicio de sus actos, las mantenía en silencio por un
sentimiento profundo de confusión y de respeto, mientras otras veces las ponía en
movimiento con afectos abrasados de ternura, amor, agradecimiento y religión.

II. Cuidado con que evita familiarizarse con el altar y las cosas santas
De aquí se originaba en él ese respeto siempre nuevo a cuanto se refería al culto de
Dios y a las funciones sagradas; la costumbre de acercarse a Jesucristo no pudo
familiarizarle con Él. Y como los sagrados misterios son siempre santos e igualmente
tremendos, no fueron capaces el tiempo ni el ejercicio de ellos de acostumbrarle a
tratarlos con menos reverencia y pureza. Lo que desde un principio le impresionó
santamente, le impresionó después del mismo modo, porque, como las cosas no
cambiaban,
<2-244>
tampoco mudaba él sus afectos santos y sus buenas disposiciones. Nada le aseguró en
este punto. Cuanto más trato tenía con las cosas santas, tanto más crecía su veneración
hacia ellas. La íntima unión que tenía con Jesucristo, en lugar de embotar la ternura
y la vivacidad de su piedad, le añadía cada día más grados de luces y de mayor
conocimiento de su indignidad.

III. Juicio que tenía formado de la dignidad del sacerdocio


Plenamente convencido de la grandeza del sacerdocio, hablaba de él con mucha
dignidad, y no podía ver sin profundos gemidos cuánto le envilecían entonces
muchos sacerdotes con una vida que ninguna relación tenía con la santidad de este
estado. Se le oía a menudo deplorar la temeridad de aquellos que entraban en el redil
por puerta distinta de la que abre el Príncipe de los pastores, y la desgracia de las
ovejas confiadas al cuidado de los mercenarios, que sólo trataban de despojarlas para
vestirse ellos y de engordarlas para alimentarse con su carne. Tampoco podía dejar de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 69

llorar sobre los que corrían a las órdenes sagradas con ligereza, con precipitación, sin
reflexión, sin temor, sin preparación, los cuales, en su presunción, presentaban
débiles hombros a un peso terrible y tremendo para los mismos ángeles.
Mas como no se creía llamado a la reforma del estado eclesiástico ni a la educación
de los que lo abrazan, contentábase con reformarse a sí mismo y con dar ejemplo de
perfecta regularidad y prueba de su celo por la disciplina eclesiástica, con la más
escrupulosa observancia de los sagrados cánones y de todos los reglamentos
prescritos por los concilios.
En efecto, ninguno hay que no lo mirase como obligatorio, ni siquiera las más
pequeñas menudencias, si así pueden llamarse las reglas que se refieren a un estado
en el cual todo debe respirar e inspirar santidad. Las menores rúbricas y ceremonias
eran para él otras tantas leyes a las cuales se sujetaba con exacta obediencia. El
motivo que daba ordinariamente de atención tan particular era que se tributa
obediencia a la Iglesia honrando y observando religiosamente sus prácticas, y que el
fiel en sus menores reglamentos no se siente tentado a desobedecer a sus mandatos. El
modo con que hacía las genuflexiones, sin dejar jamás de tocar con la rodilla en el
suelo; las inclinaciones hechas siempre con devota gravedad y lentitud; la señal de la
cruz, dándole la extensión que ha de tener; en una palabra su modo de cumplir todas
las demás ceremonias, haciendo tanto la menor como la mayor con atención, decoro y
dignidad, mostraba bien a las claras que el principio en que radicaban eran el espíritu
interior que le animaba y el de religión; así que era muy a propósito para edificar a los
pueblos e inspirarles el respeto y la estima debidos a nuestra santa religión. El elevado
concepto que tenía de la majestad y de la santidad del misterio del altar, le hacía
insoportable la vista de la más insignificante falta de respeto en todo cuanto tiene
relación con él. Sus ojos no podían sufrir, y menos su corazón, ornamentos rotos,
paños grasientos, vasos poco cuidados, imágenes toscas y tabernáculos o sagrarios
llenos de polvo.

IV. Su parecer sobre el hábito eclesiástico


El respeto y la devoción que tenía al hábito eclesiástico excitaban en él
movimientos de compasión; y aun a veces de caritativa censura para con aquellos
que, habiendo perdido ya en el alma el espíritu eclesiástico, acaban por aseglararse en
lo exterior, dejando el hábito o sustituyendo por frívolos pretextos, y a veces sin
motivo, el hábito talar por el traje corto.

V. Su regularidad en este punto


En cuanto a él, jamás se le vio sin sotana desde que la vistió al entrar en el estado
eclesiástico o a lo menos desde que su dignidad de canónigo le
<2-245>
70 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

obligó a usarla. Nunca creyó que la multitud de viajes que hizo a pie y a caballo, y la
distancia de los lugares a donde se dirigía, le diesen derecho alguno para
desembarazarse de ella, ni siquiera para levantársela hasta las rodillas, a fin de evitar
la incomodidad. Era tan religiosamente fiel en llevar la sotana que, por familiarizados
que estuvieran con él sus discípulos, por más facilidad que tuviesen de tratarle de día
y de noche, por más ocasiones que tuviesen de sorprenderle en momentos de
descuido, jamás le vieron en pie sin ella. Así como era el primer hábito que se ponía al
levantarse, era el último que dejaba al acostarse.
Tenía tal costumbre de llevarla siempre puesta, que no se la quitaba en las
enfermedades siquiera, y no costó poco trabajo a los Hermanos el hacérsela dejar en
su última enfermedad, y sólo pocos momentos antes de expirar consintió en ello.
Ningún otro vestido le gustaba; todos los demás le estorbaban e incomodaban porque
no estaba acostumbrado. Si molesta a los más delicados, es por no estar
familiarizados con él y encontrarlo extraño. Bien pueden aplicarse para confusión
suya lo que David decía de la armadura de Saúl: usum non habeo; no estoy
acostumbrado. Por lo cual creen estar con la sotana tan incómodos, molestos y
desconcertados, como lo están sin ella quienes han sido siempre fieles en llevarla.
Pero todavía era, si se quiere, más escrupuloso en dejar el alzacuello. Ni el calor, ni
el sudor, ni el cansancio, ni la incomodidad, ni ningún otro motivo le parecían
suficiente para desprenderse del hábito eclesiástico, y causábale honda pena el que
otros perdiesen, por falta de mortificación o por motivos frívolos, esas costumbres de
decoro y modestia.
Los cabellos largos, rizados o empolvados, o bien las pelucas mundanas, eran para
él otro motivo de dolor que le hacía lamentarse al ver a eclesiásticos que ponían
empeño en no parecerlo, o que parecían disputar a las mujeres vanas esa loca afición a
las modas y al arte de los adornos. El descuido de los que no llevaban abierta la corona
o la usaban más pequeña de lo conveniente, o bien se mostraban desidiosos en
rapársela con frecuencia, le indignaba santamente y le hacía entrar en sospechas de la
conducta de esos eclesiásticos que parece se avergüenzan de representar en su cabeza
la corona de espinas de Jesucristo; pero de ninguna manera podía sufrir el que del
todo descuidasen esa señal honorífica de semejanza con nuestro divino Redentor. Por
la misma razón miraba también con ojeriza el solideo que oculta la corona o introduce
la costumbre de hacerla más pequeña. En conformidad con este principio, no lo llevó
en toda su vida, y tenía siempre los cabellos tan cortos como los de los Hermanos.
Considerando la sotana como saco y traje de penitencia y vestido de religión al
mismo tiempo, la quería conforme a las reglas de los sagrados cánones, ni demasiado
larga ni demasiado corta, ni demasiado ancha ni demasiado estrecha, y era tan mirado
en este punto, que a veces su exactitud hacía perder la paciencia a los sastres.
Otra señal de la plenitud del espíritu eclesiástico en él era el celo del adorno de los
altares. Le disgustaba todo cuanto tuviese aspecto vil, indecoroso, destartalado y
sucio. Sentía en el alma ver las cosas de los templos, pobres y poco decorosas a la
majestad de Dios que en ellos se adora y a la santidad de los misterios que allí se
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 71

operan. Costábale trabajo el consolarse cuando veía desiertos los templos en donde
mora el Príncipe de la gloria y en donde los ángeles le hacen la corte, o cuando su
pobreza le recordaba la del portal de Belén. Animado de ese espíritu que nuestro
Señor manifestó con tanta ostentación por la casa de su Padre, no quería ver en él nada
que no fuese devoto, edificante, rico, magnífico y digno de Aquel que, siendo
infinitamente rico, se hizo pobre por nosotros en la tierra, y merece, por tanto, ahora
<2-246>
que reina en el trono de su gloria, que nos hagamos pobres o cuando menos que
destinemos una parte de nuestros bienes para enriquecer sus tabernáculos.
Este celo le movía a adornar y hacer adornar los altares y a no sufrir nada en ellos
que no conviniese a la grandeza de la religión cristiana. Para eso agotaba todos sus
medios, y cuando le representaban que la pobreza de la casa no permitía tan grandes
gastos, contestaba con gracia que prefería que la cocina padeciera, y que a expensas
de ella había que atender el adorno de la casa de Dios.

VI. Su conducta llena de respeto y de mansedumbre


para con los mayores pecadores
El mismo espíritu eclesiástico, que por ser como una porción del espíritu
sacerdotal del Salvador es espíritu de mansedumbre, bondad y caridad, se notó en él
por el modo con que se las había con los mayores pecadores. Mirándose siempre
como más culpable que ellos, lloraba sus propios pecados, al llorar los de aquéllos; se
compadecía de sus propias miserias al compadecerse de las miserias de sus almas, y
teniéndose por menos inocente que ellos, les daba a entender que podían con la mayor
facilidad confesar los crímenes que les avergonzaban. Jamás los desechaba, nunca
parecía asustado, ni por el número ni por la enormidad de sus pecados; no
manifestaba ninguna sorpresa por ellos, y por más honda que fuese la llaga que en su
propio corazón abrían cuando les confesaba, los oía con mucho sosiego y de la misma
manera que si hubiese escuchado la historia de la vida de los santos. Si ellos mismos
parecían consternados, desconsolados y avergonzados en extremo y casi desesperados, él
los alentaba, consolaba y apartaba del borde de la desesperación en donde la malicia
del enemigo, de los hombres procuraba precipitarlos. Gracias a esta conducta llena de
luz y sabiduría, los mayores pecadores, postrados a sus pies, se volvían a levantar
confusos de sus desórdenes sin sentirse abatidos; contritos y penitentes, pero no
turbados ni inquietos; llenos de valor para convertirse y de confianza en el Dios de las
misericordias; llenos de buena voluntad para servirle mejor, y animados de odio santo
contra sí mismos.
La conducta de La Salle para con sus discípulos era diferente: como los quería
perfectos, no podía sufrir en ellos ningún defecto habitual, ninguna imperfección
voluntaria, ninguna flojedad en el servicio de Aquel que hace de sus ángeles espíritus
de fuego. Y tan bien sabía en las ocasiones templar con respecto a ellos la severidad
72 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

con la mansedumbre, y mezclar, como el buen samaritano, el vino con el aceite en sus
llagas, que encontraban amables y útiles las mismas correcciones que les daba.

VII. Su respeto a todos los superiores eclesiásticos


Otra señal del espíritu eclesiástico que poseía con perfección era su respeto a los
superiores eclesiásticos. Muy pocos tuvieron como él espíritu de orden, ni tanto amor
a la sumisión y a la subordinación que debe mantener en paz el cuerpo de la Iglesia,
mientras que mantiene en ella la dependencia de los miembros con respecto a la
cabeza y pastores puestos por Dios para gobernarla. Al considerar a los primeros
pastores como los sucesores de los Apóstoles y los vicarios inmediatos de Jesucristo,
no ponía límites ni excepción al respeto y obediencia que les debía.
Muy pocas veces verían en su presencia esos mismos príncipes de la Iglesia
sacerdote tan humilde y sumiso como él. Ese espíritu de entera sumisión era el que
inspiraba a sus discípulos, y dejaba de reconocer por hijos suyos a los que empezaban
a perderlo. Así es como fue particularmente honrado, querido y apreciado de todos
los obispos que le conocieron. Persuadidos de sus luces, así como de su humildad y
subordinación, no le daban
<2-247>
en sus diócesis respectivas licencias limitadas y con reserva, sino que le hacían
depositario de todas las facultades y poder con que el cielo los había revestido. La
poca subordinación que reinaba entonces entre el clero y la relajación tan sensible del
espíritu de subordinación que en aquél se notaba, era, según nuestro santo varón, no
pequeña plaga de la Iglesia, sino uno de los más perniciosos efectos de la división y
del cisma y uno de los más evidentes peligros de la religión.
El santo sacerdote, guiado de ese espíritu, respetaba todo cuanto dimanaba de los
sucesores de los Apóstoles y no se atribuía otro derecho que el de seguir sus
decisiones. Habiéndole consultado por carta un Hermano sobre una cuestión bastante
delicada que se relacionaba con esta materia, le contestó de esta manera: «Me pide,
carísimo Hermano, la decisión sobre una dificultad, etc. No puedo contestar otra cosa
sobre el particular sino que, siendo los obispos los prelados y yo un simple sacerdote,
no soy juez en esta materia; al Papa y a los obispos es a quienes hay que dirigirse para
saber de ellos lo que piensan sobre lo que usted me pregunta, y qué juicios forman de
ello». Bien se echa de ver por esta contestación cuán lejos estaba de meterse en lo que
él creía no convenirle.
Manifiesta en otra carta a uno de sus íntimos amigos el horror que le causaba la
poca sumisión que había mostrado a su prelado, y cuánto sentía que hubiese apelado
contra el entredicho ante los jueces seglares. «Ésta es —le dice— la tercera vez que
he tomado la pluma para tener la honra de escribirle desde principios de este año,
deseándoselo bueno y feliz». Después habla de sus dolencias, que eran entonces muy
crueles, y añade luego lo que sigue: «No se enoje si le manifiesto la pena que me
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 73

aflige, de la cual es usted la causa, y es el verle mezclado con sus compañeros en el


entredicho, y que para librarse de él se lo haya hecho levantar por jueces seglares,
reconociéndoles por el mismo hecho como verdaderos superiores en orden a las
funciones o ministerios eclesiásticos, pues si como tales los reconoce, extraño mucho
que no haya acudido a ellos para que le entregasen el cáliz y la sobrepelliz con las
competentes ceremonias, puesto que según parecer suyo tienen ellos el mismo
derecho que su legítimo prelado. Pero ¿cómo se le ha ocurrido reconocer por jueces
competentes a los seglares en asunto tan esencialmente eclesiástico? Y ¿cómo ha
osado recurrir a jurisdicción puramente secular, usted que tan ilustrado está en los
derechos de su estado y para quien no son ciertamente indiferentes las prerrogativas
de él, antes se muestra de ellas tan celoso? Me dirá que no ha sido solo y que con usted
han acudido muchos otros; pues entonces, ¿fue por respeto humano? Tal vez añada
que fue por habérselo encargado sus compañeros; pero bien sabe que ningún derecho
tienen sobre usted para obligarle a prevaricar contra los derechos de la Iglesia y a
someterse a una jurisdicción secular a propósito de materia ajena del todo a su
jurisdicción. Bien sé la sumisión que san Pedro y san Pablo han querido que se tuviese
a las potestades de la tierra; pero jamás pretendieron que se extendieran hasta las
cosas espirituales, y cuando se apela a una potestad superior, es preciso que lo sea in
eodem genere, puramente por cosas que pertenecen a la competencia de esa
jurisdicción superior y no de otras, tales como el uso del cáliz y de la sobrepelliz con
respecto a jueces seglares. Se podría —añade— aplicar al caso presente, aunque no
del todo en el mismo sentido, lo que dice san Pablo en el capítulo sexto de su primera
Epístola a los Corintios: ¿Osa alguno de vosotros, teniendo negocio contra otro, ir a
juicio ante los inicuos, esto es, los gentiles, y no delante de los santos, esto es, ante los
cristianos? Y yo
<2-248>
diré de buena gana al eclesiástico que tenga algún negocio con su superior: ¿Cómo se
atreve a hacerse juzgar por jueces seglares y no por eclesiásticos, que son sus jueces
naturales en tales circunstancias? ¿Ignoráis acaso —añade el santo apóstol— que los
santos juzgarán de este mundo? ¿E ignoráis que los prelados de la Iglesia están
establecidos como jueces vuestros en la materia de lo que se trata?». De cuanto acaba
de referirse del santo varón en este capítulo, ¿no puede colegirse, con el Eclesiástico,
que no se ha encontrado a ninguno que haya guardado las leyes del Altísimo con más
exactitud, y que apenas si ha tenido quien le igualase en esa fidelidad? (Eclo, 44)
74 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

SECCIÓN SEGUNDA

Su amor a la santa virtud de la pureza

La estima y amor grande que tenía nuestro santo sacerdote a la virtud angelical de
la pureza no podía ser mayor, ni más exquisitos los medios que empleaba para
aumentar el brillo y resplandor de esta joya.
En una materia en que nunca son leves las faltas, ni los castigos medianos, en tanto
que las sorpresas y los lazos jamás son escasos, creía que las precauciones no podían
ser excesivas. Así es que durante toda su vida procuró, con el más escrupuloso
cuidado y la diligencia más exacta, apartarse de todo cuanto podría hacerla peligrar.

I. Cuidado extraordinario que manifestó en todo tiempo


por la conservación de esta virtud
Juan B. de La Salle estuvo siempre animado de celo extraordinario para conservar
intacta su pureza, así cuando niño como cuando estudiante, antes y después de su
elevación al sacerdocio. En todas las edades y en todas las ocasiones apareció como
perfecto ejemplar de esta virtud.
Aunque era naturalmente enemigo de los escrúpulos en cualquier otra materia, no
tenía reparo en aparecer escrupuloso en este punto. A lo menos de tal manera se
comportaba, con respecto a esta virtud, como si realmente fuese escrupuloso y como
si hubiese para él peligro de pecar en todo aquello que, siquiera fuese indirectamente,
pudiese mancillar esta virtud.
Si cuando todavía no era más que simple cristiano guardó la castidad como una
virtud del todo celestial, la cual, según la expresión de los santos Padres, hace santo al
que la guarda sin mancharla y demonio al que la marchita o pierde, ordenado
sacerdote la cultivó como el propio y principal adorno de este santo estado,
persuadido de que el sacerdocio exige de los que lo abrazan pureza no común, y que
san Juan Crisóstomo (Homil., 83) no exige demasiado cuando pide que las manos y la
boca que tienen la honra de consagrar y de alimentarse con la sustancia del cuerpo
virginal del Hombre Dios, el esposo y la corona de las vírgenes, sean más puras que
los rayos del sol. En efecto, si no hay templo para Él bastante rico y magnífico, si no
hay altar bastante limpio y adornado donde descanse dignamente, si no puede haber
tabernáculo tan puro y santo como exige este Señor; el sacerdote, que es el templo, el
altar y el tabernáculo en donde descansa el Hijo de la Santísima Virgen, ha de tener
pureza relacionada con su dignidad, y no tendría nada de sobra si tuviese la de la
Virgen Madre que le engendró, pues asociado en cierto modo a su privilegio,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 75

lo produce con su palabra, lo toma en sus manos, lo enseña, lo lleva, lo da a los demás,
lo encierra en su pecho y se lo incorpora, de modo que el querer acercarse a Él tan a
menudo,
<2-249>
tratar con Él con tanta familiaridad, sin sobresalir en esa virtud, es exponerse a los
más terribles castigos.
Este subido aprecio y este encendido amor que el virtuoso sacerdote tenía de una
virtud que, según testimonio del mismo Espíritu Santo, nada tiene en el mundo que
iguale su precio (omnis ponderatio non est digna continentis animae. Ecli XXVI, 20),
de una virtud que Jesucristo aprecia en tanto que se dice el esposo de las almas puras,
producían en su alma extremado horror a todas las faltas que la hieren, y le incitaban a
evitarlas todas con la mayor fidelidad porque las creía todas enormes y peligrosas.
Así que no podía sufrir nada que tuviese la sombra o apariencia de alguna impureza o
que pudiera dar lugar a sospecha alguna. Movido de este espíritu de pureza y para
guardarla con diligencia se complacía en la soledad, asilo seguro de la castidad,
adonde llama Jesucristo a las almas puras; evitaba las ocasiones por remotas que
fuesen, sabiendo cuán sutil es el veneno que corrompe esa virtud, y que se infiltra
fácilmente en el corazón que no está muy alerta para preservarse de él.

II. Estando muy enfermo, prefirió levantarse para hablar


con su abuela en el recibidor, a que entrase ella en su celda
El conocimiento que tenía de la flaqueza humana y de la malicia de la carne le
mantenía en continua desconfianza contra ella; y la experiencia de su castidad
pasada no le parecía motivo legítimo y suficiente para asegurar la castidad futura si
cesaba de estar sobre sí. De ahí nacía en él un cuidado extraordinario de evitar toda
amistad tierna y sensible con las personas del otro sexo, por santas y espirituales que
pareciesen. Huía de todas ellas en cuanto le era posible, y para mantenerse a saludable
distancia de ellas, las consideraba y procuraba que sus discípulos las considerasen
con el mismo espanto que si tuviesen a la vista demonios revestidos de carne. «En
efecto —añadía— la mujer es, con respecto al hombre, una especie de demonio
encarnado que le tienta, que sorprende su corazón y lo lleva al mal. De modo que
viniendo a ser todas las mujeres con respecto a nosotros demonios y lazos, en donde
no dejan de ser sorprendidos los que no desconfían de ellas, ¿por qué no las
miraríamos desde ese aspecto tan favorable a la castidad y a nuestra seguridad?».
Muy raras veces hablaba con ellas, jamás a solas, a no ser por necesidad, y aun
entonces estaba con ellas lo menos posible. Llevó estas precauciones hasta la
singularidad, con severidad que parecía extremada si no encontrase justificación en
los ejemplos de los santos, en la doctrina de los santos Padres y en el justo temor que
inspira la caída de tantos hombres, pues estando enfermo en cama no consintió que su
abuela entrase a verle en su cuarto. En vano pareció darse por ofendida de tal
determinación; se quejó, murmuró, pero el casto sacerdote se mantuvo firme, y
76 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

prefirió, para aplacarla y satisfacerla de manera más conforme a su modestia, hacer


grandes esfuerzos para salir de la cama y exponer su vida a peligro visible, y ser
vestido como de costumbre y apoyado en los brazos de los Hermanos, a recibir su
visita en el locutorio. Habiendo tratado así a su abuela, que creía tener, a causa de su
edad avanzada y de su autoridad materna, un privilegio particular para ver a su nieto
con más familiaridad, buen cuidado tenía de no dejar ir más lejos a las demás
personas de ese sexo. La puerta del recibimiento era barrera de la cual no se permitía
pasar a ninguna. El intento que tenía al poner tantos obstáculos y hacer su casa casi
inaccesible a las mujeres, era para alejarlas a todas. No tardó en ver los frutos de sus
precauciones, pues si al principio no pudo dispensarse de dirigir a varias personas
piadosas, cuya
<2-250>
confianza se había captado apareciendo en el altar con piedad angelical; si todavía no
pudo más adelante desechar algunas otras atraídas por el resplandor de sus virtudes y
que querían ser dirigidas por él en aquel mismo tiempo en que la ciudad de Reims
parecía censurarle, encontró en fin el medio de alejarlas por el poco tiempo que les
concedía y por las cortas y escasas visitas que les consentía. Las suyas eran aún
menos frecuentes, y era preciso que el caso fuese muy urgente y que la necesidad y la
caridad le obligasen, para que fuera a verlas. No era menos reservado con las monjas,
de las que fue superior y director, según se ha dicho. Sólo le veían cuando la
necesidad le llamaba a su casa, y contaba todos los momentos que les daba, sin
concederles ni uno inútilmente, pues tenía por máxima que bastaba hablar a las
penitentes y devotas en el confesonario y que, por lo común, escucharlas fuera de él
era tiempo perdido. En una palabra, era tal el temor que tenía a las mujeres, que
bastaba la presencia de alguna para que desapareciese de un lugar o para que no
entrase en él. Si le reprendían de semejante escrúpulo, contestaba con humildad que
otros más firmes que él podían temer menos su compañía, pero que su propia flaqueza
le avisaba que no se fiase y buscara su seguridad en la prudente huida.

III. Precauciones extraordinarias que tomaba para conservar


sin mancha virtud tan delicada
Con la misma mira velaba sin cesar sobre sus sentidos y en nada se descuidaba para
impedir que se le rebelasen, convencido como estaba de que la demasiada libertad en
ellos es fuente de continuas tentaciones y que no deja de irritar la concupiscencia y
corromper la pureza. Todo cuanto olía a impureza le causaba horror y huía de ello con
tanto cuidado como de la misma impureza, trabajando con constante ánimo en purgar
su imaginación de las representaciones que el espíritu inmundo procura día y noche
dibujar en ella, en purificar su mente de pensamientos deshonestos, su corazón de
todos los afectos carnales y su alma de la malhadada inclinación a la voluptuosidad
que la carne le comunica.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 77

Para triunfar de las tentaciones y conseguir el grado de castidad que en cierto modo
devuelve al hombre el estado de inocencia primitiva y le hace comparable a los
ángeles, ¿qué no hacía, padecía y sacrificaba? Cuando esta virtud es perfecta,
diviniza y consagra todo el hombre; pero ¡cuánto hay que luchar, violentarse y vencer
para lograrlo! Es preciso que sangre el alma, si así puede decirse, y que se desgarre a
menudo el corazón antes de que logre apagar los instintos de la carne y las
inclinaciones de la naturaleza. Hay que apartar lo más posible a la castidad de todo
cuanto puede alterarla, y sembrar espinas de penitencia y mortificación en el camino
que conduce a la sensualidad.
Para guardar la castidad es menester prudencia y timidez, porque quien se apoya en
sus fuerzas y confía en su propia virtud muy pronto es vencido, ya que la caída es casi
siempre castigo de la presunción. Esta virtud se amedrenta fácilmente y con razón, y
teme aun después de las mayores precauciones. Se alimenta con oraciones, lecturas
piadosas y austeridades. Se complace en el alejamiento del mundo y en la práctica de
la humildad. Parécele sospechoso el menor descanso innecesario y teme cualquier
momento ocioso y desocupado. Esto hace que, por hermosas y atrayentes que sean las
apariencias de la castidad, sea muy severa su práctica y muy austeras sus leyes. Sería
menester estar despojado del
<2-251>
cuerpo y de la corrupción de la carne para verse exento de la dificultad de tenerla a
raya.
Según tradición común de los Padres del desierto, referida por Casiano, el combate
que ha de sostenerse contra el espíritu inmundo es el más largo y penoso, y
ordinariamente no es definitiva la victoria.
Los demás vicios —dice san Jerónimo— son más propios de una edad que de otra;
éste nace con nosotros y apenas muere totalmente antes que nosotros, pues mientras
el alma permanece unida al cuerpo no está enteramente libre de la concupiscencia.
Sólo es propio —añade— de virtud acendrada y de vigilancia continua vencer lo que
ha nacido con nosotros, vivir en carne como si no se tuviese y combatir contra sí
mismo todos los días. San Agustín declara que, entre todas las luchas que los
cristianos han de sostener para salvarse, las más largas, violentas y peligrosas son las
que exige la guarda de la castidad; porque esta virtud —añade— tiene un enemigo
furioso que la somete a continuos asaltos y la pone en riesgo constante. Lo más
peligroso —agrega— es que la lucha dura todos los días y es rara la victoria. Ubi
quotidiana pugna, et rara est victoria. (Serm. de temp., 250.)
Es una especie de sacrificio —advierte San Juan Crisóstomo—, cuya víctima sólo
está segura de salvación cuando ha expirado. Es un martirio —agrega san
Bernardo— incruento, más penoso. Es más fácil —añaden todos los demás después
de Tertuliano— morir de una vez por la castidad que vivir siempre con ella (Exhort.
ad ca.). En efecto, si no hay nada más hermoso y precioso que la castidad, nada existe
más frágil y expuesto a perderse. Si por una parte es honrada por quienes la persiguen
78 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

y son sus mayores admiradores los que la combaten sin poder vencerla, por otra, todo
concurre en el mundo para guerrear contra ella. Las bellezas la tientan, los objetos
sensibles le arman lazos, los placeres la hechizan, los deleites la corrompen, las
compañías la debilitan, los malos ejemplos la alteran, la concupiscencia la solicita,
las ocasiones la sorprenden, el encanto de las criaturas la seduce: todo lo que agrada a
los sentidos, agrada al corazón; y una vez ganado éste, la castidad está vendida.
Nunca son leves sus heridas, sus peligros son inevitables, cuenta con enemigos en
todas partes y, a falta de otros, se basta el hombre a sí mismo para perderla. Aunque la
favorezca la soledad, allí la persigue la tentación. Si la oración la defiende, los malos
pensamientos la turban aun durante los ejercicios más santos. No hay lugar ni tiempo
ni ejercicio que la resguarden del tentador. No hay sentido en el cuerpo ni facultad en
el alma que no puedan contribuir a su pérdida. De modo que si es la más hermosa, es
también la más costosa de las virtudes. Sólo su autor puede ser su guardián y
conservarla con su gracia. Mas ha de añadirse fidelidad constante, humildad
profunda, oración asidua, huida prudente de las ocasiones, esfuerzo continuo y
mortificación universal. Esto enseñaba y practicaba nuestro santo sacerdote, Al
recomendar a sus discípulos el amor a la castidad sobre todas las demás virtudes, les
prescribe las precauciones más severas para conservarla. Hay que oírle a él mismo
explicarse sobre este artículo:
«Los Hermanos —dice— que hayan hecho voto de castidad y los que se disponen a
hacerlo deben estar persuadidos de que no se tolerará en el Instituto a ninguno en
quien se haya notado o se note algo exterior contrario a la pureza» (Reglas, cap. XX,
De la Castidad).
«Por tanto, su primero y principal cuidado respecto al exterior
<2-252>
será hacer que resplandezca en ellos la castidad sobre todas las virtudes. Para
conservar esta virtud con todo el esmero que requiere observarán dos cosas:
1. Estarán muy sobre sí para guardar sobriedad en la bebida y en la comida y sobre
todo en el vino, enemigo de la castidad, y cuidarán de aguarlo mucho.
2. Manifestarán mucho pudor en todo. El primer vestido que se pongan al levantarse
y el último que se quiten al acostarse será la sotana. Cuando hablen con personas de
otro sexo, se mantendrán siempre a algunos pasos de distancia y nunca las mirarán
fijamente. No les hablarán nunca sino con muchísima reserva y de modo muy ajeno
de la menor libertad o familiaridad, y procurarán terminar con las mismas en pocas
palabras».

IV. Hasta dónde llegaba su delicadeza sobre este punto


El siervo de Dios daba a sus Hermanos en este particular ejemplos mucho más
instructivos que sus lecciones, pues la rigidez de su conducta en cuanto se refería a la
castidad parecía escrupulosa. La más mínima apariencia de familiaridad o de libertad
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 79

con las mujeres alarmaba su honestidad, y no podía soportar la vista de semejante


cosa sin suspirar ni demostrar su espanto con semblante severo, reserva glacial y
modestia seria, que hablaba, aunque su boca callase. Su delicadeza en este punto
llegaba hasta privarse de los menores obsequios que en ciertas ocasiones hubiera
podido recibir de ellas. Viajando un día con algunos eclesiásticos, ocurrió que el
camino se hallaba cortado por un gran arroyo que detenía a todos los que no querían
entrar en el agua o ser pasados por una mujer que se encontraba allí con este fin.
Los que acompañaban al santo sacerdote recibieron sin ningún reparo de aquella
mujer el indicado necesario auxilio, y sin pensar siquiera que pudiera causar
escrúpulo; pero el casto sacerdote prefirió entrar en el agua vestido y atravesar así el
arroyo antes que recibir de dicha mujer un servicio que ofendía su modestia. Si
algunos de los que presenciaron el acto se rieron a costa suya,. los otros quedaron
muy edificados.
Tenía tanto horror al nombre solo de impureza que, a imitación del Apóstol, no
quería que se pronunciase entre los Hermanos. Por eso dejó este aviso por escrito en
la colección de las cosas que deben servirles de materia para las conversaciones.
En él, después de haberles encomendado que escogiesen por materia de sus
conversaciones las virtudes, sobre todo las que convienen a su estado, añade que
deben también incluir los vicios y los defectos para patentizar su fealdad, inspirar
odio contra ellos y excitarse mutuamente a combatirlos y destruirlos, a excepción del
vicio de la impureza, del cual de tal manera se han de olvidar, que pierdan hasta la
idea de él y ni siquiera les pase su nombre por el pensamiento. Si se le representaba
alguna vez que sería bueno hablar de su enormidad para cobrarle más horror: «Es
ilusión —contestaba—; si es imposible tocar la pez con la mano sin mancharse,
remover cenizas sin quedarse con algo de ellas, tocar el fuego sin quemarse, tampoco
es posible hablar de ese vicio, peligroso hasta en su nombre y memoria, sin que la
mente quede imbuida de ideas desagradables. Es más fácil olvidarlo enteramente que
acordarse de él sin peligro».
Los que se hallaban combatidos de tentaciones contra la virtud angelical estaban
siempre seguros de hallar en él al padre lleno de ternura que se compadecía de sus
males; al director manso, paciente y favorable que abría sus corazones y les
convidaba a descubrirle y manifestarle con la mayor confianza todas las miserias,
hasta las más humillantes; al ángel cuyo trato disipaba los vanos fantasmas del
espíritu inmundo y le ponía en fuga, y de quien recibían avisos llenos de luz,
<2-253>
gracia y unción, que enseñándoles a humillarse por la corrupción del corazón tan
propenso a la voluptuosidad, les animaba y les infundía valor para purificarle con
generosa y constante mortificación. Pues a eso encaminaba los consejos que
multiplicaba en estas ocasiones.
«Haced, pues —decía—, la guerra a vuestro cuerpo, mortificad vuestra carne y
quedaréis victoriosos en los combates del espíritu inmundo, y os libraréis con el
80 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tiempo y la constancia de sus asaltos y de todos los instintos de la naturaleza que le


proporcionan armas para acometernos. Entre una carne sensual e inmortificada y ese
vicio, la unión es infalible. El atractivo del placer se embota por el sentimiento del
dolor, y el cuerpo que gime bajo el peso de las austeridades pierde hasta la idea del
deleite. Creedme —decía el loado san Antonio a sus discípulos, según lo refiere san
Atanasio—: el espíritu inmundo teme las vigilias, los ayunos, la pobreza voluntaria y
la vida austera. Cuando halla carne cebada y bien cuidada, tiene hecha la mitad de su
trabajo; es leña, estopa y paja preparada donde le es fácil encender fuego con dardos
inflamados y chispas infernales que los pensamientos obscenos traen consigo».
El siervo de Dios no era de aquellos que aflojan en su favor los avisos austeros que
dan a los demás. No decía más que lo que hacía, pues persuadido de que quien trata
delicadamente a su siervo no tardará mucho en experimentar su rebeldía, crucificaba
tan cruelmente su carne, con sus vicios y concupiscencias, que bien podía, a la hora de
la muerte, echarse en cara, como tantos otros santos, el haber llevado hasta el exceso
el odio contra su cuerpo. La mortificación era el arma que usaba para rechazar los
dardos inflamados del espíritu de tinieblas, y como la llevaba continuamente en su
cuerpo, el enemigo de la pureza no hallaba medio de empañar en él esta virtud.

V. Razones que inclinan a creer que el siervo de Dios murió virgen,


en opinión de quienes le trataron más y conocieron mejor
Los ayunos, los cilicios y otros géneros de penitencia de que usaron los santos
contra los ataques del espíritu inmundo, que se ocupa con frecuencia en tentar a los
que tratan regaladamente su carne y se aleja de los que se alimentan de austeridades y
viven en la penitencia, eran para él cosa muy común y habitual. Así que con fundada
razón puede creerse que está ahora en el número de los vírgenes que cantan el cántico
nuevo y que tienen el privilegio de seguir al Cordero a todas partes a donde va. Tal es
la opinión de todos los antiguos Hermanos que le han tratado más de cerca y fueron
los más familiares testigos de su conducta. Creen haber visto en él todas las señales de
inocencia nunca ajada, de entera castidad y virginidad sin mancha. Esta convicción se
afirmó aún más después de su muerte, y quedaron persuadidos al amortajar su cuerpo
tan mortificado, tan penitente, tan casto, de que le verían un día resucitar glorioso
para ir a tomar sitio entre los ciento cuarenta y cuatro mil que no se han manchado con
las mujeres, y que han conservado su carne, lo mismo que su corazón, puros y sin
ninguna corrupción.
Concluyamos esta materia que se refiere al espíritu eclesiástico. Es prueba de que
lo poseía en grado eminente, el haber sobresalido en todas las virtudes propias de este
estado, el alto concepto que tenía formado del estado eclesiástico y de la santidad que
exige, la inclinación que sentía hacia sus funciones, el santo placer con que las
ejercía, el celo encendido que manifestaba por la disciplina de la Iglesia, la exacta
observancia de todos sus reglamentos, el amor y el estudio de las virtudes que más
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 81

convienen al sacerdocio, a saber: la perfecta religión, pureza angelical, celo


encendido de la gloria de Dios y la salvación de las almas, del cual
<2-254>
hablaremos más adelante, tierno amor a la Iglesia y, en fin, afición particular a la
oración, a la meditación y al trabajo han sido virtudes que han resplandecido en él, las
cuales reconocen por causa el espíritu eclesiástico que le animaba.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 83

CAPÍTULO II

Extraordinaria confianza que el señor de la Salle tenía en Dios;


su admirable desasimiento y su confianza heroica
en la divina Providencia

Como la confianza en Dios es efecto de la fe viva, hubiésemos podido unir estas


dos virtudes, las cuales, aunque muy distintas entre sí, se ven a menudo confundidas
en la Sagrada Escritura y parecen no formar más que una sola.
En efecto, lo que es el rayo con respecto al sol, lo es en cierto modo la confianza en
Dios con respecto a la fe. De modo que la una es siempre la medida y señal de la otra.
De la fe saca la confianza la vida, el alimento y acrecentamiento. Si la fe es viva y
ardiente, la confianza en Dios es grande y heroica.

I. Su confianza en Dios se manifestó en los mayores peligros


y en las mayores necesidades
¿Quién tuvo en su época más motivos que el señor de La Salle de no confiar más
que en Dios? ¿Quién más que él encontró en los desamparos, en las persecuciones y
en los sucesos desagradables mayor ejercicio de esta virtud, y quién la practicó con
más perfección? ¿Quién había que no se creyese con derecho a calumniarle, burlarse
de él, insultarle, perseguirlo, condenarlo, venderlo o desampararlo? Parientes,
amigos, compatriotas, bienhechores, protectores, superiores y aun directores y hasta
sus propios hijos, ¿quién no cogió la piedra para echársela, o no la vio echar sin acudir
a socorrerlo, o se atrevió a declararse en su favor? No niego que haya tenido
discípulos fidelísimos; los tuvo y muchos, a quienes nada pudo separar de su persona;
pero a menudo en esas ocasiones imitaban el silencio de su padre y no le defendían
mejor de lo que se defendía a sí mismo. En esto se pareció a su divino Maestro, a
quien desampararon los Apóstoles en el tiempo de su pasión, el cual entre sus
discípulos y entre los muchísimos en cuyo favor había obrado milagros no encontró
ninguno que osase abrir la boca para defenderlo.
En esta clase de pruebas era donde brillaba la heroica confianza que tenía puesta en
Dios el señor de La Salle; cuando todo le faltaba, cuando el mundo y el infierno se
levantaban contra él, en las contradicciones furiosas, en los peligros terribles y en las
desgracias sensibles, se le veía más tranquilo.
84 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II. Su desprendimiento de todas las cosas y su entrega en las manos


de la divina Providencia
La confianza en Dios y la entrega en manos de la Providencia eran las virtudes
predilectas y distintivas de Juan B. de La Salle.
Es cierto que por más que los santos poseyeran todas las virtudes en grado
eminente, siempre hay una que los distinguió y que les fue tan peculiar que bien
puede decirse con respecto a ella de cada uno de los santos que no tuvo semejante. La
mansedumbre y la bondad en cierto modo reprodujeron a Jesucristo en la tierra en la
persona de san Francisco de Sales; la solicitud pastoral hizo de san Carlos Borromeo
la imagen natural del buen Pastor, que dio su vida por sus ovejas; el celo de la
salvación de las almas manifestó
<2-255>
en san Francisco Javier un apóstol digno de los primeros siglos; la caridad hizo de
santa Teresa un serafín; el amor a la cruz fue la pasión dominante y la virtud peculiar
del primer carmelita descalzo, san Juan de la Cruz; la pobreza brilló grandemente en
san Francisco de Asís y en su orden; el espíritu de penitencia fue representado de
mano maestra en san Pedro de Alcántara y en Margarita de Cortona. Lo mismo
sucede con los demás santos; sobresalieron tanto en alguna virtud particular, que esa
virtud puede considerarse como el alma de su conducta, el efecto de las gracias
especiales que recibían, el fondo de sus méritos y el principio de su santificación.
Creemos poder decir con fundamento sólido que la entrega total en manos de la
divina Providencia y el desapego de todas las cosas creadas formaban el distintivo de
Juan B. de La Salle. Nos conformamos en este juicio con el de un santo personaje que,
instado a que dejara por escrito lo que supiese de las virtudes del Fundador de los
Hermanos, contestó que si bien el siervo de Dios había sido modelo perfecto y vivo
ejemplo de todas las virtudes del buen sacerdote, sin embargo de lo dicho, su
desprendimiento de todas las cosas y su heroica confianza en Dios parecían haber
sido el distintivo de su carácter, y que estas dos virtudes habían brillado en él con
tanto resplandor que parecían haber eclipsado a las demás.

III. Continuas ocasiones que se ofrecieron al señor de La Salle


de ejercitar esta virtud, al fundar el Instituto de los Hermanos
En efecto, esta entrega total a Dios mantenía al santo varón en ejercicio continuo de
humildad, paciencia, mansedumbre, sumisión y conformidad con el beneplácito
divino, aun en los acontecimientos más adversos.
No vaya nadie a creer que sólo en casos extraordinarios y en alguna que otra
ocasión le exigiese Dios semejante sacrificio de todo interés y respeto humanos, aun
en los proyectos más santos; era esto cosa de cada día, y no sé si en el espacio de cerca
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 85

de cuarenta años habrá habido un solo día que no le haya impuesto algún sacrificio de
este género.
Unas veces le venían a insultar a su misma casa, otras se hallaba a la puerta de ella
algún nuevo baldón, o bien era una contradicción de parte de sus superiores o el
desacierto de algún Hermano o de algún doméstico lo que le daba que padecer; ahora
la traición y deserción de algunos de sus hijos le partían el corazón; luego falsas
acusaciones e injustos procesos le daban que hacer; no pocas veces la imprudencia e
indiscreción de algunos de sus discípulos le proporcionaban no pequeños
contratiempos, otras al contarle los mismos algún ultraje que habían recibido o al
notificarle que se les retrasaba la pensión estipulada para la escuela o que del todo se
les negaba, veíase de nuevo acibarado; y finalmente no era la menor de sus penas el
ver cerrar algunas de las escuelas que había abierto. En algunas ocasiones vio su casa
expuesta al pillaje; en otras se vio sin pan, sin dinero y sin ningún subsidio.
Años enteros pasaron estrecheces, sin socorro humano ni esperanza de recibirlo.
Otras veces, llevado ante los tribunales, sin defensa ni apoyo, veía su casa perdida y
su reputación ajada; a menudo sus protectores, indispuestos contra él, se trocaban en
enemigos. Cada día añadía a las ya pasadas nuevas calumnias, o le ofrecía algún
nuevo género de humillación. Cuando aparecía en Reims, durante los primeros años
de la fundación de su Instituto, las silbas le seguían y acompañaban hasta que volvía a
su casa. No pocas veces le tiraban piedras y barro, lo mismo a él que a sus Hermanos.
Semejantes ultrajes acaecieron con frecuencia
<2-256>
en París, en Ruán y en otras partes. La muerte imprevista de varios de sus discípulos
más fervorosos eran otro género de pruebas que fomentaban su desapego de las
criaturas, y las enfermedades, peligrosas unas y cruelísimas otras, que padecían,
servían también para ejercitar su entrega en las manos de Dios. ¡Cuántas veces vio
reinar el desorden en su comunidad, bien por la indiscreción de algunos de sus
discípulos, bien por la envidia de sus rivales o por la malicia de sus adversarios!
¡Cuántas veces no vio sus reglamentos condenados, sus prácticas despreciadas y toda
su conducta censurada por gente que quería introducir innovaciones en el Instituto y
refundirlo a su antojo! Más aún, ¿no vio a sus mayores enemigos dominar en su casa,
imperar en ella, alterar las Reglas y sustituirle, en fin, otra forma de gobierno? ¿Y no
lograron hasta echarle fuera de su casa, obligándole a retirarse, a ocultarse y
desterrarse? ¿Cuál es el día de su vida, desde la inauguración de su obra, que no haya
sido señalado con alguna desgracia particular? ¿Acaso pasó uno solo en que no se
viese obligado a hacer a Dios el sacrificio, bien de su persona, bien de su vida, de su
salud, de su reputación o de sus funciones? ¿Cuál fue el día en que no se viese
obligado a dejar su obra en manos de Dios, o a resignarse inmolándola a su santísima
voluntad, viéndola de continuo combatida, perseguida y a punto de deshacerse?
A pesar de todo, en todas las pruebas, casi tan multiplicadas como las horas de su
vida, ¿quién le vio inquieto, turbado, alarmado, desconcertado o desconsolado?
86 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

¿Quién le mantenía en esa constante tranquilidad? ¿Quién le daba ese aire sereno y
hasta alegre, esa paz del corazón retratada en su semblante, esa igualdad de ánimo que
se admiraba en él? La resignación a la voluntad de Dios, la entrega total y su
confianza perfecta en la bondad de Dios. En una de las ciudades adonde habían sido
llamados los Hermanos, se encontraron en tal penuria y en tan apremiante necesidad
que, desesperando de poder continuar por más tiempo en ella, quisieron persuadir a su
superior, que estaba con ellos y era compañero de sus miserias y de sus
padecimientos, de que era preciso dejar aquel sitio, donde no podían vivir y donde
nadie tenía consideración a los servicios gratuitos que prestaban a la juventud pobre.
El santo Fundador, sorprendido de este lenguaje, dijo al Hermano director que le
hacía aquella proposición: ¿Cree usted en el Evangelio? Sí, señor, le contestó éste.
Entonces el santo sacerdote le despidió con estas palabras de Jesucristo: Buscad
primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. No
tardó el Hermano en experimentarlo, y dio testimonio de que, desde aquella época, la
Providencia no faltó en procurarles lo necesario. Mil veces se vio al santo sacerdote
esperar contra toda esperanza y acudir a la divina Providencia, como remedio
infalible, en el desamparo general de las criaturas. El pronto socorro con que acudió el
Señor a todas las necesidades pasadas y a las de toda su familia en los momentos más
críticos, era la causa de la seguridad que tenía y como prenda cierta para lo porvenir.
En efecto, jamás quedó defraudado, y puede verse en la historia de su vida que esta
virtud le hizo triunfar de persecuciones crueles, de hombres desalmados y de penuria
larga y apremiante, y, en fin, del mundo y del infierno.

IV. De dónde le venía esa gracia sublime que le hacía tan fácil
la práctica de la entrega total en las manos de Dios
Si nos remontamos al origen de esta gracia sublime que recibió de Dios,
encontraremos que fue la recompensa de la generosa resolución que formó de
mendigar el pan en caso de extrema necesidad, resolución que tomó en el mismo
momento en que la carne, el demonio y el mundo combatían la determinación que le
inspiró el cielo de deshacerse de todo y hacerse pobre a imitación de Jesucristo, por
amor de este Señor. Desde entonces contó tantas victorias contra el amor propio,
cuantos pasos dio en el camino
<2-257>
de la más incómoda pobreza. Nada pareció estorbarle, inquietarle ni turbarle en
adelante. Confiando en Dios como en padre tierno, no tenía ya cuidado ni del día de
mañana ni del presente. Descansaba en los brazos de su Providencia como el hijo en
los de su madre, no reservándose más que la fidelidad en dejarse conducir sin
cuidarse de saber a dónde ni cómo.
La entrega total en las manos de Dios, virtud tan rara, y que sólo se encuentra en los
perfectos, virtud que puede llamarse el heroísmo de la misma virtud, cuyo ejercicio
da a las demás virtudes la perfección, las alimenta y las pone en movimiento; que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 87

supone en el alma que la posee la muerte de sí misma, la victoria de las pasiones, el


desapego de todo interés humano, la indiferencia en todos los acontecimientos de la
vida y la resignación perfecta a la voluntad de Dios, esa entrega sublime parecía en él
como natural, tanta era la familiaridad y la facilidad con que la practicaba.

V. Ensayo de esta entrega total: el santo sacerdote mendiga el pan


Después de haber distribuido sus bienes a los necesitados, hecho pobre por amor de
Dios y semejante a los que había mantenido en tiempo de carestía, quiso contentar a
lo menos una vez el deseo encendido que tenía de las humillaciones y de las prácticas
de la pobreza, yendo a pedir de puerta en puerta un pedazo de pan. La pobreza triunfó
entonces en el corazón del canónigo desposeído, quien mirando como regalo del cielo
el pedazo de pan que le habían dado de limosna, quiso comerlo de rodillas, por
respeto y por devoción. Este principio en el camino de la entrega a la divina
Providencia se le hizo en adelante tan fácil de practicar, que se hubiera dicho que
tenía la llave de los tesoros del Padre celestial y que, cuando hacía falta, todos los
graneros y almacenes estaban abiertos para él. Y como en tan buen Padre tenía caudal
seguro e inagotable, no cerraba la puerta de su casa a ninguno de los que le suplicaban
la entrada y que manifestaban buena voluntad, persuadido como estaba de que no le
era más difícil a Dios alimentar a cincuenta que a dos.
Así es que en pocos años se encontró en Reims cargado de más de sesenta bocas, a
las cuales mantenía sólo a costa de la divina Providencia. Aquellos jóvenes,
repartidos en tres clases, componían numerosa comunidad que no se cuidaba más del
día siguiente que quien los había recibido. Todos, pobres como Job en el muladar, se
fiaban de La Salle por lo que miraba al sustento necesario de la vida, mientras éste
confiaba únicamente en la divina Providencia. Como no esperaba de ellos más que el
fervor en el servicio de Dios, el único temor que tenía era de que careciesen de él. El
santo sacerdote, por su parte, estaba persuadido de que Dios provee abundantemente
de todo lo necesario a la vida a los que buscan primero «el reino de Dios y su justicia»,
y nada temía tanto en su casa como la tibieza y la negligencia. Su fe le hacía esperar
del fervor unido a la pobreza abundancia de gracias y el pan de cada día; al contrario,
del descuido en el servicio de Dios temía la sustracción de los favores del cielo y la
multiplicación de las necesidades del cuerpo.
La casa de Vaugirard, cerca de París, la segunda cuna del Instituto, se vio al poco
tiempo llena de gente que no tenía otro sustento que la confianza en Dios de Juan B.
de La Salle. Todos los que se presentaban eran admitidos; pero apenas si de cada diez
quedaba uno. A pesar de lo cual, el número de los que perseveraron subió hasta cerca
de cuarenta, de donde se puede colegir que saldrían cuatrocientos o quinientos.
¿Quién aumentó tanta gente hambrienta en tiempos calamitosos? El Padre celestial, a
quien el santo sacerdote los encomendaba. Esta pobre casa era el asilo de los
indigentes o de los que ya no temían serlo. Unos, de posición desahogada, venían a
88 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

buscar en ella a Jesucristo desnudo y pobre; éstos se quedaban, porque la gracia los
llamaba.
<2-258>
Otros venían para ahorrarse algunos días de hambre, y éstos no hacían más que pasar,
porque el espíritu de Dios no los conducía. Para mí la casa grande, adonde se trasladó
con los novicios desde Vaugirard, es un nuevo monumento que la divina Providencia
consagró a su gloria. El santo sacerdote, al frente de aquella multitud de pobres, tuvo
el atrevimiento de firmar el arriendo por valor de 1.600 libras al año, sin saber dónde
encontraría el primer dinero; pero eso no le importaba, persuadido como estaba de
que Aquel por cuya gloria trabajaba y en quien había puesto toda su confianza
cuidaría de satisfacer el alquiler; y sus esperanzas no quedaron burladas. Dios hizo
más aún en su favor, pues procuró a su siervo lo que no esperaba, los muebles y
utensilios que necesitaba local tan vasto, que pronto se encontró lleno de sujetos,
cuyo alimento y manutención corrieron también a cargo del celestial Padre de
familias, que siempre se dignó proveer de todo.

VI. Juan B. de La Salle inspira con su ejemplo el mismo espíritu


a sus discípulos
El segundo fruto que sacó de su entrega total a la Providencia fue ver a sus
discípulos tales como los deseaba, entregados como él a la divina Providencia. Como
él se había hecho semejante a ellos por la renuncia voluntaria y universal de todos los
bienes de la tierra, así ellos se hicieron semejantes a él, contentos con su pobreza, no
queriendo tener más renta ni más contrata de seguros que el Evangelio y las promesas
que Jesucristo hizo a los que lo dejan todo por su amor.
Mientras estuvo provisto el santo sacerdote de rica prebenda canónica y fue
poseedor de su rico patrimonio, en vano predicaba a sus discípulos la confianza en
Dios y el descuido de las necesidades del cuerpo; sus lecciones no hacían otra cosa
que aumentar la desconfianza de sus discípulos; pero sus inquietudes se
desvanecieron al ver a su superior tan pobre como ellos. Su ejemplo les dio confianza,
y cesaron de temer la pobreza en compañía de un hombre que a su vista acababa de
hacer abiertamente profesión de ella, para asemejarse a ellos.
Cuando los hijos vieron al padre despojado de todos los bienes de la tierra y no
pensando más que en los del cielo, que Jesucristo promete a todo el que sepa dejar
todas las cosas por seguirle, buscaron con él en la pobreza los tesoros espirituales que
encierra, y miraron la adquisición de las virtudes como la única fortuna envidiable.
Cuando hubieron tomado esta generosa resolución, vieron con el tiempo que la
pobreza los enriquecía y que nunca falta lo necesario a los que la practican
amorosamente. Experimentaron cuán bueno es Dios para con los que esperan en Él, y
le buscan con sencillez de corazón (Jr., Lam III, 25). Ellos mismos fueron testigos del
céntuplo que el santo Fundador encontraba ya en esta vida, en el seno de la pobreza.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 89

Al ver la alegría de su semblante siempre sereno, que retrataba la de su corazón, el


entero desprendimiento premiado con abundantes gracias y su generosa confianza en
la divina Providencia, que le merecía los cuidados más amorosos del Padre celestial,
le aplicaban estas palabras de Jeremías: Bienaventurado aquel que pone toda su
confianza en Dios y de quien es el Señor la esperanza y el único sostén (Jr VII, 5).
No obstante esto, la entrega en las manos de Dios, que tan bien le salía al santo
varón y que tan ventajosa era para los Hermanos, se veía algunas veces deshonrada
por la desconfianza de algunos de ellos que querían darle por límites las reglas de la
prudencia humana. Éstos, demasiado cuerdos, demasiado interesados, murmuraban
algunas veces contra la caridad de su superior, quien en tiempo de hambre abría la
puerta de su casa a todos los que pedían la entrada, cuando daban señales de buena
voluntad; y le reprendían porque repartía
<2-259>
con los extraños el pan que no bastaba para alimentar a los hijos. En efecto, jamás
desechaba a ningún postulante que manifestase deseos de consagrarse a Dios y no le
parecía motivo suficiente para despacharlos el hambre que entonces se padecía.
Algunos Hermanos lo llevaban a mal y se tomaban la libertad de advertirle que la
prudencia debía ser la regla de su caridad. Querían comunicarle su temor por lo
presente y su cuidado para lo porvenir; pero tanto lo uno como lo otro tenían sin
cuidado a un hombre que sabía que las cosas necesarias a la vida sólo se rehúsan a los
que descuidan la virtud y dejan de confiar en Dios: Aquel que los manda les dará con
qué vivir, era la única respuesta que daba a las reconvenciones de tales Hermanos,
más prudentes de lo que él los quería.

VII. Pruebas de su admirable desprendimiento de todo cuanto no es Dios


En nada cedía a su confianza y entrega en las manos de Dios el desprendimiento
que tenía La Salle de todas las cosas del mundo. Después que se hubo despojado de
todos sus bienes, jamás se le apegó el corazón a nada; parece que fue en él efecto y
premio de su generoso desprendimiento la extinción de toda codicia. Lo más
sorprendente es que tampoco parecía poner más interés que en esto en el bien material
del Instituto. Por lo menos jamás demostró deseos de procurárselo, ni cuidado por
conservárselo. Descansaba en Dios, y le confiaba los intereses de las escuelas
cristianas, de la misma manera que le había sacrificado los suyos. De modo que en los
varios establecimientos que fundó, contentábase con lo que le ofrecían para el
alimento y manutención de los Hermanos, y muchas veces lo que le daban no era ni la
mitad ni el tercio de lo que necesitaban. Su intención era tan pura que en todo no
buscaba más que a Dios, y se estimaba bastante rico cuando encontraba ocasión de
servirle y de procurar su gloria. Compraba estas ocasiones a costa de los intereses de
su obra y dejaba al cuidado de Dios a sus Hermanos, que olvidaban lo mismo que él
sus más apremiantes necesidades. Bien se pudo echar de ver en la mayor parte de las
escuelas que estableció en varios puntos de Francia, sobre todo en Darnétal y en
90 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Ruán. Concedió para el primero dos Hermanos, contentándose con la módica


cantidad que daban al difunto maestro de escuela, con la cual apenas se podía atender
a la manutención de un solo hombre, y aun poco tiempo después quitaron esa módica
pensión y los Hermanos se vieron dejados a la Providencia por aquellos mismos que
los habían llamado a Darnétal. A pesar de esto, nuestro santo varón no quiso sacarlos
de donde eran tan necesarios y en donde hacían tanto bien. Persuadido de que el Padre
celestial, que cuidaba de las necesidades de las aves del cielo y de las bestias de la tierra,
al quitarles el cuidado de hacer provisiones, no dejaría de proveer a la subsistencia de
los obreros que trabajaban en su campo, encomendó los Hermanos a su cuidado, y
desde aquel tiempo han estado a merced de la Providencia.
Más desinteresado se mostró todavía por las escuelas de Ruán, pues aceptó la
oferta que le hicieron los señores administradores de la oficina de dirigir las de San
Maclú, de San Gotardo, de San Eloy y de San Bibiano por 600 libras. Es decir, que
vino en que cargase su casa con los doce Hermanos consagrados a la instrucción de
los pobres niños de Ruán. Considerándose dichoso con haber comprado el derecho de
hacer bien tan grande a expensas de la comunidad, desde entonces no pensó sino en
continuarlo por cuenta suya; por su parte, los administradores tampoco se ocuparon
de proveer de estipendio a los Hermanos.
Es verdad que casi todas las demás ciudades de Francia que establecieron escuelas
<2-260>
gratuitas, más equitativas con los que las dirigían, se disputaron el mérito de hacerles
bien y de remunerarles con creces el generoso desinterés del señor de La Salle. En
Reims, Aviñón, Calais, Boloña, Troyes y sobre todo en Marsella y en otros puntos, se
aumentaron en gran manera las escuelas cristianas, sin descuidar la pensión de los
Hermanos, con lo cual pudieron agrandar sus casas; lo cual fue como justa retribución
que la bondad divina debía en cierto modo a un hombre que no tenía más intereses
que los suyos, y que sin pasar cuidado por las necesidades de su familia, confiaba sólo
en la Providencia para remediarlas.
Este desprendimiento y esa entrega total a Dios mantenían al señor de La Salle en
pobreza tal, que siempre estaba dispuesto a devolver por generosidad cristiana lo que
le había dado por caridad. Pusiéronle pleito en Rethel con motivo de cierta cantidad
que le habían legado. Su derecho era indudable. A pesar de ello, disputáronselo los
herederos, mas no por mucho tiempo, pues el siervo de Dios decidió pronto la causa a
favor de ellos y les dejó el dinero que consideraban como perdido, aunque
consagrado a la mejor de las obras. El sacrificio que hizo de la casa de San Dionisio,
comprada con su propio dinero y que le valió sentencia muy infamante y muchas
otras ignominias, es otro testimonio inequívoco de perfecto desprendimiento y de su
entera resignación al beneplácito divino, del que se cuentan pocos ejemplos.
No sé si es menos admirable el acto de desprenderse de las 50.000 libras que le
habían dejado en testamento para la compra del noviciado. Las perdió por la astucia
de su rival y de su grande enemigo, quien supo desviar aquel dinero y hacerlo caer en
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 91

sus propias manos para disponer de él, no según las piadosas intenciones del donante,
sino según su mira particular. Esta patente injusticia era tanto más sensible al santo
Fundador cuanto que miraba aquel legado como don del cielo debido a las continuas
oraciones que desde mucho tiempo venía haciendo en su comunidad, y como
absolutamente necesario para la adquisición de la importante casa de que se ha hecho
mérito, y que deseaba mucho a causa de su aislamiento, de su situación en aires puros,
de la extensión de sus solares y de su proximidad a París; sin embargo de lo dicho,
ofreció a Dios esa pérdida, como tantas otras, con silencio y sumisión perfecta a sus
divinas disposiciones.
No fue menos admirable ni pareció menos desprendido cuando, en otras ocasiones,
vio a sus propios hijos, aquellos mismos de quienes más se fiaba, apoderarse de sus
escuelas para su provecho particular y apropiarse los bienes que se habían destinado
para las mismas. De ahí procedió el que viese sin inmutarse, antes bien con su
ordinaria tranquilidad, a los Hermanos de Mende cerrarle las puertas de su misma
casa y apoderarse de la renta legada en su nombre a la comunidad. Así es como vio
con heroica paciencia al Hermano a quien había confiado el seminario de los
maestros de escuela apoderarse del dinero legado por el piadoso cura de San Hipólito
para el sostén de obra tan excelente, y aprovecharlo para sí con detrimento del
Instituto. Oyó, además, con la misma mansedumbre, a aquel ladrón sacrílego decirle
con insolencia que ya no le conocía y que no tenía que tratar nada con él.
En estos contratiempos tan inesperados, en estas delicadas pruebas de la virtud
perfecta, jamás se vio la del santo varón sorprendida o desmentida; su corazón se
mostraba entonces al natural, desnudo, desprendido de todo, estimando y queriendo
sólo lo que fuera del divino beneplácito; contento con cuanto Dios permitía, miraba
esas pérdidas como grandes ganancias, y, a los ojos de su fe, las desgracias de la vida
eran grandes fortunas porque le daban materia para
<2-261>
sus sacrificios y le hacían más rico en Dios, despojándole de todo cuanto no es Él.
En vez de discutir con quien le hacía injusticia, por su postura humilde, silencio
profundo y semblante manso y gracioso, parecía como que le pedía perdón y
agradecía que le tratara aun con indulgencia, mostrándose siempre dispuesto a dar la
túnica al que le quitaba la capa. En efecto, cumplió al pie de la letra este consejo
evangélico. Un día que volvía a su casa desde Vaugirard, le encontraron dos ladrones
que quisieron arrancarle el manteo. Ahí va —les dijo presentándoselo—; tomadlo si
lo queréis. Aquellos bellacos, desconcertados por una oferta tan inesperada,
quedaron aún más chasqueados cuando examinaron su latrocinio. El manteo estaba
tan usado y tan pobre que se lo devolvieron y se fueron avergonzados del despojo que
habían querido hacer.
La Salle no estaba más apegado a la vida que a los bienes. Al acercarse su muerte,
su tranquilidad era admirable y no podía disimular su alegría. Más de una vez estuvo
enfermo de peligro sin cuidarse de lo que podía sucederle ni de lo que podía acontecer
92 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

a su obra. Sin pensar en las consecuencias de su muerte, sin ninguna inquietud por la
suerte de su Instituto, sin reparar en las lágrimas y los gemidos de sus hijos, se ofrecía
a Dios como víctima de su divina voluntad, pronto a todo cuanto quisiera de él, y, a
imitación de san Martín, se mostraba dispuesto a morir y a vivir en el trabajo y en la
pena.
Si el santo sacerdote se hubiese hallado en esta preparación de alma, en los fuertes
ataques de una enfermedad peligrosa que disponen a las almas piadosas a una buena
muerte, y despiertan en ellas afectos más vivos de piedad, no habría sido mucho;
nuestro santo varón, aun en plena salud y en súbitas acometidas que desconciertan y
no dan lugar a la reflexión, tenía su alma en la mano, según expresión del Profeta
Rey, dispuesto a entregarla al que la crió. Buenos testigos de esto fueron dos ladrones
que le detuvieron, espada en mano, con un ademán que no respiraba más que sangre y
matanza; le vieron intrépido haciendo frente a la muerte con que le amenazaban. Más
sorprendidos aún quedaron con la respuesta que les dio con gran calma: Matadme, si
Dios os ha dado licencia para ello; huyeron no pudiendo soportar la presencia de un
hombre que, por el hecho de no temer la muerte, les enseñaba a ellos a temerla.
Sería menester componer un volumen entero —dice el discípulo que mejor le
conoció y ha facilitado los mejores informes con que uno trabaja— si se quisieran
especificar todas las coyunturas que testimonian el desprendimiento en que vivía el
señor de La Salle y el desinterés con que administraba los bienes temporales de la
Sociedad.
Tan poco caso hacía de los intereses materiales, que en los establecimientos
cuidaba más del número de los Hermanos que en ellos se podrían emplear y de los
medios que podrían mantenerlos en la regularidad, en el espíritu de retiro y de oración
y en el fervor, que de asegurar su subsistencia, confiando que el Amo de la viña que
iban a trabajar no les olvidaría. Eso es lo que contestaba a veces a aquellos Hermanos
que, menos desprendidos que él, le suplicaban reflexionara en que la confianza en
Dios no está reñida con las precauciones que inspiran la prudencia, que no hay que
dejarlo todo a Dios cuando podemos ayudarnos nosotros mismos, tomando las
debidas providencias para asegurarnos el pan, y que al fin y al cabo Dios no se ha
comprometido a hacer milagros para remediar nuestras necesidades, enviándonos,
como al profeta Elías, un cuervo con ese intento. Tanta
<2-262>
prudencia le disgustaba: Estad sin cuidado —les contestaba—, que ya proveerá la
divina Providencia.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 93

VIII. Pruebas con que Dios acrisola la confianza de su siervo


en su divina Providencia
El señor de La Salle, al confiar tanto en los cuidados del Padre de familia, que
alimenta y gobierna al mundo entero, preveía muy bien que pondría muy a menudo a
prueba la virtud de sus discípulos, y que haciendo alguna vez como que los olvidaba,
les daría, lo mismo que a él, grandes y frecuentes ocasiones de practicar la paciencia,
la confianza en la divina Providencia y la resignación y conformidad con su voluntad,
en las necesidades apuradas.
Cuando esto sucedía, el virtuoso Fundador manifestaba alegría singular, y se
mostraba más contento de recoger los frutos amargos de la extrema pobreza y de las
virtudes difíciles que ofrece la práctica de ella, que de ver entrar la abundancia por las
puertas de su casa. ¡Ay, hermanos míos! —exclamaba entonces transportado de
alegría—, ¡bendito sea Dios! Otras veces, cuando veía que todo faltaba en su casa,
más contento que un avaro que entrase en posesión de todo el oro de las Indias y del
Perú, repetía con júbilo estas palabras de santa Teresa, cuya suavidad parecía gustar:
¡Oh, hermanos míos, felices de nosotros si pudiésemos morir de hambre! Les
exhortaba después a confiar en Aquel que jamás falta a los que esperan en su bondad
y que mide sus cuidados por los hombres con la medida de la confianza que tienen en
Él. En cuanto a él se refiere, fiel en hacer lo que enseñaba, iba con sencillez infantil a
pedir al más tierno de los Padres lo necesario para su familia. La confianza con que se
presentaba al trono de Dios le hacía hallar gracia (Heb IV, 16). Era oído y atendido; y
si no al principio, tarde o temprano su perseverancia hacía victoriosa su súplica. Los
Hermanos podían notar que había orado, porque los dones de la divina Providencia
llovían por fin en su favor.
Cuando estaba cierto día el santo Fundador con un virtuoso canónigo de la catedral
de Laón, que practicaba ejercicios en la casa bajo su dirección, le avisaron que no
había nada para la cena de los Hermanos, cuyo número era crecido. Levantó su alma a
Dios, le suplicó que no se olvidase de sus siervos, y en aquel mismo momento le
trajeron crecida cantidad de dinero. El mismo canónigo, testigo del hecho, nos lo ha
relatado. Añadía que el básico principio de religión del siervo de Dios era confiar en
la divina Providencia.
En otro caso más apremiante la divina Providencia favoreció de modo más
extraordinario al que se entregaba a ella sin reserva. Sucedió el hecho en ocasión de
un cambio de casa. El Hermano ecónomo, encargado de hacer arreglar la casa que se
dejaba y de hacer trasladar los muebles a la que iban a habitar, no echó de ver que
necesitaba dinero hasta que le fue preciso pagar a los obreros y carreros que había
empleado. Triste y desconsolado, fue a decírselo a su superior y suplicarle le diese el
dinero necesario para contentar a una gente a quien urge pagar pronto, si se desea
ahorrarse disgustos y quitarles la ocasión de cometer muchos pecados.
Su inquietud subió de punto cuando el señor de La Salle le hubo asegurado que no
tenía ni oro ni plata; pero, sin embargo, se quedó algo tranquilo cuando el santo
94 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

sacerdote añadió que había que acudir a Dios. El Hermano, que se fiaba poco de la
eficacia de sus propias oraciones, pero sí mucho de la eficacia de las de su padre, cuya
eminente virtud veneraba mucho, le suplicó se pusiera en oración. Así se pasó el día,
pero como el dinero no venía, la inquietud se apoderó nuevamente del espíritu del
Hermano, quien volvió de nuevo a solicitar del santo sacerdote hiciera alguna
diligencia para encontrar con
<2-263>
qué satisfacer a los hombres que había ocupado. Pero recibió la misma respuesta: que
había que acudir a Dios. El Hermano volvió a su ocupación y el siervo de Dios se fue
a exponer al Señor la necesidad de su casa. No lo hizo en balde: el dinero que el
Hermano buscaba le vino a la mano; mientras, cuidadoso y vigilante, hacía reunir y
trasladar los muebles menos importantes, se sintió movido interiormente a mirar en
un armario abierto enteramente, que había vaciado antes con mucho cuidado y
atención. Habían dejado dicho armario en el patio, donde había estado bastante
tiempo, y le tocaba ya el turno para ser trasladado. En todo ese tiempo nadie vio nada
en él, ni el Hermano de quien hablamos, a pesar de que lo había examinado varias
veces para ver si quedaba algo. ¡Cuál sería, pues, su sorpresa, cuando al volver a
mirar otra vez, siguiendo aquel impulso y movimiento providencial, halló en él
dinero, y precisamente la cantidad de cuarenta escudos, que era la que entonces se
necesitaba para pagar a los de las mudanzas! No dudando de que tal regalo del cielo
sería efecto de las oraciones de su superior, fue a darle la enhorabuena, diciéndole que
Dios había atendido su súplica y había socorrido su casa. El humilde sacerdote quedó
confuso de la alabanza, y después de haber sabido de qué modo se había valido la
bondad divina para asistir a su familia, contestó que se había de dar gracias a Dios por
ello y admirar su Providencia. He aquí —añadió— cómo Dios asiste a los que ponen
en Él su confianza.
Otro día que la casa de Vaugirard estaba tan pobre que no tenía con qué
proporcionar caldo a los enfermos, el siervo de Dios dijo a un Hermano que le
siguiese con un puchero; le llevó al seminario de San Sulpicio, en donde, habiéndole
mandado esperar a la puerta, se fue a suplicar al Superior se sirviese darle por caridad
caldo para sus enfermos. No le costó trabajo alcanzar de aquel hombre tan lleno de
misericordia, y cuyos bienes estaban todos consagrados a los pobres, auxilio tan
necesario, sino que por muchos años continuó haciendo la misma obra de caridad.
Hallábase entonces el señor l’Echassier al frente del Seminario Mayor de París,
mientras el señor Tronsón permanecía retirado en el de Issy. Esta limosna sirvió de
mucho alivio, durante la cuaresma y en los días de vigilia, a los enfermos de la
comunidad, que era la más indigente de París. Tan pobre se hallaba, en efecto, que a
pesar de componerla sesenta personas, no gastaban en carne más que cuarenta
sueldos diarios. Menos aún empleaban en vino, pues, como ya se dijo, sólo bebían
agua. Si les visitaban las enfermedades —y ¿qué lugar del mundo está libre de
ellas?—, no eran largas ni frecuentes.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 95

Si es de admirar que el señor de La Salle hubiese hallado el medio de alimentar a


tan poca costa su numerosa comunidad, y de mantenerla con salud, entregándola por
de contado a todas las austeridades que están en uso en las casas de la más rigurosa
penitencia, bien puedo decir: Digitus Dei hic est. El dedo de Dios está ahí.
«Me encontré en la casa grande de París —continúa el mismo Hermano— en el
oficio de ecónomo, falto a menudo de todo; unas veces de pan, otras de carne, o sin lo
suficiente para toda la Comunidad. Entonces iba a avisar al buen Padre, el cual me
contestaba que sirviese lo que Dios me daba y que su bondad proveería. Y en efecto
nos proveía, pues al fin de la comida las sobras eran tan abundantes como en los días
en que las raciones habían sido mayores; el cocinero y el ecónomo, que no habían
servido ni siquiera la mitad de lo necesario para que pudiesen comer más de sesenta
personas, se miraban entonces con admiración y se preguntaban el uno al otro si
alguien había traído en secreto los alimentos necesarios. Esta especie de prodigio
<2-264>
sucedió tres o cuatro veces; en semejantes circunstancias se observaba que el buen
Padre pasaba casi toda la noche en oración.
»En los primeros años del establecimiento de San Yon, fui enviado allí con dos o
tres compañeros por el virtuoso superior, quien sintiendo mi repugnancia a un lugar
donde todo faltaba, me dijo para animarme, al darnos contra su costumbre la
bendición, que la Providencia no nos faltaría. Algún tiempo después, habiéndole
manifestado cuánto nos hacía sufrir la extrema pobreza de aquella casa, nos contestó
que a él le parecía que el medio de que Dios quería valerse para hacernos subsistir, era
el de tomar niños en pensión, primero a un precio módico, e instruirlos y educarlos
bien. “Por ahí —dijo— encontraréis el medio de atraeros el afecto de los habitantes
de una ciudad donde no sois amados; podréis sufrir un poco, pero esto no durará. Por
lo demás, estad seguros de que Dios os dará siempre las cosas necesarias para la vida,
si le servís bien». El tiempo verificó esas palabras.
»Cierto día que yo trabajaba en la huerta de San Yon, con el intento de plantar en
ella vides, árboles y otras cosas, me lo prohibió; la razón que me dio fue que, teniendo
firme esperanza de que Dios pondría a los Hermanos en posesión de aquel sitio, el
embellecerlo y mejorarlo era querer encarecerlo, y tendríamos que pagarlo después
más caro». La experiencia demostró la prudencia de tal precaución, pues varias
personas que vinieron a visitar la casa para comprarla, la encontraron en tan mal
estado que la despreciaron. Sin embargo, el demonio, que quería alejar a los
Hermanos y a su superior de aquel lugar donde Dios había de ser servido en espíritu y
en verdad, probó todos los medios posibles para alejarlos de él para siempre, y
aparecieron carteles en todas las calles de la ciudad de Ruán, en que se decía que la
casa de San Yon se alquilaba. No paró aquí la cosa; al mismo tiempo que los carteles
anunciaban esto al público, les fue comunicado a los Hermanos que era preciso
saliesen de allí cuanto antes, porque la casa no era para ellos, ni alquilada, ni
comprada. En tan tristes circunstancias, el siervo de Dios acudió a sus medios
96 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

ordinarios, que eran la oración y la confianza en Dios; y con esas armas invencibles
quedó victorioso de todos los esfuerzos de sus enemigos. Trabajaron con todo el
artificio posible, primero con buen éxito cerca de la Sra. de Louvois, a quien
pertenecía la finca de San Yon, para persuadirla de que no la vendiese a los
Hermanos, o para impulsarla a subirla a tan alto precio que no pudiesen pretenderla;
pero Dios, que tiene en sus manos los corazones de los grandes y que conduce a sus
fines todos los acontecimientos de la vida, hizo que su siervo obtuviese por precio
reducido esa casa que tanto deseaba y que era tan necesaria. En fin —prosigue el
mismo Hermano—, el santo Fundador jamás tuvo que arrepentirse de haberse
despojado de sus bienes por amor de Aquel que, siendo infinitamente rico, se hizo
pobre por nosotros; y jamás su casa careció de lo necesario. Nunca se la vio tampoco
con deudas, a no ser con un panadero. A este hombre debía cien escudos el superior
de los Hermanos, y para acallarle le prometió que al cabo de tres semanas le pagaría
religiosamente la deuda; por su parte, el panadero le prometió no exigírsela hasta
pasado ese plazo, pero faltando a la palabra, apenas había pasado una semana, le hizo
comparecer ante los tribunales para que se la pagase al momento. Muy lejos estaba el
buen Padre de pensar en tan inesperada salida, pero aunque le cogió de improviso se
perturbó tan poco como si tuviese algún tesoro a su disposición».
Lo tenía, en efecto, en su total confianza en Dios, pues bien puede decirse que esa
virtud es la llave que abre, a los que saben servirse de ella, los tesoros del
<2-265>
Padre celestial. En esta ocasión el señor de La Salle subió al altar, y después de haber
ofrecido el santo sacrificio de la misa, se fue, con el Hermano que nos refiere esos
hechos, a visitar a dos o tres familias que le socorrieron generosamente. El panadero,
sorprendido a su vez al verse pagado tan pronto contra toda esperanza, quedó confuso
por tener que satisfacer los gastos de citación y cargar además con la vergüenza de su
deslealtad.
«Por muchos años —dice otro Hermano en una memoria que escribió— estuve
encargado de proveer a las necesidades de la casa, y en ellos fui no pocas veces
víctima y testigo a la vez de la suma pobreza, por la cual nos veíamos expuestos a
todas las miserias y necesidades de la vida. Cuando la veía en aquel extremo, sin
numerario y sin ninguna esperanza de humano socorro, iba a visitar al buen Padre
para encontrar en él, a falta de dinero, siquiera algún consuelo o vislumbre de
esperanza. Por respuesta siempre nos decía lo mismo: que tuviésemos paciencia, que
la divina Providencia atendería a todo. Con esa respuesta me daba a entender que no
tenía entonces a su disposición más dinero que yo, y con esto, al paso que aumentaba
mi inquietud, crecía mi pena y agotaba mi confianza. La necesidad seguía creciendo,
y con ella mis apuros y zozobra, la cual al fin me llevaba otra vez a la puerta de su
celda, pero la encontraba cerrada, y por más que importunase no lograba que me
abriese. Entonces, mirando por las rendijas, le veía que estaba en oración. Cansado de
llamar y de esperar, me volvía sin dinero, andando a Dios y a la ventura, buscando
algún dinero prestado para socorrer las necesidades de la casa. A mi vuelta el portero
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 97

me decía que fuese a encontrar al buen Padre en tal iglesia, donde me estaba
esperando. Allí me daba luego el dinero que me hacía falta, sin que pudiese yo saber
de dónde lo sacaba».
Un día, en San Yon, estando sin pan y sin dinero, nuestro buen Padre dijo al
Hermano José que fuese con otro a casa de los Cartujos, que eran vecinos, para
implorar su caridad. Fueron allá; pero los religiosos los despidieron ignominiosamente y
pensaron justificar su negativa diciéndoles que puesto que no tenían para vivir no
debían establecerse en la ciudad. Como fueran desde allí a visitar cosa de una docena
de las principales casas de Ruán para buscar el socorro que se les negaba a la puerta de
un monasterio fundado y enriquecido, como los demás, con las liberalidades y
limosnas de los fieles, fueron aún peor recibidos; y así tuvieron el consuelo de ser
contados en el número de los discípulos de Jesús despreciados y desechados por
todos. En fin, recogieron en sus visitas siete u ocho monedillas, que costaron muy
caro a su amor propio, pues los que se las dieron les cargaron de tantas humillaciones
que parecía como si quisieran hacerles comprar su regalo, o vengarse del que
consideraban como un insulto que se les hacía al recurrir a su caridad.
De vuelta a San Yon, muy cansados, después de haber contado a su Padre las
insultantes negativas y los ultrajes de toda clase que habían recogido en vez de
limosnas, le pusieron en las manos un grueso paquete de cartas que uno de los criados
de los Cartujos había dejado caer bastante cerca de la puerta de los Hermanos.
¡Bendito sea Dios! —dijo el siervo de Dios—; se conoce que es voluntad de Dios
que nos asistan los Cartujos. Volved allí y entregadles el paquete que habéis
encontrado. No quedaron burladas sus esperanzas, pues los Cartujos, después de
agradecerles mucho el paquete encontrado y devuelto, compadecidos finalmente de
sus vecinos, les enviaron tres o cuatro sacos de grano.
El deseo que tenía de la salvación de las almas convertía su casa en asilo de cuantos
jóvenes mostrasen alguna buena voluntad. Dispensaba la mejor acogida a los más
pobres y desamparados. Bastaba que aparentasen buscar a Dios para
<2-266>
que hallaran abierta su puerta. Cerraba los ojos a toda consideración humana al
recibirlos andrajosos, medio desnudos e indigentes; no se inquietaba por quién los
alimentaría, pues dejaba este cuidado a la divina Providencia mientras él se reservaba
el de convertirlos e instruirlos.
Jamás les pedía nada, muy contento de poder ejercitar con ellos la caridad pura y
gratuita. Si querían salir de aquel lugar donde tanto les debía interesar quedarse, el
corazón del buen Padre sufría, porque preveía los peligros espirituales que iban a
correr en el mundo. Su celo de la salvación de los hombres era tan vivo que los
hubiera encerrado a todos, a ser posible, en su pobre comunidad, sobre todo a los
indigentes, que nacen y crecen en deplorable ignorancia de las verdades eternas.
Todos los que encontraba por el camino, si querían creerle, le seguían para ir a vivir
en su casa, que era refugio universal. Apenas entrados, los hacía vestir decentemente.
98 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

De ordinario perdía con ellos el trabajo y el dinero, pues esa clase de gentes,
acostumbradas a la holgazanería, no pudiendo sufrir el yugo de una vida regulada, la
dejaban y se llevaban los vestidos sin darle siquiera las gracias. Esto no acobardaba al
santo sacerdote, quien creía haber ganado mucho cuando había logrado obtener de
ellos que hiciesen confesión general o se instruyesen en las verdades necesarias para
la salvación.
«Omitía un hecho —dice el mismo Hermano— el cual manifiesta con cuánto
desprendimiento de los bienes terrenos y resignación a la divina Providencia vivía
nuestro Padre. Estando cierto día en París, me llevó consigo para ir a cambiar
monedas antiguas. Llegado que hubimos cerca de la casa de la Moneda, me mandó a
efectuar el cambio mientras él iba a orar en la iglesia de San Leuterno. Por desgracia
desempeñé muy mal mi cometido, pues me dejé engañar en cuarenta libras; pero sólo
lo noté al entregar la cantidad al buen Padre. Al punto me mandó volver a la casa de la
Moneda para reclamar, mientras quedaba fresca la memoria, la cantidad que me
faltaba, confesando mi torpeza, mas no fui bien recibido. De vuelta a la iglesia de San
Leuterno, donde como antes me estaba esperando el siervo de Dios, le dije que no
había remedio para aquella pérdida y que no habían querido escucharme. ¡Bendito
sea Dios! —contestó—; no me habéis hecho mucho favor, pues ese dinero estaba
destinado a satisfacer una deuda».

IX. Hasta dónde llevó su confianza y resignación


Movido por esa extraordinaria confianza en Dios, no se afanaba en buscar el apoyo
de los hombres. Si le seguimos en todas sus empresas, se verá que en ninguna lo
buscó. Se dejaba guiar con docilidad suma de la divina Providencia, iba sin
resistencia adonde conocía ser voluntad de Dios, salía al momento de los lugares que
Dios quería que dejase, se desprendía de las personas o sacrificaba los empleos,
planes y proyectos que había formado o que tenía ya comenzados, si conocía ser ésta
la voluntad de Dios, y no daba un paso para adelantar su obra, si la divina Providencia
no le guiaba por la mano.
¿No se le ha visto consentir en la deposición preparada por sus enemigos,
esforzándose para que la aceptasen sus discípulos, vituperándoles paladinamente en
esta ocasión su resistencia a la autoridad superior, y prohibirse en mil circunstancias
toda apología y justificación contra la calumnia, las violencias, las injusticias
manifiestas y contra toda clase de persecuciones?
Llegado a París a instancias del señor de la Barmondière, ¡qué docilidad no
manifestó cuando le mandó que se fuese! Contento con volver a Reims y de ver
desvanecerse la esperanza de establecer su Instituto en la capital del reino, fue a
despedirse, antes de salir de París, del mismo que le
<2-267>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 99

había llamado, y no abrió su boca para quejarse de ello, ni manifestó siquiera el


menor descontento o desagrado.
Sólo la divina Providencia concurrió, según se ha visto, al establecimiento de las
escuelas en la parroquia de San Sulpicio sin que por su parte hiciese nada el siervo de
Dios que se pudiese llamar obra humana. El que antes la regía se desató con libertad
total en contradicciones, calumnias y persecuciones contra el santo varón y llegó a
hacerle odioso. El hombre de Dios vio, callado y con entera tranquilidad, las intrigas,
los artificios y las mentiras de que echaba mano su rival para arrojarle fuera a él y a
sus Hermanos, y ninguna resistencia opuso. Como otro Jonás, parecía dormido
mientras agitaban su barquilla tempestades terribles y amenazaban hundirla cuando
él entró en París. En esta coyuntura, como en otras mil, dejó obrar a Dios solo y le
confió el cuidado de su Instituto, dispuesto a verlo malograrse en sus comienzos, si
así lo disponía el beneplácito divino. Mas ¿para qué insistir? Habría que recorrer toda
la vida del Fundador si se quisieran dar a conocer con pormenores los hechos que
atestiguan su confianza en Dios y su resignación perfecta a la divina voluntad.
¿Qué otro motivo pudo tener para no aceptar la proposición tan atenta, al par que
ventajosa, que le hizo el Excmo. señor obispo de Chartres, entonces muy poderoso en
la corte de Luis XIV, de alcanzar del rey letras patentes para su Instituto? Cualquier
otro, menos despegado que él de todo interés humano, hubiera recibido con avidez
una proposición cuya ejecución habría asegurado la existencia de su comunidad,
poniéndola al abrigo de mil reveses de fortuna; pero él, que sólo deseaba que en todo
se hiciese la voluntad de Dios, temió anticipar el momento que ella señalase. No
había llegado todavía la hora y se creyó en la obligación de esperarla. Además, quería
que sólo a la divina Providencia se pudiese atribuir la gracia del príncipe; la
Providencia fue quien hizo esta gracia al Instituto después de la muerte del santo
varón. En estos o parecidos términos contestó al prelado bienhechor, después de
haberle dado las gracias por la singular bondad con que honraba su persona y su
comunidad; y añadió que no juzgaba ser entonces del caso hacer alguna diligencia
sobre el particular, y que siendo el Instituto de los Hermanos obra de la Providencia,
se debía dejar a ésta el cuidado de obtener las letras patentes. Ésa es, poco más o
menos, la respuesta que dio a ciertos Hermanos que le pedían, pocos años antes de su
muerte, que pusiera algunas diligencias para conseguir letras patentes. Dejaos
conducir por la Providencia —les dijo—, las podréis pedir después de mi muerte, si
queréis.
De aquí procedía que el Santo rechazase el apoyo de los hombres, porque como
Dios era el objeto de sus deseos y la voluntad divina la única regla de sus proyectos, lo
que Dios hacía era el principio y como motivo de sus actos, y en todo se dejaba llevar
de la divina Providencia. Cuando a su Instituto no le faltaba cosa alguna, no estaba
enteramente contento, porque se veía privado de ofrecer a Dios el sacrificio de su
pobreza, y en parte también porque le parecía que entonces no tenía ocasión de
ejercitar su confianza y entrega en las manos de Dios. Enseñando un día a dos de los
Hermanos más antiguos de la comunidad una cantidad, como de veinte escudos, que
100 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

era todo el dinero que había en casa, se manifestó inquieto y descontento: ¿Qué
haremos — les dijo— de todo eso? Bien veis que no somos verdaderos pobres.
¿Cuál sería, pues, la pobreza de aquella casa donde la cantidad de sesenta libras era
considerada como un tesoro? ¿Cuál sería el espíritu de pobreza de nuestro santo
sacerdote, que se consideraba demasiado rico cuando tenía veinte escudos para hacer
frente a las necesidades de su comunidad?
<2-268>

X. Lecciones que daba a sus discípulos sobre este artículo


¡Cuánto no dijo e hizo este pobre de Jesucristo, para inspirar ese espíritu a sus
discípulos! Sus más fervorosas y frecuentes instrucciones tenían por tema ese
artículo. Quería que todos sus hijos fuesen hombres entregados del todo en manos de
la Providencia; y si les faltaba algo en los viajes, que hacían de ordinario como los
Apóstoles, sin alforja, sin dinero, sin provisiones, echaba la culpa a su poca confianza
en Dios. De esta manera hacían todos sus viajes e iban a todas las partes adonde él los
enviaba. No viajaban de otro modo los jóvenes de quince años, que pasaban el tiempo
del noviciado menor en Reims; iban y venían de París a Reims y de Reims a París y a
otras partes, sin dinero ni provisiones. El Padre celestial, que los alimentaba en casa
del santo sacerdote, los mantenía por el camino. Lo cual admiró más de una vez a las
personas virtuosas. Los que eran enviados a las escuelas establecidas en diversos
puntos de Francia seguían la misma suerte. Los fundadores de las escuelas gratuitas
ni siquiera pensaban entonces en pagar los gastos de los viajes a los que llamaban a
dirigirlas; a él tampoco se le ocurría el avisárselo, y la casa era demasiado pobre para
cargar con esos gastos.
El virtuoso sacerdote no hubiese reconocido como suyos a los que no hubiera visto
confiados en la divina Providencia o que hubieran mostrado solicitud por las
necesidades de la vida. Ni los quería desprendidos solamente en cuanto al alimento y
sustento; exigía además que estuviesen resignados en todo y sin reserva a la voluntad
de Dios: en la enfermedad y en la salud, en la desgracia y en la prosperidad. En una
palabra, en todas las penas de la vida y en los diversos acontecimientos que afligen,
los quería en la disposición de Job, contentos con todo, resignados a todo, alabando a
Dios por todo, y prontos a decir como él, con sumisión y alegría: Dios me lo ha
quitado: sea bendito su santísimo nombre. «No le dé cuidado lo porvenir —escribía a
uno de ellos—; confíelo todo a Dios, que cuidará de usted; procure en medio de sus
achaques entregarse totalmente en las manos de Dios, pues a Él toca disponer de
usted como le plazca; no se deje amilanar por las penas e incomodidades, pues esta
vida está llena de ellas; es preciso, mientras sea joven, disponerse a aceptarlas de buen
grado, y ayudarse como hasta aquí lo ha hecho, de las máximas del Evangelio para
recibirlas con provecho».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 101

Mas si quería que fuesen resignados en las penas corporales, no exigía que lo
fuesen menos en las espirituales. He aquí cómo habla sobre este punto a uno de sus
Hermanos, que le manifestaba su aflicción por encontrarse en esa prueba. «La divina
y adorable Providencia —dice— quiere dejarle en el estado en que se encontraba,
carísimo Hermano: es preciso querer lo que ella quiere, confíe en ella; a eso estamos
obligados por nuestra profesión, y debemos adorar continuamente sus designios
sobre nosotros; si desea salir de ese estado para buscar consuelos, es de temer que
busque sólo su propio consuelo, más bien que al Dios de los consuelos».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 103

<2-269>

CAPÍTULO III

Caridad del santo sacerdote

Filioli mei, non diligamus verbo, neque lingua, sed opere et veritate —dice el
apóstol de la caridad—. No amemos de palabra, ni con la lengua solamente, sino con
obras y de veras (I. Jn, 3, 18). Es falsa caridad la que no se manifiesta con las obras. El
verdadero amor se da a conocer por los efectos: las obras son las que lo patentizan.
Para enseñarnos claramente esta verdad da el Esposo a la Esposa este consejo cuando
trata de ordenar en ella la caridad. Ponme como señal sobre tu brazo y como sello
sobre tu corazón, con lo cual le quería dar a conocer que, cuando hubiere prendido en
ella el amor de Dios, acometería grandes empresas porque sería el corazón quien
haría mover los brazos, y al mismo tiempo le enseñaba a juzgar del amor por la
excelencia de las obras. Cuando el amor es grande —dice san Gregorio (Hom. 50, in
Evang.)—, cuando es vehemente, hace y sufre grandes cosas. Muestra que es débil y
lánguido, si nada de heroico le acompaña. Ésa es la regla segura con que hemos de
apreciar el amor que a Dios profesaba el santo sacerdote. Para probar su caridad nos
servirán de testigos abonados sus acciones, las obras que llevó a cabo, los sacrificios y
padecimientos, ya que éstos son los testigos que admite Jesucristo: Si alguno me ama,
guardará mi palabra (Jn, 14, 21, 23). Quien conoce mis mandamientos y los guarda
—decía a sus apóstoles—, ése es el que me ama. La mayor señal de amor es
sacrificarse por Dios. El amor no admite reserva. Cuando es ardiente emprende
grandes cosas, y las tiene por pequeñas. No se cansa y el más largo trabajo se le hace
corto, dice santo Tomás (Opus. 634). Un amor sin límites no tiene medida: todo lo
hace, todo lo sacrifica y no tiene cuenta con nada. Siempre se cree deudor y sólo
busca pagar su deuda. Señales y efectos al mismo tiempo del amor que a Dios
debemos son pensar en Dios, obrar por Dios, sufrir por Dios y morir por Dios: este
amor es el que hizo a los santos.
Al tratar, pues, de explicar la caridad de este virtuoso sacerdote no nos apoyaremos
como en pruebas sólidas en los milagros, ni en otros dones extraordinarios de que
están llenas las vidas de los santos, porque sabido es que no consiste en ellos
precisamente la perfección, que se puede ser santo sin ellos y que no todos los que los
tienen lo son. San Pablo lo supone cuando dice que todas esas cosas cesarán; pero que
la caridad no tendrá fin. Charitas numquam excidit. Jesucristo lo dice claramente
cuando declara que en el último día rechazará a varios de los que han hecho milagros.
Quizás Juan B. de La Salle haya sido favorecido con esa clase de gracias que tanto
aprecia el vulgo y que mira como testimonios de la santidad, pero Dios no nos lo ha
dado a conocer. Si los que tuvieron el conocimiento y la dirección de la conciencia del
104 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

siervo de Dios nos hubiesen legado algunas noticias, o si él hubiese dejado escapar
algunas de estas cosas al hablar con ciertos de sus más queridos discípulos, sin duda
que tendríamos con qué enriquecer su historia,
<2-270>
contando menudamente las comunicaciones con que Dios le favoreció; mas no: su
interior, como el de infinidad de otros santos, sólo será manifestado en el último día;
hasta entonces permanecerá oculto y desconocido.
Nada se podría decir del señor de La Salle si sus continuos ejemplos de virtud no
hubiesen tenido numerosos testigos. Pero si han podido referir lo que han visto, nada
pudieron descubrir de lo que pasaba en su interior, porque continuamente se
esmeraba en tenerlo oculto. Jamás se le escapó una sola palabra que pudiese darlo a
conocer en lo más mínimo. El silencio eterno e inviolable que guardaba sobre cuanto
le interesaba, no permitió a nadie penetrarlo. Como se dijo en el prólogo, ni por
referencias de sus directores, ni por sus manuscritos conservados, ni por confidencias
hechas a hurtadillas a sus íntimos, podemos hablar de su interior. Sólo sabemos de él
lo que nos dicen sus acciones, y no sabríamos nada si no hubiese tenido por testigos
durante cerca de cuarenta años a aquellos con quienes vivía, y que pueden aplicar a su
relación estas palabras del discípulo amado: Lo que oímos, lo que vimos con nuestros
ojos, lo que miramos y palparon nuestras manos, eso es lo que referimos.
Testimonio irrefutable que nadie podrá condenar de sospechoso, ni de prejuicio, ni
de ilusión, ni de falsedad, a no tratar de mentirosos a los testigos. Pero ésta sería una
acusación que se podría aplicar del mismo modo a todas las historias del mundo.
Parándonos, pues, sólo en los hechos y en las acciones, vamos a juzgar su caridad con
Dios y con el prójimo por los efectos, que son su verdadera señal y su prueba
evidente.

ARTÍCULO PRIMERO

Primera señal de la eminente caridad del señor de La Salle.


Su amor a Dios y a las cosas santas

En las instrucciones que compuso este santo Fundador para los Hermanos sobre
asuntos de religión, pone en la explicación del primer mandamiento cinco señales del
verdadero amor de Dios: la primera es pensar a menudo en Él; la segunda, hablar de
Dios con frecuencia u oír hablar de Él con gusto; la tercera, fidelidad en cumplir con
los deberes propios y en hacer la voluntad de Dios en todas las cosas; la cuarta, un
corazón benéfico para todo el mundo, sobre todo para los enemigos, y la quinta, el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 105

ejercicio del amor de Dios con actos frecuentes y continuas aspiraciones. Hablaba de
la abundancia de su corazón en esa materia más que en cualquiera otra, y se retrataba
a sí mismo al referir los caracteres de la perfecta caridad. La experiencia lo
demuestra. Cuando el amor se enseñorea del corazón, se hace dueño del
entendimiento, y dispone en igual forma de los pensamientos del uno como de los
deseos y de las inclinaciones del otro. Siempre se piensa en lo que se ama, se piensa
mucho en lo que mucho se ama y el que ama ardientemente piensa de continuo en la
cosa amada. Establece el amor entre el corazón y el entendimiento una correspondencia
tan exacta que el medio seguro para conocer lo que uno ama es saber en lo que se
entretiene a pensar con más gusto y más frecuencia.
Con dificultad se aparta el pensamiento del objeto que nos atrae. La medida justa
de las afecciones
<2-271>
es la continuidad del pensamiento. Vis nosse quid amas, attende quid cogitas (In
ligno et via trac. de carit., c. 4. «¿Quieres conocer lo que amas? Considera lo que
piensas».), dice San Lorenzo Justiniano.
«¿No os parece —dice con mucha razón Ricardo de San Víctor en la admirable
explicación de los grados de la perfecta caridad— que el corazón está herido de veras
cuando la llama del amor divino penetra hasta la medula del alma, se apodera de todo
su ser, ocupa de tal modo sus pensamientos y los une tan estrechamente con el amado
que no le puede olvidar, ni pensar en otra cosa? Hable de lo que quiera o haga lo que le
parezca, siempre le tiene presente delante de los ojos de su alma, en su imaginación
tiene grabada su imagen y de tal manera le tiene presente en su memoria que, aunque
de todo se olvide, nunca se olvida del amado. De día y de noche, en vela o soñando, en
él se ocupa solamente, porque de él está como empapado» (De gradibus violentae
charitatis, c. 4).
Y como el tener fijo y continuo el pensamiento en Dios es efecto de fervorosa
caridad, midamos la de La Salle por el cuidado, y si se puede hablar así, por la pasión
que tuvo de ocuparse sólo en Dios. De ahí tomaba origen la afición grandísima que
sentía a la soledad y al silencio.

§ 1. Afición grande que sentía el señor de La Salle a la soledad,


a la vida oculta y al silencio
El señor de La Salle era uno de esos reyes de los cuales habla Job (Job 3, 14),
quienes, dueños de sus pasiones y elevados sobre los deseos terrenos, saben
edificarse soledades dentro de sí mismos y allí retirarse con Dios. Así que se hubo
aligerado del peso de las riquezas y despojado de todo, para correr con más facilidad
en pos de Jesucristo, se internó en la soledad que para sí había edificado en el
huertecito que había alquilado, donde procuraba hacerse invisible a todos sus
Hermanos, amigos y paisanos. Era preciso sorprenderle para encontrarle, y acechar
106 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

los momentos para hablarle. Jamás salía sino por necesidad; y el sentimiento que
tenía de volver a aparecer en el mundo, hacía sus visitas semejantes a las de esas aves
de paso que con dificultad se posan en tierra y que sólo se paran un momento. Si
llegaban a sorprenderle sus amigos y podían hablar con él, le tildaban de agreste y
salvaje; pero todo era en vano, pues ni por sus reproches se hacía más familiar ni
complaciente en esto, ni dejaba de sentir vivos deseos de no volver a verlos cuando se
libraba de su visita.
Así pasó los años que corrieron desde el establecimiento de su Instituto en la
ciudad donde nació hasta su salida para la capital del reino. Retirado en Reims como
en una caverna, vivía allí como anacoreta, y tanto cuidado ponía en huir, en la ciudad,
de la compañía de los hombres, como Arsenio lo tenía en su desierto; porque para
pensar únicamente en el Criador no hay que pensar en las criaturas, y el medio de no
pensar en los hombres es el no verlos. Si, a pesar suyo, los hombres venían a
interrumpir su trato con Dios, buscaba en la casa los lugares más retirados para
ocultarse a su vista, y allí sabía esconderse tan bien y tanto tiempo que no le podían
hallar o sólo después de mucho buscarle. No era, más familiar con sus discípulos,
pues fuera de los ejercicios comunes, que regulaba y animaba con su presencia, fuera
de los oficios de caridad que había de ejercitar con ellos, se volvía a sí mismo y a
Dios, entrando de nuevo en el aposento que había escogido para sí, en donde no
habría cabido cómodamente otro compañero con él, y aun él mismo no tenía lugar
más que para arrodillarse.
En París, como en Reims, se manifestó siempre igual, solitario y apasionado por el
retiro. La casa de Vaugirard era, tanto para él como para sus discípulos, lugar de
silencio perpetuo, donde no era permitido abrir la boca sino para alabar a Dios.
Aunque entonces reuniese en su persona los oficios de procurador,
<2-272>
de ecónomo, de superior y de confesor, no por eso estaba menos solo ni andaba
menos recogido, pues la extrema pobreza de la casa le ponía al abrigo de los cuidados
del gobierno doméstico, de la inquietud por la hacienda y de la distracción en los
negocios.
La casa grande, adonde pasó desde la de Vaugirard con su comunidad, no les hizo
perder ni a él ni a sus discípulos el espíritu de recogimiento. La proximidad en que se
encontraba de París no facilitó ni las salidas ni las visitas. Todo su cuidado, allí como
en otras partes, fue el vivir sólo con Dios. El temor que tenía de perder el gusto a la
soledad le llevaba a hacer frecuentes y largos retiros. Los hacía en su casa o con los
Padres Carmelitas descalzos, ya solo, ya con los Hermanos. Eran por lo común de
diez días, a menudo de quince, algunas veces de un mes y más; pero jamás pudo
hartar tan cumplidamente su deseo y afición a la soledad como en la casa de San Yon,
por lo libremente que en ella podía vivir solo con Dios.
Allí, a la puerta de una de las populosas y mayores ciudades del reino, en donde el
comercio atrae a toda clase de extranjeros, vivía oculto y desconocido, como san
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 107

Benito en su gruta. Si tenía que ir a Ruán, encontraba con qué desquitarse de los
atractivos de su querida soledad con los desprecios que no escatimaban a sus
Hermanos y en los cuales le cabía buena parte. Además tenía trato con muy poca
gente, y sólo era conocido de las personas que le habían visto en la compañía de
algunos Hermanos. De modo que las visitas no le importunaban en San Yon, casi
nadie le iba a distraer ni a interrumpir su unión con Dios. Concentrado en su
noviciado y ocupado en la dirección de los novicios, no concluía los actos de éstos
sino para ir a empezar otros en su pobre celda o en la capilla delante del Santísimo.
Solamente la caridad, por la cual sabía dejar a Dios por Dios, tenía poder con él para
sacarle del retiro de su celda y le hacía pasar del silencio y del sosiego al ejercicio de
las obras de misericordia, ocupándole ahora con los enfermos y luego con los presos,
unas veces con los jóvenes pensionistas y otras con los Hermanos.
Cuando la obediencia o algún negocio le arrancaba de su soledad de San Yon, no
era para él pequeña mortificación, y sólo su sumisión al mandato de Dios y la
seguridad de encontrarle en todas partes podían consolarle; esto no impedía que
hiciese de su parte cuanto podía por despachar cuanto antes los negocios que le
habían sacado de su reposo, a fin de encontrarse libre y volver cuanto antes a su
amada soledad. Si alguna causa racional le tenía mucho tiempo ausente de su retiro,
suplía las ventajas de una soledad continua con frecuentes retiros de varios días, en
los cuales procuraba remediar el daño que la distracción de los negocios había podido
causar a su recogimiento y a sus conversaciones con Dios.
Poco faltó para que se dejase llevar de la inclinación vehemente que sentía de
separarse enteramente del mundo, cuando se vio en la gran Cartuja, a donde su
permanencia en Grenoble, que está muy cerca, le había convidado a ir. A la vista de
ese célebre monasterio, santificado desde hace siete siglos por la permanencia y santa
vida de tantos solitarios, le fue difícil resistir a la suave inclinación, que le llevaba a
quedarse en ella.
Durante el tiempo que el señor de La Salle permaneció en ese célebre monasterio,
se puede decir de él lo que san Lucas refiere de san Pablo con respecto a la estancia
que este santo Apóstol hizo en Atenas: Su espíritu le agitaba (Hch 17, 16), y no le
permitía descanso sino en aquel centro del silencio. Al presenciar el recogimiento
de los cartujos no podía contenerse, sino que se sentía poseído de santa envidia y de
vivos deseos de imitar su género de vida para aumentar de este modo con su persona
el número de ellos. Solamente el temor de que su inclinación no estuviese conforme
con la voluntad de Dios, pudo detenerle de llevar a efecto su propósito. Como deseaba
vivamente acertar,
<2-273>
no paró hasta conocer si su piadosa inclinación se veía autorizada por el cielo o si la
aprobaban las personas santas e iluminadas de Dios con celestiales ilustraciones; mas
desistió al momento de su propósito cuando la célebre sor Luisa le aseguró no ser ésa
la voluntad de Dios, sino que siguiese gobernando su Instituto, el cual continuaría
108 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

siendo para él fuente perenne de penas y de cruces hasta la muerte. Escuchó su voz,
considerándola como venida del Espíritu Santo, e hizo a Dios el sacrificio de una
afición que parecía prometerle el maná a su entrada en el desierto.
Por otra parte, pudo quedar bastante satisfecho con el prolongado retiro que hizo en
la montaña de sor Luisa, de donde volvió, cual nuevo Moisés, lleno de luces y con
fervor extraordinario, a la pobre casa de los Hermanos de Grenoble. El mismo Dios
pareció como que quería indemnizar a su siervo del sacrificio que le hizo de su
inclinación a la soledad conduciéndole, después de su vuelta de Provenza, desde París
a San Yon, y dejándole plena libertad de aprovechar esa ocasión para dimitir del
cargo de superior y renunciar a todo cuidado que no fuese el de su perfección.
El viaje que le mandó hacer la obediencia a París por ese mismo tiempo para recibir
el legado que le habían otorgado, y disponer de él a favor de su comunidad, no
interrumpió su soledad; lo que hizo fue cambiarla, haciéndola pasar de San Yon a la
del seminario de San Nicolás del Chardonnet, donde se hizo invisible a sus propios
discípulos y permaneció oculto como el polluelo de la golondrina en su nido. Ya
regresado a San Yon, su soledad aumentó más que nunca, y durante los dos años que
allí permaneció, hasta su muerte, tuvo la satisfacción que deseaba de no tener más
trato que con Dios.
Su afición a la vida oculta correspondía a la que tenía por la soledad. Era difícil
distinguir en qué ponía más cuidado, si en huir de la vista de los hombres o en
desaparecer de su memoria. Aborrecía de corazón la honra, y las muestras de aprecio
y distinción le eran insoportables. Sólo aparecía de buena gana donde le esperaban
desprecios, allí donde le pisoteaban y donde le trataban como la escoria del mundo.
En ninguna otra parte se presentaba como no le llamase alguna absoluta necesidad o
algún deber de caridad o de cortesía indispensable. En vez de introducirse e ir a visitar
a los prelados y a los grandes del mundo, según parecía exigirlo el interés de su
Instituto, evitaba las ocasiones, aun al girar la visita de sus establecimientos.
Al entrar en una ciudad, íbase derecho a la casa de los Hermanos, y salía de ella
después de una estancia más o menos larga, según el número y la importancia de los
negocios, tan ignorado como a su llegada, sin haber hablado a ningún extraño, fuera
de los casos de necesidad.
En uno de los viajes que hizo entró en un monasterio de religiosas para celebrar;
mas como siempre ponía particular cuidado en no darse a conocer, la sacristana, que
ignoraba quién era, le exigió las licencias. Quedó sorprendido el Hermano que le
acompañaba y que había entrado en la sacristía a disponer los ornamentos —mientras
Juan B. de La Salle se preparaba delante del Santísimo Sacramento— de la exigencia
de la religiosa y fue a darle la respuesta. Éste contestó con su acostumbrada
mansedumbre: Bendito sea Dios; no acostumbro a llevarlas conmigo. Pues, señor
—le contestó el Hermano—, no podrá usted celebrar. Alabado sea Dios, contestó de
nuevo el siervo de Dios. Para desquitarse de mortificación tan sensible, pues el dejar
de celebrar un solo día era para él durísimo sacrificio, continuó
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 109

<2-274>
su oración. No obstante esto, satisfecho Dios con la pasada humillación, dispuso en
su sabia Providencia que tuviese el consuelo de ofrecer el Santo Sacrificio. Entró
entonces en la iglesia el capellán del monasterio, que le conocía, y contó luego a la
religiosa sacristana que aquel humilde sacerdote era un santo y grande amigo del
obispo de la diócesis, con lo cual la sacristana, avergonzada, le dio entera satisfacción,
y para desagraviarle le puso para celebrar magníficos ornamentos.
Parece que Dios se complacía en favorecer el espíritu de recogimiento de su siervo
y su amor a la vida oculta con las contradicciones y persecuciones con que permitía
que el mundo le abrumase. En efecto, disgustado el santo varón de no ver en el mundo
más que contradicciones en las obras de Dios y de sufrir de su parte vejaciones
indecibles, si tenía que tratar con él, lo hacía con grandísimo sentimiento y como se
tratan dos enemigos irreconciliables cuando por precisión se han de hablar, con
repugnancia, con fastidio y de prisa. Ésa es la explicación que daba él mismo de su
conducta a los que le echaban en cara el que se hiciera invisible al mundo: ¿Qué
queréis que vaya a hacer en él —contestaba— si constantemente me están armando
lazos? Por la misma razón se ocultaba a menudo en París a la vista de sus propios
discípulos, que no sabían dónde estaba, ni qué había sido de él. Cuando le reprendían
por ello y le preguntaban por qué se ausentaba así de su propia familia, de hijos a
quienes dejaba huérfanos e inquietos por su ausencia, contestaba que la necesidad y la
caridad le obligaban a ello: la necesidad, porque le hacía falta un tiempo de
recogimiento y de retiro para reparar la debilidad del hombre interior; la caridad, para
no atraer a los Hermanos disturbios, disgustos y negocios desagradables. Éste era
también su modo de portarse cuando la persecución pesaba sobre él. Si alguno
demostraba sorpresa, he aquí de qué modo sabía exponer los motivos de su conducta:
Me oculto por dos motivos: el primero, para llorar mis pecados, que me acarrearon
esa persecución; el segundo, para pedir a Dios por mis perseguidores y quitarles con
mi ausencia el objeto cuya presencia ocasiona sus faltas.
Mas como esos frecuentes eclipses del santo Fundador sucedidos en París y en
otras partes encontrasen las mismas causas en Provenza, a donde se había retirado, le
obligaron también a ocultarse allí para sustraerse a la persecución de sus enemigos,
haciéndose invisible a sus ojos; pero el demonio, que era su mayor enemigo y que
sublevaba a todos los demás, supo encontrarle y obligarle a buscar lugar más
desconocido, si quería vivir en reposo. Lo halló, en efecto, en una ermita, cerca de
San Maximino, en donde como saborease el dulce placer de no tener ya que tratar con
los hombres y de ocuparse sólo con Dios, sintiose tentado de quedarse en ella y a
pasar allí lo que le quedase de vida. Es de creer que habría sucumbido a tentación tan
conforme a su amor por la vida oculta si los Hermanos, que luego descubrieron su
retiro, no le hubiesen obligado a volver para seguir con su familia desolada.
Algún tiempo después, conducido por la Providencia a la soledad de Parmenia,
acometiole de nuevo la tentación de ceder a sus inclinaciones al retiro; pero encontró
obstáculo invencible en la oposición de sus discípulos. No tuvo por esto de qué
110 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

arrepentirse, sino motivo de alegría, como ya dije antes, pues llegado a San Yon para
acabar allí sus días, pudo dimitir del cargo de superior, con lo cual se vio libre de toda
otra ocupación que no fuese oración continua y anticipar sobre la tierra la unión con
Dios que había de ir a consumar muy pronto en el cielo. Allí descansaba en Dios
como en su centro, de modo que no podía sufrir la más mínima distracción que le
apartase de Él, sin padecer desoladora violencia; y cuando le instaban a que volviese a
tomar alguna
<2-275>
de las ocupaciones que había dejado, contestaba con gracia: El que no es nada, nada
tiene que decir y no tiene que ocuparse en nada. Me parece —añadía— que lo que
más me conviene es el retiro, el anonadamiento, el olvido del mundo por parte de él y
por mi parte y el entregarme a Dios; eso es a lo que debo atenerme. Según él, las
ocupaciones que había tenido hasta entonces habían turbado su interior, y necesitaba
el tiempo que le quedaba hasta la muerte para reparar esa falta, añadiendo que, pues
Dios se lo daba, había de aprovecharlo. «Tengo una idea muy arraigada —escribía un
día al Hermano Bartolomé, a quien daba cuenta de su interior, como a superior suyo,
después que le hubo hecho elegir—. Una idea me domina, y es que como hace tanto
tiempo he dedicado tan breve espacio a la oración, creo que me conviene emplear en
ella mucho tiempo para conocer la voluntad de Dios en las cosas que debo hacer. Por
ahora lo que más me conviene pedir en ella es que me dé a conocer lo que de mí quiere
Dios, y que me conceda la gracia de estar dispuesto siempre para hacer lo que de mí
exija su santísima voluntad».
No se contentaba con amar la vida oculta, sino que hacía lo posible para inspirar a
los demás la misma afición, y exhortaba particularmente a sus Hermanos a que tan
pronto como se hubiesen desentendido de sus ocupaciones exteriores, volviesen a
entrar prontamente en su soledad, esto es, en sí mismos, a fin de reparar los daños que
la disipación hubiese podido ocasionar a su virtud. Apreciaba enormemente a los que
se portaban de este modo, porque manifestaban —decía él— tener amor a Dios y
deseo de su propia perfección. Quería que apreciasen mucho la gracia que Dios les
había hecho con haberles sacado del tráfago y de los peligros a que viven expuestos
continuamente los hombres en el mundo. Se sorprendía de encontrar algunos
Hermanos con poca afición a vida tan retirada, a la que llamaban tormento continuo;
llegó cierto día a castigar a uno que no debía tener en tanta estima ese espíritu de
recogimiento, por lo cual se compadecía mucho de los novicios porque estaban tan
retirados; el castigo que le impuso fue vivir algunos meses con aquellos cuyo
infortunio deploraba, a fin de aprender de ellos a amar lo que él miraba como un
género de suplicio.
Nada le parecía tan útil para la salvación como el amor al retiro; esto es lo que
procuró dar a entender a una de sus sobrinas, que le había suplicado se sirviese
presenciar su profesión religiosa, al exponerle con sencillez las razones que se lo
impedían. «Querida sobrina —le dijo por escrito—, había contestado a la carta con
que me honraste el día de la Ascensión, pero como no pudo llegar a tus manos te
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 111

mando esta otra respuesta. Mucho te agradezco el que hayas puesto en mi


conocimiento el día de tu profesión, y me uno a la alegría que ella te proporciona y a
tu vivo deseo de consagrarte enteramente a Dios. Es el medio de proporcionarte ya en
esta vida goce anticipado de la eterna. ¡Por cuán dichosa te tengo al deshacerte así de
los cuidados y estorbos del mundo! No dejaré de unir mis oraciones a las tuyas y pedir
a Dios para ti la gracia de hacer bien ese sacrificio. Yo bien desearía poder
presenciarlo, pero dos motivos me lo impiden: el primero es que soy aquí el único
sacerdote para confesar a cincuenta personas, y difícilmente se podría encontrar otro
para esta casa tan distante de la ciudad, lo cual me impide dejarla actualmente; el
segundo es que teniendo un superior, no soy dueño de mí mismo, de modo que te
suplico te contentes con que me una a ese santo acto con la misma intención y santas
disposiciones con que lo harás por la gracia del Señor. Quedo con toda la estima y
<2-276>
afecto posible, etc.».. Así es como el santo sacerdote sabía unir al mérito de las demás
virtudes el de la humildad, haciendo profesión de vivir con la dependencia y
obediencia de un simple Hermano.
Como quiera que el silencio es el amigo del retiro y del recogimiento y el ángel de
la guarda de las comunidades, según se explica santa Escolástica, no se puede
ponderar cuánto lo amaba nuestro santo sacerdote y con cuánta ponderación lo
encomendaba a sus discípulos. El rigor con que observaba el silencio hacía que los
demás le tuviesen por otro Arsenio. Hablaba poco y raras veces, porque decía que el
silencio es medio poderoso para conservar el recogimiento interior, así como la
costumbre de hablar demasiado distrae y hace perder el recuerdo de Dios. Inspiraba
a sus Hermanos la misma estima del silencio, y les encomendaba su observancia con
más rigor, si cabe, que la de las demás reglas, porque ordinariamente no entra la
relajación en las comunidades sino por el desenfreno de la lengua. Era tan rígido
sobre este particular que no podía sufrir se faltase. «Sea muy exacto en guardar el
silencio —escribía a uno de ellos—, es uno de los principales puntos de regularidad
sin el cual una casa cae pronto en desorden. Quizás me diga que tendría gran deseo de
guardarlo; pero que la ocasión en la que se encuentra continuamente de contestar a los
que le preguntan no se lo permite: es disculpa baladí, ¿acaso no sabe en qué ocasiones
ha de contestar y en qué otras ha de callar? Sólo la caridad le debe hacer contestar, y
en cualquiera otra ocasión ha de guardar el silencio». «El silencio —dice en su
Colección— es lo que hay de más apreciable en una comunidad, pues es custodio de
todas las virtudes y obstáculo a todos los vicios, ya que impide las murmuraciones,
las palabras contra la caridad, verdad y modestia, y a él se debe el que todos se ocupen
en cosas necesarias y el que no se disipen con conversaciones demasiado exteriores ni
con palabras inútiles. El que no refrena su lengua no puede ser hombre espiritual, y es
medio seguro para llegar pronto a la perfección el no pecar por su lengua.
Aunque el silencio sea tan necesario en una casa religiosa, con todo, sería poco
fructuoso si sólo fuese exterior y, si al par que uno pone, según dice el Real Profeta
(Salmo 140, v. 25), guarda en sus labios, diese entrada en el corazón a pensamientos
112 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

inútiles, que causan destrozo espiritual tanto más funesto, cuanto menos conocido
es». Por ese motivo añade que el silencio exterior debe ir acompañado del silencio
interior, olvidándose de lo criado para acordarse de Dios y de su santa presencia, pues
ésta ha de ser la ocupación interior del alma. Ése es, en efecto, el mejor silencio, y este
último es el que ha de producir el primero y darle los límites que le convienen para
conseguir excelentes frutos. Esa clase de silencio —escribe el señor de La Salle a una
persona piadosa— ha de ser la herencia del alma verdaderamente solitaria y separada
del amor al mundo; debe permanecer en reposo y callada porque es un medio de
elevarse sin cesar sobre sí misma, y nada hay más peligroso para ella como dejarse
arrancar de esa conversación divina para rebajarse a hablar con los hombres». «Es
tiempo — dice en otra carta a la misma persona— de hablar poco y obrar mucho. Sea
todo su estudio mucho silencio, mucha humildad y mucha oración, pues eso es lo que
Dios quiere de usted: por eso debe pensar poco, desear y saber poco, ése es el medio
de vivir contenta».
Da después a la misma persona, para la guarda del silencio, los siguientes avisos:
«El silencio es virtud muy útil y necesaria para adorar a Dios, para servirle en espíritu
y en verdad, para resistir a las tentaciones y para preservarse
<2-277>
de pecados. Es preciso aprender a callar, a disimular y a hablar bien cuando la
necesidad lo pide, y para no propasarse en este punto procure observar bien las reglas
siguientes:
1. No hable fuera de los recreos, sin mucha necesidad; y en el tiempo mismo de los
recreos, hable poco: su estado presente pide sea fiel en esto, y no debe decir una sola
palabra sobre lo que pasa, pero no olvide que su silencio no debe ser altanero.
2. Cuide bien de no justificarse en nada; confiese al contrario su culpa, pero sin decir
mentira alguna, y guarde silencio en todo, cuando no pueda hablar sin justificarse.
Nada veo en usted que le dé lugar a hacerlo.
3. Jamás hable de los negocios de la casa, ni de lo que crea se haga en ella contra el
buen orden; en este caso se contentará con encomendarlo a Dios, y cuando se hable de
negocios y cosas indiferentes, jamás diga su parecer, y eso en vista de su escaso
entendimiento.
4. Permanezca siempre callada en las ligeras contrariedades que los demás le
ocasionen, y Dios solo sea testigo de su inocencia.
5. Por fin, si después de haber sido reservada dice luego lo que le costó trabajo
guardar, y si habla hasta de las gracias que Dios le hubiere concedido, perderá el fruto
de su silencio y deberá imponerse una penitencia».
Éstas son las reglas santas que daba a esa persona para no pecar de palabra. Son las
mismas que dio a sus Hermanos y que observan aún con mucho cuidado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 113

§ 2. Amor extraordinario que tenía a la oración mental


el fundador de los Hermanos

I. Segunda señal del grande amor de Dios del santo: su espíritu de oración
Si el amor divino, celoso del corazón del hombre, le lleva al apartamiento de las
criaturas y le enseña a labrarse en su interior la soledad, es para que en ella encuentre
con más seguridad a Dios y se una a él con más facilidad. Huir del trato con los
hombres para vivir con más libertad, o para entretenerse con sus propios
pensamientos, o para entregarse a la inacción o a ocupaciones agradables, es cultivar
el retiro sin ningún mérito, como filósofo o misántropo, por amor propio, por pasión o
capricho. Alejarse del mundo por no poder granjearse la estima de los hombres, por
no poder figurar a gusto, ni presentarse en él sin desagradarle, es eludir su trato por
tristeza, despecho o desesperación. Retraerse de las compañías por aburrimiento,
interés o melancolía, es mal humor. Sólo, pues, la caridad da mérito al retiro y
santifica el divorcio con el mundo. Si ese instinto celestial le lleva a la soledad,
solamente es con la mira de remplazar la ausencia de las criaturas con la presencia del
Criador. Los que aman desean con ardor ver los objetos de su amor, escucharlos y
conversar con ellos. Su ausencia los aburre, los aflige y les hace sufrir. La presencia
del objeto amado les encanta, y le esperan con tanta impaciencia cuanto es el amor
que le profesan.
Eso es lo que producía en los santos el deseo insaciable de la oración. Cuanto más
pura y ardiente era su caridad, más viva y violenta era la pasión que los llevaba a la
conversación con Dios. El espíritu de oración aumenta o disminuye según aumenta o
disminuye la caridad. La oración de los primeros cristianos, cortados según el modelo
de los Apóstoles, era casi continua porque su fervor era grande. Si el espíritu de
oración está hoy casi apagado, hay que atribuirlo a la disminución de la caridad que
ya había anunciado Jesucristo.
<2-278>
El amor de Dios, al mismo tiempo que produce vivo deseo de poseerle, inspira afición
a la oración, con la cual en la tierra nos consolamos de la ausencia de Dios pensando
siempre en Él.
De modo que la oración es a la vez elemento, alimento y centro de las almas puras
que buscan en ella su descanso, su vida, su sostén. No pueden resolverse a dejar a
Dios como no sea por Dios, y de las obras de caridad más excelentes vuelven a la
oración con la avidez con que vuelve el pez a zambullirse en el agua, su elemento. El
santo autor de la Imitación, hablando de los antiguos solitarios, dice que las horas y
los días se les hacían cortos, y la dulzura de la oración les privaba del sentimiento de
las necesidades corporales. Es verdad —añade— que vivían alejados del mundo,
pero estaban bien pagados de esa ausencia por su familiaridad con Dios y con la
abundancia de sus favores (Imit., L. I, c. 18).
114 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

San Antonio y muchos santos pasaban las noches de claro en claro en fervorosa
oración, con tan admirable suavidad, que el sol al ponerse los dejaba orando y les
sorprendía por la mañana, al salir, en el mismo dulcísimo ejercicio. ¿En qué se
ocupaban esos santos, enemigos del trato con los hombres y más apartados de ellos
que las fieras, con las cuales vivían en los bosques o en las cavernas de los montes?
Ocupábanse agradablemente en Dios y con Él conversaban de continuo, y tanto se
habían hecho a esto, que sentían verdadera necesidad de contemplar su hermosura
infinita. Eso dice san Agustín (L. de moribus Ecclesiasticis, c. 31, 32) en el panegírico
que de ellos hace. San Crisóstomo da de ellos este testimonio (Homil. 69-70, in Mat.
Homil. 44, in Epíst. I ad Timoth.). «Establecen —dice ese Padre— su morada en los
desiertos y sobre los montes, en donde toda su ocupación es conversar con Dios,
alabarle, bendecirle, amarle y rendirle acciones de gracias por sí y por los demás
hombres. Para eso se levantan de noche, y para hacerlo con más prontitud duermen
vestidos, y el sueño que toman es corto y ligero, porque el sumo respeto que tienen a
Dios les impide dormir sueño profundo». Tan admirable espíritu de oración no se
limitó a los primeros siglos, y no se ha encerrado en los desiertos ni en las soledades;
por la fe se abrió camino al través de los siglos; y en todos los tiempos y en todos los
lugares se han encontrado siempre fervientes cristianos de todas las edades, de todos
los estados y condiciones, que lo han cultivado con cuidado. Los santos hicieron de
ella el pan de cada día y el alma de sus ejercicios. Y tanto en ella como en lo demás, el
santo Fundador se esforzó en imitarlos.
Su vida fue de continua conversación con Dios. Al salir del seminario de San
Sulpicio ya era hombre de oración, y cultivó durante su vida ese ejercicio con
muchísimo cuidado, conforme había aprendido en aquella casa. A medida que iba
recibiendo las órdenes, acrecentaba la oración y los ejercicios de piedad. Para darles
más tiempo se hizo más amigo del retiro y más enemigo de las visitas (Imit., L I, c.
20). El curso de los estudios, que seguía entonces en la Universidad de Reims, no
entorpeció para nada sus ejercicios de devoción, ni enfrió el cuidado que tuvo
siempre en hacerlos bien. De modo que, según el consejo que el seráfico padre san
Francisco daba a sus hijos, el amor al estudio en nada perjudicó ni disminuyó su
afición a la oración. Conoció el secreto de hermanarlos tan bien que, en vez de
combatirse y destruirse, se daban la mano para impulsar a su alma por el camino de la
perfección. Estudiaba con espíritu de oración, y se daba a la oración con más afecto
cuando había estudiado bien. Y es que no buscaba más que la ciencia de los santos, y
el único fin de sus estudios era la gloria de Dios. Si el estudio distrae y apaga
insensiblemente el espíritu de piedad, es porque tiene por principio el amor propio y
por fin la vana gloria. El señor de La Salle, aunque adelantaba y crecía en el espíritu
de oración a medida que adelantaba en
<2-279>
las órdenes, cuando se vio elevado al diaconado, diose con particular fervor a la vida
interior y a ese mismo espíritu de oración. Como se hallaba cerca del término a donde
conducen las demás órdenes, dispuso en su corazón subidas, según la expresión del
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 115

Rey Profeta, para ascender al sacerdocio. Esas subidas o escalones fueron mayor
retiro, más profundo recogimiento, mayor asiduidad al coro y demás deberes que
tenía como canónigo, y más larga oración en casa.
Ordenado de sacerdote, diose desde luego a conocer como hombre dado del todo a
la vida interior, apartado del mundo, entregado del todo a Dios y diligente y
cuidadoso por guardar su alma con tal pureza de vida y continuo recogimiento que
estuviese dispuesto, en cada instante, para poder subir dignamente al altar santo.
Celebraba cada día el santo sacrificio de la misa y cada vez con mayor devoción y
piedad, y para poder hacerlo así alimentaba la devoción con el ejercicio de la oración
prolongada todo el día. Los ejercicios de piedad, mezclados con las obras de caridad,
ocupaban el espacio de tiempo que le dejaban libre su oficio de canónigo y el
ejercicio del sagrado ministerio. Al verle así, siempre ocupado con Dios y por Dios, la
ciudad de Reims admiraba en ese joven sacerdote al ministro que a todos pareció
perfecto al salir de las manos del prelado que le había ordenado, y que demostraba
bien, por el modo con que asistía al coro y se presentaba en el altar, que no dejaba su
conversación con Dios aun cuando saliese de la iglesia. Desde entonces su
conversación empezó a no ser como la de los hombres comunes, sino como la de los
ángeles en el cielo o la de los varones perfectos en la tierra (Imit., L. IV, c. 5). Ése es
el plan de vida que traza en dos palabras el autor de la Imitación a todos los sacerdotes
de la nueva alianza y que nuestro Fundador siguió a la letra. Al ocultarse a las visitas y
a las conversaciones inútiles, se dio tan del todo al trato y conversación con Dios que
parecía absorto y a menudo arrebatado y como en éxtasis, sobre todo al volver del
altar.
Lleno del Espíritu Santo que había bajado sobre los apóstoles en el día de
Pentecostés, pareció decir con ellos: Por lo que a nosotros toca, nos aplicaremos a la
oración y al ministerio de la palabra (Hch 6) He aquí el patrimonio de la vida de un
sacerdote: la oración y el ejercicio del ministerio. Y como quiera que en esto se
ocuparon los apóstoles desde la fundación de la Iglesia, los sacerdotes que se dedican
a otras cosas y truecan por otras estas ocupaciones propias suyas, degeneran de la
virtud de sus padres y maestros y pierden el espíritu de su vocación. Somos cristianos
para nosotros —decía San Agustín a su pueblo— y sacerdotes para vosotros. De
modo que tenemos obligación de trabajar para salvarnos a nosotros y a vosotros.
En vano seríamos santos si no os fuésemos útiles, y vanamente os seríamos utiles si
no lo fuéramos para nosotros mismos. Pero el medio seguro y casi único de
santificarse y santificar a los demás es el espíritu de oración. Sin él, el ministerio no
santifica ni al ministro ni a los fieles. Sin él, el ministro permanece árido como árbol
cargado de hojas pero sin fruto. Sin ese espíritu de oración podrá hacerse mucho
ruido, pero se producirá poco fruto.
El sacerdote que se dedica exclusivamente a la oración descuidando el ejercicio del
ministerio será puro contemplativo, por no decir piadoso holgazán. Está entonces
expuesta su virtud a reducirse a un simple discurso o ejercicio del entendimiento, es
fácil que se entretenga en la oración en discurrir y aprender; de temer es que se llame
116 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

virtuoso y dado a la oración, y no sepa más que la teoría de la una y de la otra, sin tener
la práctica. Pero si al ejercicio del ministerio no precede, acompaña y sigue la
oración, hará del ministro un disipado, derramado a lo exterior, sin unción, que se ve
privado de muchas gracias. Posible es que esté trabajando y sudando sin allegar nada,
y que a la hora de la muerte se vea precisado a decir a Jesucristo con los apóstoles:
Toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido. El santo Fundador
supo unir tan bien el hábito de la oración con la práctica del ministerio,
<2-280>
que fue al mismo tiempo uno de los hombres más recogidos y asiduos a la oración, y
uno de los sacerdotes más activos y celosos que se hayan visto en su tiempo.

II. Efectos admirables del sublime espíritu de oración en el señor de La Salle


En el santo y casi continuo ejercicio de la oración fue donde encontró la grandeza
de alma que se necesita para la ejecución de la empresa a que Dios le llamaba. El
espíritu de oración fue el que le elevó por encima de todo respeto humano y le hizo
despreciar con brío el qué dirán, los alborotos populares, las contradicciones de su
familia, las reprensiones de sus amigos y la pública vocería, cuando trató de asociarse
a media docena de maestros de escuela pobres y de humilde origen. En esa íntima
comunicación de su alma con Dios fue donde su corazón supo fortalecer, y aprendió a
arrostrar la extraña repugnancia que experimentaba, en el fondo de su naturaleza, a
juntarse con personas que tenían tan poca relación con él, y vencer su delicadeza
natural que al principio encontró verdadero tormento en el alimento de sus
compañeros. La asiduidad en la oración fue la que facilitó el valor heroico que pedía
de él el Espíritu Santo, para hacer el sacrificio de su canonjía y de su patrimonio, y
hacerse pobre en favor de los pobres.
Si ese sacrificio que exige Jesucristo en el Evangelio a los que quieren ser
perfectos, tan común en la Iglesia por espacio de muchos siglos, y ya tan escaso y
difícil en el nuestro por la oposición de los parientes y de las costumbres locales, es
efecto de la eficacia de la oración y de la súplica, también podemos decir que el grado
eminente de oración que le siguió fue mérito y recompensa de ese sacrificio.
En efecto, después que el santo Fundador hubo ofrecido a Dios dicho sacrificio,
encontrose en lo restante de su vida en ese estado bienaventurado y sublime del alma
libre (Imit., L. III c. 26), al cual, como dice el autor de la Imitación, se llega por la
oración antes que por otros medios, y que es, según el mismo autor, efecto de la virtud
consumada, que tiene el privilegio de mantener el alma empapada en las cosas del
cielo y entregada a ellas, y pasa por los cuidados de este mundo sin preocuparse por
ellos, y esto no por simpleza ni insensibilidad, sino con la elevación y vuelo del alma
libre y desprendida que se sobrepone a todas las aficiones desarregladas. Dios le puso
de tal modo al abrigo de los cuidados de esta vida (para seguir hablando con el
lenguaje de la Imitación), que lejos de embarazarse en ellos ni siquiera paraba en ellos
la atención. Su alma amaba al cuerpo sin estarle sujeta y sin parar atención a sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 117

cuidados. El beber, el comer, el vestir y las demás cosas que sirven al mantenimiento
del cuerpo éranle verdadera carga. El mismo uso que hacía de ellos servía para
fomentar su trato con Dios, alimentando su espíritu de penitencia y de mortificación.

III. Su asiduidad al rezo y a la oración


Desde entonces se le vio, siempre alegre y siempre contento, orar sin intermisión,
según el consejo que el apóstol san Pablo da a los Tesalonicenses (1 Tes., 5, 16 y 17).
En efecto, lo uno sigue a lo otro; la oración asidua produce la alegría. Dios hace
disfrutar las delicias del corazón contento, al alma que está en continuo trato con Él,
por medio de la oración, y que no le rehúsa nada de lo que la pide, ya que a Dios
contenta, y le hace gustar los placeres que en vano se buscarían entre los que da esta
vida. ésta es la fuente y manantial perenne de deleites para los bienaventurados en el
cielo y para los justos que se dan a la oración en la tierra: ocuparse en Dios, llenarse y
como empaparse de Él. Eso es lo que experimentaba el señor de La Salle, y tal
experiencia aumentaba su solicitud para economizar, con santa avaricia, todo el
tiempo que podía para darlo a la oración. Se aplicaba a ella con esa constancia y ese
santo apresuramiento que el Apóstol encomienda a los Colosenses (Col 4, 2). No
bastándole el día, prolongaba su oración hasta muy entrada la noche; y no pocas veces
pasaba noches enteras a imitación de su maestro, consagrado a ese ejercicio;
<2-281>
perseveraba así como los primeros cristianos en oración continua, la cual empezaba
con el día y no acababa con él. Si pasaba, como Jesucristo, una parte del día en servir
al prójimo, consagraba las noches, o parte de ellas, a orar. La oración es, en efecto, el
descanso de los varones apostólicos: cobran en ella nuevas fuerzas para trabajar en la
salvación de las almas.
Parecía que el santo sacerdote, en su más florida juventud, quería disputar a Ana,
hija de Fanuel, la alabanza que la Sagrada Escritura dedica a su perseverancia en la
oración en la edad más avanzada. Esta venerable viuda —dice el sagrado texto—,
como de ochenta y cuatro años, no salía del templo, sirviendo día y noche con ayunos
(Lc 2, 37). Admirable fervor que se renovaba a una edad que parecía dar derecho a
dispensarse de todo trabajo, y a aguardar la muerte en un dulce reposo. El santo
sacerdote siguió ese ejemplo en su juventud y en su ancianidad. Juntando el ayuno a
la oración y las mayores austeridades a los laboriosos ejercicios del ministerio,
empezó esa vida de penitencia y de oración que sólo terminó con la muerte.
En los primeros años del nacimiento de su Instituto, de día oraba en su casa con sus
discípulos o en particular, y la noche la pasaba secretamente delante del Santísimo, y
a los pies del sepulcro de san Remigio, mientras los Hermanos iban a tomar su
descanso. De modo que éstos, al verle ir por la mañana el primero a la oración, ni
siquiera sospechaban que hubiese pasado encomendándose a Dios las horas que ellos
habían consagrado al sueño.
118 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

¡Cuánto tiempo y cuántas veces supo engañarlos santamente de este modo,


dejándoles creer que, si era el primero en acudir a la oración común, debíase a que
había sido el más diligente en levantarse de la cama e ir a ese santo ejercicio! Pero a
pesar de esto, sus discípulos descubrieron al fin la verdad; reconocieron que era el
primero a quien se encontraba en el oratorio por la mañana porque había pasado allí la
noche, o porque se había adelantado a ellos varias horas en la oración. La oración era
también su refugio en todas las circunstancias en que necesitaba las luces del Espíritu
Santo. Con Dios era el primero con quien trataba sus proyectos, y no emprendió
nunca cosa alguna sin que de antemano acudiese al sagrado Tabernáculo a
consultarlo con Dios en la oración, para conocer su divina voluntad o implorar su
asistencia.
En los peligros, penas, infortunios y persecuciones acudía siempre a Dios, y la
oración era su única arma defensiva contra sus enemigos. Cuando los peligros eran
mayores y más terribles las persecuciones, el único medio que empleaba para
alcanzar de Dios que le fuese más propicio y los hombres más favorables era la
oración asidua y más larga que de costumbre, oración de varios días o de varios meses
acompañada del ayuno y de la penitencia.

IV. Cómo acudía a la oración en todas sus necesidades


y en todas las circunstancias
Si quería alcanzar de la bondad divina alguna gracia para su Instituto, entraba, cual
otro Moisés, en el interior del desierto, esto es, en largo retiro y conversación con
Dios, que duraba tanto como lo merecía el negocio, o le consagraba el tiempo del
sueño, contra el cual luchaba con todas sus fuerzas.
Así lo hizo durante un año, o poco menos, para alcanzar de Dios una casa
noviciado. Sucedía algunas veces que el sueño, más poderoso que él, le cerraba
insensiblemente los párpados, pero entonces se veía a la naturaleza vencida ceder a la
fuerza mayor del sueño, pues se le encontraba tendido sobre la desnuda tierra en tal
postura que manifestaba bien a las claras que no se había puesto de propósito a
dormir, sino que le había sorprendido el sueño y que dormía a pesar suyo.
Finalmente, por medio de la oración llevaba a cabo sus empresas y triunfaba de las
persecuciones que el infierno le suscitaba. Tenía a menudo en la boca, y muy
hondamente grabada en el corazón, esta máxima, que repetía con frecuencia en
cualquier
<2-282>
circunstancia o negocio que llevase entre manos: Es preciso orar mucho para
conocer la voluntad de Dios y alcanzar su auxilio.
Si el Hermano Bartolomé, su sucesor en el gobierno del Instituto, pudo permanecer
en la casa, se debió a las oraciones del señor de La Salle, pues los Hermanos antiguos
eran de parecer que se le despidiese. Y lo que es más aún: habían ya resuelto que el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 119

Hermano saliese al día siguiente, como habría sucedido, a no haberlo estorbado el


señor de La Salle, que había pasado por esto toda la noche en oración. He aquí de qué
modo sucedió el caso.
Al tiempo que los maestros de escritura de París habían cogido y confiscado todos
los muebles de las escuelas gratuitas, y que varios de los antiguos Hermanos,
consternados por tantas adversidades que sin cesar afligían a la obra, buscaron fuera
de su estado vida más suave y más tranquila, cediendo a la persecución, recibió el
Hermano Bartolomé la noticia de la muerte de su padre, y con ella la promesa de que
se le conservaría en el empleo y pensión que tenía su padre, si se comprometía a
dirigir la escuela que dirigía éste. Los antiguos Hermanos deseaban desprenderse del
Hermano Bartolomé, porque tenía enfermedades peligrosas y considerables; por eso
aprovecharon contentos esta coincidencia para despedir de manera tan honrosa a un
hombre cuya virtud estimaban, pero cuya mala salud les inspiraba serios temores.
Para recabar del señor de La Salle que se adhiriese a su parecer, consultaron a los
médicos para saber si había remedios específicos y propios para curar los humores
fríos de que padecía ese Hermano. La respuesta fue que la curación era insegura, con
lo que lo mejor y más seguro para él y el Instituto naciente era despedirlo. Dijéronlo al
santo Superior, esforzándose en probarle la necesidad de seguir tan cuerdo aviso, que
a la vez libraba a la casa de un hombre sujeto a enfermedades cuyas consecuencias
serían de sentir, y aseguraba al doliente pan y colocación ventajosa para lo restante de
sus días. Viendo el prudente Superior a los Hermanos antiguos resueltos a despedir a
un individuo que a su juicio sería de mucho provecho a la nueva congregación, no
quiso al principio ni consentir en su deseo ni contradecirles, según su acostumbrada
máxima de no determinar nada por sí mismo y de no oponerse al común parecer de
sus discípulos. Pero viéndoles siempre firmes en su resolución de desembarazar la
casa de quien tarde o temprano vendría a ser una carga para ella, cedió a sus
instancias, aunque con gran repugnancia y con el secreto deseo de conservar al
Hermano.
Tomada esta resolución, dieron orden al mismo Hermano que después me contó
este caso, de arreglar la ropa y despedir al día siguiente al Hermano Bartolomé. Mas
el Fundador, que no había consentido de corazón, no podía resolverse a perder sujeto
de tales prendas, y para estorbar la salida pasó la noche en oración. El Hermano
encargado de abrir la puerta y de despedir al Hermano Bartolomé fue a la mañana
siguiente por las llaves al cuarto del señor de La Salle, pero notó que el siervo de Dios
no se había acostado en toda la noche y que la había pasado en oración. Oración tan
larga y fervorosa hizo desistir al Hermano del proyecto que llevaba entre manos;
entre tanto, el santo Fundador llamó al Hermano Bartolomé y platicó con él
largamente, encontrándole en tan santas disposiciones que no pudo resolverse a echar
de su casa a un hombre que sacrificaba gustoso su pequeña fortuna para poder
permanecer allí. En efecto, el piadoso Hermano escribió al punto una carta en la cual
manifestaba que renunciaba al puesto de su padre. La historia de la vida del Hermano
Bartolomé, que fue en el generalato el sucesor del santo Institutor, nos enseña que
éste obró por inspiración de Dios al no consentir la pérdida de tan excelente sujeto.
120 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

En otra ocasión el mismo Hermano sorprendió otra vez al santo varón en una de
esas
<2-283>
oraciones que ocupaban toda la noche. «Sucedióme —dice este Hermano— necesitar
cierto día muy temprano las llaves de la casa, y como el Superior no había dormido en
el dormitorio común, fui por ellas a su cuarto. Llamé, y no me respondió; vínome
entonces curiosidad de mirar por el agujero de la cerradura y vi, por un lado, el
reclinatorio tirado por el suelo, y por otro, a él tendido en tierra dormido, vencido sin
duda por el sueño. El Hermano Lázaro, que había de salir conmigo, le vio también en
aquel estado. Le habríamos dejado si la necesidad de salir cuanto antes no nos hubiese
obligado al llamar más recio. Despertado entonces por el ruido, se puso en pie,
levantó el reclinatorio y nos abrió, haciendo como que se levantaba de la cama, sin
dar ninguna señal de que no se había acostado ni sospechar que lo supiéramos. Por
nuestra parte, no tuvimos menos cuidado de ocultarle el estado en que le habíamos
visto, pues si hubiésemos llegado a decírselo le habría sabido mal. Con todo, no
pudimos contener la sonrisa uno y otro al mirarnos, muy contentos ambos al ver que
no se había incomodado».
El siervo de Dios era tan amigo de la oración que cualquier lugar le venía bien para
atender a ella, incluso las mismas calles de París. Fuera, lo mismo que en casa, en las
plazas públicas, como a los pies del crucifijo, su semblante retrataba al hombre
recogido, y que no pensaba más que en Dios. El rosario era la oración ordinaria que
rezaba al ir por la ciudad, y quería que sus discípulos, a imitación suya, se impusiesen
la obligación de orar en todas partes y de andar con el rosario en la mano, los ojos
bajos, el corazón en el cielo, como san Félix de Cantalicio, capuchino. Al encontrarse
cierto día por París con el Hermano ecónomo, que al ir a buscar provisiones parecía
no llevar el pensamiento recogido en Dios, le preguntó dónde tenía el rosario,
mostrándole él el suyo que llevaba en la mano. Lo rezaba siempre y andaba con tanta
modestia y recogimiento, que admiraba a los que le encontraban.
En lo que interesaba al bien del Instituto, asociaba los Hermanos a sus oraciones:
mandaba oración continua, que empezaba para ellos con el día y que para él no
concluía con la llegada de la noche. Dos Hermanos, de rodillas ante el altar, pedían a
Dios misericordia, en nombre del Instituto; y relevándose los unos a los otros, aun
durante la hora de la comida y del recreo, hacían a Dios suave violencia, suplicándole
les fuese propicio y desarmase a sus enemigos. Ese concierto de oraciones
extraordinarias duraba a veces ocho días enteros, y se repetía a menudo, porque
furiosas tempestades amenazaban a menudo esa frágil navecilla con próximo
naufragio.
Cuando más adelante los negocios y los cuidados multiplicados hurtaban al siervo
de Dios el tiempo ordinario que consagraba a la oración de cada día, lo suplía durante
la noche con puntualidad, y se resarcía no pocas veces con usura de estas pérdidas del
alma, a expensas del sueño, llegando a pasar la noche entera en conversación con
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 121

Dios. He aquí el testimonio que dio en este sentido un piadoso canónigo que vivió
algún tiempo con él. «Mientras practicaba —dice— unos ejercicios bajo la dirección
del siervo de Dios, que vivía con los Hermanos en la calle de la Princesa, en París,
tenía mi habitación más allá del oratorio; tuve necesidad de levantarme por la noche,
y al pasar por delante del oratorio encontré al santo varón postrado en tierra, y no
dudo que habría pasado en él toda la noche. Le dejé cierto día a las seis de la tarde de
rodillas junto a su mesa, y le encontré en la misma postura y en el mismo sitio a las
cuatro de la mañana, al día siguiente».
<2-284>
No fue este canónigo ni el primero ni el último testigo de tan larga oración. Además
de los antiguos Hermanos, otras varias personas aseguraron haberle visto pasar
noches enteras en oración. El medio de que se valía para ocultarlo era irse a tomar el
descanso cuando para la comunidad se acercaba el momento de levantarse; aparecía
entonces con los demás a toque de campana a la oración en común, persuadido de que
los Hermanos que se levantaban entonces de la cama creerían que también él venía de
dormir.

V. Sentimiento que experimentaba cuando le distraían en la oración


Para darle gusto no había que distraerle cuando estaba en oración. Parecía que le
arrancaban del descanso cuando venían a importunarle fuera de propósito y turbarle
la conversación con su amado. Necesitaba entonces toda su mortificación para no
quejarse, o no demostrar sentimiento. Alguna vez el disgusto llegaba a arrancarle
algunas reprensiones amorosas. Así lo experimentó un Hermano que encontró cierto
día a La Salle pegado el rostro al suelo, anonadado y abismado delante de Dios. De
seguro que en aquel feliz momento estaría en las bodegas del sagrado Esposo,
saboreando a su gusto ese vino y licor que hace sabios a los que embriaga, pues le
costaba trabajo volver en sí; parecía absorto, y su semblante encendido manifestaba
el descontento que se le causaba al obligarle a salir de ese dulce reposo que disfrutaba
entre los brazos de su amado, o más bien de que le sorprendiesen en ese estado de
fruición y de divinos abrazos. Era ordinario verle demudado el semblante y
encendido el rostro, al acercarse al altar para celebrar o al visitar el Santísimo
Sacramento, y aun muchas veces en la oración ordinaria, y cuando se recogía
interiormente.
Yendo otro día de París a Reims con el siervo de Dios, uno de los maestros de
escuela de Boloña, llamado Vigneron, recibió orden de La Salle de adelantarse algo
para dejarle rezar con libertad el Oficio divino. Anduvo el joven solo buen rato; pero
aburrido de la ausencia del santo varón, se detuvo para esperarle y ver dónde estaba;
mas no pudiendo divisarle, retrocedió. Después de haber desandado algo del camino,
le vio a lo lejos en la postura de un hombre que está en oración. Habiéndose acercado
algo más, le vio en pie, vuelto el rostro al cielo como si estuviese en éxtasis. Asustose
de tal espectáculo, que habría sorprendido agradablemente a cualquier otro, y para
122 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

salir del miedo sacó al santo sacerdote de su arrobamiento, tirándole del manteo. No
podía agradar tan intempestivo servicio a quien parecía gustar algo de las delicias del
lugar que estaba contemplando con la vista, así es que reprendió al importuno
diciéndole: Os había dicho que fueseis siempre adelante. Este pobre Hermano, en
lugar de aprovecharse de hecho tan edificante, quedó tan asustado del arrobamiento
que presenció, que se separó del Fundador para siempre, al dejar su vocación. El
santo varón supo que quería casarse; le escribió para disuadirle de ello y le aseguró
que Dios no bendeciría su matrimonio. No se aprovechó de este consejo, pero tuvo
tiempo de arrepentirse y hacer penitencia; porque su mujer se quedó ciega y varios de
sus hijos nacieron con enfermedades o las contrajeron más tarde, como lo manifestó
el infortunado padre al señor obispo de Boloña, a quien mostró las cartas del siervo de
Dios.

VI. Por qué no se puede dudar de la sublimidad de su oración


Aunque nada cierto podemos decir sobre el modo de oración del santo sacerdote,
pues ni él ni ninguno de sus directores o confidentes nos han dicho cosa alguna sobre
esto, no hay duda de que fue favorecido del don de contemplación y de un grado
sublime de oración. Además del hecho que acaba de relatarse,
<2-285>
se notó que pasaba a menudo días y noches en tan santo ejercicio; con frecuencia se le
encontraba a las cuatro de la mañana en el mismo lugar y con la misma postura en que
se le había dejado la noche precedente. Se le veía, durante sus largas oraciones,
inmóvil y en dulce reposo que no dejaba notar en él más que los afectos del alma y las
impresiones de Dios: no se retiraba de ese agradable ejercicio sino con sentimiento y
como el niño a quien a la fuerza se arranca de los pechos de su madre; sabido es que
no puede la frágil naturaleza humana permanecer mucho tiempo en oración tan
constante, si no favorecida de Dios con gracia particularísima, a menos que quiera
representar el papel de quietista, quien en espera de la acción divina suspende la suya,
está ocioso o duerme, y hace el bobo pensando ser un ángel.
Como el fanatismo de Molinos andaba tan en boga aun en Francia, adonde había
pasado desde Italia con el Padre de la Combe y otros semejantes doctores del falso
espiritualismo, y se iba introduciendo entonces en muchas comunidades, y aun entre
las personas devotas que tratan de oración, gracias a los escritos de la Sra. Guyon, de
Malaval y de varios otros impresos o manuscritos esparcidos por todas partes, el
santo Fundador tuvo mucho cuidado en prevenir a su Comunidad contra el veneno
suave y sutil de tal doctrina, que en el fondo se aviene perfectamente con la indolencia
y flojedad naturales y alimenta el amor propio y la soberbia.
La contemplación, según Malaval, es don de Dios que se nos ofrece desde la cuna,
que pueden practicar hasta los niños y que ha de ser la oración mental de todos los
hombres. ¿En qué consiste esta sublime oración? En no hacer nada y dejar que todo lo
haga Dios; en permanecer inactivo esperando el momento divino; en dejarse llevar
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 123

cuando viene y en volverse a la ociosidad primitiva cuando se retira. De modo que,


según las doctrinas de los quietistas, se ora mental y admirablemente cuando duerme
el corazón y el cuerpo le acompaña en su sueño; cuando las distracciones destrozan el
interior y aun cuando los malos pensamientos lo manchen; con tal que se quiera
meditar, se consigue. Se presume que ora quien se halla en actitud de orar y de esperar
la operación del Espíritu Santo a modo de mendigo que se queda a la puerta
esperando que le abran y le den limosna. No hace allí nada y lo hace todo, dicen los
quietistas; representa el papel que le conviene y, al aguardar la limosna, con su misma
presencia la pide. Pero estar delante de Dios sin mover la lengua ni el corazón, sin
hablar ni operar en el alma, atando las potencias y suspendiendo las acciones, ¿no
equivale a hacer el simple y desempeñar el papel de la mula y el buey que, según se
cree, estuvieron presentes en el nacimiento del Niño Dios? Es verdad, pero si se da
crédito a un quietista instruido en sus doctrinas y consecuente con ellas, este modo de
oración mental es sublime y el mismo del que se gloria el Rey Profeta cuando dice:
Estoy en tu presencia como una acémila.
Es difícil que semejante fanatismo agrade a personas algo instruidas en la
espiritualidad verdadera o que posean inteligencia y ciencia; y por eso ha tenido poco
éxito en las comunidades de personas cuya devoción se rige por la ciencia y entre las
que perciben las espantosas consecuencias de esta doctrina en los principios mismos
que las ocultan. Pero no es difícil que un género de espiritualidad tan favorable a la
naturaleza y que puede satisfacer tan bien al amor propio, sin negar nada a la pereza,
agrade a personas muy aficionadas a una pretensa oración carente de espinas y
dificultades y «que todo lo deja a la actividad divina y nada a la del hombre». Es fácil
que la apariencia de piedad engañe a gentes iletradas e ignorantes y que en una
comunidad donde
<2-286>
no se profesan muchos estudios haya quien se deje seducir por las expresiones
oración de quietud y contemplación pasiva.

VII. Cuidado que puso el señor de La Salle en apartar a sus discípulos


de la falsa espiritualidad de los quietistas
El señor de La Salle, sin poner a sus discípulos al corriente de esas falsas
espiritualidades, ni meterse a explicarles la diferencia entre la verdadera oración de
quietud y la falsa, entre la contemplación real y la imaginaria, se contentó con
apartarlos de los caminos sospechosos y peligrosos y mantenerlos en el sendero
común y facilitado por la Iglesia, enseñándoles estos principios seguros y ciertos:
«l.° No se deben desear las vías extraordinarias y sublimes, porque son de suyo
peligrosas y es muy fácil engañarse en ellas. 2.º El medio único y seguro de preparar
el alma a la unión con Dios es la práctica constante de la humildad, de la
mortificación, de la obediencia y de la pureza de corazón. 3.° Es temeridad ciega y
presunción insoportable querer elevarse uno por sí mismo a la contemplación y a la
124 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

oración pasiva, pues es hasta imposible. 4.° No se deben buscar ni desear las
oraciones sublimes porque no constituyen la verdadera virtud y hasta pueden estar
separadas de ella. Es decir, que es muy posible que alguien se crea levantado a esa alta
oración, sin ser por eso virtuoso, y que puede uno ser perfecto careciendo de ella,
como lo demuestra el ejemplo de infinidad de santos. 5.° El apóstol san Pablo nos
enseñó, en términos claros, a no hacer tanto caso de los dones extraordinarios, que
pueden estar separados de la caridad, fuera de la cual jamás se encuentra la
perfección. 6.° Es fácil equivocarse en materia de oración y ser sorprendido por el
ángel de las tinieblas, que se transforma en ángel de luz y remeda las operaciones de
Dios; pero no es fácil errar siguiendo el método de oración ordinaria y ejercitándose
en la práctica del desprendimiento de sí mismo, de la mortificación, de la obediencia
y de la humillación. 7.° Muchos pierden el tiempo en la oración y permanecen en ella
ociosos y flojos, en especulaciones huecas y abstractas, que ellos creen
contemplaciones, y en flojedad indolente, que toman por quietud y descanso en
Dios». De donde sacaba él como legítima consecuencia que la oración a que los
Hermanos habían de dedicarse es la oración de afectos, la oración común y metódica,
que se hace con actos, con reflexiones, con exámenes, y que termina con buenas
resoluciones porque esa oración es segura; es la que nos enseñaron y practicaron los
santos y la que ha sido autorizada en la Iglesia en todos los tiempos. Les exhortaba, en
consecuencia, a guardarse muy bien de la indolencia, de la flojedad y aún más de la
ociosidad e inacción, a la cual lleva la naturaleza en un ejercicio que tiene sus espinas,
y en el cual no se puede acertar sin mucha vigilancia y constancia.
«No es el descanso —les decía a menudo con energía— lo que habéis de buscar en
la oración, sino la luz para descubrir vuestras faltas, vuestros vicios, vuestras
pasiones; y fuerza y gracia para corregirlos. La oración a que os habéis de dedicar es
la purgativa. La unión con Dios es la recompensa de la pureza del corazón; la pureza
del corazón es el efecto de la perfecta mortificación, y la perfecta mortificación es el
término a que conduce la buena oración. Creed que la habéis hecho perfectamente
cuando salís de ella llenos de fervor y de deseo de practicar la virtud, de odio y
desprecio de vosotros mismos, de fuerzas para renunciaros a vosotros mismos. La
contemplación que no procede de ese principio y no vuelve a él es siempre
sospechosa, y por lo común es mera ilusión. La oración que no reforma las
costumbres es inútil, por sublime que parezca, puesto que el fin de la oración
<2-287>
es mejorar al que ora, esto es, hacerlo más recogido, más humilde, más paciente, más
obediente, más amante de la observancia, más manso y más mortificado. Cuando el
alma está bien purificada, está muy cerca de Dios: se une a Dios con toda facilidad,
Dios se une a ella con grandísima bondad. Esta unión es el fin último de la oración,
con tal que se llegue a él, de cualquier modo que sea. Puédese ir a él por vías
extraordinarias; ese camino parece ser el más hermoso, pero no el más seguro.
Puédese llegar a él corriendo y hasta volando con las alas de la oración común y de la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 125

práctica de las virtudes evangélicas; dicho camino es el más arduo, pero el más recto y
seguro».
Conformándose con esos grandes y sólidos principios, el sabio superior ponía
especial cuidado en formar a sus novicios en el ejercicio de la santa oración y en
instruirlos en el método de hacerla bien. Gustaba de explicársela muy menudamente,
y pensó que sería hacerles favor necesario el componer un librito sobre ella y de
hacerlo imprimir para su uso.

VIII. Su celo en inspirarles el verdadero espíritu de oración


Después de haber tenido cuidado de prevenir a sus discípulos contra las máximas
de la falsa espiritualidad y contra las ilusiones de la falsa oración, ponía todo su
empeño en inspirarles amor a la verdadera, persuadido como estaba de que lograría
hacer de ellos hombres perfectos si conseguía que fuesen hombres de oración. Con
este fin les decía que debían considerar la oración como el alma de todos sus
ejercicios y el sostén de su Instituto; que un Hermano de escuela sin espíritu de
oración era un soldado sin armas, y que no podía perseverar en su vocación si perdía
el gusto a ese pan del alma. A propósito y fuera de propósito, en cualquier ocasión, en
cualquier tiempo, en público, en particular, de palabra y por escrito, les encomendaba
este santo ejercicio, o les daba avisos para cumplirlo bien, o los reprendía por la
negligencia sobre este particular, o les imponía penitencias si habían faltado a él, si
habían variado la hora o abreviado el tiempo que le estaba destinado. Y para
obligarlos a darse a la oración con cuidado, les pone regla expresa de dar cuenta al
Hermano Director todas las semanas del modo como hacen la oración. A los que
padecían alguna indisposición no les consentía el que se dispensasen en ella, dando
por norma que la oración es un excelente remedio para curar las enfermedades.
Como observase cierto día que un Hermano estaba ocupado en recoger piedras en
la huerta, mientras los demás estaban haciendo oración, le llamó y le preguntó qué
motivo tan urgente era el que le tenía ocupado en trabajo tan inútil y que anteponía a
la oración que ocupaba a los demás de la Comunidad. El Hermano le contestó que
cumplía el mandato del Hermano Director, quien le había encomendado dicho
trabajo para aliviarle de su dolencia; como el siervo de Dios halló que no faltaba, no le
dijo nada más; pero al punto se fue a corregir al que lo merecía, reprendiéndole
porque trataba de curar el cuerpo enfermando el alma. «Hay alivios —añadió— más
útiles al uno y menos perjudiciales a la otra que ése. Así es que en adelante eche usted
mano de ellos. No es justo que el alma sufra la pérdida de uno de los mayores bienes
que encuentra en esta vida, para conceder a la salud remedio pasajero e incierto».
Habiéndole escrito otro Hermano que el tiempo de la oración se le hacía demasiado
largo, le dio la contestación que sigue: «No sé por qué dice, carísimo Hermano, que se
están en la oración más bien cinco cuartos de hora que una hora. Yo creo que la
oración se hace en todas partes igual y concluye a la misma hora. Se incomoda porque
la oración es demasiado larga, señal de que no le gusta mucho.
126 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2-288>
¡Ay, Hermano mío, ella es el sostén del alma, y parece que la quiere descuidar! Si no
puede encontrar gusto en una cosa, discurra en otra; en tiempo de sequedad aplique el
método de reflexiones, humíllese delante de Dios en vista de sus defectos. La
disipación a la que se deja arrastrar es causa de la dificultad que tiene en aplicarse a la
oración; es la señal y el efecto del desarreglo de su interior; así es que le recomiendo
mucho que se vigile en evitar esa falta; estudie bien, sobre todo, el método de oración
que está en uso en el Instituto y sígalo. No me sorprende el que no siguiéndolo tenga
muchas dificultades en darse a la oración; ahora tiene medio de tratar con Dios, de
entrar a menudo dentro de sí mismo; hágalo, se lo suplico».

IX. Estima en que tenía el método de oración y cuán necesario lo juzgaba


Jamás diríamos bastante cuánto insistía el santo Fundador en este punto, y con qué
celo encomendaba a sus hijos que aprendiesen el método de oración, para no perder el
tiempo en ella y poder recoger sus frutos. Sabía que la práctica de oración levantada
es don del Espíritu Santo, y el premio ordinario de la fidelidad en hacer bien la
oración ordinaria. Sabía que el Espíritu Santo inspira cuando quiere y como a Él le
place, y que ni el que pide ni el que busca las vías extraordinarias es el que consigue
caminar por ellas, sino aquel a quien Dios conduce. No acabaría jamás si quisiera
referir todo lo que dijo y escribió el Fundador de los Hermanos para hacer de ellos
hombres de oración. Se esmeraba en inspirarles santa avidez por la oración y quería
que fuesen avaros del tiempo que a ella se consagra, considerando este tiempo como
el de más valor; por eso les exhortaba a que lo aprovechasen con cuidado.
«Los Hermanos de este Instituto —dice en su Regla— deben amar mucho el santo
ejercicio de la oración y deben considerarlo como el primero y principal de sus
ejercicios diarios y el que mejor puede atraer la bendición de Dios sobre todos los
demás; serán exactos en hacerla diariamente en el tiempo y por cuanto tiempo
prescribe la Regla; y no se ausentarán de este ejercicio sin necesidad urgente que no
pueda diferirse» (Reglas, IV, 1). Exprésase aún con más fuerza sobre el mismo punto
en la Colección de los avisos espirituales que dio a sus hijos: «Apreciad mucho —les
dice— el santo ejercicio de la oración por cuanto es el fundamento y el sostén de
todas las virtudes y la fuente de las luces y de todas las gracias que necesitamos, tanto
para santificarnos como para desempeñar bien nuestros empleos». Después manifiesta
cuán lejos está del parecer de los que sólo hacen oración por las dulzuras que en ella
encuentran, pero que permanecen siempre encenagados en sus vicios: «No busquéis
nada sensible —añade— en el ejercicio de la oración, atentos sólo a lo que enseña la
fe y a lo que mueve al odio y destrucción del pecado, al desasimiento de las cosas
creadas, a la imitación de Jesucristo y al ejercicio de las virtudes que Él practicó,
esforzándoos en imitarle con la mayor perfección posible. Procurad emplear
útilmente todo el tiempo de la oración; deteneos más en los afectos y resoluciones que
en los razonamientos y consideraciones; no toméis sólo resoluciones vagas y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 127

generales, sino tomadlas siempre particulares, y poned los medios propios para
cumplirlas». Si este hombre de oración estaba verdaderamente persuadido de la
necesidad de la oración mental, no estaba menos convencido del peligro en que están
los que se dedican a ella de dar tremendas caídas, si no vigilan sobre sí mismos y si no
se mantienen siempre en la humildad; y para exhortarles a esa vigilancia concluía con
estas palabras:
<2-289>
«Cuando conversáis con Dios en la oración, o pensáis en Él, echad siempre sobre
vuestra vileza e indignidad infinita una mirada que os mantenga en profundo respeto
y anonadamiento delante de Dios».
No se manifestó menos su afición a la oración mental en los cuidados que tuvo de
encaminar en ella a todos los que se dirigían a él, que en las instrucciones que dejó a
sus Hermanos. He aquí en qué forma habla a una religiosa que le había suplicado por
carta se sirviese señalarle el camino que debía seguir en tan santo ejercicio para no
desanimarse en las varias penas que la acometían:
«1.° Sea la oración mental para usted —le decía— frecuente ejercicio, y en sus
sequedades acuda a ella por consuelo, porque en ella se encuentra a Dios con más
pureza; permanezca en ella con fe y constancia en las sequedades y oscuridades,
aunque sea sin gusto, que no es malo este estado, antes es muy bueno y apto para
santificarse.
2.° La oración, hecha en la forma que le he dicho, la conducirá en poco tiempo y
sin más diligencia a la presencia de Dios.
3.° La oración es preferible a todo. Después de su Oficio divino, debe ser ella para
usted punto esencial de regla.
4.° La oración de padecimiento vale más que cualquiera otra, y, cuando Dios la
ponga en ella, debe considerarla como dicha muy grande para usted. No tome libro
por ese tiempo, no hace falta.
5.° No se asuste por verse privada de Dios ni por las sequedades en la oración,
usted es la única causa de ello; renúnciese a sí misma, hágase violencia, sea fiel a lo
que la gracia le pide, y por indigna que sea de las caricias y de los favores del Esposo
de las almas, la colmará de ellas.
6.° Sea tanto más fiel a la oración cuanto más sienta por un lado, en lo íntimo de su
alma, que Dios la lleva a ella, y por otro, que el demonio pone todo el empeño posible
en desviarla de la misma.
7.° La oración debe ser su principal apoyo, no la deje nunca, a no ser que esté
enferma. Ella disipará las tinieblas y la ignorancia de su mente. Mire las cosas con la
lumbre de la fe; bástele estar en la presencia de Dios, que aun esto es demasiado para
usted; no se pare en los gustos sensibles; antes bien, témalos y no se fíe de ellos.
128 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

8.° Su oración, según la hace, es buena, siga con ella. Dios se encuentra en ella
y obra por usted, de modo que basta que renuncie alguna que otra vez con paz y
tranquilidad de corazón a todas las molestias y distracciones que siente en ello, y que
se entregue en lo demás a Nuestro Señor para que venga a vivir en usted y se haga
dueño de sus pasiones.
9.° Debe considerar el estado en que se encuentra en la oración como penitencia
que Dios le impone por sus pecados; no saldrá de él tan pronto, y es preciso que lo
sufra con paciencia y hasta con alegría; ¿acaso no le basta a una miserable criatura el
saber que está en la presencia de Dios? Esta reflexión convendría la hiciese de cuando
en cuando, bien sea entre día, bien sea durante la oración, para procurarse algo de
recogimiento interior y exterior.
10.° El estado en que, según me dice, está en la oración, no es ociosidad peligrosa,
como usted cree; con tal que tenga a Dios y vaya a Él, ¿qué cuidado le ha de dar de lo
demás? No necesita el Señor de sus esfuerzos. Es necesario evitar la ociosidad en la
oración, pero no conviene embrollarse con multitud de actos, basta que procure andar
en la presencia de Dios y con eso se da Dios por contento.
11.° En fin, una vez más acuda a la oración y persevere en ella delante de Dios en
estado
<2-290>
de anonadamiento y de desprendimiento de todo cuanto no es Dios. Pídale con
sencillez de corazón el medio de salir del estado de miseria en que se halla. Si no
puede hacer oración, dígale a Dios que no puede y permanezca tranquila; Él no la
obligará a lo imposible; o bien dígale como los Apóstoles: Señor, enséñame a orar, y
después quédese anonadada delante de Él como inútil para todo, y ésta será su
oración».
Finalmente, el espíritu de oración del siervo de Dios no estaba reducido al tiempo
que empleaba en dicho ejercicio: hacía oración en todo tiempo y lugar, y nada le
impedía orar. Tan familiar se le había hecho la presencia de Dios, que le mantenía en
recogimiento habitual y profundo, en singular modestia, en exacta regularidad y
en atención siempre nueva a santificar las menores acciones. Como vamos a verlo.

§ 3. Recogimiento profundo y habitual del señor de La Salle


en todo tiempo y lugar, y su aplicación a pensar en Dios
continua y familiarmente

I. Tercera señal de la eminente caridad de Juan B. de La Salle: su unión can Dios


El que atentamente estudia la conducta del señor de La Salle, luego conoce por ella
que hizo tan suyo este aviso del Espíritu Santo, no haya cosa que te impida orar
siempre, que al cumplimiento de él puede reducirse su plan de vida, pues oraba sin
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 129

interrupción y se conservaba en continuo espíritu de oración: 1.° acudiendo al


tabernáculo, como Moisés, en los negocios de más monta y en los de menos
importancia, y presentándose delante del Señor en las menores dificultades y en todas
ocasiones; 2.° vigilándose para permanecer unido con Dios, y no perdiendo casi
nunca el ejercicio actual de su divina presencia, que era ya en él habitual y familiar;
3.° orando de veras, con la boca y con el corazón en todas las circunstancias y de
muchas maneras, pues si se encontraba desocupado, se ponía inmediatamente en
oración y volvía a ella como a su elemento; si le sucedía distraerse de este
recogimiento, volvía a él por la práctica de las diversas oraciones vocales. Y así, sea
que estuviese en reposo o en acción, su corazón se elevaba sin cesar hacia el cielo y
mantenía conversación con Dios por el uso continuo de las oraciones jaculatorias.
De modo que, ya solo, ya en compañía, ya en descanso, ya en el trabajo, estaba con
Dios, y sabía encontrar el medio de estar siempre ocupado en Él y por Él, de trabajar
por su honor y su gloria, a su vista y sin salir de su presencia. «Nuestro querido Padre
—dice uno de sus fieles hijos— tenía en gran aprecio el recogimiento, lo guardaba y
quería que lo guardasen sus hijos, los cuales no se atrevían a andar distraídos en su
presencia, pues a los que eran propensos a la disipación les hacía guerra continua y les
obligaba a entrar dentro de sí mismos por el temor de las correcciones y de las
penitencias. Habiendo visto un día a cierto novicio que al salir de la santa misa y de la
acción de gracias después de la sagrada comunión, se detenía a mirar en el patio, le
pareció tan reprensible que llevado del celo fue hacia el novicio y le dijo: Si yo fuese
su director, le daría tan buena penitencia que le quitaría por mucho tiempo las ganas
de fijar su atención en otros objetos, en vez de pensar sólo en Aquel que le visitó en la
sagrada comunión».
El amor al Criador tiene, entre otras, esta ventaja sobre el de la criatura, que
avivando la fe le encontramos presente en todas partes, y dondequiera nos podemos
deleitar con él. No es necesario para acercarse a Dios, correr muy lejos ni salir fuera
de sí: Él está en nosotros y nosotros en Él; sólo por Él vivimos y subsistimos.
Entrando en nosotros mismos, le encontramos. Su reino está fundado en nosotros
mismos. Regnum Dei intra vos est. El Reino de Dios está dentro de vosotros. Nuestro
corazón es el trono en que quiere ser adorado, en donde quiere reinar y en donde
<2-291>
podemos tributarle nuestros homenajes; allí, y no en otra parte, nos invita el mismo
Dios a que le busquemos, ahí es donde exige que le santifiquemos (I Pe 3, 15).
Sin que sea necesario traspasar los mares, ni sondear los abismos, ni remontar el
vuelo hasta el cielo, ni ir a las extremidades de la tierra, encontramos a Dios en
cualquier parte en que estemos. Es motivo de alegría y de consuelo incomparable
para esas almas santas, hastiadas del destierro que les priva de la vista de Dios, que
procuran suplir con el pensamiento continuo de Dios y con oración constante. Es
preciso orar siempre y no desfallecer en la atención a Dios (Lc 1, 18).
130 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Eso es lo que hacía admirablemente el Fundador del Instituto de las Escuelas


Cristianas.

II. De qué modo se ejercitaba en actuarse en la presencia de Dios


Lo que dice san Buenaventura de san Francisco puedo aplicarlo al señor de La
Salle: Para consolarse de la ausencia de su amado, oraba en todas partes, y
convertía todos los lugares y todas las cosas en lugares y objetos de oración;
procuraba tenerle siempre presente, y no interrumpir su conversación con Él. Al
entrar en su pobre celda y al salir de ella, se armaba con la oración; en cualquier lugar
en donde entraba tenía costumbre de arrodillarse y dirigir a Dios su corazón y sus
súplicas. Hasta andando por las calles de París, seguía su conversación con el Señor; y
para apartar de sí a todos los que hubieran podido distraerle con saludos inútiles,
acostumbraba llevar el breviario abierto, de donde le vino el apelativo de Sacerdote
del breviario. Aunque nunca quiso singularizarse en cosa alguna, observó, con todo,
esta práctica singular para conservar el recogimiento, pues, si hacía que rezaba
siempre, era para que le dejasen en efecto orar en su interior sin distracción, y para
imponerse la ley de cerrar los ojos a esa multitud de objetos que se presentan en las
calles, haciendo que rezaba y orando en efecto. A menudo se le oía, cuando se creía
solo, entregarse a los transportes que el Espíritu Santo obra en las almas de que se
apodera. Señor —decía—, bienaventurado el hombre que tiene en Vos su amparo y
dispuso en su corazón los grados por los cuales pudiese subir hasta Vos y consolarse
con vuestra dulce conversación en este valle de lágrimas. Os amaré, Señor
—exclamaba otras veces—, Vos sois mi fortaleza. El Señor es mi apoyo, mi
libertador y el poderoso amigo que me salva. Vos sois el Dios de mi corazón —solía
decir— y mi herencia para siempre. Durante el curso de su santa vida, le sucedía a
menudo, dice uno de sus más fervorosos discípulos, dirigir al cielo miradas tan llenas
de devoción y tan animadas del fuego celestial, que los que lo advertían sentían caer
en su corazón chispas de divino fuego y encenderse en él de nuevo la piedad y el amor
de Dios.
En su postrera enfermedad, la violencia del dolor no pudo ahogar los afectos de su
corazón ni cerrar su boca, sino que a menudo la abría para decir: Dios mío, os amo con
todo mi corazón; no permitáis que yo os ofenda; y otras veces: Señor, por la mañana
me visitáis, y luego os retiráis de mí; o bien: Señor, si me desamparáis, voy a perecer;
y muy a menudo: ¡Bendito sea Dios! Esas palabras, que le eran tan familiares, sobre
todo durante los últimos años de su vida, las pronunció aun en los momentos de su
agonía. Cuando estaba ya para expirar y aun en los momentos de mayor postración y
debilidad en que parecía perder el conocimiento, así que pronunciaban los Hermanos
estas palabras: ¡Viva Jesús en nuestros corazones!, se veía al piadoso moribundo
recoger las pocas fuerzas que le quedaban, y hacer el último esfuerzo para contestar:
¡Para siempre! Es muy digno de notarse que este humilde sacerdote, creyéndose
indigno de conversar con Dios e incapaz de hacerlo de modo digno de Él, había
puesto particular estudio en no emplear más que las
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 131

<2-292>
expresiones que el Espíritu Santo por sí mismo inspiró, dictó y consagró. Los
versículos de los salmos, tan llenos del fuego divino y tan propios para encender ese
fuego en los corazones, eran el lenguaje ordinario que usaba para conversar con Dios.
Le iba tan bien con ese método que hizo para su uso particular, y después para el de
sus discípulos, una colección de aspiraciones a Dios, entresacadas de los versículos
de los salmos y de los pasajes de la Sagrada Escritura más tiernos, para no decir a Dios
más que lo que el mismo Dios nos enseñó a decirle, y para que el Espíritu Santo, que
es el único que enseña a orar bien, fuese el único autor de su oración. Como que la
santa presencia de Dios le mantenía en todas partes con santo respeto, y hacía en su
mente y en su corazón las más vivas impresiones, creía que en los demás producía
estos mismos maravillosos efectos, y que como sus faltas procedían de olvido, sería
bastante recordarles que faltaban para que volviesen sobre sí y se corrigiesen de ellas.
Por eso solía decirles cuando faltaban en algo: ¿No teméis a Dios, no sabéis que os
está mirando? «Se conoce que su amor es muy tibio —escribía a uno de sus hijos—;
no lo extraño, puesto que, según dice, raras veces piensa en Dios. ¿De qué medio,
pues, quiere echar mano para adelantar en la virtud del santo amor, si no piensa en
Aquel que debe ser el objeto de nuestros pensamientos?».

III. Costumbre que contrajo de andar constantemente en la presencia de Dios


Los discípulos que estudiaban su conducta, y que en cuanto podían tenían siempre
los ojos fijos en él, para notar en su rostro los efectos santos que el Espíritu Santo
operaba en su alma y así edificarse, refieren que se le oía a menudo suspirar por Dios
y aliviar su corazón con abrasadas aspiraciones. Por más cuidado que pusiese en
impedir que el fuego celestial en que se abrasaba interiormente se trasluciera por de
fuera, se le escapaban siempre algunas chispas que manifestaban ese ardor. Estaba
tan recogido, tan enajenado en Dios, que parecía fuera de sí, y aun estando en
compañía de los Hermanos, su espíritu estaba ausente y su corazón ocupado en otra
parte, de tal modo que muchas veces no oía lo que le decían. Su oración era tan pura
que un día se le escapó decir que no tenía distracción en ella. El año de su muerte,
durante el invierno, prendiose fuego en la panadería de la casa de San Yon con tanta
violencia que amenazaba reducirla a cenizas en breves momentos. El santo sacerdote
estaba entonces rezando el Oficio en la enfermería, donde se encontraba a la sazón.
Los novicios que estaban rezando el Oficio, enviados por orden del Hermano
Bartolomé, corrieron al lugar del fuego para detener los progresos del incendio.
Durante todo ese tiempo el siervo de Dios no se movió de su sitio; concluyó
tranquilamente su Oficio, y no salió de la enfermería para ver lo que pasaba, sino
mucho tiempo después que el tumulto ocasionado por el incendio había puesto a
todos en movimiento. En medio de esa agitación pareció no oír nada. ¡Tanta era su
atención al rezo! Por fin, cuando hubo concluido de rezar, dio dos o tres pasos fuera, y
vistas las llamaradas que salían por la puerta y por las ventanas de la panadería, se
132 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

volvió a la enfermería con la misma tranquilidad con que salió de ella, para doblar las
rodillas y levantar las manos al cielo, como se puede muy bien pensar, pues desde
aquel momento la violencia del fuego se aplacó, y el incendio causó pocos
desperfectos, lo cual se atribuyó a la oración del santo varón.
Hasta durante el sueño estaba ocupado con Dios, y se le oía a veces proferir estas
palabras: Dios mío, bien sabéis que no quiero más que a Vos. Este tan perfecto
recogimiento lo seguía también en los recreos; es verdad que el modo de hacerlos que
estableció en su Instituto es muy propio para conservarlo e
<2-293>
inspirarlo, y el que cumpla bien la Regla saldrá de ellos como de una conferencia
espiritual, con mayor fervor, con nueva fe y afecto a la presencia de Dios. El siervo de
Dios se encontraba, pues, tan libre en ese tiempo como en cualquier otro, para pensar
en Dios y alimentar su alma con el pan de vida que distribuía a sus discípulos.
Hablándoles de Dios con gracia y unción, se animaba a sí mismo; y al beber el
primero en la cisterna de las aguas celestiales que derramaba en las almas, parecía a
veces tan absorto en su conversación interior con Dios que se volvía sordo para todo
lo demás, y ni siquiera oía el ruido que se hacía a su alrededor, según lo prueba el
hecho siguiente.

IV. Con frecuencia parecía estar absorto en Dios


Cierto día en que tomaba el aire, paseándose con sus Herrnanos durante el recreo,
les entretenía según su costumbre hablándoles de la lectura de la mesa; hicieron en la
huerta vecina tal ruido que, no pudiendo ya oírse ninguno, viéronse todos precisados
a callar y algunos se taparon los oídos para no oír las blasfemias y las palabras
obscenas que se decían. Ese silencio les dio también tiempo para recogerse dentro de
sí mismos y reparar el honor debido a la divina Majestad que oían ultrajar tan
indignamente, siguiendo en esto el ejemplo del siervo de Dios, a quien el primer ruido
había de tal modo reconcentrado dentro de sí mismo que se había quedado como
sordo. Después de aquel alboroto, espantados los Hermanos, manifestaba cada cual el
horror que les había producido, esperando que el señor de La Salle haría mayores
demostraciones que todos; pero ni habló ni dio señal alguna de sentimiento.
Sorprendidos por la apariencia de insensibilidad en medio de tantos pecados como
acababan de cometerse, le preguntaron si tenía tapados los oídos mientras se armó
aquel escandaloso ruido y alboroto. Esa pregunta le inmutó. Los Hermanos
sospecharon el misterio: le habían visto entonces profundamente recogido, lo cual les
hizo sacar la consecuencia de que su Padre, ocupado en conversar con Dios en el
fondo de su alma, se había abstraído totalmente de ese ruido, cuyos primeros rumores
le habían hecho entrar en profundo recogimiento, y que no había oído la continuación
de tan groseros clamores porque la voz de Dios había hablado más alto en su interior.
En efecto, quejándose los Hermanos de verse expuestos a oír discursos impíos y tan
inmorales, el santo varón, sorprendido, les confesó que no había oído nada; pero
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 133

comprendiendo la impresión de admiración que hacía en ellos confesión tan clara, se


arrepintió de ella.
En otras circunstancias, el santo sacerdote estaba tan absorto en su amor que
parecía como fuera de sí mismo y se hacía casi incapaz de cualquier otra cosa que no
fuese amar a Dios. Estando otro día en esa feliz disposición, salió para ir a ver a una
religiosa cuya conciencia dirigía. Antes de hablar con ella, entró en la iglesia, según
su costumbre, para ofrecer sus homenajes a Jesús presente en el Santísimo
Sacramento. Permaneció dos horas seguidas delante del altar, tan embriagado en el
amor divino que, olvidado del negocio que traía, o mejor dicho, creyendo haber visto
a esa religiosa, se volvió, con no poco sentimiento de ésta que le estaba esperando con
impaciencia. No conoció su yerro hasta el día siguiente en que, habiendo ido a visitar
a la misma persona, oyó las quejas que le daba por no haber cumplido su palabra,
haciéndola esperar, el día precedente, una visita que le había prometido y que no le
había hecho. El siervo de Dios, muy sorprendido, le dijo: Hermana, pensaba que la
había visto a usted. Mas ella, extrañando a su vez semejante réplica, le dio tanta
seguridad de lo contrario que le obligó a convenir en lo sucedido y a darla excusas, sin
manifestarle él la causa del descuido.

V. Esta plenitud de Dios le volvía insípida cualquiera otra conversación


La costumbre de tener su entendimiento ocupado de continuo con el pensamiento
de Dios,
<2-294>
hacía que apenas pudiese hablar de otra cosa que de este divino Maestro. Cualquiera
otra conversación se le hacía pesada y el silencio o frialdad que manifestaba daban a
conocer el sentimiento que tenía de no poder cambiar de conversación, por no faltar a
la urbanidad. El horror que tenía al pecado era proporcionado al amor que profesaba a Dios.
Estaba siempre dispuesto a hacer guerra al pecado y procuraba inspirar a los otros el
mismo horror que en sí sentía. No por eso dejaba de tener grandísima compasión de
los pecadores endurecidos, a quienes amaba y a quienes manifestaba extrema ternura,
mientras lloraba sus males y trabajaba en curar sus llagas. Era menos indulgente en
este punto para con sus discípulos, a quienes quería perfectos y a los cuales procuraba
inspirar el temor a las faltas más pequeñas: necesitaba de toda la paciencia cuando en
su presencia cometían alguna falta de propósito deliberado. Por lo común, no
escapaban de alguna penitencia, justa satisfacción, dictada por el espíritu de Dios. La
honda aversión que tenía al pecado no le permitía ordinariamente callarse, cuando
con sus palabras podía evitar que continuase o apartar por lo menos el escándalo. Si
guardaba silencio al ver ofender a Dios, era en las circunstancias en que la prudencia
le cerraba la boca, para no multiplicar los pecados irritando a los pecadores; pero en
general se indignaba santamente, y dándoles a conocer que sólo la caridad armaba su
celo, les afeaba con mansedumbre y humildad el que olvidasen la presencia de Dios y
perdiesen su santo temor.
134 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

VI. La pureza de su amor y de sus intenciones


El puro amor de Dios, que venía a ser como su vida, era también el alma de toda su
conducta. Dios era el único objeto de sus deseos y el fin de todos sus pensamientos y
de todas sus intenciones. Agradarle, cumplir en todo su santa voluntad, procurar su
gloria, amarle y hacerle amar, tal era su fin. Contento con servir a Dios por Dios, la
honra de servir a tan buen Maestro, la dicha de agradarle, le parecían motivos
suficientes para abrasar todo su corazón. La caridad perfecta se había apoderado de
tal modo de su alma que no dejaba en ella lugar a los intereses ni respetos humanos, ni
a los atractivos de las criaturas, ni a los artificios del amor propio. El beneplácito de
Dios y su santo amor eran los únicos tesoros que tenían atractivos para él y le movían
a obrar. Y si bien es cierto que más que ningún otro estaba poseído del santo temor de
Dios, del recuerdo de sus juicios, del temor de las penas del infierno y del deseo de las
recompensas eternas, no eran, con todo, tan grandes y terribles motivos los que
ordinariamente le conmovían, ni regulaban ellos su conducta. Sólo los admitía en
caso de necesidad. Pues ningún justo ni ningún santo debe excluirlos, y hay en la vida
muchas circunstancias en que es necesario, a los santos y a los que no lo son, acudir a
esos medios y servirse de ellos contra las inclinaciones de la concupiscencia, contra la
violencia de las pasiones y para huir del pecado, según lo hacía la misma santa
Teresa, y antes de ella san Pablo y todos los demás santos. Fuera de esos casos, el
amor puro y desinteresado animaba todas sus acciones, sin excluir, sin embargo, los
motivos de temor y de esperanza, pues aunque no obrase por lo común por amor
interesado, no lo excluía de sus intenciones. El rey Profeta pide a Dios el don de su
santo temor, para traspasar con él su carne y obligarla por ese medio a la observancia
de sus mandamientos, y para refrenar la parte inferior, siempre indócil a la ley e
insensible a las impresiones del amor divino: Traspasa con tu santo temor mis carnes
—exclama—; no dice mi corazón, porque en el corazón el temor debe ceder el lugar
al amor. La ley de la caridad debe dominar en él y regularlo todo.
Tal era la disposición del santo varón que procuraba inspirar sin cesar a sus
discípulos. Al dejar al santo temor de Dios el cuidado de refrenar la carne, y total
imperio sobre la parte inferior, establecía la caridad como reina de todo su corazón,
<2-295>
y le dejaba el entero dominio de todos sus afectos, inclinaciones e intenciones. Por
eso todo cuanto decía y hacía se encaminaba al puro amor de Dios. Para inspirarlo
usaba de los términos más fuertes y persuasivos. Su corazón daba elocuencia a sus
palabras y le proporcionaba cada día nuevas razones y modos con que persuadirlo a
los demás, y animarlos a amar de esta manera. Alistado, por decirlo así, en la
compañía de esos amantes celestiales que aman a Dios por ser Él quien es, y que no
ven ninguna cosa amable fuera de Él, empleaba todo el fervor de su celo en acrecentar
el número de ellos, imitando en esto a san Felipe Neri, o para mover a ello cuando
menos a los que componían su comunidad. A éstos les inculcaba sin cesar que no
buscasen en todas las cosas sino solo a Dios, que no tuviesen otra intención que la de
agradarle, que por Él solo obrasen, teniendo siempre a Dios por el único fin de sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 135

actos y como el único objeto de sus deseos y de sus pensamientos. Para tener a sus
hijos continuamente alerta en este punto, acostumbraba a decirles a la menor falta que
les veía cometer: ¿Hace usted esto por Dios?
Nunca se cansaba de repetirles esta lección, ni tampoco la que el discípulo amado
tenía siempre en los labios: Hijitos míos, amaos unos a los otros. Y aun procuraba
grabar en su espíritu estos preceptos: Hermanos míos, no hagáis nada sino por Dios;
o bien: Reine su puro amor en vuestros corazones; sea Él siempre el principio de
todas vuestras intenciones y el centro de vuestros deseos. Haciéndolo todo por Dios y
sólo por Dios, llevaba a los otros a Dios y les hacía andar diligentes para ennoblecer
las acciones más insignificantes con el motivo puro de la gloria del Señor y del
cumplimiento de su santa voluntad, no cesando de repetirse estas palabras de san
Pablo: Todo cuanto hagáis y todo cuanto digáis, enderezadlo a Dios en nombre de
Jesucristo (Col 3, 17). Y éstas: Ya sea que comáis, ya sea que bebáis o hagáis
cualquiera otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1 Cor 10, 31).
«El amor del siervo de Dios era tan elevado y tan desinteresado —dice una persona
de mérito que le conoció bien— que no hablaba sino muy poco de las recompensas
que Dios prepara a los buenos, o de los castigos que están reservados a los que no le
hayan amado, creyendo que Dios tiene por sí mismo bastantes atractivos para ganar
nuestros corazones, sin usar de esos motivos que son menos puros y menos
agradables a su divina Majestad, pues hubiera deseado que todo el mundo amase a
Dios sin otra esperanza ni recompensa de ese amor que el mismo Dios. Si le oponían
que debía hablar más a menudo de los castigos y de los premios, para despertar a las
almas flojas y sacar a los tibios del estado peligroso en que vivían, respondía que no
creía él que hubiese entre los Hermanos muchos a quienes conviniese excitar al
servicio de Dios por esos motivos. Suponía, al contrario, que todos, a imitación suya,
querían andar por la senda del puro amor».

VII. Cómo al aplicarse a vivir de puro amor no recomendaba menos


la práctica del temor de Dios y de sus castigos
Ya dije arriba que usaba de los motivos de temor para despertar a sus discípulos
cuando parecían adormecerse en el servicio de Dios. Sabía que la flaqueza humana y
la flojedad natural necesitan a menudo de tales aguijones para caminar a grandes
pasos por la senda estrecha, y no olvidaba que los mayores santos han sido los que
más han meditado sobre las postrimerías, en vez de rechazar esa idea como hacen los
falsos místicos. Gustábale mucho ver a sus discípulos hablar y ocuparse de la muerte
y de las consecuencias felices o desgraciadas que trae consigo la eternidad,
persuadido como estaba de que tales reflexiones sirven de baluarte contra los pecados
y hielan las pasiones. Pero al fin quería que el temor condujese al amor que sirve
como de llave para abrir la puerta del corazón a la caridad. Como miraba el temor cual
viento propio para reanimar el fuego celestial y despertar el espíritu de penitencia, de
compunción y de humildad,
136 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2-296>
consideraba como enemigos de cualquiera de estas virtudes a los que desacreditaban
a las otras; y así lo que él deseaba era que, fomentando con cuidado los justos motivos
de espanto que imprime en el alma la consideración del pecado y de sus castigos, se
diese al amor de Dios el imperio y primacía que merece y se convirtiesen en provecho
de ese amor y se hiciesen servir para su mayor acrecentamiento las mismas amenazas
del Todopoderoso; porque como todas esas amenazas van encaminadas contra los
que no quieren amar a Dios, el hacer servir el temor de la justicia divina para
progresar en el amor de Dios es adivinar y cumplir mejor su voluntad.
El fervor con que el santo sacerdote hablaba del amor de Dios bastaba para
encender en los otros el deseo de amar. Y al repetir a sus hijos con tanta frecuencia y
con tanto fervor que no entregasen su corazón más que sólo a Dios, tenía el consuelo
de ver que no lo decía en balde, sino que sus palabras eran como centellas que
encendían en sus almas ese hermoso fuego que Jesucristo trajo a la tierra desde el
cielo y con el cual desea abrasar todos los corazones. Hermanos míos —les decía sin
cesar este celoso superior—, no deseéis sino a Dios, no busquéis más que a Dios,
llenaos del Espíritu de Dios. Esas vivas exhortaciones se grababan en el alma de sus
discípulos, y cuando les hablaba, sentían que se les ablandaba el corazón, como se
derrite la cera cuando se la pone junto al fuego. «Bastaba —dicen ellos— que
oyésemos las palabras que salían de su boca para excitarnos a Dios; y para trocar
nuestra flojedad en fervor. Los que estaban tentados y apenados no tenían más que
dirigirse a él para pedirle los avisos que creían serles útiles. Uno de ellos estuvo tan
tentado de salir del Instituto que ni siquiera quería descubrirle su tentación, y aun
evitaba con cuidado el topar con él, para que, como dijo después, no le estorbase la
salida con sus prudentes avisos; pero luego que le habló, cambió al momento su
proyecto y se disipó la tentación. Lo mismo sucedió a otros muchos. Para animar a los
que estaban poco dispuestos a dedicarse a la virtud, se valía ordinariamente de estas
palabras: ¿Acaso no merece Dios que se haga violencia por su amor? Y algunas
veces, abrazándolos con ternura, les decía: ¡Vamos!, ¿no quiere hacer eso por amor
de Dios?». Esto es lo que dicen muchos de los que han estado bajo su dirección.
Varias personas seglares confesaron también que les bastaba oírle hablar, para
sentirse animadas a hacer el bien con tanta afición como hastío experimentaban antes
para ello.

VIII. Como señal del amor de Dios, quería la práctica, las obras y los sacrificios
Además de esto, el amor de Dios que el santo varón quería inspirar a sus discípulos
no era amor imaginario, especulativo o sensible y dulce, era amor fuerte, generoso,
efectivo, amor práctico y de sacrificio, que no pone a la perfección ni límites ni
reservas y que siempre está pronto a conceder a Dios cuanto pide. Y como por esos
mismos principios le había gobernado a él la caridad, y se había hecho dueña de su
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 137

corazón, por ellos instruía a los demás a que se mostrasen dóciles a los movimientos
de la gracia y a que jamás dejasen de hacer lo que de ellos exigiese.
«Crea —escribía a cierta persona religiosa por él dirigida— que no adelantará en el
camino del amor a no ser que sea fiel en no cerrar su corazón a las inspiraciones de la
gracia. Sabe lo que dice el Espíritu Santo por boca del profeta: Si oyereis hoy su voz,
no endurezcáis vuestros corazones, pues sería el medio de alejarlo de usted, quizás
para siempre». «Bien sabe —dijo a uno de sus Hermanos— cuánto importa seguir las
inspiraciones que Dios le envía; son muy preciosas, y Dios tiene cifradas en ellas
ordinariamente sus gracias No pretende dárselas en balde: Él sabrá vengarse, si es
infiel a ellas. Son, pues, muy preciosas las inspiraciones que Dios nos da,
<2-297>
y no nos comunica sus gracias sino en proporción a lo fieles que somos en seguirlas.
«Tenga entendido —le dice a otro—, cuando tenga algo que hacer, que nadie es feliz
en este mundo sino cuando obra por Dios, por su amor y únicamente para agradarle.
Se conoce que su amor es muy insignificante, y no me sorprende, pues dice que
piensa raras veces en Dios. ¿Qué medio podemos tener para adelantar en la virtud del
Santo amor si no pensamos nunca en Aquel que debe ser siempre el objeto de
nuestros pensamientos? Sepa, pues, que mientras permanezca en ese estado, siempre
tendrá repugnancia a todas las virtudes. Ya sabe que no practica ninguna en las
sequedades que padece. Humíllese, pues, mucho delante de Dios; demuéstrele que
está tan contento como si experimentase gusto, y que es a Él a quien busca y no al
gusto. Cuando se vea en la tribulación, acuda a Dios, manifestándole que, siendo Él
su refugio, ha de ser su consuelo. Aplíquese a sus ejercicios de tal modo que no pueda
decir que habiendo empezado en espíritu, acaba en carne, esto es, de modo todo
material. Se necesita mortificación para no obrar sino por Dios y mirando en todo a
Dios. Quedo en su santo amor, carísimo Hermano, etc.».
En fin, según un sacerdote anciano que conoció mucho al siervo de Dios y vivió
algún tiempo con él, su vida era tan perfecta que se pudo decir que ya no era él quien
vivía, sino que obraba Dios en él y no vivía sino en Dios y para Dios: son palabras de
ese sacerdote.

IX. Tenía por ilusión cualquier amor que no iba encaminado a la práctica
Al no poder, pues, el señor de La Salle unirse todavía con Dios por la luz de la
gloria, se servía de la lumbre de la fe para acercarse a Él y estar siempre en su
presencia, en cuanto le era posible. Vivir de Dios, permanecer sin cesar en su
presencia y contemplarle sin nube, sin enigma y cara a cara, ésa es dicha propia de los
Bienaventurados; estar separado de Dios, sin esperanza de verle nunca, es la
desesperación de los condenados y la desdicha del infierno; vivir alejado de Dios sin
llorarle, sin echarle de menos, ése es el estado del mundo, y la deplorable condición
del pecador; vivir en Dios y por Dios es la fidelidad del justo, y la gracia que debe
trabajar por adquirir; pero vivir con Dios y mantenerse en su presencia es el deseo de
138 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

las almas puras y el ejercicio de los perfectos. Anda en mi presencia —dijo Dios a
Abraham— y sé perfecto, o no tardarás en serlo. El siervo de Dios merece colocarse
entre los perfectos, pues jamás perdía de vista al divino Maestro y podía decir con el
profeta que su cuidado consistía en no salir de esa dichosa compañía: Providebam
Dominum in conspectu meo semper. Siempre está el Señor presente a mis ojos.
Ausente del cielo, tenía su corazón fijo en Él, y sus deseos tenían siempre por norte
el objeto en cuya sola vista y contemplación consiste la felicidad de los
bienaventurados. Pedía a Dios con instancia que no le privase de su conversación
y aun le hiciese la gracia de continuar en este trato tanto como lo permitiese la
fragilidad humana, hasta que Él fuese servido de manifestarle su adorable rostro en la
gloria. Como le fue concedida esa gracia, la aprovechaba con cuidado, y nada le
mortificaba tanto como el interrumpir ese santo trato; y como la oración era el alma
de este trato, hacía de ella su alimento y su elemento; mas como el lazo de unión para
este trato es el recogimiento, éste era su centro y sus delicias. Permanecía con gusto
en silencio y en oración, salía de ella con sentimiento y volvía a ella con alegría. Para
dar a estas cosas más tiempo, se desentendía de todo cuidado, de toda
<2-298>
visita, de toda conversación u ocupación inútil. Cuando se veía obligado a estar con
las criaturas, se despedía de ellas lo más pronto que podía, para volver a la soledad
con el Señor; y guardaba como ley inviolable hablar mucho con Dios y poco con los
hombres, por más que dijesen y murmurasen éstos. No es de extrañar. La unión con
Dios es el descanso de los santos en la gloria; y ese mismo descanso buscan las almas
fervorosas en la oración y la soledad, y allí lo encuentran a lo menos en cuanto puede
disfrutarse en la tierra. Así como el alma cuanto más pura es, tanto más comunicación
tiene con Dios, así también cuanto más abrasada esté por la caridad, tanto más
atractivo experimenta a la soledad y al recogimiento. La oración es el imán que la
atrae, el alimento que la mantiene, el elemento que la conserva, el centro donde
descansa. Peregrina sobre la tierra y mantenida cautiva en Babilonia, dirige sus
aficiones y sus ojos hacia el cielo, y en la esperanza de ver en él a Dios, nada
encuentra que sea capaz de endulzar su languidez, como no sea el honor de conversar
con Él. Y como no le puede satisfacer nada fuera de Dios, así nada le da gusto si no le
acerca a Dios. Llora continuamente, sus ojos son como dos fuentes, y trabajo tiene
para consolarse y tomar alimento cuando se pregunta a sí misma: ¿Dónde está tu
Dios? ¡Tan grande es el temor que tiene de perderle, tanto es lo que la atormenta el
fastidio de estar todavía alejada de Él! Esa ausencia que inflama su deseo aumenta su
inclinación al silencio, a la soledad y a la oración. Tal disposición, que es la de todos
los perfectos, era eminente en Juan B. de La Salle.
La oración le proporcionaba el goce anticipado de la visión beatífica; el ejercicio
de la presencia de Dios constituía su paraíso en la tierra. Y ¡cuán preciosos efectos
producía esa divina familiaridad en su alma! Hasta se admiraron en él algunas
virtudes que no podemos dejar sepultadas en el silencio. Efectos de esta oración
fueron la lumbre y discernimiento de espíritus, singular modestia, observancia y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 139

regularidad perfecta, extraordinaria atención en dar a todas sus acciones, aun las
menores, su mérito y valor.

§ 4. Sabiduría y disposición del fundador de los Hermanos


de las Escuelas Cristianas

I. Uno de los efectos maravillosos de su unión con Dios fue su sabiduría sublime
La sabiduría cristiana es una virtud tan rara como necesaria; es la ciencia de los
santos, la maestra de la vida espiritual, la conservadora y directora de las virtudes, las
cuales, sin ella, son inútiles para la salvación. De ahí viene el que la Escritura divina
elogie tanto la sabiduría y dé tantos avisos sobre los medios de adquirirla, tantas
exhortaciones a que la pidamos a Dios, y llegue a contener libros enteros para
aficionarnos a ella y prescribirnos sus reglas. Todos se precian de prudentes en el
mundo, y se puede decir que apenas hay virtud cuya reputación sea más envidiada. El
mundo tiene, en efecto, sus sabios y sus discípulos, quienes a juicio del mismo Cristo
son más prudentes que los hijos de la luz; esto es, que los hijos del siglo, al poner
todos los medios para contentar sus pasiones y al tomar todas las providencias para
lograr sus fines, se muestran más vigilantes, celosos y hábiles que la multitud de los
cristianos tan descuidados para evitar los lazos de Satán y quitar los obstáculos que se
oponen a su perfección. Pero ¿cómo es la prudencia de la carne? Es terrestre, animal y
diabólica. Así la describe el Espíritu Santo en los sagrados libros. Sus apariencias, tan
graciosas y bellas, son verdadero disfraz e hipocresía; sus virtudes son fingidas; sus
obras tienden a la satisfacción del amor propio; sus precauciones son astucias de la
concupiscencia.

II. Caracteres de la falsa sabiduría


La sabiduría de este mundo consiste —dice san Gregorio— en saber disimular lo
que se piensa y en mostrarse distinto de lo que uno es; en usar de disfraces en las
palabras; en dar
<2-299>
a la verdad apariencia de mentira, y a la mentira visos de verdad. Los jóvenes
—añade este mismo Padre— estudian la falsa prudencia y la adquieren con el trato
del mundo. La aprenden desde la infancia y tienen maestros con sueldo para instruirse
en la misma. Los que la poseen sacan de ella vanidad y desprecian a los que no la
tienen; los que carecen de ella la temen y la admiran en los demás. Según las reglas de
esa prudencia, es menester no tener ni corazón ni inteligencia para no buscar los
honores, o para rechazarlos cuando se presentan; demuestra insensibilidad quien no
ama los placeres y no los disfruta cuando puede. La conducta que inspira, llena de
disimulación y de artificio, hace que los tales sabios se rebajen para elevarse, que
140 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

simulen callar para ser mejor oídos, que manifiesten indiferencia por una cosa para
mejor posesionarse de ella, que se muestren pacientes sólo cuando no pueden
vengarse, que no manifiesten caridad sino por interés y que en todo busquen salvar las
apariencias.
Muy diferente es la sabiduría cristiana —continúa el mismo Padre—; no se permite
el artificio, la disimulación ni el disfraz; odia la mentira y se considera obligada a no
herir jamás la verdad; gusta de dispensar favores gratuitos y desinteresados, sufre de
parte de todos y no hace mal a nadie, olvida las injurias y considera las calumnias
como verdadera ganancia. El mundo llama a esta ciencia de los justos simplicidad y
locura, y se ríe y se burla de ella. Tiene por insensatos a los que no dicen con los labios
más que lo que tienen en el pensamiento, a los que no saben usar de artificios, a los
que parecen insensibles en las persecuciones y aman a sus perseguidores, a quienes
oran por los que les hacen daño y sólo se vengan de ellos con favores, a los que
manifiestan afición a la pobreza y la prefieren a las riquezas, a quienes saben ceder a
todo el mundo y hasta presentar la mejilla derecha a los que les hieren en la izquierda.
Hay que convenir en que, según las máximas de la prudencia del siglo, el siervo de
Dios no ha sido del número de los cuerdos. El mundo le trató de loco. Su mismo
obispo no pensaba de otro modo; cuando entendió de él que quería desprenderse de su
canonjía y favorecer con ella a un extraño en perjuicio de su hermano, túvole por
hombre desacordado, a quien una devoción mal entendida había debilitado la cabeza.
Y cuando le vio resuelto a despojarse de todos sus bienes y entregarse en manos de la
Providencia, se compadeció de él y le tuvo por un loco de atar y digno de estar
encerrado en un manicomio. Los colegas de nuestro piadoso canónigo, sus amigos,
sobre todo sus parientes, y casi todos los habitantes de Reims, fueron de ese parecer y
miraron como síntomas de locura, o cuando menos como testimonio de insigne
imprudencia, los actos de virtud y los sacrificios del santo varón.
Desde entonces toda la vida del siervo de Dios fue diversión y ludibrio del mundo.
Todo parecía extravagante a las gentes del siglo en los proyectos del señor de La
Salle, en su conducta, en su género de vida y en el vestido de los Hermanos y de su
superior. Parecía igualmente ridículo a los ojos de los cuerdos el ver a unos maestros
de escuela vivir austeramente, en el silencio y en el recogimiento de los anacoretas,
así como el ver al canónigo dimisionario dar escuela a los niños vestido con el hábito
de los Hermanos. A su entender, tanto los discípulos como el maestro necesitaban un
buen consejo y cordura para sazonar su devoción. Su fervor sin tasa era —decían—
de la clase que condena el apóstol con estas palabras: No os extraviéis en el fervor; su
celo no era según la ciencia, y su virtud carecía de esa sabia moderación que la
prudencia inspira; al señor de La Salle
<2-300>
no se le podía sufrir porque era exagerado en todo y caía en los mayores excesos en
materia de devoción. Si el siervo de Dios fue así tratado en la ciudad donde recibió la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 141

luz del día, no le trataron con más benignidad en la capital del reino y en otras
ciudades.
Al alabar su eximia piedad, censuraban su conducta, y casi siempre la tildaban de
imprudente. Pero es gran dicha para él haber sido tratado como los siervos de Dios, de
los cuales se hicieron semejantes reparos. La virtud, que los elevaba sobre el común
de los justos, los exponía a la censura aun de estos mismos justos que, no teniendo sus
luces, censuraban las máximas de esa alta sabiduría por la cual regulaban su
conducta. Tal fue la suerte de Juan B. de La Salle. Su devoción, hecha blanco de
contradicción por parte de algunas personas buenas, fue siempre motivo de envidia,
de censura o de persecución. Se le trató de hombre exagerado, obstinado y de
inteligencia muy limitada. Y a esto se reducía lo que contra él podían decir, pues la
santidad de su vida le ponía a cubierto de cualquier otro reproche. Sus enemigos más
declarados le miraban como santo, mientras por otra parte le tenían por imprudente.
Esta acusación de imprudencia casi nunca deja de caer tarde o temprano sobre las
virtudes extraordinarias y heroicas; y sobre ese pretenso defecto se apoyan cuando
quieren hacerles guerra.
Con todo, ahora que se considera sin pasión, sin preocupación y, sin envidia la
conducta del Fundador de los Hermanos, se nota que el espíritu del Señor, espíritu de
sabiduría, de inteligencia y de consejo, moraba en él, y que se lo había comunicado
Él, que es fuente de esos dones. Dios mismo, después de haberse complacido en dejar
la fama de su siervo a la crítica o a la envidia de gente poderosa y que gozaba fama de
sabia, se la devolvió con honra, y con mengua de los que antes le denostaban.

III. Los caracteres de la verdadera sabiduría, descritos por el Apóstol Santiago,


se manifiestan en el Fundador de los Hermanos
El santo Fundador triunfó al fin de la falsa prudencia de sus rivales, y la divina
Providencia demostró que tenía, en efecto, la sabiduría que viene de lo alto. ¿Cuáles
son los caracteres de esta celestial virtud? El apóstol Santiago (Sant 3) los describe
perfectamente, y éstos son los que encuentro en el Fundador de los Hermanos. Quae
de sursum est sapientia primum quidem pudica est. El primer carácter de la sabiduría
de lo alto es inspirar amor particular a la pureza de corazón, del cuerpo y del alma. El
santo sacerdote se aplicó durante toda su vida, con cuidado especial, a observar esa
triple pureza. Nada miraba con tanto empeño como el vigilar con exactitud sobre su
guarda; el huir de las menores circunstancias que pudiesen alterarla; el practicar por
este motivo una mortificación rigurosa, universal y continua de la carne y de los
sentidos; el tener atención incansable para evitar las sorpresas de la naturaleza y del
amor propio, y el estar en humilde desconfianza de sus luces y de su propio espíritu.
El segundo carácter de la sabiduría celestial es amar la paz, deinde pacifica, y
poner orden en todas partes, obrar siempre con regla y medida y hacer que la voluntad
de Dios sea el único principio de su conducta. ¿Quién no reconoce, en este retrato, al
virtuoso sacerdote, que, al parecer, se había impuesto la ley de ceder a todo el mundo,
142 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

hasta dejar su propia casa al saqueo de sus enemigos, de no defenderse contra


ninguno, de no entrar jamás en pleitos, de entregar a sus propios discípulos las
escuelas y los bienes que se apropiaban, rebelándose contra él, de someter a su
discreción los reglamentos que había prescrito y que eran autorizados tras largo uso,
de no disputar con nadie, como no fuera por el último lugar? ¡Qué orden había
establecido en su comunidad, aunque tan numerosa, de la gran casa de
<2-301>
París y de la de San Yon! Ochenta personas la habitaban, y cuando los forasteros
entraban en ella, la creían inhabitada. El silencio y la regularidad que reinaban en la
misma hacían su elogio y anunciaban su fervor.
El tercer carácter de la sabiduría de lo alto es la modestia, modesta. Pronto veremos
a qué punto nuestro virtuoso sacerdote llevó esa virtud. Viene después la docilidad,
suadibilis. La sabiduría, según Dios, hace el corazón dócil y el espíritu sumiso, no
permite que el alma siga sus propias luces ni que resista a los buenos avisos que le
dan, y se pone, por la humilde sumisión, en estado de obrar el bien. Dicho carácter se
manifiesta en el santo sacerdote desde la cuna hasta la muerte. Hijo de obediencia en
todos los tiempos y lugares, si hubiese cometido alguna falta contra la prudencia, no
habría que achacarla a él, sino a sus directores, pues haciéndolos dueños de su
persona, les hacía responsables de todos sus designios y de todas sus empresas. Jamás
tentó una sola sin el aviso de los que le guiaban; añadían o quitaban en su plan de vida
todo cuanto querían. Hijo dócil, alumno sumiso, seminarista ejemplar, discípulo
entregado a la dirección de sus guías espirituales, se mostró en todas las edades de su
vida modelo perfecto de obediencia; de ella dio ejemplo señalado hasta en su misma
vejez, cuando habitaba en el célebre seminario de San Nicolás del Chardonnet, en
París. Lo mismo era a la edad de sesenta y seis años, que había sido en San Sulpicio a
los diecisiete: humilde, amigo de la dependencia, pedía parecer en todo y permiso
para las cosas más insignificantes. Su docilidad en seguir los avisos de los sabios se
manifestó más aún en la supresión que hizo, según su consejo, de muchas prácticas de
penitencia, de mortificación y de humillación que había introducido en su comunidad,
bien por sus ejemplos, bien por sus instrucciones. Como por causa de ellas le
acusaban sus enemigos de celo exagerado e indiscreto y daban pie a las reprensiones
que le dirigían sus superiores, le aconsejaron que quitase algunas y moderase las
otras. Hízolo, pero no fue sin repugnancia, y tal vez nunca en su vida le obligó la
humildad a hacer a la opinión del prójimo mayor concesión. En fin, se había impuesto
como ley la práctica de la mortificación del juicio. He aquí cómo habla de ella en el
Reglamento que se había prescrito: La cosa que más a pechos he de tomar es el
renunciar a mi propio juicio y a mis propias luces, no siguiéndolas en nada, por lo
que a mí se refiere. Practicó esta resolución con tanta fidelidad como si se hubiese
obligado con voto.
El quinto carácter de la celestial sabiduría es la unión y el espíritu de concordia,
bonis consentiens. Ella enseña a vivir en paz con los siervos de Dios, a amar el bien, a
favorecer a lo menos con la aprobación todas las buenas obras, sin mirar la mano que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 143

trabaja en ellas, a estar presto para todo lo que puede contribuir a la gloria de Dios y a
la salvación del prójimo, y a ver con gozo que los otros, en sus empresas, obran
grandes cosas, reciben notables gracias y descuellan en toda clase de virtudes. Quien
conoció al señor de La Salle, le reconoce en ese retrato. Aunque no le gustase salirse
de su obra ni meterse en las que eran extrañas a sus fines, era amigo del bien y lo
procuraba en todas partes, en cuanto le era posible. Se interesaba por todo lo que se
refería a la gloria de Dios y cuando su mano no trabajaba en ello, a lo menos se
adhería de corazón. Si no consiguió siempre estar acorde con los émulos de su
Instituto, siempre guardó por su parte con ellos la paz y la unión.
<2-302>
Condescendió en todos sus deseos, cuando no se oponían al espíritu y a las Reglas de
la Sociedad. Así, como, estando en París, en la parroquia de San Sulpicio, por
condescender con los deseos del señor de la Barmondière, que estaba muy empeñado
en ello, admitió el trabajo manual, por más que no fuese de su gusto y lo considerase
como opuesto al bien de las escuelas. Guiado por este mismo espíritu, accedió a los
deseos del señor de la Chétardie, que manifestaba mucho empeño por el
establecimiento de una escuela dominical; y, para favorecer su éxito feliz, estimuló a
algunos de sus Hermanos a que se perfeccionasen en algunas ciencias que
conceptuaba peligrosas para ellos. Por esta misma condescendencia, recibió
favorablemente las representaciones que le hicieron sus discípulos sobre los funestos
escollos en que había tropezado la virtud de los dos Hermanos que enseñaban el
dibujo y los elementos de geometría. Cuando el Excmo. señor Desmarets, obispo de
Chartres, quiso aconsejarle un cambio en el modo de enseñar en las escuelas, le
encontró dispuesto a seguir su voluntad; pero aquél no pudo resistir el peso de las
razones que el siervo de Dios le presentó en un memorial. Habría que registrar toda su
vida, si se quisiesen exponer todas las circunstancias en que el virtuoso superior
sometió sus luces y sus inclinaciones a las de los demás, sacrificando en aras de la paz
y de la unión sus más caros intereses, cuando no se atravesaban los de Dios.
El sexto carácter de la sabiduría es la inclinación a obrar el bien y el gusto para las
obras de misericordia: Plena misericordia et fructibus bonis. Lo que pronto diremos
de la caridad del señor de La Salle para con el prójimo, nos manifestará a un hombre
lleno de compasión para con los pobres, ingenioso para hacerse útil a todos y procurar
en todas partes la gloria de Dios y la salvación de las almas.
El séptimo carácter de la sabiduría santa es la rectitud de espíritu que juzga bien de
todos y es enemigo de la crítica y de la censura, y que lejos de condenar a los demás,
huye de examinar su conducta, mucho más de juzgarla, cuando a ello no le obliga el
deber: Non judicans. Esta señal del espíritu de sabiduría brilla en toda la vida del
santo sacerdote. Blanco de la envidia, de la contradicción y de la censura, sufrió que
le reprobasen, que le juzgasen y condenasen sin murmurar, sin quejarse, sin querer
siquiera abrir los ojos para ver los defectos de los que tanto se empeñaban en notar los
suyos y exagerarlos. Llegó a tanta perfección su caritativa prudencia acerca de este
punto, que se impuso a sí una ley y dio a sus discípulos estrecha regla de no hablar de
144 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

persona alguna en vida, como no fuese para decir bien de ella. Por fin, la última nota
con la cual el Espíritu Santo, en la epístola de Santiago, caracteriza a la sabiduría
inspirada por Él, es la sencillez, sine simulatione: carácter infinitamente opuesto a la
falsa sabiduría del mundo, que hace de la disimulación el alma de su conducta. La
prudencia de los santos es, como ellos, sencilla, sin artificio, enemiga de la duplicidad, de
la astucia, amiga del candor y de la sinceridad. Eso es lo que admiraron en el siervo de
Dios los que le conocieron a fondo. Jamás hubo hipocresía en su conducta, ni en sus
palabras, ni en sus empresas. Sus labios no decían más que lo que él pensaba. La
verdad salía de su boca sin nubes ni sombras. Calla lo que la prudencia quiere que
ocultes. El silencio prudente e impenetrable encubría sus secretos, sin que tuviese
necesidad de ocultarlos por medio de la doblez o del engaño. Ese candor y esa
sinceridad le hacían amable, prevenían a las gentes en su favor y encaminaban sus
<2-303>
empresas a feliz éxito, mejor que las intrigas y todos los juegos de la política. El sí y el
no, es verdad o no es verdad, eran su constante lenguaje; y como, según las máximas
de Jesucristo, no añadía nada a sus afirmaciones o negaciones, se hacía acreedor a que
tuviesen fe en sus palabras, y obligaba a los más maliciosos a obrar con sencillez con
un hombre de tan buena fe. Digan lo que dijeren los hijos del siglo, ésta es la
verdadera sabiduría. Quien anda con sencillez, anda confiado. Qui ambulat
simpliciter, ambulat confidenter.
Este hombre cuyas intenciones eran tan puras; que no aspiraba a precipitar sus
planes con celo apasionado; que ponía en manos de la divina Providencia el éxito
feliz de sus empresas; que miraba todos los acontecimientos de la vida según el querer
de Dios y como venidos de su mano, y que prefería el beneplácito divino a cualquier
otra cosa, de ninguna manera necesitaba hacer uso de la astucia, de la política y de los
demás artificios de la prudencia del siglo. Fue tan extraordinario su amor a la verdad y
a la humildad, que prefirió arriesgar la pérdida de un legado que le habían hecho en
los últimos años de su vida, a recibirlo, reasumiendo la cualidad de superior de que se
había despojado para pasarla al Hermano Bartolomé. Con todo, no por eso perdió
nada en ello; pues el notario, que no estaba acostumbrado a semejantes actos de
virtud, consintió al fin en darle lo que le pertenecía, sin exigirle que firmase como tal
superior. El santo varón hallaba en su fe, en sus oraciones, en su habitual
recogimiento y en su unión con Dios esa sublime sabiduría que sobrepuja la sabiduría
humana tanto como el cielo a la tierra. Siguiendo esta conducta, se proponía, ante
todas las cosas, la gloria de Dios, que era el único fin de sus designios, según el
precepto de Jesucristo. Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33).
Mirando su propia santificación y la de los hijos espirituales que Dios le había dado,
como el blanco al cual unos y otros habían de apuntar sin cesar, para nada tenía cuenta
con todas las frívolas ventajas del mundo, según esta palabra de Jesucristo: ¿De qué
sirve al hombre ganar el universo entero, si llega a perder su alma? (Mt 16, 26).
Tenía en nada a todas las criaturas, miraba a Dios como soberano Señor que dispone
de todo; y consistía su principal sabiduría en acudir a Él, conseguir que le fuese
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 145

favorable y encomendarle sus empresas. No consultaba para esto ni a los sentidos, ni


a sus propias luces: la fe era la principal regla que le dirigía, cuando no podía recibir
los consejos de su director o de personas santas e ilustradas. Como toda su ambición
consistía en conocer y cumplir la voluntad divina, empleaba toda su prudencia en
aprender de boca de los mayores siervos de Dios, y de aquellos a quienes miraba
como eximios maestros en la ciencia evangélica.
La discreción en sus conversaciones merece particular elogio. Era tan reservado en
sus discursos, tan circunspecto en lo que decía, tan cuidadoso en no hablar fuera de
propósito, tan exacto en explicarse en pocas palabras y tan modesto en el tono y modo
de dar su parecer, que se echaba bien de ver que practicaba al pie de la letra esta
máxima que enseñaron los santos: pesar bien todas las palabras y no dejar escapar
ninguna que se quisiera retirar después de haberla pronunciado. Pronto siempre para
escuchar y tardo para hablar, según el consejo de Santiago, medía tan bien las
palabras que jamás se le oyó pronunciar una sola que fuese superflua, inútil, ligera o
indiscreta. Dueño de su lengua, sólo decía lo que el espíritu de Dios le permitía decir;
y todos sus discursos edificaban y llevaban a Dios. La verdad, la sabiduría, la caridad
ponían en todo tiempo freno en él a este miembro tan pequeño y tan difícil de
gobernar, según dice el mismo Apóstol.
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La verdad regulaba todas sus palabras, la sabiduría las sazonaba y la caridad las
consagraba. De modo que, siendo uno de los que no pecan en palabras, era hombre
perfecto, según aquella sentencia del mismo Santiago: El que no tropieza en palabra
es varón perfecto. Si quis in verbo non offendit; hic perfectus est vir. En efecto,
preciso es tener dominio sobre el corazón y sobre todas las pasiones para tenerlo
sobre la lengua. El santo sacerdote exigía de sus discípulos esa circunspección en las
palabras, de que les daba tan hermoso ejemplo. Les enseñaba a decir mucho en pocas
palabras y cerraba la fuente de ellas con sabia reprensión cuando eran difusos en sus
discursos. ¡Cuántas palabras inútiles! —les decía algunas veces—, con dos podía
expresarse igualmente. La reprensión era más severa, cuando se entregaban a
conversaciones indiscretas; tomando entonces un tono más vivo que de costumbre,
les echaba en cara su ligereza con esta pregunta: ¿Es por ventura el espíritu de Dios
quien le mueve a hablar?, o bien les decía: Aprenda a callarse para hablar mejor. Ya
se sabe: la caridad tiene un aguijón que pica, pero no hiere. Por este motivo el
prudente Superior mortificaba a veces a sus discípulos para corregirlos de sus
defectos. Estaban bien persuadidos de ello; por esta causa, aunque por lo pronto se
confundían y turbaban algo, luego trataba de restablecerlos en la paz del corazón. Su
discreción en hablar de los asuntos de la época, esto es, de las cuestiones relativas al
jansenismo, merece aquí especial mención. Persuadido de que el mejor modo de
sostener la sana doctrina es autorizarla con ejemplos de humildad y de caridad,
hablaba de tales materias delicadas como lo hubiera hecho un ángel, sin manifestar el
menor ímpetu de pasión, jamás sin necesidad, y siempre de modo tan humilde, tan
146 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

modesto, tan prudente, que se echaba de ver que la verdad hablaba por su boca y que
no buscaba más que volver a ella los corazones dóciles.
Si se encuentra en su vida alguna circunstancia en que al parecer le faltó la
precaución, como por ejemplo en las relaciones con aquel joven abate para la compra
de la casa de San Dionisio, examinando el caso con detenimiento se verá que tomó
todas las providencias que la prudencia podía dictar; pero la prudencia no nos pone
siempre a cubierto de la mala fe, de la pasión y de la calumnia; Dios permite algunas
veces que sus siervos sean víctimas de ellas. Todo contribuyó en este caso a la
condenación del inocente: la traición de su amigo, la dejadez culpable de los que
había tomado como protectores y la mala fe de los abogados a quienes consultó. Por
otra parte, el siervo de Dios, según su máxima constante, no quiso comparecer
en juicio, ni defenderse; prefirió sufrir detrimento en su reputación, antes que
defenderla.

IV. Más pruebas de la sublime sabiduría del señor de La Salle


Siguiendo paso a paso las sendas que anduvo el siervo de Dios, se descubrirá en él
la prudencia de la serpiente unida a la sencillez de la paloma; se le verá obrar por los
principios de esa sublime sabiduría que hace los santos, y que le conducía a él mismo
como por la mano. Siendo la sabiduría de los hombres locura delante de Dios, y la
sabiduría de Dios locura a los ojos del mundo, no hay que extrañar que se vean
siempre opuestas la una a la otra. El mundo llamó locura a la generosa resolución que
tomó el canónigo de Reims de despojarse de su canonjía y de su patrimonio; es verdad
que la carne y la sangre no le aconsejaban semejante sacrificio, pero el Espíritu Santo
lo inspiraba, lo pedía, y los frutos de tal desprendimiento probaron que fue efecto de
alta sabiduría. Si el santo varón se hubiese quedado como era, todavía su Instituto
estaría por nacer. Habría podido formar maestros de escuela para la ciudad de Reims,
mas no para todo el reino. Él rico, y ellos pobres, no se hubieran parecido, y esta falta
de semejanza habría igualmente perjudicado a la virtud y a la perfección que les
habían de ser comunes. Movido por este mismo espíritu de prudencia, ocultaba con
cuidado a aquellos hijos suyos a quienes no llamaba al
<2-305>
gobierno todo cuanto era innecesario saber y lo que les era saludable ignorar acerca
de los mismos negocios del Instituto, estando íntimamente persuadido de que tales
noticias y comunicaciones sólo sirven para distraer, turbar, inquietar, apasionar a los
que no habían de tener otro cuidado que el de su perfección. Esta sabia reserva
mortificaba a algunos de ellos, que le reprendían por ella y querían obligarle a ser
menos reservado con ellos; mas cerrábase la boca, contestándoles «que, no debiendo
de haber en una comunidad como la suya sino una o dos personas que interviniesen en
los negocios y en el cuidado de los intereses, los otros habían de concretar toda su
aplicación a sí mismos y a su santificación, y que la intervención que se les pudiera
dar en los negocios de la casa sólo serviría para turbarlos». Por este mismo espíritu de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 147

prudencia, nada revelaba a los Hermanos de los planes que tenía sabre ellos, y no les
avisaba de sus viajes más que en el momento en que habían de partir. Y aun tomaba
precauciones para que los otros no notasen la ausencia del Hermano. Tan sabia
conducta los mantenía a todos en el silencio, en el recogimiento, en la paz, en la unión
y en la igualdad de espíritu. Conservándoles unidos unos a otros por los lazos de la
caridad, se hallaban al mismo tiempo desasidos, desprendidos, y en la disposición de
no tener nada y de desear sólo a Dios.
Otro distintivo de esa sabiduría superior que guiaba a La Salle es la negativa que
opuso a los magníficos ofrecimientos de su arzobispo de fundar, establecer y
enriquecer su comunidad, y de multiplicar las escuelas cristianas gratuitas por todos
los lugares de su diócesis, con la condición de no extenderlas fuera de ella. Tan
ventajosa oferta hubiera, es verdad, librado al siervo de Dios de innumerables
cuidados y penas, dándole el consuelo de ver su navecilla, que estaba amenazada por
tantas tempestades y naufragios, llegar de repente a feliz puerto; pero un
establecimiento tan fácil, rápido y cómodo no se habría fundado en la pobreza
evangélica, ni hubiera sido marcado con la señal de salvación, que es la señal de la
cruz. La divina Providencia no habría tenido todo el honor de la obra. Además, la
diócesis de Reims habría sido la única en aprovecharse del nacimiento de un Instituto
que Dios preparaba en su misericordia para el servicio de la Iglesia de Francia.
Limitándole al estrecho círculo de una diócesis, habría detenido sus progresos, y,
aprovechando a una sola Iglesia, hubiera perjudicado los intereses de las demás; era,
pues, digno de esa sabiduría celestial que aprecia, únicamente según los intereses de
Dios y la salvación de las almas, no poner en parangón ventajas temporales y
perjuicios reales para la Iglesia.
El señor de La Salle no demostró menos luces en la constante resistencia que opuso
a la modificación del hábito de los Hermanos y del gobierno de su Instituto. Sus
mejores amigos y mayores defensores de su obra eran del parecer del público que
clamaba contra la nueva forma de hábito y pedía que lo cambiasen. Algunos querían
que se lo remplazase por la sotana y el manteo corto; es decir, pretendían que los
Hermanos se pareciesen a los jóvenes clérigos. Quien les oyera creerían que les
asistían las más sólidas razones, pero para juzgarlas bastaba confrontarlas con las del
siervo de Dios. La sola lectura de éstas hacía comprender que tenía luces superiores, y
que venían de lo alto. Por lo que se refiere al nuevo plan de dirección que al fin llegó a
introducirse en la comunidad durante su ausencia, sólo sirvió para que sus autores
conociesen por propia experiencia que toda su aparente sabiduría no había producido
más que muchos desórdenes. Manifestó también cuán vigilante y sagaz era para
precaver
<2-306>
lo futuro, cuando deshizo el proyecto de enviar al Canadá los Hermanos concedidos
al señor Charón. Éste, aunque hombre de bien, había sorprendido al Hermano
Bartolomé y a sus asistentes, ocultándoles el uso que quería hacer de los maestros de
escuela que pedía; pero el señor de La Salle, alumbrado por luz celestial, lo descubrió,
148 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

y la confesión posterior del señor Charón hizo patente la sabiduría celestial que
iluminaba al siervo de Dios. El párroco de Versalles, aunque hombre de comunidad, y
de comunidad muy regular, supo también por experiencia que el Superior de los
Hermanos tenía el don de discernimiento de espíritus y gozaba de luces poco
comunes. Los magistrados de la ciudad de Mende, lo mismo que su obispo, que
mantuvieron, a pesar de las observaciones del siervo de Dios, a los Hermanos que
dirigían aquellas escuelas, no tuvieron menos motivo de arrepentirse cuando fueron
testigos del poco orden que reinaba entre ellos. Vieron, pero ya tarde, que al
contradecir las luces del superior habían ocasionado la pérdida de los inferiores. Esta
misma luz le descubría a menudo las caídas de sus discípulos, o el enflaquecimiento
en la virtud, o las tentaciones más ocultas, o los proyectos secretos, o cualquier otra
disposición inferior disfrazada con apariencias hipócritas y virtuosas.
La misma sabiduría le iluminaba de tal modo acerca de la suerte de las varias
fundaciones que le pedían, que parecía leer en lo porvenir sus progresos o
decadencias, las contradicciones o los socorros que habían de esperar. De ahí venía la
pena que sentía para acceder a la fundación de ciertos establecimientos en apariencia
muy ventajosos y que prometían éxitos notables, mientras para otros, rodeados de
espinas, manifestaba santa ansiedad por concluirlos y constancia invencible en
allanar las dificultades que se presentaban. Para unos, aunque prometiesen las más
halagüeñas esperanzas, no se resolvía sino con repugnancia y casi a pesar suyo; para
los otros, aunque más gravosos y muy poco favorables, era todo fuego. Esto pudo
observarse en especial en las fundaciones de Chartres, de Calais, de Marsella y de
Ruán. La experiencia demostró que aquellas que fueron objeto de los deseos del santo
sacerdote fueron también aquellas en que Dios derramó más bendiciones y en las
cuales se complació en cambiar en flores las espinas. Al contrario, aquellas por las
cuales no sentía inclinación, no produjeron los abundantes frutos que prometían.

V. Su discernimiento de los espíritus


Haríame excesivamente prolijo si quisiera referir todas las ocasiones en que el
Espíritu Santo parecía ser guía del señor de La Salle y maestro que le enseñaba. El
santo sacerdote leía en el fondo de los corazones, y allí descubría lo que le querían
ocultar o disimularse a sí mismos. Parece como que veía sin velo el interior de sus
Hermanos y algunas veces el de otras personas. Los avisos que les daba, las reglas de
conducta que les prescribía, los defectos que les reprendía, los secretos de sus
conciencias que les manifestaba, sus exhortaciones y las sendas por donde los
conducía patentizaban a todos que su Padre tenía el raro don del discernimiento de los
espíritus y singular prudencia para dirigir almas.
Esa admirable sabiduría era efecto de su íntima unión con Dios. La sutileza natural
no puede llegar hasta aquí. No debe creerse que la discreción, que san Antonio ponía
al frente de las demás virtudes, y a la cual, según san Atanasio, daba el primer puesto,
el imperio y la conducta de las otras, sea la prudencia humana y el privilegio de un
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 149

espíritu elevado, extenso y penetrativo. No; trátase de esa prudencia sobrenatural que
produce la unión con Dios y que es el efecto de la pureza
<2-307>
del alma que mantiene con su Criador santo comercio y sociedad íntima, según lo
enseñan san Juan Clímaco y otros doctores de la vida espiritual. Esta profunda
sabiduría de tal modo es fruto de la perfección, que sólo se encuentra en los perfectos.
No es Moisés el único que sale de la conversación familiar con Dios irradiando
claridad. Ni siquiera es posible llegarse de cerca y asiduamente a ese Sol de Justicia
sin ser iluminado: Accedite ad eum et illurninamini. Acercaos a Él y seréis
iluminados. Llena de esplendores al alma que se le acerca: Implevit splendoribus
animam tuam. Llenará de resplandores a tu alma. Y estos esplendores aumentan, o
disminuyen según el tiempo que se pase en su compañía o según la proximidad. La
diferencia que existe entre Moisés y los demás ilustres siervos de Dios es que los
rayos de aquél herían la vista y la deslumbraban, mientras que los destellos de éstos
son interiores y a menudo se atenúan por la niebla de las humillaciones y los
menosprecios.
Fuera de esto, Nuestro Señor ha querido mostrarnos en su propia persona los
torrentes de luz que derraman en las almas puras la oración prolongada y el trato con
Dios, cuando apareció en el monte Tabor, con el rostro brillante como el sol y con las
vestiduras blancas como la nieve, pues quiso que este misterio glorioso fuera efecto
de su oración. Factum est dum oraret. Ocurrió cuando oraba. Allegaos a Dios —dice
Santiago— y Él se llegará a vosotros, y si queréis allegaros a Dios, purificad
vuestros corazones (St 4, 8). La oración nos lleva a Dios y nos lo acerca. El fruto de
esta unión, tanto como su principio, es la pureza de corazón y la iluminación del alma.
Por esto, bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios
(Mt 5, 8). Esta bienaventuranza evangélica compensa con creces el trabajo que al
principio pueda costar el ejercicio de la presencia de Dios.
El alma —dice san Buenaventura (De Theol. Myst., c. 3, parte 2)— adquiere
incomparablemente más luces y conocimientos por el ardiente amor que la une con su
Dios que por el estudio más profundo, la lectura más asidua, la instrucción de los
maestros más sabios y todo el trabajo del espíritu. Antes que él, lo había dicho el
Espíritu Santo: Los que teméis al Señor, amadle, y vuestros corazones serán
iluminados (Eclo 2, 10). La medida de vuestra inteligencia será la de vuestro amor.
Cuanto más santo seas, tanto más iluminado serás, porque sólo el santo vive en medio
de esta llama extraordinaria que le traspasa y quema sin consumirle. En esa fuente del
amor divino adquirió sus luces el siervo de Dios. Esta sublime sabiduría, que era el
alma de su conducta, fue el primer efecto de su oración y de su unión con Dios casi
continua; el segundo fue su modestia singular.
150 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

5. Admirable modestia del señor de La Salle

I. Otro efecto de su unión con Dios: su admirable modestia


El hombre interior —dice el Príncipe de los Apóstoles— manifiesta la hermosura
de su alma en la incorruptibilidad de un espíritu pacífico y modesto, que es rico
delante de Dios (I Pedro, III, 4). Por más que quiera ocultarse y envolverse en los
velos del silencio, de la pobreza y la humildad, su modestia, en opinión de los santos
(Amb. 1. off. I), cual destello de la divinidad, le hace traición y basta mirarle a la cara
para conocer lo que es. La sabiduría que resplandece en su semblante le descubre
(Eccle., VIII, 1), como el mismo Espíritu Santo nos lo enseña: brilla en su frente, y
con sus rayos hiere a los que le miran: cualquiera que le vea quedará al instante
prevenido en su favor. Su sola presencia basta para recomendarle y causar respeto a
su persona. Todo habla en honra suya y declara su virtud; el porte, el trato, el vestido,
la serenidad del semblante, su ademán, su mirada son como voces que proclaman
muy alto lo que es y le granjean la veneración.
<2-308>

II. Elogio de esta virtud


En este retrato trazado por la mano del mismo Dios, reconozco al santo Fundador.
Su singular modestia, que era manifiesta a los ojos de todos los hombres, según lo
exige el Apóstol a todo cristiano, les advertía que el Señor está cerca, mostrándoles al
santo sacerdote recogido por doquiera en su presencia, y en el porte grave que habría
tenido puesto a los pies de Jesucristo, si le hubiera visto con los ojos del cuerpo. Su
exterior amoldado a su interior, retrataba la bella imagen de su alma y de la paz que en
ella reinaba. La modestia le granjeaba el respeto de todos; daba a las otras virtudes un
atractivo particular, que las hacía amar al mismo tiempo que les servía de defensa y
seguridad. Es forzoso, en efecto, que la modestia tenga grandes encantos y que
produzca poderosas impresiones en los corazones, puesto que san Pablo, deseoso de
alcanzar algo de los corintios, les solicita por la modestia de Jesucristo (II Corintios,
X, 1). Lo que esta virtud obró en el Maestro, obra también en los discípulos en la
proporción que les conviene.
Cualquiera pensaría que san Ambrosio tenía presente al Fundador de los Hermanos
y que trazaba su retrato en esta pintura que hacía del hombre justo: La vista del
hombre justo —dice este Padre— que expresa por medio de la modestia y de un
exterior bien compuesto la imagen de Dios en su persona, es preciosa y de grande
fruto. Sus miradas comunican al alma cierta confusión y ese horror al vicio que suele
ser el principio de la santidad: los rayos de sus ojos transmiten algo de su virtud, su
sólo aspecto sirve de correctivo a los que lo necesitan y alegra a los perfectos. ¡Oh,
qué hermoso es el ser útil a los demás por la sola presencia! Quam pulchrum est ut
videaris et prosis! Este feliz efecto producía, en los que le miraban, el aspecto de este
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 151

sacerdote modesto. Su exterior recogido, humilde, mortificado y tranquilo convencía


de que tan rara modestia era uno de los principales frutos de la presencia del Espíritu
Santo, su fuente y principio, según nos lo enseña san Pablo, diciéndonos que uno de
los frutos de este espíritu divino es la modestia. Fructus autem spiritus modestia. (Gál
5). Este exterior servía de espejo a todos, porque mirándose cada uno en él y
comparándose con él, notaban sus propias faltas, las manchas de su alma, lo que les
faltaba y lo que tenían que enmendar. Ni aun los justos podían evitar el ruborizarse y
confundirse en su presencia, tanta era la distancia que veían entre ellos y él en las
sendas de Dios. Para recogerse y sentirse movido, bastaba mirarle. Algunos se
paraban a veces a contemplarle, para edificarse, humillarse o excitarse a la piedad.
Era para sus hijos práctica muy ordinaria el considerar a su padre para librarse de la
distracción o de la disipación de los sentidos, o del entorpecimiento en la oración, o
del descuido y flojedad naturales.
Encontraremos de nuevo al señor de La Salle en el hermoso cuadro que san
Atanasio trazó de san Antonio en la vida que escribió. Veíase pintada en su semblante
una modestia tan amable que ella sola bastaba para darle a conocer y distinguirle por
todas partes y entre toda clase de personas. La santidad y la pureza de su alma se
manifestaban en su fisonomía, que era siempre alegre, tranquila, inalterable. En
efecto, junto con la gravedad templada por la mansedumbre, se descubría en sus
facciones la expresión de alegría, que le hacía gracioso prestándole el semblante de
los santos, según la expresión de la Sagrada Escritura: Jucundus secundum faciem
sanctorum (Jdt 16, 24).

III. Su extensión a todo el hombre interior


Lo dicho hasta aquí se refiere a la modestia en general; digamos ahora algo de más
particular, y bajemos a examinar los elementos de esa virtud. Todos saben que la
modestia cristiana es la virtud que mantiene todos los sentidos en la honestidad y
regula bien todo nuestro exterior; por respeto a la presencia de Dios y para edificación
del prójimo. Lo exterior es su objeto, y la conveniente honestidad, su fin; su motivo es
la presencia de Dios; su fundamento, la perfecta mortificación; su alimento es el
recogimiento, y la edificación del prójimo es su
<2-309>
efecto. La modestia, por consiguiente, tiene jurisdicción muy extensa, pues aplica el
compás y la regla a todos los sentidos, miembros y movimientos del cuerpo. Ella
gobierna con cuidado la cabeza, dirige los ojos, compone el semblante, enseña a
andar, vigila las palabras, el tono y el modo de hablar, y presta al cuerpo el
movimiento y la postura que el decoro le inspira; y todo esto sin tener cuenta para
nada la mirada de la naturaleza, movida únicamente por el recuerdo de la presencia de
Dios, que inspira al hombre profundo respeto y le mantiene en santo temblor y en
profundo anonadamiento delante de su infinita Majestad.
152 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

IV. Cuán necesaria es esa virtud al sacerdote


Fácil es convencerse de que la modestia supone gran mortificación y continua
vigilancia para conservar el recogimiento. También es verdad que esta virtud,
santificada en la persona del mismo Jesucristo, es la herencia de los cristianos más
perfectos; que ella es el complemento de las virtudes, que es su brillo y ornamento, y
que sin ella falta siempre algo a la perfección. Aunque parezca vulgar, es toda
celestial y divina. Podrá poseer exquisitas virtudes el sacerdote, mas no cumplirá
todas sus obligaciones, si no le adorna gran modestia, pues estando colocado como
faro sobre alta montaña para alumbrar y edificar, si ha de tener toda clase de virtudes,
debe poseer ésta en grado eminente. En efecto, la experiencia enseña que nada
escandaliza tanto al pueblo, ni causa tanto perjuicio a la religión, como la falta de
modestia de los eclesiásticos. La santidad de su estado no puede tolerar en el exterior
ni en lo interior el menor desarreglo, y así condena todo cuanto hiere a la honestidad.
Por esto el santo concilio de Trento (Ses. 22 de Ref. c. 1), al renovar los avisos que
otros concilios y los santos Padres habían dado a este propósito a los eclesiásticos, les
encomienda que todo su exterior manifieste un espíritu lleno de religión, y que sus
vestidos, gestos, ademanes, palabras lleven las señales de la gravedad y de la
modestia que pide su estado. Dudo se encontrara un eclesiástico más fiel que el señor
de La Salle a esa regla de la Iglesia. Al aplicarle lo que se ha dicho de san Bernardo,
no temo adelantar que su modo de andar y todo su exterior eran tan modestos y tan
bien regulados que sólo expresaban humildad, sólo respiraban piedad, sólo
presentaban un aire de gracia que inspiraba respeto y alegría a los que le miraban
(L. 3 ejus vita. c. 2).
Para particularizar más aún su modestia es preciso referir aquí las prácticas que de
ella prescribió en su Regla, pues no puso allí más que lo que hacía, y se puede decir de
él, ya en lo concerniente a esta virtud como a todas las demás que inculcó, lo que se
dice de Jesucristo: primero hizo y luego enseñó.

V. Reglas que dio a los Hermanos tocante a la modestia


He aquí el capítulo XXIII de su Regla sobre la modestia:
«Puede decirse en general que los Hermanos deben mostrar en todas sus acciones
exteriores gran modestia y humildad, unidas juntamente con la sabiduría que requiere
su profesión. Mas para guardar la modestia que les conviene observarán las
prescripciones siguientes:
— Llevarán siempre la cabeza derecha, inclinándola un poco hacia adelante; no la
volverán atrás ni de un lado a otro. El recogimiento será de tanta importancia para los
Hermanos, que lo mirarán como uno de los principales sostenes de la sociedad, y la
disipación de los ojos como origen de toda clase de desórdenes en una Comunidad.
Para adquirirlo tendrán de ordinario los ojos bajos, sin alzarlos excesivamente ni
volverlos de un lado a otro.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 153

— Andarán pausadamente y en silencio, guardando gran recato en los ojos y en


todo el exterior, no balanceando los brazos, y evitando la demasiada precipitación, a
no ser que alguna necesidad les obligue a apresurarse.
<2-310>
— Procurarán que sus gestos y todos los movimientos de su cuerpo sean tales que
puedan dar edificación a todos.
— Finalmente, tendrán siempre los hábitos limpios y aseados y los llevarán con la
decencia y modestia propias de una persona de su profesión».

VI. Él las practicaba al pie de la letra y con mucha perfección


Antes de dejar por escrito las Reglas de la modestia, el siervo de Dios había
procurado desde mucho antes autorizarlas por medio del uso continuo, más aún con
los ejemplos propios que con las lecciones. Las observaba todas escrupulosamente y
al pie de la letra.
1.° Por lo que toca a la modestia en los hábitos, supo conciliar siempre la limpieza
y aseo con la mayor pobreza. Si eran pobres, usados y del paño más basto, jamás se les
veían rotos, ni sucios. No se quitó la sotana en toda su vida sino para acostarse; la
llevaba siempre tanto en el campo como en la ciudad, en país extraño como donde
vivía; en los largos y frecuentes viajes a pie, nunca se la levantaba más arriba de la
rodilla. La tenía de tal modo cerrada que no se veía nada de los vestidos interiores; era
fiel a esta práctica aun en las enfermedades y delante de sus discípulos más
familiares. Traía el cabello corto, según los decretos de los concilios, y la corona
siempre bien formada y recién hecha.
2.° Para andar, según las reglas de la modestia que los santos enseñaron, nunca se
le veía correr, ni ir demasiado aprisa, sin legítimo motivo; tampoco andaba con
demasiada lentitud, arrastrando los pies o moviéndolos perezosamente, llevando un
paso tardo y pesado. En el andar evitaba agitar la cabeza, los brazos, las manos o el
cuerpo; y estos defectos, de que tan cuidadosamente se preservaba, tampoco podía
sufrirlos en sus discípulos. Pero, por otra parte, tampoco aparecía en su ademán
ninguna cosa afectada ni estudiada en demasía, ni grave con exceso, antes todo
respiraba la santidad propia de su estado.
3.° Con respecto a la fisonomía y porte, se le veía siempre con semblante alegre,
sereno, cándido, tranquilo, sin afectación, sin encogimiento, con expresión de
bondad, de dulzura y de piedad, muy a propósito para llevar a Dios y ganarle los
corazones. Tenía ordinariamente la cabeza derecha, no la levantaba ni la bajaba, ni
inclinaba a uno y otro lado, a no ser que hubiese motivo para ello. Como según él la
modestia de los ojos era la cosa más trascendental y de más serias consecuencias, y
que más recomendaba a sus Hermanos, era también el punto acerca del cual más
vigilaba, o más bien, se había hecho una costumbre tal de tenerlos bajos que parecía
en él cosa natural. Jamás los fijaba en nadie con excesivo detenimiento. Las miradas
154 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

que cruzaba con su interlocutor no eran frecuentes ni precipitadas, sino suaves,


humildes y respetuosas.
4.° No era menor la gravedad que guardaba en su aire y en su postura; nunca
permanecía encorvado ni inclinado a ninguno de los lados, sino derecho, sin
encogimiento ni afectación. Nunca se apoyaba, y no solía cambiar de postura o de
situación. Tampoco se le veía acodarse en los muebles, o cruzar los pies, o poner las
piernas una encima de otra.
5.° No era menos notoria su modestia en las conversaciones; cuidadoso para no
hablar ni mucho ni poco en demasía, quería que esa misma regla siguieran sus
discípulos, según se ha dicho, y no podía tolerar que amontonasen muchas palabras
para expresar lo que se podía en pocas; aún menos podía sufrir a esos hombres
locuaces que no dejan a los demás tiempo para hablar, ni a esa gente poco atractiva
que, por un silencio fuera de propósito, se hace pesada en la conversación.
<2-311>
Como él era exacto en no interrumpir a los que hablan, ni replicarles con respuesta
precipitada, como tampoco manifestar el primero su parecer, o afirmar sobre todo su
idea, prescribió estas mismas prácticas a los Hermanos.
El tono de su voz era suave, ni demasiado alto ni demasiado bajo, severo cuando el
caso lo requería, jamás impetuoso o magistral, y, menos, desdeñoso y apasionado.
Nunca salían de su boca discursos exagerados, noticias del mundo, burlas,
adulaciones, palabras de vanidad, de ostentación, de propia alabanza o estima, ni
nada que pudiese herir la humildad, el decoro, la verdad, la caridad; en una palabra,
evitaba todo lo que podía disgustar a los que trataba. Para impedir las faltas de la
lengua que él y sus discípulos podían cometer, puso como barrera impenetrable las
santas reglas que prescribió en el artículo de las recreaciones, y puede decirse que
practicaba admirablemente este aviso del Apóstol: Sea vuestro discurso agradable,
salpicado de sal (Col 4, 6).

VII. Su modestia en la iglesia


Su modestia en la iglesia era sobremanera admirable. Al entrar en ella, mostrábase
su viva fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía por el más profundo
respeto y por su exterior lleno todo de religión. La impresión de la Majestad divina
que habita en el templo le mantenía allí, como los puros espíritus en el cielo, en el
anonadamiento, el amor, la adoración y los homenajes, que terminaba con pena. Se
veía en él a un hombre que miraba el lugar santo con ojos siempre nuevos, y que sabía
oponerse a la impresión de los sentidos y del tiempo que obran insensiblemente en el
espíritu y después en el corazón. Allí, al pie de los altares, descubría cada día nuevos
abismos en la humildad y caridad de la divina Víctima que es inmolada, y en sí mismo
nuevos motivos de humillarse, de temblar y de adorar. En la iglesia nunca se apoyaba,
si bien era éste un alivio del cual solía privarse en cualquier parte que estuviera. Aun
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 155

el sentarse se permitía raras veces en ella, y siempre veía con pena a los que buscaban
en el lugar santo postura cómoda, diciendo que Dios merecía que nos mortificásemos
algo para rogarle.
Como quiera que la modestia es la virtud que regula las conveniencias y mantiene
ordenado todo el exterior, no hay otra que más respeto atraiga al ministro y al
ministerio, y que más lejos esparza el buen olor de Jesucristo: eso se experimentaba al
ver al señor de La Salle. Todo en él era medido sin afectación, concertado sin
artificio, todo le granjeaba la estimación y el respeto. Accesible a todo el mundo,
venerado por cualquiera que no tuviese interés en desacreditarle, amable a los ojos de
todos aquellos que no eran sus rivales o sus enemigos declarados, inspiraba la
confianza por su aire bondadoso y el respeto por la majestad de la virtud.
Jamás se le veía airado es el elogio que hace de san Martín el autor de su vida, y me
creo con derecho de aplicarlo al siervo de Dios, según el testimonio de los Hermanos
que vivieron con él. Jamás se le veía airado —dice uno de ellos—, nunca
emocionado, jamás triste; pero reía raras veces. Era siempre el mismo; la alegría
celestial que se manifestaba en su semblante hacía que se le mirase como hombre
elevado sobre la naturaleza del hombre. Tenía a Jesucristo en la boca; la piedad, la
paz y la misericordia en el corazón. Así que parecía más bien ángel que hombre,
aunque la pobreza y la humildad le despojasen de las exterioridades que impresionan
los sentidos y
<2-312>
hacen mella en los hombres carnales. La virtud de Jesucristo se dejaba sentir en él, y
la serenidad de su semblante, unida a la tranquilidad que en él se reflejaba, le abrían el
corazón de sus discípulos.

VIII. Efectos de su modestia en los que le veían


Los discípulos del santo Fundador iban a él como hijos a un padre tierno,
modestamente gozosos, afables y comunicativos. Como nunca notaban en él esos
cambios de semblante que expresan la alegría o la tristeza, no les era posible adivinar
si experimentaba alguna pena o algún contento; en fin, como le veían siempre igual y
dueño de sí mismo y no era preciso estudiar su humor ni escoger los momentos
propicios para acercársele, su sinceridad y su confianza no menguaban y eran
siempre invariables. Quejábasele en cierta ocasión un Hermano Director de que los
inferiores que estaban bajo su dirección no le tenían confianza. «Suya es la culpa —le
contestó—. ¿Por qué no procura adquirir esa igualdad de espíritu que le es tan
necesaria? Sus Hermanos se quejan de que jamás se le ve igual, y dicen comúnmente
que se parece a las puertas de una cárcel». Lo cual demuestra bastante que los
llamados a guiar a los demás en las vías del Señor deben aplicarse a moderar de tal
modo sus inclinaciones que se note siempre en su semblante la santa bondad del
Salvador, de quien hacen las veces. Bien es verdad que los súbditos no debieran
atender al aire y a las maneras de los superiores y les habría de bastar el saber que,
156 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

dirigiéndose a ellos, se dirigen al mismo Jesucristo; pero no todos han adquirido aún
la virtud de vencer de tal modo sus impresiones que sepan entregarse a un hombre
inconstante, que cambia a cada momento de disposiciones.
Al emplear el señor de La Salle este lenguaje, hablaba el de san Bernardo, ya sea
que lo hubiera estudiado, ya sea que el mismo espíritu que lo había dictado a ese gran
santo se lo hubiese inspirado a él. La santidad —decía el abad de Claraval a su
antiguo discípulo, elevado a la silla de San Pedro—, la santidad sienta bien en
vuestra casa, la modestia debe adornarla y la honestidad, y su custodia ha de ser la
Regla. Os recomiendo no la austeridad, sino la gravedad, pues ésta sirve de freno a
la liviandad y la otra aleja a los débiles. Si os falta la última, os haréis despreciable;
si la primera os acompaña, os haréis odioso. El término medio entre las dos es lo que
os conviene. No seáis, pues, ni severo ni débil. Nada más grato que ese justo
temperamento que sabe conciliar la bondad con la firmeza, y que hace al hombre
afable sin hacerle despreciable por la demasiada familiaridad ni pesado por su
severidad. (L. 4 de consid. c. 6). Si el siervo de Dios no había estudiado en san
Bernardo ese lenguaje tan poco común y tan de desear, había cuando menos logrado
expresarlo en su persona, pues poseía perfectamente el arte de ser afable sin parecer
austero o demasiado familiar. Así mantenía en sus discípulos el respeto que debían a
su persona, y les facilitaba la práctica de aquel candor, sencillez, sinceridad de
corazón y confianza que hacían su ministerio tan útil y grato.

IX. Celo del santo sacerdote en inspirar a sus discípulos mucha modestia
Si este Superior fue modelo nada común de modestia, se puede decir para honra de
sus discípulos que le han imitado perfectamente y que se han amoldado a él. No se
contentaba con darles en su persona ejemplo vivo de esta virtud; se aplicaba además
con particular cuidado a enseñársela. Las reglas que les dejó acerca de este artículo
manifiestan el empeño que ponía y el celo que extremaba para formarlos bien en la
práctica de una virtud que juzgaba esencial a su profesión. Era tan exacto en
hacérselas observar y en que fuesen fieles
<2-313>
a las menores, que quienes las quebrantaban podían esperar de él la reprensión y hasta
la penitencia. Cuando le pedían el motivo de tal firmeza, contestaba que nunca se
inculca demasiado la modestia a aquellos que deben predicarla a los demás. «Una de
las virtudes más necesarias a los Hermanos —decía— es la modestia. No debe
notarse en ellos nada que no respire gravedad; y todo lo que huele a liviandad debe ser
enteramente desterrado de la Sociedad». No quería que las conversaciones que se
tenían después de las comidas disipasen demasiado el espíritu. Basta —decía— que
sean agradables y que, al recrear el cuerpo, edifiquen al alma. Por esto excluyó de
ellas toda clase de juegos, aunque inocentes, porque a menudo se corre el riesgo de
herir la modestia en ellos; exigía que los Hermanos empleasen todo el tiempo de la
recreación en hablar de Dios y de las virtudes propias de su estado, y esto de manera
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 157

agradable. Prohibía las carcajadas y no las dejaba sin castigo. Tampoco permitía que
so pretexto de recrearse dijesen chanzas y chistes; menos aún nada que pudiese
mortificar a los presentes, ya remedándolos, ya ridiculizándolos. Todo eso —decía—
sólo sirve para herir la caridad y ofender la modestia. Obligábales a ser tan rigurosos
en ese punto ya que no sólo, según él, se ofendía con esto la modestia, sino que se
exponía uno a perder en un día las virtudes que había adquirido a fuerza de duros
trabajos, en varios años; esto era evaporar en un momento la devoción, resucitar la
tibieza y la pereza en el servicio de Dios; en una palabra, era salir de sí mismo fuera de
propósito, y por consiguiente del reino de Dios, que está dentro de nosotros; era
desdeñar los bienes verdaderos y eternos para disiparse al exterior y buscar allí vano
consuelo por alguna gracia o algún chiste. Lo cual es pura vanidad y locura
engañadora.
Si vigilaba con tanto cuidado para que los Hermanos no traspasaran los límites de
la modestia en sus conversaciones, no tenía menor vigilancia para que fuesen también
muy modestos en todas las demás ocasiones, y particularmente al andar; quería que
tuviesen los ojos bajos y los brazos cruzados, y cuando advertía a uno que andaba con
disipación, se paraba luego como si se hubiese recreado en mirarle, y acercándose a él
le decía con mucho agrado: ¡Ay! Hermano mío, tenga mucho cuidado con sus ojos.
Habiendo visto una vez al Hermano Bartolomé, entonces maestro de novicios, que
andaba balanceando los brazos, no le dijo nada por entonces; pero algún tiempo
después le reprendió esta falta en la carta que le escribió, añadiendo algunos otros
buenos avisos. «He visto en San Yon que andaba con los brazos caídos con
negligencia —le decía—; es cosa indecorosa para un maestro de novicios que ha de
ser en todo el modelo de aquellos a quienes instruye. Es preciso que ande muy
pausadamente, y con los brazos cruzados, y no permita a sus novicios que vayan de
otra manera». La modestia cristiana es el efecto del recogimiento, y el ejercicio de la
presencia de Dios, el alma de ella; de modo que el prudente Superior no solía separar
nunca estas virtudes al recomendarlas a sus discípulos. La mayor parte de las
lecciones que les daba, ya de viva voz, ya por escrito, eran apremiantes exhortaciones
acerca de este punto. «Andad recogidos —decía a menudo— y tendréis la presencia
de Dios, y si al contrario os dejáis llevar de la disipación, seréis el receptáculo de
todos los vicios». En las frecuentes cartas que escribía a uno de sus hijos, le exhortaba
al recogimiento y a renovar de continuo la presencia de Dios. «La disipación y la
curiosidad —le dice— son enorme mal en el servicio de Dios. Trabaje, pues,
Hermano mío, en restaurar su interior; bien sabe que esto es lo principal y lo que
conduce a Dios.
<2-314>
Sus ojos son los dos mayores enemigos que tiene: he aquí por qué debe vigilarlos
continuamente para no dejarles ver sino lo que la necesidad exige. El mayor bien que
puede procurarse es el recogimiento, y cuando lo haya adquirido, podrá decir lo que
Salomón dijo de la sabiduría: Que todos los bienes le han venido con él. La curiosidad
es uno de los mayores impedimentos para conservar la piedad; guárdese de ella y
158 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

aplíquese sobre todo al recogimiento y a la presencia de Dios: es el medio más seguro


para hacerse hombre interior. Por amor de Dios trabaje en ello, ya ve los males que la
disipación le causa; conque refrene sus ojos y su lengua. Nada le importe tanto como
esta práctica; por este medio Dios le mirará con ojos benignos en sus ejercicios, y le
excitará a hacerlos bien tanto interior como exteriormente, que Dios no pide sólo lo
exterior de sus acciones, sino que se hagan con buenas disposiciones interiores».
Concluye todos sus avisos con estas palabras: «Se queja de que ha de combatir con un
ejército de pensamientos inútiles; si se aplicase bien a la presencia de Dios, no le sería
tan fácil el tenerlos inútiles».
A otro Hermano que le da cuenta de su interior, le manifiesta ser su mayor defecto
el no conservar bastante la presencia de Dios en sus acciones. Le contestó en estos
términos: «Aplíquese mucho a la presencia de Dios, Hermano mío, mire esta práctica
como su soberana felicidad. La reserva y la atención sobre sí mismo ha de bastar para
procurársela. Le servirán de medios para vencerse en las ocasiones, le impedirán
hacer sus acciones de modo rutinario y le inducirán a tener siempre a la vista la
voluntad de Dios, que es la única cosa que ha de tener por fin. No sin motivos dice que
es demasiado disipado; cierto es que lo es demasiado, Hermano mío, pues el
pensamiento y la presencia de Dios le son extraños, y no están en usted ni aun en los
ejercicios más santos. Le suplico que procure obrar siempre por Dios y por
sentimientos de fe, puesto que ése es el espíritu de su estado. Le compadezco mucho
en la circunstancia en que se encuentra y siento de veras la pena que experimenta de
verse obligado a rechazar de continuo los pensamientos inútiles que le agobian; pero
si he de decirle la verdad, sólo le molestan en esa forma porque no hace sus ejercicios
con bastante fervor, y emplea el tiempo en muchas cosas inútiles. Esfuércese, se lo
suplico en el nombre de Jesucristo, en vencer su negligencia sobre esto, pues nada le
puede perjudicar tanto en el servicio de Dios. Quedo en su santo amor, etc.».

X. Importancia particular que el santo sacerdote concedía a la modestia de los ojos


Entre todas las prácticas de modestia, la que el siervo de Dios tomaba más a pechos
y miraba como más importante es la vigilancia sobre las miradas; y a lo que más se
aplicó fue a procurar a sus Hermanos la modestia de los ojos, persuadido de que con
ella se cierra la puerta a las malas ideas, a las tentaciones y a los pensamientos
inútiles. Por eso la recomienda con mucha eficacia en la Regla del Hermano Director,
artículo 22: «El Hermano Director tendrá tal concepto de la importancia del
recogimiento para él y para los demás, que lo mirará como el principal sostén interior
<2-315>
de la piedad, y la disipación de los ojos como origen de toda clase de desórdenes en
una comunidad». En las exhortaciones que dirigía a los Hermanos sobre este
particular, citaba siempre este paso de la Escritura: la muerte ha entrado por nuestras
ventanas, esto es, por nuestros ojos; y estas otras palabras del Cantar de los Cantares:
Tú heriste mi corazón, oh hermana mía, Esposa amada, heriste mi corazón con un
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 159

solo cabello, esto es, con una sola mirada tuya. Llegando un día a cierta casa del
Instituto, preguntó al Hermano Director si sus Hermanos eran muy interiores; a lo que
respondió que todos se portaban con bastante virtud. Ya lo veré hoy en el comedor,
replicó el señor de La Salle, dando a entender que juzgaría de ello por su vigilancia o
negligencia en mortificar la vista en el comedor. Habiendo notado que uno de ellos
tenía los ojos disipados, dijo después en particular al Hermano Director que cierto
Hermano que le nombró tenía unos ojos horribles. Usaba ordinariamente de esa
expresión para demostrar cuánto horror profesaba a la disipación de los ojos. Si la
modestia de los ojos fue una de las prácticas que más recomendó a sus hijos el santo
Fundador, toda su vida tuvo el consuelo de encontrarlos generalmente dóciles en este
punto, pues el único uso que hacían de la vista en las calles y en público era para mirar
precisamente por donde andaban y nada más. Se habían acostumbrado a tener los ojos
tan humildemente bajos que pasaban sin ver ni mirar a nadie, de modo que volvían a
casa con el espíritu tan libre de ideas de los diferentes objetos que atraen la atención,
como en el momento de salir de ella, y tan recogidos como si hubiesen permanecido a
los pies del Santo Cristo.

XI. Fruto que produjeron en los Hermanos las lecciones y los ejemplos
de modestia que les daba el señor de La Salle
La gran modestia de los discípulos del siervo de Dios hacíales todavía más notorios
que su hábito, con ser éste entonces muy singular, y tanto los distinguía que se les
miraba como hombres mudos, ciegos y sordos, pues andaban en silencio, los ojos
medio cerrados y como tapados los oídos. En una palabra, todo el mundo los vio, en
medio de París y en las más grandes ciudades del reino, andar como anacoretas por un
desierto. Su modestia no era menor en casa. Vigilantes en la guarda de los ojos, según
su Padre les recomendaba con tanta instancia, iban y venían por los patios y jardines,
sin permitirse levantar sus miradas ni fijarlas en cuanto los rodeaba y parecía
solicitarlos. He aquí un ejemplo edificante dado por el portero de San Yon. Ese buen
Hermano, retirado no hacía mucho del ejército donde había servido como soldado
raso, era tan recogido y tan mortificado en el uso de la vista que abría la puerta sin casi
levantar los ojos. Contestaba y hablaba sin fijarse en nadie. Su reserva en ese punto
era tan exacta que ni siquiera conocía al superior externo que había sido nombrado
para la casa de San Yon cuando el señor de La Salle se hubo retirado a Provenza. Ese
eclesiástico, con todo, iba a menudo a San Yon, reunía a veces a los Hermanos y les
hablaba en común y en particular. Parecía que había de ser conocido sobre todo del
portero, puesto que le había abierto a menudo la puerta y hablado; sin embargo de
esto, el buen Hermano no le conocía más que a otro cualquiera, como se echó de ver
en varias circunstancias y en ésta. Ese eclesiástico se paseaba por la huerta; el
Hermano se le acercó con los ojos bajos y le rogó humildemente que se retirase,
porque tenía orden de que al llegar el señor... hiciese salir a todo el mundo.
Sorprendido dicho superior de semejante observación, hizo notar al Hermano que
160 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

abriese los ojos para reconocerle, y quedó aún más sorprendido de la respuesta del
portero, quien, después de haber fijado la vista, le contestó que no le conocía.
He aquí hasta dónde los hijos, llenos del espíritu de su Padre, llevaban la vigilancia
<2-316>
sobre los sentidos y singularmente sobre los ojos. El señor de La Salle les había
inculcado tanto que los ojos son las ventanas por donde la muerte del pecado entra en
el alma, que para cerrarle todos los accesos se hacían medio ciegos, no dando más
extensión a sus miradas que la necesaria para dirigir sus pasos.
En efecto —dice san Jerónimo—, los vicios penetran en el alma por los cinco
sentidos como por ventanas. El castillo del espíritu no puede ser cogido si el enemigo
no entra en él por esas puertas. Le asaltan, y cuando se apoderan de él es por la vista,
por el oído, por el olfato, por el gusto y por el tacto. La experiencia diaria harto nos lo
enseña a expensas nuestras. Si vuestro ojo ha mirado inconsideradamente —dice san
Ambrosio—, ha pervertido vuestro corazón, si vuestro oído se abrió con curiosidad
o ligereza, ha llenado vuestro espíritu de distracciones y pensamientos extraños; si
vuestro olfato se ha permitido alguna satisfacción, ha reblandecido vuestra alma;
si vuestra boca ha satisfecho su sensualidad, vuestra conciencia ha quedado
manchada. Nada más verdadero que lo que dice el profeta Jeremías: La muerte entró
por la ventana. La ventana es vuestro ojo; cerradlo y conservaréis la vida.
Existe entre la guarda de los sentidos, sobre todo el de la vista, y la pureza del alma
tan estrecha unión, que lo que hiere los sentidos va hasta el alma y penetra en su
interior, asolándolo y desordenándolo todo. La modestia de las miradas es, pues, de la
mayor importancia para el alma atenta a cultivar su interior: es para el esposo sagrado
un jardín cercado, fuente sellada; así se expresa el Espíritu Santo en el Cantar de los
Cantares (Cant 4, 12).
A fin de hacer a sus Hermanos hombres interiores, el señor de La Salle procuraba
convertir, por decirlo así, a todos sus hijos en ciegos, sordos y mudos, a imitación de
los antiguos Padres del yermo, quienes, según refiere Casiano (L. 4. Inst. c. 1), daban
por máxima que para llegar a la perfección era preciso cerrar los ojos, los oídos y la
boca; esto es, usar de ellos con tal sobriedad y reserva que así como Jesucristo dijo de
san Juan que ni comía ni bebía, porque no tomaba casi nada, así también pueda
decirse de los aspirantes a la perfecta virtud que son ciegos, sordos y mudos, por no
conceder a sus sentidos sino lo que no se les puede negar por el uso de la vida y de las
relaciones sociales. Por ahí se ve cuánta razón llevaba el santo Fundador al
encomendar a sus Hermanos la práctica que san Pablo parece dar como señal de
predestinación: Revestíos de modestia, como escogidos de Dios, santos y amados.
Induite vos sicut electi Dei, sancti et electi modestiam (Col 3, 12).
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 161

§ 6. La perfecta regularidad del fundador de los Hermanos

I. Prueba de la eminente caridad del señor de La Salle para con Dios:


su perfecta regularidad
Considero la perfecta regularidad como virtud universal que influye sobre todas las
demás, las pone en movimiento, señala a cada una el tiempo, el lugar y la medida,
regula su duración, su manera y ordena su arreglo, su práctica y todas sus
circunstancias. En esto parece tener estrecha relación con la justicia, que, en estilo de
la Sagrada Escritura, no es sino la santidad o el conjunto de las virtudes. Felices los
que tienen sed de justicia, esto es, que arden en deseos de santificarse. Buscad el reino
de Dios y su justicia, esto es, las virtudes y las buenas obras que conducen a Él y son
su mérito.
En efecto, si se examina el motivo, la esencia, el fin, los caracteres y efectos de lo
que llamamos regularidad, se verá que es una virtud general que
<2-317>
abarca las demás, las anima, se encarga de ordenarlas, valorarlas, determinar su
ejercicio y reducirlas a la práctica.
El deseo de agradar a Dios, de hacer todas las cosas, así pequeñas como grandes,
por amor suyo, de cumplir en todo su voluntad, de procurar su honra y su gloria con
cada una de nuestras acciones, es el motivo que la dirige. Su naturaleza es ordenar y
regular todas las acciones del hombre; tener a raya las inclinaciones perversas de la
naturaleza y del corazón; refrenar sus pasiones y sus vicios y destruirlos hasta en sus
raíces por el sacrificio continuo del espíritu, de la propia voluntad y del amor propio.
Su fin es cautivar la libertad del hombre y su propensión a la independencia, tenerle
en continua sujeción y cerrar todas las entradas del pecado en su alma, manteniéndola
en la exacta observancia de los mandamientos de Dios y de los consejos evangélicos.
Sus efectos son no dejar ningún momento vacío para la eternidad, vivir vida llena de
méritos y de días para el cielo, consagrar por medio de la obediencia las acciones más
insignificantes y santificar todo en el hombre, el reposo, así como el trabajo, aun los
actos naturales, sin exceptuar los más bajos y animales. Sus caracteres son el
recogimiento, el espíritu interior, la aplicación a no hacer nada sin pureza de
intención, la alegría, el fervor, la igualdad de espíritu y el cuidado de ofrecer todas sus
acciones a Dios, en unión con las de Jesucristo.
Tuve, pues, razón al decir que la perfecta regularidad es virtud universal que
influye sobre todas las demás virtudes, que es su alma y sostén, y que se le puede
aplicar el nombre de justicia en el sentido de la Escritura, esto es, en el sentido de
conjunto de las virtudes que constituyen la santidad. Tal es la idea que aun el mundo
tiene de la regularidad perfecta. Tiene por santo al que es muy regular. Cuando se
quiere hacer el elogio de una Comunidad, se dice que es muy regular, y se pretende
proclamar por ahí que es muy santa.
162 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Para representar enteramente la perfecta regularidad del señor de La Salle se


demostrarán tres cosas, a saber: 1.a El ejemplo que dio de ella. 2.a Las lecciones que
ha dictado. 3.a El celo con que la sostuvo.

II. Estima y amor del señor de La Salle a esta virtud:


maravillosos ejemplos que dio de ella
1. Fue dechado perfecto de regularidad. Por ser amigo del orden y la
regularidad, sería difícil explicar minuciosamente hasta dónde llevó el señor de La
Salle el amor al orden y a la Regla, y con qué exactitud se encerró él mismo en la
disciplina y la observancia regular. Algunos de los Hermanos que más le conocieron,
y que tuvieron la dicha de vivir más tiempo con él, pretenden que la perfecta
regularidad fue su carácter distintivo, y que nada en él los edificó más que la atención
continua que tenía en encerrarse en los reglamentos como en la cárcel de su propia
voluntad.
Tan bien había aprendido esa estima, amor y celo de la Regla en el seminario de
San Sulpicio, que al salir de aquella santa casa hizo de la suya una especie de
seminario, en donde llevaba con sus tres hermanos vida regular y ordenada; todo en
ella tenía su hora fija: el levantarse, el acostarse, el tiempo de la oración y de la
meditación, el del estudio y el de las comidas, que eran santificadas con piadosas
lecturas. Y ese reglamento estaba acomodado a las Horas canónicas y a la asistencia
al coro. De modo que como canónigo muy regular,
<2-318>
realizaba la etimología de su nombre, que saca su verdadero origen de la observancia
de los Cánones, que eran antes por parte de los clérigos objeto de estudio y profesión
particular, y servían así de ejemplo y reglas de vida a los demás eclesiásticos.
Ese modo de vivir tan regular se aquilató más aún cuando se asoció a los maestros
de escuela; alcanzó su perfección cuando, hecho ya entre sus discípulos como uno de
tantos, no tuvo más ocupación que la de estar al frente de ellos en todos los ejercicios
de Comunidad. Para ver hasta qué punto había cautivado su libertad, basta leer el
reglamento particular que se había impuesto. Ese documento nos hace echar de
menos los demás que su humildad nos ocultó. La divina Providencia lo dejó entre las
manos de sus discípulos como ejemplo perenne y motivo siempre nuevo de imitar la
regularidad de su Padre. He aquí la regla de vida del Santo:

«Reglas que me he impuesto


1.a No saldré de casa sin necesidad y sin haber empleado un cuarto de hora en
examinar delante de Dios si la necesidad es real o imaginaria. Si el negocio es
apremiante, tomaré cuando menos el tiempo de un Miserere a tal efecto y para poner
en mi mente algún buen pensamiento.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 163

2.a Dedicaré cada día un cuarto de hora y con fijeza para renovar la consagración
de mí mismo a la Santísima Trinidad.
3.a Será regla constante de mi conducta no hacer distinción entre los negocios
propios del estado y el negocio de la salvación y perfección, en la seguridad de que
jamás operará uno mejor su salvación ni adquirirá más perfección que cumpliendo
con los deberes de su cargo, con tal que se haga con la idea de cumplir la voluntad de
Dios. Debe tenerse siempre esa intención.
4.a Cuando salga de visita, cuidaré de no hablar sino lo necesario y de no hablar de
negocios del mundo, ni de cosas inútiles, y de emplear en ella una media hora a lo
más.
5.a Por lo menos veinte veces al día uniré mis acciones con las de Nuestro Señor, y
procuraré tener en ellas miras e intenciones semejantes a las suyas. Tendré, al efecto,
un papelito en el cual apuntaré cuantas veces lo hubiera hecho; y, cuantas veces
hubiere faltado al día, rezaré otros tantos padrenuestros, besando el suelo a cada
padrenuestro antes de acostarme.
6.a Cuando mis Hermanos vinieren a pedirme algún consejo, antes de dárselo
rogaré al Señor. Si es de alguna importancia, me tomaré cierto tiempo para orar sobre
el particular, y cuando menos, cuidaré de mantenerme por todo ese tiempo en
recogimiento y de levantar mi corazón a Dios breves momentos.
7.a Cuando me descubran sus faltas, me consideraré culpable de ellas ante Dios
por mi pobre conducta, por no haberlas prevenido, bien sea con los consejos que
debiera darles, bien sea vigilando sobre ellos, y si les impongo alguna penitencia, yo
me impondré otra mayor, y si la falta es considerable, además de la penitencia, vacaré
un rato en particular como media hora y hasta una hora, varios días seguidos, sobre
todo por la noche, para pedir a Dios perdón de ella. Si me considero como haciendo
las veces de Dios ante ellos, será con la convicción de que tengo obligación de cargar
con sus pecados, así como Nuestro Señor cargó con los nuestros, y que es una carga
que Dios me impone respecto de ellos.
<2-319>
8.a Miraré siempre la obra de mi salvación y de la fundación y gobierno de nuestra
Comunidad como la obra de Dios, por cuyo motivo le dejaré el cuidado de todo ello,
para no hacer nada de lo que me concierna sino por orden suya; y le consultaré
largamente, sobre todo cuanto tenga que hacer tocante a cualquiera de ambas cosas; y
le diré a menudo estas palabras del profeta Habacuc: Domine opus tuum, Señor,
ejecuta tu obra (Hab 3, 2).
9.a He de considerarme a menudo como instrumento, que para nada sirve sino
cuando está en manos del artífice; así, pues, debo esperar las órdenes de la
Providencia de Dios para obrar; y, al mismo tiempo, no debo dejarlas pasar cuando
son manifiestas.
164 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

10.a Sea cual fuere mi situación o estado, seguiré siempre un orden y reglamento
diario, con la gracia de Nuestro Señor en la cual únicamente confío, pues esto nunca
he podido conseguir, y la primera cosa que hiciere, cuando cambie de estado, será
formar nuevo plan, y al efecto tendré siempre un día de retiro.
11.a Antes de ir de misión al campo tendré un día de retiro para disponerme, y
procuraré ponerme en estado de hacer, por lo menos mientras dure el viaje, tres horas
de oración diarias.
12.a Si una persona, ya superior, ya inferior, o igual, me molestare, o como
comúnmente se dice me ofendiere en algo, cuidaré bien de no decirlo, y cuando me
hablen de ello los disculparé y daré a entender que tuvieron razón.
13.a Es preciso que examine bien el tiempo que perdí, y que evite el perderlo en
adelante: sólo mucha vigilancia puede remediarlo, y aun parece que únicamente un
retiro prolongado puede procurarme esa vigilancia.
14.a Parece buena regla de conducta no cuidar tanto de saber lo que se tiene que
hacer, cuanto de hacer perfectamente lo que se sabe.
15.a Por la mañana dedicaré un cuarto de hora a prever los negocios del día para
conformarme con ellos, las ocasiones que pueda tener de caer para preservarme de
ellas, y tomaré providencias para mi conducta durante el día.
16.a Antes falté a menudo en rezar el Santo Rosario, aunque es oración de Regla
en nuestra Comunidad; es preciso que en adelante no me acueste sin haberlo rezado.
17.a Tampoco he de pasar día alguno, excepto cuando esté de viaje, sin visitar al
Santísimo Sacramento; y aun estando de viaje, si me ocurre pasar cerca de la iglesia
de algún pueblo, me arrodillaré para adorar al Santísimo, y lo haré cuantas veces eso
me sucediere.
18.a Procuraré levantar mi corazón a Dios siempre que comenzare alguna acción;
y cualquier cosa que emprenda procuraré no hacerla sin previa oración.
19.a La Regla de la Comunidad dice que no debe entrarse, ya sea en la casa, ya sea
en una habitación, sin orar a Dios y renovar la atención en Él; procuraré no olvidarlo.
20.a Rezaré cada día una vez el paternoster con la mayor devoción, atención y fe
que pueda, en reverencia y acatamiento de Nuestro Señor, que nos lo enseñó y nos
mandó rezarlo».
Tal era el reglamento que se había obligado a guardar; y nos hace sentir la pérdida
del particular de que habla, en el que ponía al pormenor todas sus acciones diarias y
<2-320>
las demás de su conducta. No sabemos si le añadió en el decurso de su vida algunas
otras reglas. Fuera de esto, con lo dicho basta para hacer constar con qué rigor
ordenaba su vida este siervo de Dios. Se había impuesto a la vez tres clases de yugos:
el primero, el de la Regla común de los Hermanos, cuya práctica es muy molesta para
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 165

la naturaleza y de perfección muy subida. el segundo, el de un reglamento particular


acomodado a las observancias del Instituto. el tercero, el reglamento general cuya
copia se acaba de leer, el cual añadía a los demás nuevas cadenas que atasen su
libertad y propia voluntad.
El virtuoso sacerdote había aprendido el amor al orden y a la Regla, que miraba
como firme baluarte contra el pecado, en el estudio continuo del Corazón de
Jesucristo, que llevaba impresa la santísima voluntad de su Padre como único
reglamento de su conducta, que para él era alimento y delicias y que prefería a su
propia vida. Puede decirse que el señor de La Salle tenía en este particular el espíritu
de todos los fundadores de órdenes: así es que a éstos profesaba singular devoción.
Los días destinados a honrar la memoria de san Basilio, de san Agustín, de san
Benito, de san Bruno, de san Bernardo, de san Francisco de Asís, de santo Domingo,
de san Ignacio de Loyola, de santa Teresa y de los otros fundadores de familias
religiosas, eran para él días de fiesta que consagraba a la oración, al retiro y al
silencio, en profundo recogimiento; sin duda para pedir a Dios su espíritu, para dar
gracias a su divina Majestad por haber enriquecido con ellos a la Iglesia, para
bendecir al Altísimo por las gracias con que los favoreció, para poner a su Instituto
bajo de su protección y para suplicarles le alcanzasen el espíritu de fervor y de
regularidad.

III. Su fidelidad a la observancia de las reglas más pequeñas


Por espacio de cerca de cuarenta años que vivió con los Hermanos, su vida fue
modelo acabado de la observancia que no cesaba de recomendarles. Era el primero en
observar con fidelidad incomparable los reglamentos que introducía, cuidando de
conciliarles respeto con su ejemplo y con prolongado uso antes de darles fuerza de
ley. No trataba de eximirse nunca de ellos, ni quería hacer valer como razón para
eximirse ni el privilegio de su antigua dignidad, ni la superioridad de su autoridad, ni
la eminencia de su carácter, ni la multiplicidad de sus ocupaciones. Manifestaba más
celo de las reglas menos favorables al amor propio y más amargas para la naturaleza.
Tanto la más pequeña como la más importante tenían en él un religioso sumiso,
exacto y vigilante en su cumplimiento. Devoraba con alegría todo cuanto tienen las
Reglas de más humillante y de más repugnante, antes que omitir la menor
circunstancia de ellas. Su puntualidad en cumplirlas en el tiempo, lugar y modo que
estaban señalados en el reglamento que acabamos de ver, no era menos admirable que
su fidelidad en observarlas todas, sin excepción ni distinción, imitando a nuestro
divino Salvador, el cual era exacto en obedecer a las órdenes de su Padre en todo, y
además cuidaba de cumplirlo en el tiempo, lugar y forma que le había prescrito; y
nunca hizo nada sino en los momentos señalados, ni quiso salir de la Judea, porque
sólo había sido enviado a aquel lugar, y se sometió con perfecta obediencia al género
de muerte a que su Padre le había destinado.
166 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

A imitación de ese divino modelo, nuestro santo sacerdote era puntual en hacer
cada ejercicio
<2-321>
en su tiempo, e iba con diligencia a los lugares que estaban destinados a ese fin,
dejándolo todo al primer toque de la campana, que consideraba como la voz de Dios.
No tenía inconveniente en cortar la palabra y no la concluía de pronunciar, y dejaba
sin terminar la letra comenzada, para ir adonde la Regla le llamaba, a imitación de los
solitarios ensalzados por Casiano (L. 4. Inst. c. 12), y cuya puntualidad sirvió, más
adelante, de modelo a los perfectos obedientes. Era muy exacto en este punto hasta en
las ocupaciones más apremiantes. A no ser que fuesen de suma importancia, y que no
pudiesen sufrir dilación, lo dejaba todo a pesar de las observaciones de los que
querían detenerle y a los cuales cerraba la boca contestándoles que nada era preferible
a la exacta observancia de la voluntad de Dios. Siempre se le veía el primero y a la
cabeza de los Hermanos en los ejercicios comunes, especialmente en la meditación
de la mañana, aunque muy a menudo hubiese pasado la noche o parte de ella en ese
santo ejercicio.
Como quería que se hiciese cada acción en el lugar que le estaba destinado, cuidaba
de trasladarse a él con los otros, y no quería en esto, como en lo demás, ni privilegio ni
distinción. Cuando los Hermanos vivían en casas que no eran tan desahogadas ni
cómodas para proporcionar a cada uno su celda, se negaba a tener una para sí en
particular, y voluntariamente se obligaba a habitar en la sala de Comunidad. Ese
mismo espíritu de regularidad le llevaba a tomar en el refectorio sus comidas como
los Hermanos y en su compañía, por más que estuviese débil y enfermo. Hizo esto
varios años antes de su muerte, y eso que su salud gastada y sus fuerzas agotadas por
el peso de los años, por los excesos de sus austeridades y de sus trabajos, parecía
exigir alguna consideración o alivio; pero nunca se pudo recabar de él que consintiese
en esto ni en que mediase la más mínima distinción en la comida entre él, endeble y
enfermo, y los demás Hermanos, que gozaban de buena salud. Se arrastraba al
comedor, lánguido y desfallecido, y quería ser servido como los demás, sin dar oídos
en esto a la delicadeza ni siquiera a la necesidad. No era menos cuidadoso y vigilante en
observar las Reglas del modo y forma determinados por las mismas, cuanto exacto en su
cumplimiento. Era rigurosamente fiel en guardar en la oración y en los demás
ejercicios de piedad la postura y el porte prescritos en las mismas, que exigen se esté
en la oración de rodillas o de pie, con la cabeza descubierta y sin arrimarse. No se
descuidaba de guardar en las recreaciones todas las leyes establecidas para
santificarlas; ni de observar en el andar y en la postura, en el comedor y en todos
lugares, las reglas de modestia prescritas. Y cuando por inadvertencia cometía alguna
falta, no dejaba de imponerse por ella una penitencia y de sufrirla con confusión y
vergüenza. Llevaba esa exactitud hasta el punto que el mundo llama nimiedad, como
por ejemplo, a besar el suelo cuando se le caía de la mano alguna cosa, sobre todo
durante la comida, y no tenía por de poca monta la fidelidad en esto, ni por escrúpulo
el temor de faltar en estas Reglas; y mucho menos le parecía a él que fuese indiferente
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 167

a la perfección la exactitud en estas cosas, ni le gustaba se las considerase como


devociones propias sólo de jóvenes. Recuérdese lo referido en su Vida a este
propósito: estuvo encargado, por espacio de algunos años, de dar la señal a la
Comunidad para levantarse, y habiendo faltado una vez, se condenó a tomar de
rodillas la comida del mediodía, a comer sólo un pedazo de pan en el suelo, a besar los
pies a todos los Hermanos y a todos los novicios, pidiendo perdón a cada uno de ellos
del mal ejemplo que les había dado, y a todos del desorden que había motivado en la
primera acción del día.
Podríanse referir muchos
<2-322>
otros ejemplos que realzarían tanto su admirable regularidad como su profunda
humildad; pero para abreviar pasemos a las instrucciones que daba sobre este punto.

IV. Instrucciones y observaciones que daba sobre la regularidad


2.a A esos grandes y continuos ejemplos de regularidad, el virtuoso Superior
añadía frecuentes y patéticas exhortaciones e instrucciones. Nada tomaba tan a
pechos como el establecer en la Comunidad perfecta observancia y asentarla sobre
ella como sobre sólido fundamento, que asegura la prosperidad en las casas
religiosas, las cuales decaen poco a poco cuando el orden anda por los suelos. Nada
omitía para imprimir en el fondo del corazón de sus discípulos amor y estima del
orden y de la Regla. ¡Cuántas cosas les decía para darles a entender que la
observancia de estas menudencias está más unida con el cumplimiento de la ley de
Dios de lo que ordinariamente creen muchos; para persuadirls cuán importante es
observarla con fidelidad; para exhortarles a que en esa puntualidad hiciesen consistir
la esencia de su devoción; para enseñarles las disposiciones interiores que dan precio
y mérito a esa exacta observancia; para acostumbrarles a la obediencia ciega que no
obedece por razones, sino que le basta saber que es obediencia; en fin, para refutar los
pretextos ordinarios de que la naturaleza, enemiga de la ley, se sirve para eximir de
ella!
A fin de lograr que sus discípulos se sintiesen animados del espíritu de perfecta
regularidad, quería que mirasen sus Reglas no como invenciones humanas, sino
como leyes escritas por el dedo de Dios —según lo explica el ilustre reformador de la
vida religiosa, y solitaria, el santo abad de Rancé (De la santidad y deberes de la vida
monástica, c. 2, cuestión 3)—. Les enseñaba a considerar las Reglas inspiradas por el
Espíritu Santo como mandatos y señales de la voluntad de Dios, como antemuro y
barbacana que defiende al alma contra las embestidas del mundo y contra las
acometidas del pecado, como medios siempre presentes y excelentes para domar las
pasiones y practicar la virtud pura; para destruir en nosotros insensiblemente el
dominio del amor propio y de la propia voluntad; para debilitar la terrible inclinación
que tenemos a la independencia y a la libertad desmedida; para adquirir entera
conformidad con la voluntad de Dios; para llevar la cruz y practicar la abnegación,
168 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tan recomendada en el Evangelio, y finalmente, para hacerse con grande acopio de


méritos y amontonar rico tesoro para el cielo, haciendo a la naturaleza violencia
suave y sin tregua. He aquí aproximadamente los términos en que se expresa en el
artículo 19 de la Regla del Hermano Director:
«El Hermano Director no tolerará en ninguno de los Hermanos nada que sea o
pueda ser contra la regularidad y el buen orden de la casa que está a su cargo. Cuidará
de no faltar ni dejar faltar a ningún punto de regularidad, por pequeño que sea,
trabajando en cumplir él y en hacer cumplir a los Hermanos puestos bajo su dirección
exacta, plena y enteramente la voluntad de Dios manifestada por las Reglas y
legítimas costumbres del Instituto, y esté persuadido de que su principal deber y solicitud
para con sus súbditos es fundarlos bien en verdadero espíritu de fe y mantenerlos en
él, y enseñarles a tener en todas sus acciones como regla de conducta el cumplimiento
de la voluntad de Dios».
Lo que dice en el capítulo 16 de las Reglas comunes, que trata de la regularidad, es
todavía más recio y más persuasivo, según se puede ver a continuación:
«Los Hermanos profesarán singular estima a todo cuanto atañe a la regularidad,
por insignificante que parezca, considerándola como su primer medio de
santificación; porque en ella encuentran
<2-323>
el principal auxilio para la guarda de los Mandamientos de Dios y la defensa principal
contra todas las tentaciones de los demonios, por violentas que sean, y porque a ella
vincula Dios particularmente sus gracias.
La regularidad es también el primer sostén de las Comunidades, y en tal manera
que mientras ella subsiste las hace inconmovibles; y la inobservancia es, por el
contrario, el primer origen de su destrucción y de la pérdida de sus miembros. Por
estos motivos los Hermanos preferirán las Reglas y las prácticas de su Instituto a
cualesquiera otras prácticas, por santas que fueren en sí mismas, a menos que sean
Mandamientos de Dios o de la Iglesia. Cada uno de los Hermanos tendrá particular
empeño en no hacer nada que sea o pueda ser contra la regularidad y buen orden de la
Casa. Por lo cual, todos cuidarán mucho de no faltar, ni siquiera en lo más mínimo, a
la regularidad; queriendo cumplir en todo, y muy exactamente, la voluntad de Dios,
que les es manifestada por las Reglas y Prácticas de su Instituto».

V. Instrucciones que les daba sobre este asunto


Se ve por estas palabras del siervo de Dios que, para inspirar a sus discípulos
constancia y estabilidad en el amor y estima de sus Reglas, y en la fidelidad en
guardarlas, cuidó de hacerles notar que los reglamentos de menos monta observados
por amor de Dios son, a los ojos de su divina Majestad, de mucho mérito, y que aun
cuando no obligaran so pena de pecado, apenas si se quebrantan sin pecado; porque,
según la doctrina de los maestros de la vida espiritual, y hasta de los principales
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 169

teólogos, esa falta de fidelidad, si es deliberada y voluntaria, proviene, como de


principio, de la pereza, de la flojedad, de la curiosidad, del apego a su propio parecer o
de cualquier otro vicio. Se esforzaba en convencerles de que el sacrificio de la
obediencia perfecta y entera a todas las Reglas no sería tan heroico si la importancia
de cada una de ellas fuese visible y manifiesta; pero, con todo, nada era más
verdadero que unas prácticas sencillas en apariencia les conducirían a elevada
perfección, si se movían a observarlas con fidelidad por el deseo de agradar a Dios y
por este solo principio.
Hacíales notar lo que una funesta experiencia ha demostrado ser harto verdadero,
que los mayores desórdenes de las comunidades deben su origen a la inobservancia
de las Reglas; que la caída en las cosas mayores empieza siempre por el descuido en
las menores, aumenta por el desprecio de las más considerables, y termina por la
deserción escandalosa de las más esenciales. Su intento era inspirar con estas
reflexiones a los recién venidos ardiente deseo de conservar todo el fervor y la
exactitud que encontraban en la Casa al entrar en ella; a los antiguos, celo para dar a
los otros buen ejemplo, y a todos, fervor para considerarse como encargados de ese
depósito y obligados a transmitirlo a los demás; les encomendaba que cuidasen de no
menoscabarlo jamás, ni con su relajación ni con sus consejos; que temiesen
inmensamente la desgracia del escándalo que resultaría del decaimiento de la
observancia; que temblasen de las funestas consecuencias que van inseparablemente
unidas al descuido en la observancia de las Reglas, porque este descuido no pocas
veces es irremediable y de él darán estrechísima cuenta los que fueren la causa de que
se abriese ese portillo a la inobservancia.
Una faltilla —decía— parece a veces una nonada; pero en sus efectos esa nadería
tiene grandes consecuencias. Y aun cuando no fuese nada, siempre es noble y digno
sujetarse a tantas menudencias por amor de Dios, y, por consiguiente, la principal
virtud de toda persona religiosa consiste en no mirar nada como pequeño e indiferente
en sus Reglas. Una picadura de mosca, o el pinchazo de un alfiler, no produce gran
dolor; pero la continuidad y la multitud
<2-324>
de picaduras de moscas conviértese en tormento enorme y a algunos mártires les
produjo la muerte; ejemplo propio para dar a entender que la fidelidad en las cosas
pequeñas es heroica y de mucho mérito a los ojos de Dios, lo cual hace decir a san
Euquerio (Hom. 9 ad Relig.) que en comunidad se deben mirar como días perdidos
todos los que han sido testigos de alguna infidelidad a la Regla. Tampoco se descuida
el santo Fundador en enseñarles que el deseo con que nacemos de vivir a nuestro
antojo y gobernarnos por nuestro propio juicio, es el origen de todas las inquietudes y
desórdenes del corazón humano; que lo que llaman libertinaje toma su origen en la
aversión a la Regla; que el hombre entregado a su propia libertad no puede sostener el
peso de ella, antes él es el primero en aburrirse, y cuanto más se obstina en retenerla,
tantos más disgustos y desazones se prepara; y así el que sacrifica a la observancia el
170 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

derecho que cree tener de gobernar sus actos, no hace más que renunciar a una
facultad peligrosa y funesta.
Añadía que la pena más grande de las personas de buena voluntad y de sólida
piedad en el mundo era no conocer la voluntad de Dios en muchas cosas que la Ley y
el Evangelio dejan indecisas; al paso que quienes viven bajo la Regla están libres de
esas dudas y perplejidades y exentos de examinar lo que Dios pide de ellos, y se
encuentran prevenidos contra la liviandad del espíritu, los caprichos del genio y la
instancia de la voluntad; procuraba insinuarles que la mayor parte de las observancias
regulares sólo consisten en el ejercicio de las virtudes cristianas cuya práctica
facilitan las Comunidades, pero cuya necesidad éstas no crearon, sino que habrían
tenido la misma obligación de observarlas en el siglo si en él hubiesen permanecido,
pero que se habrían visto expuestos a sus peligros, a la corrupción y a sus escándalos,
sin el auxilio del retiro, de la Regla y del buen ejemplo. Añadía que las prácticas de
Comunidad, que parecen arbitrarias e indiferentes, eran invención de los santos, o
más bien inspiración del mismo Espíritu Santo; que habían sido autorizadas por el uso
de más de catorce siglos; que los grandes maestros de la perfección las habían
introducido con éxito maravilloso; que cuantos las practicaron con espíritu sencillo y
humilde sacaron provechos incomparables; que guardándolas fervorosamente, las
más pequeñas comunidades habían hecho notables progresos y habían crecido muy
florecientes; que de ordinario son tan necesarias para la conservación de la verdadera
piedad como la caña lo es para el trigo y la corteza para el árbol, y el mundo las trata
de menudencias y de pequeñeces, porque no conoce sus consecuencias; además, el
orgullo y la sabiduría humana son malos jueces de lo que es grande o pequeño delante
de Dios, y hay muchas cosas necesarias a la disciplina, ventajosas para la perfección,
importantes para la regularidad, favorables al fervor, preciosas para la verdadera
piedad, de que la gente del siglo sólo sabe reírse y burlarse; que a menudo las
decadencias insensibles del fervor no tienen otro origen sino relajaciones pequeñas,
lejanas al parecer del término a que conducen, y que llegan, con todo, a él por grados e
infaliblemente; en fin, que todas las inobservancias voluntarias son castigadas: las
pequeñas, empujando hacia las mayores que nos prometíamos evitar; y las invisibles,
produciendo otras exteriores que nos cubren de confusión.
En suma, el santo Fundador quería que sus discípulos, al mirar sus Reglas como
bajadas del cielo, tuviesen hacia ellas el respeto, el apego y la fidelidad que merecen
las órdenes del Altísimo. Ahora que han recibido ya la aprobación de la Santa Sede,
deben considerarlas como leyes sagradas y
<2-325>
oráculos divinos, y observarlas con la afición que tendrían a ellas si un ángel se las
hubiese dado.
En efecto, diremos con el abad de Rancé, el Bernardo del siglo XVII, ¿qué cosa más
santa hay que la doctrina contenida en esas santas Reglas? (5. Aclarac., p. 9). No se
ven en ellas sino las máximas y las instrucciones de Jesucristo: son como compendio
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 171

de lo más excelente, sublime y perfecto que nos legó; enseñan a despreciar la tierra, a
no amar sino el cielo; levantan a la pureza de los ángeles, acercan a Dios, encarrilan
en el camino real de las humillaciones y del desprendimiento, hacen verdaderos
imitadores de Jesucristo a los que las observan al pie de la letra.
El señor de La Salle, penetrado de esas sublimes ideas, no omitía nada para
inculcarlas a sus discípulos y hacerles comprender que no debían descuidar ninguna y
mucho menos quebrantarla de propósito, porque de la fidelidad a las Reglas dependía
su santificación. Les enseñaba a considerarlas todas como muy importantes; a no
admitir en ellas ni modificación ni excepción; a no tener ningún miramiento con la
repugnancia natural, ni con el genio, a no avergonzarse jamás de observarlas delante
de la gente del mundo, ni delante de los que no hacen caso de ellas; en fin, a
practicarlas con tanto cuidado en particular como en comunidad y a la vista de los
superiores. Añadía que, cuando hay necesidad de dispensarse en alguna de ellas, no
debía hacerse por sí mismo, sino con permiso, y con disposición de suplir, al primer
momento libre, el acto que por necesidad hubo de omitirse. Causábale mucha pena
ver a los flojos dirigirse a los ejercicios con paso lento y pesado y manifestar deseo de
verlos concluidos antes de haberlos empezado, mantenerse en ellos con frialdad, al
parecer adormecidos, distraídos o pensativos, y sólo presentes con el cuerpo, y su
espíritu y corazón divagar por otra parte.
Además, al proponerles el ejemplo del mismo Legislador de la ley nueva, que se
sometió a las humillantes prácticas de la Circuncisión, del Bautismo de San Juan, y a
todas las observancias legales, sin querer usar de dispensa ni de privilegio, enseñaba a
sus Hermanos a mirar con horror todos los pretextos frívolos que la naturaleza y el
amor propio inspiran algunas veces para eximirse de las Reglas, y a no buscar nunca,
ni en el derecho de antigüedad en la Comunidad, ni en los talentos, ni en los servicios
prestados al Instituto, ni en la autoridad que se adquirió en él, pretextos para
sustraerse a algunas observancias comunes. Ni siquiera quería que se invocase para
dispensarse en las Reglas lo avanzado de la edad, los achaques u otros motivos que la
flojedad y la pereza hacen creer suficientes para que pueda uno concederse dispensas
sin escrúpulo.

VI. Condiciones o cualidades de la regularidad que exigía


En fin, persuadido de que la letra mata, mas el espíritu vivifica, de que la
regularidad puramente exterior, despojada de las disposiciones que deben animarlas,
es regularidad judaica, y no regularidad cristiana y religiosa, recomendaba a los
Hermanos, sobre todo, que ennobleciesen las menores observancias con la intención
de agradar a Dios y de hacer su santa voluntad. «De modo —les decía— que si
queréis hacer vuestra observancia agradable y de subido precio a los ojos de Dios, así
como debe ser universal y puntual, así también ha de ser interior y revestida de la
pureza de intención. Cuidad con esmero de ofrecer a Dios
<2-326>
172 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

el cumplimiento exacto, así de las cosas mayores como de las menores, de no obrar
por costumbre o por rutina y con cierta dejadez que impide formar intención y
propónese un fin. Cuidad igualmente de unir todas vuestras acciones a las de
Jesucristo, para darles todo el mérito que tienen. Armaos de valor para obligaros a
observar las Reglas con puntualidad, en el tiempo, lugar y modo señalados; con
prontitud, sin retrasar por un solo momento su cumplimiento; con alegría,
guardándolas todas con verdadero gusto; con celo, practicándolas de modo que
podáis hacerlas amar y estimar de los otros; con constancia, perseverando en esa
fidelidad hasta la muerte, y no con fidelidad pasajera en que el gusto y afición de la
devoción sensible tienen más parte que la sólida piedad. Pues tales han sido las
disposiciones del Corazón de Jesús con respecto a las órdenes de Dios, su Padre. El
amor ha sido el principio de su obediencia; su cuerpo fue víctima de ella; su muerte, el
término; el tiempo de su vida, la medida; la prontitud, la alegría y el celo, sus
caracteres; la gloria de Dios, su fin. Abrazó con ardor y prontitud, desde su entrada en
este mundo, todos los quereres de Dios que le fueron señalados, e hizo de ellos las
Reglas del suyo. Los siguió durante toda su vida, sin omitir una tilde. Cumplió hasta
los más rigurosos, y, en vista del gozo que le era propuesto, sufrió la cruz. Proposito
sibi gaudio sustinuit Crucem.
Si no observáis vuestras reglas con esas santas disposiciones, su yugo se os hará
insoportable; lo llevaréis con tristeza, tal vez quejándoos y murmurando, siempre con
languidez, con indiferencia e indevoción que podríais comunicar a los demás; si os
sometéis a ellas sólo exteriormente, para salvar las apariencias, por respeto humano,
por refinada hipocresía o para evitar reprensiones y castigos, sólo guardaréis su
corteza, y seréis como sepulcros blanqueados y fantasmas de regularidad. En fin, os
hastiaréis y disgustaréis de ellas y llegaréis hasta a sacudir su yugo, o sólo os
someteréis a él por fuerza, con violencia y amargura de corazón. Si lo lleváis a
disgusto, os parecerá molesto, penoso e insoportable. Ahora bien, con esa dificultad
retrocederéis en vez de adelantar por el camino del cielo, porque Dios mira el corazón
y no la mano. Y aun cuando adelantaseis no sería gran cosa, por la sencilla razón de
que nada violento es duradero. Ansiaréis, tarde o temprano, vida más libre; creeréis
dichosos a quienes no están sujetos a ninguna regla y tienen entera libertad para
seguir sus deseos y caprichos. Lo perdéis todo en la observancia de las Reglas, si sólo
guardáis la corteza. Por el contrario, lo ganáis todo, si les prestáis sumisión universal,
entera, puntual, interior, revestida de fe, pureza de intención, amor de Dios y del
cuidado de dirigirlo todo a Él».

VII. Su firmeza en mantener la regularidad


3.a El celo del santo varón en conservar la regularidad correspondía a la alta
idea que tenía de ella. La mantenía con firmeza inexorable a la relajación, inaccesible
al respeto humano, inquebrantable contra todos los que querían destruirla, sin
miramiento al poder y a la autoridad, sin contemplación con los bienhechores y
protectores del Instituto, sin temor de convertirlos en enemigos y de ser objeto de sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 173

persecuciones, como sucedió muchas veces. Ninguna falta de observancia quedaba


sin castigo cuando él la presenciaba. En público y en particular, las reprendía con
caridad, todas encontraban en él censor equitativo y
<2-327>
el castigo que merecían. La penitencia proporcionada a la falta daba a conocer su
gravedad o levedad, y esa prudente severidad prevenía muchas faltas, pues los tibios
y los más flojos, seguros de encontrar en la confesión de sus faltas, o en la publicación
de las mismas, la pena conveniente, se miraban bien en resolverse a cometer alguna.
Puede asegurarse que esa firmeza le hizo perder grandes ventajas materiales; pero
contaba tales pérdidas como ganancia, porque no conocía nada tan meritorio,
importante y precioso como hacer la voluntad de Dios. Habiéndole encontrado en una
sacristía, mientras se preparaba a celebrar la santa Misa, cierto religioso de una orden
que había decaído en la observancia le dijo con toda sencillez que los Hermanos
tenían Reglas demasiado pesadas y andaban demasiado recogidos para ser personas
ocupadas todo el día en enseñar a los niños. El siervo de Dios le contestó en pocas
palabras, pero de tal modo que le quitó las ganas de hacerle otra vez semejantes
reconvenciones: ¿Es éste —le dijo— el espíritu de vuestro santo Fundador?
Su ejemplo servía de acicate a los Hermanos, y su solícita vigilancia en ese punto
era fuerte barrera que impedía las transgresiones, pues reprendía sin ningún respeto
humano, así que lo notaba, a los que abrían la menor mella en la regularidad. No
esperaba que hubiesen incurrido en falta notable; bastaba que no hubiesen sido
puntuales en acudir al principio de algún acto de Comunidad, para recibir al punto, de
su parte, caritativa reprensión, y a menudo saludable penitencia, sobre todo cuando la
pereza o la flojedad habían sido el principio de esos descuidos. Cuando notaba que
alguno se iba acostumbrando a no acudir al principio de un ejercicio de Comunidad,
le ponía de rodillas a la puerta hasta la conclusión de dicho ejercicio. De la misma
manera se portaba con respecto a otras faltas por poco considerables que pareciesen,
pues no veía nada leve en esa materia, porque los ligeros defectos —decía—
conducen pronto a los mayores, si no se remedian al punto.
No podía sufrir que, con pretexto de complacer a algunas personas, aunque fuesen
los bienhechores del Instituto, se quebrantase en nada el buen orden y la Regla. Si
quebrantáis vuestras Reglas —decía con santa vehemencia a los que eran tan flojos
en hacerlo por complacer a alguien—, Dios y aquellos de quienes esperáis algún
socorro os desampararán. Como un día le suplicase cierta persona que suprimiese de
la Regla una menudencia, que según ella en nada turbaría el orden y la regularidad, le
contestó: «Si se empieza con eso, dentro de poco tiempo se querrá que quite otra cosa
que no será de tanta importancia; después se me suplicará que elimine un punto, y
otro día otro, de modo que poco a poco la Regla se destruirá: examinad la causa de
esto y veréis que fue la pequeñez quitada». Tan dura firmeza en mantener el orden y la
regularidad entre los Hermanos, le atrajo más de una vez la indignación de algunos
que, inclinados a llevar vida sensual y descuidada, le ocasionaron graves disgustos.
174 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Personas de fuera le reprochaban también, a menudo en términos muy ásperos, su


rigidez en este punto. El santo sacerdote, como no buscaba complacer a los hombres,
sino a Jesucristo, se elevaba sobre toda mira humana y decía a menudo como
<2-328>
san Pablo: Si tratase de agradar a los hombres, no sería siervo de Jesucristo.
Al visitar a una persona de autoridad, que hasta entonces le había honrado con su
estimación, para suplicarle no exigiese de él algunas relajaciones muy perjudiciales
al bien de su Instituto, añadió que varios de sus Hermanos se lo suplicaban también
con mucha instancia: pero sólo recibió de ella repulsas y desprecios. Esa misma
persona, olvidándose de lo que era, y de quién era el Señor de La Salle, le llamó
embustero y mentiroso. El siervo de Dios, sin turbarse, le contestó con mansedumbre
que, si bien se consideraba cargado de innumerables faltas, no se creía culpable de
embustes ni de mentiras. Tan suave respuesta no apaciguó la ira de dicha persona,
cegada por la pasión. Después de haber impuesto silencio al santo sacerdote, le obligó
a retirarse vergonzosamente, quien desde allí fue a decir la misa, que celebró con
extraordinario fervor.
Mientras gobernó su Instituto, no aflojó jamás en esa firmeza, por más desgracias
que le hubiese acarreado. Retirado, según su deseo, al último lugar, nada perdió de su
celo en mantener la regularidad, pues no podía ver la menor cosa que inclinase hacia
la relajación, sin avisarlo inmediatamente al Hermano Superior, suplicándole lo
remediase prontamente. He aquí lo que escribió en cierta ocasión sobre este punto:
«Le escribo, carísimo Hermano, muy sorprendido de ver vuestro noviciado en el
estado en que está: se reduce a dos o tres novicios sin formación ninguna y que
guardan la Regla con tanta imperfección como si acabasen de ingresar. Hay además
cinco postulantes, llenos de pasiones y que apenas pueden presenciar ejemplo que
imitar. Como el nuevo maestro de novicios no está hecho a este cargo, y casi no sabe
lo que tiene que hacer, ni lo que deben hacer los novicios, dice que ni él ni los novicios
saben cómo arreglarse. No creo haber visto, a lo menos de muchos años acá,
semejante noviciado en la Comunidad; ¿y piensa con eso abrir nuevos
establecimientos? Hasta se quejan —añade— de que los novicios de Ruán no están
muy penetrados del espíritu de su estado, y no hacen caso de las cosas pequeñas. Le
suplico piense en remediar todo esto cuanto antes, pues ya sabe que la estabilidad del
Instituto depende de los novicios bien formados y bien regulares».
Concluye su carta de modo que demuestra bien cuál era su amor a la regularidad.
Había estado por algún tiempo delicado, lo cual le impedía asistir a los actos de
Comunidad; pero luego que sanó, suplicó al Hermano Bartolomé le permitiese seguir
nuevamente el régimen de la Comunidad. «Estoy —le dice— en estado de poder
asistir a los actos principales como los demás; podría dormir en el dormitorio común
y comer con la Comunidad; le suplico no se oponga a ello. Le esperamos
inmediatamente, pues esta casa necesita de su presencia. Quedo, carísimo Hermano,
suyo en Nuestro Señor, etc.».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 175

El cuidado con que la mayor parte de los Hermanos observaban los reglamentos no
le causaba menos alegría que tristeza la indiferencia de otros en guardarlos. «Tengo
mucho gusto —dice a uno de ellos— de que se complazca en guardar las Reglas. El
grande amor que manifiesta por ello es señal de su vocación. Tiene razón en sentir
que las Reglas no se guarden bien; pero lo que ha de poner remedio a las faltas no es el
sentimiento que experimenta de que se quebranten, sino el buen ejemplo que dará en
su observancia; sea usted el primer móvil y
<2-329>
trabaje con prudencia en que se observen. ¿Le parece muy difícil? Procure ser
piadoso, modesto y muy observante de sus Reglas: con esto dará buen ejemplo a sus
Hermanos. Pido a Dios que le conceda esa gracia».
«Le suplico —dice a otro— que tenga mucha afición a la observancia de sus
Reglas, pues Nuestro Señor no le bendecirá sino en cuanto procure guardarlas con
exactitud; y si me pide un medio fácil para ello, le diré que debe mirar en ellas la
voluntad de Dios, y verá cómo entonces no se le hará difícil; en observancia, entre
todas las Reglas, la que con más empeño ha de guardar es la exactitud en no hacer
nada sin permiso: es de muchísima importancia».
Para adquirir perfecta regularidad —dice en otra parte— hay que mirar las
prácticas de Comunidad, no por lo que aparecen por de fuera, sino que se las debe
considerar con relación a la voluntad de Dios, que es la misma en todas, cualesquiera
que sean (Colección, art. de la Regularidad).
«1. Es increíble —dice también— cuán grandes y desastrosos son los efectos que
producen inobservancias muy leves en apariencia, y cuán fácil es caer en la
relajación, pues ésta sobreviene en las Comunidades, en primer lugar, por el poco
espíritu de recogimiento, por la falta de silencio y de retiro y, sobre todo, de oración;
por el excesivo derramamiento de los sentidos, por la demasiada familiaridad con
personas seglares, por amistades que se adquieren, por conversaciones frívolas y
mundanas, y, en fin, por la estima de lo que el mundo aprecia: como la nobleza, el
talento y el apoyo de las criaturas.
2. En segundo lugar, la relajación entra a veces en las Comunidades por la poca
exactitud en guardar la antigua forma de los hábitos, tomando paños más finos y más
ligeros, o cambiando algo en la forma de vestirse.
3. Introdúcese en tercer lugar relajación en la estructura de los edificios, que en
verdad han de ser sólidos y duraderos, pero conformes con la pobreza de que se ha
hecho profesión en las Comunidades. Apenas se puede creer cuánto detestaban los
santos los edificios de casas religiosas en donde todo resplandece menos el espíritu de
pobreza. San Francisco de Sales, para impedir ese desorden, exige terminantemente
que sus religiosas edifiquen a lo capuchino. Hay, sin duda, más gracia y más espíritu
de Dios en las Comunidades que construyen pobremente.
176 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

4. En cuarto lugar, conduce también las Comunidades religiosas a la relajación del


espíritu de propiedad que se ceba primero en cosas que parecen de poco valor, pero
que causa después espantosos destrozos en las personas religiosas que, como los
primeros cristianos, han de tener todo en común. Lo que en ellas se da o se recibe debe
aplicarse indiferentemente a los individuos de la Comunidad, de modo que quien
nada recibe de sus padres o amigos participa de los regalos que se hacen a los otros
como el mismo que los recibe; si no fuese así, malamente se podría llamar
Comunidad; así, pues, el alimento y los vestidos han de repartirse por igual a todos,
sin hacer ninguna distinción a no ser a favor de los enfermos e inválidos, y en este
caso,
<2-330>
con tanto cuidado se ha de tratar al más pobre de casa como al que en razón de su
nacimiento tenía más comodidades temporales».
He aquí lo que el señor de La Salle sentía con respecto a la regularidad que debe
guardarse en las Comunidades, para que sean agradables a Dios y útiles al prójimo.
Las Comunidades serían felices si no olvidasen nunca semejantes lecciones. Por
desgracia, son harto numerosas aquellas en que parecen infructuosas. Es un mal que
costó muchas lágrimas a no pocos santos, y que como ellos lloró el siervo de Dios,
animado de los mismos sentimientos. No podía sufrir que sus Hermanos tuviesen en
particular alguna cosa no permitida por la Regla. Ni siquiera quería que empleasen las
palabras mío y tuyo. Sólo les permitía el término nuestro, para recordarles que todo
estaba en común. Si notaba en alguno afición a un objeto cualquiera, le reprendía
severamente, como introductor de novedades y transgresor de las Reglas; y como los
había que cubrían sus faltas con el vano pretexto de que los superiores los autorizaban
con su permiso o con su funesto ejemplo, contestaba:
«Es necia disculpa decir que el superior permite particularidades, tanto con su
ejemplo como con sus palabras, como si los superiores pudiesen autorizar lo que las
constituciones y el espíritu de regularidad prohíben».
Reprueba después con fuerza a los superiores flojos, que, colocados en su cargo
para mantener el orden y la regularidad, son los primeros en abrir brecha, porque no
temen ya la censura de nadie.
«¡Qué ceguera —dice— la de los superiores que, en casas muy santas, son causa,
con su negligencia, blanda condescendencia e insoportable flojedad, de que se
introduzca en ellas el desorden! Porque la relajación empieza por cosas que no
parecen nada y apenas las conocen sino los que están llenos del espíritu de Dios. Tales
superiores, si no cambian de conducta, se hallarán en estado peligrosísimo a la hora
de la muerte, etc.».
La fidelidad con que quería que sus Hermanos guardasen sus Reglas era tal que no
se cansaba jamás de hacerles nuevas exhortaciones sobre ese punto. Su deseo era ver
igual observancia en todos; pero como no es posible que gran número de personas
vayan a Dios todas con el mismo paso, se contentaba con llorar la gran diferencia que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 177

se nota en los miembros que componen las Comunidades. He aquí en qué forma se
expresa:
«El grado de fidelidad en los ejercicios y en las prácticas de Comunidad es lo que
produce diferencia tan grande en la multitud de personas que viven en la misma
Comunidad con las mismas Reglas. Siguen el mismo método de vida, los mismos
ejercicios y hacen las mismas cosas; sin embargo de esto, apenas hay dos parecidas en
la conducta y en las prácticas de las virtudes de Comunidad. La razón está en que su
fidelidad es desigual. Esa virtud inutiliza gran número de acciones de suyo muy
santas; y el descuido en practicarlas hace que con dificultad se encuentren algunas
acciones del todo buenas en la vida de una persona. Se dará —añade— cuenta muy
exacta en la hora de la muerte de la poca fidelidad a los ejercicios, así como de las
infracciones a la Regla del silencio, de la escasa aplicación al santo ejercicio de la
oración y del poco uso y fruto que se hubiese sacado de la participación de los
Sacramentos».
<2-331>
Propone después tres cosas a los que quieren llevar vida religiosa y progresar
mucho en la fidelidad a los ejercicios de Comunidad:
«La primera es no ocuparse en nada por impulso natural, sino siempre por
obediencia y en vista de la voluntad de Dios; la segunda es hacer, al fin de cada
semana, detenido examen de las infidelidades que se hubiesen cometido y renovar
sinceramente la resolución de ser más fiel en adelante; la tercera, aplicarse a hacer
bien la oración. Se ha de tener por verdad infalible —añade— que todos los que en las
Comunidades viven sin oración y sin aplicarse a ella con fervor, no son ni serán jamás
fieles a sus santos ejercicios».
En fin, concluye todo esto exhortando a las personas de Comunidad y
particularmente a todos los Hermanos de su Instituto a implantar muy en su espíritu
las tres máximas siguientes, para así facilitarse la adquisición de la santa fidelidad:
«La primera —dice— consiste en pensar que debemos servir a Dios en todo tiempo
con la misma fidelidad, porque es siempre el mismo y nunca cambia.
La segunda es que todas las penas del infierno deben parecer a uno menos
insoportables que la menor infidelidad a los ejercicios y a las prácticas de
Comunidad.
La tercera es que no se debe pasar jamás ni un solo momento sin dedicarse al
servicio de Dios, porque vendrá tiempo, como dice Jesucristo, en que nada podremos
hacer por la salvación».
Habiéndole pedido cierta ferviente religiosa algunos avisos espirituales que la
ayudaran a sobrepujar los obstáculos y las penas que encontraba en su estado, accedió
a su deseo, y por todo aviso le manifestó la importancia de la fidelidad a sus Reglas.
He aquí cómo le habla:
178 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

«1.° Las Reglas deben servirle de norma en sus acciones y no el ejemplo de


quienes las quebrantan. Si ha leído las explicaciones de las Reglas de la Trapa, habrá
sin duda aprendido en ellas que no es singularidad guardar las prácticas regulares de
la Comunidad cuando muchos otros las quebrantan. Deje que juzguen de usted lo que
quieran; con tal que cumpla con su deber, no le ha de importar eso nada.
2.° Sea celosa de sí misma, y si tiene celo de los demás, sea únicamente dándoles
buen ejemplo.
3.° Considérese como novicia, y haga lo mismo que haría una novicia con
respecto a todas las observancias regulares. ¡Con qué cuidado, ardor y afición no
observa hasta los pormenores y cuánto cuida de no omitir ninguno! He aquí lo que ha
de ser, y lo que tal vez no es. Le suplico que lo piense.
4.° La flojedad y los razonamientos la inducen a cometer muchas faltas; considere
en adelante sus Reglas como explicación y aplicación de lo que está contenido en el
Evangelio y guárdelas de igual modo. El espíritu de fe le hará entrar en esos
sentimientos y en esa práctica.
5.° Como no hay que seguir fácilmente los pensamientos que a uno se le ocurren
de hacer algún bien ni tomarlos ligeramente como inspiraciones de Dios, es preciso
igualmente alejarse en extremo de todos los que llevan a la relajación; débese hasta
tener santo horror de ellos. Antes de determinarse por unos ni por otros, debe tomar
consejo; si
<2-332>
urge obrar, o no tiene ocasión de tomar consejo, es preciso acudir a Dios y hacer
después resueltamente, con valor y sencillez de corazón, lo que crea que le
aconsejarían en semejante circunstancia; las oposiciones de la naturaleza deben más
bien hacer emprender que dejar la empresa.
6.° Le aconsejo que se porte en todas las cosas, en lo que se refiere a la observancia
de sus Reglas, como consciente de la presencia de Dios, y no para complacer a los
hombres, pues sepa que el cuidar de que los hombres no la reprendan en nada y el
cuidarse poco de Dios es ser farisaica, hipócrita y no cristiana.
7.° En fin, Hermana, observe su Regla y su reglamento diario; mire una y otro
como lo más esencial; esto le valdrá más que obrar milagros. Ante todas las cosas,
sea, por amor de Dios, más exacta en lo que más contraría a la naturaleza y le causa
más pena, que en lo que más le agrada. Me alegro de que tenga salud para seguir a la
Comunidad: es lo que debe procurar y lo que deseo de usted, por ser medio excelente
de agradar a Dios, en cuyo amor soy, etc.».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 179

ARTÍCULO SEGUNDO

Segunda señal de la eminente caridad del señor de La Salle;


lo que obró por Dios

La prueba de la sólida caridad —dice san Gregorio Magno— es obrar grandes


cosas por Dios (Homil. 30, in Evang.). Nada es imposible al amor ardiente: sólo se da
por satisfecho cuando tiene muchos trabajos y agota sus fuerzas en ellos. Siete años
de trabajo pesado y continuo, añadidos a otros siete años ya consagrados a Raquel,
parecieron a Jacob como un espacio de pocos días, tanto era el amor que la profesaba,
dice el sagrado texto. Semejante compromiso hubiera parecido insoportable a
cualquier otro que hubiese amado menos, y habría rechazado con indignación la
injusta y bárbara petición de Labán; pero Jacob la aceptó con gusto, porque su
corazón amaba y se adelantaba a sus cadenas, y no era capaz de deliberar sobre la
proposición que le hacían.
Lo que el señor de La Salle ha hecho por Dios publica su caridad y hace su elogio.
Si los grados de esa virtud deben medirse por las obras, puede decirse que en él fue
eminente, pues sus actos han sido heroicos. La historia de su vida parece ser la
historia de la caridad misma, que nos sirve ahora para dibujar su retrato, para
manifestar a los hombres lo que puede aquel que es dominado y gobernado por ella.
Ya se vio con qué generosidad el santo sacerdote prefirió a todo la gloria de
pertenecer a Dios, de agradarle y servirle en el estado del mundo más pobre entonces,
el más abyecto, el más humilde y el más despreciado, a los ojos de la gente del siglo,
en el espíritu de los sabios como entre la vil plebe. Se le vio, digo, preferir ese estado
de ignominia y de cruz a todas las riquezas, a todas las comodidades de la vida, a su
posición, a su honor y a todas las ventajas del mundo. Se vio en él a un hombre no sólo
dispuesto a salir de su patria, como Abraham, a separarse de sus parientes y amigos, y
a romper con todos aquellos con quienes estaba más ligado, pero que, en efecto, a
ejemplo del padre de los creyentes, tuvo el valor de arrancarse
<2-333>
del seno de su familia, de desterrarse de su país, de despojarse de todos los
sentimientos de carne y sangre, de decir un adiós general y eterno a todos sus
conocidos, y de afectar no conocerlos, antes que faltar a la fidelidad a su vocación, a
sus deberes y a lo que Dios exigía de él.
Se vio en él a un hombre que llegó a ese encumbrado grado de caridad que según el
sentir de san Agustín, en La Ciudad de Dios, es el carácter de los ciudadanos de la
celestial Jerusalén y la perfección de los que en ella han de ocupar el primer puesto.
Es menester para eso no sólo amar a Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo,
pero también no amar más que a Dios y no amarse a sí mismo sino en Dios y por Dios;
180 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

es preciso despegarse tan enteramente de lo que se llama propio interés y desasirse tan
eficazmente del dominio del amor propio, que se llegue hasta el desprecio y el odio de
sí mismo que el Evangelio canoniza.
Viose en él a un hombre que llegó a amar a Dios tan puramente que no buscaba en
Dios más que a Dios solo, que sólo gustaba de su beneplácito, buscaba únicamente su
servicio, no veía en todo sino su santa voluntad, y que, sin excluir de sus intenciones
la vista de las recompensas y el deseo de la eterna dicha, a lo que jamás es permitido
renunciar, deseaba la mayor gloria de Dios y no buscaba en el amor sino el amor
mismo.
Para decir algo más en particular, acerca de lo que nuestro santo sacerdote hizo por
Dios, es preciso detenerse sobre el celo que manifestó de su gloria y de la salvación de
las almas, y sobre los diferentes oficios de caridad que desempeñó en favor del
prójimo; su vida fue hasta sus últimos instantes un tejido de esas acciones.

§ 1. Celo de la gloria de Dios que tuvo este santo sacerdote

I. Prueba de la caridad eminente del señor de La Salle:


su celo ardiente de la gloria de Dios
El celo es a la caridad lo que la luz es al sol, lo que la llama es al fuego, lo que el
efecto es a la causa: es su producción y su obra. Siendo la caridad fuego espiritual, no
deja de alumbrar al exterior cuando está bien encendida en el interior. Ese fuego
sagrado se apagaría en el corazón si no se exhalase en deseos inflamados y ardorosos
por el honor y servicio del amado. El fruto de la caridad ardiente es celo abrasado.
Allí donde no se muestra ese celo, el corazón languidece. La ausencia del primero
manifiesta la tibieza del segundo; y se puede juzgar sin temor de equivocarse que el
amor por el Esposo y la Esposa, esto es, por Jesucristo y su Iglesia, es muy débil en
el alma que no se siente llena de ardor por sus intereses.

II. Lo que dicho celo le obligó a sufrir y emprender por Dios


¡Cuánto no ha hecho emprender a nuestro santo sacerdote ese celo! Hizo de él un
holocausto, y le consumió todo entero en honra de Dios, por grados sucesivos, hasta
su muerte. ¡Cuántos sudores le arrancó de su cuerpo! ¡Cuántos viajes a pie, largos y
pesados, le pidió! ¡A cuántas vigilias y cuidados no la obligó! ¡A qué rígida
abstinencia y a cuántos ayunos prolongados no le condenó! Hizo de él víctima de
caridad, ora hostia de penitencia; ya le indujo a arrostrar por ternura para con el
prójimo cuanto hay de más repugnante; ya le llevó a ocultarse a los ojos de los
hombres para llorar los pecados de éstos, o a exhibirse en público para recoger
desprecios; ya le arrastró a las escuelas para instruir en ellas a los niños; ya le llevó a
socorrer a los presos para volverlos a Dios, y enseñarles a buscar, en el castigo
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 181

forzado, la ventaja de la penitencia saludable. A menudo le hizo derramar lágrimas


para ablandar los corazones endurecidos; más a menudo le
<2-334>
hizo echar mano de crueles disciplinas para vengar a Dios sobre sí mismo de los
pecados que le manifestaban.
Algunas veces los rebeldes le vieron postrado a sus pies para vencer, con su
humildad, su orgullo y desobediencia. Otras veces, los que eran infieles a la gracia y a
su vocación le vieron de rodillas suplicarles concedieran a sus votos alguna dilación
para su salida, porque tenía la esperanza, en ese intervalo, de ver disipadas sus
tentaciones. ¡Qué compasión no encontraron los pobres en él desde los primeros años
de su vida! ¡Qué acogida y qué muestras de ternura no recibieron de su bondad los
niños que le miraban como a su padre! ¡Qué paciencia y qué dulzura no admiraron en
su conducta los afligidos! ¡Qué cuidados tan asiduos y qué oficios no prodigó a los
enfermos! ¡Qué ánimo y qué alegría no supo inspirar a los tentados, afligidos, débiles
y pusilánimes con sólo acercarse a él! En suma, para alabar dignamente a ese gran
siervo de Dios nos valdremos de los mismos términos que empleaba san Pablo para
su defensa ante los Corintios: Creo que no he hecho menos que los mayores apóstoles
(2 Cor 11, 5 y ss.), quiero decir, los sacerdotes más celosos de su siglo. Si alguna falta
cometió en el ministerio, fue la de rebajarse demasiado por elevar a los demás, pues
si cupieran demasías en una profesión fundada sobre la humildad, habría podido
acusársele de tal defecto. ¿Acaso no anunció siempre gratuitamente el Evangelio de
Dios? No le enriqueció por cierto el altar, antes bien le empobreció. No entró en el
Santuario para vivir más a sus anchas, sino para vivir pobre y estar en disposición de
servir mejor a la Iglesia; sólo este móvil le movió a renunciar la canonjía de Reims.
Aun cuando se vio falto de numerario, no quiso ser gravoso a nadie (2 Cor 11, 9);
esperaba con longanimidad, de los tesoros y de las bondades de la Providencia, los
socorros cuya escasez permitía el Señor para ejercitar su paciencia. Dedicado al
servicio del prójimo, no se avergonzaba de ser pobre ni de parecerlo; y, después de
haberse empobrecido con la abundancia de sus limosnas, tenía a mucha honra
recibirlas a su vez de alguna mano caritativa. ¡Ilustre señal de la generosidad de su
celo! ¿Cómo hubiera podido manifestar mejor que la gloria de Dios era el único
objeto de sus intenciones, y que la recompensa que de él esperaba estaba en la otra
vida? ¿Quién sufrió más penas que ese santo sacerdote? ¿Quién se encerró en el retiro
con más rigidez para separarse del mundo? ¿Quién enrojeció más veces su cuerpo con
su propia sangre? ¿Quién estuvo más veces expuesto a la muerte, ya por las
enfermedades causadas por cansancios y austeridades excesivas, ya por viajes
peligrosos al través de los Cevenas, en tiempo en que la herejía calvinista ejercía sus
últimos furores? En muchísimos más trabajos, en muchas prisiones, en muchos
azotes, en frecuentes peligros de muerte. In lahoribus, plurimis, in carceribus
abundantius, in plagis supra modum, in mortibus frecuenter. Así, la multiplicidad y
la extensión de sus sufrimientos atestiguan el celo de ese ministro de un Dios
crucificado, y toda su ambición era inmolarse en su servicio. Emprendió muchos
182 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

viajes, corrió peligros, en todas partes: peligros de parte de los ladrones, peligros de
parte de sus enemigos, peligros en la soledad, peligros en la villa, peligros de ser
encarcelado (porque se le buscó en París para llevarle preso, después de sentencia
ignominiosa); peligros entre los falsos Hermanos, de los cuales unos le traicionaron,
varios le dejaron, otros se rebelaron contra él, algunos le ultrajaron, sin hablar del que
le maltrató.
Bien puedo decir, al recordar las virtudes de ese santo sacerdote, que Dios quiso
mostrar en su persona, en el siglo
<2-335>
XVII, a un ministro formado según el modelo de san Pablo. Los mismos peligros, las
mismas contradicciones, igual método para llevar las almas a Dios, idéntico valor
para perseverar hasta el fin. Siempre en el cansancio y en la miseria, en vigilias
frecuentes, en el hambre y en la sed, en rígidos ayunos, en el frío y en la desnudez.
He aquí lo que le hizo padecer el celo; he aquí lo que le costaron el Instituto y el
establecimiento de las escuelas cristianas. Aunque el santo sacerdote no muriese por
la propagación de la doctrina cristiana, fue, en cierta manera, mártir de ella por las
muchas penas y tribulaciones que sufrió por espacio de unos cuarenta años
consagrados al establecimiento de las escuelas gratuitas. ¿No podía decir, con san
Pablo, a sus discípulos y a los niños a quienes instruía, que cada nuevo día le pedía
nuevos sacrificios, y que él era una víctima cuya inmolación se renovaba todos los
días? Ninguno existió de esos pobres desamparados cuya alma no le fuese más
apreciable que la vida del hijo único lo es para un tierno padre; siempre dispuesto a
sufrir con alegría en aras de su salvación y a poner colmo a sus sacrificios pasados con
otros nuevos, derecho tenía para decirles también: Me sacrificaré gustoso por la
salud de vuestras almas (2 Cor 12, 15).
De este modo se mostraba en todas las cosas como debía, esto es, como celoso
ministro de Dios, con mucha paciencia, en medio de tribulaciones, de necesidades,
de angustias, de azotes, de cárceles, de sediciones, de trabajos, de vigilias, de
ayunos, con pureza, con doctrina, con longanimidad, con mansedumbre, con unión
del Espíritu Santo, con caridad sincera, con palabras de verdad, con fortaleza de
Dios, con las armas de la justicia para combatir a diestra y a siniestra, en medio de
honras y deshonras, de infamia y de buena fama; tenido por impostor, siendo
verídico; por desconocido, aunque muy conocido: casi moribundo, como castigado,
mas no muerto; como melancólico, estando en realidad siempre alegre; como
menesteroso, siendo así que enriqueció a muchos; como que nada tenía, y todo lo
poseía, poseyendo a Dios (Cor 6).

III. Caracteres del celo de san Pablo impresos en el señor de La Salle


En esas señales del ministro celoso, que san Pablo caracteriza en su persona, se
reconoce al señor de La Salle sacerdote ejemplar, que buscaba en el ministerio la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 183

gloria y los intereses de Aquel a quien servía, ambicionando sólo para sí la pena y las
humillaciones, raras veces separadas de las funciones santas ejercidas con espíritu de
santidad; pues, al fin y al cabo, ellas distinguen el verdadero celo, y manifiestan en
quien las abraza y las sufre con valor la pureza de intención y caridad sincera. Es más
meritorio el padecer por Dios que emprender cosas grandes por Dios: lo uno puede
juntarse con el amor propio, lo otro es efecto del puro amor de Dios. En el crisol de la
ignominia y de las persecuciones se prueba y purifica el verdadero celo. Jamás el
sacerdote sirve mejor a Dios y a su Iglesia que cuando está velado con la nube de los
desprecios, y cuando sólo se da a conocer por sus trabajos y por sus virtudes. La
vanagloria indúcenos a cobrar mucha fama, el falso celo pretende siempre los
honores de gran reputación; pero ¿qué sucede cuando un ministro del altar ha
adquirido nombre ilustre? No se encuentra más que a sí por fruto de sus faenas; y
reconoce a la hora de la muerte que después de haber trabajado durante toda la noche
de esta miserable vida, nada ha hecho para la gloria de Dios y la salvación de las
almas.
Un ministro como el señor de La Salle, que apenas daba un paso sin encontrar
obstáculo, veía por todas partes sus designios hechos blanco de contradicción, no
conseguía adelantar sus empresas sino por la paciencia y la longanimidad;
<2-336>
imitando el celo de los Apóstoles, se encontraba, como ellos, roodeado de
perseguidores y cargado de cruces. Trabajaba sin ruido, pero con pingüe fruto; sin
brillo, pero con rico mérito. Tal ha sido la vida de todos los siervos del Esposo y de la
Esposa; como muerte cotidiana. No perdonando sacrificio, y consumiéndose ellos
mismos en el trabajo y la penitencia, se mantuvieron en el estado de víctimas
destinadas al holocausto. Si no fueron mártires, es porque la ocasión del martirio les
faltó. Los padecimientos diarios suplieron al martirio en Juan B. de La Salle. Quien
conoce su vida no titubeará en concederle cabida entre esa falange de celosos obreros
del Evangelio, cuyo retrato acabamos de pintar con las mismas palabras de san Pablo.

IV. Efectos que ese celo ardiente producía en el corazón del santo varón
Como no vivía para sí, sino únicamente para Dios, sólo suspiraba por la exaltación
de su santo nombre y por la multiplicación de sus servidores. Su único deseo era verle
conocido, amado y servido. Cifraba su contento en buscar y hallar medios con que
hacerle bendecir y honrar y ganarle todos los corazones. Hubiera quedado contento
sólo a medias, si hubiese visto a todos los hombres de la tierra reunidos en la
verdadera religión y sometidos al yugo de la fe. Su alegría hubiera sido completa, si
los hubiese visto a todos vivir como santos. Este deseo era en él tan vehemente que
miraba la pérdida de su descanso, de su reputación y de sus bienes como ganancia,
cuando esos sacrificios contribuían al acrecentamiento del reino de Dios. En el ardor
de su celo, hubiera querido multiplicarse hasta lo infinito para extenderlo por todo el
universo, y adquirir para el Señor servidores perfectos, capaces de adorarle en
184 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

espíritu y en verdad. Nada le arredraba cuando se trataba del servicio del divino
Maestro, y en cada instante de su vida se le veía dispuesto a sacrificarse por extender
su gloria. De ahí nacía en él ese santo celo por el ornato de los templos, por el decoro
en los altares; por la magnificencia de los vasos y ornamentos sagrados; de ahí nacía
esa noble pasión de ver todo lo que mira al culto de Dios y al servicio de la religión
con el esplendor y la majestad que conviene; de ahí el dolor que afligía su alma
cuando pensaba en lo mucho que se ofendía a Dios en el mundo, en cuán pocos
verdaderos adoradores tiene, y al recordar con qué tibieza le sirven aun los más fieles.
Tomaba tan a pechos el honor de Dios, que quiso ser su hostia y su celador
perpetuo, obligándose con sus discípulos a procurarlo por todos los medios posibles.
Sobre esto funda la fórmula de los votos que compuso para su Comunidad y que
pronunció él primero al pie de los altares, revestido de sobrepelliz y con una vela en la
mano, al frente de los Hermanos, con devoción que manifestaba en el semblante el
fervor de su alma. He aquí cómo empieza: Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, postrado con el más profundo respeto ante vuestra infinita y adorable
majestad, me consagro enteramente a Vos para procurar vuestra gloria. cuanto me
fuere posible y lo exigiereis de mí, etc. Con ese preludio quería enseñar primero a sus
discípulos el objeto único del Instituto, el fin de sus votos, lo que había de ser el alma
de todas sus acciones y el centro de sus deseos. Renovaba todos los años, el día de la
fiesta de la Santísima Trinidad, esta ceremonia con la misma solemnidad y con
nuevos deseos de verse, a sí y a sus discípulos, hechos hostias vivas, consagradas a la
mayor gloria de Dios.
Mudo en toda ocasión, y como incapaz de defenderse cuando se trataba de velar
por los propios intereses, volvíase elocuente cuando se trataba de los de Dios, y nadie
podía resistir a la sabiduría y al espíritu que hablaba por su boca (Hch 6, 10). Así
sucedió, entre otras circunstancias, cuando dos Hermanos fueron citados a
comparecer en juicio y a decir con qué autoridad habían abierto
<2-337>
otra escuela gratuita; siguioles él, y después de haber sido mero espectador en la
defensa que de sí hicieron los Hermanos, empezó a hablar cuando ellos callaron; y
defendió su causa con tanta vehemencia que al punto fue dictada la sentencia en su
favor, a pesar de los gritos de los maestros de escuela, quienes para evitar que se les
condenase a pagar las costas protestaban que no tenían nada que ver con él.
¡Cuántas veces hizo cambiar de parecer a los que, prevenidos contra la forma de su
gobierno, contra el nuevo género de vida y el hábito de sus Hermanos, le escuchaban
al fin con ánimo dispuesto a ceder a la verdad que tan sensible les hacían sus razones!
¡Cuántas luces y superiores razones no proporcionaba el Espíritu Santo en esas
ocasiones a una boca que sólo se abría cuando se trataba de defender la causa de Dios!
Los que por presunción o buena opinión de sí mismos conservaban resabios por no
tenerle en todo plenamente sumiso y dócil a sus avisos, sin ser, por supuesto,
superiores suyos, quedaban a veces deslumbrados por la evidencia de las razones que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 185

oponía a las suyas y se veían obligados a reconocer que era invencible en el raciocinio
cuando quería usar de él.
Los vicarios generales de la diócesis de Reims le conocían bien cuando le enviaron
en 1684 con varios eclesiásticos a trabajar en la misión de cierta ciudad descuidada
hacía mucho tiempo y cuya tierra, semejante a las montañas de Gelboe, parecía
condenada a no recibir del cielo más lluvia ni rocío. El santo sacerdote estaba
entonces a la cabeza de la Sociedad que acababa de nacer, y necesitaba absolutamente
de su presencia; y no fue para él ligero sacrificio el que le imponía la obediencia de
dejar a unas ovejas recién reunidas bajo su dirección, para correr tras otras ovejas
descarriadas, pertenecientes a rebaño desconocido; pero, en fin, la voluntad de los
superiores le daba a conocer la de Dios, y por más santa que fuese la pasión que sentía
de procurar la gloria de Dios en el redil que la divina Providencia había confiado a sus
cuidados, deseaba ante todas las cosas cumplir su voluntad santísima. Así es que
corrió a donde le llamaban la obediencia y los intereses de Dios.
El designio de los vicarios generales era conmover, a aquel pueblo endurecido, con
la presencia y ejemplo de un canónigo de Reims convertido, voluntariamente y por
amor de Dios, en el último y el más pobre de los sacerdotes de la diócesis, y obligar al
santo misionero a levantar sus manos al cielo, a dirigirle sus oraciones y a ofrecerle
sus penitencias para atraer su gracia y bendición sobre aquella tierra inculta hacía
mucho tiempo. No fueron vanas sus esperanzas. El resplandor de las virtudes del
joven obrero evangélico, más eficaz aún que sus predicaciones, conmovió a una
población a quien sus pastores habían escandalizado con ejemplos de vicios y de
pecados. Casi todas esas buenas gentes, olvidando que había en su viña otros obreros
y que no era conveniente dejarlos ociosos, para hacer llevar a uno solo todo el peso
del día y del calor, acudían todos a nuestro santo sacerdote, de modo que todo el peso
de la misión cayó sobre él; y esto no obstante, tuvo el consuelo de ver fructificar sus
trabajos mucho más aún de lo que esperaban quienes le habían enviado. Los
habitantes del lugar que le sobrevivieron le veneraban como a su apóstol, tan
edificados quedaron de los heroicos actos de celo y caridad que le vieron practicar en
favor de ellos.
No será exagerar, si me atrevo a decir que el celo de la gloria de Dios devoraba a
este santo sacerdote, y que cuando le sucedía estar fuera de su retiro y oración, en
nada pensaba sino en discurrir medios de extender la gloria divina. Con ese intento,
cuando iba de viaje, acechaba
<2-338>
las ocasiones de hablar de Dios a los que encontraba por el camino, para inducirlos a
crecer en virtud y a convertirse a Dios si estaban todavía en pecado. Su celo no era
estéril: producía a veces maravillosos frutos, según se verá pronto.
186 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

§ 2. Celo de la salvación de las almas en el señor de La Salle


El mismo celo de la gloria de Dios en que se abrasaba este santo sacerdote le
apasionaba santamente por la salvación de las almas, pues esos dos objetos son
inseparables y casi se confunden. El uno está contenido en el otro: la salvación de las
almas, cosa es que pertenece a la gloria de Dios; por consiguiente, cuanto más viva es
la caridad, tanto más ardiente es el celo de ganar almas a Dios. Para dárnoslo a
entender, Jesucristo exigió del primero de los pastores amor eminente y superior al de
los demás Apóstoles, antes de confiarle el cuidado de los corderos y de las ovejas.
Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Sí, Señor — le contestó—, ya sabéis
que os amo. En una respuesta parecida, salida del corazón y no simplemente de la
boca, se funda el verdadero celo de que pueden gloriarse sólo aquellos que dieron
públicas pruebas de su caridad.
Quien ama al Esposo ama a la Esposa. Quien ama a Jesucristo ama a sus ovejas; y
quien las ama como ese buen pastor las amó, ha de estar dispuesto como Él a hacerlo
todo, a padecerlo todo y a morir por su salvación. Cuanto más crece en un corazón el
amor a Jesucristo, a quien tanto costaron las almas, más se enciende en él el celo de la
salvación de éstas. De modo que el santo varón no se hubiera creído amigo de
Jesucristo, si no hubiese tenido por la salvación de las almas rescatadas con el precio
de la sangre del Salvador afición proporcionada al amor que tenía a nuestro divino
Redentor. Sabía que, según la expresión de san Gregorio, ningún sacrificio a los ojos
de Dios puede compararse con la salvación de las almas, y que, según el Ángel de las
Escuelas, nada hay en el universo tan excelente como la salvación de un alma. La
sangre de un Dios que costó, le da precio infinito. Y como que la estima que Dios ha
hecho de ella es la regla que debe medir la nuestra, el amor sin límite que llevó a
Jesucristo a sufrirlo todo y a. morir por ella debe ser la razón y el modelo de nuestro
celo. Por lo cual podemos concluir con el mismo san Gregorio que en el cielo habrá
tanta diferencia entre el premio destinado a la caridad ejercitada en pro del cuerpo y
el premio que merece la que se dedica a salvar almas, cuanta distancia hay del alma
al cuerpo. Nuestro santo sacerdote ejercitó de modo heroico esas dos clases de
caridad; dio raros ejemplos de celo apostólico y de amor poco común para con el
prójimo.
Así, pues, aunque su celo no reconociese otros límites que la caridad, principio y
origen del celo, la cual no tiene límite ni término, ejercitole, no obstante esto,
principalmente en dos objetos que ocuparon su vida entera: el primero, la conversión
de los mayores pecadores; el segundo, la instrucción y educación cristiana de la
juventud pobre y desamparada.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 187

SECCIÓN PRIMERA

Celo incomparable y gracia particular del señor de La Salle


para la conversión de pecadores empedernidos

I. Maravilloso talento del señor de La Salle para convertir


grandes pecadores
Como el señor de La Salle se hallaba ciertamente adornado de las virtudes
necesarias a un varón apostólico, poseía también el raro y precioso talento de ganar
almas para
<2-339>
Dios; la divina Majestad le dio gracia particular para devolver a los caminos de la
salvación a los que se habían apartado de ellos.
Esta gracia estaba fundada en amor tierno y paternal a los grandes pecadores, en
prudencia esclarecida, en las luces del Espíritu Santo, en el don sublime de oración,
en profunda humildad, en total desinterés y entera pobreza, en la mortificación,
paciencia y mansedumbre a toda prueba. Ya se sabe que la reunión de esas virtudes
forman al varón apostólico, y que de ellas toma el celo su fuerza y eficacia. El grado
en que las poseía nuestro santo sacerdote le hacía ministro poderoso en obras y en
palabras, y lo presentaba a los ojos de los pecadores como apóstol de Jesucristo y
como hombre enviado del cielo para ellos.
Podía decirse del discípulo lo que se dijo de su divino Maestro, que amaba a los
pecadores y era tenido por amigo suyo. Era para ellos padre tierno, médico caritativo,
guía ilustrado, abogado y mediador celoso delante de Dios, y su ángel
verdaderamente tutelar. Su modestia los atraía a sus pies, su amabilidad los
encantaba, y ya no tenían nada oculto para un hombre que parecía tenerlos metidos en
el corazón. Al verle compadecerse de su estado, enternecido por sus miserias,
llorando pecados que ellos no lloraban, aprendían a dolerse de sus yerros, a gemir y a
buscar en la caridad del señor de La Salle el remedio de tantos males.

II. De dónde sacaba su influencia sobre los corazones endurecidos


La prudencia, que es la ciencia de los santos —dice el sabio— y las luces del
Espíritu Santo que guiaban al siervo de Dios, le enseñaban lo que san Gregorio
Magno, y antes de él san Gregorio Nacianceno, llama el arte de las artes, esto es, el
talento de dirigir a los pecadores con suave firmeza y bondad encantadora, que les
obliga a apartarse de la cautividad del demonio, a romper las cadenas de sus vicios y
188 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

pasiones, a no dejar a ese buen confesor trabajar sólo en la curación de sus almas, sino
a unir sus oraciones y ayunos a la penitencia del santo sacerdote.
Unido con Dios por la oración casi continua, sacaba de ella el espíritu que vivifica,
la unción que conmueve, la virtud que obra y la gracia que cambia los corazones más
rebeldes; de este modo venía a convertirse en hábil instrumento de salvación, puesto
en las manos del Omnipotente para producir eficazmente, en las almas empedernidas,
la penitencia y la conversión. Lo que la palabra viva y eficaz había empezado en
corazón insensible lo acababa la oración, armada con sus austeridades y
mortificaciones, y, por lo común, ningún pecador avezado al crimen podía resistirse a
las gracias que de Dios le alcanzaba y a los ejemplos de virtud con que le edificaba.
Persuadidos de que el santo sacerdote trabajaba más que ninguno de ellos por su
conversión, y que ésta le costaba muchas lágrimas y no poca sangre, se avergonzaban
de su flojedad y se animaban con su ejemplo a conseguirla a costa propia.
Por otra parte, la humildad, el desinterés, la paciencia y la dulzura, que eran el alma
de su conducta, les inspiraban tanta confianza que era para ellos una especie de placer
confiarle sus pecados y exponer a sus ojos las llagas más vergonzosas. Pero ¡cuáles
eran su sorpresa y su edificación cuando el hombre de Dios, a quien reverenciaban
como santo, se pintaba a sí mismo como muy pecador; y, después de haber recibido la
confesión de sus más abominables crímenes, quería persuadirles que eran menos
criminales que él! Esa humildad les humillaba a ellos, y comunicándoles los
sentimientos de horror y de dolor
<2-340>
que les habían de inspirar sus iniquidades y que el espíritu de penitencia trae siempre
consigo, no les dejaba sentir vergüenza para declararlos todos, señalando las especies
diferentes y las circunstancias que podían revelar la fealdad y torpeza de los pecados.
He aquí algunos ejemplos que confirman lo dicho.

III. Conversión admirable de un malvado disfrazado de eclesiástico


Cuando los viajes del virtuoso sacerdote, que ordinariamente eran a pie, solo o
acompañado de algunos Hermanos, no le tenían ocupado en Dios, pues andando leía
u oraba o rezaba, hasta se paraba a veces en el camino para hincarse de rodillas y
entrar en profundo recogimiento, permaneciendo en él horas enteras, cuando, digo,
sus viajes no le tenían ocupado en Dios, no dejaban casi nunca de procurar ejercicio a
su celo. Como tenía por costumbre juntarse con los que encontraba por el camino,
para aprovechar la ocasión de hablarles de Dios y de la virtud, tropezó cierto día, en
el bosque de Villers Cotterets, con un desalmado que se había disfrazado de
eclesiástico. Era, según el estilo de la Sagrada Escritura, uno de esos hombres
vendidos al pecado, que tragan la iniquidad como el agua. Ningún crimen le costaba
nada. El de celebrar la santa misa, sin estar ordenado de ningún orden sagrado, no era
para causar horror a un hombre dado a la magia y que había enseñado esa ciencia del
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 189

infierno a dos gentiles hombres cuya educación le había sido confiada como a
preceptor.
Nuestro santo sacerdote no tardó en conocer con quién se las había, y sintiendo
aumentársele el celo en razón de la misma dificultad de semejante conversión, la
emprendió con generosa confianza en Dios, sin detenerse a pensar en los obstáculos
casi invencibles que, al parecer, la hacían desesperada. Persuadido de que nada es
imposible a Dios, quien se complace en usar de misericordia con los mayores
pecadores, interesó al cielo por la conversión de éste; ofreciose, pues, al Espíritu
Santo a trabajar en la conversión de aquel corazón depravado y profundamente
corrompido, lo ablandó, ganó su confianza y le sacó la vergonzosa y humillante
declaración de su abominable vida. El señor de La Salle, obligado a continuar su viaje
y a interrumpir los trabajos para ganarle, tomó todas las providencias necesarias para
asegurarle en Dios, y acabar de arrancar de las garras de la antigua serpiente al
desgraciado pecador, determinándole a retirarse a casa de los Hermanos de París,
para ocuparse allí en la oración y preparar su alma a la justificación.
Vino, en efecto, a París a verse con el Hermano Director, quien le recibió y le puso
solo en una celda, en virtud de la orden que le habían dado, en carta que le fue
presentada por ese hombre. Pero alarmado por la presencia de ese nuevo huésped que
le hizo alguna confidencia sobre lo que había pasado entre el siervo de Dios y él, y del
cuadro horrible de su vida; inquieto por los negros designios que el demonio pudiera
intentar en la casa por medio de hombre semejante, prevenido contra lo que se
pudiese temer del trato con un penitente equívoco, el cual, so capa de conversión
fingida, podría tentar de pervertir a alguna alma débil, le tuvo, hasta la vuelta del
santo Fundador, encerrado y sin libertad para hablar con nadie, a no ser con el mismo
Hermano Director y con el Hermano que cuidaba de darle la comida. El siervo de
Dios, vuelto a París, acabó felizmente esta conversión. Oyó su confesión general y,
después de haberle confirmado en la piedad, le procuró el empleo de enseñar en un
hospital. Allí, el vigilante pastor no le perdió de vista,
<2-341>
y dirigía su conciencia. Ese pecador, sinceramente convertido, llevó vida
irreprensible, y la consumó con una muerte que hizo esperar que Dios había tenido
misericordia de él, según lo dijo el señor de La Salle al Hermano Director.

IV. Lo que trabajó por convertir a un sacerdote soldado


Su celo no tuvo éxito tan rotundo con un sacerdote a quien encontró de tal aspecto,
que más parecía soldado que eclesiástico. Regresaba, efectivamente, del ejército, de
donde traía no solamente el espíritu, sino también el exterior y los modales. Era tan
ignorante como basto, hasta el extremo de desconocer el Nuevo Testamento y
resultarle extraña la lengua latina. No sabemos qué medios empleó el siervo de Dios
para convertir a este soldado sacerdote o viceversa, en buen eclesiástico. Presentose
190 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

con una recomendación del señor de La Salle para que se le admitiera en la casa y
permaneció en ella dos años. Diosele trabajo en las escuelas para librarle de la
holganza, el tedio, el aburrimiento y vicios que los acompañan. El anhelo del varón de
Dios era ofrecer a este mal ministro del altar oportunidad de prestar algún servicio a la
Iglesia, pero no pudo conseguirlo. El espíritu de cuartel, que no se pierde fácilmente,
no estaba apagado, sino sólo adormecido en aquel hombre que, al parecer, tenía
vocación al par que inclinación a la milicia. Con todo, no fue este camino el que
siguió para probar fortuna. En espera de que la sotana y el breviario bastarían para
conseguirle algún beneficio en su tierra, los llevó a Roma y allí aguardó la
oportunidad ansiada por la codicia, en que pudo presentarse solo a concurso, sin
encontrar opositor más apto que él.
Varios otros grandes pecadores venían a pedir al santo sacerdote el bautismo de la
Penitencia y confesarle sus crímenes. No eran ni sus predicaciones ni ninguna obra
ruidosa lo que los atraía, pues oculto en su casa como san Juan Bautista en el desierto,
no se daba a conocer afuera; pero, porque era lo que debía ser, vivo dechado de
penitencia sin ser de ella predicador elocuente y aun sin manifestarse en público, los
pecadores venían a buscarle; los soldados acudían también a pedirle cómo debían
haberse para salvarse. Todos encontraban en él favorable acogida. Acostumbraba a
conducirlos a la capilla de la casa, y allí los oía en confesión gastando muchas horas,
si era necesario. Por más que apreciaba el tiempo, no lo escatimaba para con ellos, y
les concedía de buen grado todo el que pedía la perfecta conversión.
Después de haberlos puesto en este feliz término, no los dejaba. Excitándoles a que
volviesen a verle, procuraba, en estas caritativas visitas, afirmarlos en el bien e
inspirarles amor a la virtud. Como le habían entregado la llave de sus corazones, no
perdonaba nada para abrirlos a la gracia y hacer penetrar en ellos el amor de Dios. Si
alguna diferencia hacía entre ellos, era en favor de los más criminales y bribones;
éstos recibían de su corazón señales más particulares de distinción. Tratábales con
maneras tan humildes y tan suaves que parecía tenerles cierto respeto y verdadera
ternura. Esto les daba confianza, y se maravillaban de ver un confesor a quien
veneraban como a nuevo Juan Bautista, confidente y juez de sus conciencias, negras
como los carbones del infierno que les trataba con honra y estima, en vez de
rechazarlos o mirarlos con desprecio.

V. Conversión de otro eclesiástico corrompido


Entre todos los pecadores que el señor de La Salle arrancó de la esclavitud de
Satanás, uno merece ocupar particularmente nuestra atención. La historia de su vida,
tal como la refirió él mismo a algunos Hermanos, podría ser la historia del reinado de
las pasiones, si se llegase a escribir. No puede decirse cuál era el vicio que le
dominaba, pues todos parecían
<2-342>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 191

disputarse el imperio de su corazón; la destemplanza, la sensualidad, la impureza, la


impiedad y la irreligión hacían de él un hombre de pecado. Le ofendía quien le
hablase de Dios, de la virtud, de la Escritura Sagrada y de las cosas santas. Para llegar
a los más profundos abismos del crimen y para iniciarse en los más tenebrosos
misterios del infierno, sólo faltaba que llevase al altar estas disposiciones
monstruosas y añadir el carácter de sacerdote al de cristiano. No fue culpa suya si la
Iglesia no contó entre sus ministros a este obrador de iniquidad, quien hizo todo lo
posible para ordenarse de sacerdote. Habría llegado a serlo si el resultado de sus
desórdenes no le hubiese cerrado las puertas del santuario; pues, siendo de buena
familia, era hombre capaz e instruido, apto, por tanto, para servir al demonio en el
templo y ser instrumento digno de su malicia. Afortunadamente, el que aspiraba a las
órdenes con los crímenes del hijo pródigo, cuando se presentó a recibirlas, produjo
tan universal conmoción en todos los miembros, por sus excesos, que fue
vergonzosamente desechado.
No se desconcertó por eso el desgraciado; resolvió entonces pasar ante el mundo
por sacerdote y desempeñar las funciones de tal, sin estar ordenado. El castigo visible
de Dios de que se acaba de hablar, tan propio para ablandarle y convertirle, sólo sirvió
para endurecerle. Sustituyó el crimen que se le había hecho imposible por otro
todavía más grave, adquiriendo por sorpresa las licencias de sacerdote, y
pretendiendo ejercer las funciones del santo ministerio. Con todo, aunque repetidas
veces consiguió revestirse de los hábitos sacerdotales para desempeñar en el altar el
falso papel de sacerdote, se vio siempre impedido de verificarlo por disposición de la
Providencia, atenta a desconcertar semejantes misterios de iniquidad.
Falto de dolor por tan horrendos crímenes, este nuevo Esaú lloraba amargamente y
se lamentaba de la calaverada de su juventud: había vendido por un almuerzo cierto
beneficio de cerca de ochocientas libras de renta. Acerca de esto, su arrepentimiento,
aunque mundano y material, era sincero, y se debatía en gemidos y en lágrimas
inútiles. Por fin, llegó la hora en que Dios, después de haber dejado a sus propios
desvaríos a esta alma desgraciada, le tuvo compasión, y el medio de que se valió para
disponerla a la conversión fue entregarla a los remordimientos de la conciencia. En el
profundo lodazal en que se había dormido encontró el gusano roedor y cruel que los
crímenes engendran siempre en el alma, y que viene a ser su tormento inevitable en
este mundo o en el otro; este gusano devorador no le permitió ya descanso alguno.
Fatigado en el camino de la iniquidad y de una vida que era verdadera muerte y el
preludio de la de los réprobos, empezó a levantar los ojos al cielo, pensando que hay
un más allá, la vida eterna y sin fin, después de ésta tan corta y pasajera, vida de
suplicios para los culpables destinada a hacerles expiar la pasada en delicias.
Estas reflexiones, tan tristes para el hombre voluptuoso, pero saludables,
derramaron la amargura y la turbación en su espíritu. Sus crímenes presentes y
obscenidades pasadas se congregaban para labrarle el suplicio insoportable a sí
mismo; huía de sí y por todas partes se encontraba; buscaba descanso y no lo hallaba,
semejante a un hombre echado sobre espinas y que siente sus punzadas por cualquier
192 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

parte que se vuelva. Pecados que había olvidado momentos después de cometerlos, se
presentaban a su memoria y le obligaban a confesarse autor de tantas monstruosas
iniquidades. La multitud de ellos le espantaba. El mundo, desenmascarado a sus ojos,
no tenía ya nada que pudiera agradarle, y dijo a los placeres y goces: Sois vanos, ¿por
qué me engañáis? Insoportable a sí mismo, se ocultaba y no se atrevía a mostrarse a
los demás,
<2-343>
por temor de que notasen algo de la turbación, de la tristeza, inquietud y agitación de
que su alma estaba presa. Pensativo y solo consigo mismo, encontraba la vida aún
más aborrecible, porque el silencio y el retiro le ponían en manos de su mayor
enemigo, su conciencia. En fin, cayó en profunda melancolía, vecina de la
desesperación. El remedio para su dolencia era una buena confesión general; se la
aconsejaron, pero ¿con quién hacerla? ¿Habrá acaso en el mundo un hombre que
pueda oír la historia de su vida sin sobrecogerse de horror y sin hacérselo sentir? ¿Lo
habrá bastante paciente para escuchar con tranquilidad hasta el fin tan larga
enumeración de crímenes, cuya única diferencia consiste en la que les da la
diversidad de especies y circunstancias? Esto se decía a sí mismo, y esto contestaba a
los que le exhortaban a que buscase en la piscina de la penitencia, abierta a todos los
pecadores, el remedio de sus crímenes.
Siempre pronto a confesarse, si hubiese encontrado confesor cual lo deseaba, con
ninguno quería hacerlo, porque no podía hallar al que buscaba. Lo que necesitaba,
según él, era un confesor que fuese santo o que acabase la vida luego, después de
haberlo oído, pues no quería que el testigo secreto de vida tan desarreglada como la
suya sobreviviese a la declaración de sus pecados. De este modo, la soberbia, más
perniciosa aún que los demás vicios, impedía la curación de aquella alma. El mismo
espíritu diabólico que le había quitado todo pudor al cometer sus crímenes, se lo
devolvía para impedirle la confesión de ellos. Su ansiedad, con todo, crecía todos los
días, y la dilación del remedio sólo servía para aumentar el mal y hacerlo más
incurable. Lo bueno que tenía este hombre era que deseaba efectivamente su
curación; si tardaba en acudir al médico, era por no saber dónde buscar al que estaba
destinado a procurársela.
Nadie, sin duda, más a propósito para verificarlo que el abad de Rancé, el célebre
reformador de la abadía de la Trapa, a quien el cielo había concedido el talento de
convertir a los mayores pecadores en ilustres penitentes. Hablaron de él a este
pecador turbado, y se lo pintaron como un santo. Esto bastó; corrió a echarse a sus
brazos. Pero, bien sea que el abad de Rancé, a pesar de su eminente virtud, no fuese el
médico de quien Dios quería servirse para la curación de este enfermo desesperado,
bien sea que el demonio, al ver que su presa iba a escaparse de sus garras, hiciera
nuevos esfuerzos para asegurarse la posesión de ella, el desgraciado, llegado al puerto
de la salvación, después de haber estado en él por corto tiempo, quiso salir de él con
menosprecio de las vivas y caritativas reconvenciones del santo abad, que le
representó en vano que encontraría su perdición fuera de aquella casa. A pesar de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 193

esto, Dios velaba por este pecador y por vías ocultas le encaminaba a la conversión.
Cómo había oído hablar, al salir de la Trapa, de un virtuosísimo sacerdote llamado M.
Aubrí, fue a Moulins a buscarle, con intento de confesarse con él. Llegado allí, y
sabiendo que este celoso eclesiástico, dedicado a la instrucción y a la educación
cristiana de la juventud, buscaba un auxiliar que le ayudase en la humilde y pesada
tarea de las escuelas, le ofreció sus servicios, sin declararle el motivo que le había
llevado a Moulins. Hasta se sirvió aparentemente de fingimiento para hacerse desear
más aún del señor Aubri, aparentando estar resuelto a retirarse a un eremitorio.
Después de disuadirle, y juzgándole idóneo, el virtuoso señor Aubrí asociole a su
obra, señalándole una pensión. Además, consiguió nuestro pecador mejorar su
condición material, encargándose, como ayo, de la educación de los hijos del
Procurador del Rey en aquella ciudad. De este modo, comía a la mesa de este
magistrado y gozaba de la pensión del señor Aubrí. Era lo suficiente para vivir
cómodamente, si su conciencia le
<2-344>
hubiese dejado en paz; pero en vano trataba de distraer sus inquietudes; cambiando de
lugar no cambiaba de corazón, y adondequiera que iba seguíale el verdugo que le
torturaba.
Salió, pues, de Moulins, para buscar en París a Juan B. de La Salle, de quien le
habían hablado como de un gran siervo de Dios, y que debía ser el libertador que
la Providencia le destinaba. El deseo de visitar a Sept Fonds, célebre asilo de la
penitencia, próximo a Moulins, fue el pretexto de que se valió para justificar su
partida. Pero, en vez de dirigirse a Sept Fonds, se encaminó a París, en donde, después
de muchas pesquisas, vio con satisfacción al médico que al fin había de curarle.
Fue recibido por él, según deseaba, con bondad y cordialidad de que no había visto
ejemplo. El aire afable de santo sacerdote, su trato bondadoso, sus maneras
afectuosas y sobre todo la caridad con que ejercitó con él la hospitalidad, ganaron
plenamente su confianza, y reconoció al verle que se parecía perfectamente al retrato
que en su imaginación se había formado del santo que necesitaba para confesarle.
Suplicó sin dilación que le oyese; pero faltole el valor en las tres primeras veces que
se presentó al tribunal de la penitencia. Cuando llegó el caso de tener que revelar sus
infamias, el falso rubor, fruto del orgullo, le ató la lengua y le hizo enmudecer. Pero
después de esto, como quien va sondeando por un paso peligroso y anda con mucho
tiento, comenzó a declarar uno de sus más enormes crímenes, procurando indagar la
impresión de horror que producía en su confesor. Viole tranquilo y sin más emoción
que si le hubiese declarado confidencialmente un acto de virtud. Esta primera
tentativa había tenido el éxito feliz que deseaba, y le animó a añadir a la confesión del
primer pecado la de otros dos de igual gravedad. Muy sorprendido de que el señor de
La Salle no manifestase extrañeza, de que los escuchase a sangre fría y sin demostrar
horror, hizo declaración sincera y entera de los demás, conforme aseguró más tarde él
mismo a un Hermano que había ido de París a Guisa con él, adonde el señor de La
Salle les mandó.
194 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Esta confesión tan humilde y entera fue la salvación de este reacio pecador,
entregado desde tanto tiempo al gusano roedor de su conciencia, y le proporcionó el
suspirado descanso. Mas, para obtener la absolución, se le obligó a poner en manos de
su confesor todos los papeles en que estaban contenidos los misterios de iniquidad y,
entre ellos, las falsas licencias de sacerdote que había obtenido. Esta conquista, hecha
para Dios, llenó de rabia en alto grado al espíritu de tinieblas. Enfurecido al ver
arrancada de sus garras tal presa, y resuelto a vengarse, atormentó visiblemente al
recién convertido. Pareciole a este pobre penitente haber salido todos los demonios
del infierno, y estar su celda llena de estos implacables enemigos, que amenazaban
con echarlo por la ventana. Los asaltos en el interior de su alma fueron todavía más
terribles que los exteriores. Sintió allí una rebelión vivísima de todos los vicios y
pasiones. Todos los desórdenes pasados le solicitaban para nuevos crímenes. Jamás
el atractivo del placer y la delectación que acompaña al pecado le habían parecido tan
dulces y seductores. Pero, por efecto de la misericordia divina, estaba cerca de su
libertador, y, como le descubrió fielmente todas las tentaciones, salió siempre
victorioso de ellas. Fueron, con todo, muy largas y muy pertinaces; mas la
multiplicación de los combates sirvió para multiplicar
<2-345>
los triunfos. El señor de La Salle, sabiendo mejor que cualquier otro los furiosos
esfuerzos que el espíritu inmundo suele hacer para volver al corazón del cual ha sido
echado, su astucia en despertar las pasadas ideas, la facilidad que encuentra en los
vicios y los malos hábitos para abrir nuevamente llagas, aunque estén bien cerradas,
velaba con todo el cuidado posible por la conservación de esta conquista. Consiguió
mantenerle en los caminos de Dios, sosteniéndole con esa admirable caridad ya
empleada para sacarle de la senda del infierno. La muerte de este pecador penitente,
ocurrida poco después de su conversión, pareció confirmar su predestinación, pues su
fin fue muy edificante. Acaeció en el hospital de Soissons, adonde La Salle le había
enviado para que enseñase a los niños. El santo varón, a pesar de su humildad, recibió
en ella toda la honra, porque estándole tan obligado el moribundo no podía contener
los testimonios de agradecimiento que le debía. Decía públicamente que el santo
sacerdote le había arrancado de las fauces del león infernal y de la condenación
eterna, y que si Dios usaba con él de misericordia, era debido a la caridad del santo
sacerdote. La fama de esta conversión mereció al siervo de Dios elevada reputación
entre los grandes pecadores. Venían a él todos de todas partes para experimentar por
sí mismos la gracia que tenía para trocar los corazones más endurecidos y sacar del
infierno a hombres que parecían tener metidos ya en él los pies.

VI. Conversión de otro eclesiástico


Otro pecador bastante parecido al penúltimo de los que se acaba de hablar, le fue
igualmente deudor, después de Dios, de su conversión. Salía del ejército en donde
había entrado siendo subdiácono. Como había tomado esta determinación no para
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 195

rezar el Oficio divino que le obligaba, sino en busca de pretexto para eludir tal carga,
y vivir vida licenciosa, olvidó presto sus deberes, y aun lo que era, lo que debía a Dios
y a la Iglesia, para no acordarse más que de la libertad que se había arrogado de ser
malo impunemente. Por este carácter de impiedad puede juzgarse el trabajo que
costaría al siervo de Dios la conversión de este desertor del estado eclesiástico; pero,
en fin, lo logró, y su muerte, que muy pronto sobrevino, pareció sellarla y asegurarla.
Acabó sus días en Rethel en santas disposiciones.
Los párrocos y los confesores, enterados del bien que Dios obraba por el ministerio
de Juan Bautista, le consultaban con frecuencia sobre los casos más apurados en la
dirección de esas almas de la más refinada malicia, cuya conversión pide estupendos
milagros de la gracia; a veces se los enviaban para acabar lo que ellos habían
empezado, o para que hiciera lo que ellos no se habían atrevido a emprender.

VII. Conversión de un joven escocés de ingenio sutil


y muy obstinado en su falsa religión
Girando el señor de La Salle la visita de las casas de su Instituto, encontró cierto
día, en el camino de Soissons, a un joven escocés de aspecto poco común. Ese joven,
que venía a probar fortuna en París, se acercó a nuestro virtuoso sacerdote para
implorar una limosna y encontró en su caridad más socorro de lo que él pedía; porque
después de habérsela dado, comenzó a hablarle de Dios y a exhortarle a pensar en su
salvación. Por desgracia, el extranjero no entendía la lengua francesa. Para suplir esta
falta, el siervo de Dios le hizo algunas preguntas en latín, y reconoció por las
respuestas que pertenecía a la religión protestante. Tuvo de él compasión y se sintió
inspirado a trabajar por su conversión. Para facilitarla, el santo sacerdote puso por
obra todo cuanto inspira la caridad desinteresada. Ayudó durante el viaje al pobre
extranjero, y le llevó, consigo a la casa noviciado, donde atendió con liberalidad a
todas sus necesidades. La dulzura y buen carácter de su nuevo huésped le hicieron
esperar al principio que vencería
<2-346>
fácilmente sus repugnancias, y ganaría sin trabajo, para la verdadera religión, a aquel
hombre que si se hallaba en la falsa era sólo por haber nacido en ella; pero poco
tiempo tardó en convencerse de que, tratando con persona bien instruida, era
indispensable emplear contra sus errores no sólo los atractivos de la caridad, sino
también las armas de la ciencia y de la verdad bien probada. A esto se aplicó el santo
Sacerdote de día y de noche con celo infatigable. Tuvo con el joven hereje largas
conferencias por espacio de cerca de tres meses, y echó mano de los argumentos más
convincentes y capaces de desvanecer sus recelos, pero todo inútilmente, pues trataba
con un hombre sutil, desconfiado, obstinado y que no se rendía aun cuando su razón,
reducida a la impotencia, no hallaba ya respuesta.
196 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

El señor de La Salle perdía casi las esperanzas de convencerle; sin embargo de


esto, su celo no parecía cansarse. Cuanta más resistencia encontraba, tanto más
redoblaba los esfuerzos; pero como la conversión de los pecadores en general, y en
particular de los herejes, es obra de la gracia, y en vano la intenta el hombre si Dios no
pone la mano, nuestro santo sacerdote juntó a los argumentos la oración y la
mortificación; buscó en la fuerza del Todopoderoso la victoria que la sola luz de la
verdad no hacía posible. Pidió y encargó muchas súplicas por la conversión de
aquella oveja descarriada; además, para lograr eficacia a la oración, se condenó a
austeras penitencias. Su celo fue, al fin, coronado por el éxito feliz. Después de tres
meses de obstinada resistencia el hereje depuso las armas, y, entregándose de buena
fe a la verdad demostrada, confesó no haber otra Iglesia verdadera que la de Roma, y
estar decidido a vivir y morir en su seno. Cuanto más obstinado había parecido en el
error, tanto más fiel se mostró en lo sucesivo a la verdad. Desengañado ya por el
conocimiento exacto que adquirió de todos los puntos disputados entre nosotros y los
de su secta, estuvo en disposición de desengañar a otros; y como su conversión no
podía atribuirse a ligereza, resultó más sincera y más constante.
El señor de La Salle, lleno de alegría por ella, corrió al pie de los altares a tributar a
su Autor alabanzas y acciones de gracias; y después de haber empleado mucho
tiempo y trabajo en instruir sólidamente al recién convertido en las principales
obligaciones de la fe católica, le presentó al señor párroco de San Sulpicio, el cual
recibió su abjuración, con grande edificación de todos los que tuvieron la dicha de
presenciarla. El consuelo de aquel que había trabajado tanto en esta obra no podía ser
mayor. Condujo como en triunfo a su prosélito al mismo lugar en donde lo había
ganado para Dios y le detuvo en él aún algún tiempo para acabar de infundirle piedad
sólida, y hacerle invulnerable a las recaídas y a las tentaciones a que le expondría el
regreso a su patria. Cuando estuvo fortificado en la fe, el señor de La Salle lo dejó
partir para Escocia, de donde había venido para buscar fortuna, y a donde volvía
después de haber conseguido más de lo que pensaba. El que había sido su padre en la
fe costeó los gastos del viaje, y tuvo el consuelo de saber más adelante que su hijo
espiritual no sólo había perseverado firme en la fe de la Iglesia católica romana, sino
que también había trabajado con feliz éxito en la conversión de toda su familia y de
algunas otras personas. Así premió Dios el celo y la caridad del santo sacerdote con
este hereje extranjero.

VIII. Conversión más admirable aún de un joven clérigo notable


Más maravillosa aún que la anterior fue la conversión de un joven clérigo notable
que le entregaron los mismos a quienes había sido confiado, y que desesperaban de
encarrilarle
<2-347>
en su deber. El buen éxito con que el siervo de Dios trabajaba en los jóvenes, ya para
infundirles sólida piedad, ya para apartarlos de sus extravíos, había despertado la idea
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 197

de presentárselo. Este joven, de solo dieciocho años, pero viejo por sus vicios y
costumbres licenciosas, había abrazado la milicia clerical; mas de tan sublime estado
tenía solamente alguna señal exterior, y nada del espíritu de tan sublime vocación.
Obligado por sus padres a seguir una carrera a la cual no era sin duda llamado;
inducido por miras de interés y de ambición a continuar siendo lo que no quería ser,
manifestaba inclinaciones que, al par que vergonzosas para él, serían temibles para la
Iglesia. Cuantos medios se habían tomado para mantenerle en el deber, resultaron
vanos, o mejor, sólo sirvieron para fomentar su espíritu de libertinaje. Por fin, sus
padres, viéndose precisados a tenerlo encerrado, lo habían colocado en la casa de los
Padres del Oratorio, que estaba a la puerta del arrabal de Santiago, en París,
esperando que movido por la fuerza y la multitud de las instrucciones y de los buenos
ejemplos se resolvería a llevar una vida más ordenada.
Todos esos remedios dieron por resultado agriar más y más el mal. Cuanto más
sujeto se veía, tanto más violento se ponía para lograr de nuevo su libertad. Astuto
para burlar los ojos que vigilaban todos sus pasos, sabía sustraerse a sus miradas; y
cuando le creían acostado o en casa, había ya saltado la tapia para ir al baile, al teatro,
a los juegos y a la vida desordenada. Agotó al fin la paciencia de sus superiores,
quienes buscaron el remedio. Aburridos de vida tan licenciosa que comprometía su
honra y cansados de vigilar la conducta de joven tan hábil para engañarlos,
resolvieron, de acuerdo con su familia, ponerle bajo la dirección de un hombre que
tenía la gracia particular de apartar de sus extravíos a los jóvenes libertinos. La voz
pública pregonaba en todos los tonos haberse Dios servido varias veces del ministerio
de Juan B. de La Salle para semejantes conversiones. Esperaron, pues, que el joven
clérigo hallaría en la casa de los Hermanos esa gracia victoriosa, que no había logrado
en la casa del Oratorio. Tan piadoso proyecto superó todas sus esperanzas y deseos.
Sorprendido primeramente del riguroso silencio que reinaba entre los Hermanos y de
la gran regularidad que observaba en la casa, se sintió luego impresionado del fervor
de los novicios y, en fin, edificado de la eminente piedad del que los gobernaba. Todo
cuanto se veía en los discípulos del santo Fundador era represión de sus desórdenes; y
el silencio unido a los buenos ejemplos, al tiempo que le echaban en cara su vida
criminal, le conducían de modo suave y persuasivo a un cambio total.
En tan buena compañía, con la fuerza del ejemplo y las inspiraciones de la gracia,
aprendió a resistir a la concupiscencia y a violentar sus propias inclinaciones
desordenadas. Dócil a estos primeros movimientos del Espíritu de Dios, los fue
recibiendo más poderosos; y la bondad divina recompensando generosamente, con
gracias más eficaces, esta primera cooperación, por fin comunicó la gracia y caridad a
un alma dominada hasta entonces por el atractivo del deleite. Las conferencias que el
joven clérigo tuvo con el señor de La Salle perfeccionaron la obra de su conversión.
La indubitable señal de su vuelta sincera a Dios fue el cambio de su vida. Ese lobo
trocado en cordero se dio a los ejercicios de piedad con tanto ardor como el
desplegado para correr tras los vanos placeres del mundo. El fervor de los novicios,
cuyos ejercicios seguía, le animaba a imitarles; y Dios, obrando sin cesar en su
198 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

corazón, le condujo por grados sensibles, hasta el punto de servirles de edificación.


Emulando los ejercicios más viles y bajos y las prácticas más humillantes, quiso
como los demás besar los pies a los Hermanos, comer en el suelo,
<2-348>
etc. Y el único favor que pedía en todo era que no se pusieran límites a sus
mortificaciones. Se le hicieron entonces incómodas y odiosas todas las distinciones
que con él se habían usado, despidió al camarero que tenía a su servicio, quiso ser
servido en la mesa común como los Hermanos, y no admitió entre ellos y él otra
diferencia que la de más vivo fervor, humildad más profunda y obediencia más
perfecta. Siguiendo las huellas de los novicios, comenzó por mostrarse como ellos,
recogido, penitente, mortificado; y luego no sólo siguió sus ejemplos, sino que llegó a
ser su modelo.
El fervor que se apoderó de su corazón, antes tan sediento de los placeres del siglo,
le inspiró poderoso atractivo por la casa en que había hallado el espíritu de la gracia.
Ninguna otra era de su gusto. Sus padres la habían escogido para que le sirviese de
cárcel; pero la gracia de Dios la trocó en paraíso, y tan vivo era su deseo de pasar allí
toda la vida como lo era el de sus padres de tenerle en ella encerrado. Había resuelto
no salir nunca de allí, consagrarse sin reserva al servicio de Dios y reparar los
desórdenes de su juventud con vida humilde y mortificada. Su único pesar en el lugar
que su corazón había elegido para perpetua morada era no llevar el hábito de
Hermano. Cuanto más se acrecentaba su fervor, tanto más se avivaba el deseo de
revestirlo. Por fin, se atrevió a pedirlo. Esta resolución sorprendió no poco al siervo
de Dios, porque no esperaba que el joven clérigo llevase tan lejos su celo. Tal petición
mereció detenido examen para saber qué espíritu la inspiraba; por esto el prudente
Superior la menospreció y aparentó no hacer caso de ella. Muchas precauciones se
habían de tomar antes de escucharle. Podía temerse que tal deseo fuese de los que san
Pablo llama juvenilia desideria, deseos juveniles, que la ligereza produce y el fervor
pasajero engendra, y que, cual fuego fatuo, se apagan tan fácilmente como se
encienden. Debía temerse aún más que todo París se levantase a los gritos de su
familia ilustre, que se creería deshonrada al ver revestido con el humilde hábito de
Hermano a aquel joven destinado a llevar algún día la más rica y brillante mitra del
reino. A pesar de esto, el joven clérigo apremiaba y solicitaba el hábito de Hermano
con el ardor con que hubiera podido solicitar algún día las primeras dignidades
eclesiásticas de Francia. El señor de La Salle, para excusarse de acceder a sus
instancias, exigía el previo consentimiento de sus padres, y no era fácil el obtenerlo, o
mejor dicho, no había esperanza de lograrlo. Toda familia ilustre se cree con derecho
a no cejar nunca en punto a pundonor; y ésta se habría creído deshonrada, si hubiese
visto trocado en maestro de escuela a aquel joven eclesiástico destinado a tomar
asiento entre los Príncipes de la Iglesia.
Con todo, el ilustre postulante no perdonó medio para obtener el consentimiento de
sus padres. A uno de sus tíos, que era obispo, le importunó aún más sobre el caso. Le
escribió repetidas cartas para obtener su beneplácito. A muchas no recibía siquiera
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 199

contestación, y cuando la recibía era para leer reiteradas negativas o evasivas propias
para templar la vivacidad de los deseos del ferviente clérigo. Uno de sus parientes, al
parecer en nombre de todos los demás, vino expresamente a la casa de los Hermanos
para quitarle esa idea. Dios sabe cuánto le dijo acerca del estado demasiado humilde
que quería abrazar, del deshonor que recaería sobre la familia si un hijo de la nobleza
tomaba la profesión de maestro de escuela, de la ligereza de espíritu que encerraba
un deseo de ese jaez, de sus consecuencias desagradables para lo venidero, del
sentimiento y vergüenza que se preparaba para más adelante. Todo cuanto pudo decir
este malaconsejado pariente para rebajar el estado de Hermano, no hizo vacilar de
ninguna manera la constancia
<2-349>
del clérigo. Cuanto más quisieron apartarle de su vocación, tanto más se apasionó por
ella. Como el fervor sabe echar mano de cualquier pretexto para salir con sus intentos,
creyó ver el joven en el silencio afectado de sus padres, que ya no contestaban a sus
cartas, un consentimiento tácito; y manifestando al señor de La Salle que no había que
esperarlo positivo y formal, al fin le decidió a condescender con lo que tanto deseaba.
No se puede ponderar la alegría y el contento del postulante al verse revestido del
humilde hábito que era mirado entonces, en el mundo, con tanto desdén. Prefirió el
más viejo y usado y jamás estuvo tan alegre como cuando vio en sus pies zapatos
toscos y pesados, y en su cabeza el sombrero que los criados de su casa hubieran
rehusado, y que para él era preferible al capelo de cardenal. El siervo de Dios dio
cuenta de este paso a la familia del pretendiente, la cual se alarmó sobremanera y
tomó las medidas necesarias para que el hecho quedase oculto y no se difundiese.
Cuando el piadoso novicio se consideraba olvidado y tranquilamente entregado al
fervor, se presentaron los parientes para sacarle de la casa de los Hermanos y
trasladarle a otra Comunidad. Lograron, sí, llevar allá su cuerpo, mas no el corazón.
Permaneció constantemente adicto al lugar de donde le arrancaran. El joven clérigo
murió dos años después, consumido, según se cree, por el sentimiento de no haber
podido acabar sus días en él.

IX. Lo que el santo sacerdote hacía con los pecadores endurecidos


para mudar su corazón
Lo primero que nuestro virtuoso sacerdote procuraba con los pecadores que venían
a él, era inspirarles el espíritu de penitencia y moverlos a no perdonar medio alguno
para obtenerlo. Quería que se alimentasen con el pan de lágrimas antes que les
concediera la gracia de la absolución. Los que hallaban dificultad para volver su
corazón contrito y humillado excitaban particularmente su compasión y eran objeto
de sus oraciones y de sus penitencias, pues con estos medios acostumbraba comprar
para ellos ese don tan precioso y tan necesario a todo pecador.
Uno, entre otros, que se le presentó tan cargado de crímenes como poco humillado
y contrito, ejercitó sobre todo su paciencia y su celo. Este hombre, de corazón duro e
200 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

insensible, declaraba con facilidad y sin horror los pecados más enormes, y no sabía o
no quería avergonzarse de ellos, ni humillarse tampoco. Decía sin ambages que su
alma, inaccesible al dolor, no sentía ni el peso ni la multitud de sus iniquidades, y que
por una desgracia, que por sí sola supera sin remedio a las muchas que afligen al
pecador, no podía concebir dolor de haber ofendido a Dios. Deseoso de excitar en él
este dolor, el señor de La Salle le llamaba de cuando en cuando a su casa noviciado de
Vaugirard, y después de haberle pintado con viveza los motivos más poderosos para
quebrantar el corazón y abrirle la benéfica llaga que es el remedio soberano e infalible
de todas las del alma, le mandaba a la capilla a oír la santa Misa, mientras él, por su
parte, se retiraba a la sacristía detrás del altar, donde podía con libertad postrarse en
tierra, pegar su boca en el suelo y permanecer en esta postura humilde todo el tiempo
que duraba el Santo Sacrificio, a fin de mudar aquel corazón de endurecido en
contrito y humillado.
Cuando, después de haber ensayado en estas almas de bronce todos los medios que
su corazón le inspiraba para conmoverlas, las veía, a pesar de todos sus esfuerzos,
tales como las había encontrado al principio, cargadas de crímenes y sin sentirlos,
buscaba en Dios su consuelo. Hemos hecho —decía— todo cuanto dependía de
nosotros; a Dios pertenece hacer lo restante, la conversión es su obra. Hay que
esperar sus momentos. Exige de nosotros el cuidado y no la curación.
El que más ejercitó la paciencia del santo Fundador fue un holandés trapacero e
<2-350>
hipócrita. Primero fue motivo de consuelo, para quien habiéndose aplicado con gran
celo a instruirle no sólo alcanzó de él que abjurase públicamente los errores
calvinistas, sino también pidió ser admitido entre los Hermanos, y así le fue
concedido; pero aquel embustero buscaba con esta falsa conversión hallar remedio
contra la miseria. Católico en la apariencia, por malicia y por interés, permanecía
calvinista en su corazón. Cuando creyó poder descubrirse impunemente, se atrevió a
hacer prosélitos para su herejía aun en la misma casa en donde acababa de abjurarla
exteriormente. Pero, sin embargo, no pudo el hipócrita ocultarse tanto que el señor de
La Salle no llegase a notar sus artificios. El santo sacerdote tentó como solía siempre
las vías de la mansedumbre antes de valerse del rigor; mas todo fue inútil. Por este
motivo, accediendo a las reiteradas instancias de los Hermanos, despidió a aquel
hereje disfrazado, de una casa cuyas ventajas no sabía apreciar, y en donde su
permanencia era cada vez más peligrosa.
Este desgraciado descreído, después de haber querido pasar por católico en París,
pretendió hacer lo mismo en Marsella algún tiempo después. El siervo de Dios
hallábase a la sazón en esta ciudad, y quedó muy sorprendido, como se puede
suponer, al ver al protestante disfrazado venir de nuevo a echarse en sus brazos y
abjurar de nuevo de los errores que ya otra vez públicamente había abjurado. El santo
sacerdote recibió esta nueva abjuración, ya porque creyese de buena fe en las palabras
de aquel hipócrita, alucinado su tierno corazón con el pensamiento de volver al redil
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 201

aquella oveja descarriada, ya porque, deseando una conversión sincera, esperase que
con nueva muestra de amor y celo la alcanzaría. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es
que el mismo hereje se asombró de la caridad del santo sacerdote, quien olvidando lo
pasado y sin desconfianza por lo porvenir, le abrió otra vez las puertas de su casa. Lo
que menos se imaginaba el siervo de Dios era que estaba practicando la hospitalidad
no sólo con un hereje, sino con un ladrón, que si entraba en la casa era para tener la
ocasión de robar a su bienhechor.
Desgraciadamente, había recibido el señor de La Salle hacía pocos días una
cantidad, que, atendida la pobreza de la casa, no dejaba de ser considerable: era la
pensión de los Hermanos que tenían las escuelas y el único caudal para subvenir a sus
necesidades por mucho tiempo. Aquel ingrato halló medio para entrar en la
habitación del Superior y quitó toda esta cantidad, lo cual puso a él y a toda la
Comunidad en el mayor apuro. El santo Fundador, al tener noticia de esta fechoría, se
quedó tan tranquilo como antes estaba. Ninguna otra palabra salió de sus labios sino
ésta, que ya le era familiar en tales casos: Bendito sea Dios. Luego, recordándoles que
Dios lo permite todo para su mayor gloria, calmó a sus discípulos y los consoló sin
permitir siquiera que persiguiesen al ladrón.

X. Conversión de otros desgraciados encenagados


en el último grado de perversión
Creerán los que desconocen las profundidades del abismo del mal y el grado de
corrupción a que arrastra el demonio a sus secuaces, que el mundo no puede ver
mayores pecadores que aquellos de quienes se acaba de hablar; es un error: hay
hombres tan miserables que parece que han hecho pacto con el infierno, y que,
allanándose al espíritu maligno para ultrajar a Dios, llevan el crimen tan lejos como es
posible, y pecan como demonios más bien que como hombres. Tales son algunos que,
por una perversidad que horroriza, se familiarizan con el príncipe de las tinieblas,
entran en alianza y en tratos con él, se entregan voluntariamente a su imperio, le
ponen en posesión de sus personas, y como señal de su dominio sobre ellos, admiten
en su mismo cuerpo alguna marca o carácter sensible, y todo eso para llegar a sus
fines depravados, para contentar sus pasiones. He aquí el más profundo abismo del
pecado. Los que bajan a él no deben ser mirados como hombres, sino como
<2-351>
demonios encarnados. El demonio es su dueño: él los guía, él los gobierna. Instruidos
en su escuela y movidos por su malicia, resultan tan sabios como él en el arte de pecar,
tan malos y tal vez más criminales delante de Dios. También en estas miserables
criaturas obró la gracia con éxito por el ministerio de Juan Bautista. No podemos
saber el número de sujetos de esta especie que el santo sacerdote convirtió, porque
siendo sumamente discreto, jamás se lo reveló a nadie. He aquí lo que la divina
Providencia dejó llegar a nuestro conocimiento.
202 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Un miserable sacerdote, esclavo del demonio mucho antes de que ajustara con él
infame pacto, cayó por efecto de la misericordia de Dios en las manos del señor de La
Salle. No sabemos de qué modo sucedió esto. Sea que este hombre, herido por algún
milagro de la gracia, quisiera convertirse; sea que, engañado por el enemigo, viendo
que no recibía ninguna de las cosas pactadas, creyese haber hecho en balde la
donación impía de su cuerpo y de su alma; sea que La Salle, habiéndole ganado la
confianza, le hubiese arrancado la confidencia de sus misterios de iniquidad, lo cierto
es que el siervo de Dios conoció tenía que habérselas con un emisario del infierno,
con un hombre vendido al demonio, poco más o menos como se vende una bestia en
el mercado. ¿Cuál sería el dolor de este eximio amigo de Dios, cuando leyó con sus
propios ojos el contrato abominable que aquel hombre de pecado había firmado con
el demonio, a quien llamaba príncipe de Babel? No nos permitiremos manchar estas
páginas reproduciendo tal acta, que patentiza el grado de perversidad a que conducen
las pasiones del hombre. Deseoso aquel desgraciado de satisfacer las que son en
nosotros origen de las demás, y que san Juan llama concupiscencia de los ojos,
concupiscencia de la carne y soberbia de la vida, ponía el último colmo a su malicia
por monstruosa hipocresía. Exigía al demonio inmensas cantidades de dinero,
honores excelentes, dignidades eminentes, abundancia de placeres; le obligaba
además a procurarle la reputación de santo, poeta célebre y perfecto orador. En una
palabra, poseído a la vez de insaciable concupiscencia, de soberbia diabólica y de
afición sin límites a los placeres, confiaba en la buena fe del padre de la mentira para
gozar en la tierra por espacio de sesenta y cinco años, tiempo pactado, de las delicias
del paraíso de Mahoma.
En verdad pedía mucho más de lo que el demonio podía concederle, y trabajando
con arte tan ingenioso en circunstanciar aquel contrato con todos sus artículos y hasta
con los más insignificantes pormenores para prevenirse contra los artificios del
espíritu seductor, se engañaba a sí mismo, pues sólo el Todopoderoso, que gobierna
el mundo y a quien todo está sometido, es el que puede fijar de modo seguro las
vicisitudes y la duración de la vida. Pero ¡a qué ceguedad de entendimiento conduce
la tiranía de las pasiones! Ese insensato, después de haber escrito en varias páginas
con su propia sangre el infernal contrato, lo concluyó con la detestable donación de su
propia persona, firmada también con la misma tinta, que fue indudablemente el único
fruto; porque le era imposible al demonio, aunque lo hubiese querido, cumplir lo
prometido y ejecutar fielmente las condiciones estipuladas en el pacto.
Puede creerse que quien se había vendido al demonio a tan subido precio
permaneció lo que era, pobre, abyecto, despreciable, desgraciado, y que confuso de
no encontrar otro fruto de sus deseos que el crimen a que le habían arrastrado, pensó
seriamente en revocar la sacrílega donación y en borrar con amargas lágrimas el
contrato escrito con su sangre con menoscabo de su salvación eterna.
<2-352>
Sin duda, el santo Fundador empleó también muchas lágrimas, oraciones y sangre
a fin de obtener la gracia para semejante criminal. Lo consiguió; es cuanto se ha
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 203

podido saber. Ignoro por qué casualidad este pacto detestable arrebatado por La Salle
de las manos del firmante se halló entre sus papeles después de su muerte.
XI. Es consultado el santo sacerdote por su fama de convertir
a los pecadores extraordinarios
Nuestro santo sacerdote, cuya habilidad en el arte de ganar para Jesucristo esas
almas así entregadas al demonio era notoria, servía de guía a los que encontraban
otros en tan triste estado. He aquí lo que afirmó sobre el particular uno de los que le
solían consultar, párroco y penitente del santo, en el testimonio que dio de sus
virtudes, después de la muerte del siervo de Dios: «El santo varón señor de La Salle
en otro tiempo me ayudó notablemente en la dirección de algunas almas apenadas, de
cuya curación yo desesperaba. Me aseguré, en vista del informe que le di, de que
había en ellas todas las apariencias de verdadera obsesión y me señaló las reglas que
debía seguir. Algunas de esas personas, en las cuales la obsesión no era más que una
prueba, quedaron pronto curadas por medio de la oración, de las humillaciones y
sobre todo de la frecuente comunión. Además, eran almas bastante inocentes; pero
una, que era muy criminal, resistió largo tiempo a todos los remedios. Me había
aconsejado que la mandase comulgar lo mismo que las demás, porque siendo el mal
grande, era preciso emplear grandes remedios, y además la persona estaba llena de
buena voluntad y era moderada en lo exterior; advirtiome que sucedería una de estas
dos cosas: que por la comunión, o aprovecharía pronto y de modo manifiesto, o bien
se volvería peor. En efecto, se volvió peor, y lo noté bien pronto. Entonces me
prohibió concederle la comunión, que ya le había quitado, y me dijo que no le debía
hacer practicar otra cosa que la penitencia y las humillaciones con la oración.
Aconsejándome que le hiciera confesar a menudo, me previno que mentiría con
frecuencia en la confesión, que se acusaría de muchas cosas falsas y ocultaría los
verdaderos pecados. Estuve más de cuatro años sin notar la doblez de tal persona;
pero al fin descubrí que inventaba nuevos pecados. Entonces multipliqué las
humillaciones; y aunque era pertinaz en sostener su falsa afirmación, obedecía a
cuanto le mandaba yo, sin que se cansase de las humillaciones más excesivas, capaces
de ponerla en ridículo ante todo el mundo. Por ese medio obtuvo la gracia de
reconocer sus embustes; me descubrió no pocos y después se acusó de algunos
pecados que había ocultado en todas las confesiones desde su juventud. Entonces,
siguiendo el consejo de La Salle, le mandé hacer sucintamente confesión general y
comulgar. Jamás he visto efecto más sensible de la sagrada comunión, después de
habérsela negado siete años seguidos. Quizá extrañe alguien plazo tan largo, pero era
necesario. Todos saben que el señor de La Salle era inclinado como el que más al uso
frecuente de ese sacramento, cuando no había obstáculo considerable. La persona de
que se trata vivió muy bien desde aquel tiempo y se encuentra casi enteramente libre,
salvo algunos malos resabios que, según el mismo La Salle, no la dejarán hasta la
muerte.
204 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

A menudo me he confesado deudor a sus luces y a sus oraciones de la conversión y


de la libertad recobrada por esa alma y por algunas otras que no me apuraron tanto
como ella, pero que habrían agotado mis luces, sin el auxilio de sus sabios consejos.
Estando cierto día esta persona a mis pies como un furibundo, entró a la sazón el señor
de La Salle en la iglesia y le supliqué que se pusiera en mi lugar. Así que
<2-353>
se sentó en el confesonario, todas sus penas se disiparon, y por espacio de hora y
media que permaneció en él se encontró extraordinariamente calmada. Durante la
primera hora no le habló nada el santo varón, no hizo más que orar, mientras ella
permaneció también callada».
He aquí el testimonio que ese virtuoso párroco da de la habilidad del siervo de
Dios, o más bien de la gracia que había recibido del cielo, para esta suerte de
conversiones. La persona a que se refiere era uno de esos monstruos de iniquidad que
parecen haber nacido para ser el oprobio del género humano, y mostrar así hasta
dónde puede llegar la depravación del corazón, pues tenía detestable comercio con el
diablo, el cual, habiéndosele aparecido en forma humana y visible, le había impreso
su sello en el cuerpo, y había contraído una especie de casamiento con ella, en tales
términos que en este caso se cumplían a la letra estas palabras de Jesucristo: Unus ex
vobis diabolus est. Hay uno entre vosotros que es un demonio, que tiene el espíritu y
el corazón de un demonio.
Además, como estamos en unos tiempos en que la incredulidad es harto común, y
en que se hace gala de poner en el número de las fábulas y cuentos pueriles los hechos
mejor establecidos, me complazco en hacer notar que el caso que acabo de referir es
de aquellos que según san Agustín no se pueden negar sin imprudencia, y tanto menos
cuanto que se encuentran otros análogos en las vidas de san Bernardo y de san Pedro
de Alcántara (Vida de S. Bernardo, 1. 2, c. 6; Vida de S. Pedro de Alc., l. 1, c. 22.).
Puede leerse también el referido en la vida del señor Juan Darenthon de Alex, obispo
de Ginebra (L. 2, c. 9), aunque sean distintas las circunstancias.
Concluyo esta sección presentando el extracto de una carta del siervo de Dios a una
religiosa que había sido tan culpable como santa debía ser por su vocación y que
según las apariencias le era deudora de su conversión.
«Acuérdese sin cesar —le dice— que lo que ha de hacer es procurar salvarse, pues
está en el mundo para eso, y que el Salvador, que previó sus flaquezas, quiso también
morir para merecerle las gracias y los medios de trabajar útilmente en ello. Es preciso,
pues:
1.° Que renuncie al malhadado qué dirán, considerando que una pecadora como
usted no debe ya cuidar de su honra y de su reputación, que tiene perdidas delante de
Dios y de los santos, ni debe abrigar otros deseos que el de ser conocida por lo que es.
2.° Es necesario que aprenda a conocerse mejor de lo que se conoce, pues le digo
que no conoce ni la milésima parte de la enormidad de su vida; mientras se esté en esa
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 205

ceguera, estará en la mentira, y por consiguiente alejada de Dios, que es la verdad,


etcétera.
3.° Suplico a Nuestro Señor que la haga humilde, pura y penitente. Son tres cosas
de que tiene igual necesidad. Pídaselas todos los días con lágrimas y suspiros, y sobre
todo desconfíe de sí misma poniendo toda su esperanza en Aquel que, según dice el
Profeta, puede sacar del estiércol al pobre para sentarlo con los príncipes de su reino.
4.° Aunque naturalmente tenga poca disposición para la virtud, Dios, sin
embargo, quiere depositarla en usted por su poder y amor.
5.° No sentirá mucha dificultad en darse a Dios, si tiene algo de generosidad;
espero que se la dará. Ánimo, hermana: un poco de deseo de padecer, y todo se le hará
fácil y suave.
6.° Considere que su estado es de Dios; en consecuencia,
<2-354>
si se cansa de él, se opone manifiestamente a su mandato. Bendígale todos los días
por haberla llamado a la participación de sus variados padecimientos y confúndase
dolidamente de serle infiel en ellos.
7.° ¿Acaso no es para usted el mayor de los negocios el entregarse enteramente a
Dios? Es, según me parece, la única cosa en que debe pensar.
8.° Si busca a Dios y no el consuelo, pondrá fácilmente su espíritu en paz.
9.° Algunas veces parece que Nuestro Señor duerme con respecto a nosotros, pero
después sabe despertarse y hacernos andar. No debemos ir más de prisa ni de modo
distinto del que quiere Él, y debemos descansar cuando Él lo desea.
10.° ¿Será aún indispensable, hermana, para mantenerse en el servicio de Dios,
que le conceda ternuras y gustos sensibles? ¿No quiere ser suya por principio de solo
su amor? Échese en sus brazos; Él es su Padre y la guiará en los malos caminos, esto
es, en las tentaciones.
11.° Aun cuando se dirige a los hombres, no ha de esperar la salvación de ellos,
sino de Dios sólo; quizás por falta de ese sentimiento de fe, Dios no le da el socorro
cuando lo necesita.
12.° En fin, suplico a Nuestro Señor que le abra los ojos más y más, para conocer
por una parte la profundidad del abismo de donde salió y por otra la intimidad del
amor que la sacó de él, para que este doble conocimiento la obligue a corresponderle
con amor y fidelidad proporcionados a sus culpas y a sus beneficios. Así sea».
206 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

SECCIÓN SEGUNDA

Celo del señor de La Salle por la instrucción y educación cristiana


de la juventud desamparada

El celo, fruto y señal de caridad ardiente tiene los mismos límites que ella;
semejante a su principio que desea amar a Dios sin medida, quiere también procurar
al Señor gloria infinita y ganarle todos los corazones; pero es preciso reconocer que
ese espíritu de celo inspira a los siervos de Dios sentimientos y afectos diversos,
porque la gracia imprime a cada uno inclinación y afección especiales para el objeto
de su vocación peculiar. Por este impulso del Espíritu Santo, la conversión de los
gentiles fue el objeto del celo así como la vocación de san Pablo; del mismo modo la
de los judíos fue la obra de predilección de san Pedro y a la cual le llevaba la gracia.
En estos últimos tiempos, los varones apostólicos se han aplicado, según la
inspiración de Dios y su vocación particular, ya a combatir la herejía o la infidelidad,
ya a restablecer la disciplina eclesiástica y restituir al clero a su primitivo fervor; éstos
a recordar el bueno y frecuente uso de los sacramentos, el espíritu de oración y el
fervor cristiano; aquéllos a acreditar de nuevo la viva devoción y facilitarla a todas las
edades y estados. Los ha habido que se han consagrado especialmente a la reforma
del estado eclesiástico y a la educación de los clérigos en los seminarios; otros,
movidos de tierna compasión por los campesinos que se ven privados
desgraciadamente de la instrucción y de otros auxilios necesarios para la salvación,
hicieron de las misiones y de otros ejercicios semejantes el objeto especial de su celo;
otros, en fin, deplorando la desdicha de los hijos de la luz, sepultados en las tinieblas
de la ignorancia, por lo que toca a la ciencia de la salvación, se sintieron santamente
apasionados por la doctrina cristiana e hicieron consistir su principal obligación
<2-355>
en enseñarla a esos mismos que, con deshonra del nombre que llevan, no saben
siquiera los primeros rudimentos. Pero como el cargo de catequista es empleo sin
brillo, de gran mérito a los ojos de Dios, pero de escasa importancia delante de los
hombres, poco se tardó en cambiarlo por el de predicador, y en remplazar
instrucciones sencillas y familiares por sermones de mucho aparato, cuyo fruto no
corresponde a los trabajos que exigen. Fuera de esto, aquellos mismos que en un
principio se habían consagrado por su estado a las humildes funciones de catequistas
no iban a la raíz del mal, porque no se encargaban de la educación cristiana de la
juventud pobre y desvalida; y puede decirse que esa parte del campo del padre de
familia había quedado inculta.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 207

Es, por consiguiente, una gloria y se hace digno de toda alabanza el santo religioso
mínimo Padre Barré, por haber sido el primero a quien el Espíritu de Dios impulsó al
establecimiento de las escuelas cristianas y gratuitas, y que lo consiguió para las
niñas, así como lo es mucho más nuestro La Salle, que tuvo un éxito mucho mayor
aún para los niños. Ambos pusieron manos a la obra más necesaria y más ventajosa
para el Estado y el Cristianismo, aplicando el remedio a una llaga social que la Iglesia
condena como la más funesta en sus consecuencias: la instrucción y la educación
cristiana de la juventud más disoluta y más descuidada, tal fue el grande objeto del
celo del santo canónigo de Reims; esto nos manifiesta la historia de su vida desde el
primer capítulo hasta el último. Sólo falta ahora que examinemos las gloriosas
cualidades del celo que animó al santo sacerdote por la instrucción y educación de esa
desgraciada juventud, así como el de los obreros que la divina Providencia destinaba
a cultivar esa parte de la viña del Señor inculta desde tanto tiempo.

I. Cualidades de su celo

1. El desinterés
Su celo fue puro y desinteresado, generoso y superior a todas las repugnancias de la
naturaleza; constante, a pesar de todas las dificultades de la obra y de los obstáculos
del mundo; esclarecido según la ciencia; finalmente, perseverante hasta el fin y aun
contra toda esperanza de éxito. La fundación de los maestros para las escuelas
cristianas y gratuitas era sin duda muy apetecible; pero, como todas las obras muy
importantes para el bien de la religión, ofrecía al que osase emprenderla lo que
Jesucristo había prometido a sus discípulos: cruces y desprecios.
Para llevar a cabo tal plan, no se trataba únicamente de tener inspección general
sobre los maestros destinados a las escuelas gratuitas. La dirección exterior de esta
sociedad habría podido conciliarse con las obligaciones de canónigo, y aun honrarle
sin menoscabar en nada su reputación, sus comodidades ni cualquiera otra cosa, fuera
de su bolsillo. El señor de La Salle, manteniéndose en esos límites, no hubiera dejado
de ser lo que era; el mundo, en lugar de echárselo en cara, hubiera aplaudido su celo
de la doctrina cristiana, con tal que no hubiera visto que se asociaba a los maestros de
escuela, vivía como ellos y se empobrecía para hacérseles en todo semejantes.
El celo que lleva al que lo posee hasta el sacrificio de las dignidades, de los bienes,
de la dulzura de la vida y de la reputación es sin duda celo puro, y que no tiene
ejemplo sino en Jesucristo, los apóstoles y sus imitadores. Tal ha sido el del Fundador
de los Hermanos: uniéndose a ellos y poniéndose por modelo de vida pobre, abyecta,
despreciada, mortificada y austera. pretendió que su Instituto
<2-356>
se fundase exclusivamente en la total entrega en las manos de la divina Providencia;
y, para enseñarles a confiar en ella, abrazó las generosas renuncias que Jesucristo
208 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

exige de los que quieren ser perfectos. Siguió al pie de la letra el consejo de vender sus
bienes y darlos a los pobres, reservándose por única herencia la cruz.

2. La generosidad
No se alimentó el celo del santo sacerdote de los aplausos ni de los brillantes éxitos,
ni de consuelo alguno humano. Nada lisonjero para el amor propio le favoreció. Sin
embargo, su celo creció a medida que se vio contradecido, condenado y censurado.
Todas las aguas de las tribulaciones no pudieron apagar, ni siquiera debilitar, su
ardor. Otro hubiera pensado que hacía mucho por Dios con entregarse a las funciones
pesadas del púlpito y del tribunal de la penitencia, mayormente si a ellos hubiese
añadido el rudo trabajo de las misiones y de los ejercicios o el cuidado de las casas y
de las almas religiosas. Pero a pesar de esto, esas importantes obras del celo no están
privadas de algún lustre y satisfacción y en ellas puede temerse algún engaño del
amor propio; el éxito brillante de las misiones y de los ejercicios públicos honra no
poco, y, si la dirección de las casas y de las almas religiosas oculta espinas, ofrece
también consuelos; multitud de devotos de primera fila, o realzados por la forma de la
virtud, honran grandemente al director que los guía; y se ven pocos que no giman de
consuelo por el peso de un trabajo ambicionado por tantos ministros.
El siervo de Dios, dotado de virtud poco común y de luces no menos notables, trató
de emplear su celo en otra parte. La conversión de los grandes pecadores tuvo para él
más aliciente que la dirección de las personas devotas. El santificar en el retiro a los
catequistas de los pobres y a los maestros de la juventud desamparada le ofreció un
trabajo del cual podía esperarse mucho para la mayor gloria de Dios y casi nada para
el amor propio. Esto le encariñó con ello.
Además, su celo fue tan generoso que combatió y superó las repugnancias más
vivas de la naturaleza, las preocupaciones más arraigadas de la educación y la
delicadeza de un temperamento que repelía los alimentos viles y groseros; porque
todo eso se oponía a los designios de Dios sobre el señor de La Salle. No emprendió
tampoco por gusto ni por inclinación natural el negocio de que se trata. En él todo se
rebelaba contra semejante proyecto. El solo pensamiento de asociarse con gente que
juzgaba inferior a sus criados le alarmaba, pues aunque muy piadoso, tenía todavía el
corazón algo apegado a la nobleza mundana; era harto amigo de la cortesanía y de la
urbanidad; sentía afición a las conversaciones agradables, y debía de mirar como
género de martirio la compañía de los maestros a quienes iba a gobernar. Las
preocupaciones de la educación y los intereses de familia, que cautivan
ordinariamente la razón y la hacen servir a sus bajos fines, eran absolutamente
contrarios al celo que animaba al siervo de Dios. Sepultarse con gente de poco valer,
dejar lo cierto por lo dudoso, una colocación sólida y honrosa en una de las más
ilustres metrópolis del reino por un proyecto que aún no tenía nada de real, y que los
sabios, según la prudencia humana, trataban de fantástico; ponerse en frente de sus
colegas, amigos, parientes; divorciarse generalmente de todo el mundo; condenarse a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 209

un género de vida verdadera crucifixión general de la carne y de los sentidos, tal era el
sacrificio al cual se había de resolver; pero antes era preciso acallar absolutamente la
voz de la naturaleza y de la prudencia de la carne, las preocupaciones de la educación,
los intereses de la familia y todo respeto humano.
<2-357>
Semejante resolución pedía valor heroico y generosidad a toda prueba. El celo le
inspiró al canónigo de Reims. Entonces se vio en él un hombre, si no muerto, por lo
menos entregado diariamente a una especie de muerte, acompañada de cruel y
dolorosa agonía, que experimentaba en la vida nueva, que afligió universalmente
todos sus sentidos. Al determinarse a llevar la vida común con los primeros maestros
de escuela que estaban bajo su dirección, y añadiendo a un tenor de vida tan pobre, tan
abyecto y doloroso todas las demás mortificaciones del gusto de los santos, se
condenaba a verdadero martirio, que experimentaba hasta en las acciones en que la
naturaleza busca el descanso y alivio, pues iba a la mesa como a un lugar de suplicio:
no sufría, en efecto, allí menos que si se le hubiera aplicado la tortura, tan vivas y
penosas eran las repugnancias que su delicadeza sentía a los alimentos que le
presentaban. El recreo era para él otra causa de mortificación, porque debía tomarlo
con hombres sin letras y que por sus modales, lengua y conversación contrariaban en
todo su educación y natural. Semejante antipatía no podía vencerse sino por el celo
tan fuerte como la muerte y por la caridad que supera todas las penas.

3. Su constancia en las dificultades y en las contradicciones


Este celo no fue como fogata de virutas, que levanta al principio gran llamarada y
al instante se apaga; fue constante contra todas las dificultades de la obra y los
obstáculos del mundo. Jamás se vio empresa más espinosa que la suya. El fundador
del nuevo Instituto no era como otro san Bruno, que se retira al desierto con siete
compañeros animados del mismo espíritu, totalmente desengañados y hastiados del
mundo, determinados igualmente a consagrarse a la penitencia ni como un San
Bernardo, que se dirige al Císter al frente de treinta jóvenes de manifiesta vocación
celestial y ardor divino por la perfección; ni un santo Domingo o un san Francisco,
rodeados bien pronto de hombres parecidos a ellos, ya santos o determinados a serlo;
es un hombre que se encuentra solo, sin arrimo, sin auxilio y sin compañeros;
precisado a menudo a confiar cargos de importancia a sujetos sin discreción, que le
comprometen y convierten en enemigos a sus mismos protectores; que se ve
igualmente forzado a defenderse de irreconciliables rivales, poderosos enemigos y
hasta de amigos disfrazados, sembradores de cizaña o perturbadores que, animados
de falso celo, pretenden cambiar todas sus Reglas y la misma forma de gobierno.
Después de haber experimentado penas, persecuciones y dificultades sin cuento, y
apenas ha establecido su Sociedad sobre el modelo que deseaba, la persona que era su
adversario se introduce en ella, obliga a huir al pastor y dispersa las ovejas.
210 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Basta fijar algo la atención en lo que refiere la historia de la vida del antiguo
canónigo de Reims para persuadirse de que celo menos constante que el suyo no
hubiera tardado en sucumbir por el peso de las dificultades que se multiplicaban a
cada paso. Por cualquier lado que se le mire, ya por el de los sujetos que había de
formar, ya por el de las escuelas que quería fundar, ya se mire la pobreza en que se
hallaba, el mundo que se le oponía, ya se consideren sus enemigos y aun sus mismos
amigos, su obra presentaba dificultades insuperables para todo celo que no hubiera
sido invencible. Veamos cómo el señor de La Salle se expresa acerca de este punto.
En el viaje que M. Gense, de Calais, y M. de la Cocherie, de Boloña, hicieron a
Ruán para ver al siervo de Dios, después de haberse cuidadosamente enterado por él
mismo de todo cuanto se relacionaba con la nueva Sociedad, por la cual se
interesaban
<2-358>
en gran manera, le preguntaron cómo había podido resolverse a emprender obra tan
útil en verdad a la Iglesia, pero tan llena de espinas y de dificultades. «Les confieso,
señores —contestó con su acostumbrada sencillez—, que si Dios, manifestándome el
bien que podía procurar este Instituto, me hubiese también descubierto las penas y
cruces, compañeras inseparables de su fundación, el valor me habría faltado, y lejos
de encargarme de él, ni siquiera hubiera osado tocarle con el dedo, en vez de
encargarme de él. Puesto por blanco de la contradicción, me he visto perseguido por
varios prelados, aun por aquellos de quienes esperaba algún socorro. Mis propios
hijos, aquellos mismos a quienes había formado en Jesucristo, que había querido con
más ternura, que había rodeado de solícitos cuidados y de quienes esperaba los
mayores servicios, se alzaron contra mí y añadieron a las cruces de fuera las
domésticas, que fueron para mí las más sensibles. En una palabra, si Dios no hubiese
alargado la mano de modo tan visible para sostener ese edificio, tiempo ha que estaría
sepultado en sus mismas ruinas. Los magistrados se unieron a nuestros enemigos,
apoyando con su autoridad los esfuerzos que éstos hacían para derribarnos. Como
nuestro ministerio perjudicaba aparentemente a los maestros de escuela, encontramos
en cada uno de ellos un enemigo declarado e irreconciliable, y reunidos todos en
corporación se sirvieron muchas veces de los poderes del siglo para destruirnos. Pero,
sin embargo, a pesar de tantos esfuerzos para derribar este edificio y de hallarse no
pocas veces al borde mismo de la ruina, la mano del Señor lo ha ido sosteniendo, y
esto es para mí prenda segura de que subsistirá, y que triunfando por fin de las
personas prestará a la Iglesia los servicios que tiene derecho a esperar de él».

4. Cómo la ciencia regulaba su celo


Él celo del siervo de Dios fue según la ciencia y guiado por la sabiduría de lo alto,
que le inspiró lo que más convenía para la propagación de la doctrina cristiana y de la
ciencia de la salvación. En efecto, a poco que se reflexione acerca de esto, se verá uno
obligado en justicia a confesar que, para extender segura e infaliblemente por el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 211

pueblo ignorante el conocimiento de la ley de Dios y del cristianismo, no se puede


hallar nada más justo ni más eficaz que el plan concebido por el señor de La Salle.
Para llegar a ese término, dos cosas se propuso ejecutar: la primera, unir en las
escuelas la educación con la instrucción; la segunda, poblarlas y hacerlas florecer.
Estos dos objetivos eran los puntos fijos que llamaban su atención y que dirigían
sus pasos. Una ligera reflexión basta para demostrar que iba derecho a ese fin. La
ignorancia de la doctrina cristiana en el pueblo procede de ordinario de la falta de
personas que tengan la caridad y el talento de instruirlas, o del descuido de enviar los
niños a la escuela. Para quitar toda excusa sobre este punto a las familias pobres, era
preciso proporcionar maestros hábiles, fundar escuelas gratuitas y atraer a ellas a los
niños por interés propio. Eso es lo que no existía antes de La Salle, y es lo que hizo.
Fundó una Compañía de varones formados para dirigir con perfección las escuelas, y
consagrados por estado y por vocación a ese ministerio de caridad. Estableció
escuelas gratuitas y abriolas para aquellos cuya pobreza les cerraba las puertas de las
existentes, y encontró el secreto de que fuesen frecuentadas y florecientes.
Los medios de que se valió para llegar a ese término fueron de tres clases: los
primeros pertenecen a las escuelas en sí mismas; los segundos, a los niños, y los
terceros, a los maestros. Con respecto a las escuelas en sí mismas, las cimentaba en la
sola caridad; quiso que se guardase en ellas perpetuo silencio y exacta disciplina con
el objeto de fijar la ligereza de los niños y cautivar su atención; introdujo en ellas un
método de enseñanza nuevo, más fácil y más simplificado. Además, prescribió
visitas
<2-359>
frecuentes para impedir el que se desordenaran. Su celo le obligaba a trasladarse a
menudo a ellas para examinar y ver por sus propios ojos lo que pasaba en las mismas.
Los alumnos y los maestros eran igualmente objeto de su atención. Examinaba en los
últimos el modo que tenían de enseñar; si observaban puntualmente las Reglas
prescritas para mantener el orden, el silencio, el recogimiento y para no agotarse en
un oficio cuya práctica resulta mejor cuanto más se procura tener en su desempeño
mucha tranquilidad, perfecta igualdad de ánimo, noble gravedad, suave firmeza, celo
vigilante sin inquietud ni emociones, no hablando más que cuando sea absolutamente
necesario.
Después de haber examinado a los maestros, volvía los ojos a los alumnos,
estudiaba su índole, se enteraba de sus adelantos, animaba a unos con bondadosas
palabras, reprendía a otros con miradas severas, y los mantenía a todos en el deber
varias horas con su silencio. Frutos de tales visitas solían ser la mejoría de los
maestros y de los discípulos, el que se animasen unos y otros a portarse bien y
aprendiesen de él lo que habían de corregir, quedando todos edificados de su
paciencia, mansedumbre y bondad.
Con respecto a los niños, no separó la instrucción de la educación, ni la piedad de la
ciencia. Pretendió que encontrasen una y otra bajo la dirección de maestros piadosos
212 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

y hábiles. Su objeto principal era, en verdad, el conocimiento de la doctrina cristiana;


pero habrían quedado defraudadas sus esperanzas, si se hubiese limitado a la
enseñanza de la misma. A hombres carnales y terrenos era preciso proponer un
motivo de interés para que le confiasen sus hijos y pudiese por este medio inculcarles
la ciencia de la salvación, al tiempo que les enseñaba gratuitamente la ciencia
profana, pues la necesidad, la excelencia y las ventajas de la doctrina cristiana suelen
atraer poco la atención de los niños y de los padres: para hacérsela gustar, se hace
preciso revestirla y envolverla con el aliciente de la instrucción elemental. En verdad
que en ningún tiempo habían faltado maestros; pero en todos los tiempos habían sido
mercenarios, y los pobres que carecían de dinero hallaban sus clases cerradas.
Además el poco orden, la falta de silencio y de método que hay de ordinario en sus
clases, hacen poco útiles las lecciones que dan y, como se necesita mucho tiempo para
aprender en ellas, la enseñanza resulta cara. La caridad, alma de las escuelas gratuitas,
les da grandes ventajas sobre las mercenarias; están más reguladas, más exactamente
disciplinadas y mejor gobernadas, y los niños encuentran en los Hermanos lo que no
encuentran en los maestros de escuela, a saber: la educación cristiana unida a la
instrucción, porque no se separan allí esas dos clases de lecciones.
Con respecto a los maestros destinados a la dirección de las escuelas, he aquí los
medios que el señor de La Salle empleó para disponerlos y hacerlos tales cuales se
puedan desear para función tan importante. Para ello se tomaban cuatro precauciones:
la primera, consolidarlos en su estado, combatiendo la inconstancia natural; la
segunda, quitarles toda mira de interés; la tercera, apartar de ellos toda ocasión de
desorden e inobservancia; la cuarta, detener su ambición para funciones más
brillantes y prevenir el fastidio para su ministerio humilde y penoso.
Para asegurarlos en su estado y prevenirlos contra la volubilidad del espíritu,
<2-360>
la inconstancia natural y las tentaciones, comprendió al instante que era preciso
ligarlos con votos y hacerlos verdaderos religiosos. Pero como los votos tienen sus
inconvenientes, se los propuso después de maduras deliberaciones, y permitió que los
hicieran sólo aquellos en quienes creía ver virtud sólida y espíritu maduro. Y para no
arriesgar nada sobre ese punto, que tiene muchos peligros, los limitó al espacio de tres
años, y no consentía los renovaran sino los que sobresalían en el fervor. Anhelaba sin
duda introducir perpetuamente los tres votos de religión; pero como su ilustrado celo
nunca se precipitaba y para llegar a este punto era preciso alcanzar de la Santa Sede el
permiso y la aprobación de su Instituto y de sus Reglas, dejó en manos de la divina
Providencia este artículo importante, el cual después de su muerte tuvo la solución
deseada. Sin embargo de esto, según sus designios, no todos los Hermanos son
admitidos a los votos perpetuos, sino sólo aquellos que manifiestan vocación muy
consolidada, los talentos necesarios y voluntad determinada de entregarse a Dios sin
reserva, y aún no se les admite luego que salen del noviciado, sino solamente al cabo
de algunos años de probación. Los demás o no hacen votos o los emiten por tres años,
al cabo de los cuales recobran su libertad de salir, y la dejan a los superiores de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 213

despedirlos si no son idóneos, o se disgustan. De este modo queda el grano y se aventa


la paja.
Para quitar a los maestros toda mira interesada, su Fundador les obliga a no pedir
jamás nada; a no desear ni recibir nada de los alumnos ni de sus padres, ni para sí ni
para su Comunidad; a prestar sus servicios por caridad y gratuitamente, y a no esperar
por ellos ninguna recompensa humana.
Para que se mantuviesen en perfecta regularidad, tanto en las escuelas como en la
casa, les da Reglas sobre el silencio, la modestia, el modo de obrar y de portarse con
los niños, las cuales los ponen a cubierto de la disipación, de la pérdida del tiempo, de
las palabras inútiles, de la familiaridad y demás defectos que podrían debilitar su
interior. Además, manda la visita de las escuelas para mantener en ellas el orden o
restablecerlo, la vigilancia de los inspectores para evitar todos los desórdenes en los
maestros y en los alumnos, y la declaración hecha al superior todos los meses de las
faltas cometidas, para humillarse y pedir el remedio de ellas. En una palabra, el modo
de portarse los Hermanos en las escuelas con sus alumnos, con ellos mismos y con las
personas de fuera, los días y tiempos en que deben darla, las correcciones que han de
emplear en ellas; todo está determinado en las Reglas que el siervo de Dios les dio, y
guiándose por ellas, con la práctica de virtud que les señala para todos los momentos,
se santificarán en un ejercicio que de suyo parece distraer. A mayor abundamiento, el
vigilante superior llamaba a todos los Hermanos ocupados en las escuelas al
Noviciado, en los días de asueto, para seguir los ejercicios del mismo, y a los que
estaban lejos de él los hacía venir durante las vacaciones para renovarse en el espíritu
de su estado. Quería que estuviesen siempre dispuestos a volver al Noviciado cuando
la obediencia los llamase a él o sus necesidades particulares lo exigiesen. Por esta
sabia conducta excitaba a los Hermanos a considerarse como novicios toda su vida y a
conservar el espíritu, la regularidad y el fervor de tales.
Para impedirles que aspirasen a empleos y ministerios más honrosos, les prohibió
el estudio de las ciencias propias de los que se disponen a subir al altar y al púlpito o a
sentarse en el tribunal de la penitencia; llegó a prohibir a los que tuvieren algunos
conocimientos en letras latinas el que los usasen. Les excluyó sin excepción de la
entrada del santuario con leyes terminantes y absolutas.
<2-361>
Para hacerles invulnerables a la tentación acerca de este punto, no permite que nadie,
bajo ningún pretexto, reciba la tonsura, ni siquiera lleve sobrepelliz, ni cante con los
clérigos en la iglesia. De este modo, quienes temen que algún día cambien de estado
los Hermanos, que quieran estudiar y aspirar a las funciones sagradas, muestran
claramente no estar al tanto de lo que les atañe, y antes verán a los jesuitas hacerse
cartujos, o viceversa, que a los Hermanos ordenarse de clérigos.
De lo dicho se infiere claramente que el santo varón fue uno de los que mejor
supieron llegar al fin que tantos otros se habían propuesto; esto es, desterrar del pueblo
cristiano la afrentosa ignorancia acerca de la verdadera doctrina; él fue quien, inspirado
214 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

por el divino Espíritu, descubrió y aplicó los medios más seguros, más breves y más
eficaces para instruir en la ciencia de la salvación a la juventud desvalida.
5. Fue perseverante hasta el fin y casi contra toda esperanza de buen éxito
El celo del piadoso Fundador fue perseverante hasta el fin, y aun contra toda
esperanza de éxito feliz. Cien veces vio su obra a punto de derrumbarse; varias la vio
flaquear en sus mismos fundamentos por la infidelidad de algunos de los más
antiguos y señalados Hermanos, que desertaron y salieron del Instituto en las más
apremiantes necesidades. ¡Qué escenas no presenció en su propia casa, contra su
persona y su conducta, por los manejos de un oculto rival, quien había logrado
engañar al arzobispo de París! ¡Cuántas veces espías maliciosos, enviados por
poderoso enemigo, se presentaran con el nombre de amigos en su Comunidad, para
provocar murmuraciones contra su gobierno y sembrar la división entre los
Hermanos! A menudo, después de grandes apariencias de éxito, vio de repente su
Instituto próximo a la ruina, tanto que una vez, para asegurarlo o a lo menos demorar
la caída que le amenazaba, creyó necesario hacer él mismo el voto de no dejarlo y de
no perdonar medio alguno hasta su muerte para procurar su establecimiento; para
colmo de desgracias, uno solo de aquellos dos varones que esperaba serían las
columnas del edificio permaneció fiel a su voto y a su vocación. Es cierto que no
pudieron desanimar a sus adversarios el poco éxito de sus manejos para
desconceptuarle ante la autoridad arzobispal, ni el escaso efecto que lograron por lo
pronto con sus intrigas secretas para obligarle a huir; antes pertinaces en su designio,
lograron al fin lo que pretendían; pero también es muy cierto que toda esta lucha
jamás pudo apagar el celo de este hombre que apenas empleaba otras armas para su
defensa que el silencio, la humildad y la paciencia. Casi todos los días se veía
precisado a luchar contra su fortuna adversa, que no parecía prometerle la paz sino
después de haber derribado al Instituto. Unas veces era el hambre, contra la cual había
de defenderle; otras la envidia, que le suscitaba pleitos; otras era la injusticia, que
desviaba los legados hechos en su favor o que introducía el saqueo o la turbación en
las escuelas; unas veces era la calumnia, que le infamaba en su reputación o
ennegrecía la de sus hijos; ya era el celo de la falsa doctrina, que se empeñaba en
sorprenderle o en seducirle; ya la imprudencia, o la rebelión o la perfidia de sus
propios discípulos; ya eran sus mismos protectores, a quienes debía combatir para
sostener una obra contra la cual el espíritu del mal armaba toda clase de manos. Hasta
la muerte prosiguió la persecución, y hasta la muerte su celo permaneció invencible;
en fin, ganó la victoria sobre todos los esfuerzos del infierno, por su perseverancia en
sufrirlo todo y ser la víctima de todos.

II. Cuidado que tuvo el señor de La Salle de hacer de sus discípulos


hombres de fuego y llenos de celo
Como el celo debe ser el alma de toda obra total de caridad, que no ofrece a
<2-362>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 215

los que se ocupan en ella más que trabajo laborioso y pesado en todos los tiempos de
la vida, vil y abyecto a los ojos de la carne y sin ningún atractivo para la vanidad, la
concupiscencia ni el amor propio, el santo Fundador no descuidó nada para
comunicarlo a sus discípulos. «El espíritu del Instituto —dice en sus Reglas—
consiste en el celo ardiente de instruir a los niños y educarlos en el santo temor de
Dios, moverlos a conservar su inocencia si no la hubieren perdido, e inspirarles gran
alejamiento y sumo horror del pecado y de todo cuanto pudiera hacerles perder la
pureza.
Para conformarse con este espíritu —añade—, los Hermanos de la Sociedad se
esforzarán por medio de la oración, las instrucciones, la vigilancia y la buena
conducta en la escuela en procurar la salvación de los niños que les están confiados,
educándolos en la piedad y en el verdadero espíritu cristiano; esto es, según las
Reglas y las máximas del Evangelio» (Reglas, cap. II).
Pero, si es fácil que la fe ilustrada se sostenga contra las persecuciones del siglo y
de la carne, también lo es que la fe débil e ignorante ceda a la impresión de los
sentidos y a las ideas del vulgo, y que pierda el amor a los oficios que el mundo
desprecia porque no tienen nada que alimente la vanidad y el amor propio. El señor de
La Salle cuidó en gran manera de comunicar a los Hermanos la elevada estima que él
tenía de su vocación. Para este fin el argumento que juzgó más persuasivo y eficaz fue
el mostrarles en su misma persona, canónigo de una de las más ilustres iglesias de
Francia, sacerdote y doctor célebre, tener gusto singular en hacer las veces de un
Hermano en la escuela. Tuvo a mucha honra el empleo de maestro de escuela, y lo
ejerció varias veces y por todo el tiempo que lo exigió la necesidad.
Del ejemplo pasó a las razones para demostrar a sus discípulos la excelencia, la
importancia y las ventajas de su profesión. Nada puede decirse acerca de tan noble
materia que no lo haya tratado en las meditaciones que compuso sobre el particular:
les recuerda los ejemplos de Jesucristo y de sus apóstoles, quienes fueron los
primeros catequistas de la nueva ley; les descubre el mérito del empleo de enseñar la
doctrina cristiana, recordando los elogios que se leen en las obras de eminentes
doctores de la Iglesia y el celo que manifestaron santos ilustres para catequizar a los
mayores y pequeños; les muestra la importancia de tal ministerio por la necesidad
indispensable de saber la religión y las verdades de la salvación; les manifiesta sus
ventajas trazándoles el cuadro de los vicios y pecados que resultan de la humillante
ignorancia de los deberes del cristianismo, y mostrándoles los buenos efectos que
producen la instrucción y santa educación de los niños que algún día formarán el
cuerpo de la república cristiana; les anima con la consideración de los premios que el
cielo reserva a los que cumplen con celo y perseverancia un oficio que el mismo Hijo
de Dios consagró con su ejemplo; les revela el origen divino de la doctrina que
Jesucristo sacó del seno de su Padre, la cual vino a enseñar en la tierra, y que ellos
enseñan en pos de él; les recuerda las terribles penas y maldiciones con que la justicia
divina castiga a los que hacen esta obra con negligencia; les descubre las santas
industrias y piadosos artificios de que deben valerse para ganar el respeto, estima y
216 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

confianza de los niños, y procurar en las escuelas el silencio, la atención, los


adelantos y el progreso en la piedad; les anima a la perseverancia en el amor de su
ministerio, por las gracias a él vinculadas, y los consuelos que reporta el sacrificio del
amor propio y de la naturaleza; en fin, nada perdona para realzar
<2-363>
a los ojos de sus discípulos la gloria y la dignidad de una vocación consagrada a
evangelizar a los pobres y a los pequeños, haciéndoles notar que el Hijo de Dios
hecho hombre caracterizó su misión por ese lado.
He aquí en sustancia las verdades que el santo sacerdote dio a sus discípulos, para
que las meditasen, y tuviesen así durante toda su vida encendido celo, y lo renovaran
sin cesar, en un empleo que es enteramente divino y sumamente importante en la
Iglesia. Pero como el éxito feliz de la escuela cristiana depende de los maestros que
están encargados de ella, y entre la santificación de la juventud cristiana y la
santificación de los Hermanos encargados de educarla e instruirla hay, en el curso
ordinario de la Providencia y en el orden común de la gracia, unión necesaria, el
objeto que más ocupaba el celo del santo Fundador era la perfección de sus
discípulos.

SECCIÓN TERCERA

Celo del señor de La Salle por la santificación de los Hermanos

I. Por qué se aplica y consagra exclusivamente a la santificación


de sus discípulos
Nadie debe sorprenderse de que nuestro santo varón, tan celoso de la salvación de
las almas y tan apasionado por la gloria de Dios, se haya mostrado tan poco al exterior
y haya concentrado todos sus esfuerzos en comunicar a los Hermanos el fuego de la
caridad que le consumía. Estaba persuadido de que trabajando en la santificación de
ellos trabajaba en la de la juventud pobre y desamparada, y que perfeccionando a uno
solo de los Hermanos procuraría la salvación de gran número de almas. La misión
predicada por orden de los vicarios generales en uno de los lugares más necesitados
de la diócesis de Reims, puso de manifiesto el talento que tenía para ese empleo y el
poder, que Dios le daba, sobre los corazones de los mayores pecadores. Este ensayo
hizo entrever la copiosa cosecha que habría recogido en ese penoso ministerio, si a él
se hubiese dedicado. La pureza de su vida, la austeridad de su penitencia, sus
prolongadas oraciones, le hubieran presentado como un nuevo apóstol en todos los
lugares, porque en ellos habría renovado los ejemplos de pobreza, de mortificación y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 217

de caridad de los Apóstoles. Grande hubiera sido sin duda la fama de santidad que se
habría granjeado nuestro santo sacerdote recorriendo las ciudades y los pueblos, a
imitación de su divino Maestro, con exterior humilde y penitente para anunciarles el
reino de Dios; pero la gracia le llamaba a otra parte, y le destinaba a una de esas obras
capitales, verdaderas minas de oro que, ocultas a los ojos de los hombres, enriquecen
a los que trabajan en ellas.
Entre las obras de Dios, las hay que son como el germen de otras innumerables.
Una sola de ellas es como semilla fecunda de bienes para la Iglesia, y los frutos que da
se cuentan por millares. Mirad un árbol elevado y cargado de flores y frutos; su
aspecto recrea la vista. ¿De dónde saca la vida, el alimento y su lozanía? De sus raíces
profundamente ocultas en el seno de la tierra. Ellas chupan la savia, que se reparte por
todo el cuerpo del árbol y por todas sus ramas. Si le cortáis las raíces, el árbol se
marchita, se seca y muere, y casi en el mismo momento se ve despojado de todo lo
que formaba su ornato y riqueza; si las conserváis sanas, el árbol se mantiene en su
hermosura y fecundidad; símbolo de los frutos que produce en toda ciudad el
establecimiento de las escuelas Cristianas y gratuitas. Este establecimiento es el plantel
de los buenos cristianos que la pueblan. La juventud, instruida y educada en el temor
de Dios y en la ciencia del Evangelio, da en tiempo oportuno los frutos de la buena
educación que recibió, y la salvación de la mayor parte de los habitantes de una
ciudad
<2-364>
saca su primer origen de las escuelas cristianas. En este sentido, que es muy
verdadero, el señor de La Salle, al ocuparse en la santificación de los Hermanos,
trabajaba en la salvación de infinidad de almas de todo el reino. Las fundaciones de
escuelas gratuitas que llevó a cabo son otras tantas misiones, no pasajeras, sino
estables y perpetuas, en favor de la juventud; son otros tantos seminarios que levantó
para la propagación de la doctrina cristiana. No cabe duda de que Nuestro Señor, al
trabajar en la formación de sus apóstoles, trabajaba para la conversión del mundo
entero. En la persona de ellos formaba a los rectores de la religión, a los maestros de la
Iglesia, a los capitanes destinados a conquistar el universo. Fueron los instrumentos
de Jesucristo, sus cooperadores en la obra de la salvación de los hombres y las obras
maestras de su gracia. Jesucristo lo hizo todo por su mediación, y fruto de los trabajos
del Salvador fue el éxito feliz que obtuvieron en su ministerio.
Por este divino ejemplar modeló el santo Fundador su celo. Admitiendo la
diferencia infinita que hay entre el Criador y la criatura, séame permitido afirmar que,
a ejemplo de Jesucristo, quien circunscrito a la Judea extendió su celo infinito por
toda la tierra formando discípulos que debían convertirla, el santo Institutor trabajó
para todo el mundo al hacer de la perfección de sus discípulos el principal objeto de su
celo. Puso todo su cuidado en trazarles el camino y en andar al frente de ellos.
Sacrificios, ejemplos, instrucciones, lágrimas, penitencias y oraciones, todo lo puso
en movimiento para llevarlos por él, persuadido como estaba de que tanto más
aprovecharían para la santificación de los demás cuanto más perfecta fuese la suya.
218 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Aquí podría recordarse de nuevo que si se hizo semejante a ellos, despojándose de


su beneficio y de su patrimonio, fue para quitarles cualquier excusa en los caminos de
Dios. Dio ocasión a este duro sacrificio el haberle representado algunos Hermanos
que no era él tan pobre como ellos, con lo cual le daban a entender que jamás tendrían
eficacia sobre ellos sus exhortaciones acerca de la entrega en manos de la
Providencia, mientras él mismo no confirmase con actos sus palabras. Los efectos
demostraron que una verdad escapada de modo tan brusco de sus labios fue en algún
modo inspirada por el cielo, pues determinó a un canónigo, rico y criado con
delicadeza, a despojarse de todo para poder estimular a sus discípulos, y adelantar
él mismo con paso más rápido en el camino áspero y espinoso de perfección poco
común.
Desde aquel momento hasta su muerte pareció olvidar todo cuanto no se refiere a
su adelanto espiritual o al de sus Hermanos, y no se creyó puesto en el mundo más que
para trabajar en el logro de esa doble perfección. El ejemplo, la exhortación, la
oración y la penitencia fueron los medios generosos que puso en práctica para
lograrlo.

II. Medios que empleó para santificar a sus discípulos

Primer medio
1. Asociado a sus discípulos, quiso vivir con ellos y como ellos, y ese nuevo
método de vida fue verdadero tormento para él, por haberse criado con la mayor
delicadeza. No contento con amoldarse al tenor de vida de sus Hermanos, tomó su
mismo hábito, que sólo dejó en París, después de varios años, aconsejado por los
hombres de más prudencia y santidad. Los nuevos maestros de escuela podían decir
que el canónigo, su superior, se había hecho como uno de ellos, palpaba todas sus
miserias y conocía por propia experiencia todas sus necesidades. Desde entonces
jamás hubo entre él y ellos otra diferencia que la que produce la eminente virtud entre
los
<2-365>
fervorosos. Presidía todos sus ejercicios, era el último en acostarse y el primero en
levantarse; y a menudo, después de haber pasado toda la noche en la contemplación,
se presentaba aún en la oración como quien se halla todavía hambriento después de
larga y espléndida comida. Si la vida de sus primeros discípulos era sumamente
austera y mortificada, la suya era verdadero martirio de penitencia, pues en ese punto,
más que en cualquier otro, la diferencia que procuraba entre él y ellos consistía en
acumular en su persona los diferentes géneros de crucifixión de la carne que estaban
repartidos entre todos ellos, de modo que los hijos, desesperando de seguir a su padre,
que andaba por las espinas como si no sintiera sus punzadas, se veían obligados a
perderlo de vista en esta carrera de la penitencia, por no poder seguirle, o corrían el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 219

riesgo, al querer alcanzarle, de agotar sus fuerzas y de abreviar su vida, como les
sucedió a varios. Fuera de esto, todos le miraban como a hombre bajado del cielo que,
viviendo como ángel en cuerpo mortal, no manifestaba estima sino por la perfecta
virtud, no hablaba sino para recomendar su práctica y les presentaba un modelo de
ella en todas sus acciones.

Segundo medio de santificación: el noviciado


El segundo medio de santificación que el celo del santo Fundador procuró a sus
hijos fue el ferviente noviciado. El Instituto en sus principios parecía en verdad
no necesitarlo, pues la gracia era en él tan abundante, el fervor tan sensible, tan
edificante el ejemplo, que parecía que al entrar en la Casa toda repugnancia para la
virtud se desvanecía. Los tibios y pusilánimes no podían permanecer mucho tiempo
en ella, pues, o los arrojaba de sí luego que los había recibido o los volvía fervorosos,
siendo casi imposible encontrarse a gusto en compañía de los que en ella vivían, sin
hacerse semejante a los mismos. Pero, más adelante, fue necesario establecer el
noviciado, para formar en él a los postulantes y llenarlos del espíritu de los santos,
pues harto sabido es que la serpiente infernal no halla lugar en la tierra que le esté
cerrado. Aunque sea tan inocente y tan privilegiado como el jardín del Edén, ella sabe
abrir su puerta e introducir en él su veneno. La relajación está siempre próxima al más
encendido fervor en hombres revestidos de carne y sujetos a la tentación, y la tibieza
es, entre todas las tentaciones, la más temible, hasta para la más encendida caridad. La
experiencia enseñó sobre este punto, al siervo de Dios, lo que había enseñado ya a
todos los fundadores de órdenes; esto es, que toda la esperanza de una sociedad
religiosa descansa en la formación de los novicios.
Hallábase en París el señor de La Salle, cuando conoció la necesidad de un
fervoroso noviciado para el bien de su Instituto y tuvo el deseo; pero al intentar la
empresa, se vio atado por el señor Baudrán, párroco de San Sulpicio. Muchas
lágrimas, oraciones, ayunos y penitencias le costó para alcanzar del cielo el
consentimiento del que entonces era su director; al fin lo consiguió, y fue a establecer
en una casa de la calle Vaugirard esa academia de virtud y escuela de perfección.
Nuestro santo sacerdote, ocupado únicamente en la idea de llevar a sus discípulos a la
más alta perfección, vivía con ellos en las cercanías de la ciudad, que puede llamarse
mundo en pequeño, como si esa inmensa ciudad no hubiese existido; todo su afán era
señalarles con sus ejemplos el camino que debían seguir para llegar a Dios.
Deseoso de hacerse santo y de santificar a los hijos que el cielo le daba, su único
cuidado fue estudiar en la vida y en los libros de los santos, en las obras de Casiano, en
la conducta de los Padres del yermo, en las crónicas de las órdenes religiosas, y sobre
todo en las
<2-366>
historias de los nuevos Institutos, como el de los jesuitas y de las recientes reformas
de Santa Teresa, de San Pedro Alcántara y otros, el espíritu, las máximas, los
220 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

sentimientos y conducta que los informan, así como las prácticas de mortificación, de
obediencia, de humildad y de fervor introducidas en sus noviciados para hacerlas
practicar en el de los Hermanos.
En efecto, aunque estableció el noviciado en Vaugirard y en hermosa casa,
próximo a París, fundole en la más extremada pobreza, en el desprecio del mundo
más declarado, en la entrega total en manos de la Providencia, en la imitación sincera
y perfecta de los ejemplos admirables de fervor que todos los Institutos dieron al
mundo en sus principios. Toda suerte de humillaciones, todos los ejercicios de
mortificación, todas las prácticas de obediencia, todos los medios de perfección más
penosos para la naturaleza eran en él de uso común y diario; la costumbre los había
como convertido en ley, y el hambre de los novicios acerca de este punto con
dificultad se saciaba. A tal punto llegó esto, que fue motivo de acriminaciones para el
siervo de Dios. El santo varón contemplaba con indecible consuelo el fuego que había
prendido en el corazón de sus hijos. El noviciado era para él jardín de delicias,
Carmelo florido y agradable, en donde veía nacer las flores en medio de las espinas.
Se encerraba en él con fruición, y no salía de él sino por necesidad, hallando todo su
placer en cultivar los tiernos vástagos que la mano del Señor había allí plantado, en
cuidarlos y hacerlos crecer con sus oraciones a la sombra de su paternal solicitud.
Como ninguna obra le parecía tan importante como la suya para la salvación del
pueblo, ningún empleo de su Instituto tomaba tan a pechos como el formar santos
novicios. Jamás declinó en otros este cuidado sino cuando la necesidad le obligó a
ello, y siempre volvía a él con nuevo atractivo. Cual tierno padre llevaba a los
novicios en su corazón, atento a cuanto se relacionaba con sus intereses, preocupado
de sus necesidades, pronto para servirles, siempre estaba preparado para escucharlos
y sus ojos jamás los perdían de vista. Su bondad, mansedumbre y caridad eran para
ellos poderoso atractivo, les inspiraba la más absoluta confianza y les comunicaba la
sencillez de los niños. Luego que le abrían su corazón, ¡cuántos registros tocaba para
desterrar de él el amor propio e introducir el amor de Dios! Entonces, para enseñarles
a adelantar a buen paso en los caminos de la perfección, les descubría los obstáculos
que provenían de sus inclinaciones ocultas, de sus pasiones, de su espíritu propio y de
su índole. Les manifestaba al mismo tiempo los auxilios que encontraban en la
bondad de Dios, en la gracia de su vocación, en el buen ejemplo y en el santo uso de
los sacramentos, en el retiro, la regularidad y la obediencia.

Tercer medio de santificación: la oración y la penitencia


La abundancia de las gracias vinculadas a la vocación y reservadas a las almas de
buena voluntad era el tercer medio de perfección que se esforzaba en proporcionar a
sus discípulos con las oraciones, penitencias y exhortaciones fervientes y continuas.
Víctima del celo de su aprovechamiento espiritual, añadía a la vigilancia, a la
solicitud, a los testimonios de afecto y a los buenos oficios de caridad, los ayunos y
las oraciones, las vigilias y las lágrimas, y obtenía del Padre de las misericordias la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 221

gracia de triunfar de los corazones más rebeldes, de enmendar sus yerros a aquellos
cuya cobardía apartaba del camino estrecho, de mantener en él a quienes la falsa
espiritualidad desviaba del mismo y de acelerar el paso a los animosos, y conservar en
él a los que empezaban a desanimarse ¡Cuánto hacía para socorrer a los débiles,
consolar a los pusilánimes, asegurar los pasos de los vacilantes,
<2-367>
levantar a los que habían caído, fortificar a los tentados, excitar a los tibios, animar a
los fervorosos y servir a todos de guía y capitán en las espinosas sendas de la pura
virtud! Por ganarlos a todos para Jesucristo se ejercitaba en todos los oficios que el
celo inspira y de que habla san Pablo. Maestro, médico espiritual, director, confesor,
pastor, superior y padre, practicaba en favor de sus novicios, con cuidado industrioso,
todos los oficios de caridad que prescriben esas diferentes cualidades.
Consejos, instrucciones, reprensiones, súplicas, lágrimas y humillaciones, todo lo
utilizaba este celoso Superior para llevar sus hijos a Dios. Cuando la advertencia no
surtía efecto, se valía de la reprensión; cuando no atendían sus órdenes, las cambiaba
en caricias; cuando no producían efecto las amonestaciones, las armaba con lágrimas;
y, para darles más eficacia, llegaba a ponerse a veces de rodillas; humillándose
delante de indóciles, cargaba en cierto modo con sus faltas para encender en aquellos
duros corazones la confusión y el dolor que él mismo experimentaba por las culpas de
ellos. Ausente o presente, los llevaba a todos en su mente y en su corazón. No se
olvidaba ni de sus necesidades ni de los auxilios que les debía. Desde lejos, como
desde cerca, vigilaba su conducta, seguía sus pasos, examinaba sus progresos y hacía
por cartas lo que no podía de viva voz. De modo que, cual otro san Pablo, ausente en
el cuerpo, estaba siempre en el espíritu cerca de ellos para consolarlos, animarlos,
asistirlos y cumplir con ellos todos los oficios del buen pastor.
Les exhortaba continuamente a adelantar en la virtud, porque, según decía, Dios
derramaría tanto más sus bendiciones sobre sus trabajos cuanto más fieles fuesen en
obrar el bien; que no se podían prometer fruto alguno en los niños que les fuesen
confiados, si llevaban vida poco fervorosa, y aun cuando lo alcanzasen en la
apariencia, sería vana esperanza y no verdadero fruto. Mucha pena sentía al ver que
algunos desempeñaban el oficio por mero cumplimiento. Los reprendía severamente
para excitarles a cambiar de conducta. Si los encontraba poco dóciles a sus
advertencias, les amenazaba con la cólera de Dios, diciéndoles estas palabras: Os
aseguro que si no cambiáis de conducta, Dios os desamparará. Imponía a estos tales
como penitencia el pensar que los flojos y descuidados serán excluidos del reino del
cielo, o bien estas palabras de Jeremías: Maldito el que hace la obra de Dios con
negligencia. Con estos medios conseguía que cumpliesen sus obligaciones con más
fidelidad.
Iba con regularidad a las escuelas, tanto para enterarse de si los niños se
aprovechaban de las instrucciones que recibían como para observar el
comportamiento de los Hermanos con ellos, para animarlos en el ejercicio de su
222 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

ministerio o para avisarles de los defectos que notara. Deseoso de que se guardase el
mayor orden y la más exacta disciplina, se resolvió a escribir una especie de Regla, en
la cual explica, de manera sólida al par que agradable y edificante, todo cuanto se
debe observar en las clases, cuyas prescripciones han tenido siempre a mucha honra
los Hermanos el seguir con escrupulosa exactitud. No quiere que se dediquen de tal
modo a lo accesorio que descuiden lo principal. Puede observarse en esta Regla que
después de haberse extendido mucho acerca del orden en la enseñanza de la lectura y
escritura y las demás cosas necesarias, insiste particularmente sobre el método para
enseñar a los niños a conocer la religión y a vivir como buenos cristianos. No fueron
inútiles las piadosas precauciones
<2-368>
tomadas por el santo sacerdote para que los niños fuesen instruidos en la piedad, pues
tuvo el consuelo de ver que se aprovechaban sensiblemente de las instrucciones que
recibían, lo cual era gran motivo de edificación para todos.
¡Cuánto hacía para alentar a aquellos de sus Hermanos que veía afligidos o
tentados de dejar su estado! No perdonaba nada para ello; les escribía cartas llenas de
ternura y les mostraba eficazmente el daño que se harían a sí mismos siendo infieles
por ligeras dificultades a la vocación. Si no bastaba esto para atraerlos de nuevo a su
deber, se ponía al punto en camino para lograr con su presencia la conversión, que por
cartas no había podido alcanzar. Al saber cierto día que uno de sus Hermanos, a pesar
de los buenos consejos que le había dado, estaba resuelto a dejar su estado, se dispuso
desde luego a ir a verle, y aunque llovía con abundancia, emprendió el viaje. En
cuanto llegó donde aquél estaba, sin aguardar a que se secasen sus vestidos ni mudar
los que traía calados de agua, corrió a ver a la oveja que quería salir del redil, y no
desistió de sus súplicas hasta arrancarle la promesa de quedarse. Como le
preguntasen por qué había emprendido ese viaje con tan mal tiempo, contestó: La
caridad no mira qué tiempo hace, cuando se trata de sacar a un alma del mal camino.
Representó después con tanto celo a aquel Hermano poco firme en la vocación el
peligro a que hubiera expuesto su salvación, dejando un estado al que parecía tan
visiblemente llamado, que acabó de disipar su tentación. Con todo, no fueron tanto
sus discursos llenos de fuego los que vivamente impresionaron a aquella oveja
descarriada cuanto la caridad con que aquel buen pastor había acudido para salvarla, a
pesar de la lluvia y del mal tiempo.
Este santo varón tenía tanto celo del adelanto espiritual de sus Hermanos que, si no
estaba en oración por ellos, exhortaba a los presentes con piadosas conversaciones, o
por cartas conducía a los ausentes por los caminos de la virtud. «La caridad y el celo
—escribe a uno de ellos— es el sostén de la sociedad. Me alegra mucho la buena
disposición en que está, amado Hermano mío; con mucho gusto veo que estima su
estado. Procure conservar esa gracia, y obre de modo que haya entre todos mucha
caridad para procurar la salvación del prójimo, y que todo se haga con probidad y
decoro, como entre hermanos que deben amarse mutuamente y soportar los defectos
unos de otros. Pídale mucho a Dios esa paz y esa unión. Es verdad, según me dice, que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 223

necesita de mucha caridad para mantenerse en la paz; mas asegúrese de que no


necesita menos la virtud de la obediencia, noble fruto de la santa caridad». El mismo
Hermano le envió la rendición de su cuenta de conducta, en la cual le daba a conocer
el gran número de defectos que tenía y su deseo de corregirlos, y el santo sacerdote le
contestó en estos términos: «Veo con gusto, Hermano mío, la buena disposición en
que está de trabajar con fortaleza en corregir sus defectos y en vencerse cuando la
ocasión se ofrezca. Acuda mucho a Dios. Humíllese a vista de su flaqueza cuando
haya caído en algunos defectos. Sea fiel en declararlos y esté seguro de que la pena
que experimenta para hacerlo, unida a la penitencia que se le imponga, le ayudará a
corregirse de sus faltas. Con razón dice que las reflexiones que se hace de cuando en
cuando,
<2-369>
acerca de su estado, no son más que ardides del demonio, que sólo busca desanimarle
e impedirle sufrir con amor las penas que le son anejas. Esté persuadido de que la
verdadera dicha del cristiano consiste en hacerse violencia para sufrir todas las penas
que Dios envía. Le suplico que le conceda esa gracia».
Como le hubiese ocultado el mismo Hermano durante mucho tiempo una tentación
que le atormentaba, se la declaró por fin, y al mismo tiempo le manifestó las dudas
que tenía sobre si en su estado le serían los sufrimientos de algún mérito delante de
Dios. Él le contesta con celo, y le reprende por su infidelidad y poca inteligencia: «Yo
no sé —le dice— cómo no me ha descubierto antes su tentación, Hermano mío, ¿no
sabe que el mal está medio curado cuando se le da a conocer al médico? Vea, pues,
cuán débil es, aun después de haber renovado la protesta de pertenecer del todo a
Dios. No es verdad —añade— que en su estado se sufra sin mérito; cada estado tiene
sus penas. No le ha de asombrar el que tenga que sufrir; así lo ha ordenado el mismo
Dios, para que por ese medio alcancemos méritos».
El mismo celo que tanto le abrasaba por el adelantamiento de sus Hermanos, le
llenaba de gozo a la vista de sus progresos: «Mucho me alegro —dice a uno de
éstos— de que haya salido del miserable estado en que ha vivido durante tanto
tiempo, y de que reconozca el cambio que Dios ha obrado en usted; le aseguro que
experimento la mayor alegría cuando me notifican que aquellos que están bajo mi
dirección andan con ánimo por las sendas de la justicia. Suplico a Dios, amadísimo
Hermano, continúe lo que empezó en usted, y le doy gracias por haberle infundido el
amor de la santa virtud de mortificación. Y puesto que ya conoce bien sus defectos,
tales como su escasa obediencia y observancia de las Reglas, le suplico piense delante
de Dios en los medios de enmendarlos; mucho me alegra la total entrega que hace de
sí mismo en las manos de Dios para que disponga de su persona, según el divino
beneplácito, en todas las cosas».
El mismo Hermano le dio a conocer que, por la divina misericordia, estaba resuelto
a no volver atrás; el buen sacerdote le comunica su alegría con la siguiente carta:
«Hermano mío, recibí su carta; mucho me satisface el que su alma esté en gran
224 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tranquilidad; suplico a Dios la mantenga en ella; mucha alegría me ha causado


también la buena disposición en que está, según me dice, de perseverar en la Sociedad
hasta el fin de la vida, y aumenta mucho más esta alegría su deseo de volver al
noviciado; es señal segura de las ganas que siente de adelantar en la virtud, lo cual me
complace en extremo, etc.». Basta ya con lo dicho; sería cosa de nunca acabar el
pretender sólo apuntar los extractos de las instrucciones y cartas llenas de fuego que
escribía a los Hermanos su maestro espiritual, para animarlos a la perfección.

III. Ejemplo instructivo de un Hermano infiel a su vocación


Concluyo esta materia con este hecho notable y muy eficaz para hacer sentir a los
tentados cuánto les importa ser fieles a su vocación y dóciles a los avisos que reciben.
Era costumbre del santo Fundador —dice uno de los Hermanos que mejor le
conocieron— el pasar noches enteras en oración por aquellos hijos suyos cuya
tentación persistía, a pesar de sus avisos, y juntar asiduamente en favor suyo la
oración con los cilicios, las disciplinas y demás mortificaciones de la carne, que
hacen por lo común eficaces y todopoderosas, ante el trono de Dios, las súplicas a Él
presentadas.
<2-370>
Mientras el virtuoso sacerdote solicitaba para sus discípulos vacilantes la gracia de la
perseverancia, rehusaba entregarles los vestidos seglares aunque se los pedían para
retirarse, a no ser que fuese bien manifiesto que Dios no les había llamado. Por lo
común sus deseos eran atendidos, y con el ayuno y la oración libraba a los suyos de
los demonios que los tentaban. Si después de las oraciones y penitencias observaba
que el tentado proseguía todavía indeciso, se esforzaba en afirmarle con el temor de
los castigos de Dios, con que le amenazaba vivamente hasta el punto que parecía
profetizarlos.
El sujeto de quien vamos a ocuparnos hizo de ello triste experiencia. Indócil a los
avisos de su celoso superior, persistió seis semanas seguidas en pedir el traje seglar
que a su vez le negaba el buen Padre, previendo sin duda que si se lo daba, sería sólo
para su desgracia. Harto fundada era esta previsión. A pesar de todo, el Hermano,
rebelde a la voz de tan buen padre y resuelto, cual hijo pródigo, a salir de la casa,
obligó al santo varón a que le abriese la puerta, protestando con osadía de que no
cumpliría con Pascua mientras no hubiese recobrado la libertad y no se hallase fuera
de aquel lugar, que ya no consideraba más que como su cárcel. Esa loca disposición
obligó al santo sacerdote a no detener por más tiempo a un hombre que hablaba tan
poco cristianamente. Le dieron el traje, con gran sentimiento del santo Fundador, que
estaba desconsolado al ver la escandalosa resolución de su discípulo, y santamente
asustado, conociendo las consecuencias que le acarrearía. Fueron éstas más tristes
aún de lo que temía, pues el infiel, salido ya de casa, cayó enfermo con calentura el
martes de la Semana Santa, y llevado al Hospital de la Caridad, murió allí el infeliz
al jueves siguiente, sin haber recibido ningún sacramento. Tan triste noticia se le
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 225

participó al señor de La Salle después de las fiestas de Pascua, por los mismos padres
del joven, que se presentaron para recoger el estuche de cirugía que había dejado,
pues ejercía antes esa profesión. Cuando lo supo el siervo de Dios, dio un profundo
suspiro y lloró amargamente fin tan desastrado [Blain dice literalmente: «la pérdida
de su alma», pero hemos preferido suavizar la expresión (N. del T.)].

§ 3. Caracteres de la caridad del señor de La Salle para con el prójimo


y sobre todo para con sus Hermanos

I. Prueba de su amor de Dios: la caridad para con el prójimo


Como es uno mismo el origen del amor de Dios y del amor del prójimo, son dos
actos de caridad distintos, pero no diferentes en especie, dos ramas inseparables del
mismo árbol. Dios, considerado en sí mismo o en el prójimo, es el único objeto formal
de la caridad: es el motivo así como el principio de la reina de las virtudes. Aunque el
prójimo sea el objeto de la caridad, ésta, con todo, no para en él: tiende siempre hacia
Dios, que quiere ser honrado y amado en el prójimo. No ama en él sino a Dios —dice
el Ángel de la Escuela (2. 2. q. 103)—, el mismo hábito de caridad que produce el
amor de Dios y del prójimo. Dios es el único fin de esos dos amores. Dios y el prójimo
son, en verdad, en sí mismos dos objetos diferentes; pero la caridad los reúne ante sí, y
para ella no son más que una sola cosa, porque amando a Dios por Dios y no amando
al prójimo más que por Dios, no ama a Dios sino por ser Él quien es (2. 2. q. 25).
Oigamos cómo discurre el citado doctor. Estos dos amores de Dios y del prójimo son
en verdad dos partes —como lo explicó san Gregorio Magno antes que
<2-371>
santo Tomás—; pero esas dos partes forman un mismo todo. Son dos anillos que
forman la misma cadena, dos actos de la misma virtud, dos acciones que tienen el
mismo principio y el mismo fin, dos medios de merecer, que no es posible separar.
Además, son como dos arroyos que manan de la misma fuente y forman el mismo río,
o bien como dos llamas que se elevan del fuego.
Por eso Nuestro Señor, contestando a la pregunta: ¿cuál es el primer mandamiento
de la ley?, une el precepto de amar al prójimo al precepto de amar a Dios, y añade que
el primero es semejante al segundo, como para dar a entender que los dos vienen a ser
una misma cosa. De donde se sigue que no se puede amar a Dios sin amar al prójimo,
lo cual san Juan, en sus epístolas canónicas, repite de varias maneras: Si alguien dice
que ama a Dios y no ama a su hermano, es un embustero (1 Jn, 4, 20). Toda la ley ha
cumplido quien ama al prójimo —dice san Pablo—. Por esta Regla de la caridad para
con el prójimo se debe juzgar del eminente amor que tenía La Salle a Dios.
Pero ¿qué cualidades ha de tener esa caridad para con el prójimo? San Juan nos lo
enseña: Hijos míos —dice—, amemos no de boca y con la lengua, sino con obras y de
veras (Jn, 3, 18). Es fácil equivocarse en punto de tanta importancia y confundir el
226 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

nombre divino de caridad con los afectos naturales, según lo dice el autor de la
Imitación. Tan raro es amar al prójimo como a sí mismo, sin excluir a nadie, como es
heroico el amarle no por sí ni por él, ni por sus cualidades buenas o malas, ni por otro
motivo natural o interesado, sino sólo por Dios y en Dios.

II. Caracteres de la caridad para con el prójimo

1. Fue cordial
Aquel que ama al prójimo de esta manera, le ama como Jesucristo nos amó, esto es,
con cordialidad, con pureza, con ternura y con ardor; muestra para con los pobres
corazón compasivo, y para con sus enemigos sincera dilección; sufre con gusto sus
defectos, le asiste en sus penas, procura y conserva la unión; en una palabra, se hace, a
imitación del Salvador, víctima de la caridad. En este cuadro de la perfecta caridad se
puede ver el retrato del santo sacerdote, cuyas virtudes referimos.
Su caridad era afectiva y cordial. Pocas veces se ha visto que un hombre se ocupase
más cordialmente en todos los intereses del prójimo, se manifestase más sensible a
sus males y demostrase más alegría por sus ventajas. ¿Cuál es el padre que haya
tenido más cuidado de su familia que el Sr. de La Salle de la suya, compuesta de hijos
del pueblo y de maestros destinados a instruirlos? ¿Quién buscó más eficazmente los
medios de socorrerlos? ¿Quién con más solicitud proveyó a sus necesidades? ¿Quién
les deparó mejores oficios? Generalmente, en las disensiones y disputas que se
suscitaban en las conversaciones y en todas las ocasiones, evitaba con cuidado y tanto
como se lo permitía el deber el disgustar a nadie. Obraba siempre, con respecto al
prójimo, con la mayor deferencia, condescendencia verdaderamente cristiana y con
igual humildad y respeto.
Prefería siempre a la suya la reputación y buena fama de los demás, pues mientras
dejaba su propio honor a merced de la lengua maldiciente y murmuradora, y hasta a la
pública deshonra, defendía el del prójimo por todas las maneras posibles. En cuanto
lo permitía su conciencia, encubría las faltas del prójimo, las excusaba, disminuía y
desviaba las conversaciones en que se trataba de ellas, cuando no podía
<2-372>
imponer silencio a los que hablaban. Los Hermanos vieron siempre en él al amigo fiel
y sincero, al pastor celoso y caritativo, que se interesaba por su salud, velaba
cuidadosamente sobre todo lo que se relaciona con ella, se rebajaba a hacer los más
humildes oficios cuando estaban enfermos, y entonces no perdonaba ningún gasto
para lograr la curación; que en todas las circunstancias bajaba hasta los ministerios
más repugnantes de la compasión cristiana; que nada tomaba tan a pechos como la
santificación de ellos; que ofrecía oraciones continuas en su favor, derramaba
lágrimas exteriores por sus faltas y pecados y contemplaba con transportes de alegría
los progresos de la gracia en su alma y su adelanto espiritual.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 227

Si se enteraba de que algunos de los Hermanos no aprovechaban sus consejos y


desfallecían en la vocación, al punto se ponía en marcha, para que su presencia
consiguiese lo que sus cartas no habían podido, sin atender al tiempo bueno o malo;
en el párrafo precedente queda relatado un ejemplo. He aquí otro referido por un
testigo ocular: «Cuando el santo sacerdote hubo abierto el establecimiento de sus
Hermanos en N..., venía a menudo en auxilio de la oveja que se extraviaba. Su caridad
era tan extraordinaria que hacía el viaje a pie, durante la noche, y lo que más me
edificaba era que, en vez de mostrar sentimiento a los que tan señalado se lo daban,
los trataba, al contrario, con encantadora mansedumbre, la cual sola producía más
fruto sobre su espíritu que todo cuanto hubiera podido decirles de más enérgico para
moverlos a mudar de conducta; pero también tenía la ventaja de que con este medio
los reducía de nuevo a sus deberes. Si sabía que alguno de ellos estaba enfermo, venía
a asistirle con la misma prontitud, y como en ese comienzo no había más que dos
Hermanos, y que ni siquiera tenían todo lo que hubieran necesitado, él mismo se
privaba de lo necesario para aliviarlos; hacía con ellos los oficios más bajos en sus
enfermedades, los velaba por la noche, e iba a consultar a los médicos; si tomaba
alguna vez algún descanso, era sobre unas sillas, pues no había más que dos camas
para los dos Hermanos, y mientras estaba así ocupado en asistirles, no tomaba a
menudo más que algo de pan y agua por todo alimento». Así es como este digno
Superior socorría corporal y espiritualmente a los que Dios había puesto bajo de su
dirección, imitando en esto a Jesucristo, el gran pastor de las almas, que quiso ser
entre sus apóstoles como el siervo de todos, según Él mismo dice. Otra. vez, estando
en una casa en que había un Hermano enfermo, le cedió su propia cama; sin querer
escuchar las representaciones de los otros Hermanos, y pasó la noche sin acostarse,
siendo esto para él verdadera delicia, pues no sentía mayor satisfacción que cuando se
le ofrecía alguna ocasión de mortificarse y de orar más tiempo.
Su caridad era compasiva, según lo quiere san Pedro. No podía ver al prójimo en
pena y tribulación sin esforzarse en procurarle alivio, aun a costa de su honra y de su
carácter. Yendo un día de viaje, encontró a cierta persona que seguía el mismo
camino muy cansada y agobiada por el peso del fardo que llevaba a cuestas. Aquel
bulto le era muy precioso, pues en él llevaba el dinero, de modo que el temor de los
ladrones le impedía servirse de alguna mano caritativa para aliviarla. Por este mismo
motivo había resuelto a ir a pie, por no atreverse a confiarlo al conductor de un coche.
<2-373>
Nuestro santo sacerdote, que también iba a pie, y que además estaba muy cansado por
el largo camino que ya llevaba andado, como notase el trabajo de dicha persona, se le
acercó y le preguntó con su acostumbrada mansedumbre el motivo de su cansancio.
Después de alguna perplejidad, cediendo a sus caritativas instancias, ella confesó. El
varón de Dios, compadecido, cargó sobre sí el bulto y lo llevó hasta las puertas de la
ciudad, lo cual llenó a aquella persona de consuelo y de edificación y la dejó con alta
idea de la virtud del caritativo sacerdote, que le era desconocido, y que se retiró tan
228 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

pronto como le hubo prestado tan caritativo oficio, para sustraerse a las alabanzas y al
agradecimiento.
Cuanto más se examinan las cualidades de la caridad de nuestro héroe para con el
prójimo, tanto más pura, tierna y fuerte se la halla. Amó al prójimo como Jesucristo
nos amó, sin interés, sólo por la salvación de las almas y por la gloria de Dios, con la
ternura santa de un corazón de madre, sin afectación, con valor y fuerza a prueba de
las mayores dificultades.

2. Fue pura
Puesto que nuestro santo sacerdote no solía prestar servicios más que a los pobres,
a los niños y a los mayores pecadores, esto es, a gentes idóneas para mortificar en
todo la naturaleza, su caridad no se vio empañada ni alterada, lo cual es tan fácil y tan
común en el trato con las criaturas. Únicamente la fe le hacía amables, en Dios y por
Dios, las personas en quienes nada se descubría que pudiese cautivar el corazón. De
modo que, a pesar de que la naturaleza no hallaba en ello su interés, ni esperaba de
ello gusto u honor, su corazón se deshacía en testimonios de estima y afecto, se
consumía en condescendencias y muestras de cortesía, se acomodaba al genio y a las
inclinaciones de los demás, se sujetaba a sus sentimientos y pareceres, seguía las
intenciones y los deseos del prójimo, cuando podía hacerlo sin faltar a su conciencia;
en una palabra, se mostraba tan afable, tan obsequioso, tan amable y tan benéfico con
todos los que se le acercaban y pedían sus servicios.
Al no encontrar en los que eran objeto de su caridad ninguno de los atractivos que
atan el corazón con alguna inclinación natural, le era fácil amarlos sólo por Dios. Su
único deseo era ganarlos para Jesucristo y trabajar en su perfección. En todas sus
conversaciones sólo trataba asuntos propios para infundir disgusto del mundo,
inspirar la estima y el amor de la virtud, fijar los pensamientos en el cielo y en la
eternidad; si cultivaba alguna amistad, era con el fin de ponerse en condición de
insinuarle las máximas del Evangelio y las verdades cristianas o de interesarle en
obras santas. Como no amaba al prójimo más que en Dios y por Dios, y no
consideraba para esto sus bellas cualidades, talentos, ingenio, condición, simpatía y
conformidad de carácter, ni mucho menos los beneficios que podía esperar de él, le
amaba con pureza, sin exceso ni peligro, sin inconstancia, sin acepción de personas,
en una palabra, de manera digna de Dios (Col 1, 10) y capaz de honrar a Cristo, que
tanto nos amó.
Era uno de esos hombres misericordiosos cuyo corazón modelado por el del
Salvador tenía parte en todas las miserias del prójimo y se las apropiaba. La
compasión había nacido con él, y había ido creciendo siempre con la edad. Siendo
todavía niño, los pobres eran el objeto de sus complacencias; les hacía todo el bien
que podía, y les mostraba mayor pena cuando no podía hacérselo;
<2-374>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 229

si no podía dar limosna, les daba sus lágrimas, pues era para él un suplicio no poder
asistir a los que veía en necesidad. Cada miseria de ellos abría nueva llaga en su
corazón. A sus ojos la indigencia era título de honor. Todos los pobres eran bien
recibidos en su casa. Los buscaba como tesoros de la Iglesia. Los visitaba siendo
canónigo, honrando en ellos con viva fe a la persona de Jesucristo. Ellos eran los que
usufructuaban el producto de su prebenda, y heredaban lo que le quedaba de la renta
anual de su patrimonio. Donde derramaba limosnas, dejaba ejemplos de humildad y
de celo y daba lecciones de mansedumbre y paciencia, presentándose como dechado
de ellas. Elevado al sacerdocio, empleó sus liberalidades en bien de las almas de los
pobres, con las instrucciones santas y saludables que les dirigía antes de distribuirles
los bienes perecederos destinados a subvenir las necesidades del cuerpo. Enseñaba a
los ignorantes, consolaba a los afligidos, auxiliaba a los enfermos, devolvía la
confianza en Dios a los desesperados, a todos animaba a la paciencia y a mirar por su
salvación.
La hospitalidad, ese oficio de caridad tan recomendado en la Sagrada Escritura, tan
en uso en los hermosos siglos del cristianismo, y hoy tan desconocido, era obra de
misericordia que no había olvidado. Cual otro Abraham, se adelantaba a los
forasteros. Después de haberles prevenido con modales obsequiosos, los conducía a
su casa, que desde entonces era hospedería para los pobres sacerdotes, y más adelante
vino a ser su morada ordinaria, pues por pobre que fuera su Comunidad y por más
apuros que pasara, los necesitados, sobre todo los eclesiásticos, encontraban allí
asilo. A esta caritativa obra de la hospitalidad ejercitada en favor del señor Niel debió
su nacimiento el Instituto. Es verdad que nuestro piadoso canónigo, al recibir a aquel
huésped en su casa, no tenía otro móvil que el de satisfacer su caridad; pero Dios tenía
otros designios y dicho forastero fue el primer instrumento de que se sirvió para
realizarlos. ¿Quién podrá decir lo que este espíritu de caridad le inspiró en lo restante
de su vida para establecer, formar, sostener y perfeccionar la más excelente y la más
necesaria de todas las obras de misericordia espiritual? La historia de su vida lo
enseña sin necesidad de repetirlo.
Bástenos recordar el triunfo que sobre él consiguió la caridad para con los pobres,
moviéndole a vender su patrimonio, para repartírselo por entero según el consejo del
Evangelio.
Reims conoció entonces que la fe todavía puede producir las virtudes de los
primeros siglos al ver a ese segundo José que enriquecía con los granos de Egipto la
estéril tierra de Canaán, y que hacía pasar desde su casa a la de los pobres el pan
necesario para la vida. Se le vio cargar con el dinero producido por la venta de sus
bienes y repartirlo con economía y orden a los desgraciados, cual tierna madre que
desea descargarse de la leche o que se quita el pan de la boca para repartirlo a sus
hijos. Puedo decir que san Jerónimo le retrató admirablemente al presentar en estos
términos la figura de uno de los más santos obispos de Francia. Alimentaba a los otros
mientras él sufría hambre y sus entrañas secas por el ayuno estaban aún más
desgarradas por la compasión. Este hecho se renovó al pie de la letra en el canónigo
230 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

hecho pobre y asociado con pobres, pues le faltó a él mismo el pan que tan
liberalmente había repartido a los demás y se vio obligado a su vez a hacer lo que los
indigentes, mendigar. Ya no diré más aquí de su caridad para con los mayores
pecadores y los niños pobres y desamparados, como tampoco de su amor a sus
enemigos y perseguidores, o a las personas indigentes de que se hablará, a fin de
evitar repeticiones.
<2-375>

3. Fue tierna
Si su caridad fue tan pura, según se acaba de ver, no fue menos tierna. Movido a
compasión de los que veía en la pena o en la miseria, parecía sentir sus males más que
ellos mismos. Los que acudían a él para recibir auxilios, no habían de temer encontrar
en él mal humor, ni desigualdades, ni desprecios, ni maneras altaneras y desdeñosas,
ni palabras arrogantes o de menosprecio. Los recibía siempre con caridad, con
semblante franco y con señales de sincero afecto.
En vez de tratar a sus inferiores de manera desabrida o de hablarles con tono
imperioso, y con aire de señor, parecía honrarlos y obrar con ellos como si fueran sus
superiores, según el espíritu de humildad que los apóstoles san Pedro y san Pablo
enseñan en sus Epístolas. Cualquiera que no le hubiese conocido, le habría mirado a
menudo, en su propia casa, como el siervo de todos, y le habría considerado como
sometido a ciertos Hermanos, quienes sin quererlo y sin notarlo se portaban con él
como superiores y le hablaban como a un novicio. Lleno de condescendencia para
con las personas afligidas con tentaciones, escrúpulos u otras penas interiores, se
mostraba siempre dispuesto a escucharlas o a resolver sus dudas, a consolarlas con
mansedumbre y cariño, muy del caso para aliviar sus almas que gemían en esos tristes
estados. En fin, formado en el modelo del Apóstol de las gentes, hacíase pequeño con
los pequeños, débil con los débiles, pobre con los pobres, desvalido con los
desvalidos, acomodándose con todos a fin de ganarlos a todos para Jesucristo. Amaba
tiernamente a sus Hermanos —dice uno de ellos — y manifestaba más afecto a los
que parecían menos gratos. Estaba siempre dispuesto para escucharlos, para darles
los consejos que necesitaban y para consolarlos en sus penas. Ni sus más apremiantes
ocupaciones le impedían el darles esa satisfacción. Es cierto que tan notoria bondad
no dejaba de producir excelentes frutos, pues si algunos estaban a punto de dejar su
vocación, bastábales oír sus mansas y persuasivas palabras para volver sobre sí y
adelantar después a paso tirado por la senda de la justicia. Pero la ternura que se sentía
para con ellos no tenía nada de desordenado, lo cual es muy raro; es fácil, en efecto, el
excederse en este punto y dejarse arrastrar por cierta bondad, que ya no es la
verdadera caridad, sino que concede o tolera lo que merece alguna censura justa.
No amaba de este modo nuestro santo sacerdote a los que Dios le había dado. Les
manifestaba su bondad con las más tiernas palabras; pero en lugar de cerrar los ojos
para no ver sus vicios e imperfecciones, se los reprendía con viveza y les hacía sentir
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 231

los estímulos de su caridad. El celo de la verdadera caridad le movía a estudiar las


inclinaciones que tenían para combatirlas y proporcionarles abundante manantial de
méritos en continuo ejercicio de mortificación. Todo su deseo era hacer de ellos
hombres nuevos, que no tuviesen ya otro pensamiento que el servicio de Dios;
hombres desprendidos de todas las cosas terrenas y de sí mismos. Esto manifestó
cierto día, contestando con gracia a una persona que le aconsejaba enviase a algunos
de sus Hermanos a respirar los aires nativos para encontrar alivio en sus achaques.
Los aires nativos de los Hermanos de las Escuelas Cristianas están en el Paraíso.
Nadie espere, pues, hallar en el santo sacerdote bondad que degenera en flojedad,
corazón que sólo es tierno porque es débil, que sólo concuerda con quienes le aman o
con los
<2-376>
que simpatiza. Es un corazón abierto a todos los hombres, y en el cual hallan el primer
lugar aquellos mismos a quienes la inclinación natural tiende a rechazar y despreciar.

4. Fue generosa y fuerte


Cuanto más estudiaba los ejemplos de Jesucristo, a quien la fuerza del amor expuso
a toda clase de confusiones, desprecios. oprobios y tormentos, tanto más animado se
sentía a sufrir lo que la caridad sin límites pide de aquellos que la poseen o desean
adquirirla. Aun cuando le había ya inducido a sacrificar en bien del prójimo su
patrimonio, su salud y su reputación, y cada día le daba ocasión de renovar este
sacrificio, se avergonzaba todavía de sí mismo por lo poco que creía haber hecho y no
deseaba otra cosa sino dar su vida por los que habían sido rescatados a costa de la de
Jesucristo. Ninguna dificultad le impedía prestar servicio al prójimo, y cuando lo
hacía, no era ni con frialdad ni con negligencia, sino de muy buena gana y con alegría.
Instruir a los pobres, consolar a los afligidos, visitar a los enfermos, aliviar a los
míseros eran para él ejercicios de virtud que la caridad le hacía gratos y le enseñaba a
llenarlos de mansedumbre para los que eran objeto de ellos. No había enfermedad o
miseria que no perdiese a sus ojos su carácter desagradable. Jamás daba a entender
que experimentase repugnancia, ya sea por la naturaleza del mal, ya por la cualidad
del enfermo. Y esto no porque fuese insensible; era hombre, y por tanto sensible a las
delicadezas de la carne; pero el espíritu de caridad, unido al de mortificación, no le
consentía dejar escapar señal alguna de esas impresiones. Finalmente, a imitación de
aquellos ilustres santos que, abrasados en el amor divino, no se cansaban de gemir y
de sufrir por los pecados de sus hermanos, llevaba la generosidad hasta hacer
penitencia por los pecadores.
Sin volver a los ejemplos de que ya se hizo mérito, ahí van algunos nuevos rasgos.
Habían introducido en su casa a un joven de trece a catorce años, que se hallaba tan
cubierto de tiña que la podre manaba de él con abundancia, causando molestia
insoportable aun a los que se hallaban más distantes en el dormitorio. La compañía de
tal enfermo parecía grande ejercicio de mortificación para los que tenían que sufrirla,
232 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

y tal vez hubieran podido enorgullecerse de su caridad si no hubiesen visto al siervo


de Dios llevar la suya al más alto grado. El que era objeto de horror para todos los
demás vino a ser objeto de predilección para el santo sacerdote; viendo en él la
imagen de Jesús desfigurado y hecho en la cruz semejante a un leproso, prodigó a ese
infeliz sus más tiernos cuidados. El santo varón emprendió su curación, y para
empezarla se propuso cortarle el pelo, a fin de limpiarle la cabeza. No era cosa fácil,
pues el pelo y la podre mezclados entre sí formaban como una costra en forma de
casquete horroroso de hedor insoportable. Por más valor que mostrase el generoso
Superior en ese acto de caridad, la naturaleza dejó traslucir repugnancia, lo cual
obligó a un Hermano a ofrecerse para esa mortificante operación. Puso hasta las
manos en las tijeras diciendo con gracia al señor de La Salle que unos dedos
consagrados y que diariamente tocaban la sagrada hostia no debían ensuciarse ni
mancharse en carroña tan infecta. Mas el siervo de Dios, que jamás escuchaba las
repugnancias de la naturaleza, celoso de ofrecer a Dios aquel sacrificio, no quiso
ceder a otro el mérito de tan excelente obra de misericordia. Contestó, pues, que Jesús
había tocado a enfermos y pecadores más repugnantes, y continuó su obra con mucho
valor. Una vez concluida, se vio que la cabeza entera no formaba más que una
<2-377>
úlcera llena de pus aparentemente incurable, o que a lo menos exigía la destreza de
hábil cirujano para su curación; pero lo fue con menos gastos y en muy pocos días con
la aplicación del paño que le puso el señor de La Salle; fue el primero y el único
aparato. Sin duda ese paño sacó su virtud maravillosa de las manos caritativas que lo
aplicaban. Si no se quiere ver en esa curación un efecto que considerado en su entidad
supere a toda la virtud de las causas naturales, cuando menos es preciso convenir en
que no hubiera sido ni tan pronta ni tan perfecta con los cuidados de los cirujanos.
Cierto sacerdote, encerrado varios años hacía en la Bastilla entre cuatro paredes, y
que no se sabe cómo había oído hablar de la gran virtud de nuestro santo sacerdote, le
mandó recado pidiéndole que fuese a confesarle. La caridad hizo que volase al
momento a aquella cárcel, y se encontró en ella con un espectáculo muy digno de sus
lágrimas. Dicho preso, ministro del Altísimo, se encontraba en el más deplorable
estado. La sotana se caía a pedazos, la camisa destrozada y mugrienta estaba llena de
miseria. Estado tan digno de compasión enterneció el corazón de un hombre que se
compadecía de las menores miserias del prójimo. Abrazó a su penitente, derramó
tiernas lágrimas muy debidas a tan gran desgracia, y después de haber oído su
confesión y de haberle consolado lo mejor que pudo, para compartir sus trabajos, le
propuso el cambio de vestidos. El sacerdote, tan sorprendido como edificado de tan
caritativa proposición, se despojó con prontitud de sus harapos, mientras el señor de
La Salle hacía lo mismo con sus vestidos para dárselos. No sé a cuál de los dos
satisfizo más el trueque, pues si el uno recibió con alegría y presteza los vestidos que
necesitaba con urgencia, el otro se creyó muy honrado con los despojos de aquel
miembro de Jesucristo, pobre y humillado. El uno contento con su buena fortuna,
sorprendido de la acción heroica de su caritativo confesor e instruido más por sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 233

ejemplos que por sus palabras, del buen uso que debía hacer de su prisión y de las
miserias que le asediaban, miró desde entonces su castigo forzoso como pena
voluntaria; encontró en ese lugar, tan propicio para hacerle expiar sus pecados,
purgatorio anticipado, que aceptó con resignación, y tuvo muerte más edificante que
su vida, que, según las apariencias, no había sido tan santa como pedía su ministerio.
El otro, envuelto en su manto, salió de la Bastilla con el trofeo de su caridad; alegre
por haberla satisfecho a su gusto a expensas del amor propio y de la naturaleza, se
volvió muy contento a la Comunidad adornado con los despojos de su victoria. Fue
premiado este acto de caridad por el consuelo que experimentó al saber que su
penitente había muerto, algunos días después, con admirables sentimientos de
piedad.

5. La caridad del señor de La Salle le impulsaba a obrar con mucha sencillez


La ilimitada caridad del siervo de Dios no conocía excepciones, y daba bastante a
menudo, al que lo quería, mucha facilidad de engañarle; sin embargo, aquellos que lo
hacían sólo recibían de él nuevos testimonios de bondad. Por el tiempo en que se
había encerrado con los novicios en la casa de Vaugirard, esto es, en la época de
mayor pobreza para la Sociedad, cierto joven ratero de París se presentó, con
apariencias engañadoras, a pedirle lugar en aquella Comunidad; manifestó ademanes
de devoción capaces de inspirarla, y no deseaba, en apariencia, más que sufrimientos
y humillaciones. Agradó por lo pronto al santo sacerdote y le ganó el corazón; no
obstante, solamente fue admitido después de maduro examen. El prudente Superior
no se dejó arrastrar de la inclinación o prevención favorable que le inspiraba aquel
joven, como hacen no pocas veces algunas personas
<2-378>
piadosas, las cuales, temiendo sean juicios temerarios lo que es prudente sospecha,
acarrean con su buena fe no pocas veces funestas consecuencias. Llamó por tres
veces consecutivas al joven hipócrita para penetrar sus disposiciones, mas era tan
hábil en el arte de disfrazar sus pensamientos que pareció siempre el mismo, esto es,
animado de los sentimientos de un santo o cuando menos de persona que aspira a la
santidad; fue, pues, admitido. El siervo de Dios le fijó el día y la hora en que entraría,
y acudió con puntualidad; mas fingió que se había visto precisado a empeñar su ropa
y que necesitaba diecisiete libras para sacarla. Hablaba con tan aparente sinceridad
que el santo Sacerdote ni siquiera sospechó que le engañase. Para apoyar más su
aserto y alejar sospechas, puso en manos del siervo de Dios, como prenda, un mal
reloj de cobre, que según decía, era de oro. Entregolo en sitio de poca luz, y como no
advirtiese el engaño, pareció al siervo de Dios prueba más que suficiente de la buena
fe del postulante, y le dio las diecisiete libras que pedía para desempeñar su ropa.
Fuese muy satisfecho aquel fingido aspirante, mas no volvió. Después de haberle
esperado en vano, viéndose burlado, dijo: «Bendigo a Dios de que no me haya pedido
más, pues la inclinación que sentía por él y la sinceridad con que a mi parecer
234 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

hablaba, no me hubieran permitido negárselo. Ese joven —añadió— necesitaba


dinero, y la necesidad le inspiró el hacer este papel». Así disculpó acción tan baja y
reprensible del joven bribón la caridad del hombre de Dios.
Hallábase cierto día la Comunidad de Vaugirard reducida al último extremo por
falta de provisiones. En tal apuro encargó el santo Fundador al Hermano ecónomo
que llevase una carta al Hermano Poncio, en la cual le decía que se sirviera poner en
manos del portador cierta cantidad de que era depositario. Negose a ello aquel
Hermano, cuya soberbia tantos disgustos había de dar a su Superior, y no quiso hacer
ningún caso de la orden transmitida. Dios no le bendecirá, contestó el señor de La
Salle al Hermano que le dio cuenta de su cometido en presencia de otros varios.
Presto se cumplió y con exceso esta palabra, casi al mismo tiempo de ser
pronunciada, pues el Hermano desobediente cayó enfermo; no quiso someterse a las
prescripciones del médico ni a las de su Superior, y se dejó persuadir por el espíritu
maligno de que el verdadero remedio para su mal era tomar polvos de oro. Fue, pues,
preciso buscárselo a cualquier precio. En vano el santo varón se esforzó en
convencerle de que este pretenso remedio sería más bien verdadero veneno; el
obstinado no quiso escuchar ni a su Superior ni a la razón, que hablaba por su boca.
Para acceder a su deseo el señor de La Salle mandó que fuesen en busca de tal
remedio. El Hermano ecónomo, que sabía la extremada pobreza de la casa, extrañó
mucho tal orden; hizo cuanto pudo para que se desistiese de ella; mas al fin,
conformándose con los intentos caritativos que hacían obrar al siervo de Dios,
compró aquellos polvos por diecisiete libras [la libra tornesa o de cuenta equivalía a
10 pesetas (9,87) en Francia, desde el año 1667 (N. del T.)], cantidad considerable
para la Comunidad, pues representaba los gastos de manutención de ocho días. Si el
específico costó mucho, más caro lo pagó el Hermano desobediente, pues estuvo a
punto de morir reventado, a causa de hinchazón extraordinaria. El buen padre, al ver
en tan triste estado a aquel rebelde, le miró con compasión, levantando los ojos al
cielo con profundo sentimiento. Mandó al punto que le aplicaran una de esas
medicinas caseras, cuyo coste no pasaba de veinte o veinticinco céntimos, y que el
médico de la casa acostumbraba recetar a gente que no podía gastar más en
medicinas. Remedio que surtió todo el efecto apetecido y curó el enfermo indócil.
Con todo, el infeliz no quiso aprovecharse de los avisos que el sabio Superior le dio
en aquella ocasión; antes continuó siendo su cruz. A él se debió la cruel persecución,
ya relatada,
<2-379>
que se levantó en París contra los Hermanos (Lib. 2, c. 18), porque, siendo Director de
los novicios, aunque no lo merecía, llegó a maltratar exageradamente a uno de ellos,
mientras se hallaba ausente el siervo de Dios. Él fue también quien, estando en
Provenza, adonde le había enviado el santo Fundador contra su voluntad, llevó la
insolencia y la rebelión hasta los últimos excesos y acabó por una evasión vil y
escandalosa (Lib. 3, c. 10).
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 235

La caridad del siervo de Dios, en lugar de apagarse con semejantes ultrajes, no se


mostraba menos afectuosa y ardiente para prestar servicios a los autores de los
mismos. Los que salían de su casa contra su querer, y que a menudo eran continuo
ejercicio de su paciencia mientras permanecían en ella, y luego la deshonraban con su
cobarde deserción, no salían del corazón de La Salle. Hasta parecía que todas sus
ternuras estaban reservadas para sus hijos ingratos y desnaturalizados, pues
olvidando cuantas penas había recibido de ellos, como la mayor parte al salir de la
Comunidad caían en la miseria, se las ingeniaba, si vale la expresión, para procurar a
tales desgraciados algún empleo que pudiera sustentarlos.
Uno de éstos fue el Hermano ..., que se había colocado en Dunquerque. El
bondadoso Padre, encontrándose cierto día en San Omer, resolvió visitarle para
ofrecerle sus servicios; y lo habría ejecutado a pesar de todas las amonestaciones que
le dirigió el mismo Hermano, si éste no le hubiera informado de que había contraído
matrimonio el desertor.

§ 4. Caridad heroica del señor de La Salle para con sus enemigos


y perseguidores, para soportar los defectos del prójimo, y por
su atención en conservar la unión y concordia entre los Hermanos
El amor de los enemigos es el verdadero triunfo de la caridad, su más noble
manifestación y el sello que le da el distintivo de Jesucristo. Este amor heroico rige el
Evangelio, el espíritu de la ley de gracia y el carácter de los verdaderos cristianos,
pues, según dice Tertuliano (Ter. c. 1, ad scapulam), sólo ellos saben llevar en sus
corazones a sus enemigos. Si la naturaleza inspira afecto para con los amigos, la
gracia sola es la que causa el amor de los enemigos. El perfecto cristiano puede tener
enemigo; pero él no es enemigo de nadie. Tuvo enemigos, pero él nunca lo fue de
nadie. En estas dos frases encontramos al santo sacerdote pintado al natural. Si son
pocos los siervos de Dios que hayan tenido tantos adversarios, son menos los que se
hayan portado con ellos más perfectamente como discípulos de Jesucristo. ¿Quién
vio levantarse contra sí más enemigos que ese santo sacerdote? ¿Quién sufrió por
parte de ellos persecuciones más crueles? ¿De dónde procede, Señor, podía decir con
el Profeta Rey, que los que procuran turbarme se han multiplicado tanto? (Salmo 3).
«¿De dónde, Dios mío, que desde que me amoldé a la ejecución de vuestros
designios, veo por todas partes innumerables censores, rivales, amigos disfrazados,
enemigos secretos o públicos que se levantan contra mí y contra mi obra, que es la
vuestra, y dicen que no sois el autor de ella, que mi vanidad es su principio, que mi
capricho es su Regla y que mi imprudencia la arruinará?».
236 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

1. Testimonio eficaz de su eminente caridad para con Dios:


su amor heroico para con sus enemigos
El señor de La Salle es estimado, honrado, amado mientras permanece canónigo;
así que deja de serlo, que emprende resueltamente el establecimiento de las Escuelas
Cristianas, ve a todo el mundo levantarse contra su obra, una nube de émulos y de
perseguidores le acometen porfiadamente. Encuentra sus mayores enemigos en el
seno de una familia irritada por sus evangélicas diligencias.
<2-380>
Sus más allegados le desamparan y no quieren verle ya, resentidos por la supuesta
injuria que les infiere por no elegir entre ellos al sucesor de su canonicato, y por dar a
los pobres su patrimonio. Encuentra en sus colegas, antiguos amigos suyos, duros
censores de su conducta, que no pueden perdonarle el haber deshonrado su ilustre
cabildo, haciendo entrar en él a un sacerdote de mérito, sí, pero un cualquiera, según
el mundo, de oscuro nacimiento, sin fortuna. Experimenta después todos los furores
del populacho amotinado, que descargó sobre él y sus discípulos toda la hiel y
amargura por medio de griterías, afrentas y pedradas. Mientras permanece en su
ciudad nativa, esto es, durante siete u ocho años después del establecimiento de las
Escuelas Cristianas, apenas puede aparecer en público sin topar con algún adversario
obstinado. Todos sus compatriotas le son enemigos. Es verdad que su Arzobispo
jamás se declaró contra él, pero, desde luego, no reconoció su virtud; quizás llegó en
un principio hasta el punto de dar la razón a los que se burlaron de ella, por
considerarla él mismo devoción mal entendida y llevada hasta el exceso.
Al fundar las escuelas de Rethel, la estima que manifestó al principio el señor
duque de Mazarino al santo varón fue seguida de desprecio insultante, y de la ruina de
la fundación que ya estaba resuelta y casi firmada. Cambio tan brusco e inesperado se
debió a la malicia de ciertas gentes, que se apresuraban a impedir esa buena obra
únicamente por el gusto de mortificar sensiblemente a un hombre a quien odiaban sin
motivo. El siervo de Dios los conocía muy bien y tuvo en adelante ocasiones
favorables para vengarse de ellos, haciéndoles expiar su mala acción; pero tamaña
venganza no podía temerse en un discípulo fiel de Aquel que, levantado en la cruz,
predicó el amor de los enemigos, orando por aquellos mismos que le clavaron en ella.
Nuestro humilde sacerdote, guiado por ese ejemplo, manifestó benevolencia a esos
primeros enemigos de su obra. Cuando le maldecían, él no maldecía; cuando le
hacían sufrir, él no amenazaba, pero se entregaba al que injustamente le condenaba (1
Pe Pe 2, 23). Se negó hasta la satisfacción de quejarse. Habiéndose retirado lleno de
confusión de la visita al señor de Mazarino, guardó profundo silencio y no habló de
quienes tan mal le sirvieron sino para disculparlos. En efecto, en cierta ocasión se
mostró una persona excesivamente indignada, delante del humilde sacerdote, contra
los que le hicieron tan mala partida, mas presto le cerró la boca diciendo que no se
habían de mirar tan humanamente las cosas, sino adorar en todo la voluntad de
Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 237

La capital del reino no le fue más favorable que su propia ciudad. Todos los
maestros calígrafos, convertidos en rivales, le declararon guerra; envidiosos secretos
y maliciosos le suscitaron pleitos; amigos disfrazados apoyaron a sus enemigos
descubiertos y aumentaron el número de éstos; los primeros protectores trocáronse en
adversarios suyos; y como no bastase para derribarle el número de sus perseguidores
de fuera, de entre sus discípulos se levantaron también algunos que le causaron penas
aún más crueles. No bien hubo puesto el pie en la parroquia de San Sulpicio, cuando
vio a la envidia armarse de dardos de la más negra calumnia para desterrarle de ella,
por medio de la misma persona que le había hecho llamar, por el señor de la
Barmondière, que había ido a Reims a suplicarle se encargase cuanto antes del
cuidado de las escuelas sulpicianas. No se dijo la calumnia al oído ni en secreto:
queriendo su autor hacerla pública, escogió, para facilitar su extensión, numerosa
junta de señoras caritativas, convocada en casa del señor párroco, como en teatro
propio para publicarla. Ese mismo eclesiástico
<2-381>
la escuchó, y, prevenido por los artificios del calumniador, se mostró dispuesto a
despedir afrentosamente para Reims al inocente acusado y a sus discípulos. Aquella
primera calumnia fue el principio de la larga serie de imposturas y engaños que
causaron más adelante las tempestades que una tras otra cayeron sobre la cabeza del
siervo de Dios.
Las que sirvieron de fundamento a los disgustos que le ocasionó contra su propia
intención el señor Arzobispo de París, fueron las más principales y peligrosas, porque
armaron la autoridad legítima y superior, y dieron lugar a un sinnúmero de
vejaciones. Otras aún más infames atrajeron sobre su reputación afrentosa deshonra,
por causa de una sentencia difamatoria, y le obligaron a huir a Provenza, donde le
esperaban nuevos perseguidores. Vuelto a París después de la muerte de sus antiguos
enemigos, encontró otros, animados del mismo odio, que cuidaron de prepararle
cruces hasta el fin de la vida. Según se ve, desde la época en que emprendió la
fundación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, no dejó de encontrar en su
camino enemigos y perseguidores.

II. El señor de La Salle siguió al pie de la letra y con perfección


los preceptos de Jesucristo sobre el amor a nuestros enemigos
Veamos ahora su conducta para con ellos. Con respecto a sus numerosos
enemigos, el siervo de Dios observó siempre la conducta del perfecto discípulo del
Evangelio, en quien la caridad de Jesucristo ha establecido el trono sobre las ruinas
del amor propio, y se complace en triunfar de la naturaleza y del espíritu de venganza
que enciende en el corazón la malquerencia, la aversión, el resentimiento y el
recuerdo de las injurias.
Amar a los enemigos, decir bien de ellos, hacérselo, pedir por ellos; ésas son las
cuatro reglas de caridad, enseñadas y autorizadas por Jesucristo con sus ejemplos.
238 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Diligite, benefacite, benedicite, orate (Mat., 5, 44; Luc., 6, 22). Aunque de


estrechísima obligación, son de perfección eminente; y para observarlas al pie de la
letra, precisa que el hombre esté enteramente muerto a sí mismo. La caridad reina con
efecto en el corazón, está sólidamente edificada en él sobre las ruinas del amor
propio, cuando logra infundirle el perdón sincero de las ofensas, el perfecto olvido de
las injurias y la ternura sensible para con sus autores. Este triunfo de la caridad, que se
admira en numerosos santos, resplandeció de modo particular en la vida de nuestro
héroe. Los dardos más acerados de sus enemigos no produjeron en él otra cosa que los
más tiernos testimonios de caridad. Ningún hombre supo jamás perdonar mejor. El
que le había inferido alguna injuria estaba segurísimo de alcanzar su amistad.
Hubiérase dicho que los ultrajes eran el más seguro camino para llegar a su corazón, y
toda su ternura parecía reservada para aquellos que los proferían. ¡Cuántas veces se le
vio acoger con honra y encantar con finos modales a los que le habían desairado!
¡Cuántas veces, con una palabra de dulzura, apagó la cólera de los más exaltados!
¡Cuántas con señales de humildad y ternura detuvo torrentes de injurias! ¡Cuántas
veces corrió a abrazar a quienes acababan de insultarle!
Ya se sabe, la honra nunca nos parece tan preciosa como cuando nos la quieren
arrebatar. Ármase al instante el amor propio para defenderla, y jamás le faltan
excusas para justificar sus resentimientos. En el sacerdote, en el superior, en el
fundador, la honra es bien público, y hay innumerables motivos que al parecer
convencen de que es deber su defensa. Pero el señor de La Salle, formado en la
escuela de la caridad, no sabía vengarse sino de sí mismo. En mil ocasiones,
impugnan su reputación con las calumnias más atroces, la desgarran con públicos
libelos,
<2-382>
la deshonran con sentencias jurídicas, la ennegrecen con embustes estudiados, que el
espíritu de mentira sabe adornar con colores de verdad; le acometen en su persona, le
persiguen en sus discípulos, a menudo se ve desamparado, vendido, maltratado; ¿de
qué armas se sirve para rechazar todos esos golpes? Otro menos humilde y paciente
habría llenado el mundo de apologías, y se habría esforzado en armar el cielo y la
tierra para su defensa; mas él no se defiende sino con el silencio, la paciencia, la
humildad y la oración.
Contra las calumnias y en las diferentes suertes de persecuciones que le suscitan, el
silencio es la primera arma de que echa mano. Hay que confesarlo: cualquiera que
sepa usarla como lo hacía Jesús en medio de los clamores de los judíos, es dueño de su
propio corazón y de su propia lengua y superior a sus pasiones y a las del prójimo;
tiene siempre segura la victoria, a lo menos la del amor propio, y este triunfo le
procura la paz interior que el mundo no puede dar ni arrebatar. Bástale a la inocencia,
para ser suficientemente defendida, el humilde silencio en las injurias: ella triunfa
tarde o temprano, y a veces sobre el corazón de sus mismos enemigos, pues ese
silencio heroico es prueba convincente de mucha virtud. Si se pone cuidado en
mostrar en las vidas de los siervos de Dios la observancia de este silencio constante y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 239

heroico en ciertas ocasiones, es deber mío hacerla admirar en quien la practicó


inviolablemente en cuantos casos se trataba solamente de su honra e intereses.

III. Ejemplos heroicos del perdón de los enemigos dados por el señor de La Salle
El primer calumniador que tuvo en París se convirtió para él en hombre respetable
y apreciado, del cual no sólo cuidó de conservar el honor, sino también de disimular
los defectos y artificios. Esta misma ley impuso a sus discípulos, los cuales
experimentaban también los tristes efectos de la malicia de su perseguidor. El señor
abate comisionado para hacer información de los hechos y descubrir lo que había de
verdad o mentira en lo que se decía, no pudo sacar de la boca del señor de La Salle ni
una sola palabra de murmuración, de queja o de disgusto contra su calumniador. En
cambio, caridad tan perfecta bastó para descubrir la impostura y justificar la
inocencia; y enseñó al virtuoso comisario la gran pureza y heroicidad de una virtud, a
la cual la calumnia no le quita nada de su tranquilidad interior, ni de su caridad para
con los mismos enemigos. Aunque el Superior de los Hermanos estuviese bien
justificado a los ojos del señor de la Barmondière, este santo varón guardó, con todo,
algún resabio del resentimiento que le habían despertado las calumnias contra el
Superior de los Hermanos. Así lo permitía Dios para ejercitar la virtud de ambos, y
manifestar que sus mayores siervos, sin quererlo y aun sin saberlo, contribuyen con
frecuencia a purificar la piedad de sus semejantes. La mala disposición del virtuoso
párroco contra el Superior de los Hermanos llegó a tal extremo que resolvió
mandarlos de nuevo a Reims, de donde los había llamado.
La afrenta era sensible, y podía traer funestas consecuencias. No hubiera dejado de
parecer merecida viniendo de parte de un sacerdote cuya fama de santidad era notoria
en París. Sin embargo, aun suponiendo dicha resolución fundada en motivos serios,
no debía negarse al santo varón el derecho indiscutible de pedir explicaciones y de
defenderse; pero si no era merecida, tenía el de exigir más equidad por parte del señor
de la Barmondière, y de acriminarle por haberle llamado con tanta instancia para
despedirle después tan vergonzosamente. A pesar de todo, el caritativo sacerdote,
creyendo siempre que tenían razón de humillarle, y que él solo tenía culpa cuando le
suscitaban conflictos, no se mostró resentido del señor de la Barmondière,
<2-383>
ni descontento de su resolución. Insensible a esta afrenta, fue a despedirse del que se
la infería, con sumisión y respeto, como niño manso y dócil que sale de la casa de
donde le echa su padre, sin perder para con éste el respeto ni el afecto.
Algún tiempo después fue objeto de las iras de los profesores calígrafos de París,
los cuales le declararon tal guerra, que no terminó hasta su muerte. Preocupados por
la idea de que los Hermanos de las Escuelas Cristianas venían a quitarles el pan, se
creyeron con derecho de demandar al superior de ellos ante los tribunales, de
imputarle falsedades que la envidia y el interés les inspiraban como favorables a sus
fines, de introducir repetidas veces la turbación y alarma en las escuelas gratuitas, y
240 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

aun de derribarlo o saquearlo todo; pero jamás vieron que el humilde Superior se
quejase ni les recibiese con semblante turbado, ni se permitiese dirigirles ni una
palabra mortificante, ni levantar la voz para murmurar o quejarse, aún menos para
clamar contra la injusticia y pedir satisfacción por ella.
El causante de todos los disgustos que el señor de La Salle sufrió de parte del señor
Arzobispo de París, por más que en el fondo jamás dejó de apreciarle y de amarle, le
era muy conocido; poco hubiera costado al santo sacerdote hacer recaer todo el peso
de la persecución sobre el que la había suscitado, descubriendo al prelado los motivos
secretos que movían a su perseguidor. Desconcertando tales intrigas, se hubiera
evitado sus vejaciones, sirviéndose de la misma autoridad del Arzobispo, cuya
bondad se había sorprendido; pero prefirió callar y dejar su causa a Dios, antes que
defenderla por medios que hubiesen podido interesar la delicadeza de su conciencia
en lo concerniente a la caridad con el prójimo. El autor de sus desgracias ni siquiera
pudo notar que el siervo de Dios sospechase de él, puesto que se mostró siempre con
él lo que había sido antes cordial, sencillo, afable, franco, respetuoso, sumiso y hasta
lleno de confianza. No se puede decir cuál de los dos fue más constante en su
conducta, pues si el uno fue hasta la muerte el perseguidor, ora artificioso y
disimulado, ora manifiesto y declarado, el otro perseveró correspondiendo por la
práctica del silencio, de la mansedumbre, de la paciencia y de la humildad. Jamás se
presentó el siervo de Dios delante de su enemigo con ademán frío, silencio afectado o
semblante descontento, triste y disgustado; nunca le manifestó sombra de
resentimiento; jamás rehusó el verle por un movimiento de aversión, ni hablarle,
frecuentarle, saludarle o demostrarle respeto y sumisión; nunca trató de justificarse
delante de él, de destruir sus ojerizas, de abrirle los ojos sobre la injusticia de su
proceder, ni jamás dio a entender a nadie lo que tenía que padecer por parte de
adversario tan peligroso, y dejó que todo París creyese que su enemigo era el mayor
de sus amigos, su protector y su bienhechor. Sin embargo, tal personaje, en apariencia
celoso del bien del Instituto de los Hermanos, y de verdad rival secreto de su
Fundador, no guardaba ya miramientos con el siervo de Dios. Si le veía, tratábale con
desprecio; si le escuchaba, era para encontrar motivos de mortificarle; hallaba gusto
en servirse de sus confidencias para ponerle en conflictos y dificultades, arruinar su
reputación y perderle en el ánimo de sus discípulos. El humilde sacerdote le sufrió
con perseverancia, como oveja que no sabe quejarse y que no conoce la mano que le
hiere. Su virtud, al par que aprovechaba todas esas ocasiones para merecer, le inducía
a ser más atento para honrar y hacer honrar a su perseguidor, extender su reputación y
disculpar su conducta, y más solícito para buscar sus favores, demandar sus consejos
y manifestarle
<2-384>
respetuosa dependencia, sumisión sincera y fidelidad inviolable. De modo que, si en
el amor de los enemigos pudiera darse exceso, podría decirse que el Fundador de los
Hermanos lo habría llevado demasiado lejos, y que habría debido romper desde
el principio todo comercio con aquel hombre que parecía haber jurado perderle, y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 241

revelar al público sus manejos, dándole a entender a él mismo que no tenía derecho de
tomar los humos altaneros y de autoridad que se arrogaba sobre quien no era su
inferior.
Lo que el señor de La Salle hizo con ese enemigo, lo hizo con todos los demás, que
no eran pocos ni contados, que los encontraba en todas partes. Jamás se le oyó
quejarse del indigno proceder del joven abate que se allanó a ser el instrumento de los
furores de su padre, apoyando con su sello contra toda buena fe la ignominiosa
demanda en que trataba al virtuoso sacerdote de sobornador de menores, y por lo
cual, sorprendidos los jueces, pronunciaron sentencia que, al par que deshonraba su
carácter y reputación, le usurpaba una casa que había comprado en parte con su
propio dinero. El padre y el hijo mencionados no fueron los únicos de quienes el
siervo de Dios pudo quejarse en esa ocasión, y de quienes, con todo, no se quejó
nunca; los abogados sobornados y vendidos a la parte adversa, un falso protector que
aparentaba mirar por sus intereses y un antiguo amigo que le vendió o desamparó
concurrieron todos a esa injusticia. Y esto a pesar del expediente justificativo que
había puesto en sus manos el Fundador de los Hermanos. Pero ¿cómo supo el siervo
de Dios esclarecer en dicho documento hechos oscurecidos por la malicia, y separar
la verdad de la mentira, sin dejar escapar de su pluma ninguna palabra picante contra
sus acusadores? He aquí lo que no se puede explicar ni debidamente alabar y admirar
al leer ese escrito. Es claro, corto, compuesto con tanta sencillez que recuerda el estilo
apostólico. Expone la verdad clara y neta, sin quejas contra sus acusadores, sin
tacharlos de calumniadores, sin dejar entrever ninguna sospecha contra su buena fe.
La ingeniosa caridad del siervo de Dios encontró el secreto de suavizar en este
memorial todos los términos y de no defender su perseguida inocencia más que con
expresiones mesuradas, humildes y favorables a la reputación de los que ennegrecían
la suya sin reservas ni miramientos. Cuando se le notificó la sentencia que por
sorpresa y soborno habían dado contra su inocencia indefensa los que más obligados
estaban a defenderla, recibiola con la tranquilidad, silencio y paciencia inalterables
con que su divino maestro recibió la de Pilato. El piadoso condenado no la combatió
con quejas ni murmuraciones, nunca se le oyó censurar a sus jueces, ni condenar a sus
adversarios, ni criticar a sus abogados, ni quejarse de su pérfido procurador o de su
infiel amigo. El santo sacerdote, tan sensible para las injurias que los pecadores hacen
a Dios, no sentía las a él dirigidas; su humildad le impedía creer que se las pudiesen
hacer; no bien las recibía cuando ya las olvidaba, y jamás parecía tener resentimiento
alguno de ellas. Las flechas emponzoñadas de la más negra calumnia, de la injusticia
más irritante, de la malicia más exagerada podían herirle en su honra y en sus bienes,
pero no menoscababan su caridad. En lugar de exagerar el daño que le habían hecho y
de quejarse de él, cuando menos con sus amigos, evitaba pensar en él y aun mentarlo.
Si se acordaba de sus enemigos, era delante de Dios para pedir por ellos, solicitar la
bondad divina en su favor y recomendar a la divina Majestad intereses de ellos, con
tanto celo como lo hubiera hecho para con sus más insignes bienhechores. Así es, en
efecto, como los miraba con los ojos de
242 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2-385>
la fe, que se los presentaba como los más eficaces instrumentos de santificación y
como amigos caritativos a quienes debía tantas y tan preciosas ocasiones de imitar a
Jesucristo clavado en la cruz.
De tal modo se había posesionado la caridad del corazón de nuestro santo
sacerdote, que le hubiera sido preciso violentarse mucho para no seguir esa
inclinación sobrenatural de olvidar las injurias, perdonar a sus enemigos y amarlos
tiernamente. Acerca de este punto no hacía ninguna excepción. Todos los que le
despreciaban, ofendían o ultrajaban eran amigos suyos y ocupaban lugar preferente
en su corazón, sin atender a la vileza de la condición, ni a la injusticia, ni a la perfidia,
o ingratitud de sus difamadores. El que le perseguía, ora fuese discípulo suyo o uno de
sus penitentes, ora de los que trataba con confianza o de los que le estaban obligados,
en cuanto le infería alguna injuria o hacía alguna injusticia, indefectiblemente hallaba
lugar de preferencia en su corazón. La historia de su vida suministra hartos ejemplos
de ello; ultrajado, robado, vendido, maltratado en diversas ocasiones por hijos de
perdición, bastante parecidos al traidor Judas, lloraba su deserción, y no parecía sentir
la injuria que le habían hecho: echábase a sus pies, ya para suplicarles que no dejasen
la comunidad, ya para excitarlos a volver a ella; era preciso en tales circunstancias
que los Hermanos reunidos hicieran a su común padre santa violencia para obligarle a
despedir a esos pérfidos o cerrarles la puerta de una casa de la que habían salido con
escándalo.
Entre los eclesiásticos que recibían en su casa hospitalidad gratuita y tan larga
como querían, hubo uno, todavía joven, que al parecer no permaneció en ella sino
para agotar la caridad del siervo de Dios, y procurar al demonio el placer de triunfar
de su humildad y de su paciencia. Su ingratitud crecía a medida de los beneficios del
santo varón, y como si hubiese una como contienda entre el vicio y la virtud, cuanto
más manso, paciente y humilde era el uno, tanto más soberbia e insolencia
demostraba el otro. Arrebatado, violento y de altanería nunca vista, trataba a todos los
Hermanos como a criados suyos, y a su Superior como a hombre apocado, pues no
tenía reparo en llamarle extravagante y tildar de cuentos y sueños todo cuanto decía.
Nunca estaba contento con lo que le servían en la mesa, aunque lo hacían aparte,
dándole raciones más abundantes y mejor guisadas; prorrumpía en quejas contra lo
que le presentaban, y por despecho, cuando el siervo de Dios estaba ausente, echaba
por el suelo el potaje y los principios delante de la Comunidad. El santo varón,
aunque luego se enteraba de tales desmanes, aparentaba ignorarlo todo, y
multiplicaba sus maneras humildes y afables con el que hacía gala de tratarle con
desprecio y rudeza. Se les iba haciendo larga a los Hermanos la estancia de huésped
tan ingrato e insolente, que cada día se hacía más insoportable. Esperaban
impacientes que su buen padre, cansado de tantos escándalos, le mandase salir de
casa; pero el santo sacerdote, que miraba a ese eclesiástico como su enemigo personal
y como la cruz de su casa, no se acordaba de deshacerse de él. Éste, persuadido de la
bondad del siervo de Dios o determinado a hacerle salir de sus casillas, no pensaba
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 243

tampoco en partir; como si se empeñara en ser como el demonio de la casa,


permaneció en ella seis meses enteros para tormento y prueba de toda la Comunidad.
Entre los Hermanos que ejercitaban la virtud de su Superior, había uno que, si bien
profesaba grande estimación al señor de La Salle, solía adoptar con él humos
altaneros, modales insolentes, imperiosos, rústicos y despreciativos,
<2-386>
que ruborizaban y contristaban a los demás Hermanos que lo presenciaban. Yo no sé
cómo sucedía eso, pues el aludido Hermano, en el fondo de su corazón, consideraba a
su Superior como un santo. Le guardó siempre inviolable fidelidad, y jamás quiso
usurpar su cargo, por más que lo instaron a ello los enemigos del siervo de Dios, que
querían echarlo o ponerlo en el último lugar. Sea de ello lo que fuere, ese discípulo
imprudente, de alma mezquina, sirvió no poco para purificar la virtud de su superior;
en él encontraba contradictor perpetuo, censor público y maestro insolente. Estos
mismos defectos estimulaban al santo sacerdote a honrarle y mostrarle mayor amor.
En vez de alejarse de su persona, como los Hermanos se lo aconsejaban, le
frecuentaba y le mostraba especial confianza. Experimentó vivo sentimiento cuando
no le vio junto a sí porque los otros Hermanos le mandaron a otra provincia; sintiendo
de veras su separación, se quejó a ellos de que le habían quitado su buen amigo. Es
menester hacer notar para gloria de los Hermanos que, si el santo Fundador se veía
tratado con menosprecio por algunos de sus inferiores, hallaba con todo sobrada
compensación en el respeto, ternura, amor y confianza de los demás. Con todo, hay
que confesar que eran pocos los que no ejercitaron su caridad, mansedumbre,
paciencia y humildad; porque había pocos que, a pesar de su gran virtud, hubiesen
corregido y reformado su exterior tosco y desagradable y sus modales rústicos y
cargantes.

Paciencia con que soportaba los defectos del prójimo


El sobrellevar los defectos del prójimo es ley de caridad tan difícil de observar que
casi no la practican bien sino los perfectos, y a poco que se medite acerca de ésta, se
descubrirá que, por heroico que parezca el amor tierno y cordial a los enemigos, el
sobrellevar con caridad los defectos del prójimo tiene algo más repugnante aún para
la naturaleza, porque viene a ser ejercicio de caridad de todos los días y de todos los
momentos, cuando vivimos con aquellos que ejercitan nuestra paciencia. El santo
varón era por naturaleza afable, cortés, dotado de todas las prendas que la sociedad
requiere y que hacen agradable el trato humano. No tuvo, pues, poco que sufrir
viviendo entre gentes sin letras, sin educación y de cortos alcances. Cuando me
represento a ese joven canónigo de Reims, hombre de familia noble, hasta entonces
en relación con los principales de la ciudad, que eran sus parientes y amigos, doctor y
sabio, teniendo cual ninguno inclinación natural a la conversación y trato de gentes
bien nacidas e ilustradas, y por consiguiente antipatía profunda por la rudeza y las
formas vulgares, me parece ver a Nuestro Señor en medio de sus apóstoles, sufriendo
244 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

con extremada mansedumbre y paciencia inagotable sus defectos, imperfecciones y


grosería. El generoso sacerdote practicó, pues, ejercicio no pequeño de caridad al
ponerse al frente de maestros de escuela pobres, rudos y faltos de la más rudimentaria
educación. Ya sé que más adelante recibió jóvenes inteligentes, de buenas familias
y bien educados, que aumentaron el número de sus discípulos; pero, en conjunto,
mnchos otros, parecidos a los primeros, procuraban al siervo de Dios continuas
ocasiones de practicar la virtud. Y tal vez nada multiplicó más sus méritos, dando
materia a su paciencia, mansedumbre y humildad, como ese continuo ejercicio de
caridad, que él mismo considera como uno de los mayores y más penosos sacrificios
que ofreció a Dios, al decidirse a poner en ejecución sus designios eternos.
Asociado al principio con gente que tan poco se le parecía, olvidándose de lo que
ellos eran y de lo que era él mismo, apareció en medio de ellos como padre tierno a
quien el amor cierra los ojos para no ver los defectos de sus hijos, o que los ve con
mansedumbre y paciencia.
<2-387>
Jamás manifestó pena por ellos, ni siquiera aparentó notarlos. Soportaba con tanta
perfección la repulsión que podía sentir por la rudeza de unos, la ligereza de otros, el
celo indiscreto de éstos, los modales toscos de aquéllos, las miserias de algunos, el
mal humor de otros, que parecía no ver defecto alguno en ellos. Nunca daba el menor
indicio de inclinación o de aversión naturales. Amigo de todos, sin acepción de
personas, se acomodaba a toda clase de temperamentos, por su cuidado en moderar el
suyo.
En vez de hacerles notar sus inadvertencias, de echarles en cara sus indiscreciones,
de censurar sus imperfecciones, de reprender en alta voz sus faltas, y confundirlos,
los encubría en cuanto podía y los disculpaba cuando su obligación de superior y el
celo del orden y de la disciplina se lo permitían.
La caridad le hacía suave y ligera la obligación de sufrir las importunidades de los
escrupulosos, de consolar a los enfermos en sus tristezas, de escuchar las quejas de
los afligidos, de soportar las flaquezas de los pusilánimes, de fortificar su ánimo y de
aliviar las penas de todos.
Si sucedía que algunos, sobre todo en los recreos, tiempo en que los dejaba con
mayor libertad, parecían olvidar lo que era para con ellos, y lo que habían de ser para
con él, de modo que llegasen a faltar al respeto debido a su carácter de sacerdote y de
Superior por excesiva familiaridad, no les daba lugar a notarlo. En una palabra,
muerto para todo cuanto le interesaba personalmente, seguía inviolablemente estas
grandes reglas del apóstol: primera, que él llama la ley de Jesucristo, la de sobrellevar
los defectos unos de otros (Gál 6, 2); segunda, la de cargar con la flaqueza de los
débiles (Rom 15, 1); tercera, la de prestar todos los buenos oficios que la caridad con
el prójimo puede pedir. Supportantes invicem in charitate (Ef 4, 2). Soportándoos
unos a otros con caridad.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 245

IV. Caracteres de la caridad del señor de La Salle, según los describe san Pablo
Finalmente, en el señor de La Salle se encuentran todas las notas de la caridad
perfecta, que señala san Pablo en su Epístola a los Corintios (I Cor 13). Caridad
sufrida, que soporta sin enfado y sin trabajo los caprichos, las flaquezas y las
imperfecciones del prójimo. Caridad benigna y mansa, que nunca deja escapar
palabras ásperas y punzantes, que sabe gobernar a temperamentos diversos con
miramiento prudente, sin hablar con sequedad, ni responder con desabrimiento, ni mandar
con imperio. Caridad que no tiene envidia y es bienhechora, que no se ensoberbece,
no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la
injusticia. Esta divina caridad, en lugar de envidiar la dicha del prójimo o de afligirse
por el bien ajeno, llora los males de los demás como si fueran propios y mira con
buenos ojos todas las ventajas ajenas. No se deja llevar del capricho o del mal humor.
Es enemiga del engaño y del disimulo, pues no sabe adular los vicios ni condescender
con las pasiones. Encerrada en la consideración de su propia nada, estima y respeta a
todos y para todos tiene pruebas de sumisión y deferencia. No hay nada por vil,
despreciable o humillante que sea, que no lo acepte de buen grado por amor al
prójimo. Consagrada exclusivamente a los intereses de Dios, sacrifica gustosa los
suyos propios cuando lo pide alguna causa legítima. No se irrita ni se enfada contra
nadie; antes bien, conserva siempre el corazón lleno de ternura y bondad para con
quienes le ofrecen mayores motivos de disgustos. no da importancia al mal que recibe
y únicamente se acuerda de las injurias para encomendar a Dios en sus oraciones a los
causantes. En vez de holgarse de la injusticia y del mal proceder del prójimo, se duele
de ello, y se regocija cuando le ve colmado de gracias y virtudes.
<2-388>
Parece dispuesta a sufrirlo todo, es tan firme su constancia en hacer bien al prójimo,
que no puede vacilar ni por los trabajos ni por las ignominias, ni por ningún otro
género de tentaciones, omnia suffert, todo lo sufre. Pero dispuesta felizmente en favor
de los demás, se halla siempre inclinada a creer lo bueno que se le dice o a
complacerlos en sus deseos, si su propia conciencia no se opone a ello, omnia credit,
todo lo cree. Como no pierde nunca la buena opinión que tiene del prójimo, no
desespera de la conversión de ningún pecador, ni de la perseverancia de quienquiera
que sea, omnia sustinet, todo lo soporta.

V. Su cuidado en mantener la unión, sobre todo entre los Hermanos


Este cuadro de la caridad perfecta, pintado por la mano del Apóstol de las gentes,
representa al natural al siervo de Dios. El último de esos caracteres es el celo de la
unión fraterna, del cual se mostró siempre animado.
En primer lugar tuvo sumo cuidado de mantener esa unión con todo el mundo y en
particular con quienes la divina Providencia le había ligado. Hacía todo lo que podía
para que hubiera entre todos un mismo corazón y alma (Hch 4, 32), según se dice
de los primeros cristianos. Para conseguirlo se aplicaba a conformar su espíritu con el
246 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

de ellos, escuchando con gusto sus razones, siguiendo su parecer y participando de


sus sentimientos, en cuanto se lo permitía la conciencia. Enemigo de las contiendas y
vanas disputas, jamás se le veía sostener con calor su parecer; no era de aquellos que
obstinados en sus opiniones quieren a todo trance que todos se acomoden a sus
juicios. Jamás se vio un hombre tan aplicado a obrar acorde con aquellos que Dios le
había asociado para trabajar en la misma obra. De buena gana se acomodaba con su
modo de ver, deshaciéndose del suyo propio. No quería resolver ni determinar nada
de por sí; tenía la humildad de esperar sus pareceres, de recoger sus votos y de
suscribir la decisión de la mayor parte. El capricho no entraba en sus consejos, ni el
espíritu propio en sus deliberaciones, o a lo menos trataba de apartarle de sí para
hacerse dócil en las manos de Dios y más dispuesto a seguir las impresiones de otro.
Verdad es que le trataron a menudo de hombre obstinado y de muy aferrado a su
parecer, que jamás quería desistir de sus empresas; pero ¿de quién recibía esos
dicterios odiosos y despreciativos?: de individuos que pretendían introducirse en su
casa y disponer en ella a su antojo; de los que hacían alarde de sabios y que tenían por
necios a todos los que no seguían sus luces; de quienes querían dominar al siervo de
Dios hasta el punto de obligarle a cambiar él hábito, el reglamento, los usos y las
prácticas virtuosas de los Hermanos, en una palabra, cambiarlo todo; de personas, en
fin, que por espíritu de contradicción desprecian, critican y condenan todo cuanto no
hacen ellas. Pues ya se ve como en cuanto se ha dicho de la conducta del siervo
de Dios sobresalen manifiestamente la práctica continua de la caridad, la humildad, la
mansedumbre, el respeto y la unión de espíritu y de corazón con el prójimo.
En segundo lugar el caritativo Superior, amigo de la paz y de la concordia, se
esforzaba en mantener el mismo espíritu y difundirlo entre los Hermanos. Les
representaba que, viviendo todos en el mismo lugar, debían tener un corazón y un
alma, para estar unánimes en la casa de Dios (Salm 67, 7), como dice el Real Profeta;
que, estando fundados en la piedra angular que une el cielo y la tierra, los judíos y los
gentiles y los enemigos unos con otros, debían estar unidos entre sí con una concordia
inmutable, recordando siempre que eran todos súbditos del príncipe que, celoso del
título de rey pacífico, no puede tolerar ni turbación ni disensión en
<2-389>
sus Estados; hijos todos del mismo padre de familia que quiere ver reinar en su casa la
paz y la unión; todos, en fin, miembros de una Cabeza que no puede sufrir división en
su cuerpo místico (Rom 12), y deben tener el mismo corazón y la misma alma.
Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo —les decía con san Pablo (Flp 2,
1-4)—, si algún refrigerio de parte de la caridad, si alguna unión de espíritu, si hay
entrañas de compasión, haced cumplido mi gozo, sintiendo todos una misma cosa,
teniendo todos una misma caridad, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos, no
haciendo nada por tema ni por vanagloria, sino que cada uno por humildad mire
como superiores a los otros, atendiendo cada cual no al bien de sí mismo, sino al de
los demás.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 247

Cuando reparaba alguna frialdad entre ellos, trataba de unirlos de nuevo, y lo


procuraba por todos los medios. Cuando le comunicaban las diferencias y disgustos
que tenían entre sí unos y otros, se aplicaba a disipar las sospechas, a curar sus
desconfianzas y a aplacar suavemente sus resentimientos. Si notaba que algunos
de genio díscolo y de mal carácter propendían a sembrar la discordia entre los
Hermanos (Prov 6, 19), cosa tan aborrecida del mismo Dios, los apartaba de su
rebaño como ovejas sarnosas; quería a todos los suyos verdaderos hijos de Dios,
amigos de la paz y celadores de la unión fraterna, dispuestos a sacrificarlo todo para
procurarla y mantenerla. «Conservad la paz —añadía— en donde estéis, mantened la
paz con la dulzura y la caridad, procurad conservarla con los auxilios de la
mortificación y de la humildad, si queréis que el Dios de la paz y del amor establezca
su morada en vuestra alma».
En fin, nada olvidó ese buen padre para que reinara la caridad entre sus hijos. Esto
le preocupó particularmente toda su vida, según se puede ver por los reglamentos que
les dejó, así como por las prácticas de piedad que introdujo entre ellos. Sus exhortaciones
sobre este punto eran frecuentes, por no decir continuas. A menudo les repetía estas
palabras de Jesucristo: En esto conocerán los hombres que sois mis discípulos, si os
amáis unos a otros (Jn 13, 35). Para mostrar cómo el caritativo Fundador tomaba a
pechos la unión entre sus hijos espirituales, sería preciso hacer largos extractos de sus
obras y de sus cartas, en donde les inculca por escrito lo que tantas veces les había
repetido de viva voz sobre la necesidad y las grandes ventajas de la unión fraterna, así
como sobre los medios de procurarla. Nos limitaremos a reproducir una o dos cartas
suyas que tratan de este asunto.
«Ya sabe, carísimo Hermano —escribe a uno de ellos—, que es menester amarnos
unos a otros, y con ese objeto soportarnos mutuamente las faltas en que la flaqueza
humana nos hace caer a menudo. Así se cumple particularmente el precepto de la
caridad, que ha de abundar en usted. Es preciso amar a los Hermanos para saber
reprenderlos con dulzura y caridad, pues sin esto la reprensión no produce
generalmente su fruto. Los Hermanos han de vencerse a sí mismos para corregirse de
sus defectos; debe usted también vencerse para corregirse de los suyos y darles buen
ejemplo; ordinariamente los corregirá mejor así que con todas las reprensiones duras
que pueda dirigirles. No se asuste aunque caigan algunos en falta; por el contrario,
avíselos cordial y afectuosamente, y sobre todo con pocas palabras, pues esto es de
mucha importancia. Le suplico tenga con ellos maneras persuasivas y obre de modo
que una de sus principales ocupaciones sea la de fomentar la unión entre los
Hermanos; pido
<2-390>
a Dios le dé a usted mismo esa unión». «La aversión contra el prójimo —escribe a
otra persona— y el resentirse de las injurias impide que nuestras oraciones lleguen a
Dios; si nuestros corazones están divididos por la cólera y por el odio, es imposible
conservar la unión con Jesucristo, y así, dejando de ser miembros de su cuerpo
248 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

místico, no podemos esperar que el Padre nos oiga, puesto que no reconoce en
nosotros el espíritu de su Hijo».
Le da después algunos avisos muy importantes para mantener la caridad:
«1.° Confórmese —le dice— usando de caritativa condescendencia con todas las
flaquezas del prójimo; sobre todo impóngase como ley el ocultar su opinión
tratándose de cosas indiferentes.
2.° No sea jamás duro en el trato con el prójimo, y persuádase íntimamente de que
él es mejor que usted, lo que no le costará mucho si procura estudiarse a sí mismo, lo
cual le hará fácil el vencer sus repugnancias.
3.° Buscará todos los días ocasiones de servir a aquellos que le son antipáticos.
Después de examinarse todas las mañanas sobre ese punto, tomará resoluciones que
pondrá fielmente en práctica con sosiego y humildad.
4.° Cuide especialmente de prevenir las necesidades de los más flacos e
imperfectos, por más que en ello sienta natural repugnancia, conformándose, no
obstante, en todo al orden y a las prácticas regulares de la Comunidad; y si se ve
precisado a negar algo, hágalo de tal modo que todos queden contentos de la negativa.
5.° Sea cordial con todos, hable con mansedumbre y condescendencia,
proponiéndose imitar la manera de hablar y de contestar de Jesucristo cuando más le
maltrataban.
6.° Nunca hablará de los defectos o del proceder de nuestro prójimo. Cuando se
hable de ellos, interpretará en bien sus acciones, y, si no cree poder hacerlo, guardará
silencio.
7.° No haga recaer jamás ninguna falta en el prójimo, con el fin de encubrir las
suyas; aun cuando la hubiera cometido él y no tuviera usted en ella parte alguna, ha de
estar contento de que se crea que ha sido usted, y eso por espíritu de caridad y de
humillación. Acostúmbrese a no disculparse jamás; menos aún a defenderse a costa
de los demás.
8.° No se queje de los otros, a no obligarle a ello la necesidad; y, cuando esté
obligado a hacerlo, que no sea en son de queja.
9.° Por poca razón que lleven los otros en sus pareceres y deseos, cuando no pueda
condescender con ellos, por observar sus reglas, déjelos contentos con palabras
afables y humildes.
10.° Si incurre en alguna falta contradiciendo imprudentemente a alguno o
manifestando los resentimientos que tiene contra él, al caer en la cuenta de lo que está
haciendo, si habla, cállese; y si le importunan deseando saber la causa de tan
repentino silencio, dirá que no tiene razón de hablar así. Cae usted en muchos otros
defectos más notables, a los que debe atender, en vez de interpretar torcidamente las
acciones de los demás.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 249

11.° Está usted lleno de celo, mas ese celo no es según la ciencia, pues quiere que
se reprendan a otros sus defectos, y no quiere ser reprendido por los suyos. Soporte
los defectos del prójimo e interprételos en buen sentido.
12.° En fin, tendrá por regla invariable no hablar nunca de las imperfecciones de
los demás, ni reprenderlos por ellas, por graves que le parezcan.
<2-391>
Represéntese, cuando vea a uno caer en algún defecto, lo que dice el Evangelio: Ves
la paja en el ojo de tu hermano, y no ves la viga que está atravesada en el tuyo».
He aquí, en pocas palabras, los importantes documentos que revelan en nuestro
santo sacerdote el deseo ardiente de conservar la unión y caridad entre los suyos; nada
le pareció tan necesario como esa virtud, y hacía poco caso de todo lo demás, por más
que tuviese bella apariencia, cuando la caridad no era su principio.

ARTÍCULO TERCERO

Tercera señal de la eminente caridad del señor de La Salle;


sus padecimientos y sacrificios por Dios

Pensar continuamente en Dios, estar incesantemente ocupado en Él, vivir de la


oración y andar siempre en la presencia de Dios es señal de perfección que no da lugar
a dudas, puesto que el mismo Dios nos lo dice con estas palabras: Ambula coram me,
et esto perfectus, (Camina como siervo fiel en mi presencia y sé perfecto). Obrar
grandes cosas por Dios y, a imitación de la mujer fuerte, echar mano a empresas
heroicas en honra de Dios, para el servicio de la Iglesia y la salvación de las almas, es
otra prueba manifiesta de mucha caridad, puesto que el amor conduce a la acción, y la
mano jamás está ociosa cuando arde el corazón. Así es como san Pablo da por
testimonio de su apostolado los trabajos enormes que el celo le hizo emprender:
Trabajé más que todos los otros, (Plus omnibus laboravi).
Pero sacrificarlo todo por Dios, sacrificarse a sí mismo, abrazar con todo corazón
la cruz y amarla de veras a imitación de Jesucristo, es lo más perfecto de la caridad; no
puede ir más allá, según el sentir del mismo Salvador. Nadie —dice— tiene mayor
amor, (Majorem hac dilectionem nemo habet). Pero la pobreza, la ignominia, el
sufrimiento son los tres brazos de la cruz y de la herencia del Calvario. El más pobre,
el más humillado, el más mortificado es el que más se parece a Jesucristo crucificado,
el que puede alabarse de haber hecho en el orden de la gracia la mayor fortuna, y, en
fin, el que da a Dios testimonios clarísimos del más heroico amor. De este modo tan
glorioso se ha de mirar al siervo de Dios como una de esas almas de virtud eminente.
250 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Los rasgos de pobreza, de humildad, de obediencia, de mortificación, de paciencia y


de mansedumbre de que dio tantos ejemplos y cuya continua práctica llenan su vida,
completarán el cuadro de sus virtudes.

§ 1. Admirable espíritu de pobreza del fundador de los Hermanos

I. Prueba demostrativa de su gran caridad para con Dios:


el sacrificio de sus bienes
El amor de los pobres no se separó en nuestro santo sacerdote del amor a la
pobreza. Como acostumbran ir de virtud en virtud los que se dejan llevar sin reserva
del espíritu de la gracia, la pobreza fue el término a que la caridad para con los pobres
condujo al que se había constituido como padre de éstos. Después de haber dejado por
todas partes señales manifiestas de su compasión y liberalidades para con los
miembros dolientes de Jesucristo, se coloca en el mismo plano que ellos, y da a la
ciudad de Reims el ejemplo admirable de un canónigo hecho pobre y falto de bienes
por su propia voluntad. No fue de esas personas escasas y mezquinas con respecto a
las limosnas, que cuentan con Dios y con los pobres, que van repartiendo sólo gota
a gota sus consuelos, que examinan
<2-392>
lo que deben reservar para sí antes de resolverse a dar, que se miran como los
primeros necesitados antes de considerar a otros como tales, y que no convierten en
limosnas más que lo superfluo de sus bienes. El canónigo de Reims, amigo de la
pobreza antes que de los pobres, extrema sus liberalidades hasta el punto de agotar el
manantial de ellas; da con las dos manos, y no piensa haber dado bastante sino cuando
ya no le queda nada que dar. Piensa que los pobres necesitan de todo, y que él no
necesitará nunca cosa alguna. No contento con mostrarse generoso con ellos, la
ternura que les tiene le obliga a hacerse santamente pródigo. Nada ve en su casa que
no les pertenezca, y finalmente los escoge por sus herederos, despojándose en su
favor de los bienes patrimoniales, después de haber elegido a un pobre sacerdote, con
preferencia a los ricos, por sucesor de su prebenda.
Estas obras en favor de los pobres y de la pobreza, heroicas en el siglo en que vivía
más que en cualquiera otro, fueron sin duda, para el empobrecido canónigo, el origen
de los favores que el cielo le destinaba y de esa alta perfección a que Dios le llamaba.
Jesucristo dijo que la medida de sus misericordias es la medida de las nuestras, y la
medida de sus gracias se calcula por la de nuestras limosnas. Lo que se da a los pobres
es un préstamo que produce con usura, y que da el ciento por uno. Faeneratur
Domino, qui tribuit pauperi. El que da a los pobres presta a Dios. La recompensa que
recibió ya en esta vida el santo Fundador fue la elevada gracia que le hizo comprender
que el estado de los pobres era precioso y digno de su ambición. Émulo de su pobreza,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 251

quiso ser por elección, para parecerse a Jesucristo, lo que son los pobres por orden de
la Providencia.

II. Su inclinación a la pobreza y generosidad en abrazarla


La virtud de la misericordia que le había prevenido desde su infancia dejó a la
virtud de pobreza el cuidado de acabar la obra de su santificación; y la pobreza le puso
a cubierto de los peligros de la codicia, por la renuncia evangélica de todos los bienes
de la tierra, primer paso que Jesucristo exige de los que quieren seguirle y ser
perfectos.
Tal sacrificio, a la edad, estado y circunstancias en que se encontraba en la ciudad
en que nació, en medio de su familia, a la vista de los canónigos y de todos sus
ciudadanos, fue heroico, por cualquier lado que se mire. La pobreza real y efectiva
que trae consigo las necesidades y las miserias de la vida, la vergüenza y el desprecio,
las inquietudes y los cuidados por lo porvenir, es una virtud que repugna a la
naturaleza y en la cual no se halla gusto con sólo la gracia ordinaria.
Muchos son los que aman a los pobres, mas pocos los que aman la pobreza. Para
amar a los pobres basta algo de afecto humano: son nuestros hermanos, nuestra carne,
según expresión de la Sagrada Escritura. El estado en que se hallan merece
compasión y excita nuestra ternura. La voz de la naturaleza se levanta en favor suyo y
la fe habla aún más alto para ellos: Jesucristo se oculta bajo de aquella exterioridad
miserable y pide en su persona; el cielo se compromete a devolver con usura el poco
bien que se les hace. Esos motivos hacen a los pobres amables y fácil el precepto de
asistirlos: sería preciso dejar de ser hombres y más aún cristianos, para no amarlos.
Mas no es tan fácil amar la pobreza. ¡Cuántas personas cristianas, a quienes la
naturaleza dio corazón tierno y compasivo, a quienes dotó Dios de alma bella y
generosa, que gustan de derramar con abundancia sus limosnas! Pero ¿se encontrarán
muchas de piedad tan generosa, para querer la pobreza, y desear como la ilustre santa
Paula, después de haber agotado todos sus bienes en favor de los pobres, no ya dar
limosna, sino pedirla? Esas chozas desmanteladas que representando el estado de
Belén tienen aspecto sepulcral no gustan
<2-393>
a toda clase de personas devotas. La indigencia absoluta que reina en ellas, y que a
menudo nos arranca lágrimas, no excita nuestra emulación. Esos harapos que apenas
alcanzan a cubrir cuerpos medio muertos de hambre o de frío no suelen ser el objeto
de nuestra ambición.
Ciertamente no se bendecirán cuanto es debido las manos caritativas que no se
cansan de servir a Jesucristo en sus miembros, los pies que van a visitarle en el lecho
del dolor, ese corazón que los alivia en su indigencia, esa prudencia que asiste con
solícito cuidado a los que no se ruborizan de ostentar su miseria y evita la vergüenza a
los que no se atreven a manifestarla. No se alabarán demasiado esas almas santas que
252 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

conocen el nombre de los pobres, su número, así como el grado de necesidad de cada
uno de ellos, para remediarla, con inteligencia, con caridad celosa y discreta. En fin,
no es caso muy raro encontrar, entre los ricos, amigos de los pobres; pero sí lo es
encontrarlos que sean amigos y ávidos de su pobreza. Para ir a ellos, basta dejarse
conducir por la naturaleza; pero para hacerse como uno de ellos, es necesario todo el
poder de la gracia. Por aquí ruego al lector que examine la virtud de un hombre que en
edad avanzada renuncia a su dignidad excelente y posición opulenta, para desposarse
con la pobreza, ¿y qué pobreza? ¿Pobreza alabada, tal cual es hoy la que se profesa en
los claustros? ¿Pobreza cómoda o que cuando menos pone a cubierto de las
necesidades y de las miserias? ¿Pobreza brillante, que se une con fondos y rentas
poseídas en común? No, sino pobreza ignominiosa, pobreza incómoda, acompañada
de las más apremiantes necesidades: he aquí los caracteres de la pobreza a que se
resolvió el canónigo de Reims.

III. Caracteres de su pobreza

Primer carácter de la pobreza del señor de La Salle: es ignominiosa


Ya se sabe, la afrenta y la confusión siguen por todas partes a la verdadera pobreza,
y forman con ella el tesoro de la cruz. Basta que uno sea rico para que recoja honores;
basta que sea pobre, para que se vea blanco de los desprecios. El orgullo y el fausto
casi inseparables de las riquezas las convierten en el lazo más peligroso y el escollo
más funesto para la salvación, y la humildad, virtud tan rara y tan necesaria, es el fruto
ordinario de la pobreza incómoda e ignominiosa cuando se abraza por voluntad
propia y movida exclusivamente del amor de Dios. Digo incómoda e ignominiosa
para distinguirla de otras menos molestas y más gloriosas, pues, al fin y al cabo, la
mayor parte de aquellos mismos que hicieron profesión de pobreza lo han querido
con ciertas condiciones y hasta determinado grado. No poseían nada en propiedad,
pero tenían algo en común: se privaban de lo superfluo, sin faltar de lo necesario; no
atesoraban, pero tampoco se reducían a la necesidad extrema. No pretendo disminuir
su mérito. Admito que es evangélico y ha sido la herencia de muchos elegidos; mas
hay otra pobreza más heroica aún: es la que se ve deshonrada y presa de las miserias
de la vida.
Tal fue la de nuestro canónigo de Reims. No se contentó con ser pobre: quiso
devorar la vergüenza de parecerlo, y lo que es más repugnante aún, entregarse a la
misericordia ajena, alimentarse con el pan de la limosna y hasta ir a mendigarlo.
Quiso que la ciudad de Reims viese a uno de sus canónigos hecho pobre voluntario,
que por voluntad propia hacía lo que los pobres hacen por necesidad. Quiso después
vestirse con el hábito de los Hermanos, excepto la sotana, que llevó tan larga como la
de los demás eclesiásticos. Y este hábito de los Hermanos fue al principio, tanto para
él como para ellos, verdadero hábito de ignominia. Cuando por vez primera apareció
con aquel hábito despreciado, como extraño
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 253

<2-394>
y nuevo fue recibido por el mundo, según él lo deseaba, como hombre a quien la
devoción hubiese trastornado la cabeza. Su conducta pareció extraña al mundo, ya
bastante enemigo de la elevada virtud, y si el santo canónigo con tal proceder no
buscaba más que el desprecio, lo consiguió y pudo quedar del todo satisfecho.
Contradecía al mundo en toda su conducta, y éste, que no quiere perdonar, se burlaba
de él y le despreciaba. Bien lo saben los que se separan enteramente del mundo;
encuentran en él un enemigo que para vengarse levanta todas las persecuciones que
su malicia pude excitar contra la virtud. Así que jamás se pudo reconciliar con el
siervo de Dios, que le hacía la guerra tan al descubierto.
En efecto, pocas veces se habrá visto hombre más opuesto a las máximas del
mundo, más contrario a su espíritu, más alejado de sus costumbres. El señor de La
Salle parecía en todas sus obras viva condenación del mundo: condenaba su lujo con
sus vestidos, sus delicias con la penitencia, su fausto y soberbia con la abyección y
humildad de su nuevo estado; apenas salió de la categoría de los canónigos de la
ilustre metrópoli de Reims para ponerse al frente de gente pobre, cuando cayó en
verdadera indigencia; ya le tenemos pobre según sus aspiraciones, pero con pobreza
afrentosa y humillante a los ojos carnales. El voto de pobreza que hacen ahora sus
discípulos se emite como el de los demás religiosos, con aplauso y solemnidad. El
mundo de hoy día, acostumbrado a tal ceremonia, no tiene nada que decir. Esta
pobreza es de mucho mérito. Con todo, si tal pobreza no está expuesta a la envidia,
puede inspirar vanidad. Pero su Fundador se obligó a ella de modo que no le
procuraba la honra de los hombres, y que sólo Dios pudo justipreciar, pues al
renunciar a su canonicato y patrimonio sólo por pura virtud y sin hacer caso de la voz
del mundo y de la naturaleza, cerró la puerta a todo género de asistencia que podía
esperar de su familia, de sus colegas y aun de sus amigos; todos vieron con despecho
y sentimiento tan absoluta renuncia que el interés y la prudencia humana no podían
aprobar. La entrega en manos de la divina Providencia fue, pues, en lo sucesivo el
único amparo de ese pobre según el rigor del consejo evangélico. Pero si la divina
Providencia tuvo siempre cuidado de asistirle, no lo tuvo menos de probarle y de
ejercitar la virtud del padre y de los hijos con todos los rigores de la pobreza.

Segundo carácter de su pobreza: es incómoda,


y le sujeta a las más duras necesidades
El canónigo de Reims, a imitación de Jesucristo pobre, además de la confusión
inherente a la pobreza, tuvo ocasión, en lo restante de sus días, de apurar su cáliz hasta
las heces, y de experimentar las incomodidades y privaciones más sensibles.
¡Cuántas veces faltó el pan en su casa! No digo ya en los tiempos de calamidad
pública y de hambre, pues entonces él y los suyos, sumidos en la miseria, sólo
escaparon de la muerte por favor muy singular de la Providencia, o sólo conservaron
la vida por hallarse acostumbrados a los más rigurosos ayunos y más prolongadas
254 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

privaciones; pero ¡cuántas veces, digo, vio faltar el pan en su casa aun en los tiempos
normales en que estaba barato! Y si el pan necesario a la vida faltaba, claro está que
con más motivo faltaría todo lo demás. Difícil sería hallar morada humana más pobre
que la de Vaugirard. Ropa, vestidos, mantas, camas, utensilios de cocina, leña,
bebida, en una palabra, casi todo lo necesario a la vida del hombre, o faltaba allí
absolutamente, o su uso era tal como se ve entre los más miserables. La casa principal
próxima a París y la de San Yon, lugares más frecuentados por
<2-395>
el Fundador de los Hermanos, no estaban mucho más provistos. ¡Cuántas veces ese
hombre providencial se vio en la necesidad de implorar la misericordia del prójimo en
apuros tan frecuentes como apremiantes! La amargura de esta clase de mendicidad
habría sido menos enojosa si hubiese encontrado siempre acogida afable y
abundantes limosnas. Si al tender la mano o al abrir la boca, para exponer sus
necesidades y las de su familia adoptiva, se le hubiesen abierto luego las arcas y los
corazones generosos, habría podido consolarse y coger algunas flores en medio de las
espinas de la pobreza; pero raras veces tuvo ese consuelo, y cuando se presentó, no
pudo o no quiso aprovecharlo. En efecto, cuando la injusticia le despojaba de los
legados y de las donaciones que la divina Providencia le procuraba, su espíritu,
enemigo por sistema de pleitos y contiendas, los cedía a los que se los disputaban y
quitaban. A menudo, al enviar a sus discípulos para la instrucción de los niños, se vio
obligado a dejar al Padre celestial el cuidado de alimentarlos, porque, atendido el bajo
concepto en que eran tenidos él y ellos, se creía un especial favor el concederle la
libertad de prestar tales servicios caritativa y gratuitamente a los pobres. Esto sucedió
en Ruán, por no hablar de otros puntos, como se ha dicho, y las cosas no han
cambiado en esta materia.
En esos casos no puede decirse lo que el padre y los hijos, entregados a la pobreza,
tenían que padecer. Trabajaban mucho y no tenían con qué vivir. Todo les faltaba,
mas ellos no faltaban a sus deberes de caridad y se imaginaban ser objeto de gran
liberalidad, cuando les regalaban camisas que eran cilicios, y algunas monedas para
defenderse del hambre y de la miseria. Esas necesidades, que eran frecuentes,
obligaban a nuestro canónigo a salir, a pesar suyo, para buscar lo necesario a la vida
en casas opulentas; pero más de una vez fue recibido en ellas de modo indigno, y tuvo
que salirse avergonzado y confuso, sin otro recurso que acudir a Jesucristo, para
pedirle el pan de cada día, suplicándole cumpliese su palabra con aquellos que todo lo
habían dejado por Él. Experimentar necesidades apremiantes, verse obligado a acudir
a la misericordia del prójimo, recibir de él repulsas y desprecios, ¿qué dura prueba y
qué cosa peor pudiera sucederle? Debiera preverlo y prometérselo al abrazar la
pobreza: lo había, efectivamente, previsto, y se había resuelto a ello, según se dijo en
su lugar. Al fin, cuanto más pobre, tanto más se parecía a Jesucristo. El ejemplo del
Señor, soberano del mundo que por derecho de nacimiento tenía autoridad sobre
todos los bienes y era dueño legítimo de ellos, nacido en un estado, falto de todo, que
vivió en la tierra en indigencia absoluta, y murió en la cruz despojado hasta de sus
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 255

vestidos, no le dejaba sentir los rigores de la pobreza. Sus excesos no tenían para él
más que atractivos y agrados, y se consideraba muy obligado para con el Señor por el
desprecio que experimentaba por todas las cosas de la tierra, por el desprendimiento
en el cual se veía de los estorbos del siglo, y por la feliz libertad que tenía de fijar
todos sus pensamientos en el cielo, y poseer a Dios solo. Por sí mismo experimentaba
que esa virtud es el fundamento de la perfección, el tesoro escondido del Evangelio.
Entendía que la había obtenido por muy poco, comprándola por el precio de todos sus
bienes, pues veía cuánta verdad es que los pobres de espíritu y de afecto son felices, y
que el reino de los cielos les pertenece desde el presente. En fin, encontraba en su
pobreza el céntuplo prometido ya en esta vida a los que todo lo dejan por Dios.

IV. Sus prácticas de pobreza


Este verdadero pobre de espíritu y de corazón no se contentaba con apreciar
sobremanera la pobreza y alimentar los más elevados sentimientos sobre la misma.
Daba de ella
<2-396>
todas las pruebas imaginables y era fiel a todas las prácticas de esa virtud. Si el
ejemplo que había dado de ella al reducirse a indigencia fue el primero, no fue el
último.
Jamás se avergonzaba de su estado. Gozoso de parecer y de pasar por pobre,
procuraba llevar todas las señales de la pobreza. Todo lo de su uso era pobre y
respiraba indigencia: vestidos, muebles y habitaciones. Las ropas comunes y
sencillas, los alimentos ordinarios, las camas viles y miserables: eran las cosas más de
su gusto, no quería otras. Él mismo remendaba sus vestidos, barría su habitación,
arreglaba su cama cuando la usaba, y así de todas las acciones, que son consecuencia
natural del estado de pobreza. El hambre, la sed, el frío, el calor, el cansancio, el
trabajo, la falta de lo necesario, y todo lo que hay de repugnante en la miseria, era lo
que le gustaba y lo que le contentaba y llenaba de alegría. Acostumbrado a vestidos
viles, alimentos bastos y aposentos repugnantes, no notaba sus más o sus menos sino
para dar gracias a Dios de ello.
Cuando ya estaban casi inservibles sus vestidos, gustaba más de llevarlos delante
de los señores principales. El cuarto más incómodo era el único en que se hallaba
bien. Lo peor y más a propósito para dar a un pobre era siempre para él. En una
palabra, abrazaba con alegría todas las ocasiones de sufrir las incomodidades de la
pobreza. Como no era una pobreza sin necesidades, sin desprecios, sin penas lo que
había buscado, tampoco fue ésa la que halló y amó; antes bien, la pobreza afrentosa,
incómoda y repugnante.
¡Cuán grande riqueza es la pobreza! —exclamaba a menudo transportado de
alegría—. ¡Cuán sólidos e inaccesibles a los ladrones son sus muros! Recibía todo lo
que le era necesario al modo que un pobre recibe la limosna. Con este espíritu iba a la
256 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

mesa, y allí se portaba como mendigo a quien han llamado y a quien dan de comer por
caridad, que encuentra sabroso todo lo que se le da, lo come sin examinarlo, no se
queja ni se atreve a pedir lo que le falta. Pues había adquirido la costumbre de comer
lo que le servían sin advertir lo que le faltaba. De modo que le sucedía a veces no
tomar más que la sopa, porque no le servían la otra comida, o comía el pan sin carne o
la carne sin pan, porque se habían olvidado de poner una u otra cosa en su sitio. Para
mostrar que nada tenía como propio, cuidaba de emplear siempre los términos que
indican la desapropiación, usados en las Comunidades religiosas, y también entre los
Hermanos. Hasta se ofendía si alguno de ellos hablaba en otra forma tocante a lo que
le pertenecía. Lo cual se echó de ver cuando un Hermano, a quien había llevado con
toda sencillez las medias para que se las remendase, terminado el encargo, le dijo:
Padre, tiene ya arregladas sus medias. ¡Mis medias! —replicó con santa emoción
este pobre según el Evangelio—: Hermano, si yo no tengo medias que sean mías. No
tenía nada superfluo, y en su casa la pobreza era tal, que cuando daba sus medias a
componer, por falta de muda, tenía algunas veces que estarse en la habitación hasta
que se las devolviesen.
Usaba sus vestidos hasta que se caían hechos jirones. Todo lo que era de su uso
debía echarse al desecho, cuando lo dejaba. Yendo un día a Reims, con su traje
ordinario de pobre sacerdote, entró en la ciudad con un ancho sombrero usado, que se
caía por todos lados, según
<2-397>
acostumbraba llevarlo, semejante al de los Hermanos, y tan a propósito para
avergonzar a su familia, como para atraerle burlas. Así es que, avisado por el
Hermano que le acompañaba, compró otro en una sombrerería que vio en el camino y
dejó en ella el suyo, absolutamente inservible. Así lo pudo juzgar por sí mismo uno de
los Hermanos de Reims, quien sintiendo la pérdida del sombrero que había dejado La
Salle en casa del sombrerero, fue a pedírselo. Allí está —le contestó éste,
mostrándoselo detrás de la puerta—, puede usted aprovecharlo. Violo el Hermano y
perdió las ganas de hacerse con él, volviéndose casi avergonzado, lo cual dio al
sombrerero ocasión de reír y de hacer reír contando el caso. Corrió esta voz por la
ciudad, y uno de los parientes del señor de La Salle, disgustado de tal suceso, se
presentó a la Comunidad a dar sus quejas por el deshonor que de ello redundaba en la
familia.
La ropa interior que dejó el siervo de Dios en el seminario de San Nicolás del
Chardonnet, en París, dos años antes de su muerte, tenía el mismo valor. No la pedía
jamás, la esperaba de manos de la Providencia, que se la presentaba por la de los
Hermanos; y entonces recibíala como pobre, de limosna, y como inferior, por
obediencia. Costaba trabajo, con todo, hacerle tomar algo nuevo, y cuando ocurría
necesitarlo, o se había de acudir a alguna piadosa industria o a una santa violencia
para quitarle lo viejo. Excusábase siempre diciendo que sus vestidos eran bastante
buenos para un pobre sacerdote. Remendando los nuestros —añadía otras veces—
podrán todavía servirnos. No pretendemos agradar al mundo. A fuerza de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 257

remiendos, no tenían ya casi forma, y sólo servían para incomodarle; sus medias de
paño burdo como las de los Hermanos, estaban tan llenas de piezas y de costuras que
más valían para mortificarle que para calentarle los pies. Los vestidos exteriores, esto
es, la sotana y el manteo largo, a menudo remendados con grandes piezas, estaban tan
raídos que ya no servían para nadie, cuando él los dejaba. Cierto día dos ladrones le
acecharon para despojarle, pero quedaron chasqueados, y se vieron obligados a
devolverle la sotana y el manteo, después de haberlos examinado, avergonzados de
robar lo que los mendigos habrían despreciado. Encontrándose el buen Padre en
Calais el día de la Asunción, el cura párroco le suplicó con tanta instancia que
celebrase la misa mayor que no pudo buenamente rehusar. Su sotana estaba tan
estropeada que dejaba ver los vestidos interiores, que no valían más. Sorprendidos los
eclesiásticos de ver al que había sido canónigo de Reims vestido como el más pobre
sacerdote de la diócesis, le proporcionaron una sotana para celebrar con decencia: el
santo varón se retiró a un rincón de la sacristía para revestirla. El Hermano que le
acompañaba trataba de recoger la sotana vieja para colgarla en la percha, y el santo
sacerdote se lo impidió, sin darle la razón; mirándola aquél de cerca, descubrió
fácilmente el motivo, por lo cual se contentó con apartarla, y la escondió en lugar
oculto. En otra ocasión obligáronle a quitarse el manteo que llevaba harto viejo y
usado, y a recibir otro mejor de manos de un prelado caritativo, conmovido al ver al
canónigo de Reims, su antiguo condiscípulo en el seminario de San Sulpicio, en traje
que inspiraba compasión.
Cuando por estar sus vestidos muy gastados por el uso le obligaban a aceptar otros
nuevos, sólo se resolvía si los veía conformes con la pobreza, esto es, de paño basto y
tosco y cosidos con hilo o lana y no con seda. Por lo que toca a los ceñidores,
<2-398>
había que recorrer numerosas tiendas de París para dar con alguno que le gustara o
que fuese tan pobre como él deseaba, pues no diré ya los de seda, sino los de lana más
comunes, eran para él demasiado hermosos y ricos. Llevábalos siempre muy cortos y
estrechos, y cuando estaban rotos los volvía a coser. En ocasión de que el buen Padre
necesitaba ceñidor, cierto Hermano que había sido seminarista, y conocía bien el
género, se ofreció a comprarlo, asegurando que estaba al tanto del precio y de la
calidad. Pero el verdadero pobre de espíritu, que amaba en todas las cosas la sencillez,
temiendo que aquel Hermano se lo comprase demasiado hermoso, le dio las gracias
por su buena voluntad, replicando que encargaría la comisión a otro que entendía el
negocio mejor que él. Al mismo tiempo, sacando aparte al que juzgaba capaz de ello,
le dio tres reales para comprarle uno que fuese de lana, tal cual él lo quería,
indicándole dónde lo encontraría, e imponiéndole silencio sobre ello. Después de
mucho rondar encontró uno de que quedó muy contento; pero no fue del gusto del
otro Hermano, quien se disgustó cuando se lo presentaron, y se fue de la lengua hasta
decir al santo Fundador: ¿Quién ha sido el necio que le ha comprado ese cordón? Es
uno que entiende más que usted, replicó el santo sacerdote imponiéndole silencio.
Los zapatos correspondían a los demás atavíos. Su facha y su peso, así como los
258 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

cordones de cuero con que los ataba, honraban la pobreza. Volviendo de Reims a
París, en tiempo del deshielo, por camino casi impracticable, dejó en él sus zapatos,
que no debió de echar de menos, puesto que estaban ya gastados y rotos antes de
emprender el viaje. Viose, pues, obligado a andar descalzo hasta el primer pueblo. Lo
que allí le consoló fue que no halló más que un par, que eran a propósito para
mortificar la vanidad. Tenían el empeine duro y recio como una tabla, los tacones
como los de una bota; tres gruesas suelas pegadas una encima de otra, estaban
armadas de más de cien tachuelas. Parecía como si los hubiese mandado hacer a su
gusto; así es que se apresuró a comprarlos para terminar su viaje. Los Hermanos de
París, al ver llegar a su Superior calzado con tanta elegancia, se apresuraron a
entregarle otros zapatos, siquiera para aliviarle; y habiendo tenido la curiosidad de
pesar los viejos, hallaron que su peso era de cerca de cinco libras.
Por ese mismo espíritu de pobreza, guardó quince años unos pantalones viejos
llenos de tantos remiendos que no había quedado rastro del paño primitivo. Pero,
conforme hemos advertido anteriormente, sabía juntar la pobreza con la limpieza.
Todo era vil, abyecto, burdo en sus vestidos; mas nada asqueroso y sucio, sino aseado
y decente. No era, por consiguiente, para él pequeña mortificación el ver a algunos de
sus discípulos harto descuidados en lo exterior, lo cual, a la verdad, puede alguna vez
ser fruto de la virtud, pero a menudo lo es de la pereza, y repugna a la modestia y a la
decencia convenientes a su estado. El santo varón, enemigo de toda afectación,
censuraba generalmente el exceso en el aseo. No podía sufrir que con exterior pobre y
humilde se ocultase secreta propensión a agradar. ¿Acaso —decía al que parecía
hacer alarde de limpieza— desea agradar a los hombres? Si es así, no es servidor de
Jesucristo. No hemos dejado el mundo para conformarnos con sus gustos, sino para
despreciarle a él y sus máximas. Por otra parte, tampoco quería sirviera el espíritu de
pobreza para justificar el descuido demasiado reprensible en lo exterior, y decía que
la verdadera causa de ese descuido afectado es la singularidad, la vanidad
<2-399>
y la hipocresía encubierta que se adorna con apariencias de virtud, cuando la pereza
no es su origen.
Los bienes propios que usaba el siervo de Dios eran un Nuevo Testamento, la
Imitación de Jesucristo, el crucifijo y el rosario. No permitiéndoles más a sus
discípulos, tampoco quería él tener más. Cuando algunas veces le hacían notar que su
habitación (si eran dignos de este nombre los miserables rincones que escogía para
morada) estaba demasiado desnuda, contestaba: ¿Pues qué? ¿No es ser bastante rico,
poseer el santo Evangelio, y sacar de él, cuando se quiere, los tesoros de la vida
eterna? ¿No era ésa toda la riqueza de los antiguos solitarios, y la mina de donde
sacaron los tesoros de virtudes, que tanto los enriquecieron?
He dicho que las habitaciones en que solía morar no merecían el nombre de celdas;
pero a menudo no tenía siquiera habitación aparte, porque si la casa de los Hermanos
era muy reducida, no quería cuarto particular, sino que se contentaba con la sala de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 259

Comunidad. Donde tenía celda aparte, se reducía ésta a una covacha que con estar él
dentro quedaba totalmente ocupada, o a escondrijos incómodos e ingratos. El cuarto
que habitaba en San Yon al morir, era del todo parecido a un establo pequeño.
Hallábase hundido en tierra a más de un pie de profundidad, y tal aspecto, forma y
olor tenía que, al entrar en ella, cualquiera creyera haber sido morada de bestias antes
de albergue y alojamiento del Superior de los Hermanos. Porque precisamente estaba
tocando a la cuadra donde guardaban los animales, y gracias a esta proximidad, se
participaba en ella de los olores de la habitación cercana. La afición grande que el
señor de la Salle tenía a la virtud de la santa pobreza le hacía suspirar por la dicha de
morir en un hospital entre los pobres. Para él habría sido ésta la satisfacción completa
de sus deseos, y como gracia singular la pidió en 1690 con mucha instancia y varios
días seguidos, cuando una grave enfermedad hizo temer por su vida. No le faltaron
buenas razones para hacerse escuchar, ni fuerza para hacerlas valer; y si al fin guardó
silencio sobre ese punto, fue porque comprendió que su súplica apenaba demasiado a
sus discípulos.

V. Premio de su pobreza: el céntuplo en esta vida


Hay que hacer notar aquí, en alabanza de la pobreza evangélica, que el siervo de
Dios encontró en ella, aún en esta vida, el tesoro que encierra y el céntuplo que
Jesucristo prometió a los que lo dejan todo por su amor. Para mí, ese céntuplo
consistió en la abundancia de gracias que le allanó el camino de la perfección, en la
fuerza sobrenatural que le hizo superior a todos los acontecimientos, por adversos y
desagradables que fueren, y en la grandeza de ánimo y elevación de miras con que
parecía de hierro y como insensible a todas las cosas de la tierra. Descargado del peso
de las riquezas, corrió, voló en la carrera más espinosa de la perfección, con agilidad
que es imposible dejar de admirar; de modo que se le pueden aplicar estas palabras de
la Imitación: Anda con gusto aquel a quien lleva la gracia de Dios. Suaviter equitat,
quem gratia Dei portat. Desde que se despojó de todas las cosas por Dios, sintiose
lleno de sus dones y gracias y de afición tan grande y tan deleitosa al retiro y a la
oración, que se le pasaban en ella los días y las noches de claro en claro, y aun en
medio de horrorosas penitencias encontraba en esta vida un paraíso anticipado. La
fuerza de lo alto dominaba en él todas las flaquezas de la naturaleza, y haciéndole
sentir en las desgracias más crueles, en las más dolorosas y humillantes penas, la
presencia y el auxilio del Todopoderoso, le daba derecho a decir con el Apóstol: Todo
lo puedo en Aquel que me conforta.
Luego que, a imitación de los Apóstoles, dejó todas las cosas, diole Dios un
corazón a lo apóstol, que no estimase, ni deseara, ni hallase contento sino en Dios,
<2-400>
y con este corazón tenía por estiércol despreciable todas las cosas de la tierra, ut
stercora, y ni sabía tomar a pechos nada que no fuese la gloria de Dios, la salvación de
las almas o el bien de la religión, ni tenía otra ambición que la de parecerse a
260 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Jesucristo; en fin, su corazón no conocía otros tesoros que los del Calvario y de la
Cruz. Siendo tan parecido a los que predicaron la fe y la persuadieron aún más con el
ejemplo de sus virtudes que con discursos y milagros, se inquietaba tanto por su
Instituto como por su vida. No pensaba ni en asegurar su porvenir, ni en dotarle de
buena fundación, ni en adquirirle propiedades. Ponía particular empeño en enriquecerse
de virtudes; en cuanto a los intereses materiales, teníalos por lodo, y no hacía caso de
ellos. Contentábase con tener para sí y sus discípulos con que vestirse y alimentarse;
en lo demás quería verlos tan desasidos del mundo como apartados se hallaban de él
por su vocación, persuadido de que es rico el que desea riquezas, y los que desean
serlo caen en los lazos de Satanás y en deseos vanos e inútiles que arrastran a la
perdición. De aquí nacía en él esa insensibilidad por todos los daños, perjuicios e
injusticias que le hacían. Dejaba su túnica al que le quitaba el manteo, y, contento con
la pobreza, no permitía que se persiguiese a los ladrones que le habían robado los
muebles, ni que se contestase a los que le saqueaban la casa, ni que se entablaran
pleitos con los que le quitaban sus bienes. Cuando algunos Hermanos le exponían su
extremada pobreza y la pena que por ella sentían, les contestaba con el santo Tobías:
¿Qué teméis? ¿Por qué os dejáis abatir? Es verdad que somos pobres, pero ¿no
sabéis que tendremos muchos bienes si tenemos a Dios, si nos apartamos del pecado,
si hacemos buenas obras y cuanto Dios exige de nosotros? Así animaba a sus
Hermanos y se animaba a sí mismo a practicar con amor la virtud de la santa pobreza.
Como le hubiese escrito un Hermano a quien el santo sacerdote había mandado a
fundar una casa, y le diese cuenta de la extremada pobreza a que se veía reducido, le
respondió el siervo de Dios animándole en los términos siguientes:
«Es preciso amar la pobreza, carísimo Hermano; Nuestro Señor fue muy pobre,
aunque hubiera podido ser rico; debe, pues, imitar a este divino modelo. Sin embargo,
me parece que no quisiera usted carecer de nada para estar contento. Y ¿quién no
desearía ser pobre con esa condición? Aun los mismos grandes y poderosos del
mundo dejarían de este modo todas sus riquezas para gozar de una ventaja que los
haría más felices que los príncipes y los reyes de la tierra. Acuérdese, le suplico, de
que no vino a la religión para tener cumplidas sus comodidades y gustos, sino para
abrazarse con la pobreza y con sus efectos. Y dije sus efectos, porque de nada le
serviría amar la virtud, si no amase todo lo que de ella depende y lo que le pueda ser
ocasión de practicarla.
¿Soy pobre, dice? ¡Cuánto me gusta esta palabra!, pues decir que es pobre es decir
que es bienaventurado: Bienaventurados los pobres, decía Jesucristo a sus Apóstoles.
Lo mismo le digo yo. ¡Oh cuán feliz es! Dice que nunca había estado tan pobre;
mejor: jamás había tenido tantos medios de practicar la virtud como ahora. Podría
agregar a esto lo que un papa contestó a un jesuita que le exponía la extremada
pobreza de su casa, la cual, decía él, jamás había estado tan pobre. Tanto mejor —le
respondió—, cuanto más pobres seáis, tanto más virtuosos seréis. Las riquezas
estragan
<2-401>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 261

ordinariamente las costumbres de los buenos religiosos, y la estrecha observancia del


voto de pobreza es uno de los mayores bienes que se pueda proporcionar a las casas
religiosas». «Amad la pobreza —dice a sus hijos en los escritos que ha dejado—
como Jesucristo la amó, y como el medio más propio que podáis tomar para adelantar
en la perfección. Estad siempre dispuestos a mendigar si la Providencia lo quiere, y a
morir en la última miseria. Nada poseáis, de nada dispongáis, ni siquiera de vosotros
mismos; en fin, aspirad siempre al desprendimiento y falta de las cosas, para haceros
semejantes a Jesucristo, que, por amor nuestro, careció de todo durante su vida. Esta
fue también la práctica de todos los santos que se retiraron del mundo y trabajaron en
la salvación de las almas, como los Apóstoles y otros. Imitadlos despreciando las
cosas temporales, ya que vuestro estado y empleo es semejante al suyo. No tengáis
nada propio, antes considerad cuanto tenéis como perteneciendo en común a todos
vuestros hermanos, dándolo, cediéndolo y dejándolo sin dificultad. Privaos en cuanto
podáis no sólo de lo superfluo, sino aun de cosas útiles y necesarias, y alegraos
cuando de algo carecéis».
San Juan Crisóstomo admiraba al profeta Elías, la fuerza de sus palabras, la
eficacia de sus amenazas. Su pobreza es absoluta. Quid Elia pauperius? ¿Quién más
pobre que Elías? Y hace temblar a los reyes impíos, pone ley a todo Israel: cierra y
abre el cielo, suspende o hace caer la lluvia, como si tuviese en sus manos las llaves
del cielo. Desterrado a un desierto, metido en una gruta, carece de todo; a pesar de
esto, ¡cuánto es su poder!, todo tiembla ante él. A su palabra, baja fuego del cielo para
consumir a sus enemigos; su fortaleza estaba precisamente en su pobreza: Triunfaba
de todo porque era pobre. Omnia vincebat, quia pauper erat.
Con el santo Fundador sucedía cosa semejante, pero de diferente manera. Su
pobreza le hacía triunfar del hambre, de la sed, de la desnudez, de las injurias, de los
golpes de fortuna y de las miserias de la vida. ¿Cómo? Dándole sumo contento; y
dejándolo tranquilo y levantado sobre todas las cosas y solicitudes de la tierra. La
abundancia de los favores celestiales le indemnizaba de las espinas de la indigencia.
El corazón es rico cuando está contento, y está siempre contento cuando puede tener
fijos sus deseos en Dios. Si no se podía dar con un sacerdote más pobre que el señor
de La Salle, tampoco era fácil topar con otro más contento. No teniendo nada, lo
poseía todo. Nihil habentes et omnia possidentes, según la palabra del Apóstol,
porque tenía a su Dios, pues es muy avaro el corazón que no se satisface con la
posesión del Sumo Bien.
Al fin, el mundo tiene sus pobres, y el Evangelio tiene también los suyos. Los
primeros, descontentos con su suerte y envidiosos de la del prójimo, no esperan nada
en esta vida y pierden el derecho de esperar en la otra: mártires voluntarios de la
codicia insaciable que los devora, ni están contentos consigo mismos, ni inocentes
delante de Dios. Los segundos, como que se despojaron de los bienes por sí mismos,
desembarazados del peso de las riquezas, corren con rapidez a buscarlas donde las
enviaron. Contentos con solo Dios, dejan gustosos lo demás para buscarle más
libremente, para poseerle con más seguridad y para amarle con más pureza, y en la
262 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

pobreza colocan su tesoro; herencia tanto más preciosa cuanto más pone a esos
pobres voluntarios a cubierto de muchos peligros, pues es difícil ser rico y no caer por
apego a los bienes en una de estas tres clases de injusticia, a saber: primera, guardar
para sí exclusivamente el uso de los bienes sin dar parte de ellos a los pobres;
segunda, enriquecerse a expensas de éstos; finalmente, arrojar de sí con dureza a los
pobres y no poder sufrir ni siquiera el verlos. Así se
<2-402>
consuma la iniquidad del rico: cierra el bolsillo a las necesidades de los pobres, desvía
sus ojos de los mismos, se alimenta con la sustancia de ellos. Dureza, injusticia,
crueldad, tres precipicios a que conducen las riquezas, convirtiéndolas en verdadero
peligro para el alma; por esto las temían tanto los santos. Para santificar sus bienes,
empiezan partiéndolos con los pobres; después por una caridad ingeniosa cercenan de
lo que necesitan para aliviar su miseria; en fin, se despojan de las riquezas en su favor,
y, envidiosos de su estado, se desposan con la pobreza.
Tales son los tres grados de la perfecta pobreza, tal cual la practicó el Fundador de
las Escuelas Cristianas.

§ 2. Profunda humildad del señor de La Salle

I. Sacrificio de su honra
¿En qué consiste el que los hombres más favorecidos de Dios y más elevados en el
orden de la gracia se tengan por ruines y prefieran siempre el último lugar? Sus
virtudes, que sólo ellos desconocen, vienen a servirles de tormento si resplandecen y
son alabados de los hombres, y si se les considera como santos, ellos se miran como
hipócritas.
Es verdad que este bajo concepto de sí mismo es el custodio fiel de sus propias
virtudes. Nunca son más honorables estas obras maestras de la gracia que cuando más
se rebajan ante sus propios ojos; y Dios cambiaría de sentimiento para con ellas, si
ellas cambiaran. Cuanto más las ensalza, tanto más quiere que se humillen. Cuanto
más las acaricia, tanto más deben despreciarse. Desde el instante que falta este
contrapeso, cesan todos los favores del cielo. Esto no obstante, quien se ve estimado
por todos ¡qué fácilmente coincide con la opinión común! Cuando Dios mismo
aprueba el sentir común con señales de preferencia y gracias de primer orden, ¿cómo
contradecirlo y desaprobarlo con sus propios sentimientos?
Pero no es tan difícil de entenderse esa humildad de los perfectos, que a quienes no
lo son les parece un enigma. Porque cuanto más penetrados están de la verdad, tanto
más desembarazados se hallan de vanidad. Por eso, como toman por término de
comparación la grandeza e inmensidad de Dios, mengua mucho el concepto que de sí
forman, y se consideran tan pequeños a sus ojos que al fin no ven en sí nada bueno. Si
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 263

el cielo y la tierra son tan poca cosa en presencia de la majestad de Dios, no es


maravilla que hombres limitados y defectuosos, por santos que sean, se consideren
como nada en su presencia: la santidad de Dios, que les descubre lo que son, es como
terso espejo que les manifiesta su nada, sus pecados y miserias. Por consiguiente,
cuanto más se miran en ese espejo de la infinita Majestad, tanto más culpables se ven
y tanto más miserables e indignos de cosa alguna se consideran. Explicada ya la
humildad de los santos, no debemos extrañar el ver en Juan B. de La Salle un hombre
principal y de mérito, dotado de gracias de discernimiento y de eminentes virtudes,
que anduviese siempre anonadado, respirase desprecio de sí mismo, ansiase el último
lugar, buscase la dependencia y no encontrase gusto más que en la vida oculta o en las
humillaciones.

II. Anonadamiento del varón de Dios y cómo lo consiguió.


Las cinco cosas que contribuyeron a ello

1. La abyección del estado que eligió


Cinco cosas contribuyeron a formar en este santo sacerdote al varón perfectamente
humilde, y le hicieron vivir siempre en estado de anonadamiento interior que supone
al hombre vacío de toda estima de sí mismo: el estado bajo y humilde que abrazó, los
desprecios que este estado le proporcionó, el conocimiento propio, la práctica asidua
de las humillaciones y la luz divina. La humildad es virtud tan rara y
<2-403>
tan difícil que sólo nace por lo común en el alma por el concurso de esas cinco cosas,
cuando Dios por sí mismo no la infunde.
Si el estado bajo y humilde no está al abrigo de la soberbia, cuando menos hay que
conceder que tiene la ventaja de no fomentarla y de no dar pábulo para ella: y, por
tanto, adquiere el privilegio de hacer fácil la humildad a los que quieren adquirirla. Si
los honores mudan las costumbres, si la elevación de los empleos envanece el
corazón, si la fortuna brillante produce la soberbia en el alma, nada más a propósito
para apartar esos peligros como la renuncia de las dignidades, el abatimiento y la
abyección. Cuando no hay facilidad de oír propias alabanzas ni de conceder favores o
de ejercer la autoridad, entonces es la ocasión de aprender a pensar de sí lo que se ha
de pensar. Los más atentos a cerrar las puertas del alma a la vanidad, una vez elevados
a un estado honorífico, conocen que a pesar suyo se les va introduciendo suavemente
este veneno en ella. Una posición vil y abyecta ofrece, al contrario, al hombre de
buena voluntad la ventaja de ayudarle a rebajarse y a perder toda estima de sí mismo.
De modo que el señor de La Salle, despojado, degradado, por decirlo así, y
reducido a la más humilde de las condiciones de la Iglesia, encontró en ella ese acceso
fácil a la humildad de corazón, que la gracia hace encontrar con dificultad a los que
favorece la fortuna. Al verse pasar de la dignidad de canónigo de la metropolitana de
264 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Reims a la condición de maestro de escuela, de la abundancia caído en la indigencia, y


cambiado de repente de un estado dichoso y bienaventurado según el mundo a otra
profesión despreciable a los ojos de todos, sintiose luego animado del espíritu y
efectos de la humildad cristiana, y el espíritu de Dios pudo obrar en su interior el
cambio que en lo exterior veían todos.

2. Los desprecios que en él soportó


En esto sólo fue el siervo de Dios del parecer de los mundanos, en pensar de sí
como ellos pensaban. Porque el mundo no hablaba de él sino con desprecio y le
perseguía con sus burlas, con sus murmuraciones, con su ira y, lo que es peor, con
malos tratos. Todo lo suyo merecía la censura y condenación del mundo. Se
estudiaban sus proyectos y trazas para ridiculizarlos; y los menos, recelosos contra él
pensaban hacerle señalado favor porque se contentaban con reírse a expensas suyas.
El provecho que el santo sacerdote sacó de ese descrédito general fue muy grande,
pues supo conformarse y hacer suyas las intenciones de Dios, y quería ocultar los
heroicos ejemplos de virtud con la humildad, y rebajarse interiormente aún más de
lo que los hombres le rebajaban en lo exterior. Aprovechó los juicios del público,
haciéndolos servir a su anonadamiento voluntario y al odio de sí mismo.

3. El estudio del conocimiento de sí mismo


Recogía los desprecios como flores propias para tejer la corona de la verdadera
humildad, más preciosa que todas las diademas de honor con que el mundo corona a
los príncipes. De esta manera hacía servir para el conocimiento propio lo que el
mundo decía de él. Y como no veía cosa alguna que no fuese en menoscabo de su
honor, aprendió a despreciarse a sí mismo y a deshacerse de la buena opinión, de la
estima secreta y desmesurada, y del deseo funesto de nuestra exaltación, que
heredamos de nuestro primer padre y que no se extinguió con el bautismo. Cuanto
más, profundizaba delante de Dios lo que el mundo decía de él, tanto más fuertes
razones encontraba para humillarse, y hasta en las más negras calumnias y en las
imposturas más injustas descubría un fondo de verdad que le obligaba a confesar que
los hombres, al hablar mal de él, se quedaban cortos, y aun creía, en su humildad, que
si los hombres supiesen lo malo que encontraba él en sus inclinaciones naturales,
redoblarían los desprecios.

4. La aplicación a humillarse
Persuadido de que los hombres no le trataban tan mal como
<2-404>
merecía, añadía a sus desdenes humillaciones voluntarias, que buscaba con exquisito
cuidado y arte. Había llegado a tal perfección en esta ciencia, que conseguía trocarlo
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 265

todo en desventaja propia, logrando encontrar desprecios en todas partes, y ocasiones


de rebajarse en el trato con toda clase de personas. A eso le llevaban los interiores
movimientos de la gracia, y para corresponder a esa inclinación estudiaba con
particular diligencia los medios de humillarse. Su pasión dominante era ponerse en el
último lugar, de aquí su dificultad en dejarle cuando lograba ocuparlo. ¡Cuánto no
hacía para rebajarse en la opinión de los hombres y atraerse sus desprecios! Por ese
deseo insaciable de humillación no se presentaba en público sino para mendigar
insultos, y nunca se sentía tan contento y satisfecho como cuando cubierto de lodo oía
tras sí la gritería y befa del populacho, o se veía perseguido a pedradas en compañía
de los Hermanos. Cuando de esta manera le llenaban de ultrajes, lo cual sucedía a
menudo, se imaginaba que le hacían justicia, y le parecía que triunfaba al ver que el
mundo vengaba a Dios de los pecados que él había cometido. De sí y por su gusto
aspiraba a publicar lo que podía quitarle la buena opinión de los hombres, y se
mostraba más hábil e industrioso en revelar sus faltas y más elocuente en hacerlas
notar, que nosotros diligentes en ocultarlas y en disminuir nuestros defectos. Jamás
dejaba de decir mal de sí cuando le querían alabar o tributarle alguna honra. Al hablar
así, pretendía que le creyesen y nada omitía para conseguir su intento, bien diferente
de algunos que hablan mal de sí para mover a otros a que los alaben. Pues hay una
humildad, artificiosa e hipócrita, que sólo se desprecia para ser estimada, y que, por
decirlo así, comercia con sus faltas para con ellas comprar alabanzas. Hay quien dice
mal de sí y sentiría en el alma que creyesen lo que dice. Es fácil exclamar soy un
pecador. No consiste la humildad en decirlo, sino en creerlo y en complacerse en que
los otros lo piensen y lo digan. El señor de la Salle no hacía esa confesión solamente
de boca, sino que salía de la abundancia de su corazón y solamente en ocasiones en
que parecía exigirlo su humildad, pues por lo demás era en él práctica constante el
olvidarse y hacer que los otros le olvidasen, y no hablar jamás de sí ni en bien ni en
mal; y si se dispensaba de esa regla, era cuando los demás salían con respecto a él de
los límites del silencio que su humildad exigía en lo que podía redundar en alabanza
suya.

Recibe con mucha paz las humillaciones que le acaecen


El estado de voluntaria bajeza a que el santo sacerdote se había reducido parecía
daba derecho a todo el mundo para humillarle, y aun las personas buenas eran a veces
descomedidas, y como las demás, se tomaban la libertad de tratar sin ningún
miramiento a un hombre tan digno de su respeto como de su imitación. Uno de éstos
fue él párroco de San Nicolás de Ruán. Descontento porque los Hermanos que
habitaban en su parroquia no asistían a los oficios de su iglesia los domingos y días
festivos, escribió al santo Fundador una carta llena de injurias contra él y contra su
Instituto. Siendo así que dicho párroco no ignoraba los motivos legítimos que
justificaban la ausencia de los Hermanos de la parroquia, sabía que, ocupados en esos
días, según sus Reglas, en conducir a los niños al Oficio divino en las iglesias
parroquiales en que radican sus escuelas, no podían asistir a la suya. La carta era tan
266 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

injuriosa que el siervo de Dios, después de leerla, pareció muy sorprendido y dijo que
jamás hubiera creído que párroco tan bueno se hubiese dejado llevar de ímpetu tan
violento. Con todo, como el santo Fundador profesaba profundo respeto a la
autoridad y no tenía otra voluntad que la de sus superiores, fue al palacio arzobispal
no para quejarse, sino para pedir órdenes al Vicario general, después de haberle
explicado el motivo que tanto agriaba a uno de los curas más edificantes y más
celosos de la diócesis. Una vez esclarecido el hecho, quedó resuelto a favor de los
Hermanos, y se juzgó que debían atenerse a una Regla tan ventajosa para sus
alumnos.
Hacia el año de 1708, el señor intendente de Ruán recibió varias acusaciones
contra
<2-405>
los Hermanos, en lo que se refería a los alumnos y pensionistas de San Yon, por lo
cual presentose en casa de los Hermanos acompañado del primer presidente, para
expresar su descontento al santo Fundador y para asegurarse por un informe exacto si
esas acusaciones eran justas. Estando el santo varón a la sazón enfermo en su pobre
celda, entraron estos señores en ella y se sentaron a su lado. El primer presidente tomó
la palabra: «El señor intendente —dijo— viene aquí para informarse a fondo de
vuestra casa, de lo que en ella se hace, y para cerciorarse de si es verdad todo lo que de
ella se ha dicho. Ha recibido varias instancias contra los Hermanos, y también contra
vos, por lo que se refiere a los internos. Se dice que tenéis maestros poco aptos para
enseñar; que os portáis mal con los del oficio, y que alimentáis muy mal a los
pensionistas, aunque pagan buenas pensiones». El santo varón contestó con su
humildad y modestia acostumbradas en estos términos: «Señor, me atrevo a
aseguraros que la casa no está tan mal ordenada como se le ha dicho; damos a cada
cual el oficio que le conviene. Los novicios no tienen más ocupación que la de
cumplir con sus ejercicios de piedad, de animarse del espíritu de su vocación y
formarse en la práctica de las virtudes que les convienen; por lo que hace a los
Hermanos sirvientes, sólo están ocupados en los quehaceres de la casa: como quiera
que a éstos sólo se les exigen trabajos manuales, no se les pide que sepan leer y
escribir. Los terceros son jóvenes que empiezan a formarse en las clases inferiores,
bajo la dirección de otros más experimentados, y se espera para darles ocupación a
que estén en disposición de saberla desempeñar satisfactoriamente. Entonces se les
coloca a las órdenes de un director sabio y prudente, que cuida de que cumplan bien
con su empleo, y está obligado a darme cuenta de ello. Con respecto a los
pensionistas, su alimento está regulado por el precio de su pensión. Algunos dan cien
libras, otros pagan cincuenta escudos [1 escudo = 5 pesetas (Nota del Tr.)], los hay
que pagan doscientas, trescientas y hasta cuatrocientas libras, y otros más, y es justo
que tasemos la diferencia de alimentación por la diferencia del precio. Fuera de esto,
todos están buenos». Para probarlo, el prudente Superior los mandó venir a presencia
del señor intendente, quien, al ver su perfecta salud y la buena cara que todos tenían,
quedó convencido de la falsedad de los relatos que le habían hecho. Tan satisfecho
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 267

quedó de lo que veía por sus ojos, que prometió no dar oídos en adelante a las
acusaciones que contra los Hermanos le dirigiesen. Por su parte, el primer presidente
aprovechó la ocasión de sincerarse y decir al intendente: ¿No le dije a usted que se
volvería más contento y satisfecho que descontento había venido? De este modo la
humildad del santo Fundador salió triunfante de las acusaciones de sus enemigos.

Cuánto le ofendían los honores que querían tributarle


Ya queda dicho [en la Vida] que el señor Gense de Calais le convidó un día a comer
para procurar a cierto pintor el medio de sacar su retrato; si hablo aquí de ello es
porque me han especificado el hecho de otra manera.
Ocultose el pintor, según dice uno de los Hermanos, detrás de unos tapices y dibujó
la frente del varón de Dios mientras se hallaba sentado a la mesa; pero fuele preciso al
pintor levantar la cabeza para ver con más claridad las facciones del rostro, y como
estaba en frente del señor de La Salle, no pudo ocultarse de su vista. Ofendiose al
punto la humildad del siervo de Dios, y como si se hubiese tratado de una obra mala,
de la cual no quería ser testigo, se levantó de la mesa con ademán indignado y se retiró
después de dar fríamente las gracias a su huésped. Ya en su casa, dijo a los Hermanos,
en el transporte de su santa ira, que el señor Gense, al ocultar un pintor para que le
retratase, se había burlado de él. El virtuoso
<2-406>
seglar, que honraba como santo al que había convidado a su mesa, quedó a su vez
muy mortificado no del acto del cual el siervo de Dios se mostraba ofendido, sino de
no haber logrado su intento.
Durante la temporada que el santo sacerdote vivió en Provenza para ocultarse,
tomose la molestia el obispo de San Omer de ir a visitar a los Hermanos de Calais y de
París, con intento de establecerlos en su ciudad episcopal, esperando que podría
hablar con el santo Fundador y resolver con él este asunto. Pero como no lo encontró,
viose precisado a suspender la ejecución de su proyecto. Otro menos deseoso de tener
discípulos de La Salle se habría olvidado de ellos y habría vuelto los ojos a otra parte,
pues los novicios andaban entonces dispersos, y los superiores intrusos que
gobernaban la casa respondieron al prelado que el noviciado se hallaba vacío y que el
hallarse ausente el señor de La Salle hacía desaparecer toda esperanza de volverlo a
llenar. Semejante respuesta, propia para disgustar al prelado, no le desalentó, y
aguardó con paciencia el momento de la Providencia para tener Hermanos.
Esta relación que contó al santo Fundador uno de sus discípulos le hizo suspirar,
demostrándole cuán cerca de la ruina había estado su Instituto durante su ausencia.
Mas no eran lágrimas de los males pasados lo que los Hermanos pedían a su Superior;
querían que fuese a San Omer a verse con el prelado que deseaba vivamente hablar
con él o, cuando menos, que le escribiese para resolver el establecimiento proyectado.
Eso era precisamente lo que repugnaba a la humildad del santo varón, porque se
268 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

consideraba entonces como de ninguna autoridad en su propia casa, y sólo quería


reservarse el privilegio de obedecer a los mismos que le usurpaban el derecho de
mandar. ¿Qué queréis que haga? —contestó—. Los que conocéis en París, después
de haber arruinado el noviciado, en mi ausencia, se meten a gobernar la Comunidad,
sin permitir que yo me ocupe en ello. Sin embargo de esto, como los Hermanos
continuasen en instarle, el santo sacerdote dijo que iba a encomendar a Dios el
negocio, mientras celebrara. A lo que parece, inspirole Dios que consintiese con los
deseos de los Hermanos, pues al volver de decir misa escribió al prelado, de quien
recibió pronta respuesta, en la cual le suplicaba viniese cuanto antes a verse con él en
San Omer, antes de la salida que tenía preparada para ir a administrar el sacramento
de la Confirmación en algunas parroquias de su diócesis. Viose obligado el santo
Fundador a llegarse a Calais antes de ir a San Omer, y por eso no pudo estar en esta
última en la época señalada, y cuando llegó ya no encontró al prelado, aunque éste
había retrasado el viaje algunos días para esperar al siervo de Dios, tanto era el ardor
con que deseaba verle.
En ausencia del piadoso obispo, acogiole honrosamente el señor Tissot, su vicario
general, a quien el prelado había dejado instrucciones a este intento. Éste le explicó
cuánto había sentido el prelado tener que partir sin haber podido verle, y que había
retrasado su viaje, a pesar de las quejas de los habitantes de los pueblos preparados
para recibir su visita. Le enseñaron después el plano de la casa proyectada para los
Hermanos, y le llevaron al seminario a ver a las personas que ofrecían los fondos
necesarios para ese establecimiento. Hecho lo cual, nuestro santo sacerdote se retiró
lo más pronto que pudo para ir a orar a la catedral, donde quedó bastante tiempo.
Volvió a ella el día siguiente para celebrar la santa Misa en honor de San Omer e
implorar su protección en favor de ese establecimiento, que algún tiempo después
quedó felizmente fundado, no sin grandes resistencias por parte del siervo de Dios, a
quien persuadía la humildad
<2-407>
que no le tocaba a él entender en este negocio, ya que no tenía autoridad en el
Instituto. De modo que, si por una parte la carta que recibió del señor obispo de San
Omer le causó verdadera alegría, por otra le procuró sensible mortificación, por
dirigirse el prelado a él como Superior del Instituto, cuya calidad quería perder en el
concepto de todo el mundo, porque ofendía su modestia. «No me toca a mí —decía a
los Hermanos— tratar ese negocio, no tengo ningún título para hacerlo. No siendo ya
nada en la Comunidad, no me corresponde obrar como Superior». Pero por más que
dijo, los Hermanos le hicieron tantas instancias que se vio obligado a concluir el
negocio de ese establecimiento, a pesar de las repugnancias de su humildad.

5. La luz divina
La luz divina acabó de perfeccionar en nuestro santo sacerdote la obra de ese
anonadamiento interior que, despojando el alma de toda estima propia, la dispone a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 269

que Dios la llene de su espíritu y divinos dones. Sin ayuda de esta luz el alma se ve
siempre a medias e imperfectamente y, por consiguiente, no puede tener idea justa de
su pequeñez y de su nada, pero cuando, ilustrada de lo alto, puede descubrir cuanto es
por su origen, lo que tiene en lo íntimo de su ser, lo que es naturalmente, lo que lleva
consigo, lo que encierra en su naturaleza y a donde la conducen sus inclinaciones,
entonces estima justamente y tributa a la verdad el homenaje de reconocer que fue
sacada de la nada; su obra es el pecado; su patrimonio, la corrupción de corazón, y su
herencia, el infierno. Entonces conoce ella de sí que nada es y que ni tiene ni puede
nada; ve claramente su pobreza, palpa su debilidad e impotencia, y al verse tan
miserable se mueve a compasión de sí misma y confiesa que es pobre y digna de todo
desprecio. Cuanto más se le descubre Dios, tanto más ahonda en ese abismo de
miserias que dimana de nuestra nada y del pecado original. Cuando se mira en el
espejo de la santidad divina, sólo ve en sí pecado y nada, y esa vista la confunde sin
abatirla, la aniquila sin destruirla, la condena sin desesperarla. Se ve monstruosa, y
esa vista produce el desprecio propio, que sirve de fundamento al amor puro de Dios.
Así, por más que nuestro santo sacerdote se estudiara para llegar al conocimiento
de sí mismo, aprendió mejor en un instante lo que era a favor de esta celestial lumbre,
que lo hubiese podido aprender durante siglos enteros con exámenes y revistas de sí
mismo. Vio lo que ya había visto, pero de otro modo distinto, esto es, que el pecado
nos sitúa por debajo de la nada, porque añade la rebelión a la nada; y que al ser
pecador, era una nada rebelde y armada contra su Dios; que esta rebeldía merecía la
privación de todas las gracias y el desamparo total; que como interiormente es
mentira y pecado, si la mano de Dios no le defendía, se vería entregado a deseos
corrompidos, a pasiones vergonzosas, a crímenes abominables y a la persecución
terrible de los demonios. En suma, hacíale conocer el espíritu de Dios la corrupción
grande que en sí encerraba, la natural inclinación al mal, los excesos a que le podían
conducir sus depravadas inclinaciones, y los espantosos precipicios en que intentaban
hacerle caer las pasiones violentas; por este conocimiento dedujo que no tenía
enemigo más peligroso que él mismo, y que, por tanto, la verdad y la justicia de
consuno le obligaban a pensar bajamente de sí, a tratarse con sumo desprecio y a
recibir con gozo y alegría las afrentas de todo el mundo.

III. La pobreza y la oración mental le merecieron luces especiales


para conocerse
Esos rayos de luz que hacen del que los recibe un humilde perfecto manaron de dos
fuentes: una fue la renuncia generosa, que hizo de todos los bienes de la tierra; otra, la
oración continua. La pobreza real, a la que
<2-408>
se había condenado por amor de Dios, le mereció el don de la pobreza de espíritu, que
según la interpretación de san Agustín (L. de Virg., c. 14, y. 32-34; 1. 8, de Trinit. c.
7), de san Jerónimo (In Daniel, 3), de san Gregorio (S. Greg. mor. G, c. 10) y varios
270 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

otros padres, no es otra cosa que la humildad, la cual libra al alma del espíritu de
propiedad, despojándola de toda estima propia. El don eminente de oración de que
fueron coronados sus grandes sacrificios fue otro manantial del cual sacó un fondo de
estima soberana de Dios y profundo desprecio de sí mismo.

IV. Sus prácticas de humildad.

Primera: El olvido de sí mismo y el cuidado que ponía en que se olvidasen


de él
Penetrado de los más bajos sentimientos que el espíritu de humildad inspira, era
extremo el desprecio con que se trataba; no parecía respirar sino desprecios y no se
encontraba bien sino colmado de ellos. La historia de su vida parece ser la historia del
perfecto humilde, o un modelo de la práctica de esa virtud. He aquí cómo se ejercitaba
en ella.
Jamás hablaba de sí ni de lo que a él tocaba, y de tal modo se había olvidado de lo
que había sido, que no daba lugar a sospecharlo. Su exterior modesto y pobre, lo
mismo que el estado bajo y humilde, según los mundanos, que había abrazado, hacían
creer a los que no lo conocían que había nacido en el estado y condición en que se
encontraba y que era humilde de origen y no de propia voluntad. Así, desconocido,
veíase considerado y tratado, por lo común, como un pobre sacerdote al frente de sus
discípulos, quienes no trataban de darle lustre y brillo a los ojos del mundo, antes
dejaban ignorar que su Fundador fuera oriundo de las primeras familias de Reims;
antes canónigo de una de las más antiguas e ilustres metrópolis del reino, y que había
vendido y repartido sus bienes a los pobres para seguir a Jesucristo. El silencio del
santo sacerdote en todo cuanto a él se refería era tan profundo y universal, que alguien
habría vivido diez años en su intimidad sin oírle decir una sola palabra de su familia,
de la ciudad de su nacimiento, de su antiguo estado; en una palabra, sin saber nada
que pudiese acarrearle honra.

Segunda: Procura este olvido en la mente de los otros


Mudo en ese punto, hacía guardar el mismo silencio a aquellos de sus discípulos
que le conocían. En general, les prohibía a todos hablar de él e imponía penitencias a
los que lo hacían alabándole. Por medio de esa humilde severidad logró agotar, en la
boca de los Hermanos, las alabanzas que merecían los continuos ejemplos de virtud
de que eran testigos, y que constituían la materia ordinaria de sus conversaciones en
el recreo. Para poner más fuerte barrera al edificante placer que tenían en entretenerse
de sus virtudes, les prohibió por Regla expresa hablar de persona alguna viva.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 271

Tercera: Su vida oculta


Su amor a la vida oculta se manifestaba de mil maneras. Retirado en su celda, a
imitación de Antonio en su sepulcro, de Arsenio en su desierto y de Benito en su
cueva, ponía diligencia suma en huir de la vista de los hombres, y hacerse invisible.
Aplicábase con tanto cuidado a sepultarse en el olvido y a aniquilarse en la memoria
de toda criatura, que en su vida se veía puesta en práctica esta máxima del santo autor
de la Imitación de Cristo: Desead vivir desconocido y ser tenido por nada.
A su vuelta de Provenza, habiendo ido de París a San Yon, se encontró muy
apurado para alcanzar del señor d’Aubigni, arzobispo de Ruán, los poderes
necesarios para confesar a los Hermanos y novicios de esa casa; porque el prelado,
después de haber retirado todas las anteriores licencias, había obligado a todos los
sacerdotes que querían confesar a presentarse ante él o sus vicarios generales para
pedir la renovación de sus poderes. El apuro del santo varón no consistía en hacer esa
humilde petición, sino en aparecer de nuevo como
<2-409>
Superior de los Hermanos, de cuyo título había dimitido, y del cual no podía sufrir
siquiera la apariencia. El piadoso artificio que la humildad del varón de Dios le
inspiró para obtener los poderes y recibirlos como simple sacerdote, capellán de los
Hermanos, fue suplicar al Hermano Bartolomé que fuese a pedirle las licencias en
calidad de Superior de los Hermanos, para indicar que era él quien quería emplearle
en confesar a las personas de la casa. Ese encargo no era menos humillante para el
encargado de ejecutarlo, que para el mismo Fundador, pues naturalmente parecería
extraño al arzobispo que un simple Hermano confiriera en cierto modo al fundador
del Instituto el ejercicio de las licencias, y encontraría raro que un sacerdote
dependiera, aun en el ejercicio del ministerio, de la autoridad del Hermano. En efecto,
diéronse por ofendidos de la petición en el palacio del arzobispado y no les pareció
bien esa clase de humildad. Creyeron que rebajaba su carácter sacerdotal,
sometiéndose en su ejercicio a un simple Hermano, y que ni era decoroso al Hermano
pedir licencias en calidad de Superior para el santo Fundador, ni a éste usarlas bajo la
dependencia del Hermano. Éste tuvo que retirarse abochornado, sin haber logrado
nada, y, en cuanto al humilde sacerdote, viose precisado a acudir él para obtener las
licencias, que le fueron concedidas a satisfacción, no sin haberle antes censurado
severamente el que hubiere obligado al Hermano, a quien consideraba como
Superior, a ejecutar tal comisión.

Cuarta: Su horror a las alabanzas


Para pintar la disposición de nuestro santo sacerdote respecto a las alabanzas y
señales de distinción y de estima, no basta decir que las huía, hay que añadir que las
aborrecía, y que le atormentaba quien le alababa. Verdad es que no le dieron a
menudo ocasión de quejarse de los hombres en ese punto. No tuvo necesidad de
prevenir su humildad contra ese escollo, funesto para la virtud cuando no está muy
272 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

arraigada, pues según san Bernardo, si la verdadera humildad es una especie de


prodigio, la que se sostiene y no degenera con los elogios y aplausos es el milagro de
la misma humildad. La del señor de La Salle, defendida por un estado bajo y humilde
en apariencia, alimentada con desprecios e insultos, ejercitada con persecuciones
continuas, no tuvo nada que temer de esa vanidad sutil que suele acompañar a la
virtud ostentosa y honrada. Pero al fin, encontró de cuando en cuando admiradores y
panegiristas, y de éstos huía con cuidado y rompía todo trato y comunicación con
ellos, en cuanto ofendían su humildad con alguna señal de estimación u honra; su
venganza consistía en no volver a visitarlos, y si sucedía esto en los viajes, evitaba el
volverse a encontrar con esas personas, apartándose en caso necesario del camino que
había de seguir.
El humilde sacerdote, muy enemigo de la singularidad, echaba a veces mano de
ella para amenguar el concepto que de él habían formado los que apreciaban su
virtud. Estando cierto día en la mesa de un buen párroco que le honraba mucho y en
cuya casa se hospedaba, quiso hacerle mudar el concepto de santidad que de él tenía,
y no sabiendo de qué medio echar mano, se le ocurrió hacer el goloso comiendo con
afán, pero no logró su intento. Refiriendo algún tiempo después este párroco a los
Hermanos el ejemplo de humildad de su Superior, añadió que en vano había tratado
su Superior de pasar por goloso, que él, por su parte, siempre le tendría por un santo.

Quinta: El cuidado que tomaba de parecer un simple Hermano


5. Entre los Hermanos era como uno de tantos, o más bien como el menor de
todos, evitando con cuidado extremo las más ligeras señales de distinción y de
singularidad, per omnia assimilatus Fratribus, y no consentía entre él y los Hermanos
otra diferencia que la que provenía de su mayor fervor y de su noble emulación
<2-410>
y ansia de humillaciones. Confundíanse muchas veces los Hermanos de verle tan
identificado y semejante a ellos, y dolíales en el alma el que no sufriese distinción
alguna que no fuese de desprecio. En efecto, lo conseguía tan bien, que no les era
posible a los forasteros distinguirle entre los Hermanos. Es verdad que su porte
majestuoso y respetable le daba a conocer bastante; pero la maña que se daba para
ocultarlo con la cubierta de la sencillez y del exterior de dependencia y sumisión,
borraba la primera buena impresión.
Algunos días antes de la muerte del santo varón, estando el Hermano Superior a
solas con él cerca de su lecho, oyeron hablar alto y una como discusión, en la cual el
Hermano esforzaba la voz y demostraba emoción. Esto sorprendió bastante, pues se
sabía la profunda veneración que el Hermano Bartolomé profesaba al santo
Fundador. Para enterarse de ello entró otro Hermano en la celda del enfermo, y
dirigiéndose al Hermano Bartolomé le suplicó no dijera al santo Fundador nada que
pudiera afligirle. ¡Ay, Hermano! —replicó el Superior—. Si supiera el motivo que me
excita a acalorarme, lo aprobaría y gritaría aún más alto que yo. El señor de La Salle
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 273

acaba de decirme que su enfermedad arruina la casa, y que mejor sería dejarle morir
que hacer tantos gastos. Tal era el bajo concepto que tenía formado de sí hombre de
tanto mérito. Delante de Dios, se tenía por nada; se consideraba como una carga para
sus hijos, que hacían demasiado por él y debían olvidarle y despreciarle tanto como él
mismo lo hacía.

Sexta: Sus prácticas exteriores de humildad


La santa pasión que le inclinaba a humillarse le obligaba a menudo a echarse a los
pies de los Hermanos para pedirles por favor le dijesen las verdades y le advirtiesen
de sus defectos, pues eran, según decía, tantos que no los conocía. La profunda
humildad del santo sacerdote daba libertad a algunos indiscretos para decirle todo
cuanto les venía en boca y corregirle a su antojo. El gusto que experimentaba en ser
rebajado les hacía más atrevidos, y entonces, pasando de la indiscreción a la
insolencia, se permitían tratarle como a un novicio, echándole en cara pretensas faltas
contra la observancia y censurando en él actos de virtud cuyas ocasiones o motivos
ellos desconocían. A éstos consideraba como buenos amigos; los tenía cerca de sí
siempre que podía, y cuando se ausentaban les escribía para recibir sus caritativos
avisos. Se dirigía a ellos como a censores iluminados y a jueces íntegros que le
conocían bien y que no le perdonaban nada. Bien, pues, Hermano —escribía cierto
día a uno de los antiguos—, ¿aún está en ponerse bajo de mi dirección? Me
encargaré con gusto de dirigirle, pero con la condición de que me advertirá sin
adularme: esto le pertenece, puesto que es el más antiguo de nuestros Hermanos.
Estaba este Hermano muy hecho a semejantes actos de humildad de su superior, y le
había visto más de una vez de rodillas a sus pies suplicándole le advirtiera de sus
defectos, y así no le sorprendían semejantes cartas.
Estando el santo sacerdote de vuelta en San Yon en 1717, a principios de la
cuaresma, durante la ausencia del Hermano Bartolomé, Superior entonces, suplicó al
que hacía sus veces en casa le permitiese comer en el refectorio al extremo de la mesa
en el último lugar, después del jardinero y del carretero, y permaneció ahí, por más
que se hizo para disuadirle, hasta la llegada del Hermano Bartolomé, quien le obligó a
tomar sitio más conveniente al carácter de que estaba revestido.

Séptima: No hacía nada sin aconsejarse


La humilde desconfianza que tenía de sus propias luces no le permitía hacer nada
sin consejo. Como un niño que, en la imposibilidad de hacer uso de la razón, se
entrega en manos de cualquiera, nuestro santo sacerdote tenía por regla de conducta
desconfiar
<2-411>
de su propio juicio y parecer. Si yo dijese de él que tenía por órdenes severas, que
seguía en todo con ciega sumisión, los consejos de sus directores, superiores y de
274 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

personas santas e ilustradas, no sería mucho decir, ni sería esta práctica desusada
entre las personas de virtud; lo que no es ya tan común, y aun muy raro, es que este
sabio sacerdote estuviese persuadido de que no había juicio contra el cual debiese
vivir más temeroso que contra el suyo propio, y que por lo mismo se pusiese como
severa regla la obligación de someterlo al juicio y parecer de cualquiera.
Como ya hemos advertido varias veces, no hacía nada sin consejo de los Hermanos
y de acuerdo con ellos, mostrándose así más discípulo suyo que aquéllos lo eran de él.
Las Reglas, las Constituciones y todas las prácticas de Comunidad fueron obra de
todos; lo que a él le pertenece como propio es haberlas inspirado, y sabido
insinuarlas, acreditarlas y autorizarlas con la práctica. En lo demás, las dejó en sus
manos para que las examinaran, corrigiesen y reformaran. Si empezó a componerlas,
no les dio la última mano. Si las comenzó después de consultarlos y siguiendo el
parecer de ellos, no quiso hallarse presente ni exponer su dictamen cuando
terminaron su obra legislativa. En todas las asambleas de los Hermanos sometía a
consulta los asuntos del Instituto; y después de haber expuesto con sencillez las
razones en pro y en contra, sólo se reservaba el derecho de resolver por mayoría de
votos, omitiendo el suyo si era posible. Cuando le obligaban a dar su parecer, lo hacía
con tanta modestia e indiferencia que quedaban libres para contradecirlo o apartarse
de él. Aun entonces el santo sacerdote acostumbraba a dejarlos en libertad total, para
preferir el dictamen de ellos al suyo, apoyar y seguir sus opiniones, o para retirarse
antes de la conclusión. Fuera de los capítulos y reuniones consultaba a menudo por
cartas a los principales Hermanos ausentes, en los negocios de alguna importancia;
con mayor razón tomaba de buena gana los avisos de los que estaban cerca de él, aun
los más ordinarios, por creerlos más ilustrados que él o más guiados por el espíritu de Dios.
¡Cuántas veces supo elevarle su humildad sobre el orden natural, sometiendo el
padre a los hijos, el maestro a los discípulos, el Superior a los inferiores! Durante
algún tiempo ejercitó la caridad del señor de La Salle un novicio a quien el siervo de
Dios sostenía con oraciones y buenos consejos en unas tentaciones fuertes contra la
vocación; pero al fin sucumbió el novicio a ellas, pues era de carácter voluble, y no
fue siempre fiel en poner por obra los consejos que le daba. El santo varón se humilló
de ello delante de Dios, atribuyendo a su poca fe la ineficacia de sus oraciones. Sin
embargo, apenas hubo salido dicho joven, cuando vino a suplicar al siervo de Dios le
concediese la gracia de volver a entrar. En esta ocasión, la humildad y la bondad del
santo Fundador le pusieron en apuro. Por una parte, su caridad le inclinaba a recibirle,
pues aunque había salido de su Comunidad a pesar suyo, no se había apartado de su
corazón; por otra parte, su humildad le puso en guardia contra sus propias luces y le
movió a llamar al maestro de novicios y someterse a su juicio. El humilde Fundador
lo hizo con tanta perfección que, sin manifestar su parecer, ni dar a conocer nada de lo
que pensaba, se conformó ciegamente con el parecer de ese joven maestro de
novicios, quien decidió que no se debía recibir al infiel desertor de la Comunidad. Ese
ejemplo de humildad del santo sacerdote fue seguido de otro de paciencia,
<2-412>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 275

pues como le censurasen de haber hecho frecuentar demasiado los sacramentos a ese
novicio, sufrió esas reprensiones con su acostumbrada mansedumbre.

Octava: Es dirigido por un simple Hermano


Aún se extendió a más su profunda humildad, pues consultó sobre su interior con
uno de sus discípulos y se sometió a su dirección. Hacíale depositario de los secretos
de su alma y le pedía que examinase las faltas que cometía en la vida espiritual y le
advirtiese de las virtudes que le eran más necesarias.

Novena: Preferencia que daba a las personas de baja condición


9. Por el mismo espíritu, amaba y buscaba la conversión de las personas abyectas,
y por amor y aprecio de la humildad estimaba en más el trato con los pequeños,
sencillos y toscos que las relaciones con aquellos que parecían estar sobre los demás
por su nacimiento, linaje, empleos, talentos u otra cualquiera ventajosa condición. Le
complacía singularmente tratar en público con los pobres y con la gente de menos
valer, despreciables a los ojos de los hombres; y, en la Comunidad, con los Hermanos
que tenían menos inteligencia, menos mundo, y cuyo trato y conversación
mortificaba el amor propio. Si un Hermano le hablaba con la cabeza descubierta, él
también se mantenía descubierto, como si no se atreviese a decirle que se cubriese ni a
cubrirse él estando el otro descubierto. En cierta ocasión, necesitando una llave para
abrir una puerta, fue a buscar al Hermano portero y le dijo: «Hermano, haga usted el
favor de decirme cuál es la llave de tal puerta». Como el portero le señalase cuál era,
tomola el siervo de Dios y fuese a abrir la puerta, y devolvió la llave al Hermano, sin
haber consentido que le prestase ese favor.

Décima: Del empeño que ponía en practicar los oficios más bajos
Los oficios más bajos, más viles y de mayor mortificación eran los que más le
gustaban, y en los que menos quería condescender. Poner la mesa, fregar los platos,
barrer, prestar a los enfermos los servicios más abyectos y repugnantes, postrarse
a los pies de los Hermanos, arrastrarse de rodillas para besárselos, confesar
públicamente sus faltas, pedir por ellas penitencia, revelar y reparar sus defectos eran
sus prácticas de cada día; y los Hermanos estaban tan acostumbrados a ello que
habían perdido el rubor que al principio les causaba el ver a su Superior, a su Director
y Fundador irse por su natural inclinación a esa clase de actos, que por otra parte
practicaba con alegría. Si se entregaba con ardor a esos oficios viles y bajos, se
guardaba bien de recibir de los demás ningún servicio, a no ser que estuviese en
absoluta necesidad de aceptarlo. Así, por ejemplo, él mismo se limpiaba los zapatos,
barría su celda y cosas semejantes. Todos los Jueves Santos practicaba con tanta
humildad y contrición el punto de Regla que había establecido, que arrancaba
lágrimas a todos los que lo presenciaban. Después de dirigir a los Hermanos una
276 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

exhortación sobre la unión y caridad fraterna, y de postrarse en tierra delante de ellos


para empezar el acto de desagravios por el pretenso mal ejemplo que les había dado,
iba arrastrándose de rodillas, con las manos juntas y el cuerpo medio inclinado, a
besarles a todos los pies y a pedir perdón a cada uno de las penas que le había causado
y de las faltas que había cometido contra él.

Undécima: Lo que hizo para descender al último lugar


Ningún ambicioso tuvo nunca tanta afición a ocupar el primer puesto como ansia
nuestro santo sacerdote por ocupar el último lugar. ¡Cuánto no trabajó para bajar del
puesto de Superior, así que creyó que el Instituto estaba consolidado! Ruegos,
razones, elocuencia, todo lo puso en movimiento para obtenerlo, y lo consiguió. Mas
con esto quedaba el orden trastornado totalmente; así es que pronto quedó
restablecido por los Superiores eclesiásticos, que le colocaron en su lugar natural. Ese
arreglo sólo disgustó al señor de La Salle, y puede decirse que en esa ocasión su
humildad tuvo que hacer sacrificio
<2-413>
no pequeño a la obediencia; porque obligado por ella a subir a un puesto alto, hallose
en él con mucha violencia, y no es decible lo que padeció hasta que pudo bajar otra
vez. Y en efecto bajó, y encontrose entonces con tanta holgura como hueso dislocado
al que vuelven a colocar en su sitio natural; entonces fue cuando la humildad
triunfante del Fundador de los Hermanos se esforzó en desquitarse de sus pretensas
pérdidas pasadas, y que a su juicio nunca pudo satisfacer cumplidamente cuando era
Superior. Queriendo gozar de todas las ventajas del último lugar, después de haberse
posesionado de él, se hartó de propio abatimiento con toda clase de ejercicios de
abyección, dependencia y humillación.
Obligado el nuevo Superior a ceder a la humildad, siempre victoriosa, del
venerable anciano, tuvo que ocupar, con gran confusión suya, el primer lugar, y dejar
en todas partes el último al santo Fundador. Éste, considerándose como un mal
sacerdote que ha merecido ser degradado, suplicó de modo tan eficaz al Hermano
Bartolomé que se pusiese al frente de todos los Hermanos y ocupase el lugar
destinado al Superior en medio del comedor, mientras él ocupaba el suyo después de
todos los Hermanos sirvientes, que no se lo pudo negar. Estaba aquél muy confuso,
pero éste se hallaba muy satisfecho. Hay que decir, en alabanza de ambos, que la
humildad del uno fue tormento del otro, y que el hijo viose sensiblemente humillado
cuando ocupó el lugar de su padre, y vio a éste en el lugar postrero.
Todavía se vio más confuso y humillado el Hermano cuando notó que el santo
Fundador reservaba para sí los oficios más bajos de casa y que no había medio de
hacerle ocupar nunca el primer lugar, porque desde entonces no quiso ocuparse en
nada que oliera a superioridad, y a los que pretendían obligarle a ello, contestaba: «Ya
no soy más que la bestia de carga de la casa de San Yon, y queréis que haga lo que no
conviene de ningún modo. La divina Providencia —añadía— me puso en la nada con
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 277

respecto a los Hermanos del Instituto; me parece que es muy conforme a los designios
de la Providencia el mantenerme en ella». Y como el Hermano Bartolomé le
suplicase a menudo que tuviese a bien ocuparse en varios negocios, le hizo presente
con nuevo ejemplo de humildad que el interés del Instituto no se lo permitía: Si quiere
—le dijo— que los intereses de la casa de San Yon y los del Instituto no sufran
detrimento, es necesario que ya no intervenga en manera alguna, porque más valgo
para destruir que para edificar. Manifestábase también su humildad en la fórmula
que usaba al escribir, pues tributaba toda clase de respetos al Hermano Bartolomé, su
sucesor, y encabezaba las cartas que le dirigía con estas palabras: Muy venerable
Hermano, ofrezco a Vuestra Reverencia mis humildísimos respetos y obediencia
como obligado que estoy a ello por parte de Dios. Tampoco escaseaba las
expresiones humildes cuando se dirigía a los demás. He aquí cómo escribe a una
persona de mérito, de la ciudad de San Dionisio, en Francia, que le pedía fundase un
establecimiento de los Hermanos en una parroquia: «Permitidme os diga, señor, que
os han enterado mal por lo que a mí toca, al deciros que hacía tanto bien en la Iglesia,
y que enviaba maestros a las ciudades y a los pueblos para instruir a la juventud. Es
verdad que empecé a formar Hermanos para tener escuelas gratuitamente; pero hace
tiempo que no estoy encargado de su dirección. El Hermano que actualmente rige el
Instituto y a quien todos, incluso los de San Dionisio, reconocen por Superior, es el
Hermano Bartolomé, que vive en esta casa».
He aquí cómo habla en otra carta que dirige a otra persona de mucha consideración,
en que le suplicaba se sirviese conceder su protección al Hermano Bartolomé:
«Permítame que, aunque sea un pobre sacerdote de San Yon, me tome la libertad de
añadir unas letras a la carta del Hermano Bartolomé, Superior de los Hermanos, para
suplicarle
<2-414>
tenga a bien concederle el favor que se ha atrevido a pedirle. Estoy tan persuadido de
su celo y de su afecto a los Hermanos, que creo firmemente no era necesaria mi
intervención y que su carta le habría bastado, puesto que conozco su buen corazón.
Sin embargo, tengo tanto gusto y complacencia en aprovechar la ocasión que se me
presenta para renovarle mis humildes afectos y el alto concepto en que le tengo, que
me atrevo a suplicarle se sirva aceptar estas cuatro líneas como testimonio del
profundísimo respeto que le profesa su muy humilde y obediente servidor,
de La Salle, pobre Sacerdote».

Se ve por estas cartas el cuidado que el Fundador de los Hermanos ponía en


rebajarse en el concepto de todos después de haberse despojado de la cualidad de
Superior, y como este título lleva siempre consigo cierta distinción en el concepto de
los hombres, le disgustaba y no podía aguantar que otros le tuviesen por lo que él ni
siquiera quería parecer; pero sufría menos todavía el que le tributasen los honores que
a ese título corresponden.
278 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Duodécima: Su admirable silencio en medio de los ultrajes y calumnias


Otra práctica aún más sublime de humillación, y en la cual el santo sacerdote se
ejercitó con gran perfección, fue el sacrificio de su reputación, que dejó a merced de
todos los tiros de la murmuración, de la calumnia y de la envidia. Si le contradecían,
no respondía; si le desmentían, callaba; si le censuraban, no se disculpaba; si le
condenaban, no se justificaba. Dejaba creer y decir de él y contra él todo lo que
querían, sin cuidarse de desengañar al público, ni de sembrar apologías, ni siquiera
intentaba justificarse con las personas con quienes tenía interés en tratar. Todos
pueden comprender cuán rara y heroica es esa práctica de humildad. Es, en efecto, de
gran perfección, pues el amor propio sufre mucho cuando se ve censurado y
condenado, y puede decirse que le suben al patíbulo cuando la censura y la
condenación son injustas. El que consigue hacer callar al amor propio una sola vez en
casos semejantes, se imagina haber ganado una victoria célebre. Mas tal victoria era
diaria en aquel cuyas virtudes retratamos. Mil veces vio y oyó que le condenaban y
acusaban, sin perder por eso la tranquilidad que manifiesta el que oye pronunciar una
sentencia contra algún hombre desconocido y que le es indiferente.
Al verle en estas ocasiones, que descubren, sin saberlo ellos, a los verdaderos
humildes de corazón, cualquiera habría creído que era juez y no parte en las querellas
que le armaban. Siempre se echaba a sí la culpa y disculpaba a sus enemigos, dejando
creer que les asistía la razón. Ya se vio cómo el señor Pirot, en la propia casa del señor
de La Salle, y a su vista, hizo largo y ofensivo examen de las cuentas, sin que la
curiosidad tentase al siervo de Dios a informarse de lo que habían dicho. Oída la
sentencia de deposición, fruto de escrutinio tan injusto, se dispuso a firmarla, a pesar
del unánime disentimiento de sus discípulos, que protestaban contra lo injusto de su
sentencia. El santo varón, lleno de dolor por no ver a los suyos tan sumisos como él al
fallo que le condenaba, fue a ofrecer sus desagravios al Arzobispo. El prelado, cuya
rectitud y justicia habían sorprendido los enemigos del Fundador, vio al humilde
Superior depuesto postrarse a sus pies y regarlos con sus lágrimas, no para quejarse
de que se le condenaba sin oírle y apelar de su causa, sino para pedirle perdón de la
oposición hecha por los Hermanos a un juicio que, en su humildad, encontraba justo y
al que se sometía con respeto.
<2-415>
Otro en su lugar habría hecho resonar en esta ocasión sus quejas y justos clamores
por todos los ámbitos de París; habría acusado de parcialidad al juez que le había
condenado sin oírle, y le hubiera sido muy fácil descubrir al calumniador y manifestar
los motivos de la calumnia, justificándose al mismo tiempo a los. ojos del público y
de su legítimo Superior. Los hombres más moderados suelen en ocasiones semejantes
portarse de esta manera, y no pocas personas buenas están convencidas de que tal
conducta es obsequio debido a la honra de la virtud, pero los perfectamente humildes
y los muy aprovechados en la ciencia de Jesús prefieren atenerse al ejemplo del
divino Maestro y a su pura doctrina, y no a las razones de la sabiduría humana o a los
comentarios de la virtud imperfecta.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 279

Verdad es que escribió un memorial justificativo acerca de la casa de San Dionisio,


comprada en su mayor parte con dinero propio del Fundador; pero gracias a la
perfidia y mala fe de su protector y de abogados infieles, puesto ese memorial en
manos de éstos, resultó papel mojado o arma ofensiva contra el inocente Fundador. Y
a pesar de que se enteraba de todo esto, ni reconvino a los culpables, ni manifestó
nada al público, ni siquiera dijo una palabra a sus discípulos. No apeló, como parecía
natural, esa sentencia que tan públicamente le infamaba; antes fiado en Dios, dejó sus
bienes y reputación a la injusticia de sus enemigos, sin exigir otro derecho que el de
multiplicar sus súplicas y acrecentar el amor a sus enemigos.
A menudo recibía cartas injuriosas, en cuya lectura parecía gozarse. Habiendo
recibido una de esa clase, la leyó públicamente en la enfermería, donde estaba con
varios Hermanos; pero ¿cómo la leyó? No lo hizo con rapidez ni con tono que diera a
entender indignación contra el autor de las injurias que contenía. La leyó tranquilamente,
deteniéndose con satisfacción y contento en cada circunstancia humillante, como
quien aprobaba la verdad de ella, y quería persuadírsela a los que estaban presentes.
Algunos renglones de esa carta darán a conocer su contenido, que era el relato de la
conversación que había tenido uno de sus discípulos a quien no se puede disculpar
que obrase por atolondramiento: El señor de La Salle ya no sabe ni lo que hace ni lo
que dice. Se ha vuelto niño. No hace más que chochear. Ya no está en condiciones de
gobernar el Instituto. No conviene que continúe más tiempo gobernándolo. Sólo es
capaz de..., etc. Nótese que fue escrita la carta varios años antes de su bienaventurada
muerte; por consiguiente, cuando no había llegado aún a edad muy avanzada, puesto
que murió a los sesenta y ocho años no cumplidos y conservó hasta el fin, aun en su
grave enfermedad, toda la fuerza y toda su lucidez. El Hermano Bartolomé,
vivamente mortificado por la lectura de esa carta, se ruborizó de la desvergüenza de
su autor y dijo al santo sacerdote: Pero, Padre, ¿qué necesidad hay de leer semejante
carta? Hermano —replicó con alegría el siervo de Dios, que se tenía por dichoso de
verse tan maltratado por uno de sus hijos—, ¿acaso no es verdad lo que contiene? Y
luego de concluida la lectura de ella la dejó sobre la mesa con la satisfacción que el
Espíritu Santo sabe comunicar en la humillación a las almas perfectamente humildes,
y con la tranquilidad de quien hubiese leído las injurias dirigidas a otro, reanudó el
hilo de la conversación interrumpida.

Décimotercera: Cuidado que ponía en echarse siempre a sí la culpa


Semejante humildad daba a todo el mundo derecho de insultarle a mansalva o de
mandarle con imperio, porque él se había impuesto la obligación de echarse siempre a
sí la culpa y mirar a todos los que se hacían superiores suyos como verdaderos
Superiores. Es éste otro misterio de la humildad perfecta que sólo entienden los
humildes de corazón, a los cuales se lo revela la luz del Espíritu Santo. Habla su boca
como intérprete fiel de lo que en su corazón
<2-416>
280 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

se encierra. Si a ellos se hubiese de creer, siempre serían ellos los culpables, y así
parece convencérselo la conciencia, aun en aquellas cosas en que no tuvieron parte
alguna y que les atribuyen falsamente. En estos casos, los menos perfectos se sienten
tentados a creer que al asentir los santos a su injusta condenación, cuando les consta
que son inocentes, hieren más o menos la ingenuidad y se dan a creer que tal vez en
ocasiones semejantes la verdad tendría motivo de quejarse de la demasiada humildad.
Mas puesto que la humildad es virtud en la cual no hay miedo de faltar por exceso,
pues tanto mal hay en nosotros que jamás podemos formarnos de ello idea cabal, se
puede decir, sin faltar a la sinceridad, que aun cuando seamos inocentes en la obra, no
por eso dejamos de ser culpables en el fondo. En este sentido es verdad que no hay
crimen que no se nos pudiera imputar, y del cual no tuviéramos que avergonzarnos,
porque no hay ninguno al cual no seamos inclinados por nuestra natural perversidad,
ninguno de que no sea capaz nuestra malicia natural y del cual, por consiguiente, no
podamos aceptar la acusación en silencio.
Según esta doctrina, los verdaderos humildes pueden tenerse por criminales y
echarse la culpa de todas las cosas. En este supuesto, sienta san Juan Clímaco que el
verdadero humilde se condena en todo y se imputa todo el mal de que le acusan. Pero
pocos siervos de Dios ostentaron tan sensiblemente ese carácter de la perfecta
humildad como el santo Fundador. Esa virtud no dejaba nunca de condenarle en todas
las cosas ante el tribunal de su conciencia, aun cuando por fuera le tuvieren por
inocente y lo fuera, y con más razón le obligaba a atenerse y a aprobar sinceramente el
juicio de los que le condenaban. En esa virtud estaba el secreto por el que se persuadía
de que era responsable ante Dios (y que debía reconocerlo ante los hombres) de las
persecuciones que se movían contra él, de las faltas de sus inferiores, de los pecados
que se cometían contra él o con ocasión del mismo, de todos los reveses y desaciertos
acaecidos en su Instituto, de todo el bien que se omitía en él o de la imperfección con
que se hacía. Así es que andaba siempre corrido delante de Dios, considerándose
como objeto de maldición, y por eso no le costaba trabajo acusarse delante de los
hombres y tenerse en todo por culpable. Esa confesión sincera era, según él, la justicia
que debía a la verdad de Dios y la reparación de honor que su santidad exigía de él.
Penetrado de esos humildes sentimientos, cuando por su cargo mandaba alguna
cosa, lo hacía con dolor y pena, y jamás sintió alegría mayor que cuando algunos años
después de la fundación del Instituto eligieron los Hermanos a uno de ellos por
Superior en lugar suyo, cuando a él le depuso el señor Pirot, y, en fin, cuando pudo en
sus últimos años descargarse para siempre de la autoridad de Superior. A menudo se
echaba a los pies de los Hermanos de escuela, de los que le maltrataban o le vendían, o
estaban dispuestos a desertar, y les pedía perdón con íntima persuasión de que él era
verdadero culpable de las faltas que habían cometido o que iban a cometer. Otras
veces, en lo más recio de las desencadenadas tempestades que se levantaron contra el
Instituto, suplicaba a los Hermanos le echasen al mar, si querían que las tempestades
se apaciguasen: Mittite me in mare, et cessabit tempestas. Echadme al mar y cesará
la tempestad; es decir, que les suplicaba consintiesen en su renuncia o en su
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 281

deposición. En efecto, a menudo se ocultaba entonces y huía a esconderse en el retiro,


esperando que su ausencia traería de nuevo la calma; puesto que sus discípulos no
querían, según el deseo de su humildad, echarle como el macho cabrío, cargado con
los pecados de su pueblo. Le vieron en Provenza no atreverse a ocuparse en cosa
alguna, persuadido, como decía él, de que lo echaba todo a perder, y que era más a
propósito para derribar que para edificar. Estaba dispuesto a sepultarse por toda la
vida en soledad desconocida para llorar en ella sus pecados y los males con que
cargaba
<2-417>
delante de Dios, en la dirección de su Instituto, y lo hubiera hecho si la célebre sor
Luisa, de la que se habló, no le hubiera disuadido de su intento.
Guiado por ese espíritu de humildad, durante los últimos años de su vida, en San
Yon, iba algunas veces después de la comida a pasar el recreo entre los Hermanos
sirvientes, con los cuales entraba en humilde porfía sobre quién ocuparía el último
lugar, pues por una parte ninguno de los Hermanos quería presidir donde estaba su
Padre y Fundador, y por otra parte, el señor de La Salle, replicando según su
costumbre que no era ya bueno para nada o bien que era el burro de la casa, quería
obligar al más antiguo a hacer las veces de Superior. En esa clase de combates de
humildad, era siempre nuestro sacerdote el que triunfaba. Otras veces, al salir del
comedor, tomaba un joven pensionista de la mano y pasaba el recreo con él. Por el
mismo espíritu, recibía los mandatos de todos los que querían mandarle, y reconocía
por Superiores a todos los que querían serlo. Hartos ejemplos de ello se vieron en su
vida. El joven sacerdote que, a instigaciones del adversario del siervo de Dios, se
había constituido Superior de los Hermanos en ausencia suya, le encontró a su vuelta
dócil y sumiso a su imperio como un niño. Digo sumiso a su imperio, pues es éste el
único término que puede expresar la altanería con que el joven eclesiástico trataba a
ese venerable anciano. Le reprendía, le criticaba, le contradecía, le censuraba, le
ponía prohibiciones y otras veces mandatos sin ningún motivo. A pesar de esto, el
humilde sacerdote se portaba con respeto y hablaba con mucha sumisión a ese recién
venido que ocupaba su lugar. Obedecía sus órdenes como habría obedecido las del
señor Arzobispo, y si ese Superior, que no tenía más autoridad que la que se había
tomado, se complacía en contradecirle en todo, en retenerlo en París, cuando era
necesario que saliese, en hacerle salir de allí cuando quería estarse, en una palabra, en
mortificarle con órdenes fastidiosas y fuera de tiempo, el humilde sacerdote se creía
obligado a ejecutarlas con gusto, dócil y puntualmente.

Décimocuarta: Buscaba la sujeción y la dependencia


Otra práctica de humildad, que a la vez es efecto y señal de esta virtud, consiste en
la sujeción y desear la dependencia. No hay cosa del mundo más opuesta a las
insolencias del espíritu humano que el estado de sujeción, ni que irrite tanto la
soberbia del hombre como la dependencia. El hombre, libre por naturaleza, estima la
282 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

libertad por encima de todo. Todos presumen de independencia y son celosos de ella.
Se tiene por esclavo a quien no es dueño de seguir sus antojos. Además, por rico y
feliz que parezca, se compara su estado al del niño bajo tutela, que es —dice el
Apóstol— bastante semejante al esclavo, y se le considera como que nada posee,
mientras no puede disponer de ello. Para curar esta llaga profunda que el orgullo abrió
en el hombre, quiso Jesucristo ser modelo de dependencia durante toda su vida, y
todos los santos se esforzaron en domar la rebeldía del corazón en este punto. De ahí
aquellas extraordinarias prácticas de obediencia ciega entre los padres del desierto, y
el voto que de ella emiten los religiosos. De ahí, asimismo, la fundación de todas las
Comunidades, cuyo fin principal es vivir en estado de dependencia. Pero de esta
materia relativa a la obediencia se tratará en párrafo posterior al hablar del profundo
amor que tuvo el señor de la Salle a la sujeción.

Décimoquinta: Cuánto gustaba de ser despreciado


15. En fin, si el último y más perfecto grado de humildad es el amor de los
desprecios, el siervo de Dios lo poseyó perfectamente, pues no tuvo otra ambición
que la de hartarse de ellos. Estaba el santo sacerdote bien ajeno y vacío de la alta
opinión que de sí tienen algunos, debido a la continua meditación y consideración de
la corrupción y mala inclinación de nuestra naturaleza depravada; se complacía en el
abatimiento propio, y en darlo a conocer a los demás; se trataba con desprecio, y, lo
que es el colmo
<2-418>
de esta virtud, no respiraba más que afrentas y se holgaba en los desprecios. Jamás se
notó en él la menor señal de impaciencia, de ira, despecho, turbación, de tristeza, de
pena en los malos tratamientos, en las humillaciones y en los ultrajes más sensibles. A
tantos ejemplos de ese amor del desprecio señalados en la historia de su vida nos
contentaremos con añadir tres o cuatro, de los que Ruán fue testigo. Fue esta ciudad
para él y para los suyos, por muchos años, teatro de humillación. No podían aparecer
en ella sin ser objeto de la gritería y de las burlas del vil populacho. Los insultos y las
injurias las recibían diariamente. La presencia del Fundador servía para provocar
nuevos insultos en vez de aplacarlos. A él especialmente, como a padre y cabeza de
esos nuevos discípulos de la cruz, le ultrajaban y perseguían a pedradas los libertinos
con más saña. Pero la alegría que exteriormente mostraba en medio de las ignominias,
llenaba de admiración a los mismos que se las ocasionaban, al paso que sostenía el
ánimo abatido de los que la acompañaban. Acrecentábasele entonces el fervor en la
oración (acostumbraba rezar el rosario al andar por las calles) en vez de apagarse con
esas tempestades de la malicia y perfidia de los hombres. Su alegre semblante parece
que iba diciendo a todos que, puesto que le cabía la suerte de participar de los
oprobios de Cristo, tenía motivo de alegrarse; que entonces conocía la dicha que es
poder sufrir afrentas por su nombre porque entonces la honra, la gloria, la virtud de
Dios y su espíritu descansan en nosotros (1Pe 4, 14). Así es que le veían en este
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 283

tiempo, precioso según él, elevar frecuentemente los ojos al cielo con agradable
sonrisa, que daba a conocer el gusto que experimentaba en los desprecios, la alegría
que en ellos gozaba y la gratitud que sentía y quería manifestar a Dios por ellos.
Llegado a casa lleno de paz y con tan alegre semblante como si hubiese venido
seguido y acompañado de aplausos, honores y gloria, dejaba a los que le habían
acompañado igualmente edificados y sorprendidos de su invencible paciencia en
ocasiones tan mortificantes, y de su júbilo al salir de los oprobios y de los insultos.
Sus discípulos, a quienes había tocado beber con él el cáliz de confusión y de
ultrajes, no quedaban poco extrañados de que lo hubiese él encontrado tan suave,
cuando a ellos se les había hecho tan amargo; y no podían comprender, porque no
eran tan humildes como él, qué placer podría encontrar en la desagradable bebida de
los desprecios. Además, mortificados hasta el extremo por el trato indigno que acababan
de experimentar de parte de una gentecilla vil e insolente, que necesitaba tanto de su
ministerio para la instrucción cristiana de los hijos, no podían evitar el disgusto que
les causaba su aflicción ni dejar de exhalar lamentos. Entonces el caritativo Superior,
para consolarlos, les decía: Bendecid a Dios, Hermanos míos, que permite seamos
tratados como su Hijo, quien recibió aún más ultrajes que nosotros, y eso que era
Dios. En sus exhortaciones se esforzaba particularmente en abrirles los ojos del alma
para que viesen las ventajas de los desprecios y los tesoros de gracias que están
escondidos en ellos. Les daba también a entender el mal ejemplo que darían, si
manifestaren el menor resentimiento. Para hacerles amar con constancia los
desprecios, les citaba a menudo esta sentencia del Apóstol: En mil maneras somos
atribulados, pero no nos abatimos; en perplejidades no nos desconcertamos;
perseguidos, pero no desamparados; abatidos, no nos anonadamos; traemos
siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se
manifieste en nuestros cuerpos. Por lo cual
<2-419>
no desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro
hombre interior se renueva de día en día. Porque las aflicciones tan breves y tan
ligeras de la vida presente nos producen el eterno peso de sublime e incomparable
gloria (2 Cor 4, 8). Pronunciaba todas estas palabras con extraordinario júbilo,
cuando había sufrido alguna mortificación o daba sobre ese punto algunos avisos
espirituales a sus Hermanos. No sólo recibía con gusto las diversas humillaciones que
se le ofrecían, sino que para no perder nada de su mérito, guardaba además profundo
silencio en semejantes ocasiones, para no descubrir a los autores y causantes de sus
penas y para no oír palabras de consuelo. Estando cierto día en el jardín rezando el
Oficio, escaposele el caballo que le servía a veces en sus viajes y entró en un campo
vecino sin que al principio causase daño alguno en él; el amo se enfureció tanto por
ello que se dirigió furioso al siervo de Dios y le dio una bofetada. El santo varón, sin
manifestar la menor pena, se postró inmediatamente a los pies de aquel bárbaro y le
pidió perdón por el daño que pudiera haberle causado. Éste, sorprendido de tanta
humildad, se retiró confuso. Se ignoraría tan sublime ejemplo de humildad, como
284 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tantos otros, si el Hermano que lo presenció no hubiera edificado a los otros con el
relato.
En la otra ocasión fue a visitar a Monseñor d’Aubigné, Arzobispo de Ruán, aquel
prelado que estaba prevenido contra él, según se dijo; le despidió después de haberle
tratado con desprecio y reprendido con palabras duras, delante de varias personas. El
humilde sacerdote, colmado de alegría, se volvió bendiciendo a Dios y cantando sus
alabanzas. Como el Hermano que le acompañaba se mostrase sorprendido de esa
alegría cuya causa no podía adivinar, le dijo: Considero este día como uno de los más
felices de mi vida. Esto mismo le había sucedido con otro obispo, quien por otra parte
honraba su virtud y hasta le había prestado grandes servicios. Fue recibido por él con
tanto desprecio y con palabras tan humillantes que los mismos que estaban presentes
quedaron sorprendidos y mortificados; pero el siervo de Dios ni siquiera se
impresionó, y se volvió lleno de alegría. Esa alegría fue tan sensible que los
Hermanos se imaginaron que aquel prelado le había dispensado favorable acogida.
Le suplicaron que les explicase las circunstancias de ella, pero no lo hizo por temor de
que cobraran aversión al prelado, y para no perder el fruto de su humillación. En esas
ocasiones decía a los que conocían los malos tratos que recibía y le manifestaban la
pena que les causaba: «¿No sabéis que estamos destinados a los desprecios y a las
persecuciones? A esto debemos todos resolvernos al entrar en el servicio de Dios.
Pero ¡qué dicha! —añadía— la de padecer algo por Aquel que tanto padeció por
nosotros. ¿No sabéis que lo que a Dios agrada más es que llevemos con alegría los
males y penas que nos hacen padecer con injusticia, teniendo siempre fija nuestra
atención en agradarle con esto? A eso hemos sido llamados». Con tan santas
disposiciones no temía el oprobio de los hombres ni sus malos tratamientos.
No hay que maravillarse de que hombre tan humilde fuese tan elocuente cuando
predicaba la humildad, ni de que se mostrase tan celoso en aficionar a los otros a la
práctica de la misma, y tan ingenioso para inspirar afición y deseos de ella. Por haber
aprendido del príncipe de los apóstoles que es preciso que los cristianos se inspiren la
humildad unos a otros, porque Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los
humildes, no se contentaba con dar ejemplos de ella, la enseñaba además con
lecciones eficaces
<2-420>
e inducía a los que dirigía en la vida espiritual a trabajar por adquirirla. Persuadido de
que Dios no recibe gloria sino de parte de los humildes, no dejaba piedra por mover
para determinar a sus discípulos a adquirir esta virtud esencial a los cristianos y tan
necesaria a su estado. Ahí tuvieron origen tantas instrucciones como les dio y dejó
sobre ese punto, de las cuales voy a dar breves extractos.
«1. Debéis —les decía— considerar la humildad como el fundamento de todas las
demás virtudes sin el cual no se puede tener sólida piedad, puesto que la piedad sin la
humildad no es de ordinario más que pura hipocresía o ilusión.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 285

2. Para adquirir esa virtud tan necesaria para la salvación es preciso trabajar
mucho en conocerse a sí mismo. Pensad a menudo y estad persuadidos de que sois los
más débiles e imperfectos de los hombres, y que sólo vuestra soberbia puede haceros
creer lo contrario; y a cualquier hombre malo de quien oigáis hablar, tenedlo por
mucho mejor que vosotros; formad bajo concepto de vosotros mismos y no os creáis
útiles para nada, considerando que Dios se sirve de vosotros como de vil instrumento,
y que sois capaces de atraer su maldición.
3. Nunca digáis de vosotros mismos nada que pueda granjearos el menor aprecio
en la opinión de los demás. Huid de las alabanzas y aprobación de los hombres, y si
oís decir algo en loor vuestro, pensad que la honra es debida a Dios sólo y a vosotros
la confusión; guardad silencio y humillaos delante de Dios, persuadidos de que sólo
sois nada y pecado.
4. Por el contrario, que vuestro gozo sea el sufrir humildemente los desprecios y
repulsas de que fuereis objeto como cosa justísima: cuando podáis escoger, tomad
siempre lo peor. En las conversaciones y en los recreos, no os apresuréis a hablar, y
hablad con sencillez, sin emplear palabras rebuscadas o afectadas, sin desaprobar lo
que dicen los demás, sin interrumpirlos.
5. En fin, cuando fuereis reprendidos o amonestados por vuestras faltas, no os
justifiquéis, a no ser que vuestro Superior os ordene decir la verdad. Considerad a
menudo lo que podéis por vosotros mismos y lo que hicisteis cuando Dios os dejó a
vuestras fuerzas; miraos como capaces únicamente de perderos y temed hasta por las
obras que os parecen las mejores».
Por esos prudentes y necesarios avisos se echa de ver la profunda humildad del que
los escribía. Pues enseñaba lo que practicaba y se sabe que su ejemplo, aún más que
sus palabras, animaba a los Hermanos a la práctica de la humildad y se la facilitaba.
«Yo creo —escribe a un Hermano— que no hay duda de que la virtud que más falta le
hace es la humildad. Piense que no posee entera sumisión de voluntad y juicio;
Hermano mío, procure, le ruego, adquirirla; y sepa que nadie es feliz en este mundo
sino el que tiene humildad, sumisión y paciencia: tres virtudes inseparables, y que
necesita en igual grado. Trabaje, pues, en adquirirlas, y verá que cuanto más las
posea, tanto más descanso y satisfacción disfrutará en su estado. Nada omito para
consolarle y sacarle de apuros; pero, créame, Hermano, el mejor medio para
conservar la paz del corazón es la práctica de las virtudes que acabo de proponerle;
me parece, con todo, por su última, que no pone bastante empeño en adquirirlas. Le
suplico ponga cuidado en esto, pues nada de provecho hará sin ellas».
Habiéndole expuesto el mismo Hermano la pena que le causaban las advertencias,
que tal vez le hacían sin las precauciones que exigen la caridad y la prudencia, cuando
son dirigidas a los poco humildes, el señor de La Salle le consuela de esta manera:
«Cuide de no molestarse cuando le avisen de sus defectos
<2-421>
286 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

de cualquier manera que se los digan. Mucho más le dijeron a Nuestro Señor, de
quien hace profesión de ser discípulo; si lo es efectivamente, se alegrará de ser tratado
como su maestro, el cual sufrió con paciencia toda suerte de injurias, y lo mismo
hicieron los santos, sus verdaderos siervos. Cuando le avisen de modo que parece
ofenderle, o que le desprecian, adore la justicia de Dios en aquel que le advierte del
defecto. Ame mucho, Hermano mío, este ejercicio, y mírelo como medio de que Dios
se sirve para corregirle de sus faltas, y aun cuando en él no hubiese otra ventaja que la
misma humillación, debería desearle y amarle, etcétera».
Como ese Hermano sintiese todavía mucha pena al ser reprendido de sus faltas con
tanta libertad, necesitó para acostumbrarse a ello nuevos auxilios por parte de su
santo Director, que le escribió en estos términos:
«Es preciso alegrarse de los avisos. En vez de resentirse porque le reprenden sus
defectos pasados, bendiga a Dios sin cesar por eso. Procure, pues, le repito,
aprovecharse de ello. Pues entonces, ¿qué humildad es la suya si no puede sufrir una
cosa que le causa tan ligera confusión? Bien veo ahora lo que desea, Hermano mío:
quiere hacer profesión de ser amador de la humildad y juicioso apreciador de ella, y
entre tanto huye cuanto puede de la humillación. ¿De qué le sirve amar la virtud si no
la practica? ¿Por qué se queja de que los otros no tienen bastante caridad y no de que
usted no tiene bastante humildad? ¿Qué provecho sacará de tener tan buenas
disposiciones para esa virtud sino hacerse más culpable a los ojos de Dios? Procure,
pues, no quejarse en adelante de las advertencias que le hagan; y no crea que su
Director tenga algo contra usted. Si es exacto en reprenderle y en imponerle
penitencias y no lo es de igual modo con los otros, será porque le ve dispuesto a
recibirlas bien y quiere su progreso en la virtud. Obre de modo que eso sea verdad y
en adelante sea su primer cuidado alegrarse de las reprensiones y penitencias que le
impongan y corregirse de sus defectos. Es en las ocasiones donde se encuentran los
medios para esto. Vele, pues, sobre sí mismo, para no resentirse de lo que es un bien
para usted. Pido a Dios que le conceda tal gracia, y quedo en Nuestro Señor...».
Así llevaba este santo sacerdote a sus Hermanos a la práctica de la santa virtud de la
humildad. Les muestra la estima que a él le merece y la que a ellos debería
merecerles; pero les hace notar al mismo tiempo que le gusta incomparablemente más
la práctica de esta virtud que el nombre y teoría de ella. En efecto, la teoría sin la
práctica hace filósofos que saben discurrir bien sobre la virtud sin ser virtuosos; éstos
inspiran a los otros lo que ellos no saben practicar, son profesores elocuentes de
espíritu y de virtud muy subida; pero dejan a sus discípulos el ejercicio y el trabajo
de la misma.
Acabemos este asunto con los avisos que le dio a una ferviente religiosa:
«Persuádase —le dice— de que la vida que profesa exige de usted muy diferente
humildad, distinta renuncia del mundo, de su espíritu y de sí misma del que se exige a
los demás; de modo que lo que en otras se podría tolerar, no debe sufrirlo en usted en
manera alguna. Al considerarse como un desecho del infierno, póngase a los pies de
todo el mundo y admírese de que la puedan sufrir y de que la tierra la sostenga
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 287

todavía. Pero mire cuán lejos está de pensar eso, avergüéncese de no conocerse y pida
a Nuestro Señor que grabe esa humildad en el fondo de su corazón.
<2-422>
En esto de humillarse, aborrecerse y reducirse a la nada, nunca hará demasiado, y éste
es el único medio de salvación que le queda. Si, pues, quiere adelantar mucho en esta
virtud, observe lo siguiente:
1.° De cualquiera parte que le venga la humillación, recíbala como cosa que le es
justamente debida.
2.° Aguarde las humillaciones, a no ser que le dé Dios particular impulso de ir a
buscarlas y le venga a la mano la ocasión.
3.° En lo que ha de mostrar afición particular, Hermana, es en lo que la humilla y
se opone a su natural inclinación. No hay mejor medio para destruir el orgullo del
corazón, como la práctica frecuente y diaria de las humillaciones. Si las desea y ama
para estar unida en todo con Nuestro Señor, le procurará muchas ocasiones, además
de las que encuentra ya por parte de su alma y de su índole. Si tiene hambre de esas
humillaciones y del apartamiento del mundo, lo conseguirá con la gracia de Nuestro
Señor.
4.° Mírese siempre por la parte en que tiene más motivos de humillación y
humíllese en todo y con todos. Humíllese cuando hace sufrir a los otros, considerando
que es lo único de que es capaz, y cuando vea que se zahieren sus acciones,
persuádase de que tienen razón.
5.° Es bueno que esté desacreditada; de esta manera será enemiga del mundo,
estará más alejada de él y a la vez más unida con Dios.
6.° Cuando la reprendan por alguna falta que no haya cometido y cuando la
desprecien, dé las gracias con gran mansedumbre y humildad a las que se portaren así,
como si le hubiesen hecho favor muy singular, dando a entender que está dispuesta
a enmendarse. Ya sabe que no se la debe ningún respeto ni favor, ni siquiera
aprobación. Ni aun merece ser escuchada: sean éstos sus sentimientos.
7.° Póngase siempre en el último lugar y en el más incómodo de todos, a pesar de
la repugnancia que oponga su soberbia. Piense que siempre será para usted dicha muy
grande el que la traten como a sierva de las demás, y lo debería desear con empeño:
primero, para abatir su soberbia y vencer su flojedad, y en fin, a causa de sus pecados,
cuyo número y enormidad deben mantenerla a los pies de todo el mundo y en
particular a los de sus Hermanas. Cuando esté convencida de que no merece delante
de Dios más que desprecios, y no vea en las criaturas sino instrumentos de que se
valen su misericordia y su justicia, unas veces para elevarla, otras para abatirla, y se
penetre bien de que la divina Providencia sólo las emplea para salvarla y para su
gloria, poco la conmoverán todos los malos tratos.
288 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

8.° Colóquese siempre en su lugar, es decir, a los pies de los demonios, donde
tantas veces mereció estar, y a donde iría para siempre si Dios no la tuviese de la
mano, y, con esta mira, colóquese debajo de los pies de sus Hermanas, sin pretender
que deban tener con usted ninguna consideración, ni guardar miramiento alguno.
Crea que no hay ninguna que no la supere en virtud y en inteligencia. Pues nadie
muestra tener menos virtud y talento que el que arriesga la eternidad, como tantas
veces lo hizo. Si puede, Hermana mía, grabar esos sentimientos en su corazón y obrar
en conformidad con ellos, amar la abyección y los desprecios de las criaturas,
buscarlos y abrazarlos, como cosa que le es debida, creo que será medio eficaz, y tal
vez el único, para atraerse la misericordia del Señor».
<2-423>
Enseñando a esta religiosa el modo de regular su interior, iba, sin pretenderlo,
dibujando el suyo propio. Se ve, en efecto, que esa carta es el verdadero retrato de su
humildad y del bajísimo concepto que de sí le inspiraba, tanto en lo concerniente a él
como en lo tocante a su trato con el prójimo.

§ 3. Su espíritu de obediencia
El espíritu de obediencia se origina del espíritu de humildad como el arroyo de la
fuente. Jamás se encuentra un corazón humilde sin que se le vea sumiso, ni será nadie
sinceramente sumiso si no es humilde. Estas dos virtudes andan a la par; la una es la
medida de la otra, y aunque no se confunden, van siempre inseparables, y puede
decirse que la obediencia es la humildad puesta en práctica.
Esto da idea de la que debemos tener de la obediencia de hombre tan humilde.
Ahora bien, para exponerla con claridad meridiana trataré: 1.° De sus sentimientos
sobre esta importante virtud. 2.° De la extensión que le daba. 3.° De las prácticas de
obediencia que inspiraba. 4.° De los ejemplos que de ella nos dio.

SECCIÓN PRIMERA

La doctrina y los sentimientos del señor de La Salle sobre la


obediencia y fundamentos de su necesidad, excelencia y ventajas

I. Su doctrina y sus sentimientos acerca de la obediencia


Fundamentaba la necesidad, excelencia y ventajas inestimables de la obediencia en
la naturaleza del Creador, en la condición de la criatura, en la constitución del
universo y de toda clase de sociedades, en el interés del hombre y en la esencia de las
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 289

comunidades. Por la obediencia da a Dios cuanto se le debe; esto es, gloria perfecta.
La obediencia lleva al hombre a la perfección por el camino más seguro, más fácil y
más corto.

La necesidad de obedecer se funda:


1. En la naturaleza de Dios y de la criatura
Pertenecemos a Dios por infinidad de títulos. Nuestro ser, nuestra vida, nuestros
bienes, todo cuanto somos, tenemos y esperamos viene de Él, es suyo y a Él debe
volver. En cuanto primer principio, le somos deudores de todo nuestro ser. En cuanto
que es nuestro último fin, debemos referirlo todo a Él. Sus derechos sobre nosotros,
sobre nuestras acciones y personas son inalienables, imprescriptibles y absolutos. De
este modo, pretender dirigirse a sí mismo y ser dueño de sus actos es usurpación
culpable de los derechos del Creador. Éste tiene triple dominio sobre nosotros,
fundamento de nuestro triple título de obediencia. Por el derecho de propiedad, le
pertenecemos más que el hijo a su madre, la obra al obrero, el vasallo a su señor.
Como es dueño de nuestro interior, también debe serlo de sus frutos; esto es, de
nuestros pensamientos, deseos, afectos y acciones. Por el derecho de jurisdicción,
puede disponer de nosotros con libertad omnímoda de gobernarnos, de imponernos
leyes y exigir entera sumisión a sus mandatos. Por el derecho de excelencia, encierra
en su naturaleza tantas razones y títulos para someternos y encadenarnos a sus pies,
cuantas son las perfecciones que le hacen digno de todo amor, honra y servicio. Las
propiedades que posee con relación a nosotros, como son las de Creador,
Conservador, Bienhechor universal, Redentor y Sumo Bien, y nuestra calidad de
criaturas, esclavos, imágenes, hijos y discípulos suyos, son títulos inmutables de
nuestra sujeción y dependencia para con Él. De donde se sigue por conclusión
necesaria que
<2-424>
todo cuanto hacemos debe ajustarse a su voluntad soberana, y que no podemos
apartarnos de ella sin incurrir en ingratitud, rebeldía y perfidia, y sin dejar de hacernos
culpables de pecado.
De esta obligación de obedecer a Dios, nacida del fondo de nuestra naturaleza y de
nuestro ser, se sigue la de obedecer a nuestros superiores. Porque, al fin, no hemos
de pretender que Dios se nos muestre visiblemente para guiarnos o lo haga por medio de
ángeles. Sería presunción intolerable y vana ilusión no querer ser gobernado en el
orden civil y natural, por la disposición de la Providencia que establece a los hombres
para que guíen a los hombres; y en el orden sobrenatural, por los superiores a quienes
ha instituido Jesucristo mismo para que gobiernen su Iglesia. Si consideramos el fin
de nuestra creación y el de todas las obras de Dios, notaremos que en él radica la
necesidad de obedecer a Aquel que, sólo para gloria suya, nos sacó de la nada, nos
rescató, nos conserva y colma de bienes. Dios no pudo proponerse otro fin; de modo
que si queremos realizar los planes de nuestro Creador y cumplir nuestros deberes de
290 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

criaturas, debemos buscar únicamente su gloria. Así lo espera de nosotros; espera,


por tanto, nuestra obediencia perfecta, pues sólo ésta le tributa el culto supremo, amor
perfecto y la honra que exige. Por ser quien es, Dios merece culto supremo; todo
cuanto somos nos obliga a rendírselo. Tiene derecho de vida y muerte sobre nosotros,
y a este derecho corresponde por parte nuestra la obligación de ofrecerle sacrificios.
¿Cuál es la víctima que exige? Nosotros mismos. No se conforma ni se ha
conformado nunca con las víctimas legales, porque son ajenas a nosotros mismos,
que somos los que debemos serle ofrecidos. ¿Cómo? Por medio de la obediencia
perfecta que inmola al hombre totalmente. De este modo se convierte en acto de la
virtud de religión, que ocupa el primer lugar entre las virtudes morales. El homenaje
que debe nuestro entendimiento a la majestad divina es la adoración, de la misma
manera que nuestra voluntad debe obedecerle.
Si la obediencia perfecta es el culto supremo debido a Dios, es asimismo el
testimonio real de nuestro amor a Él. Quien me ama —dice Jesucristo— guarda mis
palabras. No son los que dicen Señor, Señor, sino los que cumplen la voluntad de
Dios, los reconocidos por Él como discípulos suyos. La señal que ha dado Él mismo
de su amor infinito al Padre es el cumplimiento de la voluntad divina, ut cognoscat
mundus quia diligo Patrem, para que conozca el mundo que amo al Padre.
Cualquiera otra señal es equívoca, o más bien ilusión. Además, sólo a la obediencia
pertenece tributar a Dios la honra que exige. Es verdad que Dios puede ser honrado de
diferentes maneras, pero no puede serlo por quienes viven en comunidad, si no son
fielmente obedientes. Todas las obras buenas pueden procurar la gloria de Dios, y
procurársela efectivamente, si su motivo es el deseo de cumplir la voluntad divina.
Cesan de ser obras buenas, si Dios no las pide; esto es, si está ausente de ellas la
obediencia, cuando se trata de personas que viven en comunidad. No nos toca a
nosotros honrar a Dios según nuestro gusto y a nuestro modo; hemos de acomodarnos
al suyo. Estudiar sus deseos y someternos a ellos es la mayor honra que nos pide y aun
la única que podemos darle, pues aunque pudiéramos realizar acciones que por
naturaleza serían más brillantes y heroicas, dejan de dar gloria a Dios, si no quiere que
las ejecutemos. Si nadie se considera honrado por cuanto se hace en contra de su
orden, no hay que esperar que Dios mire con agrado un sacrificio mancillado por la
propia voluntad.

2. En la necesidad del orden


La necesidad del orden es el segundo fundamento sobre el cual establece el señor
de La Salle
<2-425>
la necesidad de la obediencia. El orden sólo subsiste cuando hay subordinación, y la
subordinación, a su vez, constituye la obediencia. Si el mundo, los Estados, las
familias y el cuerpo humano no guardan la subordinación que conserva en ellos el
orden, se destruyen. Ordinatione tua perseverat dies. A tu decreto obedece el día y la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 291

noche, dice el Profeta Rey (Ps. 118, 91). El mundo subsiste por el orden que en él ha
establecido su autor. Este orden depende de la conexión, armonía y concierto de sus
distintas partes; y la unión que admiramos en la multitud innumerable de seres
diferentes sólo se conserva por su subordinación mutua (Eccli., 16, 27). No tienen
otro principio de conservación los Estados, las sociedades y las familias. Si se quiere
que reine el orden en ellos, necesitan una autoridad a quien han de subordinarse.
Donde hay muchedumbre nace la confusión, si la pluralidad no termina en la unidad.
El cisma y la división se introduce por la anarquía, y ésta nace de la falta de
subordinación. Si todos los sentimientos y voluntades no concurren al mismo fin, al
coincidir en la obediencia a un superior, penetra el desorden en el gobierno, y al
desorden sigue la desolación.
«El Superior —dice el señor de Rancé— es el moderador de la congregación. Es la
cabeza de un cuerpo cuyos miembros y partes son los Hermanos. Y así como en el
cuerpo humano lo propio de la cabeza es gobernar, conducir y presidir todas los
movimientos y acciones, de modo que todo se refiera a ella y no se haga nada sin que
tenga en la misma su origen y principio, es menester también que en una Comunidad
ordenada todo se haga por mandato y dependencia del Superior; que disponga de todo
para utilidad pública y bien de los particulares; que destine a los súbditos y les señale
sus ocupaciones». Este segundo principio sobre el que estriba el virtuoso sacerdote la
necesidad de la obediencia es el mismo que el Apóstol de las gentes expone en su
Epístola a los Romanos con estas palabras: No hay potestad que no provenga de
Dios; y Dios ha establecido las que hay en el mundo. Por lo cual, quien desobedece a
las potestades, a la ordenación de Dios desobedece (Rom 13, 1-2).

3. En la corrupción de la voluntad humana


Otro principio de la doctrina de nuestro santo sacerdote, que muestra la necesidad
indispensable de la obediencia, es la corrupción del corazón humano y la depravación
de nuestra voluntad: si dejásemos aquél a merced de sus inclinaciones y ésta a la de
sus deseos, ¿adónde nos llevarían? Al infierno y deprisa por el camino de la
iniquidad. Por lo cual el Sabio nos amonesta a no correr tras nuestros deseos, y resistir
a nuestra voluntad. Los que se guían por su voluntad se entregan a las pasiones
horribles, se dejan dominar por los vicios vergonzosísimos y se precipitan en todos
los crímenes de que san Pablo moteja a los filósofos antiguos en su Epístola a los
Romanos (Rom 7).

4. En la alternativa de cumplir la voluntad de Dios o la del demonio


El Fundador de las Escuelas Cristianas, al llevar este principio hasta el límite,
deducía de él una consecuencia muy lógica para convencer de la necesidad de la
obediencia. Esta consecuencia es espantosa y nos horroriza, pero no obstante es
verdadera. Hela aquí: hay que resolverse a obedecer a los superiores o determinarse a
obedecer al demonio, ya que es necesario cumplir la voluntad de alguien. Nos toca
292 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

a nosotros elegir el dueño a quien queremos someternos y cuyos mandatos queremos


seguir. Ahora bien, sólo hay dos entre quienes podamos optar: Dios y el demonio. El
parangón entre estos dos dueños nos sobrecoge de horror, por eso es tan propio para
inspirarnos el espíritu de obediencia. Necesariamente hay que cumplir la voluntad de
Dios o la del demonio. ¿Por qué? Porque no hay término medio entre seguir nuestra
voluntad propia o seguir la del demonio,
<2-426>
como tampoco la hay entre obedecer a Dios y obedecer a nuestros superiores. Ocupan
éstos el lugar de Dios, representan a Jesucristo, se hallan revestidos de su autoridad,
hablan en su nombre, son su boca, órganos de su voz y ecos de su voluntad. Luego
en conclusión lógica no se puede obedecerles o desobedecerles sin obedecer o
desobedecer a Dios. Por otra parte, la voluntad propia y el demonio están de acuerdo,
pactan conjuntamente para oponerse a la ley de Dios. No podemos, por tanto,
contentar a una sin contentar al otro. En consecuencia lógica, se obedece al demonio
si se sigue la voluntad propia.

5. En el interés del hombre


Después de haber buscado el señor de La Salle en la naturaleza de Dios y en la
nuestra, en el orden de la Providencia y en el de la naturaleza, títulos gloriosos en
favor de la obediencia, hallaba otros igualmente propios para ponderar de nuevo la
necesidad, excelencia y ventajas de esta virtud, en provecho del hombre. La
desobediencia causó su ruina; la obediencia obró su salvación. La primera aparta al
alma de la gracia; la segunda, es fuente de vida. La desobediencia cierra el paso a la
perfección; la obediencia es el camino más corto, seguro y suave para conseguirla.

La obediencia obra la salvación


En primer lugar, la desobediencia de Adán causó la ruina de su posteridad; la
obediencia de Jesucristo ha obrado la salvación del género humano. Nuestra religión
se funda en esta verdad básica, que encierra la del pecado original y la de la
redención. A la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos
constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo serán muchos
constituidos justos (Rom., 5, 19). Estas palabras nos enseñan lo que ganó el infierno
con la desobediencia del primer hombre y lo que debe el cielo a la obediencia de
Jesucristo. Debemos entender que Dios quiere guiarnos y salvarnos por la sumisión y
dependencia. Para persuadirnos más de ello, basta desenvolver la proposición
particular contenida en la universal enunciada por el Apóstol. Por una parte, la
desobediencia del primer hombre causó la desgracia del linaje humano. Ésta es la
proposición universal, que se extiende a todos los hombres. En ella se contiene esta
otra: la desobediencia de cada hombre causa también su ruina. Por otro lado, la
obediencia de Jesucristo obrará la salvación de muchos justos; esta proposición se
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 293

extiende a todos los elegidos. De donde se deduce esta otra: la obediencia de cada
individuo obrará su salvación. Así, pues, la salvación del hombre está ligada a su
obediencia. El Apóstol lo dice también expresamente en su carta a los Hebreos:
Jesucristo vino a ser causa de salvación eterna para todos los que obedecen (Hebr 5,
9). ¿Nos percatamos de una vez para siempre hasta dónde llega el mérito de la
obediencia? Ella colmó la gloria de Jesucristo y debe colmar la dicha de los hombres.
La muerte de Jesucristo habría perdido su valor, si no la hubiera decretado la voluntad
de su Padre (S. Th., 2 2., q. 143, a 5); con mayor razón, nuestras virtudes no son más
que fantasmas, si no las regula la obediencia. Tenemos que ser santos como Dios
quiere que lo seamos y no según nuestra fantasía.

La obediencia atrae la gracia


En segundo lugar, la desobediencia, como dice el piadoso autor de la Imitación,
aparta de la gracia (L. 3, c. 13, 1).
La obediencia es una de sus fuentes. Esto es de fácil comprensión.
La gracia es el auxilio que Dios concede para cumplir sus mandatos. Cuanto más
fieles somos en obedecerlos, tanto más se nos da y comunica su bondad divina. La
gracia del Todopoderoso ayuda siempre tan eficazmente a la obediencia fiel, que no
vacila la victoria entre sus manos (Prov 21, 28). Esta abundancia de gracia constituye
la fuerza del alma obediente, y al hacerla superior a todos sus enemigos, la ayuda a
conseguir tantas victorias, cuantos son los combates que le presentan sus pasiones.
¿No es esto lo que señala el príncipe de los Apóstoles al comienzo de su
<2-427>
primera Epístola, al desear la gracia y paz a quienes son santificados por el Espíritu
Santo, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre? Estas palabras
merecen fijar la atención: nuestra santificación se realiza por el Espíritu Santo, y el fin
de esta santificación es hacernos obedientes; el efecto de esta obediencia es la
aplicación de la sangre de Jesucristo y el mérito de la sangre de Jesucristo es la gracia
y la paz. Esto quiere decir que la obediencia nos santifica; que nos rocía con la sangre
de Cristo y nos atrae sus gracias.

La obediencia constituye el fondo de la perfección


En tercer lugar, si la desobediencia cierra el camino de la perfección, la obediencia
lo abre y allana, porque es la esencia de la abnegación evangélica tan recomendada
por Cristo, la cual exige la práctica de todas las virtudes. Renúnciate a ti mismo. Esta
sola palabra es la sustancia de toda la moral evangélica; señala la clave de la
perfección y encierra todos sus progresos, porque es muy cierto que la práctica de las
virtudes más sublimes pide grandes esfuerzos, obliga a renuncias dolorosas, y que la
294 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

recompensa del cielo es conquista que cuesta muchos trabajos y fatigas, y hasta
sangre al alma, si vale la expresión. Si la senda que conduce a la vida eterna es tan
estrecha que Nuestro Señor Jesucristo mismo parece admirarse de ello cuando así nos
lo enseña, el camino de la perfección es todavía mucho más arduo y espinoso. Sólo se
adelanta en él con la abnegación; cada paso cuesta esfuerzo, y el progreso va tan
ligado a este renunciamiento, que por poco que se detenga en él, se retrocede. Ahora
bien, la obediencia es abnegación perfecta, contiene o ejercita todos los géneros de
mortificación. Entrega a Dios totalmente lo íntimo del hombre después de haberles
dado sus frutos. De suerte que, según el devoto autor de la Imitación, es gran cosa
estar en obediencia, y vivir sometido a un prelado y renunciar a la voluntad propia.
Por la práctica de las virtudes, se ofrece algo a Dios, se renuncia a alguna criatura,
se pierde parte de uno mismo. Por el silencio nos privamos del placer de conversar;
por la soledad, del de la compañía; por el ayuno y abstinencia mortificamos la
sensualidad; moderamos el atractivo de los placeres por la templanza; por las
austeridades reprimimos la rebeldía de la carne; por la castidad renunciamos al
deleite; por la pobreza nos despojamos de los bienes terrenales; mas por medio de la
obediencia nos renunciamos enteramente a nosotros mismos: voluntad, deseos,
caprichos, antojos, inteligencia, luces, juicio, uso de la propia razón, libertad, derecho
de disponer de uno mismo, proyectos y acciones. Por la obediencia queda tan sujeto
el cuerpo como el alma, pues esta virtud le cierra los ojos, le tapa los oídos, le ata la
lengua, pies y manos contra su gusto, o los desata y pone en movimiento según el
mandato de los superiores. Al fin, como nota san Gregorio, ¿es tan difícil dejar lo que
se tiene? Fácilmente nos despojamos de la camisa, porque no está adherida al cuerpo.
Lo tapa, pero no forma parte de él. No sucede lo mismo con la piel, porque le está
unida y forma parte de él: desollar el cuerpo es un martirio. No cuesta tanto sacrificar
lo exterior a nosotros mismos; pero despojarse de sí mismo es el esfuerzo más
generoso que el hombre puede hacer por Dios (Homil. 50 in Evang.), y el sacrificio
más precioso que puede ofrecerle. Es un holocausto en que el hombre se consume
enteramente para gloria de Dios. Las demás virtudes ofrecen hostias a Dios, pero se
reservan una parte para sí; únicamente la obediencia destruye todo y no deja nada de
la víctima. Por esto es
<2-428>
verdadero holocausto, tanto más excelente cuanto que nada extraño a sí mismo es
inmolado en él: su víctima es el propio yo, como observa también san Gregorio
Magno.
En cuarto lugar, la obediencia es el camino más corto, suave y seguro para llegar a
la perfección. Hay muchos caminos que llevan a ella, mas el de la obediencia es el
más corto. Es el que Jesucristo siguió y al que llama a los que quieren seguirle. Es el
que más han andado los santos; el camino que su experiencia y doctrina señalan como
más corto; es el más suave y agradable; y, a mayor abundamiento, es el más seguro.
Los caminos que conducen a la perfección no carecen de peligro: los hay que
fácilmente extravían, dan rodeos y parecen llevarnos a ella, cuando en realidad nos
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 295

alejan. Existen otros en los cuales el demonio tiene gran facilidad de armar lazos que
hacen caer o estorban y detienen. Es fácil engañarse en ellos y efectivamente son
muchos los que se extravían; pero en materia de obediencia, no es de temer el engaño;
su atractivo no es inspirado nunca por el demonio ni por el amor propio o la
naturaleza. Todo mandato de los superiores legítimos que no vaya directa o
indirectamente contra la ley de Dios, la conciencia o el deber, es orden de Dios; Él es
quien habla por su boca, y se cumple la voluntad divina obedeciendo la de éstos.
Añadamos que se está expuesto —y quizás más en estos tiempos que en otros— a
recibir direcciones falsas, o porque los directores no son suficientemente ilustrados,
sabios y espirituales, o porque no son bastante celosos, vigilantes y atentos. Los hay
ciegos, que conducen y arrastran al precipicio. Unos llevan al fanatismo, y otros, a los
errores de que están imbuidos; mas en el camino de la obediencia a las Reglas
prudentes y aprobadas o a los superiores legítimos, no hay nada que temer. Es, por
tanto, el camino más seguro.
Asimismo, es el más suave; porque descarga del inquietante cuidado de la
dirección propia y de la responsabilidad de la propia voluntad, peso oneroso aun para
los más celosos en seguirla. La obediencia libra de la inquietud de saber si lo que se
hace agrada a Dios o es conforme con sus designios; evita, finalmente, escrúpulos y
arrepentimientos dolorosos por si acaso se tomaron como señales de la voluntad de
Dios los impulsos del amor propio; porque, en fin, fuera de la obediencia, es fácil y
ordinaria la sorpresa en esta materia: a menudo nos agita la pasión cuando creemos
que es celo lo que nos anima, según advertencia del piadoso autor de la Imitación de
Cristo. Y, como dice en otro lugar, creemos, a veces, obrar inspirados por la caridad,
cuando lo hacemos por instinto carnal. ¿Por qué? Porque la inclinación natural, el
amor propio, el interés, el amor de nuestras conveniencias y comodidades a menudo
nos engañan.
Fuera de las Comunidades, lo que aflige a las almas mejores es no poder ordenar
por medio de la obediencia los pormenores de sus proyectos y acciones. Como tienen
ardiente deseo de agradar a Dios y de adelantar en la perfección, y saben que esta
perfección va unida al cumplimiento de la voluntad de Dios, ponen toda su atención
en conocerla; y su único temor es equivocarse y tomar como inspiración del Espíritu
Santo lo que sólo es atractivo del amor propio o inclinación de la naturaleza.
Qué no harían y darían las almas de buena voluntad para conocer lo que Dios pide
de ellas, y el tiempo y modo de ejecutar sus designios; porque hay otra dificultad, que
es la de saber medir tan bien las circunstancias, que no se haga ni más ni menos, nada
fuera de tiempo o de lugar,
<2-429>
ni por pereza ni por precipitación; nada con que pueda sufrir menoscabo por la
indiscreción y la ligereza. Ahora bien, ésta es la ventaja del estado de sumisión y
obediencia, a saber: que se señala con seguridad cuál sea la voluntad de Dios, y el
tiempo, lugar, modo y todas las demás circunstancias que deben concurrir a su
296 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

cumplimiento cabal; evita todos los defectos que pueden empañar su ejecución, al
ordenarlo todo y al cerrar todos los caminos a la dilación o al ardor fogoso, al exceso y
al defecto. Acarrea, por consiguiente, al alma el mayor consuelo de que puede gozar
en este mundo, que es cumplir en todo el beneplácito divino.

6. La necesidad de la obediencia se funda en la esencia de las Comunidades


La obediencia, dice santo Tomás, constituye la esencia de la religión, la sustancia
de las Comunidades religiosas, su carácter específico y su ventaja propia y peculiar.
Únicamente se ingresa en ellas para perder su vida, según se expresa Jesucristo, esto
es, para perder el derecho a disponer de su persona, a obrar por cuenta propia, a seguir
su parecer y sus inspiraciones, a gobernarse por el juicio propio, a ser dueño de sus
acciones y a no depender de nadie. Si se abraza la vida religiosa, es para tener
superiores y seguir unas Reglas que, al privar de todo alimento a la voluntad propia,
ésta muere insensiblemente; quien entra en religión con otras intenciones no sabe lo
que hace, trastorna el orden, se opone a los planes de Dios y escoge para sí una cárcel
más bien que un paraíso terrenal; quien mora en ellas sin el espíritu peculiar, perturba,
escandaliza, atormenta a los superiores y desedifica a los demás.
En efecto, el espíritu de obediencia es el buen olor de las casas religiosas, pues
donde aquél no existe, no hay subordinación, ni orden, ni fervor, ni regularidad, ni
piedad. Allí impera anarquía monstruosa, desorden que ofende, desconcierto que
indica la presencia del mal y predice sus consecuencias. Donde la obediencia no
mantiene sumisos a los inferiores y no deja libres a los superiores para mandar, donde
la Regla no gobierna las voluntades, ¿qué es lo que se oye? Murmuraciones contra la
autoridad legítima, tumultos, gérmenes de rebeldía, proyectos de sublevación. ¿Qué
es lo que se ve? Irregularidades continuas, cábalas secretas o públicas, parcialidades
manifiestas, contradicciones perpetuas, diferencias de genios opuestos, divisiones y
disensiones dolorosas, faltas de silencio, de recogimiento, de regularidad, de caridad
o formulismo de caridad, unión de taifa, piedad ñoña y exterior afectado. Finalmente,
todo anda patas arriba como en el mundo al revés: los hijos que mandan a los padres,
las ovejas que quieren conducir a sus pastores, inferiores que parecen haber hecho
voto de obediencia para seguir sus antojos.
Por el contrario, allí donde reina la obediencia, la subordinación establece el orden;
el orden, la regularidad; la regularidad, el fervor, y el fervor, la práctica de todas las
virtudes. La Comunidad semeja la familia que sigue amorosamente la dirección
paterna; es, como imagen anticipada del cielo, donde la paz, la concordia, el gozo y la
caridad mutua aúnan las almas y corazones. Los inferiores forjan las delicias de los
superiores; y éstos, la dicha de aquéllos.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 297

De la necesidad de la obediencia
Por ser la obediencia la virtud principal y más necesaria a los religiosos y a todas
las personas que viven en Comunidad, importa sobremanera, dice el señor de La
Salle, que se les explique bien la extensión, esencia y práctica de esta virtud. Ya lo
hizo él mismo de manera muy sucinta y sólida en el tratadito acerca de este asunto, y
más ampliamente en meditaciones compuestas para los Hermanos.
Véase a manera de paradigma el excelente comentario del Santo Fundador al
explicar estas palabras del Evangelio: Jesús estaba sujeto a María y José. «¡Lección
admirable es ésta para cuantos están encargados de instruir a los demás en las
<2-430>
verdades cristianas! Jesucristo se preparó con la sumisión y obediencia a la obra
magna de la redención de los hombres y conversión de las almas, porque sabía que no
hay cosa tan capaz de procurarla con más provecho y certeza como el prepararse a
ella por mucho tiempo con la práctica de vida humilde y sumisa. Por este motivo, en
la primitiva Iglesia y, sobre todo, en el Oriente, se elegía por obispos a personas que
hubiesen vivido largo tiempo en obediencia. Vosotros, a quienes Dios ha llamado a
un ministerio que os obliga a trabajar en la salvación de las almas, debéis prepararos
con la práctica continua de la obediencia a haceros dignos de tan santo empleo y
producir en él opimos frutos. Cuanto más fieles seáis a la gracia de Jesucristo que os
quiere perfectos en la virtud de la obediencia, tanto más bendecirá Dios vuestros
trabajos, porque quien obedece a sus superiores, a Dios mismo obedece, etcétera».
Como puede leerse lo demás en el libro de las meditaciones impresas del señor de La
Salle, bastará con lo copiado.

SECCIÓN SEGUNDA

Extensión que el señor de La Salle da a la virtud de la obediencia,


condiciones y fundamentos en que la apoya

I. Su doctrina y sentimientos sobre la extensión y caracteres


de la verdadera obediencia
Después de haber referido los sentimientos del señor de La Salle acerca de la
necesidad, excelencia y ventajas de la obediencia, es menester explicar la extensión
que da a esta virtud y los caracteres que ha de tener para ser perfecta.
La obediencia, según él (Colección, pp. 40 ss.), para ser perfecta debe ir
acompañada de estas nueve condiciones: l.a, cristiana y religiosa; 2a, universal; 3.a,
298 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

indiferente; 4.a, exacta y entera; 5.a, pronta; 6.a, ciega; 7.a, sencilla; 8.a, humilde y
respetuosa; 9.a, cordial y afectuosa. La primera de esas condiciones —dice— indica
el motivo que ha de mover a obedecer; las tres siguientes se refieren principalmente a
la persona a quien se obedece, y a las cosas en que se obedece; la quinta señala el
tiempo preciso en que se ha de obedecer, y las cuatro últimas expresan el modo como
debe obedecerse. Creo que se pueden compendiar esas nueve condiciones en cinco,
que vamos a explicar, según la intención del santo varón y casi con sus mismas
palabras.
En primer lugar, la obediencia ha de ser universal y no admitir excepción, ni
restricción, ni interpretación, ni dispensa vana o especiosa. Es preciso obedecer a los
superiores, cualesquiera que sean, eclesiásticos, civiles, regulares y, según san Pedro
(I Petr., 2, 13), a toda criatura; es decir, al papa, a los obispos, a los pastores, a los
directores, a los superiores de la congregación, a las Reglas, a los príncipes, a los
magistrados y al prójimo, según razón y prudencia. Ésta es la doctrina evangélica, y
aunque tan olvidada, tan descuidada y tan quebrantada, es el alimento con que
Jesucristo y sus apóstoles mantenían a sus discípulos. Obedeced a vuestros
superiores y estadles sumisos —dice san Pablo—, porque velan, como que han de
dar cuenta de vuestras almas, para que hagan esto con gozo y no gimiendo, pues esto
no sería provechoso para vosotros (Hebr., 13, 18). Las obligaciones de los superiores
e inferiores son mutuas. El superior tiene obligación de enseñaros vuestros deberes,
y, de hacerlo o no, depende su salvación; pero también depende la del súbdito de
cumplir o no los preceptos legítimos del superior y de obedecerlos con docilidad. El
peso de la autoridad agobia a los pobres superiores cuando no les alivia la sumisión de
los inferiores. Si unos tienen derecho de mandar, porque representan a Dios y hacen
sus veces en la tierra, otros están obligados a obedecer.
<2-431>
La obediencia es de tal modo debida a todos los superiores legítimos que, sin parar
mientes en su vida, es preciso someterse a sus órdenes. En vano trataríamos de
sincerar nuestra obediencia con la mala conducta del superior; si el superior no es
santo, es santísimo Dios, en cuyo nombre mandan los superiores, y como en ellos
debemos ver a Dios, resulta que no es la buena o mala conducta del superior la regla
de la nuestra, sino su voluntad. Por eso, hablando Jesucristo al pueblo y a sus
discípulos, dice: Los escribas y fariseos están sentados sobre la cátedra de Moisés.
Observad, pues, y haced todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen. Más
aún: no se deben mirar los superiores establecidos en la Iglesia sino como imágenes,
vicarios y representantes de Jesucristo. Y de tal modo lo representan, que considera
como dirigidos a sí mismo los desprecios que a ellos se dirigen y también el honor que
se les tributa. Quien a vosotros oye, a Mí me oye —dice Él mismo—; quien os
desprecia, a Mí me desprecia, y quien a Mí me desprecia, desprecia a Aquel que me
ha enviado (Mt., 10, 40; Jn 13, 20; Lc 10, 16). Los ministros de Jesucristo,
cualesquiera que sean, están revestidos de su autoridad y son sus substitutos. El
pecado de desobediencia que se comete contra ellos recae en Aquel del cual son
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 299

imágenes los superiores. Por indignos que puedan ser personalmente, el carácter de
que se hallan revestidos debe tapar los defectos a los ojos del inferior, y obligarle a
obedecer. La obediencia no se limita a los superiores eclesiásticos; extiéndese
también a los que ejercen la potestad civil, a los príncipes, a los magistrados y a todos
aquellos que tienen el derecho de gobernarnos. Esa doctrina es tan clara y
formalmente enseñada en la ley de gracia, que no hay cristiano que la pueda
lícitamente ignorar. Toda alma esté sometida a las potestades superiores —nos dice
san Pablo— porque no hay potestad sino de Dios, y las que son de Dios son
ordenadas. Por lo cual el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios, y
los que a Dios resisten, ellos mismos atraen a sí la condenación. Porque los príncipes
no son para temor de los que obran lo bueno, sino lo malo... Porque es ministro de
Dios para tu bien... Por lo cual es necesario que le estéis sometidos no solamente por
temor del castigo, sino también por la conciencia (Rom 13, 1 ss.). El Apóstol de las
naciones hace referir la necesidad de obedecer a los príncipes de la tierra a su primer
principio, el cual consiste en que el poder temporal les ha sido comunicado por Dios;
que la Providencia es quien lo ordena todo en el mundo; que el orden que Dios
estableció en él no puede sostenerse sino por la subordinación, y la subordinación por
la obediencia, de donde concluye que resiste a Dios y trastorna el orden de su
sabiduría el que no quiere someterse a los que ha establecido para gobernarnos. La
misma doctrina inculca en su Epístola a Tito: Amonesta a los fieles que estén sujetos a
los príncipes y a las potestades, que les obedezcan, que estén prevenidos para toda
obra buena (3, 1).
El príncipe de los Apóstoles usa el mismo lenguaje en estos términos: Someteos,
pues, a toda humana criatura, y esto por Dios, ya sea al rey, como soberano que es,
ya a los gobernadores, como enviados por él... Porque así es la voluntad de Dios...
Honrad a todos..., amad a todos; temed a Dios, dad honra al rey. Siervos, sed
obedientes a los señores con todo temor, no tan solamente a los buenos y moderados,
sino aun a los de recia condición, porque ésta es gracia, si alguno por respeto a Dios
sufre molestias padeciendo injustamente (Pe 2, 13). No puede extenderse a más la
obediencia porque san Pedro nos quiere sumisos y obedientes a toda clase de
personas, a todos quiere que honremos, y en particular nos obliga a obedecer a los
príncipes porque se hallan revestidos de la
<2-432>
autoridad de Dios; en fin, manda a los siervos e inferiores que obedezcan con
docilidad a sus amos, aunque sean de recia condición, porque tal es la voluntad de
Dios, y en ésta se cifra el mérito del súbdito.
No debemos, pues, extrañar que esa sumisión a los poderes legítimos forme parte
de la doctrina evangélica, pues es el fundamento del orden, el nudo de la sociedad, el
sostén de las leyes y la paz de los Estados. Los príncipes no pueden tener por fieles
súbditos sino a los buenos cristianos. ¿Por qué? Porque solamente la fe que nos los
representan como imágenes de la majestad de Dios, como depositarios de su
300 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

autoridad, lugartenientes de su justicia y ministros de su poder, puede conciliarles el


respeto, la sumisión y la fidelidad sincera, desinteresada, interior y constante.

II. Caracteres de la obediencia

1. Ha de ser universal
Lo que precede explica el carácter de universalidad de la verdadera obediencia.
Como se ha visto, sujeta al hombre: 1.°, a todos los superiores legítimos,
cualesquiera que sean, y aun a toda criatura omni creaturae; 2.°, se extiende a todo
los mandatos, si son, por supuesto, justos y conformes con la ley de Dios, que
dimanen de los superiores, y quiere que se ejecuten al pie de la letra, tales como nos
sean comunicados y con todas las circunstancias, sin añadirles ni quitarles nada;
3.°, se extiende al tiempo, y no permite alargarlo ni abreviarlo, adelantarlo ni
retrasarlo, sino que exige que se obedezca con puntualidad; 4.°, se extiende a la
manera de obedecer, y prescribe cumplir lo mandado en la misma forma en que está
ordenado y no en otra; en una palabra, quiere que se obedezca en todo tiempo, en la
edad avanzada lo mismo que en la infancia; en todo lugar, así en el mundo como en
la religión; en todas las cosas, lo mismo en las difíciles que en las fáciles.
Puede verse cómo se explica La Salle cuando trata de esta materia en la Colección
sobre la Obediencia, n. 3. Así es, en efecto, como Nuestro Señor obedeció y nos
enseñó a obedecer con su ejemplo. Se sometió a todos los mandatos de su Padre:
Cumplo siempre lo que place a mi Padre; se sometió a toda la extensión de la ley:
Observo la ley con tanta exactitud que no omito ni una tilde; obedecía con
puntualidad sin adelantar el tiempo ni atrasarlo: Está escrito de Mí —dice por uno de
sus profetas— que debo hacer vuestra santa voluntad. Me sometí a ella con alegría y
establecí vuestra ley en medio de mi corazón. Entonces dije: vengo para cumplirla.
Escoge, como se ve, el momento que Dios quería y no se tomaba la libertad de
adelantarlo ni atrasarlo.
Semejante puntualidad observó en las bodas de Caná. Su Santísima Madre le
suplicó que obrase el primer milagro; mas por muchas ganas que tuvo de agradarla
y por más interés que su fama pudo tener en un prodigio que debía comenzar a
manifestar su gloria, lo atrasó porque aún no era llegada su hora. En fin, la
obediencia del Hijo de Dios se extendió al modo de obedecer. No quiso dejar nada a
su elección ni a su libertad; la voluntad divina fue tan perfectamente la regla de la
suya, que se obligó a cumplirla en la forma que le estaba prescrita: Cumplo las
órdenes de mi Padre en la forma que Él me indica.
Poner excepciones en lo que está mandado, haciendo una parte y omitiendo la otra,
es, al sentir de nuestro santo sacerdote, desfigurar la obediencia; poner restricciones
de manera que se someta en una cosa y en otra no, es limitar la obediencia; interpretar
y comentar lo que está mandado para persuadirse que no han querido, ni debido, ni
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 301

podido con razón mandar más de lo que queríamos, es alterarla; pedir dispensa
exponiendo falsas excusas, o manifestando
<2-433>
demasiada repugnancia, o pidiéndolo con demasiada instancia, más que obtener
dispensa, es sonsacarla. Obedecer de esta manera es sustituir hipócritamente la propia
voluntad a la del superior; es disfrazarse con la apariencia de la obediencia y rechazar
la realidad de ella.
Pero la obediencia debe extenderse todavía mucho más, pues mueve no sólo a
cumplir las órdenes, sino también a prevenir los deseos y las inclinaciones de los
superiores. La autoridad de los superiores se ejerce de dos maneras: mandando y
corrigiendo. La primera se ejecuta por orden expresa, formal y positiva, o por simple
declaración de voluntad, o por la sola manifestación de su deseo. La segunda, por
medio de avisos, amonestaciones y reprensiones. La obediencia se extiende a todo
eso, nada la limita. No debe, pues, decirse para desentenderse de cumplir con
integridad la obediencia, que no se falta más que a cosas pequeñas y de poca
importancia; pues, al contrario, cuanto más pequeñas son las cosas, tanto más
censurable es el descuido. El pecado del primer hombre le hizo tanto más criminal
cuanto más fácil era el mandato que se le había impuesto. Cuanto más suave es el
precepto, tanto más criminal es la transgresión.
Pero si los superiores quieren dar a alguno el empleo, lugar o colocación que gusta
y favorece la naturaleza, ¿no se podrá entonces manifestar disgusto? Cierto es que si
en esas ocasiones se obedece por la inclinación de la naturaleza, porque gusta el
mandato, la obediencia no tiene entonces ningún mérito; a sí mismo y no a Dios
quiere uno contentar. Del mismo modo, si se obedece en cosas pesadas, difíciles y
repugnantes sin que la voluntad tome parte ni el corazón tampoco, aunque se
obedezca en cosas difíciles, es infructuosa la obediencia, porque no es sincera ni
interna.
Es verdad que por lo que toca a las cosas que son conformes al gusto de la
naturaleza, al amor propio y a la inclinación del corazón, hay siempre derecho de
proponerlo al superior, y aun se puede pedir, que le eximan de ellas: y suspender la
ejecución hasta que le den orden positiva. Entonces los superiores, lejos de llevarlo a
mal, quedan edificados, cuando se convencen de que se procede con rectitud y
sinceridad. Esa doctrina es muy conforme con la práctica de los santos, de quienes se
podría traer gran copia de ejemplos. He aquí como el señor de La Salle aplica a los
Hermanos, en particular, esa doctrina general. La segunda condición de la obediencia
es que sea universal, obedeciendo a todos, directores, iguales e inferiores, sin
distinción; en todo lo ordenado, y en todo tiempo y lugar; los defectos contrarios son:
obedecer a un director y no a otro, en un lugar o en una casa, y no en otra (Colección:
De la obediencia).
302 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

2. Ha de ser pronta y sin demora


La prontitud es la segunda condición de la perfecta obediencia: ejecuta el mandato
sin dilación, sin titubear, sin negligencia. Ponen esta condición como carácter y
propiedad de la obediencia todos los maestros de la vida espiritual y los fundadores
de órdenes. Es preciso obedecer sin tardanza —dice san Benito en su Regla— en el
momento en que habla el superior y como si Dios mismo mandase. San Pacomio
manda en la suya a sus monjes que se levanten a la primera señal y que acudan luego
a la oración. Pero los santos que estudiaron a fondo la materia de la obediencia para
perfeccionarse en ella, distinguen tres grados en la diligencia que exige.
El primero es obedecer sin dilación, de modo que, al mismo tiempo que el superior
abra la boca para formular un mandato, el inferior se ponga en disposición de
cumplirlo. A este propósito decía san Francisco a los suyos: Obedeced a la primera
palabra y no esperéis a la segunda, pues —añade san Buenaventura— no será
considerado como obediente quien espera el segundo mandato del superior.
<2-434>
El segundo grado de esa diligencia consiste en dejar al momento lo que se hace,
para obedecer con puntualidad. Este segundo grado es más perfecto que el primero,
pues es fácil obedecer con prontitud las órdenes y disposiciones de los superiores
cuando no se tiene nada entre manos, pero no pocas veces se da lugar a la pesadez o
negligencia en obedecer cuando se está haciendo alguna cosa que nos gusta o interesa
mucho. Pero, sin embargo, la perfecta obediencia pide esa diligencia; exige que el
que obedezca se desentienda en el acto de cualquiera otra ocupación. Por más
ocupadas que se tengan las manos en algún trabajo, es preciso desentenderse de él
para obedecer luego, mox exoneratis manibus, dice san Benito (Regla, 3). Aun
cuando uno estuviese en conversación con los ángeles y honrado con su visita, decía
el beato Fray Gil. Los apóstoles dieron maravilloso ejemplo de esa diligencia y
prontitud en obedecer; a la primera palabra de Jesucristo, san Pedro y san Andrés (Mt
4, 21-22) dejaron sus barcas y sus redes para seguirle. Santiago y san Juan hicieron
otro tanto. Inmediatamente, dejando sus redes y a su padre, siguieron a Jesús. Illi
continuo relictis retibus secuti sunt eum. San Mateo tenía algo más que dejar; pero lo
dejó también, sin embargo, con la misma diligencia, a la primera palabra del Salvador
del mundo. Jesús le dijo: Sigueme; y, levantándose al punto, le siguió. Ait illi:
sequere me, et surgens secutus est eum (Mt 9, 9).
El tercer grado es de más alta perfección, pues pide que sea uno tan puntual en
obedecer que, dejando sin concluir lo que está haciendo, deje imperfecta la obra
comenzada. Hay muchos que dejan lo que hacen, al primer toque de la campana, a la
primera palabra del superior, cuando han concluido lo principal que tenían que hacer,
y también cuando les falta mucho para terminar; pero si les quedaba poco y tenían
ganas de concluirlo luego, es fuerte la tentación que mueve a seguir en ello un rato
más. Pero los santos fundadores de órdenes religiosas exigen de sus hijos que
obedezcan también con este tercer grado de prontitud. Nuestro héroe era su eco
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 303

cuando renovaba esa doctrina. Mox exoneratis manibus, et quod agebant


imperfectum reliquentes —dice san Benito en su Regla—; y uno de los abades de su
Orden añade como comentario: Aquellos que estén trabajando que dejen su
ocupación; dejen los obreros las herramientas de que se sirvan; dejen los que
escriben la letra comenzada, y toda la Comunidad cese al instante lo que está
haciendo (Smaragdo, in cap. 3. Reg. S. Ben.).
Es verdad que esta doctrina no debe extenderse a ciertas cosas en que la necesidad
o la caridad, o cualquier otro motivo legítimo, exige no dejar por concluir la obra
comenzada, pues el ejercicio de todas las virtudes exige como regla la santa
discreción.
En una Comunidad sirve además esa diligencia de buen ejemplo y aguijón que
espolea a los demás. Una persona puntual contribuye al buen orden, edifica e inspira
fervor; la perezosa y descuidaba entorpece el orden e incomoda; los puntuales se
atraen las simpatías de todos; los rezagados a todos desagradan. ¿Habéis visto —dice
el Espíritu Santo— a una persona ocupada con diligencia en su trabajo? A todos gusta
y hasta los mismos reyes la llamarán a su servicio. Por eso san Pacomio había
mandado que los que vinieren tarde al comedor se quedaran en pie o que en
penitencia se les dejase sin comer. San Basilio los condenaba a ayunar hasta el día
siguiente.
He aquí el segundo carácter de la obediencia que el Fundador de los Hermanos les
encomendaba. Les enseñaba a que obedeciesen al punto, sin diferirlo, ni dejarlo para
el día siguiente, ni retrasarlo por un momento; y quería más deseaba que previniesen
los mandatos y que obedeciesen, por decirlo así, antes de que la obediencia les
mandase; estando prontos y dispuestos, al decir de san Bernardo, a ver, oír, decir y
hacer cuanto a los superiores agradare, yendo sin dilación a donde ellos desearen.
Toda esa doctrina está contenida en estas pocas palabras del señor de La Salle: «La
quinta
<2-435>
condición de la obediencia es que sea pronta, obedeciendo inmediatamente, y en el
instante mismo en que se nos manda, al primer sonido de la campana; interrumpiendo
la letra medio escrita, o la sílaba que se había principiado a leer; dejando una cosa a
medio hacer, para empezar otra; una palabra sin concluir en el recreo, cuando se toca
para terminarlo; dejando a la persona con quien hablamos, cuando llaman a algún
acto de Comunidad; en fin, dejando por concluir todas las cosas por más necesarias
que parezcan, a no ser que haya autorización expresa para continuarlas» (Colección,
ut supra).

3. Ha de ser generosa
El tercer carácter de la obediencia que les pedía es la generosidad. Nada, en efecto,
exige más valor que la obediencia, pues el hombre inclinado al mal desde su
304 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

juventud, según la Sagrada Escritura, procura hacer su voluntad y seguir sus


inclinaciones. Es esta viciosa inclinación parte de la herencia que nos legó nuestro
primer padre, el cual, al anteponer su voluntad a la misma voluntad de Dios, nos
comunicó con la mancha del pecado esa fatal propensión a todo lo malo; y como es en
nosotros tan antigua y estamos tan hechos a ella, se nos hace cosa muy cuesta arriba el
renunciarla. No es cosa fácil —dice san Bernardo— deshacerse de la propia voluntad
para aceptar como propia la de otro. Añádase a esto que casi siempre encuentra apoyo
esta disposición mala en las dificultades que suelen acompañar lo mandado, bien sea
por parte de la cosa mandada, que de sí puede ser pesada, desagradable, humillante y
contradecir a nuestro genio, al temperamento, a la inclinación natural; bien por parte
del modo con que se nos comunica el mandato, el cual puede ser imperioso, agrio,
seco, duro, repugnante; bien sea con respecto al tiempo y a las circunstancias en que
se nos mandó, pues puede muy bien suceder que no estemos entonces dispuestos a
manifestar tanta sumisión y obediencia, o que por otra parte nos soliciten y muevan a
hacer algo contrario a la obediencia. Por consiguiente, es menester valor para vencer
esas dificultades y superar esos obstáculos, obedeciendo con alegría, sin tristeza, sin
murmuración, sin violencia y de buen grado, lo cual da al Superior gran libertad para
mandar, y al inferior gran facilidad para obedecer.
Lo que yo llamé obediencia valerosa, nuestro santo varón lo llama obediencia
cordial y afectuosa. He aquí como habla de ella: «La novena condición de la
obediencia es que sea cordial y afectuosa, es decir, que se ha de aceptar con gusto
todo mandato, y ejecutarlo con alegría y libertad de espíritu, sin apenarse por nada,
por difícil y desagradable que parezca. Los defectos contrarios son: primero, recibir
las órdenes del Hermano Director con frialdad, indiferencia o aire melancólico;
segundo, entristecerse por lo mandado, ejecutarlo sin gusto, con flojedad,
murmurando o manifestando repugnancia; tercero, indisponerse contra el que manda,
o contra los que comunican de su parte lo mandado, o lo hacen ejecutar; cuarto,
manifestar disgusto o resentimiento hacia el Hermano Director o hacia algún otro, por
causa de una orden recibida. En una palabra, todo lo que da a conocer que no se está
contento de lo mandado o que le cuesta trabajo ejecutarlo» (Colec., núm. 9, pág. 55).
Al fin, por fervorosa que sea una comunidad, no todos obedecen con la misma
constancia ni con igual generosidad. Unos tienen algún deseo de obedecer, pero
deseos ineficaces; otros, quieren obedecer, pero con querer débil, que cede a la
tentación; otros, tienen una como voluntad de elección en la obediencia, ejecutan la
parte de la obediencia que les gusta y dejan la que les disgusta. El santo Fundador
divide
<2-436>
estas personas en tres clases de desobedientes, al explicar el Evangelio de la
Domínica de Sexagésima (Med. p. 55).
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 305

4. Ha de ser ciega
La obediencia ha de ser ciega: es la cuarta cualidad, la más difícil y más necesaria
para conseguir obediencia perfecta. Llámase obediencia ciega la que no discierne,
examina, juzga ni discurre sobre lo que está mandado; la obediencia ciega rinde el
propio juicio, cautiva el entendimiento, renuncia a las luces propias y aun a la misma
razón, según enseña el Apóstol de las gentes: Captivantes intelectum.
Sobre todas las cosas —dice Casiano— os habéis de esforzar en parecer necios e
insensatos en el mundo, del modo que nos dice san Pablo, si deseáis conseguir la
verdadera sabiduría, que consiste en no discernir lo que se nos ha mandado y sin
formar de ello ningún juicio, sino en obedecer siempre con toda sencillez y con
entera fidelidad, teniendo por cosa buena y venida de Dios lo que os prescribe su
santa ley o el mandato de vuestros superiores (L. 4, 41).
Es preciso ser ciego en lo que toca directamente a la persona del superior, a su
mérito y a sus maneras. No se ha de considerar su edad: san Pablo manda obedecer al
joven Timoteo; ni al linaje y condición: Jesucristo quiere que oigamos como a Él
mismo a los Apóstoles, gente de ordinaria condición; ni a lo agradable: Nuestro Señor
se sometió con tanto gusto al edicto del emperador Augusto, a la sentencia injusta de
Pilatos, y a sus verdugos, como al mandato de María y de José.
Es menester ser ciego en cuanto al mérito del superior, sin parar mientes en su
inteligencia, en su ciencia, talentos, experiencia, ni siquiera en su virtud; no
obedeciéndole porque sea prudente, bueno, sabio, ilustrado, manso, amable y santo,
sino porque hace las veces de Dios.
Tampoco se ha de poner la vista en sus costumbres, vida, vicios y defectos, pues el
superior vicioso no pierde su autoridad. Jamás tendremos superiores como Anás,
Caifás y otros que estaban en la cátedra de Moisés, los cuales persiguieron,
calumniaron y combatieron a Cristo con furor diabólico, y no quedaron satisfechos
hasta que le vieron expirar entre dos facinerosos, cubierto de llagas, desangrado,
colmado de oprobios, y en medio de los más crueles tormentos; y, con todo, a tales
hombres hemos de obedecer, según mandato de Cristo. Porque no hemos de obedecer
solamente a los señores y amos mansos y modestos, sino que quiere san Pedro que los
siervos obedezcan de buena gana a los amos por fastidiosos que sean. Etiam discolis.
Hay que ser también ciego en lo que mira a los modales de los superiores; no debemos
pararnos en que sean groseros, estrambóticos, agrios, altaneros, imperiosos, bruscos
y demasiado vivos o lentos. Los superiores son hombres; tienen, pues, defectos,
vicios y pasiones. Si sólo a los superiores perfectos tuviéramos que obedecer, nunca
habría obligación de hacerlo, pues nadie es perfecto en este mundo. La santidad del
ministro no da a los sacramentos eficacia, ni al mismo ministro autoridad; su
iniquidad no impide el efecto de los sacramentos y no le despoja de la jurisdicción. Lo
mismo sucede con los superiores: al obedecer no se han de considerar ni sus virtudes
ni sus defectos.
306 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

San Pablo echa en cara a los Corintios el que sean aún carnales. Adhuc carnales
estis. ¿Por qué? Porque en lugar de ver sólo a Dios en sus ministros, paraban la
atención en sus talentos, lo cual les daba la ocasión de preferir unos a otros. He aquí
los términos que usa el Apóstol: Yo —dice uno— soy de Pablo; y otro, yo de Apolo,
¿no es claro que sois aún hombres carnales? Pues ¿qué es Apolo? o ¿qué es
<2-437>
Pablo? Ministros de Aquel en quien creísteis. Yo planté, Apolo regó; mas Dios es el
que ha dado el crecimiento. Y así ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios,
que da el crecimiento (I Cor., 3, 4ss.). Esto, por lo que a los superiores se refiere.
Con respecto a la cosa mandada debe dejarse el juicio y examen de ella al Superior,
poner los ojos en su ejecución. El corazón es muy flojo y la voluntad muy débil
—dice san Bernardo— cuando uno se pone a discutir los mandatos de los superiores
y cuando titubea a cada paso antes de obedecer, pide razón de todo, abriga sospechas
contra todo lo mandado, quiere saber los motivos en que se fundan los mandatos y no
quiere obedecer sino en lo que gusta. Esa clase de obediencia es muy imperfecta, o
más bien es deplorable (De prac. et dif., c. 13).

5. Ha de ser interna
En fin, la obediencia ha de ser interna o, según la expresión del santo varón,
cristiana y religiosa: es éste a nuestro juicio el último carácter y distintivo de la
obediencia; pero el señor de La Salle la ponía como primera condición de esa virtud.
He aquí sus propias palabras (Medit., p. 42): «La primera condición de la obediencia
es que sea cristiana y religiosa; es decir, que debe obedecerse por virtud y espíritu de
religión, como al mismo Dios, a quien se honra y respeta en la persona del Director,
revestido de su autoridad, y así, sólo por el motivo de obedecer a Dios y cumplir su
voluntad. Los defectos contrarios a esta condición de la obediencia son:
1.° No tener esa mira y sentimiento de que a Dios es a quien se obedece en la
persona del Director.
2.° No obedecer a causa de los defectos de un Director, y por cualesquiera
razones, aunque buenas en apariencia, u obedecer más bien a otro, porque se siente
más simpatía hacia él, porque tiene éste mayor talento, ciencia o prudencia.
3.° Obedecer sólo porque no se puede dejar de hacerlo, o por temor de alguna
reprensión o penitencia.
4.° Preferir en cosas mandadas, aconsejadas, o de regla, movimientos interiores o
pretensas inspiraciones, o aun las inclinaciones personales; en una palabra, el propio
parecer a la obediencia; o los avisos y dictamen de los demás, al dictamen del
Director, por parecer mejores aquéllos que éstos». Vemos por esas palabras que el
santo sacerdote colocaba entre los obedientes a los que juntaban la obediencia interna
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 307

a la externa; esto es, que no comprendía en el número de los obedientes sino a los que
obedecen por espíritu de fe, animado por la caridad.
Hacía consistir ese espíritu de fe, alma de la verdadera obediencia, en la visión
interior de Cristo en la persona de los superiores, en esa mira sobrenatural que sólo
deja ver a Dios en el hombre, y además en la firme persuasión de que es Dios quien
manda y a quien obedecemos cuando nos sometemos a los que hacen sus veces y que
le representan en la tierra. Sicut Domino, et non hominibus (Efes., 6, 7). Esa
obediencia es la regla evangélica, tan alabada y enaltecida en la Sagrada Escritura, la
que tanto recomendaron los Apóstoles, la que tantos méritos y privilegios tiene, la
única, en fin, cuya práctica resulta suave, fácil y agradable. Cualquiera otra
obediencia es o natural e imperfecta, o amarga y pesada, o inconstante y poco
duradera. El deseo de complacer o el temor de desagradar, la vanidad o el interés, el
respeto humano y otras intenciones viciosas o imperfectas se mezclan en ella o son su
principio. Sólo el espíritu de fe que ve a Dios representado en el hombre nos mueve a
respetar del mismo modo a todos los superiores, sin fijar la atención precisamente en
los talentos, condición, mérito ni virtud de la persona.
Cuando se obedece con ese espíritu de fe, se honra a todos los superiores como
<2-438>
a lugartenientes de Dios, depositarios de su autoridad y ministros de su voluntad. Ya
no es a ellos, sino a Jesucristo, a quien oímos cuando hablan. Qui vos audit, me audit.
Quien a vosotros oye, a mí me oye. En este espíritu de fe apoyan los Apóstoles las
reglas de obediencia que prescriben a todas las edades, estados y condiciones. Si san
Pablo exhorta a los hijos a obedecer a los padres, sólo por respeto al Señor les manda
que lo hagan así; si impone la misma ley a los siervos, les avisa también de lo mismo:
Siervos, obedeced a vuestros señores temporales con temor y respeto, con sencillo
corazón, como al mismo Cristo; no sirviéndolos solamente cuando tienen puesto el
ojo sobre vosotros, como para complacer a los hombres, sino como siervos de Cristo,
que hacen de corazón la voluntad de Dios, que los ha puesto en tal estado; y servidlos
con amor, haciéndoos cargo que servís al Señor, y no a hombres (Efes., 6, 5-7). En
otra parte, les dice: Todo lo que hagáis, hacedlo de buena gana, como quien sirve a
Dios y no a los hombres... A Cristo Nuestro Señor es a quien servís (Colos., 3, 23-24).
Por el mismo principio, san Pedro enseña a los fieles a someterse a toda humana
criatura, y esto por respeto a Dios, ya sea al rey, ya a los gobernadores, pues ésta es
la voluntad de Dios (I Pe., 2, 13).
Si consideramos las cosas a la lumbre de la fe, echaremos de ver carácter divino en
todos los que están puestos por la divina Providencia para gobernarnos. Al soberano
maestro hemos de reconocer y respetar en ellos. Y en tanto será entera y perfecta
nuestra sumisión en cuanto proceda de la virtud de religión. Las leyes humanas ponen
sobre los hombres a otros hombres y por eso no pueden establecer entre ellos
subordinación constante porque, al fin y al cabo, quedan hombres iguales los unos a
los otros; lo más que consiguen es hacer esclavos que obran por temor y sacudirán el
308 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

yugo por capricho, y se rebelarán cuando les plazca o tengan algún interés en hacerlo.
El espíritu de religión, que encadena las pasiones, es el único capaz de formar
verdaderos obedientes, porque enseña por boca de san Pablo que Dios estableció toda
potestad, y que quien se opone a las potestades se opone al orden establecido por el
mismo Dios. Despreciando a los superiores, desprecia a Cristo. No mienten y engañan
a los superiores sino a Dios, según palabra del príncipe de los Apóstoles a Ananías
(Hech., 5, 4). Quien a ellos desecha rechaza al mismo Dios, como lo dijo el Señor al
profeta Samuel.
A la obediencia, fundada en el espíritu de fe, no le cuesta mucho ofrecer a Dios,
como debido tributo, la sumisión entera y ciega de voluntad y entendimiento. En
cuanto nos persuadimos de que Dios es el que obra, habla, manda y gobierna en la
persona del superior, la voluntad se somete, la razón calla, ríndese el corazón, la
obediencia es sincera, pronta, alegre, ciega y entera. No es fácil que se ponga a
discutir los mandatos quien los venera como emanados de la boca de Cristo, sino que
al contrario, los tiene por posibles y hacederos, y aun le parecen suaves y fáciles, por
enojosos y difíciles que sean en apariencia. En ese sentido es cierto que el perfecto
obediente sale siempre vencedor y le cuestan poco las victorias, porque encuentra en
la voluntad de Dios manifestada por sus superiores tanta gracia y dignidad que le
levanta sobre sí mismo y le desvanece las dificultades. Esta obediencia tiene además
la ventaja de que jamás se desmiente, porque no sigue ni la repugnancia, ni la
inclinación natural, ni cualquiera otra consideración humana. Es constante, valerosa
y fuerte como la caridad que la anima, manifiesta la misma docilidad con los
superiores importunos, de mal genio, que con aquellos que saben revestir la autoridad
de cierto exterior que atrae, gana y cautiva los corazones.
Además, como no sabe discutir ni examinar, ni usar de su
<2-439>
juicio, sino para confirmarlo con el de los Superiores, está contento con lo que
mandan, porque le parece justo, razonable y ventajoso; no desea saber por qué, ni con
qué fin le imponen ciertos mandatos, ni se preocupa por los medios de ejecutar las
órdenes que recibe. En fin de cuentas, nunca es más racional la obediencia como
cuando uno se determina a cautivar su entendimiento al juicio de los superiores, a
renunciar al uso de sus propias luces y a dejar, por decirlo así, el uso de la razón,
porque entonces, a manera del niño que se entrega a la dirección de su madre, se
entrega a una razón superior; obedeciendo al Dios de toda verdad, infinitamente
sabio, justo y santo, que le habla por conducto de sus superiores, no necesita
reflexionar ni discurrir sobre lo mandado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 309

SECCIÓN TERCERA

Las prácticas de obediencia o la manera de ejercitarse


que enseñaba el señor de La Salle

Persuadido de que la perfección de las virtudes consiste no en tener grandes luces e


ilustraciones de ellas, sino en las obras y ejercicio de las mismas, el siervo de Dios
encamina sus enseñanzas a la práctica de la obediencia. Después de demostrar su
excelencia, necesidad y ventajas inestimables, después de explicar su naturaleza,
extensión, caracteres o condiciones, después de ponerle como fundamento el espíritu
de fe, de religión y de caridad, prescribe el modo de ejercitarse en esta virtud, y le
hace consistir en recordar los motivos de fe antes de obedecer, para hacerlo con amor
y alegría.

Modo de obedecer santamente reducido a la práctica,


según el método del señor de La Salle
El santo varón quiere que el inferior, antes de resolverse a ejecutar un mandato y
aun antes de recibirlo, se recoja en sí mismo, prepare su ánimo y su corazón, avive la
fe y la caridad, para obrar como cristiano y conseguir que su obediencia sea interna,
sobrenatural y religiosa. Según el santo Fundador, el inferior debe recogerse para
preparar su corazón a obedecer bien, inclinar su voluntad y juicio a sacrificar toda
discusión y rebelión contra el precepto que aguarda o que recibe, y pedir a Dios el
auxilio de su gracia para ejecutarlo con perfección. Debe avivar la fe, para ver en el
superior a Jesucristo, a imitación de aquel venerable anciano de quien habla san Juan
Clímaco, que comparecía delante de su superior con la misma compostura humilde,
modesta y religiosa con que se habría presentado a los pies de Nuestro Señor, porque
decía que veía a Cristo en el superior. Debe reanimar su caridad, a fin de obedecer de
buen grado y con alegría, por amor de Dios, sacrificándole con gusto la propia
voluntad. Pero esa disposición, según nuestro santo sacerdote, ha de producir en el
alma otros tres afectos, que es preciso abrigar también con respecto al superior:
respeto, sumisión y confianza.
Respeto: Es menester honrar a Cristo, o mejor adorar a Cristo, oculto en la persona
del superior y, para valerme de las mismas expresiones del santo Fundador,
encubierto debajo sus apariencias exteriores como bajo de una especie de velo
sacramental.
Sumisión: Se ha de adorar la autoridad de Jesucristo en la del superior. Haec dicit
Dominus. Dominus locutus est. He aquí lo que dice el Señor: el Señor Dios ha
hablado, decían antiguamente los profetas. Y, sin embargo, eran los profetas los que
hablaban; pero lo hacían como órganos del Señor. Dios era quien hablaba por ellos,
310 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

loquens in Prophetis. Por eso, estos santos profetas cuidaban de avisarlo al pueblo,
para que apartasen la atención y la mirada de la persona que hablaba.
<2-440>
Según el mismo principio de fe, el que quiere obedecer bien, debe decirse a sí mismo,
mientras el superior habla: He aquí lo que me dice el Señor; y después que ha
hablado: El Señor Dios me ha mandado.
Confianza: Se debe acudir a la bondad de Cristo, que manda por boca del superior,
e implorar su divino Espíritu, a fin de que nuestra obediencia le sea agradable, y
obtener el valor necesario para superar las dificultades y repugnancias que el
demonio y la naturaleza suelen suscitar en nuestro corazón, con respecto a los
mandatos que no satisfacen a la soberbia.
Es preciso, pues, tener para con sus superiores corazón de hijo, docilidad de
discípulo y sumisión de siervo. Se les ha de mirar como maestros y como padres. Se
les ha de honrar como el buen siervo a su señor, oírlos con el respeto con que oye el
discípulo dócil a su maestro y amarles como todo buen hijo ama a su padre. El inferior
debe considerar a su superior como vicario de Cristo, cuyas veces hace; como
intérprete de Cristo, que le declara sus voluntades, y como la mano de Cristo, que le
guía por el buen camino.
Si la práctica de esta obediencia presenta dificultades, tiene también ventajas
inapreciables:
1.° Es muy segura. Si un ángel bajara del cielo para traernos las órdenes de Dios,
cabría duda, pues podría uno equivocarse, ya que nada hay tan fácil como tomar por
enviado de Dios al ángel de las tinieblas, transfigurado en ángel de luz; pero no puede
equivocarse escuchando la voz del superior y obedeciendo sus mandatos; en la
inteligencia, por supuesto, de que no mande nada contrario al deber de la conciencia.
El superior puede equivocarse y hasta pecar, mandando; pero el que le obedece como
a Cristo, no puede equivocarse cumpliendo sus órdenes, siempre que no contengan
nada contrario a la ley de Dios.
2.° Esa obediencia es la verdadera sabiduría, alumbra como la fe, y tiene la
antorcha para conducir todos nuestros pasos en medio de las tinieblas. La prudencia
es la virtud del superior y la obediencia la del inferior. El primero puede obrar con
indiscreción; el segundo tiene la ventaja de estar libre de ese defecto.
3.° Esa obediencia prepara el alma para recibir grandes luces, aparta todos los
lazos de Satanás y hace inútiles todos sus artificios.
Si se quiere ver esa clase de obediencia admirablemente reducida a la práctica,
basta leer el capítulo XII de las Reglas que el santo varón dio a sus discípulos.
«Los Hermanos —dice— considerarán siempre a Dios en la persona de su Director
y cuidarán de no dirigirse a él sino como a quien está investido de la autoridad de
Dios: disposición en la cual se pondrán antes de llegar a su presencia. No le hablarán
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 311

sino con profundo respeto, siempre en voz baja y en términos que manifiesten la
veneración que le profesan como a lugarteniente de Dios a quien deben reconocer y
respetar en la persona de su Director.
No pasarán nunca por delante del Hermano Director sin hacerle una inclinación
respetuosa. Tendrán humilde y entera confianza en él, y siempre que lo juzguen
conveniente podrán descubrirle libremente sus penas, la afición, facilidad o dificultad
que encuentran en la práctica de la virtud y darle a conocer con sencillez y en
particular lo que en ellos pasa. Cuando le den la cuenta de conducta, lo harán con la
disposición y mira de dársela a Dios. Recibirán con sumo respeto los avisos del
Hermano Director como dados por el mismo Dios; no mirando al Hermano Director
sino como al órgano y voz de Dios, por quien les da Dios a conocer los medios que
deben emplear para ir a Él. Recibirán con el mismo
<2-441>
sentimiento de respeto y sumisión todas las órdenes y mandatos del Hermano
Director, no considerando en él más que la autoridad de Dios que se le ha
comunicado, y a su divina Majestad a quien representa».
Vese por todo lo que acabamos de referir que apenas podía ya crecer el amor y
estima que tenía este virtuoso sacerdote a la virtud de la obediencia. Los había sacado
del corazón de Jesús, que era su principal estudio y única ciencia.
Convencido de la necesidad de esta virtud, de su excelencia y de sus incomparables
frutos, se esmeraba en inspirarla, practicarla por todas partes y en todo, y en
enriquecer sus acciones con los méritos de ella.
Persuadido de que lo que da valor y mérito a las obras es el deseo de cumplir en
todas la voluntad de Dios, sacaba como consecuencia que el espíritu de obediencia
era la medida del mérito de las obras. Para esto, en el capítulo XXI de la Regla,
recomienda a sus discípulos que sean muy exactos en dejarlo todo a la primera señal
del Hermano Director, considerando que Dios mismo es quien los llama y les manda;
que no hagan cosa alguna sin permiso, por pequeña o poco importante que parezca,
para que puedan tener la seguridad de cumplir en todo la voluntad de Dios. Según él,
la práctica de la obediencia es el camino real que conduce al cielo; la vía más corta, la
más abreviada y fácil para alcanzar la perfección; el sendero seguro que nos trazó
Jesucristo con su ejemplo, y fuera del cual sólo hay ilusión y peligro manifiesto de
perderse. Y de tal modo consideraba a la obediencia como el camino abreviado de la
vida espiritual; la sustancia y la medula de la piedad; la vida de todos los ejercicios del
cristiano; la fuente, madre y salvaguardia de todas las virtudes, que exige de los
Hermanos que no entren en ningún lugar sino en aquel en que está entonces la
Comunidad, ni salgan de casa ni aun siquiera del sitio en que se hallen, sin permiso;
que no lean libro ni papel alguno ni copien nada sin permiso, sin exceptuar los libros
espirituales, para cuya elección y lectura le necesitan también; esta ley se extiende a
todas las necesidades y achaques corporales.
312 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

No podía, sin duda, entrar en más minuciosos pormenores ni extender a más los
derechos de la santa obediencia; pero al imponer a sus discípulos este yugo que
parece tan pesado a los hijos del siglo y a los partidarios de la voluntad propia, lejos de
pensar que los molestaba y ponía sus corazones en apreturas, pretendía darles
anchura y la verdadera libertad de los hijos de Dios, cuyo único gusto es hacer en la
tierra la voluntad de su Padre celestial, así como se cumple en el cielo. En cuanto a él,
convencido por propia experiencia de que el verdadero obediente tiene sus pasiones
encadenadas, pisoteada la soberbia, que es como cabeza de todos los vicios, y
dominado al demonio, príncipe de los soberbios, estaba persuadido de que, para vivir
libre, contento, en paz y en la alegría del Espíritu Santo, es menester vivir bajo de
obediencia; era de parecer que el que se entrega a la obediencia es hijo de la gracia, y
el que de ella se aparta, se aleja del camino de la gracia y sigue el de los hijos de
Belial, que conduce al infierno, término y castigo de la voluntad propia, según la
palabra de san Bernardo: Quitad la propia voluntad, y ya no habrá infierno (Ser. 3, de
Resurrec.). A propósito de eso, en la última conferencia que hizo a los novicios, la
cual fue sobre la obediencia, el santo Fundador les dijo: «Si sois perfectos obedientes,
compareceréis con confianza ante el tribunal de Jesucristo, pues cuando este Juez
divino os pida cuenta de vuestra conducta, podréis contestarle: Señor, preguntad, si
os place, a mi Director: Nada hice sino obedecer a sus mandatos, persuadido de que
<2-442>
obedeciéndole obedecía a Vos, según Vos mismo nos lo decís en el Evangelio. Por
ese motivo, nada tendréis que temer».
El horror que profesaba al pecado le hacía apreciar más esta virtud que, según el
sentir de los santos, hace como impecables a los que la guardan y los pone en estado
de no temer ni la muerte ni el juicio de Dios. Su amor a Jesucristo y el deseo de
pertenecerle eran para él nuevos motivos de cultivar y de inspirar a los otros una
virtud que fue en Nuestro Señor la fuente de nuestra salvación; esta virtud nos hace
pertenecer a su familia y contraer con Él alianza tan estrecha como la de los parientes
más cercanos. Pues Él mismo dice que a aquel que hace la voluntad de su Padre que
está en el cielo, le considera como su hermano, su hermana y su madre (Mc 3, 35).
Miraba la obediencia como esencial en la criatura, como ley del cristiano, recurso de
los pecadores y puerta del cielo; pues ¿quién entra en él? Aquel —dice Cristo— que
hace la voluntad de mi Padre (Mt 7, 21).
Según ese principio, estimaba en poco en las personas religiosas las oraciones, los
ayunos, las austeridades y todas las obras santas que no tienen por motivo esta virtud,
única que tiene el privilegio de defenderlas contra las sorpresas del amor propio,
contra la seducción de la naturaleza y contra el veneno de la voluntad propia; esta
virtud es la única que posee el secreto de dar en la práctica a estas acciones la cabal
medida que han de tener; ella aparta de las mismas esos defectos tan ordinarios y tan
comunes, que son obrar fuera de tiempo, u obrar sin regla ni medida, hacer poco o
mucho, y a menudo lo que Dios no pide. Es cierto que la obediencia preserva de estos
escollos prescribiendo lo que ha de hacerse, el tiempo y modo de hacerlo bien. Así
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 313

regula y consagra todos los movimientos del corazón, los pensamientos del alma y las
empresas del hombre. Ella santifica todas nuestras acciones, el descanso y el trabajo,
el sueño y las vigilias, las necesidades y los alivios del cuerpo y hasta las mismas
austeridades. Aparta de nosotros las acciones malas, santifica las indiferentes,
perfecciona las buenas, y añade al mérito particular de cada una el de no obrar sino
por el único principio de cumplir la voluntad de Dios.
El señor de La Salle enseñaba, además, que la virtud de la obediencia pone todas
las demás en movimiento, porque ella es el mismo ejercicio de la humildad, de la
abnegación cristiana, de la mortificación, de la paciencia, de la fe, de la caridad y de
lo que hay de más santo, de más sublime y de más heroico en el Evangelio; en una
palabra, encierra toda la perfección cristiana resumida en estas tres palabras de
Cristo: El que quisiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame. Este compendio de la perfección, según comentario del santo varón, está
contenido en la obediencia, pues es la entera renuncia de todo el hombre, el
anonadamiento del juicio y de la voluntad, la mortificación de los vicios y de las
pasiones, la destrucción de los deseos y de las inclinaciones naturales. En eso mismo,
ella es la cruz que hay que llevar todos los días, el suplicio del hombre viejo, el
tormento de la naturaleza rebelde, la vía estrecha por la que se ha de caminar y que
conduce a Jesucristo, pastor de las ovejas sencillas y dóciles, tan perfecto obediente,
que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y prefirió perder la vida antes
que dejar de obedecer, según lo explica san Bernardo. Finalmente, daba a entender a
sus discípulos que, si la virtud de obediencia es cruz, cruz que sostiene a los que la
llevan, que, en lugar de pesar sobre las almas de buena voluntad, las hace caminar tan
ágiles en el camino del cielo y correr tan a prisa, que no tienen tiempo de sentir las
punzadas de las espinas que en él se encuentran;
<2-443>
les decía que los hijos de obediencia van con viento en popa hacia la eternidad
bienaventurada, con la comodidad de los que, metidos en un barco, bogando con
viento favorable, viajan hasta el puerto con seguridad, con velocidad y tranquilidad, y
aun mientras el sueño los tiene como muertos, lo cual dio ocasión a san Juan Clímaco
para decir que los perfectos obedientes hacen su viaje durmiendo.

Intensidad de la obediencia
Penetrado de esa doctrina, el santo sacerdote no cesaba de alabarla ni de dar a sus
discípulos instrucciones, lecciones, avisos y exhortaciones sobre la obediencia. A
cada paso hablaba de ella, y nada tenía tan atravesado en el corazón como aconsejar la
práctica de esta virtud, persuadido de que ella había de ser el alma de su Instituto.
«Ninguna virtud necesitáis tanto —dice— como la obediencia, por ser virtud esencial
a vuestro estado y la única capaz de sosteneros en él, y porque, aun cuando poseyerais
todas las demás virtudes, sin ésta no tendrían más que la apariencia exterior de virtud,
314 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

pues la obediencia es la que da a las demás virtudes de una persona que vive en
Comunidad la forma que les es propia».
Como le hubiese dicho un día cierto Hermano que tenía mucha dificultad en
ejecutar algo, y sabiendo que ponía algunas condiciones para obedecer, le habló en
esta forma:
«Paréceme, carísimo Hermano, que debería ser más sumiso y rendido de lo que es.
No hemos venido a la religión para andar regateando en la obediencia. No se han de
poner condiciones, la sumisión ha de ser la regla de nuestra conducta. Esté seguro de
que Dios no le bendecirá si no se porta de esta manera. Por amor de Dios, no formule
jamás proposiciones semejantes a las que ha expuesto en su última, pues no
convienen a un obediente. Cierto que debemos confiar en la gracia de Dios; pero en la
religión puede decirse que las gracias van vinculadas a la obediencia. Pida, pues, a
Dios obediencia ciega; no hay cosa que le sea tan necesaria como ésta. Escuche las
inspiraciones, y no siga sus repugnancias ni huya de los trabajos, que no consiste la
sumisión en no sentir repugnancia, sino en vencerla cuando se siente. Me alegro
mucho de que sienta tanta inclinación a la virtud, pero la principal que ha de practicar
ha de ser la sumisión. Quedo en Nuestro Señor, etc.».
En otra ocasión, creyó este mismo Hermano que le había causado pena y le pedía
que le perdonase. El siervo de Dios le manifiesta que eso no le ha de turbar, sino que
ha de procurar hacerse de su parte modelo acabado de obediencia. He aquí cómo le
habla:
«Lo que conviene al Hermano es la obediencia; las penas que piensa haberme
ocasionado no me son de ningún modo sensibles por lo que a mí tocan, no me
conmueven esas cosas; lo que sí siento es que todavía no conozca lo que le es
provechoso. Tenga por cierto que lo más conveniente para usted es lo que la
obediencia le da. Por eso fije la atención en su conducta no solamente por lo que a
usted hace, sino también en sus relaciones con los otros, pues no es posible agradar a
Dios sin conformarse con los demás, ni tener paz ni reposo en el alma sin cuidarse de
los otros, para quienes ha de ser modelo de edificación. Le suplico pida a Dios le
toque el corazón y le haga dócil a sus inspiraciones. Esmérese en contentarle con sus
acciones; por mi parte, también rogaré por usted. Cuide mucho de que las penas que
le molestan no le impidan sacar provecho de su retiro, y aprenda en él a obedecer
como conviene.
Quedo, Hermano mío, su afmo. en Nuestro Señor.
de La Salle».
<2-444>
Dice en otra carta al mismo Hermano, que le manifestaba estar dispuesto a
obedecer en todo: «Ya que está dispuesto a obedecer en todo, no diga jamás quiero,
eso no es propio del obediente. No me apena el saber que siente repugnancia en
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 315

obedecer; me contento con que venza tal repugnancia; tenga siempre presente que la
obediencia santifica las acciones de las personas religiosas».
Al escribir a otra persona sobre el mismo tema le dice: «No atraerá las gracias de
Nuestro Señor sobre usted sino obedeciendo y sometiéndose a todo por amor de
Dios». Le prescribe después el modo con que se ha de haber en la obediencia y le
habla en esta forma:
«1.° Obedecerá uniéndose en espíritu y aun anonadándose en la intención de
Nuestro Señor, que reside en aquellos que hacen sus veces en la tierra, para ejecutar la
voluntad de Dios. Adore a menudo su divino Espíritu, por cuyos movimientos ha de
obrar y dejarse conducir.
2.° Sea fiel en pedir permiso para las menores exenciones y no escuche en eso los
discursos de su entendimiento. La naturaleza nada pide con tanto empeño como el
sacudir el yugo de la sumisión. Le suplico, pues, que sea muy fiel en hacerlo así.
3.° Es natural hacer sin trabajo lo que parece bien mandado: pero el obedecer por
natural inclinación no es obediencia; el ejecutar sin discernimiento lo mandado,
aunque opuesto a nuestros gustos o inclinaciones, tal es la obediencia que Dios pide
de nosotros.
4.° Es menester obrar en la obediencia por espíritu de fe, para que sea pura. No
hemos de examinar las intenciones y motivos que tienen para mandarnos tal o cual
cosa, sino ahogar todos nuestros razonamientos y dificultades, haciendo las cosas
porque nos mandan; de este modo se ha de portar en adelante.
5.° Haga lo que tiene prescrito, y obedezca siempre ciegamente, por más
repugnancia y sentimiento que experimente en hacer lo que se le manda; no
manifieste al superior nada que le pueda inclinar a darle alguna orden contraria a la
primera, a no ser que esté de por medio la gloria de Dios, pues entonces puede
proponer su parecer, sin desear, con todo, que le sigan.
6.° Jamás resuelva nada por sí mismo, pues es esto contrario a la obediencia y a la
dependencia que ha de haber en la religión; cuide de recibir órdenes de sus superiores
para todo lo que haya de hacer, y cuando le digan, prescriban o manden algo, acéptelo
y ejecútelo sin réplica, por ridículo que le parezca lo que le digan o manden hacer,
pues sepa que, en el punto en que se pare a discutir, ya no hay obediencia. ¡Donosa
obediencia la del que obedece en lo que quiere! No obre así, le suplico; no discuta ya
por nada, ni con nadie; todo es bueno a los ojos de Dios, cuando lo sazona la
obediencia. Ruégole, pues, que procure animarse de ese espíritu».
316 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

SECCIÓN CUARTA

Admirables ejemplos de obediencia que dio el señor de La Salle


durante su vida

No era el santo sacerdote de aquellos que hablan bien y obran mal, que dan
excelentes lecciones de virtudes pero no las practican, que imponen pesadas cargas
que ellos ni siquiera tocan con el dedo. Semejante a su divino maestro, primero obró y
<2-445>
después enseñó. Fueron siempre sus acciones conformes a la doctrina que sobre la
obediencia nos dejó; practicó al pie de la letra y con perfección lo que dijo de ella. Su
vida está llena de ejemplos heroicos de esta virtud; parece haber puesto en ella su
particular y casi exclusivo estudio. De modo que, aun cuando los Hermanos hubieran
perdido todas las excelentes instrucciones que les dejó en materia tan importante, les
bastaría leer su biografía para aprender a obedecer bien.

I. Razones que muestran cuánta es la necesidad del espíritu


de obediencia entre los Hermanos
Si nos extendemos en esta materia más que sobre otra alguna de las tratadas, es
porque, teniendo el señor de La Salle la obediencia por la virtud más esencial del
estado religioso de los Hermanos, creemos interpretar fielmente su intención y
unirnos a sus designios poniéndoles a la vista lo que dijo e hizo en esta materia y
recordándoles que no pueden honrar a tan buen padre sino haciéndose como él
hombres de obediencia.
Los discípulos suyos que han procurado aprovecharse de las enseñanzas de su
Fundador habrán notado que él pensaba:
1.° Que su Instituto necesita más que ningún otro el espíritu de obediencia y que,
aun cuando se supusiera que alguna religión pudiese subsistir y estar bien ordenada
sin la práctica de esta virtud que ha de ser su alma, no lo podrían suponer de la suya.
2.° Que la perfección de esta virtud, tan esencial al estado de los Hermanos,
encuentra, sin embargo, embarazosas dificultades en la falta de educación de algunos,
en la falta de estudios de otros y en la libertad con que viven ordinariamente en el
mundo los artesanos y trabajadores. No se puede, en efecto, negar que los entendimientos
cultivados por las letras, pulidos por el estudio, adornados con las ciencias,
encuentran en sí mismos cierta disposición para obedecer, que hago consistir en un
entendimiento recto, en cierta fuerza del juicio, en el recto uso de los conocimientos
adquiridos que les dicen interiormente ser necesario estar sujetos a los legítimos
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 317

superiores, que no puede haber orden donde no hay subordinación y que la misma
razón dicta que sometamos la razón.
3.° Que la mayor dificultad que el santo sacerdote encontró en el Instituto, tuvo
origen en la poca sumisión de algunos que no tenían la docilidad necesaria o bastante
entendimiento y juicio, para dejarse guiar, porque para obedecer bien se necesita
tener cierta rectitud de juicio de que carecen por lo común los indóciles. Si tienen a
veces algo que en ellos parece brillar, en ese brillo no hay consistencia.
4.° Que la misma experiencia había enseñado al santo Fundador que los
Hermanos poco sumisos, después de haberle causado muchos disgustos, acababan,
para desgracia suya, por salirse del Instituto, al que durante largo tiempo habían
escandalizado con su desobediencia. De donde deducía que desaparecería de su
Congregación el espíritu de Dios, si no lo conservaba la obediencia, y que, si
dominaba en él la propia voluntad, caería en la relajación, se debilitaría y se arruinaría
bien pronto y de modo más irremediable que cualquier otro. Por lo cual, nada tomaba
tan a pechos como inspirar horror a la propia voluntad, y en formar a los novicios en
la práctica de una docilidad de niños; quería que los Directores se mantuviesen
perfectamente unidos y dependientes en todo del Superior general, y los particulares
igualmente sumisos a los Directores, y en fin, que todos los Hermanos viviesen en
subordinación y en entera indiferencia a todos los mandatos y disposiciones que les
pudieran dar, y en total preparación de ánimo para obedecer ciegamente.

II. Cómo el señor de La Salle fue toda su vida modelo de obediencia


Así lo practicó él mismo, y sus ejemplos daban eficacia a su doctrina. El señor de
La Salle fue hijo de obediencia en todos los años de su vida. Ya en su tierna edad era,
por su docilidad y sumisión, el encanto y delicias, de sus padres.
<2-446>
Esta virtud le ganó en la escuela el corazón de sus maestros y le convirtió en modelo
de sus compañeros. En el seminario de San Sulpicio sobresalió por su espíritu de
obediencia, y tan perfecto salió en esta virtud, que en lo restante de su vida fue la que
reguló toda su conducta. Desde el nacimiento de su Instituto aspiró a ocupar el último
lugar, para hallar en él un estado de abyección y de dependencia. En el seminario de
San Nicolás del Chardonnet, dos años antes de su muerte, siendo ya anciano canoso y
además cabeza y Fundador de una congregación religiosa y aventajado maestro en la
vida espiritual, fue a ejercitarse en la obediencia, como lo había hecho siendo joven
en el de San Sulpicio. En fin, pasó los dos últimos años de su vida en la práctica de la
obediencia más perfecta después que logró ocupar, por la renuncia de su cargo, el
último lugar. Se aplicó de modo especial al estudio de esa virtud, y después de haber
hecho de la obediencia, según aviso del Espíritu Santo, el asunto de sus meditaciones
(Prov 15, 28), se ejercitó en ella de todas las maneras posibles, con el celo que inspira
el deseo de la perfección.
318 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

III. Su sumisión a las órdenes de la Providencia


En primer lugar, Dios le encontró siempre dispuesto a cumplir en todo su adorable
voluntad y preparado a poner en ejecución sus más perfectos designios y dolorosos
mandatos. Vio su ley adorable grabada en el corazón de ese santo sacerdote y le halló
siempre atento a no omitir de ella ni una tilde. Todo cuanto se ha referido nos ha dado
a conocer a un hombre entregado en manos de su Criador, sometido en todo y por
todo a las órdenes más penosas de la divina Providencia; tan cuidadoso de conocer la
voluntad de Dios como fiel en cumplirla; en fin, celoso en conformarse a lo que Dios
pedía de él, bien sea por sus mandatos, bien por sus consejos o inspiraciones.

IV. Su obediencia a los superiores eclesiásticos


En segundo lugar, su obediencia a la Iglesia y a los superiores eclesiásticos no tuvo
límites. La tenía profundamente grabada en el corazón, y da principio al capítulo de la
Regla que trata de la obediencia con estas palabras: «Los Hermanos se aplicarán con
esmero, y ante todas las cosas, a hacerse perfectamente obedientes a nuestro
Santísimo Padre el Papa, a todas las disposiciones de la Iglesia y a sus superiores
(Regla, cap. XXI). Pero antes de ponérselo a los Hermanos como ley, les dio de ello
saludables ejemplos. Cualquier libro desaprobado o condenado por Roma le era
sumamente odioso.
Tampoco podían ser mayores el respeto y la sumisión que tenía a los señores
obispos. ¿Quién podrá explicar los muchos ejemplos que de ello dio durante su vida?
La promesa de obedecer a su propio obispo, que hacen aun hoy día los sacerdotes al
recibir las órdenes, y que muchos miran como costumbre antigua y como pura
ceremonia, era para él ley tan respetable que nada quiso hacer de alguna importancia
sin el permiso del señor arzobispo de Reims. Aunque se sentía inspirado por Dios a
despojarse de su canonjía para reunirse con los pobres maestros de escuela que tenía
ya bajo su dirección, suspendió la resolución hasta verla aprobada por su prelado.
Podemos también asegurar que Monseñor de Noailles, arzobispo de París, no vio en
su diócesis a sacerdote más sumiso. Buen testigo de esta obediencia ciega del
Superior de los Hermanos fue el señor Pirot, a quien su Eminencia delegó para visitar
la casa de los Hermanos, pues no experimentó por parte de él ni resistencia, ni
contradicción, ni repugnancia, ni la menor señal de pena, ni siquiera curiosidad para
enterarse de lo que tramaban contra él. El vicario general tuvo entera libertad para
examinar detenidamente las cuentas del señor de La Salle, enterarse minuciosamente
de su conducta y practicar las más menudas diligencias sobre lo que pasaba en aquella
casa, sin que al inocente acusado se le ocurriese preguntarle lo que estaba haciendo, y
ni siquiera preguntarlo a los Hermanos. Le encontró enteramente sometido a la
sentencia humillante que dictó en plena Comunidad, deponiéndole de su puesto y
colocando en él a un extraño. El vicario general
<2-447>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 319

pudo experimentar en los Hermanos las quejas que le dieron y la resistencia y


apelación que opusieron a sentencia tan injuriosa al honor de su Superior; pero éste se
apresuró a aceptarla, alabarla y aprobarla. El humilde sacerdote, avergonzado de la
oposición de sus discípulos, desagravió al señor Pirot y fue a pedir perdón a los pies
del señor arzobispo, protestando de su perfecta sumisión a las órdenes de su
Eminencia.
Los otros prelados que tenían Hermanos en sus diócesis encontraban al Superior
más sumiso que el menor de entre ellos. Doblegándose a todos sus quereres, les
obedecía con la docilidad de un niño. Si alguna vez sus intenciones no se acomodaban
con la regularidad de los Hermanos, ni con el arreglo o método de las escuelas, se lo
manifestaba con tanto respeto, humildad y sumisión que se venían a razón y
renunciaban a sus proyectos. Una vez, estando preparado para ir a Roma, a donde le
llevaba desde mucho tiempo el deseo de postrarse a los pies de Su Santidad y pedirle
su bendición, al punto de entrar en el barco que había de llevarle, y en donde estaban
ya embarcados sus equipajes, encuentra al obispo de la ciudad, que le detiene y le
pide que abra escuela en una parroquia de su diócesis. Al punto nuestro viajero se
pone en disposición de obedecer, olvida su viaje a Roma, el designio que allí le
llevaba, y vuelve a su casa. ¡Qué ejemplo de obediencia ciega!

V. Obediencia a sus directores


En tercer lugar, la obediencia a sus directores fue aún más admirable. Les
consultaba en todo, y seguía fielmente sus avisos. Formado en esta santa práctica en
el seminario de San Sulpicio, la conservó fuera de él lo restante de sus días, y se le
puede proponer como modelo en ese punto. Obraba, con respecto a aquel a quien
confiaba la dirección de su conciencia, con sencillez, candor y docilidad de niño. Le
daba tan alto imperio sobre su persona, que se hacía esclavo de todas sus voluntades.
Permutar un honrado y rico canónigo su excelente prebenda por una parroquia muy
laboriosa y de escasa renta, porque su director se lo aconseja, es ejemplo de
obediencia que dio el señor de La Salle, pero que tendrá pocos imitadores. Si no se
efectuó la permuta, sólo se debió a la oposición del primer Superior, que no fue del
parecer del director.
Otro director del siervo de Dios, de índole muy diversa del primero, ejerció el
mismo imperio sobre él, y lo hizo de modo muy diferente: le impidió por largo tiempo
que se despojase del canonicato para consagrarse a la dirección de los maestros de
escuela, y más tarde, que se desprendiese de su herencia para abrazar la pobreza.
Aunque el santo sacerdote se sentía interiormente movido a ofrecer a Dios este doble
sacrificio, aunque le animaba a ello el Padre Barré, religioso mínimo, a quien
consideraba un santo, esperó sin embargo con paciencia el consentimiento de su
director, y no creyó poder seguir con seguridad la inspiración sino cuando la vio
autorizada por la obediencia.
320 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Para seguir el parecer de su director tuvo que hacer el humilde sacerdote otro
sacrificio semejante de su juicio e inclinación cuando pensó ir a establecerse en París.
Allí llamaba el mismo Padre Barré al santo Fundador y allí deseaba con ardor verle
antes de morir, como que aquél era el punto más a propósito para el establecimiento y
progreso del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Nuestro piadoso
sacerdote pensaba como el santo mínimo. Inspiraciones secretas y razones sólidas se
aunaban y le determinaban a seguir ese partido. A mayor abundamiento, la palabra
que había dado al señor de la Barmondière de encargarse cuanto antes de la escuela
sulpiciana, le parecía compromiso ya contraído, y ocasión favorable para fijarse en
París, la cual no
<2-448>
se debía desechar. Pero se opuso el Director, y el santo varón le obedeció ciegamente.
Esta obediencia duró siete u ocho años, pues sólo al cabo de este tiempo dio el
director la libertad a su discípulo de dejar Reims para ir a establecerse en París.
Vuelto de nuevo allí y puesto bajo la dirección de sus primeros maestros en la vida
espiritual, esto es, de los señores de San Sulpicio, se mostró en la edad madura tan
dócil a sus avisos como lo había sido en su juventud. Como vivía aún el admirable
Tronsón, su primer director, aprovechose de sus grandes luces mientras vivió, y me
atrevo a decir que a los pies de ese nuevo Gamaliel acabó de aprender la ciencia de los
santos, con sumisión ciega, aunque de todos modos me parece menos admirable para
con hombre tan eminente que para con otros directores de nuestro santo sacerdote.
Porque, al fin, por virtuosos y esclarecidos que se supongan, no podía comparárseles
con aquel ilustre superior de San Sulpicio. Los que pudieron apreciarle confesarán
que no era muy difícil someter la razón a la autoridad de un hombre de su mérito. Su
profunda sabiduría, eminente virtud y grande experiencia movían a mirarle como
oráculo, como órgano del Espíritu Santo, y no se le consultaba sin admirar en él luces
poco comunes y recibir respuestas de vida.
Después de la muerte del señor Tronsón, el siervo de Dios se puso bajo la dirección
del señor Baüyn, otro ilustre director del mismo Seminario, y le entregó su corazón de
hijo dócil y sumiso, sin que nada le ocultara a su padre, ni experimentara repugnancia
alguna en obedecerle. Aquel virtuoso varón, cuya memoria es tan bendecida en el
lugar en que dejó tantos ejemplos de perfección, murió demasiado presto para el
santo Fundador, pues le perdió cuando más falta le hacía. Pero fue dignamente
sustituido por el señor l’Echassier, sucesor del señor Tronsón y fiel trasunto de su
sabiduría y virtudes. Mientras el señor l’Echassier quiso ayudar con sus consejos a
nuestro virtuoso sacerdote, éste cuidó mucho de aprovecharlos; pero más adelante
ese oráculo enmudeció para él, por motivos de prudencia que le impedían hablar y
darle consejos.
Cuando tomaba un director, permanecía firme e inquebrantable en su obediencia, y
como no decía de dónde le venían los consejos, por no comprometerlos, sus rivales le
llamaban obstinado, porfiado, hombre pagado de sí. No hubieran hablado así de saber
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 321

que el humilde sacerdote no se mostraba tan firme y constante en sus resoluciones


sino porque se las habían inspirado, o cuando menos habían sido aprobadas por
directores como el señor Tronsón y el señor Baüyn. Al consultarlos estaba tan
persuadido de que Dios hablaba por boca de ellos, que nada era capaz de hacerle
renunciar a la ejecución de lo emprendido por consejo suyo. Nada cambio —dice él
mismo— en las cosas que emprendo por su consejo, porque considero orden de Dios
lo que me han aconsejado.

VI. Su obediencia a las reglas de la disciplina eclesiástica


y a las de su Instituto
En cuarto lugar, su obediencia a los sagrados cánones, a las reglas de disciplina y a
todas las leyes que la Iglesia estableció, lo mismo que a las Reglas de su Comunidad,
no podía ser más universal, ni más puntual, ni más perfecta. Al verle fuera de su casa,
se admiraba en él a un sacerdote tan edificante que inspiraba deseos de reforma a los
más mundanos, o cuando menos, rubor por el aire seglar condenado con tanta
elocuencia por su porte modesto. Al verle, en su casa, se admiraba en él la exactitud
de un fervoroso novicio, que se hace tan dependiente de la campana como lo es el
esclavo de su amo. Se le veía, al primer toque, dejar todo lo que hacía y correr, por
decirlo así, para encontrarse al frente de los
<2-449>
Hermanos al principio de todos los ejercicios. Nada añadiré sobre este punto, porque
ya se trató al referir su exacta regularidad.

VII. Su obediencia a las autoridades seglares


En quinto lugar, siempre fue sumiso a los superiores seglares y temporales, aunque
a menudo le hubiesen maltratado. Honraba en ellos, según la doctrina de los
Apóstoles y el espíritu del cristianismo, la autoridad de Dios de que estaban
revestidos. Observaba sus leyes con exactitud; se sometía a sus órdenes de buen
grado y por espíritu de fe; accedía sin murmurar a sus mandatos, y acataba en silencio
y en paz las sentencias que pronunciaban contra él, por contrarias que fuesen a su
honor y a la verdad.

VIII. Su espíritu de obediencia para con toda clase de personas


En sexto lugar, ese grande espíritu de obediencia le tenía sujeto a toda clase de
personas. Superior por el lugar que ocupaba, por su autoridad de Padre y de Fundador,
por su carácter de sacerdote, por su cualidad de doctor, conocía el secreto de portarse
como inferior, con respecto a sus discípulos, y someterse a todos los que se arrogaban
autoridad sobre él. Hacía el voto de obediencia parecido al de los demás Hermanos,
prometiendo obedecer al Superior del Instituto y al cuerpo de la Sociedad; y fundados
322 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

en este voto los Hermanos se atrevieron una vez a mandarle que volviese de Provenza
a París.
Se ha admirado, y con razón, la disposición heroica en que san Francisco de Asís
estaba de obedecer al último de los novicios y al más simple de los legos, como al más
anciano de los Padres, al más sabio y al más santo de la Orden. Pues esa disposición la
llevó a la práctica nuestro santo varón en los dos últimos años de su vida y al principio
de su Instituto. El estado de dependencia y de sumisión tenía tantos encantos que no
se resignó a permanecer en el cargo de Superior. ¡Cuánto hizo, desde entonces, para
bajar de aquel cargo, y encontrar en el último lugar la dichosa libertad de obedecer!
Puedo decir que supo fascinar a sus discípulos acerca de este punto, y, si me es lícito
usar de este término, alucinarlos, persuadiéndoles que consintiesen en su deposición
voluntaria y en la elección de un Hermano por Superior. Cuando lo hubo conseguido,
¿quién dirá los ejemplos de obediencia con que confirmó las lecciones que de ella
dio? ¡Cómo probaron su virtud los vicarios generales de Reims, cuando pretendiendo
ordenar de nuevo la Sociedad naciente le obligaron a tomar otra vez el cargo de
Superior! No es decible cuán mortificado quedó el humilde sacerdote al verse fuera
del estado de sumisión y de dependencia. Un rey obligado a dejar su trono y a salir de
su palacio no habría quedado tan afligido. Aquella aflicción fue tan prolongada como
el tiempo que permaneció en el cargo. Cesó, al fin, dos años y algunos meses antes de
su muerte, cuando obligó de nuevo a los Hermanos a darle un Superior, y a elegir uno
para ellos.
Entonces el humilde sacerdote, vuelto a su primera libertad de obedecer, pasó lo
restante de sus días y los acabó en la práctica de la más perfecta obediencia. No cesó
de bendecir a Dios porque le concedía aquel poco de tiempo para prepararse a bien
morir. No es para dicho con qué respeto obedecía en todo al que le había sucedido. No
hacía nada sin darle cuenta o por su orden; y como le representasen alguna vez que
como ministro del Señor no debía someterse tan fácilmente a persona que le era en
todo inferior, contestaba con alguna viveza: ¡Pues, qué! ¿Los ministros del Señor no
deben humillarse? ¿No han de enseñar más con los ejemplos que con las palabras?
De este modo hacía enmudecer a los que mostraban escándalo por verle obedecer en
todo a un simple Hermano. Por
<2-450>
lo que a él toca, hallaba en la obediencia motivo de júbilo, y protestaba en voz alta que
tendría siempre a gloria el obedecer a aquellos a quienes había mandado. No escribía
casi nunca al Hermano Bartolomé sin renovarle la seguridad de su disposición de
obedecerle en todo.
«Ya sabe —le dice en una de sus cartas— que estoy siempre dispuesto a obedecerle
en todas las cosas: estoy actualmente en la sumisión, y no hice voto de obediencia
para hacer lo que se me antoje». «Si se me mira —dice en otra carta — como unido a
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, parece que mi estado presente ha de ser de
sumisión, sin dar un paso, con respecto a ellos, como no sea por obediencia».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 323

Manifestó igual sumisión hasta el fin de su vida; en su última enfermedad el


Hermano Superior le declaró que convendría se preparase para celebrar misa, no
creyéndole tan indispuesto como estaba; al momento el santo varón, aunque se veía
en la imposibilidad de hacerlo, se dispuso a obedecer sin decir palabra. Estaba ya
vestido cuando el Hermano Superior, mejor informado, volvió a decirle que en
atención a que sus dolencias le imposibilitaban para celebrar entonces, se acostase de
nuevo; lo cual ejecutó al punto sin decir nada. Durante toda esta enfermedad obedeció
con maravillosa sencillez al Hermano enfermero y al novicio que le habían dado para
que estuviese siempre a su lado. Éste se tomaba a veces la libertad de mandarle con
poca discreción. Le hacía rezar oraciones, y particularmente el avemaría, que el
venerable anciano decía palabra por palabra, como un niño, con mucha piedad.
Cuando iba a dirigir algunas exhortaciones a los novicios, lo cual hacía siempre por
obediencia al Superior, preguntaba al Hermano Director de los novicios de qué quería
que hablase. Este Hermano le propuso en cierta ocasión que hablara del método de
oración mental; el santo sacerdote lo hizo, y juntando la humildad con la obediencia,
le preguntaba con maravillosa humildad y sencillez, después de haber hablado, si lo
que había dicho era bueno, conveniente y apropiado, y le suplicaba se lo declarase
con franqueza.
A cierto novicio que le pidió la explicación de un pasaje del Nuevo Testamento, le
envió a que lo preguntase al Hermano Director, como a quien, teniendo autoridad
sobre él, tendría gracia para explicárselo. Otro novicio se le presentó para barrer su
pobre celda, diciendo que se lo habían mandado; el santo sacerdote preguntó: «¿Será
preciso que salga?». Y como el joven no sabía qué contestar, le dijo: «Vaya a
preguntarlo a su Director. Presentosele un Hermano, cierto día en que se encontraba
mal, para saber a qué hora celebraría, y contestó: «Hay que preguntarlo al Hermano
Francisco»; era éste el que en ausencia del Hermano Bartolomé dirigía la casa. La
obediencia ciega del santo Fundador era tan conocida de sus discípulos que hasta los
novicios se atrevían a probarla. El que ayudaba al enfermero le hablaba sobre la
obediencia en la misma forma que lo aprendió en el noviciado, de modo que, como si
el santo varón fuese su discípulo, se daba con él tono de maestro de novicios. Si le
presentaba algo repugnante que hubiese de tomar, o si era necesario moverle o
cambiarle de postura en la cama, lo cual por su extrema debilidad le era muy penoso:
Vamos, Padre —decía el joven novicio—, hay que hacer esto, hay que tomar aquello
por obediencia, al oír la palabra obediencia, el moribundo cobraba vigor, hacía
grandes esfuerzos y reunía sus fuerzas desfallecidas para ejecutar los deseos del
novicio.
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IX. Su admirable espíritu de obediencia daba libertad a ciertas
personas que se ufanaban de autoridad sobre él, y les estaba sujeto
En séptimo lugar, movido de su profunda humildad, gustaba de ponerse a los pies
de todo el mundo, y esto mismo hacía que muchos se atreviesen a arrogarse sobre él la
324 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

autoridad que no tenían y que se constituyeran superiores suyos. En estos casos, aquel
perfecto obediente recibía sus órdenes con respeto, y se sometía a ellas con fidelidad.
En una palabra, el santo sacerdote hallaba gusto en obedecer en todo al prójimo,
y, considerando a todos los cristianos como sus superiores, prevenía sus deseos
en cuanto le era posible. Con facilidad les concedía todo lo que le pedían
razonablemente, en la obediencia de la caridad, en el amor de la fraternidad. In
obedientia charitatis, in fraternitatis amore. En fin, se debe concluir en alabanza
suya que ponía con perfección en práctica esta máxima del príncipe de los Apóstoles:
Sed sumisos a toda criatura por Dios, mirando como obligación el obedecer a todas,
el ponerse debajo de ellas, el sufrir su yugo y sujetarse a ellas como a instrumentos de
que Dios se vale para llevar al cabo sus designios, no temiendo nada tanto como el
hacer su propia voluntad. Un Hermano le pidió cierto día un favor, mas como
manifestase alguna repugnancia en concedérselo, se tomó la libertad de decirle que
san Pacomio no se había desdeñado de obedecer a un niño. Ya no fue necesario decir
más a hombre tan celoso de imitar en cuanto podía las acciones de los santos, para
obligarle a cautivar su juicio. Obedeció al Hermano, y su obediencia fue al punto
coronada con la recompensa que Cristo promete en esta vida a los que quieren
imitarle. Quiero decir que fue muy humillado delante de varias personas testigos del
acto que ejecutaba, y que aparentemente era ridículo a los ojos de la carne, o poco en
consonancia con su posición.

§ 4. Su espíritu de penitencia y de mortificación

1. Prueba demostrativa de su amor a Dios; sus penitencias y mortificaciones


Sería necesario referir toda la historia de la vida del señor de La Salle si se
quisieran relatar circunstanciadamente sus penitencias y mortificaciones. Lo que de
ellas se sabe basta para convencer a cualquiera de que fue uno de los mayores
penitentes del siglo XVII. El celo que tenía en castigar su cuerpo y afligir su carne hizo
de él un verdadero mártir de la penitencia durante cuarenta años, y, lo que es más
extraño, el santo rigor de que usaba con su cuerpo, en vez de destruir su salud,
contribuyó a mejorarla y a prolongar su vida, pues como fue de temperamento
delicado y criado en el regalo, se fortificó con las austeridades, y si alguna vez,
sucumbiendo debajo de ese peso, su vida estuvo en peligro, se restableció con nuevas
fuerzas. El santo Fundador jamás pudo resolverse a entibiar su fervor acerca de este
punto; cuanto más vivió, tanto más sintió crecer en él la noble pasión de tratar su
cuerpo con todo el rigor posible. Ese espíritu de penitencia se comunicó a sus
discípulos como de la cabeza a los miembros y se mostró, entre ellos, sintiendo todos
santa emulación para hacer guerra a la carne y mortificar los sentidos. Hasta parecía
que habían intentado hacer revivir en sus personas los antiguos penitentes de la
Tebaida. La Comunidad de los Hermanos parecía escuela de la Trapa: la vida que
llevaban era tan dura y más pobre y abyecta.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 325

Tres rasgos principales son los que retratan a este verdadero penitente de cuerpo
entero. Considerábase como pecador, y con el fin de expiar sus pecados y de
satisfacer a la justicia de Dios, entregaba su alma a la confusión, su corazón al dolor y
su cuerpo al padecimiento. Su vida, siempre muy inocente, no le impedía creer que
era pecador. Se colocaba en la categoría de los que cometieron los mayores crímenes
y se condenaba a la más severa penitencia. Imbuido de este saludable pensamiento,
<2-452>
tratábase y deseaba ser tratado como juzgaba que merecía. Así es que jamás perdía de
vista sus pecados, y, a imitación del Profeta, no cesaba de llorarlos y de concebir por
ellos profundo dolor. No había medio de que no se valiese para borrarlos. Empleaba
sus oraciones, sus sacrificios, sus lágrimas, sus austeridades y su sangre, pronto a
derramarla hasta la última gota, para convertirla en un baño a propósito para lavar y
purificar su alma.
Sus pecados, hasta los más leves, siempre presentes a su espíritu, le volvían, según
él, horrible a los ojos de Aquel que es santo por esencia. Al verlos en ese espejo
infinitamente puro de la santidad de Dios, ninguno le parecía pequeño, y como aquel
hombre que se viese obligado a declararse autor de cantidad de monstruos puestos a
su vista, así él se hallaba delante de Dios confuso y avergonzado de sus ofensas;
a imitación del Rey penitente, corríase de aparecer tan deformado ante tan alta
majestad. Abismado en esa confusión interior, la llevaba retratada en sus facciones, y
se presentaba delante de los hombres con la vergüenza que manifiesta el criminal ante
sus jueces. Consideraba como favor insigne el derecho de subir al altar, de entrar en la
iglesia y de hallar cabida entre los hijos de Dios. Creía haber perdido el derecho de
honrarse con esa augusta cualidad, se tenía por indigno de estar entre ellos y miraba lo
más profundo del infierno como el lugar que le correspondía. Como conocía la
preciosidad de esta consideración y conocimiento de sí mismo, por más que le era
penosa y humillante, se esforzaba en retenerla, y con ella la confusión y rubor que
produce en el alma, pudiendo decir con el Profeta: Todo el día está presente a mis
ojos mi vergüenza. Tota die verecundia mea contra me est.

II. Por espíritu de penitencia recibía todas las aflicciones


como justos castigos de Dios
Penetrado del pensamiento de que era un criminal de lesa majestad divina, no
extrañaba los desprecios que manifestaban hacia su persona, los insultos y afrentas
que hacían a sus discípulos, las calumnias con que ennegrecían su reputación y las
continuas persecuciones que suscitaban contra su obra. Creía merecer estas cruces; y,
al contemplar todas las criaturas levantadas contra él, las honraba como instrumentos
de la justicia divina puestos en movimiento para castigar a un esclavo pérfido y
rebelde. Recibía con la misma disposición, según se vio en su lugar, todas las penas
con que Dios le ejercitaba, los disgustos, las desolaciones y los desamparos.
Considerándolos como justo castigo por haber él antes dejado a Dios, se tenía por
326 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

feliz con no ser desamparado de Él por toda una eternidad. Su deseo ardiente y
continuo de exterminar el pecado y de verse en la feliz imposibilidad de cometerlo,
hacía que no hallara gusto en nada sino en el pensamiento de la muerte, que es el
término y expiación de él, así como su castigo. La miraba con gusto, no podía dejar de
desearla como una dicha, y al ver que se prolongaban sus días, sólo se consolaba
porque en ello veía el medio de prolongar sus penitencias. El odio que profesaba al
pecado le hacía temer la sombra y apariencia de él. Lloraba sus faltas con lágrimas
siempre nuevas, y ofrecía a Dios el sacrificio perpetuo de su corazón contrito y
humillado, que no se alimenta sino con gemidos y dolor, al recordar los años pasados.
La gracia de tener santo odio a sí mismo era uno de los dones con que le había
gratificado el Altísimo. Todo cuanto había en sí que fuera suyo sólo servía para
horrorizarle, ni hallaba ya dificultad alguna en condenar todos los afectos ilícitos de
su carne, en contradecir todas las inclinaciones y las pasiones desordenadas de la
naturaleza y en crucificar al hombre viejo con todos sus vicios y concupiscencias.
Tenía, pues, para con su carne toda la aversión que se puede abrigar para con el
mayor enemigo, desconfiaba siempre de ella, y vigilaba con atención todos sus
movimientos,
<2-453>
aplicado a contradecirla en todas sus inclinaciones y a perseguirla sin descanso, ni
paz ni tregua con ella. Corrido y desconsolado del fondo de maldad que nos inclina al
pecado y que sin cesar nos solicita ofender a Dios, trataba su cuerpo con todo el rigor
que se usaría con el esclavo que está siempre en acecho para rebelarse. Seguía el
interés de Dios en contra de la carne, consideraba como obligación y hallaba placer
en atormentarla y crucificarla para reparar a la Majestad Suprema de todas sus
rebeliones. A semejante enemigo de su cuerpo estaba contentísimo de verle mal
hospedado, mal vestido, mal alimentado, sujeto a muchos males y enfermedades, o
con frecuencia en los mayores apuros y falto de lo necesario, persuadido de que todas
sus penas le eran legítimamente debidas, y aun inferiores a las que merece un hombre
de pecado, digno de ser execrado por todas las criaturas. Sintiendo así de su cuerpo le
concedía con pena lo necesario, le negaba lo que más deseaba, le obligaba al propio
tiempo a vencer sus repugnancias e inclinaciones, se consolaba con verlo oprimido
por malos tratos, trabajos y tribulaciones, pensando que Dios mismo era el que
tomaba por sí la justicia por mano de los hombres.
En fin, convencido de que la carne no puede estar sometida a Dios, según
expresión del Apóstol; que sin cesar nos excita a tomar las armas contra nuestro
legítimo y soberano Señor; que hasta le da poco cuidado perder nuestra alma, con tal
que ella reciba gusto; la castigaba (Col 3, 23-24) a imitación de san Pablo, con todo el
celo que inspira la pura caridad, y le hacía llevar todo el peso de la penitencia más
severa, hasta que se viera separado de ella por la muerte, lo cual deseaba con ardor.
Por esta causa se sometía a toda la extensión de las penas que la justicia de Dios
quería descargar sobre él y sobre los suyos. Alistado en el partido de Dios contra sí
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 327

mismo, se armaba de celo para vengarle en su propia persona, haciéndose


responsable de todos los pecados que se cometían en su Comunidad; pues su celo, que
le estimulaba a la penitencia aun por los pecados ajenos, singularmente de los que
tenía bajo de su dirección, cargaba sobre sí las faltas de todos, confesábase culpable
de todas y se imponía penitencia. Para un penitente de esa naturaleza, la pobreza con
todas las miserias, injurias y humillaciones, las enfermedades más hediondas y los
males más dolorosos tenían sólo consuelos. Los consideraba como medios eficaces
para suplir las satisfacciones que debía a Dios, y para expiar los pecados, pues las
penitencias que tenían para él mayor atractivo eran las que, no siendo de su elección,
contrariaban más sus inclinaciones.

III. Cómo el espíritu de penitencia produjo en él


amor a las cruces y padecimientos
Otra consideración que le inspiraba poderosamente el espíritu de penitencia era el
ejemplo de Cristo, el gran penitente de la Iglesia y el modelo de los penitentes, pues
diciéndole la fe que era miembro de este divino Capitán coronado de espinas, ardía en
el deseo de parecérsele y de suplir en su carne, a imitación del Apóstol, lo que faltaba
a los sufrimientos del divino Salvador (Col 1, 24).
De aquí nacía en él ese amor grande a la cruz de que por lo común están abrasados
aquellos a quienes anima el espíritu de penitencia. En vez de palidecer y de temblar al
acercarse las penas, experimentaba alegría muy viva que se retrataba en su semblante,
siempre sereno y tranquilo. Los accidentes más sensibles, las desgracias más tristes,
como la pérdida de los bienes, la muerte de sus más fervorosos discípulos, las
enfermedades y los males que afligían su cuerpo, las sentencias que marchitaban su
honra, las calumnias, las injurias, las injusticias, las afrentas y toda clase de malos
tratos, le encontraban siempre dispuesto a recibirlos con
<2-454>
alegría, creyéndose feliz en tener parte en la cruz de Cristo y en beber su cáliz. Si es
posible en el ejercicio de la penitencia pecar por exceso, hay que confesar que este
pecado es muy raro, sobre todo en el siglo actual, en que cada cual se traza el plan de
su devoción, procurando que sea suave y cómodo, que favorezca la flojedad natural y
perdone en todo la carne, dejándola que ignore esos instrumentos de penitencia que el
fervor de los santos inventó para hacerla sufrir, y cuyo uso fue autorizado en la
Sagrada Escritura, santificado por los ejemplos de David, Judit, Mardoqueo y san
Juan Bautista, y hasta canonizado por boca de Cristo en la alabanza que hizo de su
santo precursor; en fin, consagrado por la práctica universal y constante de los santos
de todos los siglos y de todas las partes de la Iglesia, así como de todas las órdenes
religiosas. Repito que si en materia de austeridades puede uno excederse, lo cual es
verdad, hay que convenir que esa falta ha sido la de los mayores santos y la de Juan
Bautista de La Salle. No dejaron, en efecto, de echárselo en cara de modo humillante.
¡Felices reproches! Dichosa falta puedo decir, o felix culpa!, puesto que los hombres
328 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

de Dios no se acusan de ella sino cuando ya no pueden enmendarla, esto es, a la hora
de la muerte, y sin duda con menos contrición y firme propósito que consuelo y
alegría.

IV. Dureza con que el señor de La Salle trataba su cuerpo


El señor de La Salle trataba su cuerpo con tanto rigor que se veía obligado a
justificarse de ello; pero esto lo hizo únicamente cuando la muerte vino a poner
término a sus rigores y a reconciliarle en cierto modo con él antes de su resurrección
futura. Aquí reproducimos la reflexión del cuñado de nuestro santo sacerdote, quien,
habiendo venido un día a encontrar a los Hermanos en su casa de Reims, para
informarse de la salud de su Superior, después de haber dicho, entre otras cosas, que
tenían un santo por padre, añadió: «Nadie en el mundo se ha criado con tanto regalo
como vuestro Fundador; y, con todo, no hay ninguno cuya vida sea más crucificada;
en la hora de la muerte deberá, como san Francisco, pedir perdón a su cuerpo por
haberle tratado tan mal». Sin embargo, aun cuando aquel cuñado hablaba de este
modo [1689], el santo Fundador no hacía más que principiar sus austeridades, y por
decirlo así, se hallaba de aprendiz en el ejercicio de la penitencia. ¿Qué habría dicho
si hubiese sabido lo que hizo el santo sacerdote cuando llegó a ser maestro en esa
ciencia de la cruz?
En aquella Comunidad en que la más rigurosa pobreza y la continuación de
prácticas mortificativas, que él mismo había introducido, ponían ya la naturaleza en
verdadero suplicio, añadía él otras aún más espantosas porque quería ser varón de
dolores, según el ejemplo de su divino Maestro. No le bastaba estar en el calvario,
mirando de lejos al Crucificado; quiso, como María, estar cerca de Jesús, clavado en
la cruz. La imagen ensangrentada de Jesucristo, que era el objeto de sus meditaciones,
era el modelo que procuraba tener siempre en la mente, y no cejaba en su empeño
hasta tenerla muy grabada en la carne. Luego que se vio semejante a Jesús, desnudo y
despojado por la pobreza, a Jesús saciado de oprobios, por las humillaciones y la
abyección de su nuevo estado, quiso también asemejarse a Jesús paciente
entregándose a la más austera penitencia.
<2-455>
Tomó desde entonces, con respecto a su cuerpo, la resolución de no cesar de
atormentarlo hasta que cesase de vivir. Todo cuanto tiene la mortificación de más
terrible, sensible y amargo, no bastó para saciar su sed de padecimientos. No creyó
jamás parecerse bastante a su divino modelo y se ejercitaba cada día en nuevos
suplicios.
Como si la sangre le hubiese estorbado en sus venas, parecía querer vaciarlas con
crueles disciplinas, y tan teñidas quedaban por la que vertían como si en ella se
hubiesen empapado. Deseoso de renovar cada día en sí la flagelación del Salvador, no
había en todo su cuerpo miembro que no pudiese quejarse de la fuerza o del rigor de
su mano, y que no llevase las señales de la misma. Magullado a menudo de pies a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 329

cabeza, no dejaba a ningún miembro el trabajo de envidiar la suerte de otro; el dolor


era universal.
Puesto en este estado y hecho verdadera imagen de Jesús en la columna o
presentado al pueblo, bien pudo decirse de él: He aquí al hombre. Sí; he aquí al
hombre tan celoso de parecerse a su Maestro que graba en su carne todas las cicatrices
del Salvador. He aquí al hombre inocente que se trata como culpable y que se hace
todo el daño que hubiera podido temer del furor de un verdugo. He aquí al sacerdote
de vida tan pura que se lava cada día con el bautismo de su propia sangre.
El cilicio era su vestido ordinario; y a menudo, envuelto en él, llevando un hábito
de crin ceñido con cinturón de hierro forrado de puntas, soportaba ya el peso del día y
del calor en viajes hechos a pie, ya toda la aspereza de los inviernos rigurosos, pues
nada hacía para defenderse de ellos, contento con ver que también las estaciones
trataban con rigor su cuerpo e imitaban en cierto modo su crueldad. Con frecuencia,
en lo más crudo del invierno, tenía el cuerpo medio entumecido de frío, pero el
corazón ardiendo en el fuego de la caridad, y solamente sostenía la debilidad de la
carne con el fervor del espíritu. Casi nunca se acercaba a la lumbre, por riguroso y
largo que fuese el invierno, si no era por necesidad. Tenía las manos y la cabeza
siempre descubiertas en la iglesia y cuando oraba, que era muy frecuente y por largo
tiempo, aun al aire libre, pues no se permitía el uso de guantes, manguitos ni solideo
en el tiempo de oración. A veces, para poder continuar escritos necesarios, pero
solamente cuando la pluma le caía de las manos y el frío le impedía escribir, permitía
que los Hermanos le trajeran algo de fuego en un brasero. Lo que admira es que
saliera sano y salvo y sin ningún achaque de los años 1682 y 1709, en los cuales el
invierno fue tan largo y riguroso que varias personas se murieron de frío, y que otros
de su temple que no quisieron utilizar fuego para su alivio por espíritu de penitencia,
resultaron lisiados o notablemente molestados para toda su vida. Muchas veces, al
acostarse, estaban sus miembros más fríos y helados que las sábanas de la cama;
sobre todo si no había podido pasear con los Hermanos durante el recreo de la noche,
ya sea por espíritu de penitencia, ya por espíritu de caridad, pues acostumbraba
entonces tomar aparte a los que veía afligidos para consolarlos y animarlos.
En los primeros años de su gran fervor comía y dormía poco, ayunaba con
frecuencia y oraba mucho tiempo; pero esa vida no fue más que el noviciado de otro
género de vida aún más austera. Más adelante, por diferentes motivos, sus ayunos
fueron diarios. Por mucho tiempo el año fue para él enlace de cuaresmas encadenadas
unas con otras, pues empezaba la una cuando la otra
<2-456>
acababa. Pero ¡qué ayunos! Muchas veces a pan y agua, ordinariamente añadiendo
algunas legumbres, malas y peor preparadas, privándose siempre de todo alimento
que pudiese complacer al gusto. Muy satisfecho con lo más desagradable de las
comidas, jamás permitía que le sirviesen algo en particular. Lo que le distinguía de
los Hermanos era el cuidado mayor en mortificarse y el afán por aumentar siempre las
330 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

austeridades. Muy a menudo, su cuerpo, cual enemigo o esclavo a quien se niega el


descanso, agobiado por las fatigas del día y extenuado por las penitencias, se veía
forzado a tenderse encima de alguna mesa o tablas, sobre todo si el sueño, más fuerte
que él, interrumpía el curso de su oración. Otras veces, si la naturaleza vencida cedía
al sueño, el santo varón, para demostrar que era contra su gusto, lo recibía con el
ademán de quien duerme a pesar suyo, echado en el suelo sobre el pavimento, de
donde se levantaba frío y helado. He aquí otro ejercicio de paciencia y de mortificación
que halló el siervo de Dios por su asiduidad en la oración. Como pasaba, según se ha
dicho, parte de los días y de las noches en la oración y otros ejercicios de piedad
puesto de rodillas sobre los ladrillos o las losas, se le formó una lupia que le dio no
pocas veces motivo de arrepentirse por haberla descuidado. Sabido es que la lupia es
dolencia que según va envejeciendo se hace más difícil la curación, y a tal estado
puede llegar que ponga en peligro la vida del paciente descuidado. El señor de La
Salle era, como se ha dicho, duro consigo y sin compasión para con su carne; y, en
lugar de escuchar la voz de la naturaleza, aprovechaba todas las ocasiones que le
ofrecía la Providencia para mortificarla. Sirviose, pues, de ésta como de otras tantas,
para unir el mérito de la oración con el de la mortificación. Esa falta de cuidado de un
tumor que no necesita sino tiempo para enconarse, dio lugar a que fuera creciendo
excesivamente y llegase a abultar tanto que imposibilitó al hombre de Dios el doblar
la rodilla. Para colmo de desdicha, al volver una tarde de San Roque, pasando por las
Tullerías, pisó en falso y cayó en un hierro, plantado en el suelo para asegurar las
hojas de una puerta. Como al caer diera con la rodilla, o mejor, con la lupia en el
hierro, fue tan vivo el dolor que le causó, que luego ni pudo sostenerse en pie, sino que
desvanecido cayó de nuevo en el fango, sin que tuviera ya fuerzas para levantarse. Al
dolor siguió la ignominia, porque pasaron por allí en aquellos momentos dos mozos
de cordel y creyeron que estaba ebrio. Mas fijaron mejor la atención en el estado
lastimero del pobre sacerdote, se compadecieron de él y le dieron la mano para que se
levantara y apoyara en la pared. Testigos luego de su porte, después de haberle dado
el tiempo de volver en sí, supieron del accidente que le acababa de pasar, y en cuanto
recibieron las más humildes gracias por el favor que le habían hecho, se retiraron
confusos del temerario juicio que se habían formado.
Puesto en tal estado, le fue preciso esperar con paciencia que reaccionasen sus
fuerzas para poder continuar el camino, y después de largo rato lo más que pudo hacer
fue no andar, sino arrastrarse con fatiga apoyado en la pared, y aun así el dolor y el
cansancio le forzaban a detenerse a cada paso, temiendo que al fin cayera tendido en
el suelo. Después de haber invertido más de una hora en trayecto bastante corto, llegó
por fin a la casa de los Hermanos de la calle de la Princesa, pero tan abatido y sin
fuerzas, que no tuvo aliento para tocar la campanilla, y hubo de llamar a un transeúnte
que le prestara este servicio. Apenas se abrió la puerta, como no podía tenerse en pie,
cayó medio muerto en los brazos del Hermano portero. De modo que se vieron
obligados a llevarle a la cama, en donde permaneció más de seis semanas, siempre
con semblante tan contento, tranquilo y edificante que los que venían a consolarle
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 331

<2-457>
se volvían consolados y animados a la paciencia. Dolencia tan a propósito para
ejercitar la virtud del santo sacerdote no hubiera merecido de su parte ninguna
atención si no le hubiese estorbado doblar la rodilla. El espíritu de mortificación le
hubiera inducido a conservar la lupia, como hay motivo para creerlo, si ésta no le
hubiese impedido arrodillarse; eso le obligó a emplear los medios propios para
librarse de ella.
Estando en Ruán, en donde el célebre capuchino fray Cosme gozaba de fama de
cirujano y médico, se puso en sus manos, y sufrió con paciencia y tranquilidad tan
grandes la dolorosa operación que se acostumbraba para semejantes males, que no se
habría sabido que padecía al hacérsela, si no se hubiesen visto las crueles incisiones
que el escalpelo hacía en forma de cruz sobre su carne viva, pues dando esa forma a la
incisión, fue extirpada la lupia, conforme lo deseaba el siervo de Dios, que halló en el
recuerdo de Cristo crucificado el modelo, motivo y gracia de la paciencia. Por hábil
que fuese la mano de fray Cosme para tales operaciones, el mal no quedó entonces
curado. Dios lo permitió para ejercitar la paciencia de nuestro nuevo Job con crueles
padecimientos; fue preciso, pues, emplear remedios más dolorosos que los primeros.
Es verdad que el santo varón, poco cuidadoso como siempre de su salud, no tomó las
precauciones necesarias para su curación pronta y radical, pues apenas quedó cerrada
la llaga, volvió a empezar los ejercicios ordinarios, y poco tiempo después salió para
París. Allí se vio precisado a ponerse de nuevo en manos de los cirujanos, quienes
después de haberle aplicado la piedra infernal, acabaron por cortar con la navaja de
afeitar todas las carnes que el Hermano capuchino había conservado. Durante este
suplicio, el santo Fundador, acostumbrado a ocuparse en Dios, rezaba el Oficio
divino con el recogimiento y la tranquilidad que se admiraba en él cuando estaba al
pie de los altares, sin manifestar la menor señal de dolor y sin dar a entender que fuese
su mismo cuerpo la víctima que tan rigurosamente trataba el cirujano.
El siervo de Dios, forzado a dejar transcurrir algún tiempo para su total curación, lo
aprovechó para revisar varios tratados de piedad que había compuesto en su noviciado de
Vaugirard.
Como esas obras y otras varias que compuso más adelante interesan solamente a
sus discípulos, es inútil hablar aquí de ellas. Haré, sin embargo, una excepción, de la
que tiene por título Reglas del decoro y urbanidad cristiana, la cual tuvo tan
favorable acogida entre el público que fue preciso hacer de ella varias ediciones;
pretenden muchos que el santo varón es, entre todos los autores que escribieron sobre
este asunto, el que lo hizo con mejor éxito: supo confirmar sus reglas con ejemplos
sacados de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, y hacer entrar en los
pormenores de la urbanidad y el decoro, las prácticas de la humildad cristiana y las
máximas del Evangelio. Hay que confesar, no obstante, que ésta es la obrita más
cuidada entre todas las que el santo sacerdote escribió.
332 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Si los Hermanos hubiesen cuidado de recoger todas las prácticas de mortificación


de su Superior de que eran testigos diariamente, bastarían para llenar un libro, pero
estaban acostumbrados a verlas cada día nuevas, y las del día presente hacían olvidar
las del anterior. He aquí, con todo, algunas que el tiempo no pudo hacer olvidar.
Cuando todavía guardaba cama por causa de la lupia de que se ha hecho mención, el
que le cuidaba, obligado a ausentarse de su lado durante un día por algún
<2-458>
negocio urgente, se olvidó tanto del enfermo que no pensó en proveer a sus
necesidades, ni en encargar a otro que lo hiciera. El santo varón hizo entonces lo que
acostumbraba en semejantes ocasiones. Se olvidaba de sí mismo aún más de lo que le
olvidaban los otros; dejando a Dios el cuidado de su cuerpo y de su salud, esperaba
con resignación y paz los momentos de su Providencia. En lugar de quejarse a los
Hermanos que venían a verle, ocultó con el más profundo silencio el descuido del
enfermero y sus propias necesidades, mientras iba consolando a cada uno con avisos
convenientes. Pero al fin, en defecto de la lengua, habló la debilidad y manifestó a
uno de los Hermanos el estado en que se hallaba. Éste, que ignoraba la causa,
preguntole con interés lo que tenía, y el paciente enfermo, con su acostumbrado
semblante alegre, le contestó que gracias a Dios no tenía nada; mas el otro no se
contentó con la respuesta, y sospechando lo que había, preguntó cuánto tiempo hacía
que no había tomado algo. Respondiole el santo sacerdote que todavía estaba en
ayunas. Aunque se procuró desde luego subsanar la falta, se redujo toda la diligencia
a darle por la noche los alimentos que hubiera debido tomar por la mañana. Este caso
lo refirió el mismo Hermano que había cometido la falta, y añadió otro ejemplo de
virtud en el cual brilla el espíritu de obediencia tanto como el de mortificación.
«Cierto día —dice este Hermano— llevé al santo Superior una manzana cocida y la
puse cerca de la cama, a fin de que la tomase cuando fuera de su gusto. Como no le
dije que la comiese, dejóla intacta, y cuando volví y le pregunté por qué no la había
comido, respondióme que no se había atrevido porque no le había dicho que la
comiese».
«No sé —continúa el mismo— si fue en esa enfermedad o en otra, que uno de los
Hermanos que habían ido a verle para recibir algunos avisos le preguntó si necesitaba
algo, y como le pidiese un poco de bebida, le llevó aceite en vez de tisana, por
inadvertencia, tomando una taza por otra. Aquel hombre mortificado notó la
equivocación así que hubo probado el líquido, pero no se permitió dar la menor queja.
Contento con lograr una victoria penosa sobre la naturaleza, apuró todo lo que le
ofrecían. Ese acto singular de mortificación habría quedado oculto, si no se hubiera
visto obligado a confesarlo cuando se lo preguntaron: «Bien vi que el buen Hermano
se había equivocado», contestó al que tuvo la curiosidad de preguntarle. En
semejantes ocasiones bendecía a Dios y se callaba».
Las enfermedades, las vigilias, la dureza de la cama, los cilicios, los ayunos y las
disciplinas fueron los instrumentos de que se valió para atormentar su carne, y cuyo
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 333

uso aceptó Dios para imprimir en su siervo la imagen del varón de dolores. Así
cumplió la resolución que había tomado de no concluir sus padecimientos sino al
terminar sus días, y de hacerse mártir de la penitencia, ya que no pudo serlo de la fe.
En la enfermedad de que murió, después de estar mucho tiempo achacoso, su
fervor no le consintió ningún alivio al levantarse por la mañana, y le obligó a ir
arrastrándose, más bien que andando, el primero a la oración y demás ejercicios
comunes, que resultaban serle muy penosos, sobre todo al rosario que los novicios
solían rezar con mucha pausa. Fue preciso una súplica o más bien mandato del
Superior para que dejase de asistir al ejercicio de la mañana, señalándole la hora en
que debía levantarse y decir la santa misa.
Fuera de esto, ese grande espíritu de penitencia del padre se había comunicado a
sus hijos, como ya se dijo. Hallábanse animados a su ejemplo de santo celo contra su
<2-459>
carne, y tanto creció que el santo varón se vio obligado a moderar sus excesos.
Conformose en ésta con la orden de sus superiores y con los avisos de las personas
prudentes y santas, que le indujeron a dar a los Hermanos un plan de vida más
adecuado a la flaqueza humana y a los deberes de su estado, y a acallar las quejas de
sus enemigos, que le consideraban extremado en lo tocante a penitencias, duro con
exceso para sí mismo y para los demás, sin contemplaciones para la flaqueza humana
y sin temor por las consecuencias de un fervor imprudente. Los que estaban al tanto
del tenor de vida de la Comunidad del santo Fundador, decían que aquellos que
deseaban entregarse a la más espantosa penitencia, a su casa debían acogerse y no a
otra; pues, permaneciendo en ella, podrían satisfacerse y beber con abundancia el
cáliz de la mortificación.
Este retrato que acabamos de trazar del ilustre penitente está copiado del original
dibujado con su propia mano; pues se retrató a sí al trazar para sus discípulos el
cuadro de la verdadera penitencia en estos términos:
«Adorad a Nuestro Señor Jesucristo en su estado de víctima; sea vuestro principal
cuidado revestiros, por Él, del espíritu de penitencia; pedidle a menudo el corazón y
las disposiciones de un verdadero penitente; penetraos de la fuerza y virtud de estas
prácticas.
En primer lugar, a ejemplo de Jesucristo, que se hizo hombre, víctima de
propiciación por el pecado, debe el penitente tener siempre delante de sí su pecado, y
esto ha de ser el fundamento de todos los demás deberes que, a causa de sus pecados,
tiene para con Dios. Delante de mí tengo siempre mi pecado, decía David. El pecador
debe llevar perpetua confusión por causa de su pecado, en su rostro y delante de Dios,
así como Nuestro Señor se presentó delante de su Padre lleno de vergüenza por
nuestras ofensas, según lo dijo el Profeta: Cubrió la vergüenza mi rostro. En segundo
lugar delante de todos, sintiendo confusión al verse entre los siervos de Dios, cargado
de crímenes y llevando sobre sí el horrible y vergonzoso peso de sus propios pecados;
ocultándose por esta razón en la soledad, en cuanto le fuere posible, y permaneciendo
334 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

siempre en ella en espíritu. En tercer lugar, también debe tener esta confusión
respecto de sí mismo, no pudiendo sufrirse ni soportarse por causa de esa vergüenza y
pesar, a ejemplo de Job cuando decía: Me he hecho pesado a mí mismo. Conservad, si
es posible, continuamente en el corazón la vergüenza, dolor y detestación de vuestros
crímenes, en unión con Jesucristo, que vivió en sacrificio perpetuo de corazón
verdaderamente contrito por los pecados del mundo. A vista de tantos crímenes,
someteos a menudo interiormente a la justicia infinita, eterna y omnipotente de Dios,
para sobrellevar los efectos de su venganza y cuantos castigos tenga a bien enviaros
en satisfacción de vuestros pecados. Haced, de cuando en cuando, la profesión de
penitente que va a continuación, y tomad también cada día por práctica de penitencia
lo que más os cueste en vuestro estado y empleo.

V. Profesión de penitente
En honor y unión de Nuestro Señor Jesucristo, vuestro Hijo, víctima delante de
Vos por mis pecados y por los de todo el mundo, hago profesión, oh Dios mío, de
hacer penitencia todos los días de mi vida, y considerarme siempre y en toda ocasión
como pobre y miserable pecador, y muy indigno penitente. 1. Para satisfacer esta
obligación, formo la resolución de llevar siempre conmigo la imagen de Jesucristo,
víctima soberana del pecado, contemplarla y abrazarla frecuentemente, a fin de que,
con sus miradas amables e interiores, renueve
<2-460>
en mí el recuerdo de la obligación que tengo de hacer penitencia. 2. Hago acto de
desagravio a la justicia y santidad de Dios, a quien he ofendido con mis pecados.
3. Quiero conformarme hoy con todas las disposiciones interiores de Jesucristo
víctima, para hacer penitencia con Él, como uno de sus miembros y de sus hijos.
4. Os ofrezco, oh Dios mío, todas mis obras, y os suplico las aceptéis en satisfacción
de mis pecados. 5. Haré hoy, con el auxilio de vuestra santa gracia, tal ... o cual ...
acción en espíritu de penitencia; sufriré hoy tal o cual cosa, y me mortificaré en tales
ocasiones, a fin de que Dios, que es infinitamente justo, y que ningún derecho debe
perder sobre sus criaturas, no exija de mí en el otro mundo entera venganza y
rigurosísima satisfacción. Animadme, Dios mío, del santo espíritu de penitencia, y
renovad en mí el que de Vos recibí en el Bautismo, y haced que manifieste estos
sentimientos y disposiciones en toda la conducta de mi vida. Esto os prometo hacer,
oh Dios mío, y esta gracia os pido por Jesucristo Señor Nuestro. Amén».
El santo varón tenía declarada guerra cruel a sus sentidos, porque según dice en las
instrucciones a sus discípulos: «Los sentidos son las puertas por donde
ordinariamente entra el pecado en nuestra alma; por eso se aplicaron tanto los santos a
mortificarlos, para caer más difícilmente en pecado. Debéis velar tanto sobre vuestros
sentidos que, en lo que les concierne, los apartéis aun de toda apariencia de mal, como
dice san Pablo. Importa también sobremanera que no los pongáis indiferentemente en
todos los objetos que se os ofrecen, y que os acostumbréis a no usar de ellos sin
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 335

reflexión, porque si no, contraeríais el hábito de contentar vuestra sensualidad, de lo


que luego os costaría mucho corregiros. El uso de los sentidos es necesario a los
hombres, pero como es tan fácil abusar de ellos, y con tal abuso incurrir en graves
desórdenes, no les es menos necesario mortificarlos. Lo que debe animaros a la
mortificación de los sentidos es el considerar que cuanto más los mortifiquéis, tanto
más disfrutaréis de paz interior y gozaréis de la presencia de Dios. Otro motivo que os
excitará a soportar gustosos la dificultad que experimentéis en mortificar vuestros
sentidos será pensar a menudo que muchos han sido castigados severamente por
haberse entregado a los placeres de los sentidos, en ocasiones que parecían de poca
importancia. Tal fue el castigo de la mujer de Lot, por haber vuelto la vista atrás para
ver las ciudades de Sodoma y Gomorra, consumidas por el fuego del cielo. Ofreced a
Dios de cuando en cuando un acto de mortificación de alguno de vuestros sentidos,
que, haciéndoos morir insensiblemente a vosotros mismos, sea un sacrificio casi
continuo, que os sirva para tributar a Dios vuestros homenajes, y se eleve hacia Él
como agradable incienso en olor de suavidad».

VI. Cuidado que ponía en mortificar todos sus sentidos,


en especial la vista y el gusto
No es extraño que estas lecciones tuviesen gracia y eficacia en la boca de quien
daba de ellas continuos y relevantes ejemplos. ¿Qué sentido hay en el cuerpo en cuya
mortificación no pusiese particular esmero? Ya vimos, al tratar de su modestia, las
Reglas rigurosas de mortificación que prescribía y seguía él al pie de la letra por lo
que hace a la guarda de los ojos. Convencido de la verdad de estas palabras del
Espíritu Santo, que nada puede causar más daño al alma que los ojos inmortificados,
no les permitía ponerse no ya sobre los objetos prohibidos, que no se pueden ver sin
peligro, sino ni siquiera en los
<2-461>
objetos más lícitos e inocentes. No llamaban su atención ni picaban su curiosidad las
casas hermosas, ni los amenos jardines, ni las pinturas de mérito, ni las demás obras
de la naturaleza y del arte que atraen a sí las miradas escudriñadoras de los hombres; y
si alguna vez experimentaba deseo natural de verlas, ofrecía a Dios con mucho gusto
el sacrificio de este deseo lícito y natural. Si al hablar del siervo de Dios dijera que se
abstenía en absoluto de mirar a las personas de otro sexo, según el aviso del Espíritu
Santo; que en las plazas públicas, en las calles, en los sitios en que se encontraba, no
había cosa capaz de hacerle abrir los ojos, ni que pudiese atraer las miradas de este
hombre atento a guardar en todas partes la presencia de Dios, nada diría en su
alabanza que no sea común a las almas interiores y mortificadas; pero Juan B. de La
Salle, que llevaba la mortificación de la vista hasta donde podía ir, cerraba los ojos a
todos los objetos cuya vista, no del todo necesaria, hubiese podido dejar en su alma
algún pensamiento inútil; solamente los abría para ver aquellas cosas que podían
336 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

elevar su pensamiento a Dios, o a las cuales tenía que mirar para cumplir con su
deber.
Por lo que toca al sentido del oído, era muy atento a esta instrucción del Espíritu
Santo: Cuidad de no dar oídos a toda clase de discursos. Cerradlos a los vanos e
inútiles. No podían llegar los discursos de los hombres, ni las noticias del siglo o los
rumores del pueblo a los oídos de un hombre que no pensaba más que en Dios, ni
suspiraba por otra cosa que por la soledad y el silencio, que consideraba como
salvaguardias de la oración. Si alguno se ponía a contar al señor de La Salle algo que
él hubiese deseado ignorar, componíase luego y hacía como si nada oyese; otras
veces daba a conocer tal repugnancia de oír esas cosas, mostrábase tan indiferente,
frío y helado, que el hablador indiscreto veíase precisado a callar y retirarse, o a
mudar de conversación.
La mortificación del gusto costó al principio al santo varón trabajos muy grandes,
según se ha hecho notar; ¡cuántas repugnancias no tuvo que vencer cuando quiso
reducirse a la comida frugal de sus pobres discípulos! Entonces la naturaleza y la
delicadeza de este hombre criado en el regalo por sus padres que le querían tanto, le
presentaron combates de los cuales no pudo salir vencedor sino por medio de extrañas
violencias y dieta de varios días; pero, por fin, la victoria fue tal, y al cabo de ese
tiempo la carne se acostumbró de tal modo a las abstinencias, a los más rigurosos
ayunos, a los alimentos pobres, insípidos y repugnantes, que ya estas cosas no hacían
mella en él. Consideraba nuestro piadoso Fundador los manjares exquisitos y las
carnes delicadas como verdaderos venenos para el alma, y huía de la buena comida,
de los festines y de las mesas espléndidas con tanto cuidado como ponen en buscarlas
los sensuales.
Jamás parecía tan mortificado como cuando se veía obligado a sentarse a mesa bien
servida. Para lograrlo era menester valerse de algún artilugio. El señor obispo de
Chartres, que varias veces le había convidado inútilmente a comer con él, le obligó a
ello cierto día en que el siervo de Dios había ido a visitarle, mandando cerrar todas las
puertas, y declarándole que sólo le abrirían después de comer. Rehusó constantemente
aprovecharse del mismo honor con otros varios obispos y personas notables. Si en los
lugares en que paraba en sus viajes habían querido obsequiarle, consideraba esto
como falta imperdonable; para vengarse se desviaba de su camino
<2-462>
y no volvía a aquel lugar. Cuando aún estaba en Reims, algunos de los más caritativos
canónigos de la Iglesia metropolitana, movidos a compasión de su antiguo
compañero, que de posición desahogada había pasado, por inspiración del Espíritu
Santo, a aquel estado lleno de privaciones, en el cual le veían hecho víctima del
hambre, de los ayunos y de la mortificación, echaban mano de todos los pretextos que
la piedad ingeniosa puede inspirar para atraerle algunas veces a sus casas; y cuando lo
conseguían, le obligaban a sentarse a la mesa, so pena de no dejarle salir de allí. Pero
aquellos caritativos huéspedes no sabían que, al tratar de aliviar la necesidad de quien
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 337

consideraban hambriento a consecuencia de los ayunos y abstinencias, le daban


ocasión de redoblarlos, pues el santo varón, irritado, por decirlo así, de haberse visto
obligado a tratar su cuerpo mejor que de ordinario, le imponía el castigo de la dieta lo
restante de aquel día y el siguiente. Notada por los Hermanos esa grande abstinencia,
preguntole uno de ellos, con libertad de hijo, la causa de semejante mortificación, y le
respondió que había salido tan satisfecho de la mesa de un canónigo, que a la fuerza
le había hecho quedar a comer, que necesitaba dieta. Como esto sucedía a menudo,
los Hermanos dieron cuenta a aquellos piadosos canónigos de cómo al regalo en sus
casas oponía luego el santo Fundador largas abstinencias, compensando de esta
manera los regalos de la mesa que no podía eludir.
No diré que, al ingeniarse para no darse nunca gusto en nada, tuviese siempre a
mano algún medio de privarse del placer inseparable de los alimentos, bien sea
cercenando lo que era más de su gusto, bien sea mezclando algunos polvos amargos;
todo eso era inútil, pues para mortificarse bastaba con que comiera lo que le servían.
Las raciones que le presentaban, iguales en todo a las de sus discípulos, eran platos de
penitencia. Para comerlas de buena gana, era preciso ser muy mortificado o tener
mucha hambre. Sin embargo, aquel santo varón las tomaba y las comía aunque
estuviesen mal preparadas, tan sin pensar ni pararse en nada que al fin de la comida no
sabía lo que había tomado. De modo que una vez, según se ha visto, comió un plato de
ajenjos, y otra vez que estaba algo delicado comió, sin notarlo, un pedazo de liebre
que los Hermanos habían cogido en el campo. Así que podían presentarle
indistintamente platos exquisitos o alimentos desabridos e insípidos, a fuerza de
mortificar su gusto había embotado su delicadeza y discernimiento, del cual, no
obstante esto, se servía para las cosas repugnantes y amargas, y se complacía en
comerlas despacio, para experimentar más el mal gusto, en memoria de la hiel y el
vinagre que dieron a Cristo en la cruz. Hallándose en Guisa durante los últimos días
de la cuaresma, el Procurador real de aquella ciudad le envió un lebrato. Sintiolo
mucho el señor de La Salle cuando tuvo de ello noticia por el Hermano Director, el
cual experimentó a su vez nuevo disgusto por haber recibido aquella pieza, pues
recibió orden de servirla a los alumnos, lo cual se cumplió.
Por lo que toca al tacto, que es el más peligroso de todos los sentidos, hemos visto
ya la cruda guerra que le había declarado y el rigor con que le mortificaba, usando al
efecto de toda clase de instrumentos de penitencia y tomando con gusto muchos
remedios en sus enfermedades, que en vez de medicinas, eran verdaderos suplicios.
Todo lo que usaba o estaba en contacto con su carne era vil, tosco y burdo. Vestía casi
del mismo modo en verano que en invierno,
<2-463>
de donde resultaba que no podía defenderse ni del calor ni del frío, ni de la intemperie
del aire ni de la independencia de las estaciones. Experimentaba siempre sus rigores,
y solamente se resguardaba de ellos cuando podía peligrar su vida o exponer
demasiado la salud. No se contentaba con los padecimientos que la Providencia le
enviaba; los buscaba por todas partes y poseía el secreto de hallarlos.
338 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

VII. Del cuidado que ponía en la mortificación interior y extensión que le daba
No se limitaba su mortificación a los sentidos y a la carne, la extendía al genio, a las
inclinaciones, a las repugnancias, a las pasiones, al amor, a la voluntad y al propio
juicio; en una palabra, a todas las facultades del alma y a sus operaciones.
Entregábase a la circuncisión espiritual del hombre viejo, sin dejarle ni un instante de
respiro, ni el menor sitio donde atrincherarse. Como deseaba identificarse con los
afectos e inclinaciones de su divino Maestro, según a ello nos exhorta el Apóstol, le
urgía poderosamente a trabajar, con el auxilio de la gracia, en renunciar a sus
inclinaciones, en exterminar todo lo que oliese a genio y natural inclinación. El
cuidado que tenía de contradecirse en esto era causa de que el genio no se atreviese a
levantar cabeza y mucho menos a hacer de las suyas, de modo que en vano se habría
pretendido estudiar su temperamento y carácter para juzgar sus pensamientos e
inclinaciones. No era posible descubrir lo que le gustaba o causaba repugnancia,
porque jamás manifestaba inclinación o repugnancia por nada.

1. Su aplicación en mortificar el mal genio y las inclinaciones naturales


Fiel a no obrar jamás por instinto o por natural inclinación, manteníase siempre en
esa tranquilidad, esa calma e igualdad de ánimo que son fruto de la mortificación
absoluta. Cuando se trataba de tomar alguna resolución acerca de la cual no le
proporcionaban suficientes luces la fe ni la razón, si consultaba la inclinación y su
genio era para adoptar el partido que les era contrario. Así obraba con madurez y
prudencia, con peso y medida, sin temor de arrepentirse. No concediendo nada, ni al
genio ni a la inclinación, principios fecundos de desorden, cegaba la fuente que de
ellos nacen y son en nosotros los más multiplicados, los más considerables y
peligrosos. Es, en efecto, difícil condenar sinceramente en sí, odiar y enmendar los
pecados a que nos arrastra la natural inclinación, porque el amor los produce, y el
corazón los va criando. Según el lenguaje de los Apóstoles, aunque vivía en la carne,
no vivía según la carne; parecían en él amortiguadas las pasiones de que ella es como
el foco, y cuyos estímulos secretos son el genio y la inclinación natural. No
desconfiaba menos de las pasiones, a las cuales consideraba unas veces como fieras
que no pueden domesticarse con halagos, ni domarse más que con la fuerza, a las
cuales es preciso tener a raya con el palo y los azotes, y otras veces las tenía por
víboras y serpientes aletargadas que cobran todo su veneno y medios de dañar cuando
las sacamos del letargo y a ellas nos acercamos; o ya como enemigos irreconciliables,
con los cuales jamás se puede hacer paz ni tregua por ningún pretexto, porque si no
los exterminamos, no dejarán de perdernos. Así es que se esmeraba en combatirlas
tan luego como asomaban la cabeza, y en estrellar contra la piedra en su mismo
nacimiento a esos hijos de Babilonia. Jamás aflojó en este combate, persuadido de
que no se puede alcanzar victoria total mientras vivimos en la tierra, y que por
amortiguadas que parezcan nuestras pasiones, adquieren nueva vida y nuevos brios
cuando se afloja algo en mortificarlas.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 339

<2-464>
2. Cuidado con que mortificaba el espíritu propio
No era menos vigilante en mortificar en sí el amor propio. Por más que estimase las
austeridades, y por mucho que le atrajeran las penitencias y maceraciones del cuerpo,
no hacía caso de ellas sino cuando las veía acompañadas de la mortificación interior;
por esto repetía a menudo: Más quiero una onza de mortificación interior que una
libra de mortificación exterior. Cuando algunos de sus Hermanos, inclinándose más
a la maceración de la carne que a la mortificación del espíritu, le pedían permiso para
tomar alguna disciplina, les contestaba con agrado: ¡Ay! Hermano, discipline bien su
espíritu: he ahí la disciplina que le conviene y que más le puede aprovechar. Por su
parte, dábase con tanto cuidado a esta clase de mortificación, que no permitía a sus
inclinaciones y apetitos los placeres más inocentes. Es de suyo la naturaleza curiosa,
vana, ligera, precipitada y obstinada, y no cuesta poco, sino mucho trabajo, el curar a
nuestra alma de esas llagas que nos legó el pecado original. Por esto, pocas son las
almas generosas que tomando el cuchillo de la circuncisión espiritual cortan por lo
sano; pocas tienen el valor y la constancia necesarios para sufrir con gusto estas
operaciones dolorosas y para resolverse a no ceder un ápice a la curiosidad, codiciosa
de novedades y noticias extrañas y de investigaciones vanas e inútiles; ni a la vanidad,
que tiende a manifestarse, a descollar, a lucir sus talentos y a sobresalir; ni a la
ligereza, que lleva el alma de pensamiento en pensamiento sin ningún descanso, la
llena de proyectos y acontecimientos quiméricos, la ocupa en ideas ridículas y la tiene
en continua distracción; ni a la demasiada actividad, que produce el apresuramiento,
la inquietud, la turbación, la impaciencia, y llena la mente de vanos razonamientos; ni
a la obstinación, la cual so pretexto de entereza no quiere nunca desistir de su parecer.
Nuestro virtuoso sacerdote había corregido tan perfectamente esos cinco
principales desarreglos del espíritu, que parecía no tener otro norte en sus acciones
que la dirección que le daba el Espíritu Santo. Era tan poco curioso que a menudo era
el único en ignorar lo que todos sabían. En lugar de querer enterarse, ponía todo su
empeño en vaciar su mente de todas las ideas de las criaturas para llenarla de Dios.
Gracias a esa hambre que hacía padecer a la vanidad y a la natural ligereza del espíritu
propio, conseguía tener siempre fijo su corazón en Dios, y lograba estar de continuo
como anonadado en su presencia. En otra cosa se le iba la mano y se mortificaba
mucho, y era en dominar sus deseos personales, aunque parecieran santos. Así lo
manifestó cierto día en que trataba materias de piedad con una persona de confianza.
Recayó la conversación sobre cierto libro espiritual que el santo sacerdote no
conocía; y luego, siguiendo el primer impulso, manifestó mucho deseo de leerlo; la
persona con quien hablaba fue a buscarlo y trájoselo al instante, pero el señor de La
Salle se contentó con tocarlo sin abrirlo, para mortificar el apresuramiento que había
demostrado por verlo. Si sus enemigos le trataron de obstinado, es porque querían
admitiese planes y dirección muy contrarios al espíritu de su Instituto y capaces de
arruinarle en sus principios. Si hubiese querido que sus adversarios le tuviesen por
dócil, habría tenido que amoldarse ciegamente a todos sus caprichos; pero, en
340 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

cambio, los contradecía únicamente por consejo de los directores más ilustrados, que
para él tenían el lugar de Dios.

3. Admirable mortificación del juicio propio


En efecto, la obediencia ciega, que venía a ser para él ley inviolable, tenía en
continuo cautiverio su juicio y voluntad. En vez de examinar curiosamente y mucho
menos condenar las acciones, el sentir y la conducta de nadie, se sometía a cualquiera
que le usurpaba esos derechos; en lugar de contestar ni disputar para defender su
parecer, tomaba siempre el partido de ceder; en vez de discutir sobre todo y de decidir
sin apelación, como hacen los que no trabajan en mortificar su propio juicio, sino que
se arrogan
<2-465>
una pretensa jurisdicción sobre toda clase de personas, se sometía gustoso a aquellos
mismos que, de su propia autoridad, se constituían en superiores suyos, y honraba
como tales a los que querían serlo.

4. De la propia voluntad
No había cosa que más temiese como el que reviviese en sí la propia voluntad; para
evitar esto no decía nunca: Quiero o no quiero, le ordeno, le mando. No podía
determinarse en nada por sí mismo, ni usar del derecho de seguir su gusto en cosa
alguna. Holgábase de que sus directores le condujesen por la mano aun en los actos
más insignificantes, señalándole el tiempo y manera de hacerlos; a esos mismos
directores consultaba y pedía reglas para resolverse en los casos extraordinarios, y
obrar en todo por obediencia, a la cual miraba, a imitación de un grande santo (san
Juan Clímaco), como el sepulcro de la propia voluntad.

5. Del amor propio


Tampoco concedía nada al amor propio. Determinado a no perdonarle nada, a
mortificarle en todo y a castigar sus sorpresas con las más severas penitencias, tan
bien se había dominado que apenas si en varios años le habrían visto concederle la
menor satisfacción. Tierno y compasivo con el prójimo, mostrábase duro e insensible
para consigo. Siempre dispuesto a servir al menor de sus Hermanos, no podía sin
repugnancia aceptar, fuera de necesidad, el menor servicio. Su interés, sus ventajas,
sus comodidades y aun sus necesidades propias, le importaban tan poco que
hubiérase dicho no tenía ni cuerpo, ni salud, ni vida, ni honra que conservar.
En fin, era del número de esos héroes cristianos que no viven ya según la carne,
sino según el espíritu, que son guiados y movidos por el Espíritu Santo que los
domina, que crucificaron su carne, vicios y concupiscencias, y que llevando
continuamente en su cuerpo la mortificación de Cristo, viven de su vida y son fieles
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 341

retratos de Cristo crucificado. Era tan dueño de sus pasiones, que a su tiempo sabía
hacer de ellas el uso que el espíritu de Dios le inspiraba. Entonces las excitaba, y
cuando era necesario, manifestaba ira o mansedumbre, fuego o sosiego, actividad o
tranquilidad, bondad o severidad. De modo que ese hombre, tan igual siempre en su
ánimo, tomaba cuando quería todas las expresiones que la caridad ingeniosa sabe dar
a la fisonomía, y componía su semblante según las circunstancias, cuando tenía que
humillar o probar a sus Hermanos. Hallábase una vez el santo varón guardando la
puerta de casa, cuando llamó el Hermano Director de Ruán, que muy de mañana
había venido para hablarle; sin darle tiempo para decir una palabra, le reprendió
severamente por haber dejado tan de mañana la casa, los Hermanos y los ejercicios de
Comunidad, añadiendo otras cosas por este mismo estilo. Escuchó el Director la
reprensión con los ojos bajos, la cabeza descubierta y con humilde y respetuoso
silencio. Entonces cambió de repente el Superior, y a las palabras duras y al tono de
reprensión siguieron luego palabras y testimonios de bondad y cariño. Otra vez el
prudente Superior, tomando ocasión de una falta muy leve para mortificar a cierto
Hermano a quien quería probar, le dio una corrección pública en el patio, en voz alta y
de manera mortificante. Púsose el Hermano humildemente de rodillas, recibió la
corrección con espíritu de penitencia y semblante de mucha edificación;
inmediatamente el santo sacerdote, cambiado en otro hombre, se mostró con él como
un cordero.
<2-466>
§ 5. Su paciencia y mansedumbre
Es muy natural que hombre tan mortificado fuese muy paciente y poseyese en
grado eminente la bondad y mansedumbre, frutos de la mortificación perfecta y de la
paciencia heroica. La caridad es paciente —dice el Apóstol—; todo lo sufre, todo lo
aguanta (I Cor 13, 7). Por consiguiente, cuanto más ardiente sea la caridad, tanto más
heroica ha de ser la paciencia, que es su fruto: sólo la pura caridad puede hacer amar
los sufrimientos y las penas que la naturaleza aborrece. Cuando el espíritu se
complace en las amarguras de la carne, cuando el corazón encuentra su alegría en ver
al hombre viejo crucificado, es señal de que es muy débil el amor propio, y muy fuerte
el amor de Dios. La paciencia pone freno a todas las pasiones, impone silencio a las
murmuraciones de la razón y rechaza la tristeza que se levanta en el alma a la vista del
dolor.
«Esta virtud —dice nuestro santo sacerdote (Colección: De la paciencia)—
dispone el corazón a sufrir en general todos los males de espíritu y de cuerpo por amor
de Dios y a imitación de Jesucristo; estimad mucho esta virtud y practicadla a
menudo, entregándoos del todo a Dios para sufrir las cosas más desagradables.
1. Admitiéndolas y aceptándolas por sumisión a la voluntad de Dios, cuando se
presentan al pensamiento. 2. Recibiéndolas con paciencia y humildad y sin quejarse
cuando os sobrevengan. 3. En silencio y sin darlas a conocer a nadie. 4. Con
estimación, mirándolas como verdaderos bienes. 5. Con deseo, gozo y agradecimiento».
Este nuevo Job no advertía que se pintaba a sí mismo al trazar los caracteres de la
342 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

paciencia. Pocos hombres habrá cuya paciencia haya sufrido tan duras pruebas o que
hayan dado de ella mayores ejemplos.

I. Testimonio de la eminente caridad del señor de La Salle para con Dios:


el amor a los padecimientos
La entrega en manos de la divina Providencia de que hacía profesión, la práctica de
la más rigurosa pobreza, las persecuciones implacables que le suscitaban sin tregua,
los ultrajes y desprecios que por todas partes encontraba, las injusticias más irritantes,
las calumnias que se esparcían contra su persona y su gobierno, las enfermedades y
males dolorosos de que se vio afligido, en fin, las contradicciones y penas diferentes y
continuas que le proporcionaba su Instituto naciente, mantenían siempre, como quien
dice entre manos, la obra de su perfección. La adelantaba cada día con el trabajo
asiduo que se imponía para convertir en provecho suyo los varios motivos de
paciencia que se le presentaban a cada instante. Pues la obra de la paciencia —dice el
Apóstol Santiago— es perfecta y hace a uno perfecto (1, 4). La cruz es la escuela y el
crisol de todas las virtudes, y la paciencia es su dechado y perfección. Honra a la fe y
representa al natural al Hombre de dolores. Según el mismo apóstol Santiago, los
padecimientos son el crisol más seguro de la fe, y la paciencia en los sufrimientos es
el fruto más precioso de la misma (1, 3). La fe animó a los mártires en los suplicios, es
verdad, pero a la paciencia debieron sus victorias. Ella fue también la que puso la
corona de gloria en la cabeza de una infinidad de santos, quienes, sin derramar la
sangre, fueron verdaderos mártires. De este número es Juan B. de La Salle. Se le verá
sufrir con paz y sin turbación los diferentes géneros de adversidades, que, cual
impetuosas olas de mar continuamente agitado, venían a estrellarse en su paciencia.
<2-467>
Tan bien sabía moderar la tristeza y las demás pasiones que se agitaban
naturalmente.al acercarse la aflicción, que no dejaba advertir en lo exterior la pasión
que sentía interiormente. En sus palabras, gestos y acciones, nada revelaba turbación,
tristeza ni acritud. Ya estuviese atormentado en el cuerpo, o afligido en el espíritu, era
dueño de sí, y conservaba la paz en medio de los mayores males, según este oráculo
de Cristo: Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 19). Ni se
paraba en el primer grado que enseña a sufrir sin murmurar, sin resentimiento ni
tristeza; habíase acostumbrado a sufrir con amor y alegría, en lo cual está la
perfección de esta virtud. La historia de su vida está sembrada de ejemplos heroicos
que dio sobre este particular.
Como creía firmemente que Dios es el dispensador de los males y de los bienes,
que los reparte a sus escogidos por amor, haciendo de ellos participantes de manera
especial a sus santos y mayores amigos, perdían las aflicciones el horror natural que
nos inspiran y se le hacían agradables.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 343

II. Ejercicio continuo de paciencia que le ocasionó la fundación y conservación


de su Instituto
Desde que se hizo pobre por amor de Dios, encontró, en la misma pobreza e
indigencia, continuo ejercicio de paciencia heroica. ¡Cuántas veces se vio con su
Comunidad expuesto al hambre, a la sed, a la desnudez, al frío, al calor, y a todos los
rigores de las estaciones; en una palabra, a todas las miserias de la pobreza, sin que
saliese de su boca una palabra, no digo de queja, pero ni aun de inquietud y
desasosiego; de su corazón no brotó ningún movimiento, no diré de arrepentimiento,
o de tristeza de haberse despojado de sus bienes, pero ni siquiera de desconfianza en
la divina Providencia, que parecía con frecuencia haberle olvidado! No repetiremos
aquí los ejemplos que de ella dio en mil ocasiones, de los que hicimos mención en otra
parte; añadiremos únicamente que donde más brilló fue en las tribulaciones que
pusieron tantas veces el Instituto al borde de su ruina y en peligro de verse del todo
deshecho. Esta obra era la que Dios había puesto entre sus manos y para la cual le
había dado vocación y gracia y, después de muchas repugnancias, inclinación y
atractivo. Por muy desprendido que tuviese el corazón en esto, como en todo, no
podía menos de sentir ciertas alarmas y agitaciones que conmueven el corazón
paterno, a vista de los peligros que corre el establecimiento de sus hijos.

III. El mayor ejercicio de paciencia fue respecto de los bienes y males


de su Instituto
En estas ocasiones necesitaba este nuevo Job de toda su paciencia y del fondo
inagotable de resignación a la santísima voluntad de Dios, pues apenas lograba pasar
día exento de tribulación. Unas veces diezmaba la enfermedad su rebaño; otras, la
muerte lo iba mermando poco a poco; ya eran las tentaciones del enemigo las que
dispersaban las ovejas, ya la infidelidad a la vocación hacía desertar a los cobardes; o
alguna pasión secreta e inmortificada los inducía a salirse del Instituto; a los rebeldes
e indóciles movíales la soberbia a rebelarse contra su Superior, y cuando no, las
mañas y seducciones de los enemigos de nuestro santo varón indisponían contra él a
los débiles y a los sencillos; unas veces la autoridad de sus perseguidores ponía miedo
en los que podían defenderle y les cerraba la boca, o bien secretos rivales procuraban
por vías clandestinas separar de él a sus más fieles discípulos. Otras veces, amigos
fingidos venían a sembrar en su casa la murmuración, las quejas y la discordia;
bienhechores que se creían con derecho a disponer de todo en ella, pretendían
imponer la ley y abolir las antiguas prácticas; celadores indiscretos trataban de
mezclarse en el gobierno del Instituto, darle un nuevo espíritu y reformarlo todo a su
gusto.
<2-468>
Ora se veía desamparado de Hermanos o amigos, en quienes tenía cifrada su
esperanza; ora encontraba en sus discípulos principales enemigos secretos o públicos.
Ya se armaron contra él y su obra los que se habían declarado sus protectores; ya se
344 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

vio obligado a soportar guerra implacable por parte de algunos Absalones. Unas
veces, veía levantar la mano contra él, o colmarle de injurias; otras veces, vio que le
habían cerrado la puerta de su casa, o que le habían echado de ella. Finalmente, en
otras ocasiones, supo con dolor que algunos habían huido o saltado la tapia del jardín.
¡Cuántas veces vio arruinarse las escuelas ya establecidas a causa de los manejos de
algún mal consejero! ¡Cuántas otras vio rescindir contratos ventajosos, que estaban
ya a punto de firmarse, por la malicia de enemigos secretos! ¡Cuántas veces se vio a
sus discípulos rechazados y reducidos a dejar sitios a los cuales habían sido llamados,
porque su silencio, modestia, recogimiento y mortificación los hacían odiosos al
mundo que no quiere tener a la vista más que ejemplos semejantes a los suyos!
Necesitaba, sin duda, paciencia poco común para mantenerse en paz en esas
ocasiones; y, no obstante, así lo practicaba con perfección extraordinaria; así
cumplía, al pie de la letra, las enseñanzas que daba a sus discípulos, al decirles que
sufriesen en silencio, sin turbación ni tristeza, sin ceder en nada a la naturaleza, no
soltando ni una palabra de queja, ni una lágrima con que diesen a conocer en el
semblante el nublado de tristeza que interiormente los oprimía.
Más aún, conseguía con su paciencia triunfos más gloriosos, puesto que jamás se le
veía tan contento, alegre y tranquilo como cuando salía de las tribulaciones; y si eran
de tal naturaleza que no había en ellas en manera alguna motivo de alegría, por lo
menos ejercitaba la sumisión resignada a la voluntad de Dios y la entrega total en las
manos de su Providencia.

IV. Algunos ejemplos más de la paciencia del Santo


Para formarse en esta heroica paciencia, cuyas ocasiones multiplicaba cada día,
repetía con frecuencia estas palabras de Job, cuyos ejemplos tan bien imitaba:
Bendito sea Dios. Le eran tan habituales, que se las considera como su divisa. Cuando
la tribulación que se le anunciaba era más aflictiva, repetía una y otra vez las palabras
de Job: El Señor me lo dio todo; el Señor me lo ha quitado; bendito sea su santo
nombre. Palabras que dejó escritas y como consagradas en su Regla para que sus
discípulos las usasen con tanta frecuencia como lo hacía él.
Por esa disposición de ánimo vio llenarse su casa de jóvenes dotados de buenas
disposiciones para su Instituto, formarse en ella bajo sus alas, ofrecer las más bellas
esperanzas al Instituto, y salirse, con todo, por su desgracia, porque a pesar suyo, los
habían hecho salir fuera a la parroquia de San Sulpicio para ayudar a misa. Las
personas que trataron, encontraron medio de disiparlos y hacer que se disgustasen de
su vocación. Vio el seminario para maestros rurales felizmente levantado hasta tres
veces, y después desgraciadamente arruinado con mucho sentimiento suyo, a pesar
de sus cuidados y de sus esfuerzos. Vio sus escuelas de París saqueadas y cerradas por
los maestros calígrafos; llovieron pleitos contra sus discípulos; se pronunciaron
sentencias contra él; negáronle las pensiones que se debían al trabajo de sus
Hermanos, poniendo de este modo a la Comunidad en grande apuro. Vio varias veces
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 345

quedar vacío el noviciado, entrar extraños a gobernar su redil y enseñar nuevas


máximas, introduciendo en él un nuevo espíritu, debilitando la disciplina, criticando
su gobierno, aspirando,
<2-469>
en fin, a desmembrar el Instituto, rompiendo la armonía y subordinación; dividir sus
casas y dejarlas en la anarquía. Se vio obligado, con amargura de su alma, a moderar
las austeridades, aflojar el espíritu de penitencia y cercenar varias prácticas de fervor,
que alimentan el fuego divino, el cual no arde bien si el corazón no se encuentra
preparado con mucha mortificación. En fin, cerca de cuarenta años tuvo el dolor de
ver al Instituto, que había fundado por inspiración del cielo, perseguido con furor y,
muy a menudo, próximo a su ruina. Únicamente añadiré a lo que se ha dicho en
general, para evitar repeticiones, algunos hechos que todavía no han sido relatados.
Jamás se quejaba de nada, dice uno de los Hermanos que más le observó y que mejor
supo imitarle. Nunca se supo ni por su boca, ni por su semblante, ni por señal alguna,
lo que le faltaba, o si lo que le daban no le convenía. Siempre contento, cuando le
preguntaban en sus enfermedades si encontraba bien lo que hacían o si lo que le daban
era bueno, contestaba con aire jovial: Bien está, eso es bueno, Hermano mío. Jamás se
notó en él la menor señal de impaciencia. Era a menudo presa de graves
indisposiciones, acometido por vivos dolores, pero no se sabía sino cuando lo
declaraba con toda sencillez y candor al médico o al Hermano enfermero que se lo
preguntaban. Cierto día, después de haberse paseado y hablado con un Hermano con
su acostumbrada tranquilidad y buen humor, habiéndole encontrado el Hermano
enfermero, le preguntó cómo estaba, a lo que contestó: Tengo siempre dolor de
cabeza tan fuerte, que me parece como si me la partiesen. Pero lo que más pena me
da es que no puedo dedicarme ni a escribir, ni a leer, ni a nada. Bendito sea Dios. Sin
embargo, aun entonces sólo Dios era testigo de sus sufrimientos, y los Hermanos no
podían adivinar los dolores que padecía. Estando en el lecho de muerte, después de
hecha su confesión, se le oyó decir al confesor: Padre, estoy tan débil que he pedido a
Dios que me mande la muerte. Con todo, manifestó durante su enfermedad semblante
siempre contento y sonriente; sus facciones conservaron de tal modo esa suave
expresión, aun después de muerto, que se le contemplaba por gusto, y se le hubiera
creído entonces vivo, pues parecía tal cual estaba cuando hacía oración o escuchaba
la rendición de cuenta a algún Hermano.
Por el verano del año 1716, los Hermanos de las escuelas de Ruán, yendo según de
costumbre, a las seis de la mañana, a oír misa en la iglesia de San Nicasio, que era su
parroquia, encontraron a dos forajidos que se abalanzaron contra ellos con espada en
mano y un palo en la otra, como para asesinarlos. A querer defenderse nada debieran
temer, pues su número y juventud les daba la fuerza necesaria para rechazar a
aquellos brutales salteadores; pero instruidos en la escuela de Juan B. de La Salle,
estaban dispuestos a dejarse maltratar antes que oponer la violencia. Sin embargo,
como había indicios de que aquellos perdidos no estaban en ayunas, la prudencia les
aconsejó que para escapar de su furor el partido más seguro era huir y dispersarse; no
346 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

lo pudieron hacer todos con bastante diligencia, y a uno de ellos, que cayó en sus
manos, lo maltrataron malamente a palos. Los Hermanos, temiendo quedase impune
insulto de esta índole, y que podía ser origen de otros muchos atropellos, creyeron ser
de su deber dar parte al alguacil del barrio, que era vecino suyo. Hechos los informes,
los dos perdidos, que tenían sobrados motivos para temer la justicia, acudieron a la
indulgencia de aquel
<2-470>
a quien habían maltratado tan bárbaramente; éste les otorgó entero perdón por escrito,
y los libró, por este acto de generosidad cristiana, de las manos de la justicia.
El señor de La Salle, que estaba entonces en San Yon, sabedor de lo sucedido, se
afligió mucho de ello. Jamás se le había visto tan mortificado; jamás había
manifestado tanta sensibilidad como en esta ocasión. Pero ¿cuál era el motivo de su
dolor? ¿Era el que sus discípulos hubiesen sido maltratados? No, no sabía afligirse
por semejantes sucesos, que consideraba como verdadera dicha para los discípulos
del Crucificado. La causa de su dolor fue el que los Hermanos hubiesen formulado
queja ante el alguacil. Era ésta una falta que no podía excusar. En vano querían
justificarla con la necesidad de reprimir semejantes ultrajes, a fin de tener libertad
para seguir dirigiendo las Escuelas Cristianas al abrigo de los insultos de los impíos;
les cerraba la boca con esta única respuesta: Los Hermanos deben sufrirlo todo y no
hacer sufrir a nadie. Y porque les costaba trabajo acomodarse al lenguaje de la cruz,
lo confirmó con el ejemplo de los Apóstoles, revestidos de la virtud del Espíritu
Santo, de los cuales está escrito: Se retiraron de la presencia del Consejo muy
gozosos, porque habían sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de
Jesús.
Pronunció este pasaje de los Hechos de los Apóstoles con un celo que parecía
devorarle, para inculcar a sus discípulos, que también se honran con la gloriosa
misión de enseñar la doctrina cristiana, de que debían, a imitación de los Apóstoles,
cifrar toda su alegría en sufrir por el nombre de Jesús. El santo sacerdote pronunció
las palabras de los Hechos de los Apóstoles en latín contra su costumbre, porque no
solía hacerlo sino en cosas de mucha monta y que le importasen mucho; ni siquiera lo
usaba en las pláticas, porque había mandado a los Hermanos que lo sabían que
hiciesen como si no lo supieran, y les prohibió con Regla rigurosa el usarlo; pero en
las ocasiones en que se trataba de inspirar respeto a Jesucristo crucificado, de
encadenar, por decirlo así, los Hermanos a sus pies, y de tenerlos dispuestos a beber el
cáliz de las humillaciones y padecimientos de este divino Salvador, se sentía animado
de santo fervor, y hablaba como hombre que no está en sí, sino animado y movido por
el espíritu de Dios.
No puede ponderarse bastante —dice un Hermano que vivió largo tiempo en su
intimidad— la paciencia admirable con que el santo Fundador sufría los modales
groseros de algunos Hermanos. Uno de éstos, altanero, imprudente y hasta insolente,
aunque sin repararlo, pues si bien era de espíritu corto no tenía mala voluntad, ponía a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 347

terrible prueba la paciencia del santo sacerdote con su carácter y sus continuas
importunidades y desaires. Jamás, sin embargo, pudo hacerle faltar a la evangélica
mansedumbre. Pero si no consiguió acabar con la paciencia del caritativo Superior, le
cansó tanto con sus reiterados extravíos y sus malos ejemplos que le quitó la salud. El
santo varón podía restablecerla fácilmente usando de su autoridad. El atrevido, que en
el fondo pecaba más por ligereza que por malicia, y que no se mostraba tan insolente
sino porque el señor de La Salle era demasiado indulgente, hubiera vuelto en sí de
haberle dado con la vara de hierro, pero no era éste el carácter del siervo de Dios;
prefería usar de la paciencia en vez de la autoridad.
Con todo, su salud sucumbió a la violencia que padecía la naturaleza, y le fue
preciso guardar cama. Uno de los principales Hermanos, ignorando la causa de su
enfermedad, le hizo tantas instancias para que se la declarase, que al fin le arrancó
estas palabras: No me es posible tener salud mientras esté en compañía del
Hermano... Por desgracia, no era fácil trasladar a otra casa a dicho Hermano, que era
verdadero martillo y azote de su Superior,
<2-471>
pues por gozar del favor del protector principal de la casa no se atrevían a sacarle de
ella. De este modo tuvo tiempo de hacer pasar por el fuego de la tribulación y
acrisolar la virtud del señor de La Salle. Al fin y al cabo, este Hermano díscolo
entraba en las intenciones de un hombre que se complacía en nutrirse de
mortificaciones y corría con avidez santa en busca de cuanto podía disgustarle.
Ya dijimos que recibía a menudo cartas llenas de invectivas e injurias, y que las leía
siempre con mucha atención y tranquilidad. Estando cierto día a punto de subir al
altar, vino una de esta clase. Aunque acostumbraba dejar para después de misa los
negocios que le llegaban mientras se disponía a celebrar, quiso, sin embargo, leer
dicha carta, creyéndola a propósito para prepararle a ofrecer el incruento sacrificio,
pues adivinó su contenido. Era, en efecto, muy ofensiva e injuriosa. Después de
haberla leído, la dio a la persona de confianza con quien entonces hablaba.
Habiéndose ésta enterado de ella, quedó muy sorprendida de la tranquilidad del señor
de La Salle. Éste dijo que a él le parecía que el autor de la carta había tenido muy
buena intención al escribirla, y después se fue a celebrar por él la santa misa.
Suplicáronle algunas personas piadosas, amigas suyas, que trasladase a otra casa a
determinado Hermano cuya conducta no era muy edificante; y aunque sin esperanza
de que el Hermano se enmendase en otra parte, condescendió con el deseo de dichas
personas. El Hermano, en lugar de mejorar de costumbres con el cambio del lugar,
parecía, al contrario, progresar cada día en el camino de la iniquidad. Esta obstinación
en la maldad causó, como era natural, muy profunda aflicción al santo Superior. Para
poner coto a un mal que podía tener fatalísimas consecuencias, aprovechó el viaje que
hizo a Provenza para visitar a ese Hermano. Recibiole éste con bastante cortesía; pero
al notar este hijo desgraciado que su Padre le quería llevar por el camino estrecho que
correspondía a su profesión, le tomó tal aversión que ya no tuvo palabras bastante
348 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

duras que echarle en rostro, sin miramiento alguno a su carácter sacerdotal ni a su


calidad de Superior. En fin, llevó la insolencia hasta obligarle a salir de su casa. El
santo Fundador, sin ofenderse de tan inesperado trato y teniendo motivo para aplicarse
estas palabras del Profeta: He criado hijos, y los he engrandecido, y ellos me han
menospreciado (Is., 1, 2), se retiró a casa de una persona piadosa que le recibió como
Zaqueo a Nuestro Señor. Allí, el siervo de Dios, vecino a su Absalón, echó mano de
todos los medios que pudo para hacer volver en sí al Hermano; pero todo inútilmente,
pues el miserable, en lugar de rendirse, hizo todo cuanto su malicia le sugirió para
desacreditar y hacer odioso ante el mundo a su santo Superior, lo cual cedió, gracias a
Dios, en confusión suya. En este tiempo, el inocente oprimido, olvidando los ultrajes
de aquel mal discípulo, no tenía más que palabras de ternura y caridad para con él; y
en vez de escuchar a los que, por compasión de él, censuraban al Hermano, procuraba
calmarlos, excusándole cuanto podía. Retirose, en fin, de aquel lugar sin haber
podido obtener nada de aquel corazón endurecido, y dio tiempo a este hijo
desnaturalizado para que volviese en sí, lo cual no tuvo el consuelo de ver antes de su
muerte. Fue ésta, al decir del mismo santo Fundador, una de las penas más sensibles
que experimentó en su vida, y necesitó toda la energía de su voluntad para no dejar
estallar su dolor. La paciencia que manifestó en este encuentro hizo formar muy
elevado concepto de su santidad a todos los que de ella fueron testigos. El santo varón
se consolaba en estas ocasiones con la meditación de estas palabras del Apóstol:
Considerad atentamente a aquel Señor que sufrió tal contradicción de los pecadores
contra su misma persona,
<2-472>
a fin de que no desmayéis ni decaigáis de ánimo. Aconsejaba con frecuencia a los
Hermanos que estaban encargados de otros que recordasen estas palabras cuando
algunos de los encomendados a su dirección no se aprovechasen de sus
amonestaciones. Por no bajar a pormenores de los edificantes ejemplos de paciencia
de que dio claras muestras en sus largas y crueles enfermedades, me contentaré con
referir otro caso. Hallándose otro día visitando a los pensionistas mayores de San
Yon, dándoles, según su costumbre, algunas instrucciones, le trajeron un sillón para
que se sentase; pero el Hermano que estaba con él, creyendo que no quería usarlo, lo
quitó sin que lo notase. Al cabo de un rato fue a sentarse el santo sacerdote, y cayó de
espaldas, con tan terrible golpe en la cabeza que le levantaron sin sentido. Esta caída
le ocasionó tal absceso en la cabeza que se llegó a desesperar de su curación; pero
como aún no había llegado su hora, fue Dios servido que saliese todo el mal por el
oído, y quedó luego el señor de La Salle fuera de peligro. En todo el tiempo que
estuvo malo, dio ejemplo de tanta paciencia que arrancaba lágrimas a los que tenían la
dicha de asistirle. El Hermano que había ocasionado con su imprudencia tan
desagradable accidente esperaba alguna severa reprensión, mas en esto no conocía
bien el espíritu de su buen Padre. En efecto, no le manifestó la menor señal de
descontento ni de pena, y cuando este Hermano se arrodilló para pedirle perdón, el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 349

humilde sacerdote le levantó del suelo con palabras llenas de ternura, y añadió que se
debía adorar la conducta de la Providencia, que así lo había permitido.
Hombre tan paciente no podía menos de inspirar los mismos sentimientos a
aquellos que le estaban confiados, y esto hacía puntualmente con mucho fervor,
convencido de que es absolutamente necesario que los que están destinados a la
instrucción de la juventud descuellen en la virtud de la paciencia. Lo echaréis todo a
perder, les decía a menudo, si no cuidáis de moderar en vosotros esas impaciencias
que molestan de ordinario a todos los que enseñáis.
Cierto Hermano le dio cuenta de su interior por carta, y le manifestó que se sentía a
menudo vencido de la impaciencia; el siervo de Dios le hizo ver los inconvenientes
que eso puede acarrear con estas palabras: «Cuide de no dejarse llevar de la
impaciencia en el ejercicio de su ministerio, pues de esa manera no obtendrá
provecho alguno. Cuando se sienta tentado de impaciencia, contenga el movimiento
y espere que haya pasado para obrar; y cuando se haya dejado llevar de alguna
impaciencia como las que me señala en su última, pida a su Hermano Director que le
imponga alguna penitencia, pues éste será remedio eficaz para enmendarse de un
defecto de tan tristes consecuencias».
No les movía menos a la práctica de esta virtud fuera de sus empleos y quería que
en todas las ocasiones fuesen siempre modelos de ella. Por la cual, con santo celo,
repetía a los que en esto se desmandaban, aunque fuese en cosas pequeñas, alegando
que quien no podía sufrir, sin responder, cosa de poca monta, menos podría sufrir
después otra de más peso.
A uno de ellos que le escribió para decirle que se había dejado llevar de
impaciencia contra otro Hermano, le contesta en estos términos: «Hermano mío, si
hubiese sufrido con paciencia la pena que le sobrevino, ¡cuántas gracias habría
merecido de Dios! Cuide, pues, en adelante, de sufrir con paciencia. Si quiere agradar
a Dios, ofrézcale sus penas en unión con las de Jesús Nuestro Señor. La turbación que
tiene con respecto a sus defectos no le puede acarrear ningún provecho. Debe pensar
ante el acatamiento del Señor en los medios de enmendarlos. Tenga un poco de
paciencia, que Dios lo remediará todo». A otro Hermano,
<2-473>
que era Director, y le manifestaba el sentimiento que le causaba el tener que sufrir el
mal humor de algunos de los Hermanos confiados a su cuidado, le contestó que todo
Director había de tener paciencia tan grande y virtud tan probada que estuviese
siempre dispuesto a sufrirlo todo, sin demostrar ninguna pena ni descontento.
Pero si exigía tanta paciencia en las cosas exteriores, no la exigía menor en las
penas interiores. Quería que se recibiesen con tanta sumisión que no se abriese
siquiera la boca para quejarse de ellas. He aquí cómo habla sobre esta materia a una
persona a quien dirigía desde hacía mucho tiempo y que le pedía algunos avisos para
recibir con paciencia las diversas penas interiores que experimentaba:
350 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

«1. Échese, —le dice— en los brazos de Dios y de su santísima Madre, para que la
sostengan en su flaqueza, no de modo sensible y consolador, sino como Dios quiere y
usted lo merece. La violencia que se tenga que hacer no será nunca tan grande, ni tan
larga, tanto de parte de Dios, que es quien la ha de consolar, como por parte de usted,
que no ha de vivir mucho tiempo en el mundo; pero aunque hubiese de durar mucho
tiempo, ¿no merecen eso y mucho más sus pecados, el ejemplo de Cristo, el amor de
Dios y la posesión de la eterna bienaventuranza?
2. En sus flaquezas, apóyese en Jesucristo y confíe en su bondad que no la dejará
caer en sus miserias, si no dan motivo a ello sus infidelidades. Tenga, pues, paciencia;
aguarde, y el consuelo llegará a su tiempo.
3. Todas las turbaciones y penas que tiene son poderosos medios para satisfacer a
Dios por lo pasado. Sea fiel y crea que dará muy estrecha cuenta del uso que de ellas
hubiere hecho. Le recomiendo, y encarecidamente le ruego, que permanezca firmemente
asida a la cruz de Cristo; no la suelte; y por más que el infierno ruja, diga con entereza
que por su parte no se apartará de ella, y que no hay cosa que de ella la pueda separar.
Nuestro Señor vendrá luego en su auxilio y la sostendrá con su mano.
4. Seamos pobres de buena gana; y puesto que nuestro Dios es siempre fidelísimo,
tranquilicémonos y apacigüémonos con esto. Arrastremos nuestra pobre existencia
tanto tiempo como le plazca, sin quejarnos de ello a nadie, ni siquiera al que nos
pueda librar. Busquemos en todo puramente la voluntad de Dios. Confieso que la
continua violencia que ha de hacerse no tiene nada agradable para la naturaleza; pero
¡cuánto no hemos de sufrir para rescatar el paraíso perdido y evitar el infierno
merecido! Todo ha de referirse a esos dos grandes objetos de la eternidad. Sea Dios su
único auxilio en todos los combates y en los abatimientos de la naturaleza; y por
único remedio en sus penas, acuda confiadamente a visitar a Jesús sacramentado.
5. Si el estado en que se encuentra es un martirio, es lo mejor que puede desear,
porque es el que antes la santificará. Por poca conformidad que tenga en las
tribulaciones, será bastante: lo que hay que temer es que las manifieste a otras
personas fuera de las que la dirigen. En esto ha de tener mucho cuidado.
6. Bien sé, querida Hermana, que padece mucho, y mucho la compadezco en sus
aflicciones, pero me parece que no debería quejarse tanto. El desamparo que
experimenta es solamente exterior, y esas tinieblas tan densas en que se encuentra son
medios que Dios le proporciona para que vaya a Él con más seguridad. Bien sabe que
cuantas más tinieblas y oscuridades haya en el modo con que la dirijan, tanta más fe
habrá, y que
<2-474>
sólo la fe constituye la vida o camino de los que son de Dios. Dígase a sí misma en ese
abismo: Aun cuando estuviere condenada, haré cuanto pueda por Dios. Y aun cuando
entre veinte acciones no hiciera más que una buena o medio buena, siempre será algo
por amor de Dios. Bueno será que se humille algunas veces por el estado en que se
encuentra; pero lo que más necesita y le irá mejor será buen ánimo y confianza en
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 351

Dios. Una vez más, le suplico, acuda a Dios por medio de la oración. ¿Se enojará Dios
por ventura de que acuda a Él? Dios la libre de pensar tal cosa de su bondad. Créame:
la oración atrae siempre alguna gracia aun sobre los mayores pecadores; es casi su
único refugio, y aunque no hiciera más que estar delante de Dios, le será siempre muy
útil para sostenerse en sus penas y para ayudarse a soportarlas con paciencia. Hágala
en cuanto pueda ante el Santísimo. Esto la ayudará mucho a tranquilizar el alma.
7. No se deje persuadir, sin motivo, de que está desamparada de Dios. Crea, al
contrario, que Dios está más dispuesto que nunca a recibirla en sus brazos; y a medida
que el mal aumenta, aumenta también su misericordia y se derrama sobre usted con
más abundancia. Él sabe cuán grande es su flaqueza, y que es preciso que su gracia
establezca y confirme en usted lo que su debilidad y flojedad pueden hacerle perder a
cada paso».
¡Cuán elocuentes y persuasivas eran estas lecciones de paciencia, salidas de boca
de hombre tan paciente!

V. Admirable mansedumbre del siervo de Dios


Podría decirse de este sacerdote tan mortificado, tan recogido y tan humilde que
era como Moisés, mitissimus super omnes homines, el más manso de los hombres. En
efecto, la mansedumbre, que es el fruto de todas las virtudes en general, es efecto
propio de la caridad, de la humildad, de la conversación con Dios, de la mortificación
y de la paciencia. El grado de la mansedumbre cristiana corresponde al que en estas
virtudes se posee, y aun puede decirse que la mansedumbre las hace amables, y
vuelve atractiva y hacedera la virtud a los ojos de los hombres. Si la caridad pura y
generosa del santo varón le ganó el corazón de Dios, la caridad tierna y mansa le ganó
también el corazón de los hombres, a despecho de la envidia, de la pasión, del interés
y de esa secreta malicia que sabe inspirar el espíritu del mundo contra la virtud
heroica que se manifiesta por de fuera. Es verdad que estas cualidades del corazón
tienen sus peligros, pues la ternura degenera fácilmente en afición y la mansedumbre
en molicie; pero Juan B. de La Salle tuvo este privilegio de ser manso y tierno, sin
caer en ninguno de los extremos opuestos a esta virtud. La firmeza unida a la
mansedumbre, la pureza unida a la ternura, fueron los caracteres particulares de su
caridad con el prójimo. Y aunque en todas las virtudes podía llamarse verdadero
retrato del Salvador, con ésta venía como a perfeccionar la imagen y a dar en ella la
última mano.

VI. Caracteres de la mansedumbre


Pero ¿cuáles eran los caracteres de la mansedumbre del siervo de Dios? ¿Cuándo,
cómo, con quién, por qué y con qué fin la practicó? Esto es lo que hemos de explicar
en pocas palabras para conocer todo el mérito de ella. Lejos estaban de él esa bondad
y mansedumbre que se engendran con la natural simpatía, y destruye la antipatía
352 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

natural; ni tampoco le gustaba esa bondad política y afectada, resultado muchas veces
de pasiones aviesas; ni esa bondad y dulzura natural e interesada que procede de la
misma naturaleza, si no ya de alguna codicia, y mucho menos esa mansedumbre
falsa, y, por tanto, sin mérito delante de Dios, que debe su origen al genio y al
temperamento, cuando no a un corazón rastrero y mercenario. Bien sabemos que a lo
más que llega el mundo es a formar hombres amables por estudio, complacientes por
artificio, benéficos por interés, honrados
<2-475>
por política, dóciles por arte y hábiles para prodigar en la ocasión sus caricias,
siempre dispuestos a hacerse esclavos de aquellos de quienes necesitan, con el fin de
convertirse luego en tiranos de los mismos.
La mansedumbre y bondad de Cristo, en la cual se miraba el señor de La Salle para
copiarla en sí, tiene su raíz en el fondo del alma. Y por esto se hallarían pocos que le
superasen en la rectitud de su corazón y en la sinceridad de las palabras; el candor y la
sencillez eran en él carácter distintivo, y en sus palabras se notaba aquella franqueza
de nuestros padres que tan desterrada se halla por desgracia del lenguaje de sus hijos.
Y nadie piense que su natural le ayudase a ser manso, antes por el contrario oponíale
serios obstáculos. No era de índole fría ni apocada, sino de genio vivo y de sangre
ardiente, y por lo mismo inclinado de suyo a la ira, si con tiempo no hubiese
procurado mortificar su natural. Pero, ya se sabe, es propio de los grandes siervos de
Dios el contradecir a la naturaleza. Los mundanos, por lo contrario, siempre tienen en
la boca: es mi genio, es su temperamento, no me puedo valer. Verdadera cobardía que
en vez de excusarla es para ellos vergüenza y baldón. Los santos piensan de modo
muy distinto: su máxima principal es contradecir su genio y combatir su
temperamento, para combatir con mejor éxito la pasión dominante.

VII. Principios de esa incomparable mansedumbre


He aquí los principios que han concurrido a hacer del señor de La Salle el hombre
más manso de su época: vigilancia exacta en examinar los movimientos de su
corazón; suma violencia y firmeza en ahogar en sus principios hasta los menores
arrebatos de la ira; fidelidad constante en no cejar en combate tan largo y encarnizado
hasta haber conseguido victoria total. Su mansedumbre, como producida e informada
por la gracia, era mansedumbre santa. Tenía por modelo la bondad de Cristo, por
origen y fuente el trato con Dios, por medio la mortificación, por causa final el amor
de Dios, por custodia la humildad, por sello la paciencia, y por frutos copiosísimos la
paz y tranquilidad del alma. Mansedumbre universal, sin acepción de personas; se
extendía hasta sus mayores enemigos, a sus calumniadores, rivales, perseguidores.
Aquellos discípulos que más le contrariaban o le ocasionaban mayores disgustos, y
también los más groseros y abyectos, eran los que mayores testimonios recibían de su
mansedumbre. Poníase siempre el último de todos y como tal se consideraba; ni
conservaba otro privilegio de los correspondientes al elevado puesto que ocupaba,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 353

que el derecho de verse importunado a todas horas. Familiarizábase con los más
pequeños de los suyos, y, no separando nunca la cualidad de padre de la de Superior,
enjugaba sus lágrimas con ternura, escuchaba sus quejas con paciencia, se enteraba
por menudo de sus penas con bondad, los consolaba con afecto, y parecía no olvidarse
más que de sí mismo.
En el tribunal de la penitencia, sobre todo, se esmeraba en reproducir en su persona
con los mayores pecadores la mansedumbre del Salvador, llamado en el Evangelio el
amigo de publicanos y pecadores. Por pecados considerables, acostumbraba imponer
penitencias leves, porque se proponía expiarlos en sí mismo con penitencias
proporcionadas, además de que trataba de convertir a los pecadores en penitentes por
el camino de la mansedumbre y del amor. De este modo, sin apartarse del espíritu de
la Iglesia y de sus antiguas reglas señaladas en los cánones penitenciales, que
proporcionaban las penitencias a la gravedad y al número de los pecados, tomaba
sobre sí el satisfacer a la justicia divina por las deudas de los pecadores, y resarcirla de
la indulgencia y misericordia que usaba con ellos castigándose severamente a sí
mismo. A veces, imponía penitencias severas; pero, antes de arriesgarse, estudiaba el
carácter de sus penitentes, su grado de gracia, el de su conversión
<2-476>
y de sus fuerzas espirituales; y como médico prudente atendía más a las disposiciones
de los enfermos que a la naturaleza del mal, en los remedios que prescribía.
De sus pies, se levantaban los Hermanos confundidos por su bondad, encantados
de su mansedumbre y edificados de su paciencia. La unción y la gracia acompañaban
a su palabra, la cual eficazmente obraba en sus corazones. Los unía a sí y los sometía
con alegría a su autoridad; mantenía en el cumplimiento de sus obligaciones a
algunos que por su natural flojedad tendían a la emancipación; los conservaba en la
observancia sin forzarlos, y les hacía amable y ligero el yugo del Señor. Como la
mansedumbre no era en él efecto del genio ni del temperamento, más temía carecer de
ella que excederse por demasía. Creía que el exceso de mansedumbre nunca sería tan
contrario al espíritu de Cristo, como el carecer de esta virtud. Le costaba mucho
trabajo el convencerse de que su grande mansedumbre fuese verdadero defecto, y así
no trataba de corregirse de ella, sabiendo cuán difícil es que una virtud penosa a la
naturaleza degenere fácilmente en exceso, y que es pura esta virtud cuando con ella
no se mezcla la inclinación natural. En efecto, ¡cuántas veces tuvo que apurar en sí,
hasta las heces, el cáliz de hiel y de amargura para librar a los otros de probarlo! Es
menester que acaezca esto a menudo antes que la fuente se seque y se haga semejante
a la paloma que carece de hiel. Esa especie de victorias sangran el corazón; pues casi
siempre es preciso inmolar y sacrificar el amor propio para que la mansedumbre
establezca en el alma su pacífico reinado.
354 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

VIII. Extraordinarios efectos de su mansedumbre


Ese triunfo de la mansedumbre se había cumplido en el siervo de Dios; de ahí nacía
la serenidad de su semblante, la tranquilidad del alma, la igualdad de ánimo de que se
ven tan pocos ejemplos aun en los mismos virtuosos. Se le veía siempre igual, y esta
igualdad de ánimo, al paso que le diferenciaba de los demás hombres, le hacía
semejante a Dios. Pasaba todos los días por contradicciones, ultrajes, injusticias,
calumnias, fatigas, enfermedades y males de esta vida, sin conceder a la naturaleza la
menor señal de tristeza, ni a los que probaban su virtud la vana alegría de haberle oído
quejarse, contradecirles o contestar. No sabía lo que era dejarse llevar del despecho,
de la frialdad, de la aversión, del resentimiento, ni de su boca salían respuestas
ásperas ni picantes, y mucho menos amenazas y reproches; nunca se creía ofendido;
así nada le costaba, no digo ya perdonar y reconciliarse, sino prodigar a los que le
ofendían nuevos testimonios de benevolencia. En una palabra, todos los días de su
vida estuvieron señalados con algún nuevo rasgo de mansedumbre. Mas no se puede
negar que esta virtud tiene también sus escollos, y que degenera algunas veces en
flojedad y cobardía. Juan B. de La Salle viose libre de ese extremo, pues si bien fue
siempre manso, usó de la firmeza cuando convino.

IX. Cómo el siervo de Dios conciliaba la firmeza con la mansedumbre


Es cierto que hay en la vida ocasiones delicadas en que los hombres más firmes
suelen mostrarse flojos; las razones de familia, los gritos del mundo, los intereses de
la Comunidad, las contradicciones domésticas o extrañas hacen a menudo desistir
de las resoluciones más firmes.
Éstas son tentaciones ocasionales y sutiles que sorprenden al corazón y le hacen
ceder a la presión de los parientes, de la codicia o de caridad falsa y calculada. Pero si
estudiamos todos los caminos y acciones del piadoso Fundador, luego caeremos en la
cuenta de que jamás anduvo en él la firmeza separada de la mansedumbre.
Las conveniencias de familia, que conmueven tantas veces las almas más fuertes,
y desconciertan los proyectos de piedad y de perfección ya resueltos, o sólo
empezados, al dar contra su corazón le encontraron firme como una roca, contra la
cual se estrellaron todos los esfuerzos de la carne y de la sangre. Su familia puso el
grito en el cielo cuando, aconsejado por su director, se dispuso el señor de La Salle a
cambiar su prebenda de canónigo por una parroquia que daba mucho trabajo y poca
renta. Hizo contra ese proyecto toda la oposición posible, pero en
<2-477>
balde: el santo sacerdote no escuchaba la voz de los parientes cuando se trataba de los
intereses de Dios. Si el negocio no se arregló, sólo fue por falta del consentimiento del
señor Arzobispo de Reims. Cuando el piadoso canónigo se resolvió al fin a
deshacerse de su canonjía, era natural que pensara en favorecer a uno de sus dos
hermanos que se destinaban al servicio de Dios, y de los cuales uno, eclesiástico ya,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 355

se había manifestado muy afecto a su persona. Todas las razones de familia parecían
obligarle a favorecer a los suyos con sus bienes patrimoniales, de los cuales estaba
resuelto a desprenderse para seguir a Cristo pobre. Podía hacerlo así, es verdad, pero
no era necesario, puesto que sus parientes, como ricos que eran, no necesitaban de sus
bienes. De haberlo ejecutado, el mundo habría alabado su resolución, y sus parientes
se la habrían agradecido, puesto que los enriquecía; pero no es ése el partido que
aconseja Jesucristo a los que quieren ser perfectos. La autoridad del Evangelio
prevaleció, pues, sobre todas las razones de familia. Después que dio este paso tan
penoso contra la carne y la sangre, no fue difícil a nuestro santo sacerdote ponerse a
cubierto de las alabanzas y caricias de sus parientes. Viose, por el contrario, en lo
restante de sus días al abrigo de tentaciones de este género; sosteníale en estas
ocasiones su fortaleza, y tenía a raya su bondad, logrando con semejante
comportamiento tanta gloria delante de Dios como desprecio a los ojos del mundo.
Sólo en estas ocasiones en que se trataba de la familia, ponía el siervo de Dios coto
a su bondad y mansedumbre. La carne y la sangre, que pretenden tener derecho a
pedirlo todo y a esperarlo todo de algún pariente eclesiástico, eran para él motivo para
pesar mejor las cosas. De este modo la mano ponía tasa al corazón, que de suyo se
inclinaba a favorecer a los parientes, pues no había perdido el natural sentimiento,
antes lo conservaba muy vivo; pero por lo mismo, menos se fiaba de sí, y sólo le
servía para animarle de verdadera caridad. Porque es verdad que la gracia no destruye
las inclinaciones naturales; el mismo Cristo lloró sobre Lázaro, y los que fueron
testigos de sus lágrimas decían: Ved cómo lo amaba. Los santos son hombres, y por
tanto sensibles, y deben por consiguiente desconfiar de su propio corazón, pues los
lazos de la carne y de la sangre ocasionan con frecuencia, aun a los más perfectos, las
tentaciones más delicadas.
Los gritos del mundo son otra causa de tentación que muchas veces hace naufragar
las más fuertes resoluciones y derriba los proyectos de perfección en vías ya de
ejecutarse; pero ¿qué ganó el mundo con sus gritos, censuras, burlas, desprecios y
persecuciones contra este hombre que el espíritu de Dios le oponía para contradecir
sus ejemplos, costumbres y máximas? No creo que en todo el siglo pasado haya
habido otro que como el señor de La Salle fuese el objeto de las contradicciones del
mundo; ese enemigo irreconciliable de los siervos de Dios odiaba a Juan Bautista y le
declaraba guerra en todas partes. ¿Cómo recibió los ejemplos admirables de pobreza,
la renuncia de los intereses de familia y la nueva manera de vivir del canónigo de
Reims, que por sí mismo se había despojado de su dignidad? Ya lo hemos visto: no se
escasearon contra él ni las malignas censuras, ni las murmuraciones mordaces, ni las
burlas picantes, ni los desprecios humillantes; pero todas estas acometidas no fueron
capaces de derribar de su firmeza y constancia a este hombre que despreciaba al
mundo más aún de lo que el mundo le despreciaba a él. Y para insultar a su vez a ese
enemigo anatematizado por la boca del mismo Cristo, a su vista se vistió el hábito
de los Hermanos, que entonces, como nuevo, era raro, y parecía ridículo. Iba, sin
esconderse, a hacer de maestro en la escuela de Reims cuantas veces era necesario, y
cuando le insultaban recibía con gusto los insultos y desprecios, sabiendo que es cosa
356 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

ordinaria en el mundo pagar los beneficios con ingratitudes y afrentas. Seguíale a


todas partes la grita y voces del mundo, oponiendo serios obstáculos a sus empresas;
pero
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todo esto sirvió para ejercitar su paciencia, mas no para hacerle volver atrás en los
proyectos que había emprendido por la gloria de Dios: de este modo guardó siempre
intacta su firmeza, sin dejarse llevar jamás de la falsa bondad y condescendencia. Así
logró hacer siempre la voluntad de Dios a pesar de los discursos y burlas del mundo.
Los intereses de Comunidad, que se convierten a menudo en otro género de
tentaciones muy peligrosas para los superiores, y principalmente para el que es como
primer padre y Fundador de ella, tampoco ablandaron a este hombre verdaderamente
manso de corazón, ni por ellos consintió nunca en acomodarse a los tiempos ni ceder
a las circunstancias: si hubiera querido hacerlo en Reims, habría aprovechado las
magníficas ofertas que su Arzobispo le proponía para el Instituto; si en París hubiese
querido mostrarse falsamente condescendiente, no habría perdido el favor y las
limosnas del que se había comprometido desde un principio a ser su insigne
bienhechor; si hubiese querido en Provenza usar de política, habría sido dueño de la
bolsa de un partido que ansiaba tener de su parte a hombre tan santo, y que le habría
pagado con usura cualquier condescendencia de su parte; si hubiese querido avenirse
en otras circunstancias con lo que exigían de él, o firmar los planes y reglamentos que
le proponían, habría multiplicado los amigos y bienhechores, las escuelas cristianas y
los establecimientos de los Hermanos; pero incapaz como era de aflojar en lo que
creía pertenecer a los intereses de Dios, jamás titubeó en sacrificar a ellos la propia
Comunidad, según se vio en tantas ocasiones. Siempre le encontraron inflexible
contra la menor relajación. En tanto le interesaba su Instituto en cuanto podía dar
gloria a Dios, deseaba ver en él fervor sobre todos los intereses y bienes materiales del
mundo.
En fin, ninguna contradicción de los de casa ni de los extraños pudo jamás ablandar
su constancia en defender los intereses de Dios, en oponerse a los vicios, en combatir
el pecado, en reprender a los pecadores; pero siempre con bondad, siempre con tanta
firmeza como mansedumbre.

X. Sus prácticas de mansedumbre


Nunca se le vio disputar ni disentir, porque tenía por máxima inviolable ceder
siempre a todo y con todos. Dispuesto siempre a acatar el parecer de los demás, se
miraba mucho en contradecirlos; y si lo hacía alguna vez en cumplimiento de su
deber, era de modo tan humilde y manso que nadie se ofendía. En las reprensiones
jamás empleaba expresiones duras; y si alguna vez le era preciso usarlas por tratar con
algún endurecido, de tal manera las sazonaba con bondad y mansedumbre que sus
reprensiones, más bien que de superior severo, parecían siempre de padre cariñoso.
En fin, era con todos cortés, amable, complaciente y agradable, y si usaba de dureza y
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 357

de rigor, era sólo para consigo. Obligado el siervo de Dios casi toda su vida, por razón
de su cargo, a vigilar y corregir, se atrajo muchas veces grandes pesares por parte de
ciertos individuos poco mortificados, quienes, no teniendo ningún miramiento a su
bondad y a la ternura que les manifestaba, le ultrajaron a menudo con irreverentes
respuestas, lo cual sufría con mucha paciencia sin quejarse.
Irritado uno de ellos de que le reprendiese a menudo de sus desarreglos, le resistió
cierto día con tal atrevimiento que sorprendió grandemente a todos los Hermanos, y
no satisfecho con haberle dicho varias palabras duras, rechazó con violencia a su
superior que quería abrazarle. La mansedumbre del santo varón, puesta a tan dura
prueba por aquel acto de brutalidad, llamó en auxilio a la humildad, y para ganar a
este soberbio no titubeó en postrarse a sus pies pidiéndole perdón. Ejemplo de virtud
tan propio para ablandar aquel ánimo rebelde sólo sirvió para hacerle más altanero e
insolente. Entonces
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el santo sacerdote, cambiando de lenguaje, amenazó al incorregible con el desamparo
de Dios, o mejor dicho se lo profetizó. Harto se cumplió la predicción: aquel hombre
de corazón endurecido que resistía tanto tiempo hacía al Espíritu Santo, salió del
Instituto poco tiempo después, y fue al mundo a vivir como desesperado.
No manifestó nuestro santo varón menos mansedumbre con otros varios, menos
culpables, si se quiere, pero que la pusieron a prueba, unas veces con sus malos
modales y otras por su poca docilidad a los avisos; pero jamás se desanimó, y sólo
tuvo para con ellos palabras de dulzura, que al fin ganaron a casi todos para
Jesucristo, verificándose estas palabras del Sabio: La lengua pacífica es árbol de vida
(Prov 15, 4).
Las humillaciones que recibió a menudo de diferentes clases de personas, algunas
de ellas constituidas en dignidad, tampoco fueron parte para arrancar de su boca
palabra áspera, ni de su corazón ninguna señal de resentimiento: hablaba de ellos con
aprecio, aunque las penas que le habían causado fuesen muy sensibles. Reprendiole
cierto día una de estas personas con palabras ásperas y ofensivas, de las cuales se
defendió el humilde sacerdote con el más profundo silencio; pero siéndole necesario
responder, hízolo en pocas palabras con tanta mansedumbre que, admirada y
encantada, aquella persona no sólo quedó aplacada, sino que le abrazó y manifestó
particular cariño antes de despedirse. Lo mismo le sucedió cuando viajaba por los
Cevennes. Un prelado de gran mérito, que hasta entonces le había honrado con su
protección, receloso contra él por falsos relatos, le llamó y le habló en términos duros
y ofensivos. El siervo de Dios le escuchó con tranquilidad perfecta, y cuando le
permitió hablar, se justificó con tanta mansedumbre y en tan pocas palabras que el
obispo, conmovido, no pudo menos de abrazarle con ternura, prometiéndole ser más
circunspecto, en adelante, en las acusaciones que le hicieren; y al despedirle le
prometió de nuevo su entera protección para él y para todo su Instituto.
358 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

El santo varón, enriquecido con los bienes de posesión de la tierra que el Evangelio
promete a los corazones mansos, se sirvió de todo su celo para inculcársela a los que
estaban bajo su dirección. Les encomendaba cuidadosamente que hablasen con
todos, y en particular con sus Hermanos, con mucha mansedumbre, alejando de su
conversación toda palabra agria o airada. Como oyese a un Hermano Director
reprender a otro Hermano con aspereza, le llamó aparte y le preguntó si todavía no
había aprendido a dominar sus pasiones desde que se consagró al divino servicio.
«¡Pues qué! —le dijo con encantadora mansedumbre—, ¿así imita a Jesucristo
reprendiendo con tal aspereza y severidad a su Hermano? ¿Ignora acaso que siéndole
superior por el cargo debería superarle en la virtud? ¿Cómo se atreve a exhortarle a la
práctica de la mansedumbre si usted mismo no la practica? ¿No podrá contestarle, por
ejemplo, cuando le aconseje que trate a los otros con dulzura y humildad, que no le
hacen mella sus palabras que tan contrarias son a sus obras? Empiece, pues, desde
ahora a practicar esta virtud, a fin de poder después exhortar, sin temor a ningún
reproche; tenga entendido, si no lo sabe, que el Señor le guiará en la justicia y le
enseñará sus caminos, si cuida de adquirir la mansedumbre que le falta».
Queriendo después añadir el remedio a la reprensión, continuó: «Vaya a reparar su
falta, postrándose a los pies de su Hermano; y después de
<2-480>
habérselos besado, le pedirá perdón con toda humildad por haberle hablado tan
agriamente, y le suplicará que una sus oraciones a las de usted para ayudarle a
alcanzar de Dios el espíritu de mansedumbre».
Así se portaba con los que herían la santa virtud de la mansedumbre, de la que el
mismo Cristo se propuso como modelo. De igual modo procedía con aquellos que en
las conversaciones se mantenían en lo dicho, y que en el calor de la discusión dejaban
salir de su boca palabras duras y despectivas. Para mantenerlos en la regla prescrita
por san Pablo, que quiere que las conversaciones de los fieles vayan siempre
acompañadas de dulzura edificante, reprendía al punto a los que turbaban con
discusiones la paz y la tranquilidad, que constituyen el embeleso de las Comunidades.
A veces imponía inmediatamente alguna penitencia a esta clase de personas para
humillar su genio altanero; las solía llamar alborotadores o aguafiestas. Se portaba en
las conversaciones de manera tan llana y afable, que nadie se cansaba de estar en su
compañía, aunque no tolerase nada que pudiera alterar la paz; disimulaba, con todo,
algunas faltitas, para no quitarla él con reprensiones importunas, poniendo particular
esmero en disimular y sepultar en el silencio las faltas que contra él se cometían, las
cuales eran frecuentes, porque entre las personas a sus órdenes las había que, para
servirme de la expresión del Apóstol, no procedían con rectitud (Gál 2, 14), y se
complacían en contrariarle.
El mismo espíritu de mansedumbre que tan amable le hacía para los Hermanos le
acompañaba cuando estaba con las personas de fuera. Aborrecía tanto las disputas
que para no faltar a la mansedumbre prefería sufrir alguna pérdida. Trabajó cierto
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 359

carpintero en casa, y concluida la obra se le pagó religiosamente su salario; pero él,


que debía de ser algún desalmado, tuvo atrevimiento para exigir por segunda vez lo
que ya no le debían; el Hermano, admirado de semejante pretensión, le dio a conocer
su yerro. Aquel hombre sin conciencia, que conocía la bondad del señor de La Salle,
en lugar de confesar la verdad, insistió, sin vergüenza, en su injusta petición.
Ofendiose el Hermano de semejante descaro y le despidió; pero el embustero empezó
a vomitar tantas blasfemias y a decirlas tan alto, que hubo de enterarse el siervo de
Dios, que se hallaba bastante lejos. Bajó al momento para enterarse de lo que pasaba,
pues no estaba acostumbrado a oír semejantes ruidos en su Comunidad. Enterose de
la injusta ira del carpintero, y apelando a su conciencia trató de probarle la injusticia
de su demanda, y viendo que ni con esto ganaba nada, mandó que le pagasen por
segunda vez, con harto sentimiento del Hermano ecónomo, a quien no parecía
conveniente hacer caso de semejante injusta petición. Este ejemplo de mansedumbre
enseñó a los Hermanos a practicar aquel aviso de Cristo: Si os piden vuestra túnica,
cededles también la capa (Mt 5, 40); y ellos le imitaron en casos semejantes, en otros
lugares. En fin, deseoso el Santo de que reinasen siempre la cordialidad y la
mansedumbre entre los Hermanos, no perdonaba cosa alguna para hacérsela amar
con sus palabras y con sus ejemplos. Nunca tuvo en alto concepto a los que
descuidaban la práctica de una virtud que constituye el carácter propio de Cristo, y
decía a menudo que los tales no perseverarían en la religión; profecía que casi
siempre se cumplió. En cuanto a aquellos cuyas faltas contra la dulzura no eran
frecuentes, los reprendía de ellas con severidad y los corregía con celo
<2-481>
lleno de bondad. Escribiole uno de éstos diciéndole que se le habían escapado algunas
palabras ajenas al espíritu de mansedumbre, y le contestó en estos términos:
«Guárdese mucho, Hermano, de hablar de modo altanero, que como me dice emplea
algunas veces; no es propio del espíritu de Dios hablar de esta manera, sino que ha de
procurar que sus discursos y conversaciones anden siempre acompañados de la
humildad y mansedumbre. La lengua mansa —dice el Sabio— quebranta la ira
(Prov 25, 15). Nada le hará tan agradable a Dios como estas dos virtudes. Pero si debe
hablar con mansedumbre y humildad a nuestros Hermanos, no por eso debe descuidar
el hacer lo mismo con los extraños. Así lo exige san Pablo a todos los cristianos (Ef 4, 1).
No rechace, pues, nunca a nadie; eso es muy poco edificante. Hable, al contrario, con
urbanidad, lo cual es muy conforme al espíritu de Dios».
360 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

CAPÍTULO IV

Amor del señor de La Salle a Nuestro Señor Jesucristo

¡Oh bienaventurado Pontífice, que amaba a Jesucristo con todo su corazón! Este
elogio que la Iglesia tributa a san Martín en el oficio de su fiesta, conviene a todos los
santos. Todos descollaron por su amor a Cristo. Ésta es la fuente de sus méritos y de
su dicha. Todos se esmeraron en parecerse a este perfecto modelo, en tomar parte en
la bandera de este divino Capitán, en vivir de su vida, en reproducirle en su persona,
y tanto más elevados son en la gloria, cuanto mejor consiguieron esto en la tierra. A
imitación suya, Juan B. de La Salle tuvo por único y principal negocio el amor,
imitación y unión con su adorable Maestro, y por principal ocupación la meditación
de su vida. Puede, pues, decirse de él: ¡Oh feliz hombre, que amaba a Cristo con
todas sus fuerzas!

I. Caracteres de su amor a Jesucristo


El amor que el santo varón profesaba a nuestro divino Salvador era tierno y
afectivo, eficaz y efectivo. Muerto a todo lo demás, parecía no haber guardado
sensibilidad sino para el Amado de su alma, que agotaba toda la ternura de su
corazón. Este amor no era ocioso ni se limitaba a los afectos y palabras; se
manifestaba en las obras con actos y sacrificios heroicos. Todo cuanto hemos visto
en el decurso de su vida nos da derecho a aplicarle estas palabras que San
Buenaventura escribió en la vida de san Francisco: El amor de Jesús le inflamaba
todo, y había encendido en su alma fuego tan fuerte y vehemente que todas las aguas
de las aflicciones y persecuciones no pudieron apagarle. Jesús era su recurso, su
estudio, su modelo, sus delicias y su vida. En todo y por todas partes acudía a él,
andaba en su presencia, proponíaselo por modelo, se unía a él y procuraba no vivir
más que para él. En una palabra, la preocupación de toda su vida fue retratar en sí la
imagen de Cristo y reproducirla en su persona.
Podemos decir que Jesucristo era su único recurso. ¿A quién habría podido
recurrir? El mundo se había rebelado contra él y contra sus discípulos; los parientes
ya no le conocían y él mismo fomentaba este desconocimiento y consideraba como
rigurosa obligación el olvidarse y apartarse de ellos; había perdido a todos sus
amigos; en fin, había cortado todo trato y comercio con los hombres, a quienes sólo
veía por necesidad, por los negocios de Dios. Jesús era el único amigo, cuyo trato
ambicionaba,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 361

<2-482>
y al cual había sacrificado todos los demás, siguiendo aquel consejo del autor de la
Imitación de Cristo: Conviene dejar un amado por otro amado, porque Jesús quiere
ser amado sobre todas las cosas (L. 3, c. 7). Éste fue el único amigo a quien del todo
se entregó como el único fiel, el único necesario y el único con quien se puede
contraer unión eterna, según dice el mismo autor. Bien lo dio a entender dejándolo
todo por él. Todas las ventajas que poseía en el mundo no le procuraron jamás otro
placer que el de renunciarlas por Cristo. Tenía todas las cosas por desventajas si no le
servían para adquirir la eminente ciencia de Cristo su Señor. Esta ciencia, que le
descubría que todo lo demás no es nada, le hacía considerar como ganancia la
renuncia voluntaria que de lo demás había hecho. Todos los bienes del mundo le
parecían lodo, que no se puede tocar sin mancharse, y vil estiércol, si no le servían
para ganar a Cristo.

II. Su recurso continuo a Cristo


Era muy natural que habiéndolo dejado todo por Cristo, buscase en Él su consuelo,
su alegría y su satisfacción, cosa que hacía sin interrupción, sin cansancio y sin
fastidio. Unas veces acudía a Él como a su Salvador, a su libertador, a su protector, a
su bienhechor, con la confianza que estos títulos consoladores inspiran en las
aflicciones, penas, calamidades, persecuciones y necesidades de la vida. Todo se le
hacía suave a los pies del divino Salvador; allí encontraba el remedio en sus males, o
fuerza para sufrirlos; allí lograba que cesasen, o a lo menos que se suavizasen; allí
eran escuchadas sus peticiones, o por lo menos conocía que no le convenía ser oído
entonces. Corría, pues, a echarse a los pies de Cristo en todas las ocasiones, y casi sin
cesar, para recibir de Él luz, fuerza, gracia y asistencia, y cuando de ellos se apartaba
se iba siempre contento, porque se levantaba con nuevo valor para sufrir, con gusto
nuevo para cumplir en todo la voluntad de Dios, con total resignación a las
disposiciones de la divina Providencia.
Otras veces acudía a Cristo como a su soberano Señor, con la esperanza y la
dependencia de un esclavo, en la disposición de siervo celoso y obediente, dispuesto a
recibir sus órdenes, conocer su voluntad y conformarse con sus designios; ora acudía
a Él como a su divino Maestro, con docilidad de humilde discípulo para recibir sus
instrucciones, animarse de su espíritu, estudiar sus máximas, penetrarse de su espíritu
y meditar sus ejemplos; ora buscaba a Cristo como al buen Pastor, que le mantenía
con su propia carne, para escuchar su voz, seguir sus huellas y entrar en los
abundantes pastos a que le llevaba; ya se presentaba a Él como un miembro que
necesita recibir de su cabeza el movimiento, la influencia y la vida; ya como niño ante
el mejor de los padres, para manifestar su respeto, ternura y confianza; en fin, iba a Él
como al esposo de su alma para buscar en su goce toda su dicha en el tiempo y en la
eternidad. Así, o realmente, o cuando menos en espíritu, se mantenía constantemente
362 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

como la Magdalena a los pies de Cristo, con los ojos del alma fijos en Él, únicamente
atento a oír sus enseñanzas, o a pedirle mercedes, o a estudiar sus ejemplos.

III. Su unión constante con Cristo


En segundo lugar, tenía mucho cuidado de no perder jamás de vista a este divino
Maestro. Atento a mirarle en todas las cosas, a no ver más que a Él en el prójimo,
cifraba toda su dicha en pensar en Él, y le hacía objeto de todas sus complacencias. De
modo que puedo decir de él lo que san Buenaventura dice de san Francisco de Asís en
su vida: El hombre de Dios, cuando se hallaba solo y en libertad, o más bien solitario
en todos los lugares,
<2-483>
como quien en todo no veía ni buscaba más que a Cristo dondequiera que se
encontrase, daba rienda suelta al corazón para que hablase el lenguaje del amor con
suspiros y gemidos que llamaban a su Amado, o con quejas por su alejamiento. Sus
lágrimas, al deslizarse por sus mejillas, iban en busca del amor, y en pos del amor iban
las palabras que salían de su boca. Unas veces levantaba las manos al cielo para
suplicarle que viniera, otras se hería el pecho con vivos afectos de pesar y de dolor por
su ausencia, y cuando tenía la dicha de encontrarlo, encerrábase con Él en su interior
para gozar de su dulce conversación, sin que nadie pudiera distraerle. Por cualquier
parte que lo buscasen los Hermanos, lo encontraban ocupado con Cristo, o en su
pobre celda al pie del crucifijo o en la capilla al pie del Santísimo Sacramento, en
donde le oían darle amorosas quejas y gemidos que salían de su corazón herido por
aquella llaga de que se habla en los Cantares: Heristeis mi corazón. Audiebant eum
ingemiscentem ad Dominum medullitusque suspiria trahentem. Oíanle exhalar
hondos gemidos delante del Señor y suspirar por Él; del fondo de su corazón. Esto se
escribió de santo Domingo (L. 4 de su vida, n. 3), y creo que sin exagerar puedo
aplicarlo a un hombre que tuvo gran semejanza con este célebre patriarca.

IV. Del cuidado que ponía en imitar a Cristo


La vista continua que de Cristo tenía no era una mirada de simple complacencia y
de amor tierno y afectivo que, al ocuparse en su objeto, se limitaba al gozo que
experimenta con su presencia. Esta mirada era eficaz, laboriosa y activa, cual la del
pintor que fija sus ojos en original excelente para copiarlo. El continuo estudio que
nuestro santo Fundador hacía de Cristo no se limitaba a estéril admiración y a
contemplación especulativa; tenía por fin y fruto la imitación de sus virtudes.
Hablando a menudo a sus discípulos de esta imitación hubiera podido usar de estas
palabras de san Pablo: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (3I Cor. 11, 1)
¡Cuántos esfuerzos no hacía este discípulo de tan gran maestro para amoldarse a su
modelo! Y ¿qué otro era el empeño y preocupación del santo varón sino penetrarse de
la doctrina de Cristo, meditar sus misterios, copiar en sí sus acciones y maneras,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 363

identificarse con su querer y sentir, llenarse de su espíritu, penetrarse de sus máximas


y conformarse en todo con sus pensamientos y juicios? En una palabra, el señor de La
Salle le tenía siempre ante la vista como a su modelo: estudiaba las acciones del
divino Salvador para obrar como Él, sus palabras para hablar como Él y sus ademanes
para conformarse con ellos. De modo que de pie, sentado, andando, hablando,
callando, comiendo, solo o en compañía, trabajaba en copiar a Cristo y en
manifestarle en su persona según lo que san Buenaventura aconseja a los que quieren
ser perfectos (De Inst. Novit., p. 1, c. 31).

V. Su ardiente deseo y sumo empeño de asemejarse a Cristo


Toda la ambición del santo sacerdote se reducía a parecerse a Cristo, a mantenerse
unido a Él, a vivir de su vida y a transformarse en Él. A este fin, llevaba siempre
consigo el libro de los santos Evangelios, como el testamento de su Padre, la ley y la
doctrina de su Señor, y puso después esto como regla obligatoria a los Hermanos.
Siempre tenía a la vista el santo cristo, único mueble que se permitía y que permitía a
los Hermanos: celebraba cada día la santa misa para alimentarse con el pan de vida y
llevar en su seno a Aquel en quien tenía sus delicias; se esmeraba en no amar más que
a Jesús, en desterrar de su corazón todo afecto puramente humano, en sufrir con
mansedumbre y paciencia los defectos del prójimo como el Padre Eterno los permite
por amor de su divino Hijo; perdonaba con alegría las injurias, y guardaba en su
corazón lugar de preferencia para los que le habían ofendido; en fin, hacía al prójimo
todo el bien que podía, persuadido de que lo hacía a Jesús, según
<2-484>
lo dijo Él mismo en el Evangelio. Andando así por el camino que el mismo Cristo
trazó, y siguiendo sus huellas, el siervo de Dios probaba que permanecía en Cristo, y
que Cristo permanecía y obraba en él, según palabras del apóstol san Juan. Por la fe
llevaba al divino Salvador en su corazón, y se consagraba a formarle en sí interiormente y
no paraba hasta que le hacía crecer y llegar a ser varón perfecto, según dice el apóstol
san Pablo. Trabajaba en despojarse del hombre viejo para revestirse del nuevo; esto
es, en borrar de su alma la imagen del hombre terreno, para imprimir en ella la del
hombre celestial; en transformarse en Él por la fuerza de su amor y por la virtud del
Espíritu Santo, en revestirse de Él como de un vestido de salud; en fin, en vivir de su
vida y en hacerle vivir en sí, de modo que pudo decir con el Apóstol: Mi vivir es todo
para servir a Cristo, y el morir también, y además ganancia mía, pues me lleva a Él.
Así como mi alma es la vida de mi cuerpo, Cristo es la vida de mi alma. Ya no vivo
sino de Él y en Él, o más bien es Él quien vive en mí. Por mucho cuidado que tuviese
en encerrarse en su interior y no dejar parecer al exterior ninguna señal extraordinaria
de devoción, no podía muchas veces contener el fervor e ímpetus de amor al acercarse
la sagrada Comunión. Entonces se apoderaba de su corazón el amor divino, y le
causaba agitaciones cuyo ruido se oía de bastante lejos. Era imposible presenciar
estos transportes sin sentirse apenado por la frialdad, insensibilidad e ingratitud de los
364 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

cristianos para con un Dios, cuyo nombre llevan en sí y con el cual tienen deudas y
obligaciones infinitas. Como tenía el corazón herido, no le era siempre posible
contenerse, y prorrumpía en suspiros y sollozos por este motivo.
Los misterios de la santa Infancia, de la Pasión y del Santísimo Sacramento tenían
para él particulares atractivos, aunque todos los misterios de Cristo eran para el santo
sacerdote manantiales de devoción. Para honrar los primeros no dejó, mientras estuvo
con los Hermanos, de rezar todos los días las letanías del santísimo Nombre de Jesús
y las de la santa Infancia: las primeras, antes de la oración de la mañana, y las otras, a
eso de las ocho de la misma; inspiró esta devoción a los Hermanos, a fin de que
pidiesen al Niño Jesús para sí y para los discípulos que les estaban confiados su
divino espíritu. En los días en que la Iglesia celebra estos misterios, veíase a La Salle
absorto en Dios y lleno de indecible suavidad. Entonces todas las cosas de este mundo
le parecían amargas, y bebía poco a poco en las fuentes del Salvador el gozo y delicias
que el profeta Isaías dice estar allí encerrados. Así que en estos días huía de todo lo
que pudiera distraerle.
Su devoción y amor a los desprecios y sufrimientos de este amable Salvador no
eran menos admirables; por experiencia sabía el gusto que en esto se encuentra: allí
tenía su refugio en todas sus penas. La vista de todo cuanto Cristo sufrió le hacía
llevaderos y preciosos los desprecios que el mundo no le escatimaba. Admirado de la
semejanza que en ellos encontraba con la cabeza de los predestinados, nunca se
hartaba de oprobios.
Persuadido de que es preciso conformarse con Cristo crucificado, y por
consiguiente participar de sus dolores para aspirar a su gloria, animaba a los
Hermanos a superar las penas con la consideración de las del Salvador de los
hombres. Cristo era el libro que quería hacer leer a sus discípulos a imitación de san
Francisco, y quería que el mismo Cristo fuese la materia continua de sus
meditaciones. A este fin estableció entre ellos la práctica piadosa de rezar todos los
días, después de las
<2-485>
comidas, las letanías de la Pasión, en que están expresadas las humillaciones y
sufrimientos de Cristo. En cuanto a él, siempre que las rezaba lo hacía con devoción
tan viva y profunda que hasta se la infundía a los que no la tenían.
Su devoción al Santísimo Sacramento, en donde Cristo hace brillar su bondad para
con los hombres, y permanece, en cierto modo, prisionero en las cadenas de una
caridad infinita, era ardiente y siempre nueva. Tenía por ley inviolable no pasar junto
a una iglesia sin ir a tributar sus homenajes al Salvador que en ellas reside. A lo menos
no dejaba de hacerlo en espíritu si no podía corporalmente. Ni se dispensaba de esta
regla en sus viajes. Su fe en este divino misterio era tan viva que bastaba verle para
que se despertase la fe en los que la tenían amortecida. Si los que dudan de la
presencia de Jesús en este divino Sacramento viesen muchos sacerdotes como Juan
B. de La Salle, de su grado confesarían la verdad de cuanto la Iglesia nos enseña. Pero
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 365

donde particularmente daba muestras de esa tierna devoción era al celebrar la Santa
misa. Parecía entonces arrebatado en éxtasis, encendíasele el rostro y todo su exterior
parecía de ángel. Su corazón, inundado de gozo por el acercamiento de su Dios,
parecía estremecerse y dilatarse con palpitaciones extraordinarias que se oían en toda
la capilla. Celebraba todos los días, a no ser que le fuese absolutamente imposible
hacerlo. Ni las indisposiciones ni los viajes eran capaces de poner límites a su fervor:
si la enfermedad le tenía postrado en cama, obligaba a su cuerpo a prestar a Dios este
servicio; si en los viajes no encontraba iglesia, era para él una mortificación sensible.
Los días que debían sacarle sangre, o tenía que tomar algunos remedios, la decía más
temprano, para alimentarse con el Pan de vida del que estaba famélico, y sin el cual no
podía vivir. La majestad y la. piedad con que aparecía en el altar, al dar a conocer la
santidad del sacerdote que celebraba la santa misa, reanimaba la fe de los asistentes y
les echaba en cara su indevoción. Empleaba siempre tiempo considerable en disponerse
a celebrar este augusto sacrificio, y jamás por ningún motivo ni pretexto quiso dejar
esta preparación.
Si durante este tiempo venían a hablarle de algún negocio, por apremiante que fuese,
contestaba tranquilamente que después de la misa lo arreglaría. En ese tiempo estaba
tan ocupado en esa acción infinitamente augusta y formidable que no hacía ningún
otro uso de sus sentidos. Si iba al altar con tanta preparación, no salía de él con menos
fervor. El fuego que Jesús encendía en su corazón no podía contenerse dentro de él, y
se manifestaba a lo exterior. El vino celestial de que estaba embriagado no le consentía
entonces otra cosa sino gozar y amar. He aquí el testimonio que de ello da una
virtuosa religiosa de la congregación de Nuestra Señora: «Cuando el señor de La
Salle acababa de celebrar, le vi a menudo volver a la sacristía todo fuera de sí y de tal
modo transportado de amor de Dios, que no podía quitarse los ornamentos antes de
haber descansado siquiera un cuarto de hora. En ese tiempo no me atrevía a
interrumpirle, temiendo turbarle en la satisfacción que sentiría en el trato con Dios».
Los Hermanos y todos los que le vieron en el altar dicen lo mismo. El deseo de que
todos se preparasen bien le hizo componer un método para asistir con fruto al santo
sacrificio, y sus Hermanos lo usan con mucho provecho. Les puso por regla enseñar a
sus alumnos el modo de oír bien la misa y llevarlos todos los días a oírla para
enseñarles, aun más con el ejemplo que con las palabras, el soberano respeto y la
piedad íntima que pide acción tan santa.
<2-486>
A los que encontraba bien dispuestos, y en particular a los Hermanos, les
aconsejaba y persuadía de que comulgasen con frecuencia y fervor. Excitaba a ello a
los tímidos, animaba a los débiles y reprendía a los flojos la tibieza que les quitaba el
gusto del Pan de vida. Si algunos de sus discípulos, por ligeras imperfecciones, le
suplicaban que les dispensase de comulgar, les respondía: Vaya, Hermano, acérquese
al médico, y después de haberle expuesto sus miserias, pídale que le cure. Si otro le
decía que no estaba dispuesto para comulgar, porque no tenía bastante fervor: Vaya,
pues, a comulgar —le decía— para tenerlo. En general no quería que se privasen de
366 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

la comunión sino por necesidad, y siempre con permiso. Pero, por otra parte, su celo
prudente e ilustrado no toleraba que se acercasen a menudo a la sagrada mesa los que
van a ella con flojos deseos o con precipitación ciega y temeridad poco respetuosa. A
éstos los apartaba con santa indignación, declarándoles que si querían comulgar con
frecuencia, habían de vivir santamente, y que si tanto ansiaban el Pan de vida, habían
de comprarlo al precio de vida de recogimiento y mortificación, añadiéndoles que no
sabían lo que valía bien tan grande si para obtenerlo no se daban a la práctica de las
virtudes.
A los de buena voluntad pero pusilánimes, les animaba a sobreponerse a sus
aprensiones. Dábales a entender que el demonio trataba de apartarlos de tan celestial
bien y que habían de cuidar mucho de no dar oídos a sus sugestiones; si a pesar de sus
advertencias se empeñaban en no comer el Pan de vida, los amenazaba con la cólera
de Dios: Si seguís viviendo así —decíales—, Dios os desamparará y acabaréis mal.
Pero temiendo que sus discípulos, por demasiada familiaridad con el soberano Señor,
no se preparasen bien para recibirle, les exhortaba con frecuencia a que redoblasen la
fe y el fervor conforme multiplicaban las comuniones.
«Sería —les decía— mucho abuso y gran desorden en vuestra alma el que la
frecuencia de comuniones disminuyera su fervor. Por el contrario, nada dispone
mejor a la comunión siguiente que la anterior; y si no resistimos a la gracia que el
divino Sacramento comunica, éste nos harta sin quitarnos el hambre y deseo de
comulgar, así como la gloria de tal manera satisface a los bienaventurados, que jamás
pierden el deseo de ver a Dios, y después de haberle contemplado un millón de años,
tanto desean verle como si acabaran de entrar en el cielo. ¿Son éstos los deseos que
sentís de recibir la sagrada comunión? Es consejo muy provechoso traer a la
memoria, al tiempo de comulgar y en la acción de gracias, aquellas cosas en que de
ordinario halla uno mayor dificultad en el servicio de Dios y amonestarse en esta
forma. Pues bien, he aquí a tu Dios, que se da todo a ti, ¿no quieres tú entregarte todo a
Él? Y puesto que no depende más que de tal dificultad, ¿no quieres vencerla por amor
suyo? Y por el respeto que le tienes, ¿no querrás darle eso? ¡Sin duda no te atreverás a
rehusárselo! De este modo hay que excitarse y determinarse suavemente a vencerse.
Considerad bien que no hay en toda la vida tiempo más precioso que el de la
sagrada comunión y el que la sigue, durante el cual tenéis la dicha de tratar cara a cara
e íntimamente con Jesucristo. Pero si bien lo pensáis, reconoceréis no haber sacado el
fruto que debíais de estas sagradas comunicaciones. Averiguad la causa de ello. ¿No
será, acaso, porque
<2-487>
queréis hablar siempre, y no escucháis a Nuestro Señor, que también quisiera haceros
oír su voz? ¿No será, tal vez, por ser negligente durante ese tiempo? ¿Os entregáis a
Jesucristo para conformaros con todos sus designios sobre vosotros, y para
cumplirlos? No debierais preocuparos tanto en buscar cada día nuevos pensamientos
para comulgar bien, porque los mejores son los más sencillos y comunes, pues nada
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 367

tan conmovedor y poderoso para uniros interiormente con Dios, como el considerar
las enseñanzas más comunes de la fe acerca de este divino sacramento» (Colección:
Examen sobre la Sagrada Comunión, IV, VI y VII).
Con estas palabras, al paso que exhortaba a sus hijos a comulgar con frecuencia, les
enseñaba a unir a la frecuente comunión el provecho de la comunión ferviente.
En fin, su amor y devoción a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento se
manifestaban en lo que a su culto se refiere. Quería que todo lo que servía para la
celebración de los santos misterios fuese limpio, rico y magnífico. Por pobre y celoso
que fuese de la pobreza, hacía gastos en ornamentos, lienzos y vasos sagrados, como
se vio por los que dejó en la capilla de San Yon. Los días de fiesta y de los misterios de
Nuestro Señor, él mismo se ocupaba en el adorno de los altares con mucho celo y
alegría; era atento en poner en orden aun las menores cosas, y mucho más en procurar
en su alma la pureza y fervor que exige Nuestro Señor Jesucristo para unirse con
nosotros en la Sagrada Comunión. Pedía a los que ayudaban a misa mucha fe y
señales sensibles de piedad, atenta a las menores ceremonias. Si faltaban a ellas, o si
contestaban demasiado aprisa o no pronunciaban bien, se lo advertía en la sacristía.
Las vísperas de las fiestas solemnes giraba algunas veces su visita a la capilla, para
ver si el altar, los ornamentos y lo demás estaban en orden y bien arreglados; notaba
hasta un alfiler mal colocado. Se le vio en la capilla por la noche después de tocar a
retiro, para ordenar mejor las cosas. Como viese que cierto Hermano dejaba en el
rincón de la enfermería un ornamento de iglesia que estaba remendando, pareciole
muy mal, y llamando al Hermano le reprendió con fervor aquella falta de respeto.
368 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

CAPÍTULO V

Devoción del señor de La Salle a la Virgen Santísima, san José,


san Miguel, los Santos Ángeles y algunos otros santos

I. Resumen de las razones que demuestran ser inseparable


el amor a María del amor a Jesús
El amor a Jesús y el amor a María van tan estrechamente unidos que no se concibe
cómo pudiera el corazón separarlos, porque es natural que si amamos al Hijo
amemos también a la madre: hasta sería muy extraño y extraordinario que se le
rehusase el tributo de ternura que merece una madre amada tiernamente por un Hijo
al que se dedica todo su corazón por profesión. El amor del uno redunda en el otro; y
cuanto más vivo y ardiente es el uno, tanto más tierno y sincero es el otro. Además,
¿quién, después de Dios y de Cristo, merece ocupar lugar de preferencia en nuestro
corazón sino la criatura felicísima, la predilecta de la Santísima Trinidad,
<2-488>
levantada sobre todas las demás criaturas, por su íntima comunicación y alianza con
las tres divinas Personas; la más cercana al trono de Dios, la llena de gracias, virtudes
y méritos; aquella que, siendo madre de Dios, tiene sobre su Hijo más poder que
todos los bienaventurados juntos, que sólo son siervos suyos; la que se interesa por
nuestra salvación, como comprada con su sangre, que brotando de sus venas fue a
vivificar el deífico Corazón del Salvador, y junto con éste la ofreció al Eterno Padre
para la redención del hombre, aunque a ella le había de costar tan penoso sacrificio?
Si María, en cuanto criatura, lo debe todo a su Criador; si, como hija de Adán, lo
debe todo a su Redentor, tiene sobre cualquiera otra criatura el privilegio incomparable
de su dignidad de Madre de Dios; de ella nació Jesucristo, por obra del Espíritu
Santo; de ella recibió el cuerpo que fue sacrificado sobre la cruz, y nos sirve de
alimento en la sagrada Eucaristía: en su corazón tomó la sangre purísima precio de
nuestro rescate. En su benditísimo seno, como en cielo vivo y animado, estuvo
encerrado nueve meses enteros, como en el lugar más digno del Hombre Dios
después del seno del eterno Padre. De ella recibió el ser de hombre y todos los
cuidados en su santa infancia; a ella confió su persona, la hizo depositaria de la
mayor parte de sus misterios y la tesorera de sus gracias. En su casto seno descansó;
de sus purísimos labios se dignó recibir abrasados y puros ósculos; de esta elegida
singular recibió sus caricias complacido, y a la cual acarició tantas veces y tan
particularmente, con la que se familiarizó en calidad de Hijo de manera tan
extraordinaria; con ella vivió toda la vida y quiso tenerla cerca de sí aun en la hora de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 369

su muerte en la cruz, a la cual se ha dado, por así decirlo, más que a todo el resto del
mundo entero.
Al distinguirla así, quiso Cristo no sólo honrar su maternidad divina, sino también
premiarla los servicios que le había prestado; a ella quiso estar sujeto y recibir de sus
manos los auxilios que como hijo de Adán necesitaba. Ella le alimentó, crió y cuidó
con ternura inconcebible. De modo que cuanto más incomparable es el número de
servicios que prestó a nuestro Salvador, tanto más obligados estamos nosotros para
con ella y tanto más amor y agradecimiento le debemos. Por consiguiente, el amor
que a Jesús debemos exige que amemos también a su santísima madre. Y ¿quién
podría dudarlo después que en la cruz nos la dejó por madre, cuando en la persona de
san Juan nos dijo a todos: He ahí a tu madre, dándola al mismo tiempo a ella corazón
de verdadera madre de los hombres?
El señor de La Salle, como todos los verdaderos siervos de Dios, se guardó muy
bien de separar el amor de María del amor de Jesús, y como todo verdadero cristiano,
sobresalió en la devoción a la Madre de Dios. La indiferencia para con la reina del
Cielo era la nota de los novadores de aquella época, para quien la devoción a la
Virgen Santísima era insoportable y el blanco de su censura y de sus bromas.

II. Su celo de la devoción a la Santísima Virgen


Convencido de que el amor al Hijo trae consigo el amor a la madre, había tomado
muy a pechos el ser devoto de María. Su mayor placer consistía en defender y
extender esta provechosa devoción, y su mayor contento, en ver crecer la gloria de
María conforme iba creciendo el reinado de Jesús.
Pocos se hallaban tan persuadidos como él de la obligación que tienen todos los
fieles de profesar tiernísima devoción a la Santísima Virgen, como que estaba
plenamente convencido de que Dios se da por muy honrado con los honores que se
tributan a esta dichosa criatura, escogida por la Santísima Trinidad para ser la hija,
esposa y madre de Dios por excelencia. Era elocuentísimo en persuadir una devoción
tan
<2-489>
razonable, tan justa y tan amable; y recordaba a sus discípulos que al dárnosla Dios
por madre nos mandó amarla; que al constituirla en el cielo y en la tierra por reina de
los ángeles y de los hombres, nos impuso la suave obligación de servirla; que al
honrarla Él mismo con gracias exclusivas para ella, su designio fue obligarnos a
distinguirla en el culto que se da a los demás santos y a tributarle honores
particularísimos; que la sublime dignidad de madre de Dios, la plenitud de sus
gracias, virtudes y méritos, la eminencia de su santidad, la grandeza de su autoridad y
de su poder, nos obligan a tributarle los homenajes que pueden tributarse a una pura
criatura, y que no pueden rehusársele sin injusticia; que esta madre de misericordia,
como la llama la Iglesia, al interesarse con tanto empeño por nuestra salvación y tener
370 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tanta ternura para con los hombres, que considera como hijos suyos, y no tomar nada
tan a pechos como el aprovechar y hacer valer la sangre preciosísima de su Hijo, y
multiplicar el número de los que deben alabarle y glorificarle eternamente, y como
sólo tiene entrañas de bondad y compasión para con los pecadores, a los cuales tanto
ama Jesús, se complace en favorecer con su misericordia a los que acuden a Ella; en
fin, que siendo sus verdaderos devotos los que más gracias reciben, ya que es el canal
de todas ellas, daba a entender que apreciaba muy poco su propia salvación el que no
se consagrara a su servicio. Añadía que siendo esta devoción universal en la Iglesia,
tan antigua, tan bien establecida y tan autorizada, pues está apoyada con el parecer de
los Padres y de los Concilios, con el ejemplo de los mayores santos y de los más
sabios doctores, con la práctica constante e inmemorial de la Iglesia, los que tratan de
presentarla como devoción y doctrina nueva, se ponen por el mismo hecho del lado de
los protestantes. Además de esto recordaba que, habiéndose Dios complacido en
confirmar esta devoción con infinidad de milagros, obrados en todos los tiempos y en todos
los lugares de la Iglesia, y obrando otros nuevos cada día en favor de los devotos de
esta reina, es gran temeridad el oponerse a esta devoción y no menor falta el mostrarse
en ella descuidado. Finalmente, que Dios manifiesta de tantas maneras el deseo que
tiene de ver honrar en la Iglesia a la que hace honrar en el cielo por los mismos
ángeles y los espíritus puros, que privarse de esta devoción es resistir a la voluntad de
Dios.

III. De las prácticas de devoción con que obsequiaba


a la Virgen Santísima
No se descuidó nuestro santo sacerdote de poner a su Instituto debajo de la
protección de la Madre de Dios, tan pronto como lo hubo fundado; y para establecerlo
sobre esa piedra firme, llevó los primeros Hermanos del Instituto en peregrinación a
Nuestra Señora de Liesse, para implorar sobre discípulos y maestros la protección y
valimiento de la reina de los ángeles, y escogerla por superiora y fundadora del
Instituto. Desde entonces repitió esa romería con mucha frecuencia, pues cuando
había de visitar las casas de Laón y de Guisa, no dejaba de pasar por Liesse, que está
cerca, para presentar sus homenajes a su celestial protectora, que allí es muy
venerada. Una vez a sus pies, le costaba trabajo el retirarse: el tiempo que permanecía
ante el altar de la Santísima Virgen, tres horas enteras cuando podía, después de haber
celebrado con fervor extraordinario la santa misa en honra de esta tierna madre, daba
a conocer cuánto se complacía en ello.
Durante toda su vida tuvo a mucha honra declararse en todas partes por siervo y
devoto de María, y cuidaba que los demás la honrasen. «No puedo —decía a veces—
hallar expresiones sobrado duras para condenar la temeridad, que sabe a impiedad, de
los que critican tan santa devoción. Si nos es útil encomendarnos a los santos, más
ventajoso nos es dirigir nuestras oraciones a la Virgen Santísima,
<2-490>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 371

puesto que, siendo la criatura más perfecta y la más elevada en la gloria, tiene poder
muy grande ante Dios, y nos puede ayudar mucho con su poderosa intercesión para
conseguir nuestra salvación eterna y el remedio en nuestras necesidades temporales,
cosas que nunca niega a los que lo piden con verdadera piedad y con un corazón
enteramente despegado de todo afecto al pecado».
Recomendaba muchísimo a sus Hermanos que acudiesen a la Virgen Santísima,
tesorera de las gracias de Dios. Tanto se empeñaba en que hablasen de Ella con
respeto, que no permitía nombrarla sin añadir el superlativo Santísima Virgen, lo
cual él practicaba en todo tiempo, como puede verse en todas sus obras. Llegaba a
reprender a los que por inadvertencia y descuido la llamaban simplemente la Virgen,
o la Santa Virgen: Decid, pues, Santísima —exclamaba con vehemencia y fervor—,
que bien se lo merece. Celebraba con particular devoción todas sus fiestas, aun las
que no son de guardar, como la Visitación y otras. Y para que los Hermanos hiciesen
lo mismo, se lo dejó escrito en las Reglas. En estos días andaba tan recogido y tan
enajenado en Dios, que movía a devoción aun a los más tibios. No pasó ni un día en
toda su vida sin rezar el santísimo rosario, persuadido de que es una de las oraciones
más agradables a Dios; en efecto, no es posible decir oraciones más santas que las del
rosario, pues se compone del padrenuestro y del avemaría, que son las oraciones más
auténticas y más santas de la Iglesia.
Lo estimaba tanto que tenía a mucha honra el rezarlo en todas partes. Por las calles
llevaba el rosario en la mano debajo de la sotana, o en el dedo un diminuto rosario de
estaño, y lo rezaba con mucha devoción. Lo mismo hacía cuando iba de viaje. Esta
práctica que legó a los Hermanos contribuyó mucho para conservarlos en la modestia
y recogimiento de que hasta ahora han sido ejemplo. Además exhortó a sus
discípulos a enseñar a los niños el modo de rezarlo con piedad y devoción; y
estableció en todas las escuelas la laudable costumbre de señalar cada día dos niños
para que recen el rosario alternando con los otros.
Pero ¿cómo rezaba el santo varón oración tan santa, tan útil, tan santificante y que,
sin embargo de esto, se dice de ordinario tan mal, con tan poca atención, por rutina y
por costumbre? Cada día la rezaba con nueva devoción y nunca se dejaba llevar del
disgusto, ni del aburrimiento, ni de la distracción que causa de ordinario a las almas
poco devotas la repetición tan frecuente de la misma oración. Hemos dicho ya que en
lugar de avergonzarse de rezar el rosario en público, lo tenía a mucha honra, hablaba
de él en todas las ocasiones y siempre con mucha estimación; era celosísimo de
publicar sus excelencias a fin de excitar a todo el mundo a rezarlo. Hablaba de la
devoción al santísimo rosario como de una devoción usada durante muchos siglos en
la Iglesia, autorizada por los papas, favorecida con innumerables indulgencias,
confirmada con muchos milagros, esparcida por todas las partes del mundo cristiano,
entre todos los fieles, como un modo de oración muy fácil para meditar y honrar
todos los misterios de Jesús y de María. Siempre llevaba consigo el rosario para
manifestar su fidelidad y amor a la Virgen Santísima, según la piadosa costumbre
372 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

que se estableció entre los fieles desde las herejías de Lutero y de Calvino; adoptaron
esta práctica los católicos para distinguirse de los protestantes.
Tan gran devoción a la reina de los cielos no podía quedar sin galardón; y así fue,
pues alcanzó de Dios, por intercesión de la Virgen Santísima, particulares y
abundantes gracias. Así es que en todas sus penas y
<2-491>
persecuciones, acudía a ella como a su refugio; se echaba en sus brazos como en los
de su madre. Si le sobrevenía algún negocio importante, jamás lo emprendía sin
haberlo encomendado antes a la Señora, y hecho esto con gran fervor, esperaba con
seguridad el éxito feliz. Terminaba todas sus acciones con alguna oración a la Virgen
Santísima para ponerse bajo su protección, y por lo común era el Sub tuum
praesidium, etc. Después de la oración mental, acababa con la consagración de sí
mismo, rezando la hermosa oración O Domina mea, sancta María, etc. Solía también
añadirla al rosario. Por lo que toca a la última acción del día, la concluía siempre con
ésta, que fue la última oración que dijo al morir: María mater gratiae, etc. En fin, su
celo en extender la honra de la santísima Madre de Dios le movió a establecer en su
Instituto, sobre todo en el Noviciado, la costumbre de rezar el Oficio parvo, según se
practica en otras congregaciones. Casi siempre asistía él en persona, con tanto
recogimiento, devoción y cuidado en que se rezase bien, que obligaba a los que se
distraían a recordar de nuevo toda su piedad, para cumplir bien con esta obligación
hacia la reina del cielo. He aquí cómo se explica sobre esto en su Tratado de la
Oración:
«Es menester —dice— que quienes rezan el oficio de la Santísima Virgen lo hagan
con piedad y devoción extraordinarias, y para que produzca el fruto que la Iglesia
desea, han de considerarse tres cosas: primera, la excelencia y dignidad de la Virgen
Santísima en cuyo honor se reza; segunda, su amor para con los que se ponen debajo
de su protección, y tercera, la mucha necesidad que tenemos de su intercesión para
con Dios».
En las fiestas de la Virgen Santísima hacía durar los maitines de tres lecciones y los
laudes cinco cuartos de hora enteros. Había mandado además en las Reglas que se
rezase de pie este oficio parvo. Las otras horas se salmodiaban con igual lentitud. De
modo que desde las cuatro y media de la mañana hasta las doce permanecían en la
capilla en ayunas y casi siempre de rodillas: todo este tiempo se invertía en oración, o
en oír la santa misa, o de pie salmodiando el oficio. Cuando se hallaba al frente de los
Hermanos, ninguno parecía aburrirse, animados como estaban todos, a imitación de
su santo Fundador, de celo y fervor en honra de la Virgen Santísima. Por la noche,
antes de la cena, hacía a los Hermanos ferviente exhortación de media hora sobre la
fiesta de aquel día.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 373

IV. Devoción del siervo de Dios a los demás santos


La devoción que a los demás santos profesaba era también muy grande, pues creía
que con tantos negocios a que atender necesitaba muchos amigos e intercesores cerca
de Dios, para alcanzar de Él abundantes auxilios de gracia.
«Nunca —decía él— suplicaremos sin fruto a los santos que intercedan por
nosotros y nos alcancen de Dios misericordia; pues si cuando vivían en este mundo se
compadecían de los pecadores y pedían a Dios por ellos, con mayor razón tendrán
entrañas de misericordia hacia los hombres, puesto que tienen siempre a la vista a
Aquel que es fuente de misericordia y conocen mucho mejor nuestras miserias que
cuando estaban en esta vida, al paso que su caridad y amor, en vez de disminuir, se ha
perfeccionado y aumentado».
Honraba con devoción más particular a los Santos Ángeles y en especial a san
Miguel, príncipe de ellos, como protector de la Iglesia, primer celador de la
<2-492>
gloria de Dios y primer adversario de Satán. Celebraba sus dos fiestas con singular
piedad, acudía a menudo a su protección en los asaltos que había de sostener contra
los demonios y contra el mundo; y para animar a los otros a ser devotos de este
glorioso arcángel, aseguraba haber obtenido la que pidió por intercesión del príncipe
de la milicia celestial. No honraba menos a los santos ángeles custodios. El día en que
la Iglesia celebra su fiesta era uno de los más solemnes para él y los Hermanos, a los
cuales convidaba a que acudiesen a la sagrada mesa para alimentarse en presencia
de estos espíritus bienaventurados del Pan de vida, Jesucristo. Aconsejábales que
acudiesen siempre a ellos, sobre todo en las dificultades que encontraban para enseñar
a los niños, prometiéndoles socorros sensibles por parte de estos caritativos amigos,
para cumplir con un ministerio en el cual cooperaban con ellos a la salvación de las
almas. Añadía, para dar a sus discípulos elevada idea de su empleo e inspirarles hacia
esa ocupación afición y gusto, con la estimación competente, que ellos mismos eran
los ángeles visibles de los niños. Por este noble motivo, les exhortaba a unirse
mentalmente con aquellos nobles espíritus, a dirigirse a ellos con confianza, a portarse
en su presencia con el respeto que exige la excelencia de estos espíritus soberanos y a
oír con fidelidad sus inspiraciones, pues nos hablan en nombre del Señor, como lo
dice la Escritura. Quería que los Hermanos no emprendiesen cosa alguna sin implorar
antes su protección y sin ponerse bajo su amparo y custodia, cosa que practicaba él
muy religiosamente. A esto debió el verse libre, por medio de los ángeles, de muchos
peligros.
La gratitud que por esto les debía acrecentaba su confianza. Él mismo aseguraba
que les debía el haber conservado la vida, sobre todo una vez que, en París, escapó de
la muerte como por milagro, pues habíanle embestido dos ladrones espada en mano
para matarle; y otra vez en el campo, en donde fue acometido por gente de la misma
calaña que, después de haberle quitado lo que tenía, le ataron a un árbol con intento de
374 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

asesinarle; lo cual habría sucedido si Dios, por el ministerio de su ángel, no hubiese


desviado el golpe que contra él dirigieron.
No era menor su devoción a san José. Había puesto su Instituto desde la fundación
debajo de la protección de este gran santo, y desde entonces, nunca se cansaba de
discurrir trazas con que honrarle y hacer que de otros fuese honrado. Con este intento
rezaba todos los días las letanías compuestas en su honor, y aconsejaba a los demás
hiciesen lo mismo para alcanzar de Dios, por intercesión de tan gran Patriarca, el
espíritu de que se hallaba animado cuando en su casa cuidaba del Niño Jesús. El día
de su fiesta llegó a ser uno de los más solemnes del Instituto. Por enfermo que
estuviese, se levantaba a celebrar en honor del amable esposo de la más pura y santa
de las vírgenes. En su última enfermedad patentizó Nuestro Señor cuán grata le era
esa devoción del señor de La Salle, puesto que pareció obrar un milagro con el fin de
contentarle, según se refirió en el capítulo anterior. En fin, había tomado a san José
por patrono y protector de su Instituto. Al morir recomendó a sus discípulos, como lo
había hecho ya tantas veces durante su vida, que sobresaliesen por su devoción a san
José. Lo que más admiraba en la portentosa vida del santo esposo de la Madre de
Dios, era su gran docilidad a la voluntad de la divina Providencia, su sumisión a las
órdenes más molestas, su pronta obediencia a la voz del Señor, su vida oculta, su
castidad angelical y, en fin, su ternura y su amor a Jesús y María. Puso particular
esmero en imitar a este gran santo en la práctica de todas esas virtudes. Y lo
consiguió, pues se puede decir en alabanza suya que fue imagen viva
<2-493>
de san José. Para satisfacer su devoción a este digno esposo de la Virgen Santísima,
compuso en su honor largas letanías sacadas de la Sagrada Escritura, que expresan
con unción los sentimientos de ternura, afecto y celo de que estaba penetrado hacia el
santo a quien la Escritura llama El Justo.
En fin, su devoción se extendía a todos los santos del cielo y a todos los honraba
muy profundamente. Algunos años antes de su muerte, quiso que los Hermanos
añadiesen al fin de sus oraciones ésta: Omnes sancti et sanctae Dei, etc. Les
prescribió que, en las conversaciones después de la comida, tratasen de las vidas
y hechos de los santos; y así lo dejó escrito en el catálogo que les compuso de las
diferentes materias de que deben tratar en las conversaciones. «Hablarán —dice— de
la vida de los santos, y en especial de aquellos en quienes se ha manifestado más el
espíritu de nuestro Instituto, y también de los que tuvieron particularmente el espíritu
de mortificación y de celo de la salvación del prójimo», y nombra luego a algunos a
los cuales tenía él particular devoción. Manifestaba deseo señalado de que honrasen
al santo mártir Casiano, a causa de su grande celo en instruir a la juventud, que le
atrajo la corona del martirio. A él escogió por uno de los patronos del Instituto, por la
conformidad del empleo de los Hermanos con el suyo. Todavía profesaba mayor
devoción a san Juan Bautista, cuyo nombre tenía la dicha de llevar, y que tan bien
había sabido imitar en la inocencia de su vida y en su espíritu de penitencia, de retiro y
de oración. No manifestaba menos veneración a todos los apóstoles y en particular al
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 375

príncipe de todos ellos, san Pedro, así como a san Pablo y a san Juan Evangelista. Era
fiel en imitar sus virtudes, y mostraba muchos deseos de que otros los honrasen,
según se ve por las instrucciones edificantes que compuso sobre su vida y su muerte y
en las meditaciones que dejó para los días de sus fiestas.
Su ardiente amor a Jesucristo le comunicó también devoción particular a san
Ignacio mártir, cuyo generoso amor a Jesús parece igualar al de los Apóstoles.
Hablaba de él con transportes de devoción, y quizá para imitar a este gran santo,
estableció en su Instituto la piadosa costumbre de decir al fin de todos los actos de
comunidad estas santas palabras: ¡Viva Jesús en nuestros corazones!... Por
siempre!..., lo cual es como el santo y seña entre los Hermanos. Tenía también en gran
veneración a los santos fundadores de órdenes, particularmente a quienes tuvieron
gran celo de la gloria de Dios, tales como san Francisco de Asís, santo Domingo, san
Ignacio de Loyola, san Felipe Neri y santa Teresa. Era incomparable el afecto que
profesaba a la seráfica Doctora. En el número de los santos cuyas virtudes se proponía
imitar colocaba también a los admirables santos Francisco Javier y Vicente Ferrer, y
no hallaba términos bastante elocuentes para ponderar el celo infatigable con que
trabajaron en ganar almas a Jesucristo. En fin, no hablaba con menos veneración de
san Carlos Borromeo y de san Francisco de Sales, y pedía sin cesar a Dios, por su
intercesión, el espíritu de que entrambos se hallaban animados, el celo y la
mortificación del uno y la angelical mansedumbre del otro.
Hemos dicho en pocas palabras cuál fue la. devoción que Juan B. de La Salle
profesaba a la Virgen Santísima, a los ángeles y a los santos, a quienes tanto imitó al
paso que se esforzaba en honrarlos.
376 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2-494>

CAPÍTULO VI

Algunos hechos que parecen ser milagrosos,


acaecidos antes y después de la muerte del señor de La Salle

Aunque los milagros sirvieron siempre en la Iglesia para colocar a los santos en los
altares, sin embargo, ellos no constituyen de por sí la santidad, puesto que el Apóstol
nos asegura que ésta no consiste en los milagros, sino en la caridad. Aun cuando
trasladase las montañas de un lugar a otro —dice San Pablo—, si no tuviese la
caridad, nada soy (I Cor 13, 2). Para ser santo y agradable a Dios, es de absoluta
necesidad poseer esta virtud. Los milagros son dones gratuitos que Dios da a quien le
place, para extender la gloria divina; pero los que poseen esos dones no podrían
merecer con ellos si careciesen de la caridad.
De creer es que Judas haría milagros como los demás apóstoles, pues como ellos
recibió de Jesucristo este don, y no por eso es menos execrada en la Iglesia su
memoria. Muchos otros réprobos los hicieron, puesto que Cristo dice en términos
expresos que muchos, en el último día, le dirán: Señor, ¿acaso no profetizamos en tu
nombre? ¿Acaso no hemos obrado milagros? Y Él responderá: No os conozco: sois
obradores de iniquidad. San Juan, canonizado por la misma boca de Cristo, y
proclamado el mayor de los hijos de los hombres, no obró ningún milagro, según lo
hace notar el Santo Evangelio. Su vida era un milagro portentoso y daba testimonio de
su santidad. Lo mismo sucedió con otros grandes santos honrados en la Iglesia, y cuya
vida no ofrece ningún relato de milagro alguno. La santidad, pues, no tiene relación
esencial con ese don que tanto la honra a los ojos de los hombres. Dios lo concede
cuando le place a sus siervos, para los fines de su gloria; pero con frecuencia el
ejemplo de su vida es el único prodigio que presenta a la meditación de los fieles,
porque es el único que puede edificarles y que deben imitar.
La de nuestro santo varón en el siglo en que vivió, puede pasar por un prodigio, y
aun cuando no hubiera obrado otro milagro, tendríamos derecho a deducir de ahí su
santidad y grandeza a los ojos de Dios. Con todo, durante su vida y después de su
muerte, Dios se valió de él para manifestar su gloria con hechos extraordinarios que
no llamaremos milagros para no anticiparnos al fallo de la santa Iglesia, pero que son
verdaderamente portentosos. A los señores obispos corresponde juzgar de ellos y no a
los simples particulares. Por esto nos contentaremos con referir aquí sencillamente
algunos hechos que parecen tener algo de milagrosos, sin darles, por acatamiento a la
Iglesia, el nombre de milagros.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 377

Empezaré citando muy brevemente las gracias obtenidas durante su vida, sin
repetir la narración de las que se hallan referidas en su biografía, donde podrá verse
cómo curó a un Hermano, que estaba gravemente enfermo, con solo abrazarlo.
Otros varios Hermanos aseguran que en sus penas o tentaciones bastaba acercarse a
él y exponérselas para sentirse aliviado. «Lo que más admiramos —dicen— en
nuestro digno Padre es que, cuando alguno estaba muy tentado o apenado, bastaba
hablarle para quedar libre de la pena o tentación». Lo mismo se refiere en la vida de
varios santos y santas.
<2-495>
Otra persona de mucha piedad, que no quiero nombrar por no ofender su
modestia, refiere que estando muy atormentado por el aguijón de la carne, y
habiendo empleado inútilmente todos los medios para apagar la rebelión, se le
ocurrió descubrir por escrito su tentación al Sr. de La Salle, suplicándole le diera los
avisos necesarios sobre el particular, y que uniese a los consejos fervientes
oraciones. El siervo de Dios, lleno de caridad, le escribió una carta muy consoladora
y le prometió sus oraciones. No tardaron éstas en conseguir su objeto; pues la
tentación se desvaneció con los sentimientos de los demás vicios que la producen.
Parecíame —dice ella— que era yo otra persona diferente, y que Dios me había
dado naturaleza angelical: lo cual me inspiró alta idea de este santo varón y afecto
mayor al servicio de Dios.
Visitó a un Hermano de su Instituto, a quien un absceso en la garganta había
puesto a las puertas de la muerte de tal manera que sólo esperaban el momento en
que ésta le arrebatase; animole a sufrir la enfermedad con paciencia, diciéndole que
esperase quedar luego libre de ella. El hijo, consolado con la presencia de su buen
Padre, reunió todas sus fuerzas para pedirle no le olvidase en sus oraciones. El señor
de La Salle, después de habérselo prometido con gran bondad, fue a ofrecer el santo
sacrificio a su intención. El enfermo, muy consolado, confió experimentar pronto el
efecto de las oraciones del santo varón, y no quedó burlado, pues apenas llegó el
santo sacerdote a la consagración, cuando el tumor que se le había formado reventó
por fuera, echando gran cantidad de pus; lo cual decidió la curación del enfermo,
que se vio en pocos días restablecido y lleno de salud.
Viajando cierto día a pie el Hermano Gil, cuya vida es dechado de todas las
virtudes y cuya memoria es aún muy venerada entre los Hermanos del mismo
Instituto, se vio de repente acometido de dolor de cabeza tan fuerte que le fue
imposible proseguir su camino. Agobiado por el dolor, se acordó de que tenía en su
poder una carta del siervo de Dios, la que consideraba como reliquia. En esta
convicción, sintiose inspirado a aplicársela sobre la cabeza, colocándola dentro de
su sombrero. Entonces, lleno de confianza en Dios y en los méritos de su siervo, se
levantó muy animado, aunque el dolor continuaba muy violento; pero no bien hubo
dado algunos pasos, cuando se sintió enteramente libre de su mal. Concluyó lo que
le faltaba del camino con perfecta salud, bendiciendo a Dios miles de veces porque
había dado semejante virtud a lo que tenía alguna relación con su siervo.
378 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Otro Hermano asegura haber sido curado de violento dolor de cabeza en el


momento en que se aplicó a ella un trozo de cilicio del santo sacerdote, después de
rezar cinco veces la oración dominical y el avemaría.
El Hermano Timoteo, ahora Superior de los Hermanos de las Escuelas Cristianas,
y otros varios Hermanos que con él fueron testigos del hecho, aseguran que,
habiéndole salido una lupia en la rodilla izquierda, la descuidó al principio pensando
que no sería nada; pero se puso tan crecida y tan lívida, que causaba horror el verla. El
cirujano, después de haberla sajado, sacó gran abundancia de pus y no prometía
pronta curación, y hasta temía por la vida del Hermano, si no se cuidaba. Esto puso al
Hermano Timoteo en mucho apuro, pues había sido destinado para ir cuanto antes a
regentar la escuela de Chartres. El mismo La Salle le había traído la noticia. Como le
encontró acostado, le manifestó la pena que le causaba su enfermedad, la cual le
impedía
<2-496>
obedecer. Al oír esto, levantose el Hermano, diciendo que el mal no le impedía
cumplir la voluntad de su Superior, y se puso en disposición de ejecutarla, a pesar de
las advertencias del cirujano, que le amenazaba con que moriría si no cuidaba la llaga,
ya muy peligrosa de suyo, pero que al menor accidente podía hacerse mortal.
Por única precaución se proveyó el Hermano de ungüento para todo el camino;
pero la bendición del señor de La Salle hizo inútil todo remedio. En efecto, el
Hermano, lleno de confianza en la obediencia y en los méritos de su Superior, le
suplicó que antes de ponerse en camino le bendijese la rodilla enferma. El siervo de
Dios, sorprendido de esa petición, se ruborizó, y rehusó absolutamente hacerlo; pero
al fin, apurado por el Hermano y conmovido de su generosa obediencia, puso la mano
sobre su mal y le hizo la señal de la cruz con el pulgar, diciéndole que iba a rogar a
Dios por él. El Hermano, lleno de gozo, partió al punto, sin querer aceptar el coche
que le había preparado, persuadido de que no le hacía ninguna falta, puesto que no
sentía ya mal alguno. Hizo, pues, el viaje a pie, lo que naturalmente debía cansar
mucho a un hombre que nunca los había hecho tan largos sin coche. Olvidose del mal
y de los ungüentos, y quedó agradablemente sorprendido al llegar a Chartres, cuando
al tratar de curar la llaga vio que había desaparecido y que la rodilla enferma estaba
tan sana como la otra, sin ningún rastro de herida. Entonces —dice él mismo en la fiel
relación que nos hizo de esa maravilla—, quedé convencido de que Dios me había
curado por el contacto, bendición y oraciones de mi digno Superior.
Después de la muerte del siervo de Dios, sintiose acometido de fuertes accesos de
asma otro Hermano del mismo Instituto de las Escuelas Cristianas, precisamente
cuando empezaba la cuaresma; afligido por no poder ayunar en este santo tiempo,
sintiose de repente inspirado a hacer una novena en honor del señor de La Salle,
comulgando y rezando durante nueve días cinco padrenuestros y cinco avemarías.
Fueron oídos sus ruegos favorablemente, y no sintió ninguna dificultad para ayunar
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 379

durante toda la Cuaresma, que pasó con buena salud. Él mismo dio de ello
testimonio por escrito, firmado de su puño y letra.
Otro Hermano asegura que habiendo sufrido una accesión de calentura que se
repitió varias veces, invocó el auxilio de Dios por la intercesión del señor de La
Salle. Prometió rezar durante nueve días a su intención, en caso de que la calentura
cesase, tres padrenuestros por las almas del Purgatorio, y escribir su atestado, para
gloria de Dios y edificación del pueblo fiel; después se aplicó a la cabeza una de las
cartas que el santo varón le había escrito, con un mechoncito de sus cabellos. Hecho
esto, se durmió, y al despertar se sintió enteramente curado, y cumplió luego su voto
con alegría.
Hallose acometido un Hermano, a fines de diciembre del año 1719, de catarro tan
violento que le era imposible descansar por la noche y despertaba a los demás con la
tos; tuvo entonces la idea de ponerse en la boca y en la garganta algunos cabellos de
Juan B. de La Salle, suplicando a Dios le librase de esa incomodidad por la intercesión
de su siervo. No bien hubo concluido su oración, cuando se encontró libre del
constipado y de la tos.
El Hermano que ahora es el más antiguo del Instituto de los Hermanos de las
Escuelas
<2-497>
Cristianas, asegura que el año pasado, 1732, fue acometido por la noche de violento
dolor de cabeza, tan intenso que no sabía qué hacerse; entonces se acordó de que
tenía en su bolsillo una carta del santo varón; se la aplicó a la cabeza, y casi al punto
cesó el dolor y se encontró enteramente curado.
Otro Hermano que vive aún, padecía fiebres cuartanas larguísimas; después de
probar varios remedios, acudió a otro que le curó al punto. Este remedio consistió en
desprender algo de la capita grasienta del bonete del señor de La Salle, que vio en la
sacristía de San Yon; y si no lo hizo sin repugnancia, tampoco fue sin fruto; porque
en el mismo instante que lo tragó se sintió libre de su fiebre pertinaz, y tan bien
curado que no volvió a sentirla en lo sucesivo. La alegría que experimentó no fue el
ver su salud restablecida, sino el admirar la bondad de Dios, que autorizaba la
santidad del señor de La Salle con curaciones extraordinarias, lo cual colmaba a los
demás Hermanos y a él mismo de consuelo.
El caso siguiente es de otra especie; lo debemos al Hermano Bartolomé, que tuvo
buen cuidado de enterarse de lo que pasó en aquella ocasión. He aquí cómo lo
cuenta: «Era el año 1719, en la noche del 19 al 20 de junio, cuando uno de nuestros
Hermanos que pertenece al Instituto desde hace unos años, ocupado en las escuelas,
vino a mí muy tentado de dejar su estado, pidiéndome por favor que le diera el traje
seglar. Consentí en ello, añadiendo que, si lo había diferido hasta entonces, era por
su bien. Pareció estar persuadido de ello, y hasta añadió que la caridad que se había
usado siempre con él desde su entrada en el Instituto era la única pena que sentía al
dejarle. Le contesté que no había de sentir precisamente eso, sino que debía pensar
380 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

en el arriesgado paso que iba a dar, pues consentía en la tentación del demonio,
cuando de seguro Dios le había llamado a formar parte del Instituto. Viéndole
indeciso, le persuadí que hiciera un retiro para conocer más y más la voluntad de
Dios. Lo hizo en el Noviciado, y se sintió movido a ser muy observante hasta el
último momento, a perseverar en el Instituto y a acudir mucho a Dios en la oración,
tomando por protectores a la Virgen Santísima, a san José y al señor de La Salle.
La fidelidad con que siguió esas inspiraciones del Espíritu Santo le mereció la que
sigue. Habiéndose retirado por la noche al dormitorio, para acostarse como los
demás, durmiose, y despertándose durante la noche, pidió a Dios la perseverancia,
implorando la protección de la Virgen Santísima, de san José y de nuestro querido
Padre. Abriendo entonces los ojos, quedó muy admirado de ver la habitación llena de
claridad. Al principio creyó que era de día y que sin duda se habían ya levantado
todos. Preocupado con esta idea iba a levantarse cuando vio la figura del señor de La
Salle. Espantado con esta visión, quiso gritar, pero en vano; sólo le era permitido
mirar. Creyó, pues, ver a nuestro Padre, con rostro colorado, revestido con los hábitos
sacerdotales; es decir, con una casulla de raso con fondo blanco, la cual por todas
partes arrojaba rayos de luz y estaba sembrada de rosas encarnadas y de jacintos que
formaban la cruz; levantada la mano derecha como para mandar y hablar a manera de
un predicador, dirigiéndose a él le llamó dos veces distintas por su nombre. Serenose
algún tanto el Hermano, y escuchando con atención, oyó que le decía estas palabras:
Hijo mío, conozco el fondo de tu corazón; te digo de parte de Dios que perseveres en
el estado a que te ha llamado su divina Providencia, y que observes en él las Reglas al
pie de la letra. Si lo haces tendrás la vida eterna. Si no
<2-498>
perseveras en él y te vuelves al mundo, te perderás. Al oír estas palabras, el buen
Hermano quiso levantarse para ponerse de rodillas; pero desapareció la visión como
un relámpago, y se encontró en medio de las tinieblas de la noche, muy admirado,
consolado y fortalecido; dio de ello gracias a Dios y se levantó al instante para
asegurarse de que no era un sueño. Hasta quiso hablar al maestro de novicios, que se
figuraba dormía en el mismo dormitorio; pero no encontrándole, volvió a acostarse.
Buena prueba de que no fue falsa la visión es que todo el día siguiente le dolieron
mucho los ojos, irritados sin duda y ofuscados por la brillante luz que había visto.
El Hermano, avisado de este modo, resolvió perseverar en su estado, y en efecto
perseveró bastante tiempo con gran observancia; pero la violencia de sus pasiones,
que eran vivas, y a las cuales no trataba de dominar bastante, le trajeron a la memoria
la tentación pasada, y sucumbió a ella, no siendo parte para detenerle la terrible
predicción que el señor de La Salle le había hecho, a saber, que se perdería si
retornaba al mundo».
Poco ha se supo que a una mujer de Ruán que padecía una enfermedad de
consideración, sin esperanzas de curar, aconsejole un eclesiástico que fuese a hacer
una novena al sepulcro del señor de La Salle; lo hizo así, y al concluir su devoción
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 381

quedó perfectamente curada. Ella misma creyó deber manifestarlo a los Hermanos
en relación muy extensa.
Escribieron desde Aviñón al Hermano Superior que uno de los alumnos de los
Hermanos de aquella ciudad tenía una mano tan echada a perder que los cirujanos
desesperaban de curarla, por lo cual tomaron la resolución de cortársela. Antes de
la ejecución, los Hermanos, llenos de confianza en los méritos de su santo
Fundador, aplicaron a la mano del pobre niño un trozo del manteo que usó el santo
sacerdote en aquel país. Tan ciega fe tuvo su efecto: la mano que estaba condenada
a ser cortada curó en pocos días, con ese único remedio, sin intervención de
cirujanos.
«En el año 1703 había un pobre niño en la escuela vecina de las Maisons, en
París, que padecía de epilepsia hacía algunos años. El señor de La Salle tuvo
compasión de él; trabajó en su curación y le dio cierta bebida, cuya composición no
se supo, sin duda por ocultar el efecto de sus oraciones y mortificaciones. Pero lo
que no pudo ocultar es que, desde aquel tiempo, el niño está perfectamente curado.
Le vi diez años después gozando de perfecta salud, de lo cual estaba muy
agradecido al siervo de Dios». Así lo refirió el Hermano Juan.
Estando el siervo de Dios cercano a la agonía, dijo estas palabras: San Yon
llegará a ser una casa floreciente; el Hermano N. lo verá. Aunque el Superior
estaba cerca de él, no le dijo que lo vería, y no lo vio, pues murió trece meses
después del santo sacerdote; en cambio, el otro vive aún. Los que ven con sus ojos
los progresos de la casa de San Yon, de que la misma gente está sorprendida,
reconocen la verdad de esa predicción, hecha contra toda apariencia por su Padre.
Otro Hermano, en sus apuntes, habla a la larga sobre esa predicción. He aquí sus
palabras: «Nuestro santo Fundador dijo poco tiempo antes de su muerte, que
dentro de pocos años se notaría gran cambio en San Yon; que esta casa tendría
mucha fama, que haría mucho bien en la provincia, y hasta en todo el reino,
etcétera. Llegó a nombrar un Hermano presente, diciéndole que lo vería».
<2-499>
Mucho tiempo antes, volviendo de viaje con un señor y un postulante que
deseaban ver la propiedad, el santo varón les acompañó. Sorprendido ese señor de
la extensión del terreno y de la pureza del aire que allí se respira, manifestó que
aquella morada sería muy de su gusto. El santo varón, tomando la palabra, le dijo:
Todo esto pertenecerá a los Hermanos. Pero lo dijo en un tiempo en que no había
ninguna esperanza de que pudiera realizarse esa predicción, pues los Hermanos
estaban entonces en la imposibilidad de adquirir la finca a causa de su extremada
pobreza. Oponíanse, además, a ello muchos otros obstáculos que parecían
entonces invencibles. Sin embargo, el señor de La Salle, en aquel tiempo, decía con
seguridad a sus Hermanos que perdiesen toda inquietud, que la casa de San Yon les
pertenecería. Para mejor convencerlos de ello, cuando los Hermanos estaban para
desalojar la casa de San Yon, después de haber recibido un oficio en que se les
382 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

mandaba salir de ella y devolverla, y cuando en previsión de su próxima partida


despedían a los postulantes y a los pensionistas que se presentaban, el señor de La
Salle mandó traer de París a San Yon todos los ornamentos de la capilla y una
biblioteca bastante provista de libros, con gran admiración de sus discípulos, y en
particular del Hermano Bartolomé, a quien aseguró nuevamente que la casa había de
volver a ellos. Añadió que su presencia era para esto el principal obstáculo, que
mientras él viviera en ella todo iría en contra de los Hermanos, y por lo contrario, todo
les saldría bien cuando él estuviera fuera. Y así sucedió puntualmente, pues
habiéndose ido el santo varón a París, al seminario de San Nicolás del Chardonnet,
cerrose felizmente la compra de la casa de San Yon, como ya se dijo. En fin, durante
su vida y después de su muerte no hay ni casas ni Hermanos que no hayan
experimentado continuas señales de las bendiciones que Dios derramaba sobre ellos
por el canal de las oraciones de su buen Padre.
Si los incrédulos, que se ríen en cuanto se les habla de visiones o de milagros,
encuentran qué decir en lo que se acaba de mencionar, pueden olvidarlo para no
acordarse más que de los actos heroicos de virtud de que está llena la historia de la
vida de Juan B. de La Salle. Si quieren parar la atención en ella, confesarán que
hombre tan santo puede ser taumaturgo; y que si los milagros son escasos en el siglo
presente, es porque no son comunes los hombres de virtud extraordinaria.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 383

CAPÍTULO VII

Conclusión de esta historia

Retrato interior del señor de La Salle


Ya se ha dicho más de una vez que nadie como Juan B. de La Salle tenía cara de
santo. La gracia, sentada, por decirlo así, en su semblante, quería manifestar a los
hombres lo que era delante de Dios, y reproducir la hermosura de su alma. Al verle
se sentía uno llevado a Dios. Todo en él exhalaba el olor de humildad, modestia,
mansedumbre, tranquilidad, igualdad de ánimo, mortificación, caridad y piedad
insigne. Siempre el mismo en tantas ocasiones de tristeza y pena, en tantos
<2-500>
acontecimientos adversos, en tantos motivos de turbación e inquietud, se daba
siempre a conocer como hombre todo de Dios, cuyo corazón había fijado en el
cielo, y no tomaba ningún interés por lo que pasaba en este mundo; por el contrario,
veíasele enteramente ocupado en regular incluso los deseos más santos y los
proyectos de más gloria para Dios, por el beneplácito divino.
Su vida es el Evangelio puesto en práctica. Hacer penitencia, renunciarse a sí
mismo, mortificarse, humillarse, crucificar su carne, orar, conversar con Dios; no
dejarte ver entre los hombres sino para trabajar en su salvación o para recoger sus
desprecios; tomar por objeto de su celo dónde ejercitar la caridad a los más pobres y
desamparados; padecerlo todo, ceder a todos, no quejarse nunca, no creerse jamás
ofendido, echarse siempre a sí la culpa, ser el primero en condenarse, estar contento
con cuanto sucede, bendecir a Dios en todas las cosas, tener su voluntad por única
regla de la propia, amar a sus amigos en Dios y a sus enemigos por Dios, no ver ni
querer más que a Él en todas las cosas, no interesarse más que por su gloria, olvidar
lo demás; no tener aversión más que al mundo, ni más odio que al pecado, ni otro
temor que el de desagradar a la soberana Majestad, ni más deseo que el de imitar a
Cristo, ni otra afición y ansia que de cruces y de amor de Dios. ¿No es éste el
compendio del Evangelio y el de la vida del señor de La Salle? ¡Qué ejemplos de
olvido de sí mismo, severidad para con su cuerpo, desprecio del mundo, sed de la
justicia, pureza de corazón, santa pasión por las humillaciones y los padecimientos,
desprendimiento de todas las cosas de la tierra, amor a la oración, unión con Dios y
sacrificio de sí mismo nos refiere la historia de la vida de ese santo sacerdote! ¡Qué
de gracias ocultas en su interior, qué de méritos amontonados en una vida tan
crucificada se manifestarán en el día de la revelación de los corazones!
Este hombre, humilde y manso de corazón, parecía muerto a todo, hombre contra
quien la naturaleza no se atrevía ya a levantarse ni a pedir nada; hombre de vida
384 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

toda sobrenatural, celestial, divina; que pensaba, hablaba y obraba como hombre del
otro mundo, o de naturaleza diferente; hombre cuyo elemento había venido a ser la
virtud; Dios, su vida; Jesucristo, su alma y centro. Era en la oración un ángel; en el
altar, un serafín; en la dirección y gobierno, hombre apostólico; en las tribulaciones,
verdadero Job; en la pobreza, nuevo Tobías; en la entrega en las manos de la
Providencia, otro Francisco de Asís; en los rigores de la penitencia, el segundo abad
de Rancé; en la práctica de la obediencia, nuevo Dositeo; en el ejercicio de las demás
virtudes, perfecto discípulo de Cristo. He aquí a Juan B. de La Salle presentado al
natural; ése es su verdadero retrato. La muerte, término fatal de la gloria de los
hombres, fue el principio de la suya. Su memoria permanece en bendición eterna, y su
lugar es entre los príncipes del pueblo, que en el siglo XVII han sido honra de la Iglesia
y modelos de perfección.
¡Oh triunfo de santidad! Los sepulcros que ocultan las cenizas de príncipes y reyes,
tristes restos de los cadáveres de esos hombres, en su tiempo tan honrados, sepultan
su memoria, mientras hacen revivir la de los siervos de Dios, presentándonos sus
ejemplos para perpetua imitación. ¡Oh santidad tan estimable y tan poco estimada de
los mortales! Por ti es eterna la memoria de los justos, mientras que la de los demás
hombres se desvanece como humo y perece por sí sola. ¿Dónde están ahora esos
felices del siglo, idólatras de su fortuna, henchidos de su grandeza, temidos,
respetados, buscados, incensados en la tierra? Amontonaron con mucho trabajo una
gloria frágil delante de los hombres, pero no la tienen delante de Dios. Después de
haber aparecido con brillo en la escena del mundo, desaparecieron uno tras otro, y la
muerte que los quitó de nuestra vista los borró de nuestra memoria. Disipose su
fortuna;
<2-501>
su grandeza se desvaneció; su nombre cayo en el olvidó; su memoria pereció con el
último suspiro que exhalaron.
¡Ah!, ¿qué nos dicen esos mausoleos levantados en su honra? Anuncian su paso,
dicen que fueron y que ya no son, y se quejan por verse obligados a servir la vanidad
de los mortales. En verdad nos arrebatan al admirar su arquitectura, sus adornos
atraen nuestras miradas; pero mientras nos entretienen en contemplar las invenciones
del arte en la materia que los compone, desvían nuestros pensamientos de los tristes y
lúgubres misterios que encierran. ¿Adónde van a parar esos grandes talentos que se
elevaron con tanta gloria por encima de los demás hombres y que son como un tipo
de superioridad natural, impreso por Dios en ciertas almas, si no van acompañados de
santidad? Fortuna, dignidades, nacimiento y todo cuanto el mundo más estima, se os
cuenta por nada en el cielo; nada sois a los ojos de un Dios pobre, humillado,
crucificado. Dios, que no conoce más grandeza que la suya, no canoniza más que las
virtudes que nos hacen semejantes a Él, y sólo honra a los que las poseen. Si hoy el
mundo las desprecia, algún día se verá obligado a hacerles justicia y a retractarse de
sus juicios. En aquel día en que todo lo que brilla a nuestros ojos será reconocido por
vanidad, en que el cielo y la tierra desaparecerán delante de Aquel que los crió, en que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Espíritu y virtudes del Señor J. B. de La Salle 385

toda grandeza eclipsada por la suya no podrá sufrir su vengadora mirada, la


santidad sola estará segura. Entonces todas las criaturas aplaudirán los elogios con
que el mismo Dios la honrará, y los réprobos se verán obligados a reconocer
la equidad de las recompensas con que Dios la coronará. ¡Ah, qué honor para
aquellos que la hubieren adquirido! Ahora no tienen más sostén que la fe, más
consuelo que la esperanza, más socorro que la oración, más ejercicio que la
mortificación, más fin que el cielo. Su vida oculta en Dios, como dice el Apóstol,
de parte del mundo no recibe más que desprecios, tiéneselos por la hez y horrura
del mundo; pero Dios a su vez los sacará del oprobio, los manifestará al universo,
se los dará por jueces, proclamará su nombre, publicará sus méritos, dará gloria a
sus virtudes y los asociará a su felicidad.
Ésas son las obras de misericordia, los retratos de su santidad, las obras maestras
de su gracia, las imágenes de su Hijo amadísimo, los objetos de sus complacencias,
los vasos de elección para quienes está preparado el cielo, los únicos que
adquirieron el derecho de entrar en él y que en él serán admitidos. Tomemos, pues,
sus virtudes por modelo, si queremos compartir su dicha; determinémonos a
imitarlos, si pretendemos sus recompensas.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 387

DECRETO
DE CANONIZACIÓN DEL SIERVO DE DIOS
JUAN BAUTISTA DE La Salle,
FUNDADOR DE LOS
HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

LEÓN OBISPO,
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS.
Para perpetua memoria

Antes de subir Jesucristo a lo más encumbrado de los cielos para sentarse a la


diestra del Padre, de tal manera animó la esperanza de sus discípulos con palabras
llenas de ternura, que les avisó, con todo, de las persecuciones que habían de sufrir en
el mundo. Porque plugo a su sabiduría decretar que, así como Él había triunfado
totalmente de los enemigos de nuestra salvación por medio de la Cruz, así nosotros
entrásemos en el reino de los cielos no por otra puerta que por la de los sufrimientos.
Mas para que nadie se desaliente en esta lucha contra los espíritus del mal, es
conveniente fijar los ojos no sólo en el autor de nuestra fe y consumador de ella,
Cristo Jesús, sino también en aquellos que antes que nosotros lucharon como
valientes en la batalla, y ahora son coronados y disfrutan la palma de su victoria.
Y a esto mira precisamente la parte de la potestad de nuestro cargo Apostólico, con
que, siguiendo las señales y prodigios que el mismo Dios nos manifiesta, proponemos
a la veneración del pueblo cristiano esos siervos de Dios que descuellan por la gloria
de su heroica virtud, a fin de que nos sirvan a la vez de ejemplo y de socorro a los que
todavía peregrinamos lejos de Dios Nuestro Señor.
Y de esta nuestra potestad hacemos uso también en este día con verdadero júbilo, al
decretar los honores de los Santos del cielo a Juan Bautista de La Salle, Sacerdote y
Fundador de las Escuelas Cristianas. Porque aquí se halla presente numerosísima
concurrencia de fieles de todas las partes del mundo, que con motivo del Año Santo
por Nos publicado ha venido a esta ciudad a venerar los restos de los Apóstoles.
Acércase también el comienzo de nuevo siglo, al cual será sumamente útil proponer a
la imitación las enseñanzas y ejemplos de Juan Bautista, puesto que jamás podrá
gozarse del fruto que da la justicia de esa paz tan apetecida, si no es educando a la
niñez y juventud en el temor de Dios y conforme a las leyes del Evangelio.
388 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Nació Juan Bautista en Reims, nobilísima ciudad de las Galias, de ilustre familia,
el 30 de abril del año 1651, para ser algún día ornamento insigne de su linaje y del
nombre cristiano. Ya desde niño dio muestras de aquella suave piedad que le
distinguió todo el curso de su vida. Aunque alegre de carácter, jamás gustó ni en su
infancia de juegos y diversiones, y tuvo sus delicias únicamente en leer las vidas de
los Santos. Y apenas pudo salir de casa, fue su principal gusto visitar los templos,
donde al pie del augustísimo sacramento de la Eucaristía y de la santa Madre de Dios
oraba tanto tiempo y con tanta gravedad y fervor que causaba admiración a los
circunstantes.
Frecuentó desde luego las escuelas, y tanto sobresalía en esto por su modestia y
aplicación al estudio, que los maestros prometían de él grandes cosas a su padre.
Elegido éste para magistrado de la ciudad, como que amaba a su primogénito Juan
más que a los otros hijos, le destinaba a aumentar y conservar su familia.
Pero otras eran las intenciones y designios de Dios. Pues con su inspiración
escogió el joven por la parte de su herencia al Señor y resolvió pedir ser admitido en el
sagrado estado clerical. No se opuso a ello su padre, según era de esperar de su piedad
para con Dios. Juan, por su parte, se mostró desde luego tan digno del hábito recibido,
que sin contradicción fue honrado con un canonicato en Reims, cargo que ilustró
aplicándose al ejercicio de las virtudes convenientes. Pasados cuatro años se
encaminó a París para dedicarse en el seminario de San Sulpicio a los estudios
teológicos.
En él dio tales pruebas de amor al estudio y santidad de vida, que todos sintieron
sobremanera su partida, cuando, por la muerte de su padre, se vio obligado a regresar
a su casa para atender a los negocios de la familia y a la educación de sus hermanos
menores, manifestando ya en su juventud admirable prudencia, y de tal suerte lo
dispuso todo, que su casa parecía casa de religiosos. El tiempo que le dejaban libre los
cuidados domésticos lo dedicaba Juan a la oración y al estudio, con la única mira de
disponerse convenientemente al sacerdocio, que constituía todo su deseo.
Y para mejor conseguir su intento, eligió por maestro de su espíritu a Nicolás
Rolando, teólogo de Reims y de eminente virtud, quien le inspiró la idea de
entregarse al sostén de las escuelas de los hijos del pueblo. Más aún: por su consejo,
como hombre que era ajeno a las cosas de la tierra, pretendió cambiar su canonicato
por la parroquia de San Pedro, lo que no pudo recabar del Arzobispo, no obstante sus
repetidas instancias, quien no quería privar a su colegio de tan excelente miembro.
Terminado el curso de Teología con general aprobación y cumplidos los veintisiete
años de su edad, fue elevado a la dignidad sacerdotal el Sábado Santo en la Iglesia
metropolitana de Reims. Al día siguiente celebró por primera vez el santo sacrificio
de la misa, sin pompa ninguna exterior, como había determinado, y llenaron de
admiración a los concurrentes los rayos de fe y caridad que desprendía su rostro. Y tal
fue su compostura exterior durante la celebración de tan alto misterio que, movidos
ante su vista los asistentes, frecuentemente concebían propósitos de mudar de vida.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 389

Porque no se le ocultaba a Juan que el oficio del sacerdote es trabajar por la


edificación del cuerpo místico de Cristo, se dio desde un principio a mirar por el bien
de los prójimos; con frecuencia visitaba a los enfermos, consolaba a los afligidos,
ayudaba a los menesterosos, predicaba, daba misiones y oía confesiones. Con este
medio a muchos atrajo a mejor camino, y entre tanto, sin olvidarse de sí mismo,
adelantaba cada día en el ejercicio de las virtudes, sobre todo en la humildad,
mansedumbre, menosprecio de las cosas perecederas, abnegación de la propia
voluntad y entera conformidad con la divina.
Apenas recibido el sacerdocio, le arrebató la muerte a su director de conciencia, del
que recibió el cargo de dirigir a las Hermanas del Niño Jesús, que él mismo había
fundado para enseñar gratuitamente a las jóvenes pobres. Con tal prudencia y
constancia desempeñó su cargo, que no sólo salvó incólume el Instituto de las
gravísimas dificultades que amenazaban destruirlo, sino que hasta llegó a obtener del
Rey «Letras patentes», con que proveyó para en adelante a la seguridad de la
congregación y a las escuelas.
Había pensado Roland aplicar a la educación de los jóvenes las mismas industrias
que para instruir a las jóvenes. Mas la muerte atajó los pasos a sus buenos deseos. En
cambio, acaeció no mucho después que cierto maestro de escuela, llamado Adrián
Niel, llegó a Reims, enviado por una señora de la familia de Juan, para tratar con él de
la fundación de escuelas de niños. Cuantas dificultades presentara la empresa las vio
al punto nuestro Juan; alabó, no obstante, el deseo, y se ofreció a sí mismo por
ayudador de Niel. Comenzó, pues, por suplicar con mucha instancia al Señor que le
iluminase con el resplandor de su lumbre, y luego, desconfiado de sí mismo, fuese a
pedir el parecer de los varones más prudentes del clero. Y una vez obtenida su
aprobación, con grande expectación de las gentes, fundó la primera escuela en la
parroquia de San Mauricio, y, pocos meses después, otra en la de Santiago. Mas
abundando los alumnos, escaseaban los maestros, a lo cual se añadía que Niel, que era
como el Director de todos, se dejaba a veces llevar, más de lo que fuera razón, de su
índole ardiente, y muchas otras se ausentaba. No se ocultó a Juan el peligro; y así,
para mantener a los maestros dentro de su deber, solía visitarlos y amonestarlos
frecuentemente; y cierto día, para hacer más eficaz su ayuda, los reunió a todos en una
casa junto a la suya. Llegó, en fin, a convencerse de que Niel, aunque apto para
enseñar, no lo era para formar maestros; creyó conveniente, para evitar la ruina toda,
ir él mismo a vivir con ellos, para tenerlos más a la mano; pensamiento que,
consultado antes con personas autorizadas, realizó en la fiesta del Precursor de 1681.
Mas como sus parientes, que juzgaban menoscabarse con esto su buen nombre, lo
llevasen a mal, al año siguiente y en el mismo día, cambiando con aquel puñado de
maestros el lugar de su vivienda, fijó allí el asiento de su Instituto.
Con este suceso, parece que el mismo Dios quiso echar los cimientos de esa ilustre
Congregación, que justamente es acatada por todo el orbe católico, y que ya desde sus
mismos principios fue con todas sus fuerzas combatida por Satanás y los enemigos de
la religión, que viendo en ella otro formidable adversario, trataron de destruirla
390 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

enteramente. Pronto los sabios, apreciadores de las cosas, cayeron en la cuenta de la


magna importancia de este Instituto. Merced a los cuidados de Juan y con el favor de
Dios, en el espacio de dos años, abriéronse escuelas en Rethel, Guisa, Laón y Castel
Porciano, en las cuales, por estar provistas de excelentes maestros perfectamente
ejercitados en el arte de enseñar, se apiñaba crecida muchedumbre de jóvenes, con
gran provecho no solamente de ellos, sino también de la religión y el Estado.
Teniendo, pues, que entender en tan diversos negocios, Juan, que era tenacísimo en
el cumplimiento de su deber, resolvió por segunda vez dejar el canonicato. En lo cual
pretendía, además, ir delante de sus discípulos, amaestrándolos con la recomendación
de su ejemplo a amar la pobreza, al mismo tiempo que a poner en Dios toda su
confianza. Por estas razones trató con el arzobispo de Reims de hacer la renuncia de
su cargo; mas éste al principio se lo negó, hasta que, al fin, maravillado de tanta
santidad y prudencia, vino en ello, con la condición de que cediese el beneficio a su
hermano menor Luis; Juan, con todo, sin condescender con la carne y sangre, y a
pesar de las habladurías de sus parientes y otros, prefirió a su propio hermano un
sacerdote piadoso y necesitado.
Aun no parecía esto bastante al siervo de Dios. Y, al efecto, para que así él como los
alumnos de su Instituto arrojasen sin reserva alguna todos sus cuidados en Dios,
pensándolo bien primero, determinó distribuir a los pobres todo su patrimonio. Y no
tardó en encontrar ocasión oportuna el año de 1684, en que hubo gran carestía.
Frecuentemente acogía de rodillas a los pobres, viendo en ellos al mismo Cristo. Con
que, habiendo así distribuido toda su hacienda, él por sí mismo, sin hacer caso de los
denuestos de los hombres, comenzó a mendigar el sustento de puerta en puerta.
Insensato pareció este proceder del varón de Dios a los prudentes del siglo; pero Dios
de tal manera supo recompensar esta confianza, que, en todo aquel bienio que duró la
carestía, nada faltó a Juan y a sus discípulos por más pobres que estuviesen, ni
contrajeron siquiera deuda alguna. No dejó el santo legislador de aprovechar de esta
tan singular intervención de la providencia divina, para confirmar a los suyos en el
amor de la pobreza, que es la madre y el fundamento de todas las demás virtudes.
Desde aquel momento, Juan, aunque exhausto de fuerzas, emprendió otro género
de vida aún más penitente; se tenía por contento con vestir hábito pobre, y tomar
ordinario y frugal alimento, durmiendo muy poco, macerando sus carnes con duro
cilicio y cadena erizada de agudas puntas, y tomando sangrientas disciplinas. Llevaba
con ánimo valiente y resignado las graves y molestas enfermedades con que era
afligido; recibía con alegre semblante las befas e injurias que le hacían, gozándose
de poder imitar a Cristo, siquiera fuese en verse llenado de oprobios. Vivía
continuamente en la presencia de Dios, y daba a la oración todos los ratos libres,
pasándose muchas veces en ella las noches enteras.
Tal era la fama de sus heroicas virtudes, que, movidos por ella, se resolvieron
muchos a abrazar la Regla de Juan, queriendo con todas sus fuerzas emular las
virtudes de su maestro, poniendo él por su parte todo su empeño en amaestrarlos ya en
la manera de enseñar a los demás. Pero como hubiese algunos muy jóvenes, les puso
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 391

un como noviciado, en donde pudiesen ser mejor instruidos en el tenor de vida que
habían abrazado.
Mas, para que los niños del campo no careciesen de la instrucción que tenían los de
la ciudad, determinó al mismo tiempo el siervo de Dios abrir otro centro en que se
formasen maestros rurales, siendo éstos el origen y la norma de las escuelas que más
tarde se llamaron normales, y fueron de gran provecho a la religión y a la república.
Juan, entre tanto, celebró la primera junta general de los miembros de su Instituto,
en la que después de un retiro espiritual se acordaron y determinaron muchas cosas
tocantes a las Reglas, vestido y votos que se habían de hacer; y, el día de la Santísima
Trinidad, el Fundador con doce de Hermanos se ligaron con voto temporal de
obediencia, que diez años después, habida otra junta, se determinó fuese perpetuo.
El año de 1686, cuando, dadas las Reglas, parecía estar ya fundada la
Congregación de las Escuelas Cristianas, Juan Bautista, gran despreciador de sí
mismo, determinó poner a otro en su lugar para que desempeñase el cargo de general.
Se le opusieron en un principio los Hermanos que llamó al efecto; pero, al fin,
compadecidos de la aflicción que embargaba el corazón del santo varón, pusieron en
su lugar al Hermano Enrique l’Heureux, al que inmediatamente el Fundador, para
ejemplo de los demás, prestó obediencia el primero. Mas no aprobando este
nombramiento los vicarios generales de Reims, se vio obligado Juan a tomar de
nuevo el cargo renunciado; y dudando no hubiese sucedido esto por no ser aún
sacerdote el Hermano Enrique l’Heureux, pensó en prepararle para las órdenes; pero
la muerte se lo arrebató al poco tiempo. Juzgando el siervo de Dios que esta muerte
era prueba de que no agradaba a la divina Majestad que los miembros de su Instituto
fuesen elevados al sacerdocio, determinó dos cosas, a saber: que ningún Hermano de
las Escuelas Cristianas pudiese en adelante solicitar el sacerdocio, y que jamás se
enseñase en sus escuelas la lengua latina.
El año 1688, llamado Juan a París para fundar allí nuevos colegios, se puso en
camino con dos de sus compañeros. Una vez allí, no sólo organizó mejor las escuelas
antiguas, sino que abrió otras nuevas; fundó un noviciado para los suyos en
Vaugirard; instituyó escuelas dominicales para obreros, preludio de las que hoy
existen para enseñar las artes y conservar a la juventud en la práctica de la vida
cristiana; fundó, como lo había hecho en Reims, un seminario en que se formasen
maestros rurales; y por último, a petición del rey Jacobo II, desterrado de Inglaterra,
tomó la dirección del colegio en que serían educados en la piedad cristiana y buenas
costumbres cuarenta nobles y jóvenes irlandeses.
Mas no pudo llevar esto en paciencia el enemigo del linaje humano, y sería difícil
enumerar las dificultades que suscitó y las envidias que movió contra el siervo de
Dios. Le movieron causa judicial los socios de una corporación de maestros, que
veían con dolor ser desamparadas sus escuelas, y fueron devastadas y cerradas por la
fuerza las escuelas de los Hermanos; los amigos le negaron su benevolencia; en fin,
el mismo Juan, acusado falsamente, fue depuesto de su cargo por sus superiores
392 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

eclesiásticos, quienes nombraron en su lugar a un extraño, para que tomase la


dirección de sus Hermanos en religión.
Sufriólo todo con paciencia el mansísimo varón, sin perder nada de su celo de la
gloria de Dios. Cundía en aquel tiempo por todas las ciudades de Francia la herejía
jansenística, inficionando poderosamente las almas. Pero Juan, cuya divisa fue
siempre reverenciar la autoridad del Romano Pontífice y cumplir sus mandatos, hizo
frente con todo su esfuerzo a los errores de Jansenio. Y persuadido de que no
encontraría mejor medio de poder atender a la seguridad de los miembros del Instituto
que tenerlos estrechamente unidos a la cátedra de Roma, el año de 1700, cuando de
más terribles tempestades era agitada su Congregación, mandó ir a Roma a dos de los
suyos, de los cuales fue uno Gabriel Drolin, que vivió veintiocho años en la Ciudad
Eterna, cumpliendo constantemente las órdenes de su Padre y Fundador; órdenes que
se pueden reducir a éstas: que el árbol de su Congregación se fijase en aquel suelo,
donde podría echar hondas raíces, por hallarse en el centro de la unidad, y a la vista y
bajo los auspicios de la Sede Apostólica; que se uniese estrechamente y como parte de
un mismo cuerpo a la Iglesia Romana, que jamás puede errar ni engañarse, por más
que las puertas del infierno se levanten contra ella; que se impetrase del Vicario de
Cristo la aprobación de sus Reglas y el permiso para hacer los tres votos religiosos;
que se pidiese insistentemente al Pontífice que concediera a Juan y a los suyos la
facultad de enseñar la doctrina cristiana con la anuencia de los obispos; y, por último,
que fuese ante el Soberano Pontífice el fiador de su fe y el representante de su
obediencia. Tales fueron las excelentes órdenes que le dio, dignas en todo de un varón
santo, quien, tolerando con invicta paciencia cuantas injurias se le hacían, siempre
rechazó con valentía la infame calumnia de ser contrario a la cátedra de Roma.
Recibió Clemente XI con la mayor benevolencia a los dos Hermanos enviados por
Juan Bautista y les confió la dirección de una escuela, ejemplo que, después de él, fue
seguido por nuestros predecesores.
Entretanto, como los maestros de París continuasen aún levantando tumultos
contra los Hermanos de las Escuelas Cristianas, fue llamado Juan Bautista a Ruán el
año 1705, en donde, después de vencidas no pequeñas dificultades, pudo abrir
algunas escuelas gratuitas para niños. Poco tiempo después trasladó el noviciado al
pueblo de San Yon, cerca de la misma ciudad, y levantando junto a él nuevo edificio,
fue el primero en fundar Escuelas Industriales y de Comercio. Tomó también a su
cargo la corrección de los jóvenes, a los que con trato suave, pero firme al mismo
tiempo, hizo mudar enteramente de conducta.
En medio de estos trabajos, el instituto de Juan Bautista de La Salle iba tomando
mayor auge; tanto en Chartres, Calais, Troyes, Aviñón, Dijón, Marsella, Mende,
Alais, Grenoble, Moulin y Versalles, como en tantas otras poblaciones, el éxito más
feliz coronaba los trabajos de los Hermanos. Mas no podía faltar la persecución a los
que querían ajustar su vida según las máximas de Jesucristo. Había hallado en
Marsella excelente acogida Juan de La Salle, cuando, por haber en público y con
severas palabras increpado a los jansenistas que desacreditaban al Romano Pontífice,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 393

excitó su encono contra sí y contra los suyos: por artes de los sectarios, que hasta
llegaron a publicar contra el beato varón un libelo infamatorio, se halló reducida la
Comunidad de los Hermanos a la más extrema miseria, y Juan se vio después
desamparado no sólo de sus amigos, sino de muchos Hermanos que le echaban en
cara su imprudencia y excesivo celo. De este modo, condenado en París por la
calumnia, arrojado de Marsella, desamparado de todos, vivía en la más profunda
tristeza; y persuadido de que por culpa suya habían venido sobre el Instituto tantas
calamidades, se retiró a Grenoble, a fin de aplacar la justicia divina, pasando las
noches en oración o aumentando el rigor de sus ordinarias austeridades. Al mismo
tiempo instruía a los niños con profunda humildad, y, velando por el bien de sus
Hermanos, enviaba quien los visitase y escribía libros para su uso.
Mas en esto se promulgó la Bula Unigenitus, en la que el Romano Pontífice
anatematizaba los errores jansenistas; Juan consideró como deber de conciencia el
llamar junto a sí a los Hermanos que se encontraban en Grenoble, y, poniendo
claramente ante su vista el veneno oculto en las proposiciones condenadas, los
amonestó con gravísimas palabras se apartasen de toda novedad, permaneciesen
adheridos a las enseñanzas tradicionales de la Iglesia, recibiesen lo que ella recibe,
condenasen lo que ella condena y considerasen como el más sagrado de sus deberes el
prestar total obediencia a la Iglesia, cuando enseña o manda, ya por los Concilios, ya
por medio del Sumo Pontífice. No fueron inútiles las advertencias del Padre; de ello
da buen testimonio la constancia con que la Congregación por él fundada permaneció
siempre adicta a la Santa Sede.
El año 1714 fue llamado Juan a París por sus Hermanos: obedeció a su
llamamiento, mas con el fin principalmente de conseguir el propósito por largo
tiempo acariciado, que era descargarse del gobierno de la Congregación. Seguía él en
este asunto los consejos de su humildad y su prudencia, porque creía que, si uno de los
Hermanos fuere propuesto para el gobierno, los demás le estarían más sumisamente
sujetos y no se alterarían fácilmente las Reglas del Instituto. Desde entonces hablaba
de este asunto, ya con unos, ya con otros, y, aunque sus primeras tentativas resultaron
inútiles, reunida la Congregación en Ruán en la fiesta de Pentecostés del año 1717,
pudo por último conseguir sus deseos, siendo nombrado en su lugar el Hermano
Bartolomé. Tan sólo faltaba proponer a la Asamblea la revisión de las Reglas que ya
en gran parte regían y que habían sido compuestas por Juan Bautista el año 1695. Los
Hermanos confiaron al mismo Juan este trabajo, el cual, después de haber dado a su
obra la última mano, envió a todas las Comunidades de Hermanos el libro de las
Reglas que en adelante habían de observarse. Algún tiempo después el Sumo
Pontífice Benedicto XIII, encontrando estas Reglas llenas de sabiduría, de espíritu
sobrenatural y de carácter eminentemente práctico, se dignó concederles su
aprobación.
Aún pudo Juan sobrevivir dos años a estos sucesos, tiempo que empleaba en
meditar asiduamente las cosas celestiales, en macerar su extenuado cuerpo con
ayunos, disciplinas y cilicios, en dar ejemplo de obediencia, en ayudar a sus
394 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Hermanos con espirituales exhortaciones y en oír sus confesiones. Una sola vez dejó
su retiro e interrumpió su silencio, y fue en ocasión que los jansenistas tuvieron la
audacia de inscribir su nombre entre el número de los que eran vulgarmente
conocidos con el calificativo de «apelantes»; en un escrito que vio la luz pública, se
sinceró de semejante calumnia, protestando una y mil veces que nada tenía más en su
corazón y consideraba como el más sagrado de sus deberes que ser obediente y
perseverar en esta sumisión al Sumo Pontífice.
Mas para colmar la medida de los merecimientos de su siervo, permitió Dios que se
viese lleno de oprobios hasta el fin de su vida. Porque, acusado por envidia ante su
Arzobispo de una odiosa mentira, por sentencia de su mismo prelado quedó privado
de todo ejercicio de sus poderes en el fuero de la conciencia. Diose la noticia de esta
condenación al siervo de Dios, hallándose ya postrado en el lecho por su última
enfermedad, y él la recibió con grandísima mansedumbre, sin oponer nada en contra.
Acercándose la cuaresma del año 1719, juntáronse a los dolores reumáticos, que
de largo tiempo atrás venía padeciendo Juan, gran dificultad en la respiración,
ocasionada por el asma, y un golpe que le produjo en la cabeza la imprevista caída de
una puerta. Oyendo que a causa de estas enfermedades no le restaría ya largo tiempo
de vida, alegrose sobre manera con el pensamiento de que, por fin, le era dado entrar
en el gozo de su Señor. La víspera de la fiesta de San José, a quien él había
Consagrado su propia persona y su Congregación, mostró deseos de celebrar el Santo
Sacrificio, y, devolviéndole Dios repentinamente las fuerzas, pudo hacerlo al día
siguiente A vista de lo cual se llenaron de gozo sus hijos, creyendo que había
recobrado totalmente la salud. Mas pasadas pocas horas se agravó la enfermedad, de
modo que la muerte pareció inminente Advirtiéndolo Juan, quiso dar a sus discípulos
los últimos consejos con que se animasen a caminar constantemente por el camino de
perfección religiosa que habían emprendido. Además de la obediencia y de la mutua
caridad, les recomendó muy principalmente el respeto y la sumisión a la Sede
Apostólica, a la cual dijo que había enviado dos de sus hijos, para que viviesen en
Roma y atestiguaran su inviolable adhesión y la de todos los suyos. Les recomendó
que amasen con todo el afecto de su corazón a Jesucristo nuestro Salvador y que
procurasen unirse a él frecuentemente por medio de la Sagrada Eucaristía; que
constituyese sus delicias el amor a su Santísima Madre, y honrasen con culto especial
a su castísimo esposo, patrono de la Congregación.
Dos días después pidió los últimos Sacramentos de la Iglesia. Y, trayéndosele el
santo Viático del Cuerpo de Cristo, hizo adornar decentemente su aposento y que le
vistiesen sus hábitos con sobrepelliz y estola; y suministrándole nuevas fuerzas la
caridad, adoró de rodillas la Eucaristía y la recibió con suma reverencia. El jueves de
la Semana Santa se le administró la extremaunción y empleó siete horas enteras en
dar gracias a Dios. Cerca de la tarde, a instancias del Hermano Bartolomé, bendijo a
todos los miembros del Instituto. Luego se leyó la recomendación del alma,
terminada la cual, volvió a inculcar a sus Hermanos que, apartando totalmente su
corazón del mundo, viviesen y muriesen en la vocación a que habían sido llamados.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 395

Dos horas y media había estado ya en agonía y sin movimiento cuando súbitamente,
como despertando de un sueño, rezó devotamente la invocación María, madre de
gracia, prescrita a los Hermanos para la oración de la noche; luego, exclamando
«Adoro la voluntad de Dios para conmigo», alzados los ojos al cielo y puestas en
forma de cruz las manos, se durmió tranquilamente en el Señor, a eso de las cuatro, el
Viernes de la Semana Santa, 7 de abril de 1719, a los 68 años de edad.
Apenas se supo la muerte del siervo de Dios, fue uno el dolor de todos; y todos sin
excepción de clase ni condición pregonaban las virtudes y beneficios del difunto.
Habiendo sido expuesto en la capilla el cadáver revestido con ornamentos
sacerdotales, fue grande el concurso de gente, y lo mismo sucedió el día de los
funerales. Y nadie quería retirarse sin llevar algo de sus vestidos para conservarlo
como precioso recuerdo.
Lo cual nada tenía de extraño, pues era muy grande la fama y opinión que todos
tenían de su santidad. Fama que, andando el tiempo, no sólo no desapareció, sino que
se aumentó. Porque a esto se añadieron ciertos prodigios con que Dios parecía
confirmar su santidad, y al mismo tiempo daba a entender ser muy de su agrado el que
se tributasen a Juan Bautista los honores de los santos del cielo. Sin embargo, las
gravísimas perturbaciones que algún tiempo después sucedieron en la república
impidieron tan piadoso deber.
Así que, pasado mucho tiempo, se empezaron, mediante autoridad de los señores
obispos, los procesos informativos, los cuales, terminados en Ruán, en Reims y en
París, llevados más tarde a Roma y por fin jurídicamente examinados, Gregorio XVI,
de feliz recordación, selló por su propia mano la comisión de la introducción de la
causa el día 1.o de mayo de 1839.
Más tarde, jurídicamente examinados y aprobados los procesos apostólicos,
comenzó a tratarse de las virtudes en grado heroico de Juan Bautista en la
Congregación de Sagrados Ritos; y Pío IX, nuestro predecesor, el día 1.o de
noviembre del año 1873, declaró solemnemente: «Que constaba de las virtudes
teologales Fe, Esperanza y Caridad, de las cardinales Prudencia, Justicia, Fortaleza y
Templanza, y demás virtudes con éstas íntimamente enlazadas, habidas en grado
heroico; y así que se podía proceder a la discusión de los cuatro milagros».
A Nos plugo, no obstante, que, para tributar a Juan Bautista los honores de Beato,
bastaba probar tres milagros solamente. Éstos fueron: 1.° La instantánea y perfecta
curación del Hermano Adelminiano, de la Congregación de las Escuelas Cristianas,
de un ataque locomotriz progresivo. 2.° La instantánea y perfecta curación del niño
de diez años, llamado Esteban de Suzanne, de una bronquitis capilar mortal. 3.° La
instantánea y perfecta curación de María Magdalena Victoria Ferry, de una
bidropericarditis crónica incurable, complicada con otras gravísimas enfermedades.
Después de haber sido examinados estos tres milagros en tres discusiones por la
sagrada Congregación de Ritos, Nos también declaramos ser auténticos en un
solemne decreto expedido el día 1.° de noviembre de 1887.
396 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Para concluir el asunto, únicamente faltaba poner en discusión esta duda, a saber:
«Una vez asentada la aprobación de las virtudes y milagros, ¿se puede proceder con
toda seguridad a la solemne Beatificación del Ven. Juan Bautista?».
A esta pregunta respondió afirmativamente la sagrada Congregación de Ritos en
Asamblea General reunida en los Palacios del Vaticano el día 15 de noviembre de
1887, y a la que Nos también asistimos, de manera que el 27 de noviembre Nos
decretamos que: «Con toda seguridad se podía proceder a la solemne Beatificación
del Ven. Siervo de Dios Juan Bautista de La Salle. En efecto, el 19 de febrero de 1888
se celebró solemnemente en el Vaticano su Beatificación».
Después de esto quiso Dios por la intercesión del Beato obrar otros muchos
milagros. Entre los cuales solamente dos fueron elegidos y propuestos para impetrar
la Canonización. El primero se obró en el joven Leopoldo Tayac, alumno del colegio
de Rodez, en Francia. Este joven fue atacado el año de 1888 de una pulmonía que los
médicos juzgaron incurable por haberse inficionado la sangre. Conocida que fue la
gravedad del enfermo, el Director del Colegio mandó que le encomendasen al Beato
Juan Bautista de La Salle. Recrudeció, sin embargo, la enfermedad con terribles
convulsiones que turbaban totalmente el espíritu del joven desgraciado y agitaban de
manera horrible su cuerpo débil. No por eso desconfió el Director; antes con mayor
confianza exhortó a los suyos para que le encomendasen con mayor fervor en sus
oraciones. Hallábase presente la madre para recoger el postrer aliento de su hijo, que
por momentos parecía exhalar el último suspiro, cuando de repente, como quien
despierta de un sueño, dirige a su madre una tierna mirada, la reconoce y le dice que
ya está sano.
En efecto, los médicos, llenos de admiración, confesaron que había desaparecido
enteramente tan grave enfermedad.
El segundo milagro tuvo lugar en el mismo año en una casa religiosa llamada
vulgarmente Casa Nueva, cerca de Montreal. El Hermano Netelmo, del Instituto de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, a causa de una lesión en la espina dorsal,
había contraído tan grave inflamación de la sustancia gris que vino a degenerar en
paraplejía total; hincháronsele las piernas cubiertas de profundas llagas. El infeliz
imploraba auxilio de lo alto, pero en vano; entonces aconsejole el Superior que
acudiera al Beato Fundador, y exclamó «Si quieres, puedes sanarme». Apenas había
acabado su oración, cuando sintió vigor en las piernas, y dejando a un lado la muleta,
empieza a andar con segura planta, sin que le quedase señal alguna de sus llagas.
Discutidos estos milagros en tres ocasiones, como previenen los cánones, Nos el
día 30 de abril del año antepasado, fallamos favorablemente la probanza de los dos
milagros alegados: es a saber, la curación repentina y total de Leopoldo Tayac, de una
gravísima pulmonía, acompañada de mortales síntomas cerebrales, y la súbita y
perfecta curación de Netelmo, Hermano de la Congregación de las Escuelas
Cristianas, curado de poliomielitis crónica lumbar transversal y de las úlceras de una
pierna.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Decreto de Canonización del Beato J. B. de La Salle 397

Faltaba, pues, únicamente proponer a la Asamblea General de la Sagrada


Congregación de Ritos la duda de si podría procederse con toda seguridad a la
solemne canonización del Beato Juan B. de La Salle, duda que efectivamente se
propuso el día 29 del pasado mayo; emitieron su opinión cuantos de nuestros amados
hijos se hallaban presentes, así los Cardenales de la S. I. R. como los consultores de la
Congregación que vela por los Sagrados Ritos.
Oído debidamente su parecer y suplicado el favor de Dios, el día 2 de julio del
mismo año, domingo VI después de Pentecostés, Nos mismo solemnemente declaramos
que podía procederse con toda seguridad a la solemne canonización del Beato Juan B.
de La Salle.
Supuesto y establecido todo esto y a fin de que el éxito feliz coronase cuanto
nuestros predecesores en su sabiduría prescribieron para realce y esplendor de tan
augusta ceremonia, ordenamos en primer lugar que el día 29 de abril del presente año
todos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana comparecieran en Consistorio ante
Nos, con el fin de oír su parecer. Los cuales, oído que hubieron de labios de nuestro
amado hijo Baltasar Capogrosi Guarna, abogado del Aula Consistorial, la relación de
los hechos del Beato Juan B. de La Salle, todos por unanimidad nos pidieron el fallo
decisivo de esta causa. Entre tanto, por cartas que expidió la Sagrada Congregación
del Concilio a este fin, procuramos dar cuenta de esta solemnidad a todos los obispos,
a los de cerca como a los más apartados, para que a serles posible compareciesen ante
Nos a manifestarnos también su opinión: reunidos en crecido número de todos los
países y enterados de la causa, ya por lo que hasta entonces se había tratado,
principalmente en el Consistorio público habido ante Nos, ya también por las actas de
la Sagrada Congregación de Ritos, de las que se distribuyó un ejemplar a cada uno; en
el Consistorio semipúblico celebrado en nuestra presencia el 10 de mayo del presente
año, todos vinieron a confirmar la sentencia de nuestros amados hijos los Cardenales
de la Santa Iglesia Romana. De lo cual se depositaron públicos documentos en el
archivo de la Sagrada Congregación de Ritos, extendidos por nuestros amados hijos
los Notarios de la Silla Apostólica.
Para celebrar, por consiguiente, la solemne canonización, prefijamos el día 24 de
mayo, en el cual se celebraba en el presente año la conmemoración de la Ascensión de
Jesucristo Nuestro Señor a los cielos, después de su triunfo sobre el enemigo del
humano linaje. Entre tanto, prescrito por Nos un ayuno común, exhortamos con
vehemencia a los fieles para que elevaran al cielo fervorosas e incesantes preces,
especialmente en aquellos templos en que por orden nuestra fuera expuesto a la
pública adoración el augusto Sacramento, siendo nuestro fin el que, por una parte,
percibieran los fieles de tan solemne ceremonia mayor abundancia de frutos
espirituales, y por otra parte, se dignara asistirnos benigno el Espíritu Santo para
desempeñar cargo tan importante de nuestra potestad. Llegó por fin el día felicísimo y
de todos tan deseado. Así, pues, todo el clero secular y regular, todos los Prelados y
Oficiales de la Curia Romana, y, por fin, todos nuestros venerables Hermanos, que se
hallaban en Roma, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, Patriarcas, Primados,
398 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Arzobispos, obispos y Abades concurrieron a la Basílica Vaticana, magníficamente


decorada, en la que Nos también entramos, precedido por todos ellos en solemne
procesión. Entonces nuestro amado hijo el Cardenal Cayetano Luis Masella, Pro
Datario, Pro Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos y procurador de la
presente Canonización, nos manifestó, por medio de nuestro amado hijo Felipe
Pacelli, Abogado en nuestra Aula Consistorial, los deseos y preces de los venerables
Prelados y de toda la Congregación de las Escuelas Cristianas, para que Nos
dignáramos colocar en el catálogo de los Santos al Beato Juan B. de La Salle,
juntamente con la Beata Rita de Cassia. Como el mencionado Cardenal Luis Masella
y el Abogado de nuestra Aula Consistorial hubieran suplicado esta gracia una y otra
vez con nuevas y más vivas instancias, Nos, después de implorar fervorosamente el
auxilio de la divina luz, «para honra de la Santa e Individua Trinidad, para gloria y
aumento de la fe católica, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los santos
Apóstoles Pedro y Pablo, y con la Nuestra, después de madura deliberación, oído el
voto de nuestros Venerables Hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y
visto el parecer de los Patriarcas, Primados, Arzobispos y obispos, decretamos que el
sobredicho Juan B. de La Salle, presbítero y Fundador de la Congregación de las
Escuelas Cristianas, se halla en el número de los santos Confesores».
Tomo - 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice 399

ÍNDICE
Aviso
. . . . . al
. . lector
........................................................... <199>

Capítulo I: Pureza de la fe en el señor de La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . <201>


I. — Dios preserva a su siervo de los errores de la época . . . . . . . . . . . . . . . . . . <201>
II. — Celo con que se declaró contra toda novedad en materia de religión,
inaccesible a toda consideración humana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <202>
III. —Cuidado que puso en conservar a su rebaño fiel a la Iglesia romana . . . . <203>
Artículo primero: Principios, máximas e instrucciones del señor de La Salle
acerca de la Iglesia. Instrucciones del santo sacerdote sobre el respeto y la
sumisión a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <203>
§ 1. — Respeto debido a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <203>
I. — La autoridad de la Iglesia es la más respetable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <204>
II. — ¿A qué nos obliga el respeto debido a la Iglesia? A tres cosas:
Primera, a respetar profundamente a quienes la gobiernan . . . . . . . . . . . . <204>
Segunda, a honrar todas sus prácticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <205>
Tercera, a no censurar nunca nada en su gobierno ni en su disciplina. . . . <206>
§ 2. — Sumisión debida a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <208>
I. — Motivos que fundamentan la sumisión debida a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . <208>
II. — Nada se arriesga al someterse a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <208>
III. — Inconvenientes de no someterse a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <209>
IV. — No hay norma segura de creencia, si la autoridad de la Iglesia no fija
nuestra fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <210>
V. — Caracteres del juicio propio:
1. La incertidumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <212>
2. La inconstancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <213>
3. La irresolución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <213>
VI. — En que se confirma lo dicho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <214>
§ 3. — Caracteres de la sumisión debida a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <215>
VII. — Caracteres de la sumisión debida a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <215>
1. La sumisión a la Iglesia debe ser interior y sincera . . . . . . . . . . . . . . <215>
2. Sencilla y ciega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <215>
3. Pronta y sin demora. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <217>
4. Universal y sin restricción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <217>
Artículo segundo: Valor del señor de La Salle para profesar paladinamente su fe
y declararse contra las nuevas doctrinas, cuando era menester . . . . . . . . . . <218>
I. — Discreción con que hablaba de las discusiones de su tiempo . . . . . . . . . . . <218>
II. — Del valor con que se declaraba contra el error, sacrificando, cuando era
necesario, todo respeto e interés humanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <218>
400 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

III. — Tentativas de los jansenistas para ganar al Fundador de los Hermanos y


motivos que les movían. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <218>
IV. — Respeto con que el señor de La Salle recibe la constitución Unigenitus <221>
V. — Del sumo respeto que tenía el siervo de Dios a la Santa Sede . . . . . . . . . <222>
VI. — Sus temores por los peligros a que se vio expuesta la fe en París por los
esfuerzos de los partidarios del Padre Quesnel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <223>
VII. — Oraciones y penitencias que ofrece a Dios por la paz de la Iglesia . . . . <223>
VIII. — Su aflicción al saber que su apellido estaba en la lista de los apelantes <223>
IX. — Celo con que se defiende contra la calumnia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <224>
X. — Nuevo testimonio de su adhesión a la Iglesia romana . . . . . . . . . . . . . . . <225>
XI. — Instrucciones que da a sus discípulos acerca de los innovadores . . . . . . <226>
XII. — Resultados de las instrucciones que mantuvieron a los Hermanos
invariablemente unidos a la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <227>
XIII. — Otras pruebas del valor del señor de La Salle en combatir las nuevas
opiniones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <228>
Artículo tercero: El espíritu de fe o la vida de fe en el señor de La Salle . . . . . . <229>
I. — Señales y efectos del espíritu de fe en el señor de La Salle . . . . . . . . . . . . <229>
1. Su mirada enteramente sobrenatural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <229>
2. Sus sentimientos nobles y divinos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <229>
3. Cómo practicaba las virtudes heroicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <230>
4. Elevadísima idea que tenía formada de la vocación de los Hermanos . <231>
II. — Lecciones que da a sus discípulos sobre la vida de fe . . . . . . . . . . . . . . . <231>
§ 1. — Espíritu de religión de que estaba poseído el señor de La Salle . . . . . . . <233>
I. — Testimonios de su espíritu de religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <233>
II. — Su profundo respeto en la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <233>
III. — Su respeto a la presencia de Dios en todo tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . <235>
IV. — Su recogimiento y su respeto en la oración vocal . . . . . . . . . . . . . . . . . . <235>
V. — Su respeto a todas las cosas santas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <236>
§ 2. — Espíritu eclesiástico que siempre mostró el señor de La Salle . . . . . . . . <236>
Efectos que el espíritu eclesiástico produjo en el señor de La Salle . . . . . <236>
I. — Afición que tuvo desde la niñez a las funciones eclesiásticas . . . . . . . . . . <237>
II. — Su inclinación al retiro y al estudio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <238>
III. — Su cariño al seminario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <238>
IV. — Cuidado con que se prepara a las sagradas órdenes. Preséntase a recibirlas
por obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <238>
V. — Examina de nuevo las razones que le movían a abrazar el estado
eclesiástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <239>
VI. — Su abnegación en el servicio de la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <240>
VII. — Su espíritu de sacrificio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <240>
Sección primera:
Elevado concepto que se había formado nuestro santo sacerdote de la dignidad
y santidad de su estado, y su celo de la disciplina eclesiástica. . . . . . . . . . . . . <242>
I. — Cómo se aplica a adquirir la santidad de su estado . . . . . . . . . . . . . . . . . . <243>
II. — Cuidado con que evita familiarizarse con el altar y las cosas santas . . . . <243>
III. — Juicio que tenía formado de la dignidad del sacerdocio . . . . . . . . . . . . . <244>
IV. — Su parecer sobre el hábito eclesiástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <244>
Tomo - 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice 401

V. — Su regularidad en este punto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <244>


VI. — Su conducta llena de respeto y de mansedumbre para con los mayores
pecadores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <246>
VII. — Su respeto a todos los superiores eclesiásticos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <246>
Sección segunda:
Su amor a la santa virtud de la pureza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <248>
I. — Cuidado extraordinario que manifestó en todo tiempo por la conservación
de esta virtud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <248>
II. — Estando muy enfermo, prefirió levantarse para hablar con su abuela en el
recibidor, a que entrase ella en su celda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <249>
III. — Precauciones extraordinarias que tomaba para conservar sin mancha una
virtud tan delicada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <250>
IV. — Hasta dónde llegaba su delicadeza sobre este punto . . . . . . . . . . . . . . . . <252>
V. — Razones que inclinan a creer que el siervo de Dios murió virgen, en
opinión de quienes le trataron más y conocieron mejor . . . . . . . . . . . . . . . . <253>

Capítulo II: Extraordinaria confianza que el señor de La Salle tenía en


Dios; su admirable desasimiento y su confianza heroica en la divina
Providencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <254>
I. — Su confianza en Dios se manifestó en los mayores peligros y en las
mayores necesidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <254>
II. — Su desprendimiento de todas las cosas y su entrega en las manos de la
divina Providencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <254>
III. — Continuas ocasiones que se ofrecieron al señor de La Salle de ejercitar
esta virtud, al fundar el Instituto de los Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <255>
IV. — De dónde le venía esa gracia sublime que le hacía tan fácil la práctica de
la entrega total en las manos de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <256>
V. — Ensayo de esta entrega total: el santo sacerdote mendiga el pan . . . . . . . <257>
VI. — Juan Bautista de La Salle inspira con su ejemplo el mismo espíritu a sus
discípulos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <258>
VII. — Pruebas de su admirable desprendimiento de todo cuanto no es Dios. . <259>
VIII. — Pruebas con que Dios acrisola la confianza de su siervo en su divina
Providencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <262>
IX. — Hasta dónde llevó su confianza y resignación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <266>
X. — Lecciones que daba a sus discípulos sobre este artículo. . . . . . . . . . . . . . <268>

Capítulo III: Caridad del santo sacerdote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <269>


Artículo primero: Primera señal de la eminente caridad del señor de La Salle.
Su amor a Dios y a las cosas santas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <270>
§ 1. — Afición grande que sentía el señor de La Salle a la soledad, a la vida
oculta y al silencio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <271>
§ 2. — Amor extraordinario que tenía a la oración mental el Fundador de los
Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <277>
I. — Segunda señal del grande amor de Dios del santo: su espíritu de oración . <277>
II. — Efectos admirables del sublime espíritu de oración en el señor de La Salle. <280>
402 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

III. — Su asiduidad al rezo y a la oración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <280>


IV. — Cómo acudía a la oración en todas sus necesidades y en todas las
circunstancias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <281>
V. — Sentimiento que experimentaba cuando le distraían en la oración . . . . . . <284>
VI — Por qué no se puede dudar de la sublimidad de su oración . . . . . . . . . . . <284>
VII. — Cuidado que puso el señor de La Salle en apartar a sus discípulos de la
falsa espiritualidad de los quietistas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <286>
VIII. — Su celo en inspirarles el verdadero espíritu de oración . . . . . . . . . . . . <287
IX. — Estima en que tenía el método de oración y cuán necesario lo juzgaba . <288>
§ 3. — Recogimiento profundo y habitual del señor de La Salle en todo tiempo y
lugar, y su aplicación a pensar en Dios continua y familiarmente . . . . . . . . <290>
I. — Tercera señal de la eminente caridad de Juan Bautista de La Salle: su unión
con Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <290>
II. — De qué modo se ejercitaba en actuarse en la presencia de Dios . . . . . . . . <291>
III. — Costumbre que contrajo de andar constantemente en la presencia de Dios <292>
IV. — Con frecuencia parecía estar absorto en Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <293>
V. — Esta plenitud de Dios le volvía insípida cualquiera otra conversación. . . <293>
VI. — La pureza de su amor y de sus intenciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <294>
VII. — Cómo al aplicarse a vivir de puro amor no recomendaba menos la
práctica del temor de Dios y de sus castigos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <295>
VIII. — Como señal del amor de Dios, quería la práctica, las obras y los <296>
sacrificios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
IX. — Tenía por ilusión cualquier amor que no iba encaminado a la práctica . <297>
§ 4. — Sabiduría y discreción del fundador de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <298>
I. — Uno de los efectos maravillosos de su unión con Dios fue su sabiduría
sublime . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <298>
II. — Caracteres de la falsa sabiduría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <298>
III. — Los caracteres de la verdadera sabiduría descritos por el apóstol Santiago
se manifiestan en el Fundador de los Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <300>
IV. — Más pruebas de la sublime sabiduría del señor de La Salle . . . . . . . . . . <304>
V. — Su discernimiento de los espíritus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <306>
§ 5. — Admirable modestia del señor de La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <307>
I. — Otro efecto de su unión con Dios: su admirable modestia . . . . . . . . . . . . . <307>
II. — Elogio de esta virtud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <308>
III. — Su extensión a todo el hombre interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <308>
IV. — Cuán necesaria es esa virtud al sacerdote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <309>
V. — Reglas que dio a los Hermanos tocante a la modestia . . . . . . . . . . . . . . . <309>
VI. — Él las practicaba al pie de la letra y con mucha perfección. . . . . . . . . . . <310>
VII. —Su modestia en la iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <311>
VIII. — Efectos de su modestia en los que le veían . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <312>
IX. — Celo del santo sacerdote en inspirar a sus discípulos mucha modestia . . <312>
X. — Importancia particular que el santo sacerdote concedía a la modestia de los
ojos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <314>
XI. — Fruto que produjeron en los Hermanos las lecciones y los ejemplos de
modestia que les daba el señor de La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <315>
Tomo - 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice 403

§ 6. — La perfecta regularidad del Fundador de los Hermanos . . . . . . . . . . . . <316>


I. — Prueba de la eminente caridad del señor de La Salle para con Dios: su
perfecta regularidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <316>
II. — Estima y amor del señor de La Salle a esta virtud: maravillosos ejemplos
que dio de ella . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <317>
III. — Su fidelidad a la observancia de las reglas más pequeñas . . . . . . . . . . . . <320>
IV. — Instrucciones y observaciones que daba sobre la regularidad . . . . . . . . . <322>
V. — Instrucciones que les daba sobre este asunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <323>
VI. — Condiciones o cualidades de la regularidad que exigía. . . . . . . . . . . . . . <325>
VII. — Su firmeza en mantener la regularidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <326>
Artículo segundo: Segunda señal de la eminente caridad del señor de La Salle;
lo que obró por Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <332>
§ 1. — Celo de la gloria de Dios que tuvo este santo sacerdote . . . . . . . . . . . . . <333>
I. — Prueba de la caridad eminente del señor de La Salle: su celo ardiente de la
gloria de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <333>
II. — Lo que dicho celo le obligó a sufrir y emprender por Dios . . . . . . . . . . . <333>
III. — Caracteres del celo de san Pablo impresos en el señor de La Salle . . . . . <335>
IV. — Efectos que ese celo ardiente producía en el corazón del santo varón . . <336>
§ 2. — Celo de la salvación de las almas en le señor de La Salle . . . . . . . . . . . . <338>
Sección primera: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <338>
Celo incomparable y gracia particular del señor de La Salle para la conversión
de pecadores empedernidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <338>
I. — Maravilloso talento del señor de La Salle para convertir grandes pecadores <338>
II. — De dónde sacaba su influencia sobre los corazones endurecidos . . . . . . . <339>
III. — Conversión admirable de un malvado disfrazado de eclesiástico . . . . . . <340>
IV. — Lo que trabajó por convertir a un sacerdote soldado. . . . . . . . . . . . . . . . <341>
V. — Conversión de otro eclesiástico corrompido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <341>
VI. — Conversión de otro eclesiástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <345>
VII. — Conversión de un joven escocés de ingenio sutil y muy obstinado en su
falsa religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <345>
VIII. — Conversión más admirable aún de un joven clérigo notable . . . . . . . . <346>
IX. — Lo que el santo sacerdote hacía con los pecadores endurecidos para
mudar su corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <349>
X. — Conversión de otros desgraciados encenagados en el último grado de
perversión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <350>
XI. — Es consultado el santo sacerdote por su fama de convertir a los pecadores
extraordinarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <352>
Sección segunda:
Celo del señor de La Salle por la instrucción y educación cristiana de la
juventud desamparada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <354>
I. — Cualidades de su celo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <355>
1. El desinterés. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <355>
2. La generosidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <356>
3. Su constancia en las dificultades y en las contradicciones . . . . . . . . . . <357>
404 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

4. Cómo la ciencia regulaba su celo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <358>


5. Fue perseverante hasta el fin y casi contra toda esperanza de buen éxito. <361>
II. — Cuidado que tuvo el señor de La Salle de hacer de sus discípulos hombres
de fuego y llenos de celo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <361>
Sección tercera:
Celo del señor de La Salle por la santificación de los Hermanos . . . . . . . . . . <363>
I. — Por qué se aplica y consagra exclusivamente a la santificación de sus
discípulos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <363>
II — Medios que empleó para santificar a sus discípulos . . . . . . . . . . . . . . . . . <364>
Primer medio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <364>
Segundo medio de santificación: el noviciado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <365>
Tercer medio de santificación: la oración y la penitencia . . . . . . . . . . . . . <366>
III. — Ejemplo instructivo de un Hermano infiel a su vocación . . . . . . . . . . . . <369>
§ 3 — Caracteres de la caridad del señor de La Salle para con el prójimo y sobre
todo para con sus Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <370>
I. — Prueba de su amor de Dios: la caridad para con el prójimo . . . . . . . . . . . . <370>
II. — Caracteres de la caridad para con el prójimo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <371>
1. Fue cordial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <371>
2. Fue pura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <373>
3. Fue tierna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <375>
4. Fue generosa y fuerte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <376>
5. La caridad del señor de La Salle le impulsaba a obrar con mucha
sencillez. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <377>
§ 4. — Caridad heroica del señor de La Salle para con sus enemigos y
perseguidores, para soportar los defectos del prójimo y por su atención en
conservar la unión y concordia entre los Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <379>
I — Testimonio eficaz de su eminente caridad para con Dios: su amor heroico
para con sus enemigos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <379>
II. — El señor de La Salle siguió al pie de la letra y con perfección los preceptos
de Jesucristo sobre el amor a nuestros enemigos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <381>
III. — Ejemplos heroicos del perdón de los enemigos dados por el señor de La
Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <382>
IV. — Caracteres de la caridad del señor de La Salle según los describe san Pablo <387>
V. — Su cuidado en mantener la unión, sobre todo entre los Hermanos . . . . . . <388>
Artículo tercero: Tercera señal de la eminente caridad del señor de La Salle; sus
padecimientos y sacrificios por Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <391>
§ 1. — Admirable espíritu de pobreza del Fundador de los Hermanos . . . . . . . <391>
I. — Prueba demostrativa de su gran caridad para con Dios: el sacrificio de sus
bienes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <391>
II. — Su inclinación a la pobreza y generosidad en abrazarla . . . . . . . . . . . . . . <392>
III. — Caracteres de su pobreza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <393>
Primer carácter de la pobreza del señor de La Salle: es ignominiosa. . . . . <393>
Segundo carácter de su pobreza: es incómoda, y le sujeta a las más duras
necesidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <394>
IV. — Sus prácticas de pobreza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <395>
V. — Premio de su pobreza: el céntuplo en esta vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <399>
Tomo - 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice 405

§ 2. — Profunda humildad del señor de La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <402>


I. — Sacrificio de su honra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <402>
II. — Anonadamiento del santo varón y cómo lo consiguió. Las cinco cosas que
contribuyeron a ello . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <402>
1. La abyección del estado que eligió . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <402>
2. Los desprecios que en él soportó . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <403>
3. El estudio del conocimiento de sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <403>
4. La aplicación a humillarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <403>
Recibe con mucha paz las humillaciones que le acaecen . . . . . . . . . . . <404>
Cuánto le ofendían los honores que querían tributarle . . . . . . . . . . . . . <405>
5. La luz divina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <407>
III. — La pobreza y la oración mental le merecieron luces especiales para
conocerse. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <407>
IV. — Sus prácticas de humildad.
Primera : El olvido de sí mismo y el cuidado que ponía en que se olvidasen
de él . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <408>
Segunda: Procura este olvido en la mente de los otros. . . . . . . . . . . . . . . . . <408>
Tercera: Su vida oculta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <408>
Cuarta: Su horror a las alabanzas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <409>
Quinta: El cuidado que tomaba de parecer un simple Hermano . . . . . . . . . <409>
Sexta: Sus prácticas exteriores de humildad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <410>
Séptima: No hacía nada sin aconsejarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <410>
Octava: Es dirigido por un simple Hermano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <412>
Novena: Preferencia que daba a las personas de baja condición . . . . . . . . . <412>
Décima: Del empeño que ponía en practicar los oficios más bajos . . . . . . <412>
Undécima: Lo que hizo para descender al último lugar . . . . . . . . . . . . . . . . <412>
Duodécima: Su admirable silencio en medio de los ultrajes y calumnias . . <414>
Décimotercera: Cuidado que ponía en echarse a sí la culpa. . . . . . . . . . . . . <415>
Décimocuarta: Buscaba la sujeción y la dependencia . . . . . . . . . . . . . . . . . <417>
Décimoquinta: Cuánto gustaba de ser despreciado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <417>
§ 3. — Su espíritu de obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <423>
Sección primera: La doctrina y los sentimientos del señor de La Salle sobre la
obediencia y fundamentos de su necesidad, excelencia y ventajas . . . . . . . . . <423>
I. — Su doctrina y sus sentimientos acerca de la obediencia . . . . . . . . . . . . . . . <423>
La necesidad de obedecer se funda: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <423>
1. En la naturaleza de Dios y de la criatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <423>
2. En la necesidad del orden . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <424>
3. En la corrupción de la voluntad humana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <425>
4. En la alternativa de cumplir la voluntad de Dios o la del demonio . . . . <425>
5. En el interés del hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <426>
La obediencia obra la salvación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <426>
La obediencia atrae la gracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <426>
La obediencia constituye el fondo de la perfección. . . . . . . . . . . . . . . . <427>
6. La necesidad de la obediencia se funda en la esencia de las
Comunidades. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <429>
De la necesidad de la obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <429>
406 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Sección segunda: Extensión que el señor de La Salle da a la virtud de la


obediencia, condiciones y fundamentos en que la apoya . . . . . . . . . . . . . . . . . <430>
I. — Su doctrina y sentimientos sobre la extensión y caracteres de la verdadera
obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <430>
II. — Caracteres de la obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <432>
1. Ha de ser universal. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <432>
2. Ha de ser pronta y sin demora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <433>
3. Ha de ser generosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <435>
4. Ha de ser ciega. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <436>
5. Ha de ser interna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <437>
Sección tercera: Las prácticas de obediencia o la manera de ejercitarse que
enseñaba el señor de La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <439>
Modo de obedecer santamente reducido a la práctica, según el método del señor
de La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <439>
Intensidad de la obediencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <443>
Sección cuarta: Admirables ejemplos de obediencia que dio el señor de La Salle
durante su vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <444>
I. — Razones que muestran cuánta es la necesidad del espíritu de obediencia
entre los Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <445>
II. — Cómo el señor de La Salle fue toda su vida modelo de obediencia . . . . . <445>
III. — Su sumisión a las órdenes de la Providencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <446>
IV. —Su obediencia a los superiores eclesiásticos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <446>
V . — Obediencia a sus directores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <447>
VI. — Su obediencia a las reglas de la disciplina eclesiástica y a las de su
Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <448>
VII. — Su obediencia a las autoridades seglares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <449>
VIII. — Su espíritu de obediencia para con toda clase de personas. . . . . . . . . . <449>
IX. — Su admirable espíritu de obediencia daba libertad a ciertas personas que
se ufanaban de autoridad sobre él, y les estaba sujeto . . . . . . . . . . . . . . . . . <451>
§ 4 — Su espíritu de penitencia y de mortificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <451>
I. — Prueba demostrativa de su amor a Dios: sus penitencias y mortificaciones . <451>
II. — Por espíritu de penitencia recibía todas las aflicciones como justos
castigos de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <452>
III. — Cómo el espíritu de penitencia produjo en él el amor a las cruces y
padecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <453>
IV. — Dureza con que el señor de La Salle trataba su cuerpo . . . . . . . . . . . . . . <454>
V. — Profesión de penitente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <459>
VI. — Cuidado que ponía en mortificar todos sus sentidos, en especial la vista y
el gusto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <460>
VII. — Del cuidado que ponía en la mortificación interior y extensión que le
daba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <463>
1. Su aplicación en mortificar el mal genio y las inclinaciones naturales . <463>
2. Cuidado con que mortificaba el espíritu propio . . . . . . . . . . . . . . . . . . <464>
3. Admirable mortificación del juicio propio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <464>
4. De la propia voluntad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <465>
5. Del amor propio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <465>
Tomo - 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice 407

§ 5. — Su paciencia y mansedumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <466>


I. — Testimonio de la eminente caridad del señor de La Salle para con Dios: el
amor a los padecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <466>
II. — Ejercicio continuo de paciencia que le ocasionó la fundación y
conservación de su Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <467>
III. — El mayor ejercicio de paciencia fue respecto de los bienes y males de su
Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <467>
IV. — Algunos ejemplos más de la paciencia del santo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . <468>
V. — Admirable mansedumbre del siervo de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <474>
VI. — Caracteres de la mansedumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <474>
VII. — Principios de esa incomparable mansedumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <475>
VIII. — Extraordinarios efectos de su mansedumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <476>
IX. — Cómo el siervo de Dios conciliaba la firmeza con la mansedumbre. . . . <476>
X. — Sus prácticas de mansedumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <478>

Capítulo IV: Amor del señor de La Salle a Nuestro Señor Jesucristo . . <481>
I. — Caracteres de su amor a Jesucristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <481>
II. — Su recurso continuo a Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <482>
III. — Su unión constante con Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <482>
IV. — Del cuidado que ponía en imitar a Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <483>
V. — Su ardiente deseo y sumo empeño de asemejarse a Cristo . . . . . . . . . . . . <483>

Capítulo V: Devoción del señor de La Salle a la Santísima Virgen, San


José, San Miguel, los Santos Ángeles y algunos otros santos . . . . . . . . . <487>
I. — Resumen de las razones que demuestran ser inseparable el amor a María
del amor a Jesús . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <487>
II. — Su celo de la devoción a la Santísima Virgen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <488>
III. — De las prácticas de devoción con que obsequiaba a la Virgen Santísima <489>
IV. — Devoción del siervo de Dios a los demás santos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <491>

Capítulo VI: Algunos hechos que parecen ser milagrosos, acaecidos


antes y después de la muerte del señor de La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . <494>

Capítulo VII: Conclusión de esta historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <499>


Retrato interior del señor de La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <499>

Aprobación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <502>

Índice. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <503>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 409

COMPLEMENTOS DEL TOMO II DE BLAIN


Cahier Lasallien n. 8, páginas 1 a 123 y siguientes, a
continuación de la página 502

<2b-1...>

Compendio de la Vida de algunos Hermanos del Instituto de las Escuelas Cristianas


fallecidos en olor de santidad
Compendio de la vida del Hermano Bartolomé, primer Superior General
Hermano Jean-Henry, Juan Enrique
Hermano Paris, José
Hermano Dominique, Domingo
Hermano Luis
Hermano Estanislao
Relato de algunas cosas muy instructivas y edificantes que no se incluyeron en la
historia de la vida del señor De La Salle y de sus primeros discípulos
<3-1>
Relato de la forma en que el cuerpo del señor DE LA SALLE, inhumado en la
parroquia de San Severo, barrio de Ruán fue trasladado el 16 de julio de 1734
<4-1a>
Carta del autor de la vida del señor De La Salle al Hermano Superior del Instituto de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas
Carta del Hermano Superior del Instituto de los Hermanos de kas Escuelas Cristianas
al Hermano Director de la Casa de...
<4-4b>
Extracto de una carta escrita por el Sr. GUYART, canónigo de Nuestra Señora de
Laón.
Otra carta del Sr. DE TRUCHIS, canónigo de Nuestra Señora de Chartres
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 411

<2b-1>

COMPENDIO
de la Vida de algunos Hermanos del Instituto de las Escuelas Cristianas
fallecidos en olor de santidad

PREFACIO
La norma que se sigue de no adelantar nada sobre el testimonio de
quienes han visto con sus ojos y oído con sus orejas, obliga a hacer en
pocas palabras el relato de las virtudes de algunos discípulos del señor
De La Salle, cuya vida fue el buen olor de Jesucristo.

El fervor en los primeros años del Instituto de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas era tan grande, los ejemplos de virtud eran tan heroicos y frecuentes en la
persona de su fundador, y el celo de sus primeros discípulos para imitarle era tan
ardiente, que sólo la virtud deslumbrante se dejaba notar. De ahí el olvido que se ha
dado entre ellos de las virtudes mediocres y de los hombres poco distinguidos en
virtud. También de eso proviene el olvido de numerosos actos de extraordinaria
virtud en sí mismos, pero que se consideraban como ordinarios y comunes por su gran
número, y por las muchas personas que daban ejemplo de ellos. Por otro lado, el
estado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas no permitía que residieran siempre
juntos, o mucho tiempo, por la necesidad que conlleva de separarlos y hacerlos
pasajeros en las escuelas de regiones distintas y alejadas, y por eso los que más se
distinguieron en la carrera de la perfección se quedaron con frecuencia sin los testigos
de su santa vida, de modo que ahora no sabe uno a quién dirigirse para recabar
información. Incluso, habiendo fallecido ya la mayoría de estos testigos, y los otros
estando dispersados, ya no es posible recoger testimonios. Lo poco que se dirá
permitirá juzgar de lo demás. El día del Señor nos revelará mucho más. Dios tiene sus
designios cuando no nos muestra todo lo que podríamos y querríamos conocer de la
vida de sus almas escogidas, a las que Él guió al cielo por la vía estrecha.
Tampoco ha sido por casualidad que conozcamos tan pocas cosas de la vida de los
patriarcas, de los profetas y de los hombres ilustres en santidad que ha precedido la
ley de gracia. La divina
<2b-2>
412 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Providencia ha dejado incluso en el olvido, la vida de un número infinito de santos


que corrieron por los caminos de la perfección, siguiendo las huellas de su divino
maestro. En el cielo hay una multitud innumerable de santos de ambos sexos, y de
todos los estados, cuyo nombre y vida también ignoramos. Lo poco que sabemos de
la vida de los fundadores de nuestra religión, esto es, de los apóstoles, nos lleva a
lamentar lo que no conocemos y que tanto interés tendríamos en conocer. Si el Nuevo
Testamento nos muestra una parte de lo que hicieron san Pedro, san Pablo y san Juan,
de los demás discípulos del Señor casi nos dice sólo el nombre; y lo que resulta
extraño es que este silencio se extiende incluso a la más santa de las criaturas. Lo poco
que el Espíritu Santo nos dice de la vida y de las acciones de aquella a la que hizo
abismo de gracias y de santidad, nos obliga a querer ignorar lo que Él ha querido
ocultarnos. Después de todo, si hemos perdido el conocimiento de las vidas de una
infinidad de santos, nos quedan, con todo, un número bastante grande de ellas, y más
de las que se necesitarían para enseñarnos a llegar a ser santos. Buena parte de los
relatos que siguen hubieran encontrado su lugar en la vida del señor De La Salle, pues
varias de las personas a quienes se refieren fallecieron antes que él; pero como yo no
disponía de las Memorias cuando escribía la historia de su vida, quiero suplir aquellas
omisiones con lo que sigue.
<2b-3>

COMPENDIO DE LA VIDA DEL HERMANO BARTOLOMÉ,


PRIMER SUPERIOR GENERAL DE LA SOCIEDAD
DE LOS HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS
DESPUÉS DEL SEÑOR DE LA SALLE

Es justo que en este breve compendio de Vidas de algunos discípulos del señor De
La Salle demos la preeminencia a quien fue su sucesor en el gobierno del Instituto, y
que convertido en superior del santo varón, se consideró siempre como su humilde
discípulo. Si se tratase aquí de hacer sólo el elogio del Hermano Bartolomé, bastaría
decir que fue el hijo más apegado a su padre, el discípulo más sumiso a su maestro y la
imagen más perfecta del santo fundador. Se vio honrado con su mayor confianza, fue
depositario de sus secretos más ocultos, compañero casi inseparable de su persona y
testigo familiar de su proceder. Llegó a ser el primer heredero de su autoridad después
de haber recibido las primicias y la plenitud de su espíritu. Ejerció la autoridad con
tanta perfección que los Hermanos no creían haber perdido a su padre, ya que poseían
a este hijo que tan bien se le parecía y que le representaba perfectamente. Era el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 413

Hermano Bartolomé a quien el señor De La Salle comunicaba su corazón, declaraba


sus proyectos, confiaba sus penas y tristezas, y a quien pedía consejo. Le hacía
participar en el gobierno y compartía con él la autoridad. Después de haber intentado
varias veces dejarle totalmente el cargo, se lo dejó de hecho cuando se retiró a la
Provenza. Y, en fin, cuando regresó logró cumplir su gran deseo de ponerse a los pies
del Hermano Bartolomé, logrando que fuera elegido para su puesto.
<2b-4>
En este compendio mantendremos el mismo orden que en la Vida del señor De La
Salle. En el primer capítulo daremos la historia de la vida y de la muerte del Hermano
Bartolomé, y en el segundo hablaremos de sus virtudes.

CAPÍTULO I

Que contiene la historia de la vida del Hermano Bartolomé

1. Su nacimiento y su familia
El Hermano Bartolomé, nacido de una familia humilde y sin brillo, no tuvo nada de
grande ante el mundo sino su virtud. Sus padres eran pobres pero temerosos de Dios,
y petenecían al número de personas de quienes la Sagrada Escritura llama sencillas,
justas y rectas de corazón. El padre realizaba por empleo lo que el hijo hizo en su vida
por vocación: era maestro de escuela, pero maestro de escuela cristiana; pues si al
estar obligado a vivir de su empleo no podía ofrecer sus servicios de forma gratuita,
los hacía santificantes, ejerciendo el trabajo con piedad y tratando de inspirar el temor
de Dios a los que acudían a recibir sus lecciones. Esta disposición, tan necesaria a
quienes instruyen a la juventud, y tan rara, sin embargo, en quienes la ejercen como
mercenarios, le conquistaba la confianza de los habitantes del lugar donde vivía. Era
estimado y considerado; con plena confianza le encomendaban la instrucción de una
infancia que guarda sus primeras impresiones, tanto para el bien como para el mal,
desde que recibe las primeras enseñanzas o desde que contempla los primeros
ejemplos. Su madre, semejante a su marido, era una de aquellas mujeres prudentes
que hacen la dicha del hombre y que Dios le promete en la Escritura como
recompensa de su virtud, o como don de su pura liberalidad: piadosa, modesta,
tranquila, amiga de la paz y de la unión; ella hacía las delicias y la riqueza de quien la
poseía, y vivía con él sin ruido, sin disputas, e igualmente respetada tanto dentro
como fuera de la casa.
El fruto de su matrimonio fueron dos niños gemelos, herederos ambos de su virtud,
que era la única riqueza que tenían que esperar.
414 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

El hijo de quien hablamos, llamado José en el bautismo, tuvo durante toda su vida
tierna devoción hacia su santo patrono. Nació el 11 de febrero de 1678 en una
localidad llamada Saint, de la diócesis de Cambrai.
Su padre, de apellido Truffet, que no poseía otros bienes que dejarle, le dio en
herencia su piedad, que tuvo mucho cuidado de que la recibiese con la leche con que
fue amamantado y de educarlo en el temor del Señor. Antes de que el niño aprendiese
a hablar, el padre le enseñó lo que un cristiano debe saber, y cultivó con diligencia
aquella tierra que no tarda en producir el fruto de los vicios o de las virtudes, según lo
que en ella se siembre.
El buen padre no sembraba en tierra ingrata; encontraba en su hijo un corazón
preparado por la gracia que sólo mostraba inclinación hacia el bien, y una docilidad
adecuada para recibir las huellas de las más alta virtud. De ese modo, el niño crecía a
sus ojos en edad y en piedad. Ayudado, como parece, por el Señor con las bendiciones
de su dulzura, sólo se mostraba en él la repugnancia por el mal y su inclinación al
servicio de Dios. Siendo sumiso con sus padres, constituía sus delicias, era manso y
bondadoso por carácter, se mostraba amable
<2b-5>
con todo el mundo; inclinado a la oración y modesto en la iglesia, servía de modelo
para todos sus compañeros.

2. Estudia y se consagra al estado eclesiástico


El joven José parecía que había nacido para las Letras y para la piedad, y después
de haber recibido los primeros elementos del aprendizaje, fue enviado a Douay, al
colegio de los padres jesuitas, donde siguió con éxito las primeras clases y luego pasó
a estudiar la Filosofía.
Sus padres le destinaban al estado eclesiástico, y él también lo deseaba, pues todas
sus inclinaciones le llevaban hacia el santuario. Le gustaba la oración, el canto
gregoriano y las ceremonias de la Iglesia. Su atracción por las funciones sagradas le
incrementaban el gusto por ellas, y ninguna otra cosa ganaba su interés. De ese modo,
encantado de encontrar los deseos de su padre coincidentes con los suyos, y pensando
que esa concordancia eran señales de su vocación, no pensó en otra cosa que en
prepararse con fervientes oraciones a su consagración al servicio de los altares.
Se instruyó sobre los deberes y obligaciones eclesiásticas, de los que hizo un
estudio serio, y se presentó a la tonsura; la recibió con tanta piedad que al salir de las
manos del obispo parecía que se había despojado del hombre viejo y se había
revestido del nuevo, creado según Dios en justicia y santidad. Desde este día fue
asiduo a los actos de la parroquia y al servicio divino, y huía con cuidado de las
ocasiones de disipación, y con mucha más vigilancia del encuentro con compañeros
de conducta poco regulada. Estaba persuadido de que el mayor escollo para la virtud
naciente es el mal ejemplo, y que uno no puede defenderse durante mucho tiempo
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 415

cuando el vicio está próximo. Si la virtud más sólida y más veterana tiene motivo para
temblar en su presencia, la experiencia demuestra que el contagio con el mismo es el
tropiezo más funesto, en el que la virtud que comienza llega a fracasar, y que no se
tarda mucho en llegar a ser como aquellos a quienes se frecuenta. El mal se aprende
fácilmente en medio de quienes lo practican; y no se tarda mucho en cometerlo
cuando se lo ha conocido. El contagio del vicio, semejante a la peste, hace rápidos
progresos en el corazón de quienes lo ven. En cuanto uno es testigo del mismo, se
hace culpable, sobre todo en los primeros años de la vida.

3. Se siente movido a abandonar el mundo


El joven José, que estaba muy atento a defenderse de las malicias del mal ejemplo y
que cuidaba mucho apartarse de las tentaciones que conllevan las compañías
peligrosas, pues su inocencia se alarmaba ante los mínimos peligros, pensó que
todavía no estaba bien segura, a pesar de todas sus precauciones, mientras quedase
expuesta en medio del mundo. Él mismo era testigo de los peligros que la virtud
afronta en él, y no podía disimular ni las persecuciones que sufre ni las trampas que se
la tienden, sentía un ardiente deseo de salvaguardarla en alguna comunidad santa.
Con todo, para preservarse de la ligereza natural de las personas de su edad, y para
que su deseo no fuese de aquellos que san Pablo llama juvenilia desideria, deseos de
juventud, que se desvanecen con la misma facilidad con que se conciben, o que se
llevan a cabo con la misma imprudencia con que se piensan, no precipitó nada, con el
fin de tener tiempo para examinar su deseo y hacerlo examinar, y discernir cuál era el
espíritu que le inspiraba; por eso, pues, continuó su curso de Filosofía.
Cuando lo acabó, sus maestros, que le consideraban como un joven clérigo de
mucha esperanza, que corría tanto por el camino de la virtud como por el de la
ciencia, le aconsejaron que comenzara la Teología. Así lo hizo, aunque con cierta
pena, pues él pensaba menos en llegar a ser sabio que en llegar a ser santo. Con todo,
como la teología es la ciencia de Dios y de su Hijo Jesucristo,
<2b-6>
al estudiar la naturaleza y las perfecciones del Ser inmutable, eterno e infinito, sus
obras y sus beneficios, que le hacen infinitamente amable, aprendió a amarle más
estudiando los misterios del Hombre-Dios, sus virtudes y sus ejemplos, y formó el
generoso plan de imitarlo y terminar todos sus estudios con el del Libro de los
Elegidos, que es Jesucristo crucificado. Pero cada vez más se convencía de que el
mundo es enemigo de esta ciencia divina, y que no es lugar adecuado para adquirirla,
y tomó la decisión de salir de él y buscar un lugar donde el fervor, la austeridad y el
buen ejemplo pudieran sostener su buena voluntad, y situarle entre los hijos del
Calvario.
416 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

4. Vanos esfuerzos que hicieron sus padres para apartarle


de su propósito
Por muy secreto que fuera su designio, se traicionó a sí mismo al mostrar menos
ardor por el estudio y más inclinación hacia el retiro. Los maestros que le daban clase,
al advertirlo, leyeron las disposiciones que tenía en su corazón. Se avisó de ello a sus
padres, que se alarmaron. De todo echaron mano para retener a su hijo: ruegos,
lágrimas y muestras de cariño, pues le consideraban como el recurso futuro de su
familia y el apoyo de su vejez. En esta situación el interés y el amor se unían para dar
elocuencia a unos padres que creían que perderían todo si perdían a este hijo, y
emplearon todas las razones que ambas pasiones suelen proporcionar para
persuadirle a que siguiera en el estado eclesiástico, y que no les arrebatara a la vez la
ayuda de su ministerio y la dulzura de su presencia. Pero fue en vano, pues el joven,
comparando ambos intereses, prefirió los de su alma a los de su familia. Lo único
necesario le pareció que era lo que tenía que merecer su atención. Además, estaba
convencido de que ganar el mundo entero, según la palabra de Jesucristo, no podría
compensarle por la pérdida de su salvación; por lo cual abandonó a los cuidados de la
divina Providencia a aquellos que le habían dado la vida, con la esperanza de que ella
proveería a su subsistencia, y que aquellos padres, cuyo hijo les dejaba para buscar
sólo el Reino de Dios, encontrarían un recurso abundante para sus necesidades en
Aquel que escucha el grito de los pajarillos.
El padre, extrañado por la resolución de su hijo, empleó otro recurso para
doblegarle. Aparentando estar escandalizado tanto por su ingratitud como por su
dureza, le reprochó ambos pecados, y trató de culpabilizarle de ellos, y también de
injusticia y del abandono de sus padres, que además de haberle dado la vida habían
agotado sus recursos para sostener sus estudios. Este reproche era tanto más hiriente
en cuanto que era verdad; y así, pensó en hacer fracasar los planes del joven. Para
hacerlo más eficaz, el padre logró que todos los parientes y amigos le repitiesen este
argumento, pues reunidos, pidieron al joven José que faltase a su fidelidad al Espíritu
Santo, con el pretexto de que no debería mirar como algo procedente de Dios un
designio que tenía aspectos evidentes de ser injusto, y además ofensivo e ingrato para
con sus padres.
La dificultad de nuestro joven José no fue pequeña. El temor de pintar la apariencia
de la renuncia evangélica con la imprudencia y la temeridad, paró su decisión y le
obligó a recurrir de nuevo a la oración. Cuanto más consultaba a Dios y más invocaba
a su divino Espíritu, tanto más inclinado se sentía a abandonar el mundo. Aquella
palabra Sal de en medio de Babilonia, se dejaba escuchar en el fondo de su alma, y le
avisaba de que no podría ponerse a cubierto de los peligros del mundo sino por la
huida y el destierro voluntario. Las palabras de Jesucristo:
<2b-7>
Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí, expuestas ante
sus ojos, le dejaban admirado y escandalizado ante sí mismo, porque advertía su
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 417

titubeo entre preferir el amor al Creador o a la criatura. Por eso, confuso por igual por
la ternura de su corazón y por la atracción de su espíritu, se apresuró a olvidar la casa
paterna y tomar el camino hacia el Desierto.

5. Va a la Trapa, pero no es recibido en ella


El lugar a donde se retiró, célebre con el nombre de Trapa, era en aquel momento,
como lo es también hoy, el milagro de la Iglesia y el espejo del primitivo fervor del
estado monástico, bajo la dirección de su nuevo Bernardo, Don Jean Hermant le
Boutillier de Rancé, que aún vivía.
Al ingreso en esta casa, que muy podría llevar el nombre de prisión, como san Juan
Clímaco llama a un famoso monasterio de penitentes, que es tanto el horror de la
naturaleza como el honor de la Iglesia, por las austeridades que en ella se practican,
nuestro joven clérigo se quedó perplejo, asustado y en lucha consigo mismo, por el
temor de no poder afrontar un género de vida que parecía tan superior a la debilidad
humana. Su complexión débil y delicada le incrementaba la dificultad, y endurecía el
combate al aumentar la poca certeza. Comenzó a perder la esperanza de encontrar
fuerzas suficientes en su temperamento para llevar un yugo tan pesado, o las gracias
necesarias en ese nuevo estado para hacerlo más suave y ligero.
Con todo, su ánimo, sin negarse a ello, luchaba contra la naturaleza alarmada, por
decirlo así, y para fortificarla recurría a todas las miras de fe que le habían dado valor
en las dificultades pasadas y que bastaban para sostenerle en la situación presente.
Así, pues, esperando contra toda esperanza, y sordo a los gritos de la naturaleza,
expuso al santo abad el motivo de su viaje, y le rogó que le admitiera entre sus
hombres crucificados, cuya cabeza era.
El hombre de Dios, que poseía en grado extremo el don de discernimiento, le
respondió sin dudar, como si hubiera tenido una revelación, que Dios no le llamaba a
la Trapa, y que el rigor de la Regla era superior a sus fuerzas. Este parón decisivo
chocó al joven eclesiástico que necesitaba toda su generosidad para hacer una
petición que la naturaleza desmentía en él. Se sintió consternado, como si hubiese
visto cerrada la puerta del paraíso. El dolor se reflejó en su rostro, y la tristeza, unida
al silencio, dio a entender al santo abad que el joven sentía profundamente un rechazo
tan positivo. Al señor de Rancé le impresionó, y para consolar al postulante le dijo
que Dios le destinaba a otro estado; y después de manifestarle su pesar por no poderle
contentar, le despidió con su habitual bondad.
El joven clérigo, con unas disposiciones muy contrarias a las del joven del
Evangelio, que no se decidió a cambiar sus bienes con la pobreza de Jesucristo, se fue
triste y afligido porque no había podido obtener plaza entre los habitantes de la nueva
tebaida, pero la continuación le mostró la verdad de lo que le había dicho el célebre
abad de Rancé, que Dios tenía otras miras sobre él. Éstas se irán abriendo de forma
insensible ante él, y le mostrarán que Dios le reservaba para otro estado casi tan
418 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

penitente como el de la Trapa, pero mucho más abyecto. El fruto que sacó de aquella
ilustre escuela de penitencia fue un nuevo deseo de encontrar este género de modelos
que imitar, parecidos a los que acababa de contemplar.
Obligado a dejar la Trapa, buscó por doquier este nuevo modelo, y no quedó
satisfecho hasta encontrarlo, que fue en la nueva comunidad del señor De La Salle,
donde quedó sorprendido
<2b-8>
y admirado de poder seguir el plan de penitencia que se había trazado; pero la mano
de Dios no le guió a ella de forma inmediata. Al salir de la Trapa entró en una casa
muy diferente, el Priorato de Canónigos Regulares, cuyo prior deseaba tanto la
reforma como sus religiosos la temían. El nuevo enviado, que al prior le pareció un
hombre capaz de secundar sus piadosos planes, fue recibido como enviado del cielo.
Del mismo gusto y con el mismo espíritu, intentaban ya con ejemplos comunes
reproducir la antigua regularidad y el primitivo fervor, cuando el plan se deshizo casi
al mismo tiempo en que fue concebido; pues los religiosos antiguos, amigos de la
vida libre y relajada, obtuvieron de los primeros superiores que el noviciado se
suprimiera. De este modo, nuestro joven eclesiástico, recién entrado por una puerta,
fue arrojado por otra. El prior, desalentado al ver fracasar sus piadosos proyectos,
propuso otro camino a su novicio, a quien consideraba como persona de grandes
esperanzas, y adecuado para favorecer el plan de una reforma. Le propuso ir a otra
casa, de disciplina más mitigada que la suya, donde habría posibilidades de introducir
el cambio. Pero esta propuesta no satisfizo al hombre que buscaba más fervor, y que
se consideraba incapaz de resucitar algo que ya estaba apagado. Es lo que replicó al
prior, que se vio forzado a permitir que se fuera, aunque con mucho sentimiento, pues
con esta retirada veía cómo fracasaban todos sus planes de reforma.

6. Oye hablar del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas


y siente que su corazón se inclina por esta vocación
Mientras el joven clérigo, ya casi sin esperanzas de encontrar el lugar apropiado
para satisfacer sus deseos de perfección y ejecutar el plan que había concebido,
permanecía titubeante e inquieto por el camino que debería seguir, fue entonces
cuando la divina Providencia, que todo lo dirige a sus fines por sendas tan infalibles
como impenetrables, hizo llegar a sus oídos noticias sobre el Instituto de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas.
En el cuadro que le trazaron de una sociedad naciente, dedicada a la instrucción y a
la educación de la juventud más pobre y abandonada, con una vida evangélica en
cuantos la componían, y gente que, a ejemplo de los Apóstoles, sembraban con
lágrimas y sólo cosechaban sobre la tierra oprobios y desprecios, comenzó a respirar
y a esperar que fuera de la Trapa podría encontrar lo que había ido buscando: una vida
crucificada y el fervor de los primeros cristianos. Así, intrigado por la curiosidad,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 419

quiso saber detalladamente el género de vida de este nuevo Instituto, y a quién había
que solicitar la entrada. Se informó, y supo que si él tenía por la mortificación, la
pobreza, las injurias y las ignominias la inclinación que inspira el Evangelio, podría
satisfacerla en la nueva Congregación. El relato que de ella le hicieron, a pesar de lo
horroroso como era para la naturaleza, le ensanchó el corazón. Al mismo tiempo oyó
una voz secreta que, tal como lo relató él mismo, le decía: He ahí el lugar a donde
Dios te llama. Fiel a la voluntad de Dios, sin atender a la carne ni a la sangre, corrió, a
ejemplo de san Pablo, hacia donde le llamaba la gracia, tomando el camino de París.
Pero mientras caminaba a grandes pasos, se apoderó de él una profunda tristeza, que
sólo podía venir del demonio, y poco faltó para que le hiciera volverse atrás.

7. Tentaciones que soportó en este asunto


Entonces, las más negras ideas, formando como una especie de sombra nocturna en
su espíritu, le mostraban que el retrato que tan hermoso le había parecido eran
solamente
<2b-9>
horrores. Todo se estremecía en él. Su imaginación le mostraba una muerte próxima o
una vida peor aún que la muerte. La naturaleza, amenazada con un prolongado
martirio de penitencia, se estremecía a medida que se aproximaba al lugar donde
debería ser inmolada. Oigámosle a él mismo relatar la situación en que su corazón se
encontraba en aquel momento. «Esta forma de vida —dice—, que al comienzo me
había parecido tan agradable, me parecía de repente insoportable. Este completo
despojo de todas las cosas, esta perfecta dependencia, esta profesión pública del
desprecio del mundo, este estado de abyección que me habían pintado, golpearon tan
fuertemente mi imaginación, que no creí poderme sacrificar hasta aquel punto. El
tentador, aprovechando mi debilidad, no se contentó con eso. Haciéndome ver en
espíritu a aquellos Hermanos, usaba este lenguaje: «Guárdate bien de sumarte a ellos;
pues si tu débil complexión no te ha permitido estar en la Trapa, qué esperanza puedes
tener de permanecer en un lugar donde la vida es una verdadera muerte, por el
empeño que se tiene de morir a sí mismo. Un tosco hábito, a menudo lleno de
remiendos, les cubre el cuerpo, y su alimentación se corresponde con el vestido. Y lo
que es realmente insoportable es que allí viven en una especie de sacrificio y en
sujeción constante». Tales eran los pensamientos de mi mente y la agitación de mi
corazón, cuando me daba prisa para ir a abrazar este estado pobre y humilde. Estuve,
incluso, muy desanimado y a punto de abandonar mi empresa; pero me encomendé a
Dios y retomé ánimo, y me decía a mí mismo reprochándome mi poquedad: ¿Dónde
está, pues, tu primer fervor que te impulsaba a entregarte a Dios en una de las órdenes
más austeras? ¡Cómo!, ¿te espantas antes de haber tomado las armas para luchar?
¡Vaya flojedad! ¡Vaya con el flojo!, ¡vaya con el flojo!».
Así fue como, al final, salió victorioso de la tentación, casi cuando estaba llegando
a París. Entonces, ya recobrado y dueño de sí mismo, libre para escuchar la voz de
420 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Dios, toda su premura fue ir a buscar a su Ananías. Lo encontró y fue recibido con la
caridad que le era habitual.

8. Su ingreso en el Noviciado
Cuando el siervo de Jesucristo se vio en la casa de los Hermanos, su gozo, mayor
aún de lo que había sido su tristeza, le hizo sentir que estaba en el lugar a donde Dios
le llamaba, y que era, por fin, el momento de realizar el plan de perfección que se
había propuesto. Su ingreso en el Noviciado le enseñó que no había entrado en un
lugar de descanso, sino en un campo de batalla. Allí puso su plaza de armas, y no
pensó sino en combatir a los tres enemigos del hombre: el mundo, el demonio y la
carne; de ese modo llegó a ser en seguida el modelo de los demás. El fervor, la
mortificación, la modestia, la regularidad, el silencio, el recogimiento, la mansedumbre y
la docilidad de aquel recién llegado, aleccionaban a los novicios más adelantados,
que podían seguir sus pasos caminando con más rapidez por las vías espinosas de la
perfección, y que tenían en él un capitán, que aunque era el último llegado, era el
primero en la marcha.
El yugo del Señor, que el demonio había presentado al soldado de Jesucristo como
un peso agotador, le pareció al principio tan dulce que creyó hallarse en el paraíso
terrenal; pero el demonio no le permitió gozar de sus delicias durante mucho tiempo,
pues igual que hizo con Adán en el Edén, a quien tentó y consiguió arrojarle de él,
tampoco dejó durante mucho tiempo tranquilo a este fervoroso novicio, e hizo todos
sus esfuerzos para sacarle de un lugar en el que se hacía
<2b-10>
más formidable cada día. La oración y la apertura de corazón fueron los recursos del
novicio contra la tentación, y vio que se disipaba, al menos por algún tiempo, al
recurrir a Dios con fervor y descubriendo su pena con humildad y candor a quien
ocupaba para él el lugar de Dios.
Durante este tiempo de calma, continuado en seguida por furiosas tempestades
contra su vocación, recibió el hábito de Hermano con tanta alegría como miedo tuvo
al principio, y consideró como insigne honor llevar las libreas de la pobreza, a
ejemplo de quien siendo la fuente de todos los bienes, desposó nuestra indigencia,
como dice san Pablo. Este hábito, considerado en aquel momento como hábito de
ignominia, lejos de causarle vergüenza, convirtiéndose para él en una lección de amor
a los desprecios y a los oprobios, le enseñaba a recogerlos con santa avidez. Parece
que, tratándose de un vestido de gloria, se podría decir con el profeta: Me regocijaré
en el Señor, y mi alma, impregnada de dulzura, saltará de gozo en su Dios, porque me
ha revestido del hábito de la salvación, y envuelto en un vestido de justicia, y que me
ha adornado como esposo que lleva la corona sobre su cabeza, y como esposa
adornada de collares de perlas y de piedras preciosas.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 421

El nombre de Bartolomé, que se le dio, fue otra lección que le instruyó sobre lo que
tenía que hacer bajo este nuevo hábito, si quería sacar de él el fruto y merecer la
recompensa. Esta lección le enseñaba que el Instituto naciente sólo quería personas
dispuestas a sufrir en el alma el martirio que el santo apóstol había sufrido en su
cuerpo, es decir, hombres que tuviesen el coraje de despojarse, o más bien, de
arrancarse, según la expresión de san Pablo, del hombre viejo para revestirse del
nuevo; suplicio que realmente no tiene nada de sangriento, según lo advierte san
Bernardo, pero al cual hacen más cruel la duración y la dificultad. Sólo saben lo que
eso cuesta quienes se aplican a morir plenamente a sí mismos y a vencer con generosa
y continua mortificación todos los instintos de la naturaleza y las sorpresas del amor
propio. La víctima tiene siempre el cuchillo en la garganta, y es inmolada en todo
momento, sin recibir ningún golpe mortal, y está siempre viva y siempre agonizante,
y prueba lo que dice un santo doctor de la Iglesia, que la vida de un cristiano perfecto
es una cruz y un martirio continuo. Nuestro novicio tuvo experiencia de ello. Para
llevar con justo derecho el nombre de Bartolomé, quiso imitar el martirio del santo
apóstol, y se entregó sin reserva y sin descanso al combate contra la carne y los
sentidos, contra los vicios y las pasiones, contra las repugnancias y las inclinaciones
naturales.
Semejante violencia contra la naturaleza, haciendo sentir al fervoroso discípulo del
señor De La Salle todo lo que la mortificación tiene de horroroso, no podía durar
demasiado tiempo sin que manifestase sus quejas, que fueron los gritos de la carne,
forzada hasta el extremo, que parecieron despertar al enemigo y renovar todas sus
tentaciones.

9. Sufre nuevas tentaciones


¡Qué no le sugirió el demonio contra el hábito que vestía, contra la vida que llevaba
y, sobre todo, contra la guerra que él se hacía! Para hacer más horrorosos al novicio
los cuadros que le había presentado sobre el naciente Instituto, añadió nuevas
pinceladas, y trató de convencerle de que saliera cuanto antes de una tierra que
parecía devorar a sus habitantes. El diablo hablaba, pero no se le escuchaba. El
novicio, acostumbrado a oírle apoyar las quejas de la naturaleza, encontró en la
oración, en la sencillez y en la apertura de corazón a su superior
<2b-11>
las armas victoriosas para castigarlo. No pasó mucho tiempo sin que volviera a la
carga. Tratando de encontrar en la débil complexión del novicio razones especiosas
contra una vida tan pobre y tan dura, encontraba todo tipo de armas contra su
vocación; y con su empeño por convencerle que podría soportar menos este nuevo
tipo de vida que el de la Trapa, algunas veces le desanimaba y le ponía a punto de
sucumbir. A ese punto, el novicio elevaba sus ojos al cielo, y prosternado ante Dios,
confuso de su debilidad, invocaba la ayuda del Todopoderoso. Al sentirse más fuerte
con esta humilde confesión de su miseria, y por la gracia que sigue a la oración, fue a
422 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

abrir su alma al regazo del señor De La Salle, manifestándole la fuerza de la


tentación, el sentimiento de su debilidad y el peligro en que se hallaba de sucumbir. El
santo varón, después de haberle consolado y de haberle dado nuevas instrucciones
para salir victorioso de aquel combate, rezó e hizo rezar por él. Luego, con la
esperanza de que el trabajo laborioso de la escuela podría disipar la tentación,
haciéndole salir un poco de sí mismo, ya que parecía excesivamente ensimismado, le
envió a Chartres para ejercer el ministerio escolar.

10. Una desdichada enfermedad que le sobreviene le cura


de su tentación
Después de haber residido con bastante tranquilidad en Chartres, el Hermano
Bartolomé se percató de que el tentador le había seguido, y que si había bajado las
armas, era sólo para retomarlas con mayor furor. El combate y la resistencia se
mantuvieron mucho tiempo enfrentados, pero al fin, la duración de los ataques los
hacía insufribles, y el soldado de Jesucristo, a punto de sucumbir, salió victorioso por
medio de uno de esos recursos que tiene la divina Providencia, que lleva a sus
elegidos a alcanzar sus objetivos por caminos impenetrables. Nuestro Hermano fue
víctima de un mal muy molesto, y fue preciso acudir a los quirurgos; en sus manos
tuvo tanto que sufrir que se vio incapaz de escuchar al tentador. El hierro y el fuego
empleados en su carne fueron el verdadero remedio para su alma, pues se vio libre de
la tentación sin que el cuerpo estuviera totalmente curado.

11. El señor De La Salle le llama a París y le encarga del Noviciado


Las molestias que le quedaron, y que duraron varios años, le hicieron incapaz de
cumplir sus funciones en la escuela, y el señor De La Salle le llamó a París y le
encargó de la dirección del Noviciado. Parecía que había nacido para este cargo de
fervor antes incluso de ejercer el oficio, pues gozaba de gracia y talento para formar
debidamente y cultivar las plantas encomendadas a sus cuidados. Su mansedumbre,
siempre victoriosa de sus repugnancias, los llevaba como de la mano por los senderos
espinosos de la virtud, con tanta alegría y facilidad que parecía no sentir las
dificultades, y no se sabía qué admirar más en él, si su destreza para reprenderlos y
corregirlos sin causarles tristeza, o su exactitud para conseguir que observaran hasta
los más sencillos artículos de la Regla sin que se hicieran molestos. Las palabras de
gracia que salían de su boca, unidas a sus ejemplos, hacían su conducta tan suave
como lo era él mismo; y esta suavidad, sin degenerar en debilidad, se hacía eficaz
para una firmeza igual, que le acompañaba en todo.
Su vigilancia constante, que le mantenía siempre ocupado de hacerlos progresar
por las vías de Dios, le inspiraba cada día estratagemas piadosas e inocentes para
descubrir en ellos las más ligeras señales de los vicios y pasiones, y para corregirles
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 423

de una manera capaz de comprometerles a saber corregirse por sí mismos. De manera


que esta santa sintonía que había entre él y ellos, para enfrentarse a todos los
enemigos de la perfección, les hacía el combate menos penoso y la victoria más
pronta.
<2b-12>

12. Su proceder con los Novicios


Cuando hablaba de los vicios o de las pasiones, lo hacía con tanta maestría que el
último del que trataba siempre les parecía el más odioso, el que más habían de temer,
aquel al que debían declarar guerra. Si su discurso versaba sobre la adquisición de una
virtud, la más hermosa, la más importante y necesaria siempre era aquella de la que
hablaba. Así, pues, no había vicio cuyos funestos resultados no les hiciera temer y
contra el cual no encendiera su justa cólera. Cuando les había hablado de la necesidad
de una virtud, siempre les parecía que les faltaba, que les era absolutamente
necesaria, y cuya adquisición no se podía retrasar. Les mostraba una relación
necesaria entre todos los vicios y entre todas las virtudes, y que bastaba destruir uno
para combatir a todos los demás; y para poseer una, practicar las restantes. El vicio
dominante en nosotros forma todos los demás, y todos le alimentan y le permiten
actuar. Por un lado, en vano trata uno de desprenderse de éste si no se trabaja en
exterminar a aquél; por otro lado, en vano se declara la guerra al principal si no se
extiende a los que le alimentan. La virtud que nos falta y que más necesitamos exige
que todas las demás colaboren en su adquisición; y ella, a su vez, lleva a todas las
demás a su perfección una vez que han trabajado en su establecimiento.
Según el plan de su doctrina, el deseo de la perfección es el más eficaz de los
medios para adquirirla; el progreso de la vida interior se ha de apoyar en el
recogimiento; y los diversos grados de recogimiento, sobre la exacta observancia del
silencio. Uno y otro hacen que la oración sea fácil y familiar; y ésta, al purificar el
alma, la une a Dios, cuando va acompañada de mortificación. La oración sin
mortificación sólo es ilusión, y la mortificación sin oración se hace insoportable; pero
ambas juntas son el alma de la vida espiritual y la fuente de todos sus bienes. La
sencillez, según él, es una virtud que va unida al estado de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, y esta virtud debe hacerle odioso todo lo que tenga aire de
mundo. La humildad y la obediencia son su característica; y el desprecio del mundo,
del cual hace profesión por la tosquedad de su hábito, debe distinguirle por una
paciencia invencible para sufrir las injurias y los insultos. El celo de la salud de las
almas es la virtud que debe animar a los Hermanos en todas sus actividades externas,
y la caridad fraterna es la que debe reunir a todos en las internas, y no formar más que
un solo corazón y una sola alma.
Por muy suave que fuera el proceder de este nuevo maestro de Novicios, mantenía
la Regularidad y la exigía con exactitud inviolable. La infidelidad a las cosas
pequeñas y la negligencia en la mínimas faltas eran disposiciones contra las que se
424 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

armaba su celo y mostraba que eran los principios ordinarios de la relajación y de los
grandes desórdenes en las comunidades. Aunque era muy tranquilo de
temperamento, no podía ver sin inquietud y sin alarma que se violara el silencio, y su
vigilancia sobre este artículo era tan grande que se hubiera hecho incluso molesto y
pesado si no fuera porque trataba con personas de buena voluntad. En cuanto a
aquellos que se sentían afligidos por tentaciones y penas del espíritu, la experiencia
que él había tenido en este terreno lo movía a mostrarse lleno de ternura e ingenioso
para consolarlos. Aleccionado por sus propias enfermedades, había aprendido qué
tenía que decir a los enfermos y cómo había que dirigirlos; de manera que podían
tener la seguridad de no tener en él un maestro duro e incapaz de comprender
<2b-13>
sus debilidades, sino un hombre que, después de haber sido tentado de todas las
maneras, sabía con qué caridad hay que actuar con quienes están en la misma
situación. Es lo que dice san Pablo de Jesucristo, y es lo que el Hermano Bartolomé se
aplicó a imitar en este digno modelo. Los ejemplos apoyaban sus instrucciones, y las
hacían eficaces. Estaba atento a mortificarse en todo y por todo, y transmitía a sus
Novicios el precepto de la abnegación cristiana, dulce y sencilla, por la manera alegre
y contenta con que la ponía en práctica.

13. Vuelve a asaltarle la tentación de dejar su estado,


pero la supera con el voto que hizo de permanecer en él
El Hermano Bartolomé, ocupado de este modo en su propia perfección y en la de
sus novicios, hubiera podido considerarse, al parecer, al abrigo de la tentación de
abandonar su estado. Pero bien se sabe que no hay lugar en el mundo, por privilegiado
que sea, ni hay estado alguno, por santo que pueda ser, donde no entre el tentador.
Desde que tuvo la osadía de seguir a Jesucristo al desierto, y desde que este divino
Salvador le permitiera ensayar sobre él el arte fatal de tentar a los hombres, nadie
tiene derecho a quejarse de verse expuesto a lo mismo. Fue un profundo motivo de
confusión, para quien trabajaba en mostrar a sus Hermanos la excelencia de su
vocación y la dicha de su estado, que él mismo se sintiera terriblemente empujado a
abandonarlo. Estaba bien convencido de su debilidad y su tentación le servía para ser
más comprensivo con los demás, para mantenerse vigilante sobre sí mismo, para
recurrir a la oración y para buscar en la sencillez y el candor el saber manifestarse a su
superior y encontrar la gracia necesaria para vencer. Pues ésos son los felices efectos
de la tentación cuando se lucha contra ella con ánimo esforzado, y ésos son los
designios del Altísimo cuando la permite. Sirve para humillar, instruir, probar y
purificar, dice el santo autor de la Imitación de Jesucristo. Las más desgraciadas son,
con frecuencia, las más útiles. Ésas fueron también las ventajas que sacó de ella el
maestro de Novicios. Le enseñó a desconfiar de sí mismo, y a considerarse como el
mayor enemigo. Le dio a conocer el fondo de corrupción que llevaba en un estado de
santidad, y le enseñó que sólo podía encontrar remedio en la oración y en la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 425

mortificación. Siempre enfadado consigo mismo y cansado de luchar tan a menudo,


por decirlo así, con un enemigo a quien podía vencer de una vez, atándole a las
cadenas con las que él mismo se podía aherrojar, resolvió quitarse la libertad, y con la
libertad, el deseo de abandonar su estado. Con este propósito hizo voto irrevocable de
obediencia y de estabilidad en el Instituto, al que juntó el voto de castidad perpetua.
Al despojarse así, sin vuelta atrás, de su libertad, y al adoptar como ley soberana la
norma de vivir en la carne como los ángeles en el cielo, arrebató a la antigua serpiente
todo poder sobre él. El diablo cesó, efectivamente, de tentarle en esta materia, porque
encontró menos medios de realizarlo.

14. Después de hacer este voto, supo que su padre había muerto,
y conoció la desolación de su madre, que le conjuraba
a que no la abandonase
El Hermano Bartolomé hizo en momento muy oportuno los votos de los que
acabamos de hablar; pues si lo hubiera diferido, hay motivo para creer que la noticia
de la muerte de su padre, que conoció casi de inmediato, y las insistentes peticiones
de su madre para que volviera junto a ella para consolarla y ser el cayado de su vejez,
hubiera alimentado la tentación que le impulsaba a salir. El Hermano Bartolomé, que
tenía un corazón muy tierno, después de haber llorado la muerte de un padre a quien
amaba inmensamente, le rindió el tributo de sus oraciones, el único que podía
aliviarle en la otra vida. Pero a su madre no le podía prometer nada, después de
haberse consagrado a Dios y ligado con doble voto a su vocación, y por eso le rogó
que no contara más con un hijo que no podía prestarle otro servicio sino ante Dios.
Esta respuesta acabó de consternar a aquella madre desolada.
<2b-14>
En aquel momento se consideró doblemente viuda, por la muerte de su marido y por
la pérdida de su hijo. En consecuencia, al ver perdida su esperanza de que el hijo
llenara el lugar del padre para alimentarla con sus bienes y consolarla con su
presencia, sus lágrimas, semejantes a las de la madre de Tobías, no terminaban nunca
pues no tenían posibilidad de recobrar a quien era causa de ellas.

15. Su virtud le merece la confianza del señor De La Salle


y le hace objeto de la envidia de algunos Hermanos veteranos
Esta constancia que mostró en una tentación tan delicada mereció al Hermano
Bartolomé toda la confianza del señor De La Salle. En lo sucesivo ya casi no hubo
secreto para un hombre que, formado de manera tan animosa por encima de los
instintos de la naturaleza, había unido, casi al mismo tiempo, el sacrificio de su propia
persona y el de sus padres. Por lo demás, si la confianza que el señor De La Salle
mostró al Hermano Bartolomé le creó alguna que otra envidia, no consiguió, sin
embargo, hacerle menos humilde. Muy diferente de esos espíritus altivos que están
426 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

satisfechos de sus propios sentimientos, y que pretenden dar órdenes más que
consejos a quienes les consultan, se le veía contento, siempre por igual, cuando su
superior no le comunicaba sus planes, y cuando parecía que no hacía mucho caso de
sus luces. Esta humilde disposición, dejándole tranquilo, le hacía mucho más
prudente, y ambas virtudes le hacían más querido al señor De La Salle, y ganaba su
confianza cada vez más. Eso es lo que no pudieron ver sin cierto despecho algunos de
los Hermanos más antiguos, que pensaban que su edad, su experiencia y sus talentos
debían atraerles con preferencia la estima y la confianza del santo fundador.
Chocados por el mérito de una persona que consideraban como un neófito en el
Instituto y del crédito que tenía, en ocasiones le manifestaban su resentimiento, y
como si su virtud les molestara, se consideraban tan ofendidos de su paciencia como
de su autoridad en la casa.
¿Pero cuál es la fuerza de la perfecta virtud? Se hace admirar incluso de aquellos
mismos que la critican, y pronto o tarde sus censores se convierten en panegiristas.
Eso es lo que ocurrió con el maestro de Novicios. Su constancia en mostrarse sordo y
mudo respecto de quienes le censuraban, y su aplicación a vencer sus críticas con
testimonios diarios de caridad, ganó, al fin, su corazón y atrajo su admiración,
después de haber sido objeto de su envidia. Acabada esta prueba, sucedió otra, pues
tal fue el proceder de Dios con su siervo. Le ejercitó con toda clase de tentaciones.
Las primeras fueron las más difíciles, pues ponían en peligro su vocación. Las que
siguieron eraan domésticas e intestinas, y por eso más hirientes; pero sólo sirvieron
para ejercitar su virtud y hacer que brillase más. Las últimas, que fueron las
enfermedades, al dejarse sentir sólo en el cuerpo, fueron adecuadas para purificar un
alma que sólo buscaba a Dios y que deseaba llegar a ser semejante a Jesucristo
sufriente.

16. Cae enfermo y recobra la salud


Después de haber languidecido durante algún tiempo en cama, cuando esperaba
salir de ella para retomar sus ejercicios con nuevo ardor, sintió de repente que sus
fuerzas se aniquilaban y que sus miembros perdían el calor natural. Convencido de
que su fin estaba cercano, después de haberse abandonado a la voluntad de Dios y
haber aceptado la sentencia de muerte que parecía había sido dictada, hizo un último
esfuerzo para hacerse oír, y pidió por favor que se hiciera rezar a todos los novicios
para que le obtuvieran el inestimable favor de una buena muerte. De acuerdo con sus
deseos, todos sus fervorosos discípulos, postrados ante el trono de la misericordia de
Dios, unieron sus lágrimas y sus oraciones para conjurarle, no para que le concediera
a su querido maestro una muerte preciosa, sino una salud perfecta, porque sus
ejemplos
<2b-15>
e instrucciones les eran muy necesarios. Durante este tiempo, toda la casa estaba en
movimiento para procurar algún alivio a un hombre a quien la pérdida del calor
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 427

natural y la palpitación violenta de su corazón le acercaban a la tumba. Los cuidados


de unos con las oraciones de los demás, tuvieron un efecto tan rápido y eficaz que
pareció más que natural. El enfermo, recuperado el calor y con nuevas fuerzas, se
curó en pocos días, con suma extrañeza de quienes le habían visto a las puertas de la
muerte.
Bien pronto pareció que Dios no había devuelto la vida al maestro de Novicios sino
para que pudiera consagrársela con nuevo fervor, pues olvidando todo el bien que
había hecho, se esforzó en avanzar en la carrera de la perfección, como un hombre
que da en ella el primer paso y está apasionado por llegar al final. Eso es lo que se
advierte en un plan de vida que se trazó en un retiro que hizo. Helo aquí, escrito de su
propia mano, tal como fue encontrado después de su muerte.

17. Plan de vida que elaboró en un Retiro

Resoluciones de mi Retiro

1. Me he propuesto hacer todas mis acciones en unión a Nuestro Señor y a sus


disposiciones.
2. Tener horror hacia el mínimo pecado y del menor movimiento de la carne y de las
pasiones, que hacen la guerra al Espíritu Santo que habita en nosotros como en su
Templo.
3. Trabajar por adquirir el recogimiento interior y exterior.
4. Ser fiel a la obediencia, a las Reglas y prácticas de nuestra comunidad y a las
santas inspiraciones.
5. Hacer todas mis acciones con la mira de agradar a Dios, de cumplir su santa
voluntad y de procurar su gloria, por imitación y en unión a Jesucristo Nuestro
Señor.
6. Imitar a Nuestro Señor en todo lo que pueda, pues ha dicho que quien le sigue no
anda en tinieblas.
7. No dejar pasar ninguna acción sin hacer alguna breve oración a la Santísima
Virgen, mi buena Madre.
8. Pensar todos los días en estas palabras de Nuestro Señor Jesucristo: Manteneos
siempre vigilantes, pues no sabéis ni el día ni la hora; sed como los siervos que
esperan a su Maestro; rogad en todo tiempo, etc.
9. Me imaginaré que la muerte viene a mí como un correo que se puso en marcha
desde el primer día de mi nacimiento, para darme el golpe; miraré cada día como
el último, y de vez en cuanto examinaré si estoy preparado para ella.
428 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

10. Pensaré a menudo que seré juez de mis pensamientos palabras y obras, y
particularmente de las palabras inútiles.
11. Nunca juzgaré a nadie, para no ser juzgado; sino que conforme con el consejo del
Apóstol, me juzgaré a menudo a mí mismo, para que el Señor no me juzgue.
12. Me consideraré siempre como el servidor y el último de todos mis hermanos,
considerando en ellos a Nuestro Señor, y sirviéndoles como al mismo Jesucristo.
13. Me consideraré siempre como el servidor de los alumnos; cuando esté encargado
de ellos, pediré a Dios por ellos, y consideraré a Nuestro Señor en ellos.
<2b-16>
14. Cuando recite el Pater, lo haré para tributar mis homenajes a Nuestro Señor,
cuando lo recitaba en la tierra, por amor de Dios y por mi prójimo, mis
superiores, mis hermanos, mis amigos y enemigos, bienhechores, y por las almas
del purgatorio.
15. Al desplazarme por la casa, rezaré a Dios recitando el rosario u otra oración;
procederé del mismo modo cuando vaya por la ciudad.
16. Trataré de rezar siempre con recogimiento y mucha atención, y de una manera
digna de Dios y con fervor.
17. Trataré de no decir nada, ni hacer nada, ni pensar nada para mi propia
satisfacción, sino por el amor y la gloria de Dios, en unión con Nuestro Señor
Jesucristo, sin cuya gracia no soy ni puedo nada.
Tales fueron las reglas que se impuso a sí mismo el Hermano maestro de Novicios,
y la fidelidad con que las observó le hizo digno de llegar a ser el sucesor del señor De
La Salle en el gobierno del Instituto. El santo fundador, viéndose ejemplo de su
divino maestro enfrentado con la contradicción, perseguido por todas partes en París
y como objeto de envidia para muchas personas, para quienes él estaba de más en la
nueva Comunidad, a la cual querían gobernar a su modo, tomó, por fin, la decisión de
ceder y de esconderse a sus ojos, para apartar, en lo sucesivo, de la cabeza de sus
hijos, los nuevos golpes con que atacaban al padre. Pero antes de eclipsarse, examinó
cuidadosamente delante de Dios a qué Hermano debía dejar en su lugar para gobernar
la sociedad.
Había varios que tenían edad, espíritu, mérito y experiencia y que parecían dignos
de su elección. Con todo, prefirió al Hermano Bartolomé porque reunía en su persona
las cualidades propias para el gobierno: la regularidad y la vigilancia, la
mansedumbre y la firmeza, la piedad y la discreción. Cuanto más lo pensó el santo
varón ante Dios, más se afianzó en la elección. Con todo, antes de dar el paso, quiso
probar nuevamente al Hermano, para ver si su virtud no fallaría. Habiéndole
encontrado sólido e inquebrantable, le expuso su plan, le dio las instrucciones
necesarias para mantener el orden y la regularidad, y le comunicó la manera como
debería proceder durante su ausencia. Cuando hubo preparado todo, el hombre de
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 429

Dios, convencido de que no tendría nada que temer por su Instituto mientras el timón
estuviera en manos de tan buen piloto, desapareció y dejó a todo el mundo en la
ignorancia del lugar de su destierro voluntario de París.

18. Se ve al frente de la comunidad por la retirada


del señor De La Salle; dificultades que encuentra
En aquel momento el Hermano Bartolomé se vio al frente de una compañía
huérfana y desolada; se vio encargado del gobierno de una nave expuesta a los vientos
y las tormentas, siempre amenazada de naufragio y siempre azotada por nuevas
tempestades, y, en fin, abandonada de su guía y de su jefe. Combates de fuera y
combates de dentro, persecuciones desde todas partes, y además la solicitud anexa al
primer puesto en todas las casas del Instituto. Ése es el lenguaje que podría utilizar,
siguiendo al gran apósstol, al comenzar su gobierno. Para hacerlo agradable a los
Hermanos, necesitaba toda su mansedumbre, toda su prudencia y toda su humildad.
Fue por medio de los ejemplos que les dio de sus virtudes, como logró hacerse
aceptar. Pero esto no lo consiguió al principio sin grandes dificultades, pues algunos
de los Hermanos veteranos, al ver al frente a este neófito en la sociedad, sin elección
por parte del cuerpo y sin nominación de la parte del jefe, no estaban en disposición
de reconocer como superior a una persona que parecía serlo sin título alguno.
<2b-17>
En realidad, no se les podía tachar de orgullo ni acusarlos de rebeldía, ya que el
señor De La Salle había ocultado tanto su viaje como la designación del Hermano
Bartolomé como superior en lugar suyo. Salvo algunos Hermanos, todos los demás
ignoraban de buena fe este misterio. Incluso, algunos de los que estaban lejos de
París, o no conocían o conocían muy poco a aquel que reemplazaba al señor De La
Salle. En su ausencia, o se consideraban como ovejas sin pastor o permanecían en una
espera constante de su retorno. De manera que algunos, por espíritu de obediencia a
su fundador, se creían con derecho de negarla a cualquier otro distinto de él, y creían
que era deber suyo mirar como intruso a cualquier otro pastor. Ésos fueron los
prejuicios legítimos que nuestro nuevo superior tuvo que combatir al comenzar a
gobernar el Instituto. Se comprende fácilmente que para ganárselos necesitó un fondo
inagotable de caridad y de paciencia, y hacer que la prudencia presidiera todos sus
actos. El primer paso que esta virtud esclarecida le inspiró, fue el de no proponerse a
los Hermanos sino como el sustituto de su verdadero y antiguo superior. Según este
plan, escribió a todos para consolarlos por su ausencia, asegurándoles que estaba bien
de salud; que se sabía el lugar a donde había ido a esconderse para evitar la
persecución; que en espera de su regreso, podían dirigirse a él, según las intenciones
de su padre común, y que haría lo posible para contentar a todos. Este rasgo de
prudencia consiguió que todos escucharan favorablemente su propuesta. Los más
indispuestos abandonaron sus prejuicios, y casi todos, insensiblemente, se
sometieron a un yugo que les pareció suave y prudente, a un hombre que deseaba
430 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

dirigirles según el espíritu de su fundador, como sustituto suyo y no por el título de


superior, por un tiempo solamente, y esperando su regreso y no por un derecho
adquirido.

19. Todos los Hermanos le reconocen como superior, salvo dos o tres
De todos los miembros de la sociedad, sólo hubo dos o tres que no quisieron
someterse a este nuevo jefe y que formaron cisma. Estos espíritus indóciles e
inquietos no estaban molestos por la ausencia del señor De La Salle, pues eso
favorecía su inclinación por la independencia y el deseo que tenían de vivir en
libertad. Su conducta desarreglada se fue incrementando de día en día, cuando se
dieron cuenta de que no tenían que temer la censura del vigilante fundador. Su lejanía,
tan favorable para su relajación, fue el pretexto con que justificaron sus
irregularidades y su rebeldía. Para hacerlos volver a su deber, el nuevo superior puso
por obra todo lo que una caridad esclarecida puede inspirar, uniendo los consejos a las
oraciones, y les conjuró para que no fueran por más tiempo piedra de escándalo para
sus Hermanos. Pero no fue escuchado, y con dolor vio despreciados sus prudentes
consejos y sus caritativas consideraciones, que sirvieron de peldaños a aquellos
orgullosos para descender a lo más profundo del abismo del pecado. En fin, después
de haber colmado sus antiguas y nuevas inquietudes, tuvieron que ser expulsados de
una sociedad de la cual se habían convertido, desde hacía tiempo, en el deshonor. Los
principales Hermanos se reunieron, y santamente irritados contra estos miembros
pestíferos, se decidieron a separarlos de su cuerpo, por miedo a que el contagio de su
maldad llegase más lejos.
Al purificar con esta severidad a su congregación de aquellas personas peligrosas,
vengaron al mismo tiempo al padre y al hijo, es decir, al señor De La Salle y al
Hermano Bartolomé, que habían sido ofendidos. Aquellos díscolos
<2b-18>
habían sido la cruz del santo fundador, y habían ejercitado su paciencia desde hacía
mucho tiempo. Sin regularidad, sin subordinación, sin respeto por sus consejos, sin
sumisión a sus órdenes, llevaban el hábito de Hermano sin tener el espíritu y sin
practicar las virtudes. Con gran extrañeza de todos los demás, que con gemidos
esperaban o su conversión o su expulsión, el hombre de Dios los había soportado con
una longanimidad excepcional; pero al final llegó la hora de expulsarlos, y se puede
decir que la separación de sus miembros dañados fue la salud del cuerpo, y que el
castigo que Dios sacó del abuso que habían hecho de sus gracias fue la venganza de
las penas que habían causado al señor De La Salle.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 431

20. Nuevas tormentas que surgen contra el Instituto


en ausencia del fundador
La paz había quedado restablecida en el interior del Instituto por la sabia conducta
del Hermano Bartolomé; pero el demonio trató de turbarla en lo externo por nuevas
persecuciones, en ausencia del señor De La Salle, y que fueron otras tantas cruces que
tuvo que llevar quien le representaba. Los enemigos del santo fundador no dormían.
Su alejamiento no los había reconciliado, por eso la persona que ocupaba su puesto
fue la víctima de su venganza. Uno de los primeros golpes que le dieron, entre otros
varios que omitimos, fue obtener del señor Lugarteniente general de la Policía de
París, un comisario de su devoción que fuera, de parte suya, a hacer una visita
inquisidora a la comunidad de los Hermanos. El pretexto fue la antigua querella que
los maestros calígrafos de París presentaron contra el señor De La Salle. El visitador
realizó la visita revestido de toga, para demostrar su propósito. Al Hermano
Bartolomé le hicieron varias preguntas capciosas y maliciosas con la esperanza de
sorprenderle. Un pretendido escribano escribía sus respuestas; pero éstas fueron tan
sensatas y prudentes, que el comisario se marchó desconcertado. Al final, al no poder
llevarle a la trampa que le tendía, le hizo una última pregunta que contenía todo el
veneno de las anteriores, y que demostraba que aquel pretendido enviado por el señor
Lugarteniente general de la Policía era una persona impulsada y movida por los
enemigos del señor De La Salle. La respuesta del Hermano le cerró la boca, y él,
avergonzado del personaje que acababa de representar, se marchó lleno de
admiración por la prudencia de las respuestas que había escuchado.
En fin, el señor De La Salle, de vuelta en París, siguiendo la voz de la obediencia
que le había llamado, como ya dijimos en su vida, encontró a su rebaño no tal como le
había dejado, sino en mejor estado que lo hubiera previsto, porque el proyecto de la
nueva forma de gobierno, propia para destruirlo, había quedado abortada en su
nacimiento. Sin embargo, lleno del deseo de dejar al morir su Comunidad en el
primer fervor de su origen, acordó con el Hermano Bartolomé los medios para reunir
a todos sus hijos en la unidad de corazón y de espíritu y fijar para siempre la forma de
gobierno, y dar a las reglas y las prácticas antiguas su perfección y plena autoridad.
Como era en estos asuntos donde el enemigo acababa de atacar al Instituto con una
artimaña que le hubiera dado la victoria si Dios no hubiese acudido prontamente en su
ayuda, por eso eran los asuntos que deseaba fortificar y preservar de discusión.

21. Disputa de humildad entre el señor De La Salle


y el Hermano Bartolomé por el último lugar
Ahora surgió un conflicto de humildad que pareció introducir la división entre el
padre y el hijo. Éste, en presencia del padre, quería ocupar el último puesto y dejar el
primero para aquel que siempre lo había ocupado en calidad de fundador y en virtud
de la elección de los Hermanos; pero encontró una oposición invencible. El último
432 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

lugar era del gusto de estas dos humildes personas, y ambos se lo disputaban con igual
calor. El primer puesto era objeto de su antipatía,
<2b-19>
y ni uno ni otro se avenían a ocuparlo. El señor De La Salle encontraba que el
Hermano Bartolomé estaba en posesión de la cualidad de superior, y tenía más de una
razón para mantenerlo en ella. Él quería ver, por fin, durante su vida, a un Hermano al
frente de los otros, para que su muerte no diera ocasión de menoscabar esta forma de
gobierno. Quería encerrarse en la vida oculta, abyecta y dependiente, y morir como
Jesucristo, víctima de obediencia. Quería hacer justicia a la prudencia del Hermano
Bartolomé, aprobar su proceder por un acto auténtico, sometiéndose a él, y de ese
modo llevar a los Hermanos a hacerlo por una nueva elección de su superior. Por
razones opuestas, el Hermano Bartolomé no quería serlo. Se consideraba el más
indigno; temía los precipicios que oculta el primer puesto, y sobre todo, tenía
vergüenza de ver a sus pies a un sacerdote, un doctor, su confesor y su padre en
Jesucristo.
El señor De La Salle, a quien la carta de los Hermanos de París, de San Dionisio y
de Versalles había llamado a París, rechazando todavía retomar el gobierno de la
sociedad, y decía que para obligarle era preciso que los Hermanos de Provenza
manifestasen por escrito que consentían en ello. El Hermano Bartolomé escribió a sus
Hermanos para informarles del asunto, y añadió a su carta una copia de la escrita por
los Hermanos de París, que había conseguido que volviera el señor De La Salle, con
el fin de que todos los Hermanos de las diversas localidades la firmasen. Sólo había
unas palabras cambiadas; en lugar de le rogamos que vuelva, puso le rogamos que
retome el gobierno de la sociedad. Los Hermanos de la Provenza recibieron la carta,
y en seguida la remitieron, ya firmada, a París.
Este acto, humillante para el señor De La Salle, produjo todo su efecto. Los hijos,
por su parte, triunfaron de la humildad de su padre, haciendo que la practicara; le
obligaron a encargarse del gobierno de la sociedad obligándole a que se sometiera a
su orden. El santo varón fue el único afligido. La alegría de sus discípulos no pudo ser
mayor. El Hermano Bartolomé, en particular, en el colmo de sus deseos, por ver al
santo fundador y verse a sí mismo en el lugar que convenía a uno y otro, sólo pensaba
en llevar vida de abyección y de dependencia, que el señor De La Salle le había
comunicado, y por la cual los dos sentían el mismo atractivo; pero quedó frustrado en
su esperanza. La humildad del maestro salió victoriosa de la del discípulo, pues supo
acomodar la sumisión que deseaba rendir al cuerpo de la Comunidad de los
Hermanos, con la que él deseaba ejercer hacia cada uno de ellos en particular, no
manteniendo, del título de superior, más que el nombre, y encontrando la forma de
revestir al Hermano Bartolomé de toda la autoridad. Éste, encargado de todo, porque
el otro le remitía todos los asuntos, siguió siendo el verdadero superior, y el señor De
La Salle sólo lo conservó en apariencia. Esta apariencia era todavía demasiado para el
santo varón. El nombre de superior le incomodaba y afligía su humildad. Ése fue el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 433

motivo por el que no gozó de plena paz hasta que aquel que ejercía las funciones tuvo
también el título.

22. El señor De La Salle deja el nombre y el cargo de Superior.


El Hermano Bartolomé es elegido para sustituirle
Con este propósito hizo que se juntasen en Saint Yon sus principales discípulos,
para poner a uno de ellos a su frente, lo que se realizó a favor del Hermano Bartolomé,
de la manera que se ha expuesto en la vida del señor De La Salle. En ella se puede ver
cómo este hijo humilde y sumiso, para obedecer los deseos y la orden de su padre,
emprendió la visita de todas las casas del Instituto, con dificultades increíbles, y a
menudo con peligro de la vida, que pudo conservarla gracias a la especial protección
de la divina Providencia, que pudo considerarse como un milagro.
<2b-20>
En todas partes fue recibido como un ángel de paz, y restableció el orden, la unión y la
regularidad allí donde estas virtudes habían decaído algo; y después de haber
reanimado a todo el cuerpo disperso por las diversas casas, y haberles dejado el fervor
como fruto de su visita, convocó a todos los miembros principales y les mandó acudir
a Ruán, para hacer la elección de aquel que debería suceder al señor De La Salle. El
humilde Hermano no sabía que trabajaba para sí mismo al preparar esta elección. Y
por ello quedó desconcertado cuando vio que casi todos los sufragios recayeron sobre
él en la primera votación.
Su humildad desolada, que al principio consideró que aquella elección era un
sueño, tuvo todas las dificultades del mundo para convencerse de que no se habían
equivocado al escogerle. Paro aquí mi pluma, porque será mejor no repetir lo que se
dijo a este respecto en la vida del señor De La Salle.
Con todo, el humilde superior tuvo motivo para consolarse con el nombramiento,
pues en la reunión de todos los Hermanos se apresuraron a testimoniarle su confianza
y su sumisión. Los que estaban presentes y que habían concurrido a su elección con
sus sufragios, lo hicieron de viva voz; y los que estaban ausentes lo hicieron por carta
en términos que hubieran halagado el amor propio de alguien menos fundado en el
desprecio de sí mismo. La alegría fue general en todas las casas, al ver en el puesto del
señor De La Salle a aquel a quienes todos, en particular, habían considerado como el
más digno, y a quien de corazón, en secreto, habían dado su voto.
Esta unanimidad de corazón y de espíritu en favor del Hermano Bartolomé, hace
por sí sola su elogio, pues era evidente que necesitaba tener buenos méritos para
ganarse la confianza de los discípulos del señor De La Salle cuando aún vivía, y por
haberles dispuesto a mirarle con benevolencia ocupar su lugar antes de su muerte.
En efecto, hasta entonces había sido imposible al señor De La Salle comprometer a
sus hijos a sustituirle por otro superior, y menos aún a que pusieran en él su confianza;
y si le hubiese sucedido otro distinto del Hermano Bartolomé, no sé si hubiera podido
434 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

ganarse el corazón de los Hermanos antes de la muerte del santo fundador. El


Hermano Bartolomé no tuvo dificultad para conseguirlo; los había ganado ya antes de
su nominación, y su prudente gobierno se los conservó todo el tiempo que vivió.

23. Proceder del nuevo superior bajo la mirada del señor De La Salle
Tal como le pintamos en su cargo de maestro de Novicios, así fue también en el
puesto de superior. Vigilante y exacto en la observancia de las reglas; manso y firme
para castigar la transgresión; atento a la guarda del silencio, severo con quienes lo
violaban; afable y previsor con los Hermanos; bondadoso y generoso con los
postulantes; caritativo y siempre dispuesto a escuchar a quienes deseaban hablar, y,
en fin, tierno y compasivo con quienes se sentían tentados. Todo lo veía, sin ser por
ello poco recogido; el cuidado que ponía para el progreso de los Hermanos en la
perfección no le hacía perder de vista el suyo propio. Cuando no había podido
cumplir las horas destinadas a la oración y a los ejercicios de piedad, las tomaba de su
reposo y del tiempo de las comidas, y siempre era a costa del cuerpo como su alma se
compensaba del tiempo que los asuntos le habían quitado. Era tan fiel y tan exacto en
este punto que incluso en los viajes más largos y fatigosos no se acostaba sin haber
recitado antes su rosario y hecho su oración. Siempre ocupado y lleno de asuntos que
atender, parecía tan tranquilo como quien no los tuviera; y cuando estaba en oración,
se hubiera pensado que estaba totalmente vacío de todo comercio con las criaturas: tal
era la impresión que daba de que estaba lleno de Dios.
<2b-21>
El fondo interior que su inviolable fidelidad a la oración alimentaba y cultivaba, le
proporcionaba estas luces que le iluminaban en toda ocasión y que dirigían sus
gestiones, le enseñaban lo que tenía que decir y hacer en los momentos difíciles, y a
emplear tan bien el tiempo que lo tenía para todo. Ocupado unas veces en responder a
las cartas de los directores de las casas y a las rendiciones de cuenta de los Hermanos,
lo hacía con tanto cuidado que cada uno de ellos hubiera podido pensar que sólo
pensaba en él. Y otras, atendiendo a los distintos asuntos, espinosos y molestos, salía
de ellos como una persona que sale de la oración o que la comienza, totalmente
tranquilo y dispuesto a pensar en Dios. ¿Alguna vez tenía que reprender y corregir?
Lo hacía de manera que su corrección perdía su amargura, y que quien la recibía se
sentía obligado a dar las gracias. ¿Tenía que escuchar a los que estaban afligidos con
penas interiores o atormentados por escrúpulos? La acogida que les dispensaba les
animaba a abrir su corazón, y les persuadía de que nunca se sentía enfadado o cansado
de sus repeticiones. Era tan asiduo a todos los ejercicios de comunidad como si no
tuviera otra cosa que hacer; enseñaba con sus ejemplos que la mejor devoción es
sacrificarles todas las demás devociones particulares que los dificultan. Su atractivo
le impulsaba a menudo a ir a mezclarse con los novicios para oírles hablar de Dios en
las conversaciones, o para hablarles con sencillez de corazón. Se fijaba en todos y les
mostraba luego los defectos que debían corregir y la manera de conseguirlo. Los que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 435

languidecían y se cansaban de correr por el camino estrecho, movidos por sus


caritativas amonestaciones, recuperaban aliento y apresuraban el paso. Aquellos a
quienes un fervor indiscreto los superaba, moderaban su marcha a fin de poder
continuar y llegar al término, cuando habían escuchado los prudentes consejos que
les daba sobre los medios y la necesidad de la perseverancia. Enemigo de todos los
vicios, los combatía donde los encontraba, y lo hacía con tanta bondad que aquellos
que eran víctimas de ellos se sentían obligados a unirse a él para destruirlos.
Semejante al Samaritano, mezclaba el vino con el aceite en las llagas, y procuraba la
salud por reprensiones vivas, pero sazonadas de bondad y de amabilidad. Era fiel a
este consejo de san Pablo a su querido discípulo: Reprende, corrige, ruega, con toda
clase de paciencia. No concedía tregua a ninguna pasión, y no perdonaba a aquellos
en quienes se manifestaban; pero como la guerra que les declaraba era una guerra de
caridad, los corazones quedaban unidos al suyo mientras los mortificaba. En una
palabra, se consideraba deudor a todos, parecía olvidarse de sí mismo, por lo mucho
que parecía ocupado en su santificación. Esto es lo que el señor De La Salle vio con
sensible consuelo al acabar sus días. Quedaba satisfecho del sucesor que Dios le
había dado, de su prudencia, de su conducta, y del estado en que dejaba al Instituto, y
se consideró ya de sobra en la tierra, a ejemplo del anciano Simeón, y esperaba la
muerte en paz y con deseo, y la recibió con gozo, como se ha visto en la historia de su
vida.
24. Muerte del señor De La Salle.
Cuán sensible fue para el Hermano Bartolomé
Esta muerte fue la mayor cruz que el Hermano Bartolomé tuvo que soportar
durante su vida. Sintió la pérdida de aquel querido padre con el corazón del hijo más
tierno. Aunque perfectamente sumiso a las órdenes de Dios, le lloró por el resto de sus
días, y tenía dificultad para consolarse a sí mismo, mientras empleaba todas las
buenas razones que la fe y la religión proporcionan para consolar a los demás.
<2b-22>
«Sometámonos —escribe a uno de sus Hermanos— a las órdenes de la divina
Providencia, que nos ha quitado lo que nos había dado. Que su santa voluntad se haga
en todo. Rece por mí —añade—, para que Dios me llene de su divino Espíritu, para no
hacer nada que no sea para su mayor gloria».
A pesar de cualquier violencia que el Hermano Bartolomé hiciera a su propio
corazón, para cerrarlo a un dolor excesivo por la muerte del señor De La Salle, se
sentía herido cada vez que tenía que consolar a quienes, como él, derramaban sobre la
tumba de este amado difunto lágrimas demasiado abundantes y demasiado amargas.
Las cartas que recibía sobre este tema eran nuevas heridas que recibía su corazón, y
que se reabrían cuando tenía que responder a ellas. El provecho que sacaba era que
podía ver multiplicarse cada día las ocasiones de renovar su sacrificio, y enseñar a
otros a hacerlo ellos mismos, mediante su ejemplo y sus enseñanzas.
436 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

En efecto, todos los Hermanos, casi tan afligidos como él por la pérdida de su padre
común, necesitaban que se enjugaran sus lágrimas, y que se les prohibiese
derramarlas sin discreción y sin medida; pues unos decían que su alma era inaccesible
al consuelo después de pérdida tan grande; otros, que la vida se les había hecho
molesta, y que la muerte tenía atractivos para ellos, por el deseo de reunirse con su
santo padre; y había otros, incluso, que le conjuraban a unir sus oraciones a las suyas,
para obtener una pronta muerte. Esto le obligó a él mismo a moderar su aflicción,
mandando a los demás que limitaran su dolor, y que enjugaran, finalmente, las
lágrimas que eran inútiles para quien era objeto de las mismas, pero que podían ser
perjudiciales a quienes las derramaban sin medida. Se puede ver cómo se explicaba él
mismo en una de sus cartas sobre este asunto, que hemos recogido en la vida del señor
De La Salle.

25. El Hermano Bartolomé, después de la muerte del señor De La Salle,


apoya su manera de gobernar sobre la humildad
Después de la muerte del señor De La Salle, el Hermano Bartolomé,
considerándose como una persona que ha perdido a su oráculo, o como un viajero que
ha perdido a su guía, se hizo aún más cuidadoso para buscar en la prudencia de otro
los consejos que su humildad le persuadía que no podía encontrar en la suya propia.
Aunque era naturalmente prudente, nunca pensó que lo era; y las luces que le
proporcionaba su espíritu eran las que menos dispuesto estaba a seguir. De manera
que pocas personas han heho mejor uso de esta máxima del Sabio: No os apoyéis en
vuestra propia prudencia. Era tan suspicaz sobre este punto, que para no hacer nada
salido de su propia cabeza, consultaba sin cesar por carta a sus dos asistentes, y aún
más, pues iba con frecuencia a París y a Reims, donde vivían, para acordar con ellos
lo que había que hacer en los asuntos difíciles, prefiriendo soportar las molestias de
los viajes que el peligro de fiarse de su propio criterio. Pero esto no era sólo con
referencia a los asistentes, sino con todos los Hermanos principales, de modo que
parecía perder la cualidad de superior, y comportarse como humilde novicio que pide
consejo para todo y que no tiene otro cuidado que el de renunciar a su propio espíritu.

26. Sus viajes a Saint-Omer, y luego a Calais y Boloña


Este bajo aprecio de sí mismo, lejos de hacerle pusilánime, le comunicaba ánimo y
magnanimidad en los asuntos en que era necesario. No había asunto difícil que no
abordara, y ningún obstáculo que no pudiera superar cuando la gloria de Dios y el
bien del Instituto estaban de por medio. Fue llamado a Saint-Omer para la apertura de
una escuela, deseada desde hacía muchísimo tiempo, e hizo el
<2b-23>
viaje a pie en la época del más fuerte calor, con peligro para su salud; pero con mucho
ánimo, guiado por similar prudencia, supo superar todas las dificultades.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 437

Esta escuela estuvo favorecida por el ilustre prelado de Saint-Omer, que la deseaba
con pasión, y los concejales de la ciudad la aceptaron con la prontitud y el celo que
muestran las gentes de esta tierra para todas las obras buenas. En poco tiempo la casa
destinada a Escuelas de caridad y para sus maestros, cuyo proyecto lo dio el Hermano
Bartolomé, estuvo terminada para ser habitada. Terminado este asunto con rapidez y
eficacia, otro asunto de naturaleza bien diferente y mucho más difícil le obligó a
tomar el camino de Calais, a petición de los Hermanos que residían en esa ciudad.
Estos pobres Hermanos estaban afligidos y llamaban a su padre para que les
consolara y para acordar con él el medio de librarse de la tiranía de los novadores,
bajo la cual gemían desde hacía tiempo. La ciudad de Calais, a pesar del celo y de la fe
de sus habitantes, y de los Magistrados, que se habían declarado a favor de la sana
doctrina, era para los Hermanos, inviolablemente unidos a las decisiones de la Santa
Sede y al cuerpo de los primeros Pastores, un lugar de inquisición, donde no se les
permitía que tuvieran otros sentimientos que los del obispo diocesano. El párroco de
Calais, con algunos otros eclesiásticos prosélitos suyos, quería dominar su fe de tal
manera, que no tenían ninguna libertad de conciencia. Incluso les recriminaba que se
confesaran con sacerdotes no apelantes y que asistieran a la santa misa en la iglesia de
los religiosos que se distinguían por la profesión de la doctrina católica.
Semejantes a los primeros cristianos, que se veían obligados a ocultarse para
participar en los divinos misterios, buscaban sitios alejados para recibir en secreto los
sacramentos de mano de ministros católicos. La sola sospecha de que lo habían hecho
les atraía crueles persecuciones. En una palabra, sus pobres Hermanos, mártires de
una Constitución aceptada por todas las órdenes del reino con toda la solemnidad
requerida, eran tratados como rebeldes por los partidarios de la nueva doctrina, que
sólo les prometían paz cuando hubieran firmado la apelación.
El remedio de este mal no estaba en las manos del Hermanos Bartolomé, y no pudo
hacer otra cosa que enjugar las lágrimas de los Hermanos afligidos, y mezclar las
suyas con las de ellos. Sin embargo, para no faltar en nada a lo que podía hacer,
resolvió visitar a los perseguidores, con el fin de suavizar su actitud, si era posible, y
obtener de ellos la libertad de conciencia para sus Hermanos. Pero creyó que era
oportuno ver antes a los Magistrados y principales de la ciudad, siempre muy afectos
a los Hermanos, y pedirles que siguieran protegiéndoles. Fue recibido por ellos de
manera muy amistosa, por lo que quedó consolado. Todos se ofrecieron para ser
defensores de las Escuelas caritativas y protectores de los maestros. Todos se
declararon contra los novadores, y le prometieron servir de salvaguarda a sus
Hermanos contra sus ataques.
El Superior del Instituto, tan bien apoyado por toda la ciudad de Calais, se aventuró a
visitar al párroco, que era apelante, y a sus amigos, bien preparado para escuchar sus
quejas y su mal humor. Con todo, fue recibido mejor de lo que esperaba. La
conversación comenzó, incluso, con un elogio del proceder de los Hermanos, que no
cabía esperar de una boca enemiga; pues reconoció que sus enseñanzas eran muy
438 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

útiles, que el fruto producido era la mejora general de la juventud, y que su modestia,
su sencillez y
<2b-24>
su piedad servían de maravillosa edificación. Sin embargo, añadió que su regularidad
había decaído; pero al rogarle que dijera en qué, sólo lo explicó con palabras vagas y
ambiguas, afirmando que sus conversaciones no se acomodaban a sus reglamentos. A
eso se redujeron todas las quejas sobre el asunto. Había otros, pero como eran
adecuados para honrar la pureza de fe de los Hermanos, procuró no tocarlo. Sin
embargo, dejó escapar cierto reproche sugiriendo que parecía que habían perdido
hacia él la primera confianza y el anterior respeto, y que frecuentaban menos la
parroquia. «Vuestro primer reproche, señor —respondió en pocas palabras el
prudente Superior—, es cierto. Pero la causa de ello son las novedades de los tiempos.
El segundo, en cambio, no tiene fundamento, pues los Hermanos van todos los días
con sus alumnos a la iglesia parroquial». Esta breve respuesta cerró la boca del
párroco, que buscó otros motivos de queja. Un encuentro que había tenido con el
Hermano Director le proporcionó la materia. La conversación había versado sobre los
asuntos del tiempo, y el Hermano, lejos de parecer someterse a las lecciones del cura
apelante, combatió la nueva doctrina con calor. Este celo le pareció al párroco una
falta de respeto, que merecía un castigo. Lo mínimo que exigía era que se le
desterrase de la ciudad de Calais, y es lo que pidió al superior. El Hermano Bartolomé
le replicó: «Yo puedo quitaros este Hermano, pero si lo quito no podré reemplazarlo,
pues no hay ninguno de los nuestros que quiera exponer su fe por tener que
relacionarse con los novadores». Estas palabras dieron al párroco ocasión para
abordar estas materias. Preparó su veneno con todo el arte posible, después de
adornarlo con palabras rebuscadas y con palabras dulces e insinuantes y modales
bondadosos. Así se lo presentó, pensando que era una persona simple y fácil de
sorprender; pero en seguida se percató de que tenía que habérselas con un buen
teólogo, y así la conversación no duró mucho tiempo.
El motivo que había llevado al Hermano Bartolomé desde Saint-Omer a Calais fue
el mismo que le obligó a ir desde Calais a Boloña. Los Hermanos de esta ciudad,
perseguidos como los de la otra, a causa de la Constitución, deseaban ver a su
Superior para recibir sus consejos y para consolarse con él. El momento era
favorable, pues los más duros enemigos estaban ausentes. El Hermano Bartolomé no
pudo, pues, negar a sus Hermanos este consuelo, pero su estancia en Boloña fue corta,
ya que partió al cabo de tres días, después de haber recibido muchos elogios de la
fidelidad de sus discípulos a la fe de la Santa Sede, tanto del conjunto de los primeros
pastores como de la boca de los Magistrados, así como de ecelsiásticos y religiosos a
quienes visitó.
Por lo demás, la persecución no hacía más que comenzar en Boloña, y muy pronto
se hizo más furiosa, después de la marcha del Hermano Bartolomé, pues el prelado,
intentó por todos los medios imaginables atraer a los Hermanos a sus doctrinas, pero
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 439

como no lo consiguió, no puso límites a su venganza. Llevó su pasión hasta donde


podía llegar, si la Corte no se hubiera opuesto a ello.

27. Su último viaje a París; regreso a Ruán; enfermedad y muerte


El Hermano Bartolomé, de vuelta a París, aunque todavía era bastante joven, tenía
cierto presentimiento de su muerte próxima. Hablaba de ella a menudo, e incluso
parecía que la predecía cuando hablaba a corazón abierto, y dejaba reflejar la alegría
secreta que tenía por acabar así una vida de pecado y reunirse a su Dios. La única cosa
que le molestaba era el temor de morir siendo superior; pues como había heredado de
su padre un odio profundo e irreconciliable a ocupar el primer puesto, todo su deseo
era dejar el puesto y morir, a ejemplo del santo varón,
<2b-25>
en estado de dependencia y de obediencia. Comunicó este designio a un virtuoso
sacerdote de París de quien tomaba consejo ordinariamente. Éste, sin contradecirle, le
apartó de la ejecución del plan con buen acierto, diciéndole que lo podría hacer
algunos años más adelante; pero que, por el momento, tenía la obligación de seguir
llevando el peso del gobierno del Instituto.
Lo que consolaba al humilde Superior, es que oía en su interior una respuesta de
muerte, que le prometía liberarle cuanto antes del peso que su humildad le hacía
insoportable. Este presentimiento de su fin próximo le seguía por todas partes, y casi
era el único tema de sus conversaciones. En la última que mantuvo con sus
Hermanos, tomó un puñado de tierra, y después de repartirlo entre todos los que
estaban presentes, les dijo: «Supongamos que esta vil materia sean los restos de los
cuerpos de nuestros bisabuelos, de nuestros abuelos, de nuestros padres, de nuestras
madres, de nuestros hermanos, de nuestras hermanas: ¿dónde están ahora? ¡Ay! ¿En
qué se han convertido? Ya lo veis, he ahí todo lo que queda de ellos. Lo tenemos en
nuestras manos. Hermanos míos —añadió mirándolos—, nosotros seremos muy
pronto semejantes a ellos.
Esta impresión de la proximidad de su final se alimentaba con el celo de su propia
perfección y la de los demás. Esta luz ardiente y luminosa, próxima a apagarse,
aumentaba su claridad. No había nada más hermoso y emocionante que lo que decía a
sus Hermanos en las conferencias espirituales o en las charlas que les daba sobre la
felicidad, y las ventajas y la utilidad de hablar de Dios en las conversaciones. Hablaba
con tanta vehemencia contra la relajación y la presentaba con colores tan negros, que
comunicaba el horror y el temor a la misma en cuantos le escuchaban. Confirmaba
sus instrucciones con sus ejemplos. La víspera de su partida [a un viaje a Chartres],
durante la comida, se arrodilló a los pies de todos los Hermanos, les besó los pies y les
conjuró, con toda humildad, a que rezasen por él, que era un gran pecador, para que
Dios tuviera misericordia de él. Al día siguiente, después de haber hablado a todos en
particular, diciendo unas palabras edificantes a cada uno, los abrazó con mucha
440 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

ternura, y a algunos de ellos les testimonió que era la última vez, lo cual les llenó de
dolor. Luego se puso en camino hacia Chartres, donde le esperaban desde hacía
tiempo. Algunos Hermanos le acompañaron por el espacio de una legua, y luego le
dieron el último adiós, derramando lágrimas. Su estancia en Chartres no fue larga.
Después de haber terminado con rapidez los asuntos que le habían llevado allí, se
apresuró a volver a Ruán, donde su presencia era muy necesaria, y llegó con buena
salud, pero no duró mucho, pues después de algunos días de descanso, que hubieran
debido restituirle las fuerzas, cayó enfermo. Al principio el mal no parecía
importante; parecía sencillamente como efecto de la fatiga y de sus viajes, hechos a
pie, muchos de ellos durante los fuertes calores del verano, de manera que parecía que
sólo necesitaba algún reposo junto con mejor alimentación. Pero la enfermedad no
tardó en agravarse. En cuanto el fervoroso superior sintió que su mal podía tener
malas consecuencias, hizo llamar a un eclesiástico de su conocimiento, para
confesarse con él. La hizo como la última de su vida, con la vergüenza y la contrición
de un hombre lleno de fe, preparado para comparecer ante su juez, tratando de repasar
todos los años de su vida en la amargura de su alma, y acusándose de todo lo que
podía presentarle como mayor pecador y humillarle más.
En cuanto se vio en peligro, su primer cuidado fue pedir los últimos
<2b-26>
sacramentos, que recibió con una fe y una devoción capaces de conmover a los más
endurecidos. El segundo fue dar a conocer su enfermedad a sus dos Asistentes, uno de
los cuales residía en París y el otro en Reims, para que estuviesen preparados para
adoptar las medidas necesarias para después de su muerte, y para proveer al bien del
Instituto. Esta triste noticia no se les dio de inmediato, sino después de haber
permitido que expresaran su justo dolor con abundantes lágrimas; luego se serenaron
para acudir cuanto antes junto al enfermo; pero su diligencia fue inútil, pues le
encontraron ya en la sepultura. Al principio, la sorpresa y la tristeza les dejaron sin
palabra; luego dieron al difunto el justo tributo de sus lágrimas; y al fin, recuperados,
sólo pensaron en avisar a todos los Hermanos de su pérdida, para pedir sus oraciones
por el digno Superior, y para interesar a todos a que solicitaran la misericordia de
Dios pidiéndole otro superior semejante. Así lo hicieron mediante la carta siguiente:

«Carta circular sobre la muerte del Hermano Bartolomé,


dirigida a los Hermanos de las Escuelas Cristianas
A todos nuestros queridos Hermanos en Nuestro Señor Jesucristo. ¡Salud! La
preciosa muerte ante Dios de nuestro querido y reverendísimo Hermano Bartolomé,
superior general de nuestra sociedad, fallecido el 8 de junio a las 4 de la mañana,
después de recibir los santos sacramentos, que recibió con perfecto conocimiento y
con santas disposiciones, nos obliga a escribiros la presenta carta, para testimoniaros
el sensible y agudo dolor que tenemos por una pérdida tan considerable, que es, por
decirlo así, irreparable, si Dios no nos ayuda haciéndonos sentir los efectos de su
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 441

divina misericordia dándonos él mismo un sucesor que pueda caminar tras las huellas
del difunto. Podemos decir con toda verdad que la mano del Señor nos ha golpeado de
manera muy sensible al privarnos de tan digno guía, cuya vida y muerte han sido para
nosotros motivos de gran edificación. Todos vosotros sois testigos de ello, carísimos
Hermanos. Permitidnos, pues, que os digamos que debemos adorar los secretos
impenetrables de los juicios de Dios, poniendo ante nuestros ojos aquellas palabras
de Job: El Señor nos lo dio, y ahora nos lo quita; ¡bendito sea su santo Nombre!
Durante su enfermedad se ha mantenido siempre en una completa y perfecta
sumisión a las órdenes de Dios, abandonándose absolutamente a Él, para el tiempo y
para la eternidad. Sin embargo, la víspera de su muerte, después de haber recibido los
sacramentos, tuvo que sufrir molestas tentaciones de desesperación, que le hicieron
sufrir mucho, pero por la misericordia de Dios se repuso perfectamente cinco o seis
horas antes de su fallecimiento, y aseguró que no tenía parte alguna en todo lo que
había dicho en los tristes momentos en que no era dueño de sí, y dio pruebas
verdaderas y muy sensibles de una perfecta conformidad con el beneplácito de Dios,
con profunda confianza en su bondad y en su misericordia. Dijo, incluso, en presencia
de cuatro de nuestros queridos Hermanos, unas horas antes de su muerte, que había
visto a la Santísima Virgen con el señor De La Salle, nuestro querido padre, y que le
habían hablado. No pudo decir más, pues en seguida entró en una especie de sueño
letárgico hasta el último suspiro, que dio con tan gran tranquilidad que podemos creer
que su alma gozaba interiormente de una apacible calma.
<2b-27>
Ahora, pues, carísimos Hermanos, que Dios le ha llamado a sí, sólo nos queda
ofrecer nuestros votos y oraciones al Señor para el alivio de su alma, para que tenga a
bien concederle misericordia y librarle de las llamas del Purgatorio, si aún está allí
detenida; y a unirnos de corazón y de espíritu, todos juntos, aunque alejados unos de
otros, como hacían los cristianos de la Iglesia primitiva, para pedir día y noche al
Señor, con lágrimas y gemidos, con oraciones muy ardientes y frecuentes
comuniones, como hacían los santos apóstoles con relación a la elección de san
Matías, que nos dé a conocer (Él, que conoce el fondo de los corazones) a aquel a
quien haya escogido y destinado para sucederle. No nos fijemos, carísimos
Hermanos, en cualquier vano título de honor, de antigüedad, de edad y de condición;
pero tratemos de descubrir, con la ayuda de las luces del Espíritu Santo, a aquel a
quien ha escogido para dirigirnos durante esta vida mortal, en la justicia y en la
santidad, por la que mereceremos alcanzar una gloria inmortal. En San Yon, el 16 de
junio de 1720».
Esta carta que informaba al mismo tiempo a los Hermanos de la enfermedad y de la
muerte de un superior que se había ganado totalmente sus corazones, su estima y su
confianza, reabrió en sus almas la llaga que aún no estaba bien cerrada por la muerte
del señor De La Salle. Se consideraron como huérfanos abandonados, y pensaron que
habían perdido todo al perder, después de a su santo fundador, a aquel que poseía su
espíritu en mayor medida, y que les gobernaba con una prudencia y mansedumbre
442 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tales que hay pocos ejemplos. Pero Dios, que siempre tiene sus ojos sobre sus hijos, y
que en las Sagradas Escrituras quiere ser tenido por su defensor, dio a los Hermanos
otro superior según su corazón, que les aseguró en poco tiempo que el difunto seguía
viviendo en su persona.
El Hermano Bartolomé fue inhumado con la sencillez ordinaria entre los
Hermanos, en la iglesia de San Severo, barrio de Ruán, en la capilla de Santa Susana,
cerca de la tumba del señor De La Salle, su santo padre en Jesucristo, sin duda por una
disposición particular de la divina Providencia, que quiso reunir después de la muerte
a dos hombres tan unidos durante la vida.
Parece como si Dios, al conceder al hijo el honor de ser enterrado cerca de su padre,
quiso recompensar a los ojos de los hombres la unión inviolable que el Hermano
Bartolomé mantuvo durante toda su vida con el señor De La Salle, en lo más intenso
de sus persecuciones, la sumisión perfecta que prestó siempre a sus órdenes con
humildad edificante, y el respeto profundo que siempre tuvo hacia él.
Se ha podido ver en este compendio de la vida de este segundo superior de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, que su característica peculiar era la piedad
generosa y humilde, que le inspiraba gran desconfianza en sus propias luces y le
comprometía constantemente a recurrir a las de otro, y someterse a ellas. De ahí ese
fondo de prudencia y de mansedumbre que hacían tan amable su gobierno; ese fondo
de paciencia y de caridad que le permitían soportar los desprecios, las persecuciones
y los defectos de otro sin muestra de resentimiento; el fondo de ternura y de
compasión hacia quienes se sentían tentados, que les abría sus corazones y les ganaba
su confianza; ese fondo de vigilancia y de regularidad, que le hacía inflexible para la
observancia de las mínimas reglas; en fin, ese fondo de bondad y de firmeza con que
sazonaba tan bien sus correcciones que se hacían eficaces sin ser amargas, cuando
salían de su boca.
He ahí, abreviado, el retrato del interior del Hermano Bartolomé, que hay que
<2b-28>
aumentar un poco más, para satisfacer los deseos de los Hermanos que guardan por su
memoria un respeto, una estima y una ternura que el tiempo no debilita. Eso es lo que
vamos a hacer en el capítulo siguiente, después de que digamos algo sobre el
Hermano José, uno de los dos Asistentes del Hermano Bartolomé, del que hablamos
anteriormente. Los servicios que prestó al Instituto durante casi treinta años merecen
que se le dé un lugar adecuado en esta historia.
Este Hermano fue recibido en París por el señor De La Salle hacia el año 1700, a la
edad de 20 años. Era natural de la localidad de Lerzi, cerca de Marle, en la Picardía.
Su fervor fue tan grande en el noviciado que algunos años después fue encargado de
conducir a los Hermanos y luego realizar la visita de las casas, en lugar del Hermano
Director de la casa de París, que tantas penas causó al señor De La Salle, tanto aquí
como en la Provenza, donde abandonó la sociedad, con gran escándalo de los
Hermanos. Si el Hermano José ocupó los cargos de este apóstata, no participó para
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 443

nada de su espíritu. Estuvo siempre plenamente unido al señor De La Salle, y fue uno
de los fieles discípulos que nunca le abandonaron en sus grandes persecuciones.
También fue el sostén del Hermano Bartolomé, que descargaba sobre él la mayoría de
los asuntos internos y externos, para los que tenía mucha habilidad. Amaba la
regularidad, el buen orden, el progreso de los Hermanos en la virtud y la mejora del
Instituto. Era infatigable, y se escuchaba tan poco a sí mismo, que cuando se trataba
de la gloria de Dios y del bien de la sociedad, nada podía detenerle. Estaba aquejado
de molestas enfermedades, entre ellas sufrió durante más de quince años un catarro
que le causaba tos violenta y casi continua; sin embargo, nunca buscó, ni en sus
enfermedades ni en el rigor de las estaciones, un pretexto para dispensarse de lo que la
obediencia exigía de él. Por eso se ganó, y conservó siempre, la confianza del
fundador, del Hermano Bartolomé y de sus sucesores. El señor de Pont-Carré, padre,
primer Presidente del Parlamento de Ruán, le honraba con su benevolencia y con su
estima, a causa de su virtud y de sus modales sencillos e ingenuos. Siempre que este
Hermano acudía a su palacio, le daba una acogida cariñosa; y la familiaridad con que
le recibía demostraba que se alegraba mucho de verle y de oírle hablar. Después de
tres o cuatro años de ausencia, el Hermano fue a visitarle, y el Magistrado le dijo que
si había regresado para residir en San Yon, eso le comprometía a ir a verle con más
frecuencia. Este caballero dio también muestras de la alta estima que le profesaba por
el pesar que manifestó cuando murió, lo que ocurrió de esta manera.
El Hermano José fue enviado a París para terminar con el cardenal de Bissy y las
autoridades de la ciudad de Meaux el establecimiento de los Hermanos en este lugar,
y se tomó tanto trabajo y tantas fatigas, que cayó enfermo de cansancio, en la casa de
los Hermanos, en París. Murió pocos días después, el 21 de febrero de 1729,
confortado con los sacramentos, que recibió con grandes sentimientos de piedad y
una perfecta resignación a la voluntad de Dios.

<2b-29>

CAPÍTULO II
Las virtudes del Hermano Bartolomé

1. La fe del Hermano Bartolomé


El Hermano Bartolomé se ha visto elegido superior del Instituto en unos tiempos
peligrosos, que el Apóstol señala cuando dice que en el correr de los siglos habrá
quienes dejarán la fe, apegándose a espíritus de error y a la ciencia de los demonios,
por el artificio de algunos hipócritas, de una conciencia cerrada. Este Hermano ha
visto sus desgraciados tiempos, en los cuales algunos se han descarriado y han vuelto
su espíritu hacia la vana doctrina, pretendiendo ser doctores de la ley, y enseñar
incluso a los que Jesucristo estableció como jueces y oráculos. Los ha visto, y ha
444 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

gemido en secreto, mientras ha tomado todas las precauciones imaginables para


defender a su rebaño, y para defenderse a sí mismo del contagio del error, que se
extendía ante sus ojos por todas partes, como la gangrena, y que afectaba a aquellos
que hacía curiosos el gusto de la novedad. En los tiempos en que los partidarios del
padre Quesnel recorrían mar y tierra buscando prosélitos, y empleaban sobre todo sus
esfuerzos para convertir a las Escuelas Cristianas en academias del error, un hombre a
la cabeza de una Congregación naciente, pobre, sin apoyo, abyecta, perseguida tenía
necesidad de un gran fondo de prudencia y de coraje para poner a resguardo de la
novedad la fe de un número de Hermanos dispersados por diversos lugares del Reino,
y bajo la dependencia de pastores favorables a la doctrina condenada, para defender
la suya de solicitudes, amenazas y trampas que le tendían.
Eso es, sin embargo, lo que hizo el Hermano Bartolomé por medio de un gobierno
lleno de prudencia y de luces, lleno de noble generosidad y de sencillez de paloma,
unida a la prudencia de la serpiente, que Jesucristo recomienda en el Evangelio. El
plan de gobierno que siguió sobre ello es el que le señaló el señor De La Salle.
Consistía en cinco puntos:
El primero, permanecer inviolablemente unido al centro de la unidad, a la fe de
Pedro, a la piedra inquebrantable contra la cual se quiebran todos los errores y los
herejes desde hacía dieciocho siglos, y someterse de corazón y de mente, con
obediencia ciega, sencilla y pronta, a las decisiones y juicios de la multitud de los
obispos unidos a su Cabeza, que forman la Iglesia docente; que son la boca y la voz de
la esposa de Jesucristo, gobernada por su Espíritu, asistida por su protección asidua y
establecida como columna indefectible de la verdad. «He ahí —decía— al guía que
hay que seguir sin temor de perderse; el maestro que hay que escuchar sin miedo a
equivocarse; el único partido que hay que abrazar, sin peligro de perderse. En calidad
de Hermanos de la doctrina Cristiana, es decir, de catequistas, he ahí lo que debemos
saber, lo que nos basta para saber y todo aquello de lo que gloriarnos de saber; lo
demás no es de nuestra competencia».
El segundo punto sobre el cual insistía era hacer profesión abierta de esta doctrina,
cuando la ocasión lo requiera, sin engaño, sin disimulo, sin vergüenza y sin temor,
pero con la prudencia, la mansedumbre, la humildad y la modestia conveniente a los
Hermanos, sin salir de los límites de la moderación
<2b-30>
y del respeto debido a las personas y proporcionado a su rango y a su dignidad;
porque es una necesidad declarar la propia fe, cuando la ocasión lo requiere, según
estas palabras del Apóstol: Para ser justificado, basta la fe del corazón; pero cuando
la ocasión lo exige, es preciso que la boca lo declare, si se quiere ser salvado. Pues
sólo aquel merecerá que Jesucristo le reconozca en el día del Juicio ante su Padre
celestial y en presencia de sus ángeles, que le habrá confesado con valor en la tierra
ante los hombres; de donde concluía que debían considerarse como demasiado felices
y demasiado honrados, si esta declaración les atraía desprecios, insultos,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 445

persecuciones y oprobios; porque entonces sufrían por la fe, y entrarían en comunión


con los apóstoles, los mártires, los confesores y los doctores de la Iglesia.
El tercer punto que recomendaba a los Hermanos, tomándolo del fundador, era
alejarse de todos los que profesan una doctrina contraria, romper toda relación con
ellos, desconfiar de sus bellas palabras, de sus razonamientos insinuantes, de su
virtud fingida e hipócrita, y no entrar jamás en conversación, y menos aún en disputa,
con ellos, y mantenerse siempre en guarda contra sus artífices, y para no dejarse
sorprender, privarse para siempre de la lectura de sus libros y de sus escritos, y
rechazar todo obsequio de este tipo con sabia humildad que enseña a temer un veneno
sutil y suave, que los enemigos de la verdad saben rodear con las más bellas flores y
disponer en mil formas diferentes.
El cuarto artículo era atenerse a la ciencia de los simples fieles, en las ocasiones en
que la necesidad obligue a responder o a entrar en discursos sobre las materias
controvertidas, y no apartarse de los principios fundamentales de la doctrina
cristiana, y de lo que se llama catecismo, sin pretender nunca aparentar saber más, ni
hacer notar que se habría estudiado filosofía o teología; porque la calidad del
Hermano se limita en el uso de las ciencias, y sería ostentación y vanidad servirse de
ellas; y además, eso sería exponerse al peligro evidente de dejarse seducir,
pretendiendo disputar con personas de una inteligencia más sutil y de un saber más
profundo. Les aseguraba incluso que bastaba con saber a fondo lo que se llama
catecismo, para ponerse a cubierto de todos los dardos de la novedad, y acabar en
pocas palabras con controversias que se acaban fácilmente, cuando uno se mantiene
en los primeros principios de la Doctrina Cristiana.
En fin, de acuerdo con el señor De La Salle, mandaba a los Hermanos que no se
mezclaran en las cuestiones del tiempo, y que guardaran profundo silencio sobre
todas las materias de la doctrina; porque corresponde a los doctores y a los sabios, y
no a ellos, tratar esas cuestiones. Ya que al estar en el rango de las ovejas, les
corresponde escuchar la voz de los primeros pastores del rebaño, y no conviene a los
simples fieles, que deben tener la obediencia como riqueza personal, razonar sobre
materias elevadas; pues, en fin, no tienen con ello nada que ganar, y sí mucho que
perder, al meterse en cuestiones que sólo engendran, como dice san Pablo, disputa,
orgullo y testarudez, pero ninguna edificación. El Hermano Bartolomé era el primero
en seguir esos puntos a la letra. Como tenía frecuentes ocasiones de repetir sus
lecciones, tenía mucho cuidado en dar ejemplo de ellas.
Si se quiere recordar los tiempos tormentosos que siguieron a la condenación del
Libro de Reflexiones morales, del diluvio de libros y de escritos sediciosos, con los
que
<2b-31>
se vieron inundados la capital y las provincias; de los resortes que se manejaron para
prevenir a los pueblos, a las Universidades, a instituciones enteras, tanto regulares
como seculares, se podrá juzgar lo que un simple Hermano, a la cabeza de una
446 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

comunidad consagrada a la instrucción cristiana, tuvo que sufrir para defenderla de


una doctrina convertida en moda, y para apartarla de los maestros siempre resueltos a
ensalzar o a perseguir a aquellos que no quieren ser sus discípulos.
Estos celosos seguidores de una doctrina tantas veces condenada, después de haber
usado en vano todos los artificios para poner de su parte al superior de los Hermanos,
con la esperanza de ganar al Cuerpo una vez que la Cabeza estuviera con ellos, no
guardaron ya ninguna medida en sus venganzas, que habían anunciado en sus
promesas. No perdonaron nada para denigrarle, calumniarle y ofenderle. Además, no
contentos con hacer caer todo el peso de su indignación sobre el único Mardoqueo,
que a sus ojos sólo era un ser vil y despreciable, se empeñaron en enterrar con él a su
Congregación, o a una parte de la misma, en una ruina total. En los lugares donde los
prelados, los Vicarios diocesanos o los pastores de almas se declararon contra la
Constitución, los Hermanos tuvieron que sostener una guerra cruel, pues tales
eclesiásticos no pensaron más que en arrojarlos, vaciar sus escuelas o destruirlas
totalmente.
El Superior recibía de los Hermanos quejas reiteradas sobre este asunto. En todas
las cartas leía las mismas descripciones: enredos y estratagemas que les jugaban para
cansar su paciencia; trampas que les tendían para sorprender su sencillez; calumnias
que se inventaban para manchar su proceder, y vejaciones que les hacían para
obligarles a exiliarse ellos mismos; todo ello crucificaba el alma de este justo y le
obligaba a tomar sin cesar la pluma, o para consolarles, o para animarles, o para
decirles la manera en que debían comportarse. Sin embargo, su corazón no estaba sin
consuelo, pues tenía el gozo de ver a sus Hermanos inmóviles en la fe e inaccesibles a
los atractivos de las nuevas doctrinas; era una riqueza capaz de enjugar sus lágrimas,
dándole motivo para repetir las palabras de San Pablo: Doy gracias a mi Dios par
Jesucristo por todos vosotros, porque vuestra fe es conocida de todo el mundo.
Teniendo ante Dios, nuestro Padre, el recuerdo de lo que obra vuestra fe y vuestros
trabajos, de vuestra caridad y de la constancia de vuestra confianza en Jesucristo
Nuestro Señor, no ceso de bendecir y de agradecer por ello a Dios.
Después de haberles felicitado y animado a la perseverancia en las persecuciones
por la fe, añadía consejos conformes a las reglas y a las máximas antes citadas, que
conservaba del señor De La Salle, y les rogaba que no se mezclasen en las disputas del
tiempo; que guardaran silencio con aquellos que ansían hablar de gracia, de
predestinación y de cuestiones semejantes; que se mantuvieran fieles a su catecismo,
sin pretender aparentar que sabían mucho de esas cuestiones; que huyeran del trato
con esos nuevos fariseos, y oponer a su falsa virtud la práctica y no la apariencia de la
verdadera humildad, de la mortificación, de la paciencia, de la mansedumbre y de la
caridad, en una palabra; y que dejaran para los doctores y los sabios de la Iglesia el
cuidado de defender la fe con escritos y razonamientos, y que ellos sólo se reservasen
su defensa por medio de una vida santa y evangélica. Sin embargo, hay que decirlo
todo: el gran cuidado que el Hermano Bartolomé inspiraba a sus Hermanos que
respetaran a los superiores eclesiásticos favorables a las nuevas doctrinas del tiempo,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 447

que no agradaban a los buenos católicos. Por ello recibió incluso reproches por parte
de algunos de ellos cuyo celo tenía más fuego que luz.
<2b-32>
«Me he dado cuenta —dice él mismo en una de sus cartas— de que se ha conocido
lo que yo escribía a nuestros Hermanos en lo tocante a la sumisión que debemos tener
a N. S. padre el Papa y a la Iglesia, pues un obispo me ha hecho reproches sobre ello;
pero no me he espantado ni desalentado».
En otra ocasión recibió algunos reproches sobre una carta que había escrito para
mover a sus Hermanos a tener prudencia sobre este asunto, y respondió en pocas
palabras al que le había encontrado motivo para criticar los sabios consejos que había
dado: «He escrito esta carta con muchas precauciones y después de pedir buenos y
sabios consejos, y sin interesar mi conciencia; pues consulté con el superior general
del Seminario más famoso de Francia y a algunas personas competentes de una de las
órdenes religiosas más florecientes y más útiles en la Iglesia. Nada me mortifica tanto
como los reproches sobre este tema, porque considero que atañe a mi fe como algo
muy delicado». En seguida, para mostrar que no era por debilidad ni por relajación
por lo que defendía los intereses de la fe, y por lo que aconsejaba a los discípulos
emplear muchas precauciones en ocasiones tan delicadas, añade: «Por lo demás, he
tenido el honor de recibir reproches y amenazas por haber tratado de mantener a
nuestros Hermanos en la fe, y se me han quejado por esto, como si hubiese cometido
algún exceso, aunque sin razón».
En efecto, todo lo que olía a novedad le resultaba insoportable; era el testimonio
que daba en las conversaciones que tenía con sus Hermanos, diciéndoles que había
que evitar con cuidado hasta la sombra de la novedad, y apegarse a la sana doctrina de
nuestros Padres, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda. Sobre este asunto, algunas
veces exclamaba: «Bendigo a Dios porque me concedió la gracia de nacer de padres
profundamente católicos, y porque me ha dado tan grande aversión por toda novedad.
Gracias a Dios, soy buen católico y espero serlo toda mi vida».
Se llenaba de consuelo cada vez que recordaba el artículo del Testamento del señor
De La Salle en el que exhorta a sus queridos hijos a ser muy sumisos a la Iglesia de
Roma. Observemos, decía a menudo, la última voluntad de nuestro querido padre.
Los Hermanos, distribuidos por diversas diócesis, en algunas de las cuales las
nuevas doctrinas tenían acogida, a menudo se ganaban el mal humor de los superiores
que las seguían; y tuvieron que sufrir en varios lugares todas las penas que los
rebeldes, que sacudían el yugo de la autoridad, promovían contra ellos, por mantener
la unión inviolable al centro de la unidad y al cuerpo de los primeros pastores. En
esto, hay que alabar a los de Calais y Boloña, porque soportaron mayores combates y
merecieron más brillantes coronas.
En efecto, la tormenta que retumbaba por un lado y por otro, caía de vez en cuando
sobre algunos, y al fin se desató sobre los Hermanos con toda su furia. Sin repetir lo
que ya se dijo en la vida del señor De La Salle, nos limitaremos a decir que el ya
448 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

fallecido monseñor Pierre de Langle, obispo de Boloña, amigo y protector de los


Hermanos mientras mantuvo la sana doctrina, cuando se hizo apelante se convirtió en
su enemigo y perseguidor. Quienes hasta entonces le habían edificado con su vida
regular y con su celo por instruir a los ignorantes, se convirtieron en sospechosos. Por
lo cual escribió al Hermano Bartolomé para que retirara a los maestros de las Escuelas
Cristianas de Calais, si quería ahorrarle la pena de que los echara él, y a los Hermanos
la vergüenza de verse expulsados. Yo vi, por aquellas fechas, esta carta, que
ciertamente no había dictado la caridad,
<2b-33>
pues era de un estilo de lo más amargo y de lo más agrio, llena de amenazas e
invectivas. Advertía que había ordenado a su Vicario Mayor que prohibiera a los
Hermanos todo ejercicio de enseñanza; que éstos ya eran inútiles y en consecuencia
no debería tardar en retirarlos; que otros más dóciles a los superiores eclesiásticos ya
habían sido escogidos y estaban preparados para ocupar sus puestos; que habiéndose
enterado de que los Hermanos de Boloña, de los cuales había estado satisfecho hasta
entonces, seguían el mismo proceder que los de Calais, le aconsejaba también que los
retirara, porque no podía confiarles ya la juventud, y que había dado orden de que les
retirasen el poder de enseñar.
El Hermano Bartolomé, sorprendido por la carta del prelado, hizo lo posible por
calmarlo por medio de una respuesta de las más humildes y respetuosas, escrita en
estos términos: «Monseñor, he recibido la carta que Vuestra Excelencia ha tenido la
bondad de enviarme, por la cual me dice que está descontento de nuestros Hermanos
de Calais y de Boloña, y que ha ordenado que se les prohíba ejercer sus funciones en
la escuela, lo cual lamento muchísimo, teniendo en cuenta que he tratado de ejecutar
las órdenes que tuvo a bien darme para cambiar a algunos sujetos, y prohibirles que
comunicasen con S. N., y que se mezclaran de cualquier modo en los asuntos de la
Iglesia, que sólo conciernen a nuestros señores obispos y superiores eclesiásticos, lo
cual es también lo que el señor De La Salle, nuestro fundador, de feliz memoria, les
recomendó mucho. Con todo, nuestros Hermanos de Calais y de Boloña me han
indicado que no habían hecho en absoluto eso de lo que algunas personas prevenidas
contra ellos les achacan, y que quienes habían dicho a su Vicario Mayor que habían
faltado al respeto hacia Vuestra Excelencia y hacia varias personas eclesiásticas,
habían lanzado verdaderas calumnias. Por lo cual, Monseñor, le suplico
humildemente que tenga la bondad de usar aún de indulgencia hacia aquellos de
nuestros Hermanos que están en su diócesis que hubieran podido faltar en algo al
respeto debido a Su Excelencia. Intentaremos proceder de manera que en adelante
pueda estar contento de su conducta. Tengo el honor de quedar, con suma gratitud y
profundo respeto, Monseñor, de Vuestra Excelencia, el más humilde, etc.».
Esta carta tuvo éxito. El prelado, desarmado por la humildad y por las prudentes
disposiciones del superior de los Hermanos, suspendió por el poco tiempo que aún
vivió los efectos de su indignación contra ellos. Pero acabado ese tiempo, que fue
sólo de un año, ese poder que la prudencia y la humildad del Hermano Bartolomé
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 449

habían conseguido detener, se levantó de nuevo, después de su muerte, para recaer


con los más duros golpes que podía sobre los maestros de las Escuelas Cristianas de
Calais y de Boloña. No contento con prohibirles sus funciones, tomó las medidas
necesarias para expulsarlos de su diócesis, y lo habría conseguido si Aquel que tiene
en su mano el corazón de los Grandes no hubiera impedido su ejecución.
Por lo demás, si la confianza de los Hermanos para mantenerse en la fe de sus
padres les atrajo la indignación del prelado, también armó contra ellos el furor de los
novadores. Pero encontraron ánimo y consuelo en el aplauso de casi todos los
ciudadanos de Calais y en gran parte de los de Boloña. Su valor crecía, incluso, en
medio de las más duras persecuciones, al ver que algunos piadosos laicos envidiaban
su suerte y deseaban estar en su lugar para tener el mérito de sufrir por causa de
Jesucristo. Su mayor apoyo, con todo, era su digno superior, que estaba atento a
guiarlos en medio de esta tormenta con consejos
<2b-34>
prudentes y saludables, adecuados para inspirarles generosidad cristiana y apartarlos
de un celo imprudente.
«Le compadezco mucho en sus penas —escribía a uno de ellos—, y miramos a
nuestro Padre Todopoderoso y a nuestra santa Madre, que todo lo puede ante su Hijo,
para pedirle la fuerza, el consuelo y las gracias que necesite. ¡Ay, cuán feliz es por ser
tan probado en este mundo! Sufra, pues, todo el tiempo que le plazca a Nuestro Señor,
para que purgando aquí abajo sus pecados, y adquiriendo los méritos y las coronas,
sea gloriosamente recompensado en el cielo por toda la eternidad. Anime a sus
Hermanos en particular con este motivo».
En fin, el Superior de los Hermanos, para salvaguardar a todos de los engaños de la
seducción, a aquellos de los suyos que se hallaban rodeados de doctores de mentira,
les envió una memoria con todas las cuestiones que les podrían proponer, con las
respuestas justas y precisas que deberían dar, si llegaba el caso de que fueran
interrogados sobre ellas; les recomendaba que no se enzarzaran en largos discursos y
que sacaran del fondo del catecismo lo que debían replicar. Fue así como el prudente
superior, después de haber bebido del agua de su cisterna y la de su pozo, dejó que
corriera a su sociedad, para que todos sus hijos pudieran también beber de ella y
saciar su sed.

2. Su espíritu de fe
El Hermano Bartolomé no se contentaba con defender su fe y la de sus hijos del
contagio de los errores; se aplicaba a inspirarles el espíritu de fe y a llenarse del
mismo, como el espíritu que debe ser común a todos los cristianos y que es propio de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Por eso su vida fue, totalmente, una vida de
fe, tal como debe ser la del justo, y de todas las reglas del Instituto, la que le pareció
más esencial y la que trató de observar con más cuidado fue la que prescribe no actuar
450 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

sino por espíritu de fe, de tener siempre a Dios presente y de no perder nunca el deseo
de complacerle en todo.
Por medio de este espíritu de fe miraba todos los acontecimientos, malos o
agradables, como procedentes de la mano de Dios, y llenos de respeto y de sumisión a
las órdenes del Altísimo, y aquellas palabras de Job: El Señor me lo dio, el Señor me
lo quitó, bendito sea su santo Nombre, eran las únicas que permitía pronunciar a su
boca, a ejemplo de su santo padre, el señor De La Salle, que las tenía en tanta
consideración que hizo de ellas la divisa de la sociedad.
Para preservarse de la molicie, a la que la naturaleza se inclina con todo su peso, y
para excitar a la práctica de virtudes austeras, acudía a la ayuda de algunos textos
escogidos de la Sagrada Escritura, que llamaba pasajes de fe, y los convertía en el
tema ordinrio de sus pensamientos a lo largo del día. La lectura de la Sagrada
Escritura era uno de sus placeres más sensibles, y era tan regular a alimentarse de esta
palabra de Dios, que es el alimento del alma, como a dar al cuerpo lo que necesitaba.
Incluso en los viajes y en las ocupaciones más apremiantes, no se dispensaba de ella.
No podía cansarse, decía, de bendecir a Dios porque hubiera inspirado al señor De La
Salle a ordenar en la Regla que todos los Hermanos llevaran siempre consigo el
Nuevo Testamento, y que no dejara de leer en él ningún día, con sentimientos de fe
viva, de íntima reverencia y con la piedad debida a las palabras del Verbo encarnado.
Procuraba inspirar e imprimir esta devoción en el corazón de todos los suyos, y les
recomendaba practicar todo aquello que leían, y que expresaran con obras los
sentimientos de su corazón.
<2b-35>
No era menor su solicitud para atraer su atención sobre el punto de la Regla que les
manda regular todos sus pensamientos, juicios, proyectos y deseos con la luz de la fe,
y de animar con el espíritu de fe todas sus acciones.
A uno de ellos le escribe: «Trate de guiarse siempre con miras de fe; este proceder
le hará ciego en la obediencia y le hará mirar la voluntad de Dios en todo lo que haga y
en todas las cosas mortificantes o disgustosas que le sucedan; pues tiene que esperar
que va a encontrar cruces por todas partes, y si tiene cuidado de verlas con miras de fe,
las recibirá como regalos del cielo. Hay que imitar y seguir a Jesucristo por la práctica
de las virtudes, de las que nos dio ejemplo».
Un Hermano le escribió, en cierta ocasión, para informarle del éxito de un largo y
penoso viaje, y en su respuesta le manifiesta el gozo que tiene por ello, y le ruega que
se conduzca en adelante por espíritu de fe. «Estoy muy contento de que haya llegado
con buena salud; pido a Dios que se la conserve; hablo de la salud del cuerpo, que
usted ya sabe lo que puede conservarla. Desearía también que supiese conservar la
salud del alma. Le recomiendo, pues, que se sirva de los remedios que la preservan,
tales como la obediencia y la regularidad, y sobre todo el obrar sólo por espíritu de fe,
lo cual producirá en usted la modestia y el recogimiento que le son necesarios».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 451

Estaba convencido de que no se puede hacer nada que sea de gran mérito ante Dios
sin este espíritu; por ello no cesaba de insistir y conjurar a los Hermanos, en nombre
de Jesucristo, a que animaran hasta las mínimas acciones con miras de fe, y se llenaba
de alegría cuando sabía que alguien, dócil a sus avisos, cumplía esta práctica.
En otra de sus cartas dice: «Mi carísimo Hermano: He recibido su última carta en
Ruán, a la que no he podido responder de inmediato a causa de un viaje que he hecho
a París, donde me hallo desde hace seis semanas. De muy buena gana quisiera
cambiarle del lugar donde está para venir a esta provincia de Francia, y también para
proporcionarle algún tiempo de retiro en el Noviciado, y para retomar allí el espíritu
de nuestro Instituto, que es el espíritu de fe, como usted me pide. En espera de que
podamos hacer lo que desea, le exhorto y le ruego con todo mi corazón que se
conduzca en todas sus acciones por miras de fe, que cierre los ojos para no ver las
faltas de sus Hermanos, y que las atribuya, si las ve, a la malicia del demonio y a la
debilidad humana. En esas ocasiones es cuando hay que actuar por espíritu de fe,
entrando en el interior de sí mismo para ver sus debilidades. Ahora bien, para guiaros
con miras de fe, como conviene que lo haga, debe prestar atención a la vida y al
proceder de Nuestro Señor, a las máximas y verdades que practicó y enseñó, a la
obligación que todos tenemos de conformar nuestra vida con la suya, y a tener las
mismas miras, los mismos deseos y los mismos sentimientos que Él, pues es
necesario que los predestinados se le parezcan por la conducta de su vida exterior e
interior, excepto en la práctica de sus milagros».
Así era como este santo Hermano sacaba del buen tesoro de su corazón cosas
antiguas y nuevas, como dice Jesucristo, para animar a sus Hermanos a hacer todas
sus acciones con la mira y por el amor de Dios; pero si ponía tanto
<2b-36>
cuidado para inspirarles sentimientos de fe, no era menor el celo que ponía para
sostenerlos. «No basta —decía— con echar los cimientos de un edificio; es necesario,
luego, construir encima, pues de lo contrario los cimientos resultarán inútiles;
igualmente, no basta con haber comenzado a entrar en el espíritu de fe; luego se
necesita vivir sólo por este espíritu».

3. Su confianza en Dios
Su confianza en Dios era proporcional a su fe, y estaba inspirada por la
desconfianza que tenía en sí mismo; pues como es el orgullo el que engendra la
presunción, y la presunción es en sí misma una especie de pecado capital, raíz y
fuente de todos los demás, es la humilde desconfianza de sí mismo la que inspira
confianza en Dios al alma noble.
En realidad, esta virtud fue de gran ayuda a un hombre que, en la ausencia del señor
De La Salle y después de su muerte, estuvo encargado de una congregación naciente,
pobre, abyecta y enfrentada a la contradicción. ¿En qué otra mano, sino en la del
452 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Todopoderoso, este piloto desprovisto de toda asistencia humana, podía dominar la


pequeña nave, batida sin cesar, agitada por tormentas nuevas y amenazada de
naufragio en cada momento? Eso es lo que el humilde sucesor del señor de La Salle
no dejó de hacer. Su recurso, en todas ocasiones, fue a Dios, y no quedó confundido.
A menudo, en los momentos más difíciles, esperó en Dios, contra toda esperanza.
Cuando éstos llegaban, su mayor cuidado era ir con confianza filial a consolarse con
el Padre celestial, a implorar su asistencia, después de haberle hecho el relato de sus
desgracias, y de abandonarse luego a las disposiciones de su divina Providencia. De
ordinario era escuchado, y podía decir con el Rey profeta: Ha hecho nacer el gozo en
mi corazón en medio de mi aflicción.
Como estaba convencido de que Dios es para con nosotros como un padre lleno de
ternura, y que recibe con bondad incomparable las peticiones de sus hijos, sólo
fundaba en la oración el éxito de sus empresas, y siempre las comenzaba y las
terminaba con la oración. Para hacer más eficaz la suya, pedía a todos los Hermanos
que le apoyaran con las suyas, con la humilde persuasión de que Dios concedería a
sus méritos lo que negaría a su personal indignidad.
Como las virtudes están de tal forma unidas unas con otras que no es posible
adquirir una con perfección sin que se tengan que practicar las demás en el mismo o
mayor grado, la confianza en Dios hacía nacer en nuestro Hermano el abandono a su
divina Providencia y la resignación absoluta a su beneplácito. ¡Cuántas ocasiones
tuvo de practicar actos generosos! Durante su mandato, pocas semanas o meses
transcurrieron sin que diera ejemplo de ello. La orden que aceptó de realizar la visita a
todas las casas del Instituto merece un comentario.
Se trataba de recorrer buena parte de Francia en la estación más difícil e incómoda.
En esta ocasión la obediencia fue para él un gran sacrificio, pues al aceptar un viaje
tan largo y penoso previó y aceptó todas las dificultades y peligros que conllevaba. El
miedo que sintió cuando hubo de comenzarlo aumentó hasta tal punto que le
sobrevino un temblor general de todos los miembros, que no pudo detener el curso de
sus lágrimas. En aquel momento en que la imaginación luchaba contra la razón y la
fe, toda la naturaleza, temerosa de las dificultades y peligros que iba a afrontar,
comenzó a disputar con la gracia, y deseaba suprimir el viaje comenzado desde los
primeros pasos; pero el combate no duró mucho tiempo, y la victoria
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se declaró a favor del Hermano Bartolomé, quien entrando en sí mismo y consciente
de su profunda humillación y debilidad, hizo un generoso esfuerzo para elevarse por
encima de sí mismo y superarla mediante el abandono entero de su persona al deseo
de la divina Providencia. De ese modo, resignado al querer de Dios y atento
solamente a hacer su santa voluntad, sin permitirse abrir los ojos a los peligros del
viaje, olvidó que tenía sólo una vida que perder y no se acordó más que de la
obediencia. Los peligros de esta marcha no eran imaginarios; se presentaron con
frecuencia en el camino, y no pudo ser preservado de ellos sino por el cuidado
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 453

vigilante de la divina Providencia, a la que se había entregado sin reserva, caminando


ciegamente a donde ella le conducía , pero con paso tranquilo y sin inquietud, como el
hijo que es llevado en brazos por su madre y reposa en su regazo.
Caminando cierto día por el Vivarés, región donde los precipicios son frecuentes,
se encontró perdido en medio de caminos cubiertos totalmente de nieve, y en los que
no se podía percibir la mínima señal del camino. Entonces, caminando como
Abraham, sin saber a dónde iba, sin poder dar un paso sin la justa aprensión de caer en
un abismo, necesitó toda su confianza en Dios. Para merecer su ayuda, después de
haber multiplicado los actos de sumisión a su querer y de abandono a su gobierno, y el
ofrecimiento de su propia vida, rogó a su ángel de la guarda que le sirviera de guía. En
ese momento, sus ojos percibieron a lo lejos a unos viajeros que le hicieron señas para
que los siguiera sin miedo. Así lo hizo, dando gracias a Dios por una ayuda tan rápida
e inesperada; y como si se tratara de algo milagroso, cuando hubo salido de la
dificultad, sus caritativos guías desaparecieron a sus ojos. Así fue como el padre de
las luces y el Dios de todo consuelo, que alivia a sus siervos en sus penas, libró a éste
de una forma que parece extraordinaria porque había depositado en Él toda su
confianza.
El mismo peligro y la misma protección visible del cielo los tuvo al pasar por
Auvernia, región de numerosas altas montañas, en las que se multiplican los
profundos precipicios en tiempo en que la nieve borraba a los caminantes todas las
señales del camino.
El peligro que corrió en otra ocasión, al atravesar un río, fue aún mayor, y el
cuidado de Dios para sacarle de él, fue superior. Buscando un vado por donde pasar,
entró en un lugar del río muy profundo y peligroso; pero para su dicha, y tal vez por la
asistencia de su ángel guardián, cuando más quería que avanzase el caballo, éste más
se resistía; cuando para hacerse obedecer del animal le espoleaba suavemente, sin
conseguir que avanzara, antes bien le ponía en peligro de caer al agua; vio al otro lado
del río a una persona de algún lugar cercano, que la Providencia parecía que lo había
enviado allí para advertirle del peligro que corría; esta persona le gritó con todas sus
fuerzas el peligro que corría, y que si seguía avanzando se hundiría con toda
seguridad; por medio de señas le indicó un paso más practicable para pasar, y así lo
hizo, bendiciendo a Dios por un rasgo tan sensible de su divina Providencia. Estos
sucesos desgraciados, en los cuales se dejaba sentir la protección divina, tenían otro
efecto positivo para el Hermano Bartolomé, pues
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atribuía la causa de aquellos incidentes a sus pecados, y su liberación a la bondad
divina, y eso le daba ocasión de humillarse. «Hubiera merecido mucho más —decía a
quienes compadecían sus penas— si Dios hubiera querido ejercer sobre mí una
venganza proporcionada a los desórdenes de mi vida».
454 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Por lo demás, como la muerte del señor De La Salle había sido la desgracia que más
afectó en vida al Hermano Bartolomé, también fue ésta la que le proporcionó mayor
confianza en Dios y le impulsó a abandonarse al cuidado de la divina Providencia.
En efecto, por la pérdida tan necesaria a su familia, al dejarla huérfana, el Hermano
Bartolomé se vio encargado de numerosos Hermanos, tan pobres como él; y en
calidad de ser el mayor y el tutor, encargado también de proveer a sus necesidades, de
guiar sus negocios y de sostener todo el peso del gobierno. Todo su recurso, en aquel
momento, fue volverse hacia Aquel que habita en los cielos y tiene sus ojos abiertos
sobre la viuda y sobre sus hijos, que abre la mano y reparte sobre todo animal su
bendición. Y no se equivocó, pues antes de morir pudo ver los cuidados paternales
que Dios tuvo con su familia y los progresos que hizo en todo sentido, después de
haber gemido durante tanto tiempo bajo el peso de las persecuciones; y vio también
los preparativos que la casa de San Yon comenzaba para agrandarla y hacerla
floreciente. Es lo que escribió a un Hermano a propósito de la muerte del santo
fundador, en estos términos: «Espero que el Señor no nos abandone, y que mientras
nosotros tengamos el cuidado de servirle con fidelidad y según el espíritu de nuestro
Instituto, Él tendrá la bondad de bendecirnos y las puertas del infierno no
prevalecerán contra nosotros». Tenía cuidado de alimentar a sus Hermanos con el
mismo alimento, y recomendarles en todas las cosas gran confianza en Dios y un
sincero abandono a los cuidados de la Providencia. Sobre este tema solía hacer que
recayesen las conversaciones que tenía con ellos. Si los veía pusilánimes y faltos de
coraje en las dificultades, temerosos y desconfiados sobre el futuro, les reprendía
amablemente, haciéndoles sentir la amenaza de estas palabras del Espíritu Santo: ¡Ay
de los que vacilan en su corazón, que no confían en Dios, porque Dios no los
protegerá!
Por lo demás, tenía el mismo cuidado en prevenir contra la falsa confianza, que es
efecto o principio de la presunción. Quería que su confianza en Dios por los bienes de
la gracia estuviese fundada sobre el santo temor que nos inspira la Sagrada Escritura,
que nos manda obrar nuestra salvación con temor y temblor y que nos enseña a
humillarnos en la incertidumbre, de saber si somos dignos de amor o de odio.
Con este espíritu, a quienes se mostraban demasiado solícitos por el día presente y
por las necesidades futuras, les inculcaba la seguridad que da Jesucristo a todos de
que no les faltará nada a quienes busquen el reino de Dios y su justicia. Los remitía a
la experiencia del Rey profeta, que a menudo asegura que nunca ha visto abandonado
al justo, y daba como garantía de esta verdad a la Sagrada Escritura entera, que en
cada página confirma sea con ejemplos, sea con sentencias.
Si veía a otros asentados en una falsa o peligrosa seguridad, que mostraban
verdadera presunción bajo el nombre de confianza, les manifestaba el temor que tenía
por ellos; y después de decirles cuánto motivo tenían para temblar, concluía que había
que estar ciego para no ver los
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Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 455

peligros a los que todo hombre está expuesto sobre la tierra, o estar endurecido para
no sentirlos. Para nosotros, añadía, no hay seguridad sino después de la muerte, en el
seno de la feliz eternidad. Mientras vivimos, nuestra suerte es incierta; y si no
podemos saber si somos dignos de amor o de odio, menos aún podremos estar seguros
de que nuestro lugar esté a la derecha o a la izquierda de Aquel que vendrá a juzgar a
vivos y muertos.
Como la confianza en Dios, lejos de debilitar nuestra resignación a la voluntad de
Dios y nuestro abandono a su benevolencia, debe alimentar estas virtudes y
mantenerlas en un ejercicio constante, advertía a menudo a sus Hermanos que se
sometieran a Dios su voluntad, esperando en su bondad, y que tuvieran cuidado de
aprovechar las continuas ocasiones de mortificación que su Providencia nos
proporciona, abandonándose a su querer, que a veces es amargo, pero siempre
amable.
«Participamos —escribe a un Hermano— de la pena que usted siente. De buena
gana hubiéramos querido concederos lo que pidió, pero no nos fue posible. Tenemos
que adorar las disposiciones de la Providencia, que así lo ha permitido».
En fin, como a menudo Dios nos quiere conceder todo lo que le pedimos cuando
estamos dispuestos nosotros mismos a no negarle nada, no descuidaba de hacer notar
a sus discípulos que el gran medio de obtener de Dios todo lo que deseamos es
concederle a Él todo lo que nos pide, y no tener con Él ni retorno, ni reserva, ni
egoísmo. Sobre este asunto escribe así a un Hermano: «Le ruego que no sea tan
reservado con Dios, pues me parece que está pidiendo de usted un completo
sacrificio, y que supere todos los obstáculos que le hacen inclinarse de los dos lados,
que le impiden practicar la virtud y le llevan al desaliento. La tibieza en su oración
proviene sin duda de su resistencia a los toques interiores del espíritu de Nuestro
Señor, que le impulsan a darse a Él por entero. Tiene usted que obedecerle, aunque
sólo sea para reconocer la gracia que le hizo de llamarle a una vida más perfecta, para
que pudiera imitarle más fácilmente. ¡Qué honor para usted! ¡Qué bondad de un Dios
tan grande! Preste atención a ello, por miedo a que se calle y no le hable más, y que,
por tanto, no haga oídos sordos cuando usted quiera oír sus divinas lecciones y recibir
sus luces. No caiga en la tibieza de forma insensible y vaya de una falta a otra mayor.
Ruegue a Dios de todo corazón, carísimo Hermano, que le haga fiel a la promesa que
le hizo de ser todo de Él, sin reserva; pídale que su voluntad sea en todo conforme con
la de Él, a fin de que forme un solo espíritu con Él; intente también ver la voluntad de
Dios en la de los superiores y en las reglas de nuestra sociedad, y ser muy fiel en todo
ello; de ese modo conseguirá más facilidad para hacer oración, cumplir sus ejercicios
de piedad y practicar las virtudes convenientes a nuestro estado, todo él apostólico.
No dejo de rezar por usted; le ruego que lo haga también por mí, que quedo todo suyo
en el amor de Jesús y de María».
456 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

4. Su caridad para con Dios


Aunque el Hermano Bartolomé fue de carácter tierno y afectivo, no se detenía ni en
los gustos ni en las dulzuras de la devoción sensible, que a menudo no son otra cosa
que divertir al alma y adormecerla en el camino de la perfección, y sólo son muestras
equívocas del verdadero amor de Dios. Él se aplicaba a tributárselo de un modo
<2b-40>
real y sólido, y sólo medía su progreso por los sacrificios, las renuncias de sí mismo y
la práctica de las virtudes evangélicas.
Fue precisamente esta idea de perfección, que él deseaba, la que le llevó a la Trapa,
y la que luego le encaminó hacia la Comunidad naciente del señor De La Salle, como
lugar adecuado para adquirirla, ya que en este lugar la naturaleza no encuentra
ninguna satisfacción. Pero, para perseverar en ella, ¡cuánto tuvo que sufrir! ¡Cuántos
combates fueron necesarios para luchar contra la carne y los sentidos, que para una
vida tan pobre y crucificada venía a ser un martirio! ¡Cuántos asaltos tuvo que
afrontar contra el demonio, que de la delicadeza de su complexión y de sus
enfermedades habituales tomaba los motivos para una tentación continua que le
inclinaba a abandonar su estado! Si salió victorioso de ellas, no poco se debió a su
corazón, que a menudo se vio desgarrado y ensangrentado, por decirlo así, al ofrecer
en sacrificio al puro amor de Dios las repugnancias más sensibles y las más vivas
inclinaciones del amor propio.
Ya hemos relatado el combate que tuvo que sostener cuando, después de la muerte
de su padre, le ofrecieron su plaza y su pensión para atender la escuela que había en el
lugar de su nacimiento. El sacrificio que hizo en esta ocasión le atrajo grandes
gracias; pues aparte de ganarle el corazón y el afecto del santo fundador, que le
mereció más tarde el primer lugar entre los Hermanos, toda su estima y su confianza
le llenó tan perfectamente de Dios que tenía dificultad para no pensar, no hablar y no
oír hablar de otra cosa sino de Él. Las conversaciones que no tenían por objeto a
Aquel que era el único a quien quería amar, le resultaban pesadas. Se aburría, y para
que no se marchara del grupo, y retenerle era un placer, había que llevar la
conversación a temas piadosos.
Por lo demás, cuando no se le hablaba de Dios, o no se le dejaba hablar de Él, no se
ganaba nada, pues sólo su cuerpo estaba presente, pero se perdía su atención, que
corría detrás de Dios, y parecía absorto en Él. En aquellas circunstancias, el color
rojizo que aparecía en su cara daba a conocer el fuego que alimentaba su corazón.
Toda su aplicación consistía en mantener este fuego divino y aumentar su ardor por el
ejercicio continuo de las virtudes, por una atención incansable a hacer santamente sus
acciones, a ofrecérselas a Dios, a sacar de ellas el premio de las intenciones puras, a
aprovechar todos los acontecimientos desgraciados que ocurrían en la vida, y hacer
un uso santo de las penas y de los sufrimientos.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 457

Se hacía la presencia de Dios tan familiar que parecía que le veía y le hablaba por
todas partes. Su conversación con Él no terminaba casi nunca, y cuidaba de renovarla
con frecuentes y fervorosas oraciones jaculatorias, que su boca pronunciaba a
menudo para expansionar su corazón. El provecho que obtenía de esta piadosa
práctica le impulsaba y le inspiraba gran celo para recomendarla a los demás. La
experiencia le enseñaba cuán importante y necesaria es para la vida espiritual, y no
cesaba de exhortar a los Hermanos a hacer de ella una costumbre, que puede hacerles
el recuerdo de Dios tan fácil como lo es la respiración.
Este trato íntimo con Dios, que le iluminaba en todo lo que tenía que hacer, le hacía
fiel y exacto cumplidor de sus deberes, pero sin apuro ni esfuerzo. Esta exactitud no le
volvía escrupuloso ni abstracto, ni molesto consigo mismo; tampoco le hacía
importuno, molesto ni pesado con los demás. De este amor a Dios nacía el profundo
coraje que le hacía magnánimo en las empresas más costosas. No encontraba ni penas
ni dificultades cuando se trataba de la gloria
<2-41>
de Dios, o encontraba agradable vencerlas o superarlas. En cuanto se le manifestaba
la voluntad de Dios, no le paraba ningún obstáculo. Corría hacia donde ella le
llamaba, a menudo con perjuicio para su reputación, o incluso con peligro de su vida.

5. Su celo por la salvación del prójimo


Su celo por la salvación del prójimo fue tanto más loable cuanto que estaba
despojado de talentos propios para dar lustre a la persona; pues sin envidiárselos a los
demás ni disgustarse por verse tan poco enriquecido por ellos en un empleo que
requiere muchos de ellos, sólo estaba atento a utilizar bien el que poseía para instruir
y santificar a los niños. De manera que, en vez de verle triste, malhumorado y cansado
en una ocupación en la que no tenía lo que se requiere para complacerse en ella, todos
se edificaban de verle atento, vigilante, esforzado y haciendo todo lo posible para
realizar mediante la gracia lo que no podía cumplir por naturaleza.
Quienes fueron compañeros suyos en el ejercicio de las funciones escolares dan
testimonio a su favor, y dicen que a falta de otros talentos, su caridad ingeniosa le
inspiraba mil medios para ganarse a los niños, y que no se podía añadir más a los
cuidados y esfuerzos que ponía para instruirlos y santificarlos. A falta de los talentos
del espíritu y de las disposiciones del cuerpo, sólo la virtud sostenía su celo. Ya se vio
anteriormente que por muy enfadado que estuviese monseñor de Langle, obispo de
Boloña, contra los Hermanos que no querían adherirse a sus doctrinas, la humildad
del Hermano Bartolomé tuvo el secreto de apagar el fuego de su cólera y suspender
sus efectos. La misma virtud le valió de forma parecida con el difunto monseñor
obispo de Mâcon, que tampoco apreciaba a los Hermanos, y era muy desagradable
con ellos; ignoro el porqué. El Hermano Bartolomé le escribió de tal manera que
desarmó al prelado. Y éste, en presencia de varias personas, comentó: Acabo de
458 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

recibir una carta de su Superior que me ha ganado. Yo le vi cuando pasó por aquí. No
es muy hermoso de cara, pero su carta es tan hermosa que merecería ser impresa.
Esto se dice en el informe que hizo el señor George, canónigo de Mâcon.
Por lo demás, si la naturaleza fue ingrata con nuestro bondadoso Hermano, la
gracia fue con él muy liberal, y le concedió los dones del Espíritu Santo como al hijo
mayor de la familia. Le comunicó el arte, tan raro, de gobernar con mansedumbre y
sabiduría, y le fue confiado el de ganar las almas para Dios; y él hizo servir ambos
para la gloria de Dios.
Este digno sucesor del señor De La Salle en su celo, como también en su cargo, no
perdía ninguna ocasión de instruir a los que querían escucharle. Cualquier momento
era adecuado para ello, pero sobre todo el de los viajes, pues le daba posibilidad de
unirse en el camino con personas pobres, como carboneros o pastores, y podía
enseñarles la doctrina cristiana. Si veía que estaban instruidos, les enseñaba a usar
santamente las dificultades de la vida y a santificar sus acciones y trabajos cuidando
de ofrecérselos a Dios y haciéndolos por su amor. Si veía que eran ignorantes o
indóciles, redoblaba su cuidado para enseñarles lo que no se puede ignorar sin peligro
de la salvación, o para conmover sus corazones con palabras amables e insinuantes,
que en general resultaban eficaces.
En la casa de San Yon, donde residía de ordinario, su celo le llevaba a estar entre
los jóvenes internos, y le inducía a tomar todas las medidas que una caridad ingeniosa
inspira para atraerlos a Jesucristo. Con unos se mostraba como padre tierno; con
otros, como maestro prudente; amigo amable para unos; juez severo para otros; pero a
todos trataba de acercarlos a Dios; con palabras afectuosas a las almas inocentes,
inspirando la virtud y depositando las primeras semillas
<2b-42>
en los corazones cuya edad les hace dispuestos a recibirlas; apartando de los senderos
del pecado a aquellos cuya inclinación les lleva a él; intimidando con el temor las
conciencias ya endurecidas por el pecado. Les hablaba en público, y otras veces en
particular; estudiaba el corazón de cada uno y trataba de hacerse con la llave para
introducir en él a Aquel que lo hizo para sí.
El mismo celo le llevaba con mucha más frecuencia al Noviciado, para animar con
su presencia todos los ejercicios e inflamar el fervor con sus palabras, y para dar y
recibir ejemplos recíprocos de virtud. Su examen recaía en seguida sobre todo lo que
en él se practicaba y sobre el modo como se hacía, cuidando de que el espíritu interior
fuera el alma de los ejercicios y de que cada acto tuviera como principio un motivo de
fe. Sobre estas ideas asentaba el corazón de los novicios en las conversaciones
particulares con cada uno de ellos, que no tenían nada oculto para él, y se complacía
en trazarles el detalle circunstanciado de sus disposiciones interiores. En aquellos
momentos, su caridad se acomodaba a cada uno, consolando a los afligidos,
fortaleciendo a los pusilánimes, humillando a los altivos y soberbios, excitando a los
flojos, alentando a los tímidos, tratando con afecto a los principiantes, etc.; de ese
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 459

modo probaba a los fuertes y dejaba a todos renovados en el espíritu e inflamados por
el deseo de llegar a ser hombres nuevos. Si acaso encontraba algunos indóciles a su
voz y poco sensibles a sus reflexiones, doblaba las rodillas ante ellos, y hablándoles
desde esta postura suplicante, obtenía por sus lágrimas y oraciones lo que no había
podido ganar con sus razones y reprimendas.
Los que estaban alejados de él no quedaban excluidos de su vigilancia. Los tenía
presentes en su espíritu, y su corazón les acompañaba por doquier, y los guiaba con
sus prudentes consejos, como de la mano, por los senderos de la justicia. Su especial
cuidado consistía en refrescarles sin cesar el recuerdo de su santo fundador. «Le
exhorto —escribía a uno de los Hermanos— a poner en práctica las advertencias y los
avisos que nuestro bondadoso padre quiso dejarnos, y a imitar su vida». Lo mismo
recomienda a otro, al comunicarle la noticia de la muerte de otro Hermano que había
llevado una vida muy santa. He aquí lo que dice: «Carísimo Hermano, le saludo muy
afectuosamente, y le comunico el fallecimiento de nuestro querido Hermano Plácido,
ocurrido el 11 de diciembre de este año, de 1714. Este buen Hermano ha fallecido
como había vivido. Había ingresado con nosotros a la edad de diecinueve años y ha
vivido desde entonces cuatro años y medio. Era de una familia honrada. Sus virtudes
particulares han sido un gran horror del mundo, profundo amor por el retiro, amplia
apertura de corazón para con sus superiores, una obediencia y una regularidad
admirables, una modestia, paciencia y unión con sus Hermanos plenamente
edificantes, profunda piedad y mucha generosidad en el combate que tuvo que
sostener contra el demonio. En fin, mostró estas hermosas virtudes en sus
enfermedades, y sobe todo en la última, que duró nueve días, y durante la misma
rezaba a menudo, a pesar de sus fuertes dolores. Poco antes de morir recitó el Te
Deum y el Gloria in excelsis, entonó un cántico y tuvo la dicha de ver a Jesucristo y a
su Santa Madre. Murió lleno de alegría, muy contento y tranquilo. Si nosotros
queremos tener una muerte semejante, tratemos de imitar sus hermosas virtudes. Era
un Hermano muy amable y muy fiel. Por eso Dios le ha recompensado en su muerte,
según todas las apariencias externas, con la recompensa eterna».
<2b-43>
Después de que el virtuoso superior hubo relatado las virtudes de su discípulo,
llama la atención sobre la felicidad que existe en vivir y morir en el estado al que Dios
nos llama. Por eso añade:
«En cuanto a la hermosa vida y muerte de nuestro querido Hermano Plácido, me
siento inclinado, mi carísimo Hermano, a compartir con usted, por medio de ésta, una
cosa muy notable que sucede en nuestra sociedad. Y es que nos percatamos de una
gran diferencia entre las disposiciones de los sujetos que mueren en nuestra sociedad,
y los que la dejan o la abandonan después de haber permanecido durante varios años.
Pues los primeros son, de ordinario, los más fervorosos, los más sumisos y los más
regulares; por el contrario, los que nos abandonan han perdido esas virtudes tan
necesarias para las personas de comunidad, y a menudo nos enteramos de su miseria y
460 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

su desgraciado final. Le ruego que lea la presente carta, hasta aquí, a nuestros
Hermanos, para su edificación».
He ahí de qué manera este prudente superior excitaba a sus Hermanos al bien,
presentándoles la virtud de los que habían perseverado con edificación en el Instituto,
pensando que no podía ofrecerles mejores ejemplos que aquéllos, para moverlos a
velar sobre sí mismos. En fin, en otra carta da algunos buenos avisos a un Hermano
para que evite los defectos a los que estaba sujeto, después de haberle exhortado a
cerrar sus oídos a las sugestiones del demonio, por la consideración de las penas a las
que se exponen quienes las escuchan.
Y le dice: «¡Cuán largas serán las penas terribles y espantosas que sufrirán los que
siguen el camino de este maldito y desgraciado seductor! Pero, desde aquí, veo que usted
está dispuesto a seguir a nuestro divino Maestro, y que toma la resolución de serle
plenamente fiel en el futuro. Dando esto por supuesto, he aquí algunos buenos medios
que le podrán ayudar a vencer los pecados a los que se siente inclinado:
1. Sea comedido en el comer y el beber.
2. Evite encontrarse solo en compañía de aquel cuya conducta no sea edificante, y
no hablarle.
3. Guarde el recogimiento en casa y en las calles.
4. Preste atención frecuente a la santa presencia de Dios en sus acciones,
examínese frecuentemente sobre los motivos por los cuales las hace y de las faltas que
comete, pues hay que hacerlas por motivos de fe.
5. Procure ver la voluntad de Dios en las cosas mandadas o de regla.
6. Prepárese siempre a recibir los sacramentos somo si cada vez tuviera que morir
después de haberlos recibido. Y cuando comulgue, pida a Nuestro Señor la gracia de
servirle fiel y fervorosamente».
Así era como el celoso pastor trataba a sus ovejas enfermas o pusilánimes.
Aplicaba a sus males remedios sencillos, pero que eran fuertes y eficaces. No adulaba
ninguna de sus debilidades, pero les urgía siempre, a tiempo y a destiempo, según el
consejo del Apóstol, a desprenderse de sus pecados e imperfecciones, para ser
agradables a Dios.

6. Característica de su caridad por el prójimo


Su caridad con el prójimo, revestida de todas las características que enumera san
Pablo, le hacía amable a sus enemigos, incluso a los que no le eran favorables, pues
era dulce y paciente, afable y bien dispuesto para con ellos, y no podían darse cuenta,
en absoluto, de que guardara el mínimo recuerdo de las injurias o de las penas que le
habían causado. Ya se vio anteriormente que la confianza con que
<2b-44>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 461

le honró el señor De La Salle provocó la envidia de algunos Hermanos veteranos; esto


le ganó bastantes mortificaciones de parte de ellos; pero, semejante a los hijos de
Jacob, no podían hablar entre ellos sino con paz y mansedumbre al hijo bien amado de
su padre. Él, semejante a José, sólo se vengó con dádivas. Supo, incluso, ganárselos
tan bien con sus buenos modales que se convirtieron en sus panegiristas, y en lo
sucesivo en sus más celosos discípulos. Esta caridad le hizo dueño del corazón de
todos los demás Hermanos, con más facilidad aún, pues a pesar de cualquier
oposición que mostraran para reconocer a un superior diferente del señor De La Salle,
se dejaron vencer por la vida de un hombre que en su proceder sólo les mostraba la
familiaridad de un Hermano, la ternura de un padre, la humildad de un inferior y una
reproducción del señor De La Salle.
En efecto, su gobierno se parecía más al de un hermano tutor y guardián de sus
hermanos menores, o al de un padre tierno a la cabeza de su familia, o al de un
gobernante encargado de la formación de príncipes, que al de un superior de
comunidad; pues aun siendo el primero, hablaba, actuaba y se comportaba como el
último; trataba con respeto y reverencia al Hermano más nuevo, y todos creían que
ocupaban un lugar especial en su corazón. Si a veces estaba obligado a hacer sentir
que él era el superior, ordenando o prohibiendo, corrigiendo o reprendiendo, lejos de
hacerlo con altanería, con desprecio o con dureza, la humildad y la caridad parecía
que dictaban lo que iba a decir o a hacer. Igualmente ocurría que los culpables, lejos
de mostrarse ofendidos, se hallaban dulcemente humillados bajo su mano, y no
podían admirar lo suficiente a un hombre que tenía el secreto de vencerlos, haciendo
que la caridad combatiese a favor suyo.
El superior de los Hermanos iba más lejos, pues en lugar de tener que mandar,
poseía el arte de obedecer y de enseñar con su ejemplo a someterse en muchas
ocasiones. Esto es lo que ocurría sobre todo en los viajes, en los que la humildad y la
caridad le movían a mostrarse como inferior, y revestir a su acompañante de la
autoridad de superior, obligándole a tomar la palabra en calidad de tal, y de ordenar
en el camino lo que había que hacer y dónde había que alojarse. Si a veces disponía de
un caballo, lo que era raro, obligaba al Hermano que le acompañaba a utilizarlo,
mientras que él le seguía a pie. Su caridad, atenta en tales casos a las necesidades de
quienes viajaban con él, sólo se olvidaba de las suyas, y se preocupaba tanto de que no
les faltase nada como de que a él le faltase de todo.
En cuanto a los enfermos, se hacía un enfermo con ellos, y parecía que sentía
personalmente sus males, pues tal era su deseo de competir con ellos. En tales casos,
siendo su sirviente y su padre a la vez, hacía con ellos ambos oficios; y tanto les
atendía en los servicios más viles, con afecto y humildad igualmente edificantes,
como les dispensaba los alivios que podía, a costa de su misma comodidad; pues a
menudo la caridad le llevaba a despojarse de su colchón y él, para acostarse, utilizaba
sólo paja. Otras veces los acompañaba y los consolaba con palabras tiernas y capaces
de suscitar su paciencia y la conformidad con la voluntad de Dios. Es lo que
462 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

procuraba especialmente. La salud de sus almas le interesaba infinitamente más que


la de sus cuerpos, y atraía todos sus cuidados y atenciones.
Escribe así a un Hermano enfermo: «Para responder a su última carta, comenzaré
por los puntos que atañen a la salud del alma, porque el alma es la parte más noble de
nosotros. En cuanto a las aflicciones
<2b-45>
y las enfermedades con que es atacada, le diré que el maligno se mezcla en ello. Le
recuerda las dificultades de su estado para obligarle a salir, para dar muerte a su alma;
pero, sin embargo, su malicia debe servirle para conocer la inmensa bondad de Dios
para con usted, puesto que le concede la gracia de no sucumbir. Por tanto, ya que
usted conoce sensiblemente los esfuerzos que hace el demonio para impedir que use
el remedio que tiene para dar la salud a su alma, viviendo conforme a su profesión,
desprecie sus sugerencias, y mire todo lo que le inspire sobre el particular como una
verdadera tentación, que tiene que arrojar lejos de sí, como rechazaría el pensamiento
que le moviera a cortarse el cuello. Creo que haría bien, carísimo Hermano, si
escribiera los buenos sentimientos que el Espíritu Santo le comunica contra esta
tentación, para que pueda utilizarlos cuando sea necesario, etc.».
Así, el Hermano Bartolomé se ocupaba todo el día en dar, de palabra o por escritor,
consejos caritativos a sus discípulos, se veía obligado a tomar el tiempo del dedicado
al necesario descanso, acostándose tarde y levantándose muy temprano, lo cual pudo
alterar la salud de un hombre de complexión muy delicada, y contribuir a acelerar su
carrera hacia la tumba.
Como la boca habla por la abundancia del corazón, los temas ordinarios de sus
cartas eran el deseo de la perfección, el horror a la vida de tibieza, la perfecta
regularidad, el celo por la salvación de las almas y el amor a la unión y a la caridad
fraterna. Murió, por decirlo así, con la pluma en la mano, para recomendar estas
virtudes. En su habitación se encontraron algunas cartas que no estaban aún cerradas,
que son la muestra de la efusión de su corazón sobre estos temas.
A un Hermano que le había pedido alguna exención que no podía concederle sin
perjuicio del buen orden y de la regularidad, le dice: «Ya veré con su Hermano
Director lo que me pide, pues usted mismo cree que debo proceder con prudencia,
para mantener las cosas dentro del orden, y a nuestros Hermanos en la paz y en la
unión que debe haber entre el director y los inferiores. Amo mucho la unión y la paz, y
considero que son tan necesarias, que creo que se debe sacrificar todo para
mantenerlas y conservarlas».
A otro que convivía con el anterior, le escribe que viva en paz, con la unión y con la
mortificación de sus pasiones. Le exhorta a que advierta a sus Hermanos con caridad
y dulzura, pues había sabido que a menudo sobrepasaba los límites de la caridad en
este asunto. Luego le advierte caritativamente que se entregue de lleno a la virtud y
que no sea tan vacilante. Acaba su carta con estas palabras: «Tenga, pues, buen
ánimo; todo depende de que se entregue a Dios con fervor durante algún tiempo, para
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 463

adquirir buenas costumbres. Pero tiene que hacerlo ya de una vez, y dejarse de llevar
esa vida medio sensual, medio mortificada. Ya ve que le digo las cosas directamente,
y le digo abiertamente lo que pienso, que es lo más seguro y más necesario para su
salvación eterna. Escríbame siempre con plena confianza y sencillez, persuadido de
que quiero su salvación, y que no tengo otra cosa más a a pechos. Así quedo, mi
carísimo Hermano, en Jesús y María, su muy humilde, etc.».
He ahí con qué caridad este santo Hermano guiaba a los que Dios le había confiado,
a que corrigieran sus faltas. Los reprendía, pero lo hacía con tanta suavidad y ternura
que no podían hacer otra cosa que rendirse a sus consejos.
<2b-46>
A ejemplo del buen Samaritano del Evangelio, sabía mezclar tan bien el aceite y el
vino, y moderar la fuerza de la corrección con la dulzura y el cariño, que casi siempre
triunfaba de los corazones más inflexibles.

7. Su piedad
El Hermano Bartolomé no era de esos canales que se quedan sin agua una vez que
la han comunicado; no daba de su plenitud sino porque tenía un fondo de piedad que
la asiduidad a la oración no dejaba que se secase nunca. Se esforzaba por dirigirse
continuamente a Dios presente, de vivir de Él, y elevar hasta Él su corazón tantas
veces como respiraba. Daba a las más sencillas acciones todo su mérito, y las hacía
sólo como emanadas de la gracia y con miras de fe. Invocaba al Espíritu Santo y le
pedía sus luces cuando tenía que hablar, y recurría al tabernáculo para consultar a
Dios en todas las circunstancias difíciles. En fin, hacía que la oración presidiera todas
sus empresas, tanto las más pequeñas como las más grandes. Esta aplicación le hacía
una persona sobresaliente en todas sus obras, según esta expresión de la Escritura: In
omnibus operibus tuis praecellens esto. Cuando se trataba de un asunto importante,
ponía a todos los Hermanos del Instituto en oración con él, para hacer juntos santa
violencia a Aquel que se complace en ver juntos los corazones, redoblando sus gritos
y sus clamores hasta la importunidad. La experiencia que este piadoso superior tenía
del éxito de esta unión de oraciones humildes y fervorosas, le hacía esta práctica
querida y preciosa, y le impulsaba a utilizar este recurso con frecuencia. La oración se
hizo tan familiar para él, que era raro verle desocupado de asuntos sin que estuviera
rezando. Tanto la había convertido en una especie de hábito, que su sueño discurría a
menudo recitando el rosario, o aliviando su corazón por medio de jaculatorias. En los
asuntos que más pueden distraer, se notaba en él un corazón desprendido, atento a no
entregarse con exceso, sino a prestarse solamente a lo que hacía, pero quedando libe
para elevarse a Dios y de unirse a Él. Es lo que había aprendido del señor De La Salle
y lo que cuidaba de imitar con fidelidad.
Su asiduidad a las oraciones y a los ejercicios de comunidad era tan grande como si
fuera un novicio, o como si no tuviera otra cosa que hacer. La multiplicidad de los
464 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

asuntos que atendía, lejos de servirle de pretexto para dispensarse de la oración, le


servía de motivo para ser más fiel a ella, sobre todo a la meditación, convencido de
que influía en el éxito y en la elección de los medios para llevar el asunto a buen fin
con más facilidad, en menos tiempo y con paz y tranquilidad. Hay que decir
claramente que se entregaba a la meditación por inclinación y por atractivo; pues es el
propio don de la piedad el que inclina a amar la oración y el que lleva al corazón hacia
todos los ejercicios de devoción. Como no tenía un placer mayor que el de conversar
con Dios, abandonaba con alegría todo lo que podía distraerle de ella, y se entregaba a
la oración como a su elemento natural. Decía a este propósito que la conversación con
Dios era preferible a cualquier otra cosa. Si alguna vez le había sido imposible hacer
la oración con la Comunidad, no se acostaba sin haber satisfecho este deber.
Los que veía que eran negligentes o indiferentes en este punto le preocupaban, y se
le hacían sospechosos. Su celo, violentando su mansedumbre con frecuencia, le hacía
proferir reproches caritativos o amenazas sobre su próxima caída.
«Convénzase —dijo en una ocasión a uno de éstos— de que si hace con tanta
desgana
<2b-47>
sus oraciones y sus ejercicios de piedad, corre peligro de condenarse eternamente,
porque si no aprovecha estos ejercicios que deben alcanzarle las gracias necesarias,
es imposible que se sostenga, y que no sucumba a las tentaciones que os acosan cada
vez más, como usted mismo ve, y que se hacen más fuertes cada día, porque está
bromeando con los demonios, y les deja demasiado dominio sobre usted mismo, por
vuestra flojedad y por vuestra infidelidad. Sería inútil responder a todos los demás
puntos, pues todos sus defectos provienen de la misma fuente, que es su tibieza e
indevoción, su poco afecto y poco fervor por el servicio de Dios y por su salvación».
Tenía mucha razón en recomendar la piedad, por encima de todas las cosas, a los
que debían ser modelos de ella, y a quienes su estado obliga a ratificar con el ejemplo
las lecciones que dan. Si las palabras del Apóstol San Pablo la piedad es útil para
todo, y ella es la que ha recibido las promesas de vida en este mundo y en el otro,
afectan a todos los cristianos, puedo decir que esa piedad debe ser el alma de los que
se dedican a la educación de la juventud; y aquellas personas cuyos trabajos no están
animadas por ella, son semejantes a cadáveres que han perdido el espíritu y la vida.
El Hermano Bartolomé, para conservar el espíritu de piedad en sus discípulos, les
remitía sin cesar a la oración, que lo atrae, lo produce y lo reanima. Su máxima era
que deberían hacer marchar la oración como la antorcha que debía iluminarlos, por
delante de todas sus acciones, por pequeñas que fueran. Ni siquiera quería que
tomasen la pluma para escribirle sin haber consultado antes a Dios. «Le ruego —dice
a uno de ellos— que acuda a la oración algún tiempo antes de expresar sus
disposiciones, para pedir a Dios luz y gracia sobre lo que debe escribir».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 465

Él mismo, para lograr que esta práctica le fuera familiar, siempre tenía delante de él
un crucifijo, a cuyos pies había escrito con grandes letras: «Hago esta acción por
amor vuestro, oh Dios mío, que habéis hecho todo por mí».
Las cartas de los Hermanos que leía con más gusto y que más le consolaban eran
las que indicaban su amor por la oración y su aflicción por no poder dedicar más
tiempo a ella, según sus deseos.
«Tiene razón —escribe a uno de éstos— al creer que debe preferir la devoción y los
ejercicios de piedad a cualquier otra cosa, incluso al estudio, aunque el estudio sea
absolutamente necesario. Pero debe saber que la mayor devoción es hacer cada cosa a
su tiempo, y de la manera como está marcada en nuestras reglas, por ser para nosotros
la voluntad de Dios; y para realizar bien los otros actos de devoción, como la
meditación, la lectura espiritual, etc., hay que hacerlos con oración, es decir, con
miras de Dios y refiriéndolos a Dios, y rogándole de vez en cuando».
Su amor a Jesucristo le daba una singular devoción para pronunciar y oír
pronunciar su santo Nombre. Le invocaba sin cesar, y su mayor placer era pensar o
hablar de Él. En las tentaciones, este nombre adorable era el escudo del que se servía
para hacer vanos los dardos del enemigo, y la armadura que aconsejaba a los
Hermanos que se sirviesen contra los asaltos de los espíritus malignos; y les decía que
sabía por experiencia cuán eficaz era para alejarles y hacerlos huir. «Le ruego
—escribe a uno de ellos— que invoque a menudo el santísimo Nombre de Jesús,
<2b-48>
que se dirija a Él como el publicano y el pródigo del Evangelio. Nuestro Señor está
plenamente dispuesto —añade— a ayudarle, con tal que usted quiera recurrir a él con
humildad, confianza y perseverancia, y que haga lo que Él le mande».
Todas las fiestas dedicadas a solemnizar los diversos misterios de Nuestro Señor
eran para nuestro piadoso Hermano día de alegría espiritual y de abundancia de
gracia. Desbordaba de sí mismo y no era capaz de pensar en otra cosa, pues hasta tal
punto parecía absorto en Dios y ocupado en meditar la solemnidad del día. De manera
que en tales días era preciso dejarle que gustase en paz las dulzuras del maná celestial,
y no interrumpir aquel reposo místico, cuya duración siempre parece muy corta a
quienes lo disfrutan. Si se le distraía, se encontraba un hombre absorto, retraído en su
interior, ocupado en Dios y ajeno a casi todo lo que se le decía. El fuego de su rostro y
el de sus palabras, en aquellos días, indicaba el que ardía en su corazón. La materia
que empleaba para alimentar aquella llama era la oración continua y las
conversaciones espirituales. Para que no le distrajeran, si estaba en San Yon, seguía
todos los ejercicios de los novicios; y si no estaba con ellos, había que buscarle con
toda seguridad en la iglesia o en la capilla de la casa.
Entre todos los misterios de Jesucristo, honraba con particular devoción los que le
presentan humillado y anonadado. Con esta preferencia, el hombre de dolor, colmado
de oprobios y muriendo en la cruz, era el objeto de su mayor devoción y el tema
ordinario de sus cartas, como también de sus conversaciones.
466 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

«Intente —escribe a uno de los Hermanos— hacerse agradable a Dios imitando a


Nuestro Señor sufriente y penitente por nosotros. Acuérdese de su profunda y
prodigiosa humildad, de su profundo anonadamiento en su santa Natividad, en la
Circuncisión, en la Muerte y en la Pasión, y en el Santísimo Sacramento del Altar.
Considere como un placer sensible imitarle en sus virtudes, que os son muy
necesarias para ser uno de sus verdaderos discípulos».
8. Su devoción al Santísimo Sacramento
Su devoción al Santísimo Sacramento era tan grande que de buena gana hubiera
pasado días y noches a los pies del altar, para hacer compañía al Rey del cielo que allí
reside y perpetuar los homenajes que merece. Si no hacía de este pan de los ángeles su
alimento diario, según las inclinaciones de su corazón, es porque los vivos
sentimientos de su indignidad, de los que estaba penetrado, no se lo permitían, y eran
como una especie de violencia a su fe y a su caridad, que le impregnaban de un deseo
ardiente y apasionado. Con todo, se aproximaba a ella dos o tres veces por semana,
con una disposición y un hambre que dejaban notar cuánto sufría por no poder
acercarse con más frecuencia. Por otro lado, sabía suplir con la comunión espiritual la
falta diaria de la sacramental, y hacer que sirviera de preparación a ésta, con un
provecho siempre nuevo para su alma.
Su devoción al santo Sacrificio de la Misa le llenaba de respeto, de admiración, de
amor y de otros sentimientos de religión ante los inmensos prodigios que en ella se
operan, como si hubiese sido testigo de ellos con sus propios ojos. Le gustaban las
misas más largas, que le parecían cortas, y el tiempo dedicado a ellas lo consideraba
precioso. Cuando alguna distracción le había robado momentos de atención, no
descansaba hasta haber oído una segunda misa. A fin de cerrar su atención a las
distracciones y que no entraran en su alma,
<2b-49>
suspendía, en la medida que podía, cualquier ocupación interesante capaz de dejar en
su espíritu imágenes, o de provocar las pasiones del corazón, hasta después de haber
oído la santa misa. Cuando estaba de viaje, procuraba oírla antes de salir, y si no era
posible, disponía su itinerario de tal forma que le fuera posible hacerlo durante el
camino, y casi nunca faltaba de hallarse a la hora en que se celebraba en algún lugar
de la ruta.
El atractivo que tenía por el Santísimo Sacramento le llevaba a menudo a los pies
de los altares, y dedicaba largo tiempo a conversar con Jesucristo. Las visitas que le
hacía, por largas y frecuentes que fueran, casi nunca satisfacían sus deseos. Al
comenzarlas, ya temía el final. Y al acabarlas, sentía no poder recomenzar. En esos
momentos hubiera deseado hacer lo que hacen los ángeles: adorar siempre, amar,
alabar, glorificar y continuar los otros actos que la fe y la devoción inspiran en
presencia del Trono del Cordero; y no terminar en la tierra este ejercicio de religión y
de amor sino para ir a eternizarlo en el cielo. Allí hubiera estado contento y la vida
hubiera transcurrido ante los ojos de Jesucristo, oculto a los nuestros. Para resarcirse
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 467

en este asunto lo mejor que podía, visitaba con frecuencia al Santísimo Sacramento,
cuando iba a la ciudad, en las iglesias que encontraba al paso; y si encontraba cerradas
las puertas, la fe se las abría, y su mente y su corazón volaban a los pies de aquel que
residía allí, para presentarle sus homenajes. Ésta era un práctica que recomendaba a
los Hermanos, como importante y capaz de atraer muchas gracias.
A uno de ellos que había emprendido por mandato suyo un largo y penoso viaje, le
escribe: «No deje de visitar todas las iglesias que encuentre a su paso, ya sea con el
cuerpo, ya con la mente, y recuerde el deber que tiene para con Nuestro Señor».
El supremo respeto que tenía hacia el Santísimo Sacramento le inspiraba un celo
maravilloso para adornar y tener limpios los lugares consagrados a su honor.
Consideraba un placer trabajar en ello, y era el primero en tomar la escoba para
limpiar los lugares por donde había de pasar la santa Eucaristía.
En fin, nada puede mostrar mejor la actitud de su corazón con respecto a Jesucristo
que esta breve oración suya, que expresa toda su ternura: «Oh, Jesús mío, ven, ven, mi
bien amado, ven, mi Señor y mi Dios. Tú que eres infinitamente amable, y que por mi
amor os habéis dejado crucificar, toma posesión de mi corazón y modélalo conforme
al tuyo, para que quiera lo que tú quieres y no quiera lo que tú no quieres, en el
presente, siempre y eternamente. Amén».

9. Su devoción a la Santísima Virgen


De la disposición del corazón de este buen Hermano para con Jesús, se puede
juzgar la que tenía respecto de María. Al ser inseparable el amor a Uno del amor a
Ella, se puede decir que el anatema pronunciado por san Pablo sobre auqel que no
ama al Hijo, recae por completo sobre quien no ama a su Madre. Es natural que el
corazón que Jesús posee se vuelva también hacia María.
El Hermano Bartolomé estaba tan persuadido de esto, que perdía toda confianza
por los ministros de los altares que se mostraban indiferentes hacia la santa Madre de
Dios. A este respecto decía que había que desconfiar de ellos, y estar siempre en
guardia contra estos celadores malignos del honor de Dios, con prejuicio del que
<2b-50>
se debe a la más santa de las criaturas. Las críticas que los novadores hacen a una
devoción tan antigua, tan universal, tan sólida y tan bien establecida en la Iglesia, eran
motivo de sus lágrimas, y no podía ver, sin santa indignación, que algunos espíritus
escrupulosos y puntillosos sobre el exceso del culto a la Santísima Virgen, sobre sus
privilegios y sus prerrogativas, y sobre los títulos de honor que le dan los fieles, se
ocupasen en encontrar censuras en ello, y a hacerlo objeto de críticas.
Las alegrías mayores de nuestro Hermano consistían en honrar o en hacer honrar a
aquella que llevó a Jesús en su seno, y que lo dio al mundo; hablar y conversar de sus
468 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

grandezas, y considerar como buena fortuna las ocasiones de tributar algún homenaje
a la Reina del cielo, o de poner bajo sus filas a nuevos sujetos.
Ella era su asilo ordinario. En todas circunstancias estaba a sus pies, o para
reclamar con confianza su socorro, o para exponerle con sencillez las necesidades, o
para interesarla por algún asunto, o para consultarla en las dificultades. Y no lo hacía
solo; a menudo lo hacía en compañía de los Hermanos, a los que pedía que se unieran
a él para dirigirse a su Madre común con un corazón de hijo. Su confianza no era
vana. Los efectos que seguían a sus oraciones daban testimonio de que la Santísima
Madre de Dios es siempre también la nuestra, cuando la miramos como tal, y que las
mayores gracias de su Hijo son para quienes invocan a la que le dio vida en su seno
virginal.
El rosario era una de las devociones que nuestro Hermano más apreciaba. Esta
oración jamás le resultaba aburrida ni le causaba disgusto. Lo rezaba todos los días
con tanta exactitud que retrasaba el momento de acostarse para cumplirlo, cuando sus
ocupaciones no le habían permitido tributar este homenaje a la Santísima Virgen a lo
largo del día. Tampoco dejaba nunca de rezarlo cuando iba por las calles, según la
loable práctica establecida entre los Hermanos de las Escuelas Cristianas, tan
adecuada para mantener el recogimiento y la modestia más edificantes.
Las letanías de la Santísima Virgen era otra de sus devociones favoritas, pues,
decía, «la oración va unida en ellas a los más magníficos elogios y los títulos augustos
que recogen en honor de la divina María, y los títulos que fundan la confianza y la
devoción que debemos tener a Ella». Tampoco olvidaba inculcar esta devoción a los
Hermanos. Para ser amigo suyo había que ser verdadero devoto de María. Con
ocasión y sin ella les recomendaba que tuvieran por ella la ternura que los buenos
hijos tienen por su madre. «Sea —decía a uno de ellos— fiel siervo de la Santísima
Virgen; pues no perecerá nunca ninguno de sus fieles siervos. Recurra a Ella a
menudo —añadía— dirigiéndole fervientes oraciones, como el Ave María, el
Memorare y la Salve Regina». Y decía también a otro: «Recurra a la Santísima Madre
de misericordia, diríjase a menudo a Ella con la confianza de un hijo hacia su madre
amada; y ruéguele por mí, que quedo en su amor, todo suyo, etc.».
«Dejo aparte —añadía— la utilidad que tiene el hablar de la devoción a la
Santísima Virgen, y la obligación que tenemos de amarla. ¡Ah!, si yo tuviese alas de
golondrina, y fuera esto la voluntad de Dios, de buena gana iría a pasar una tarde de
asueto con usted y con nuestros queridos Hermanos de Grenoble
<2b-51>
para animarnos juntos conversando de las cosas de Dios y de su santa Madre. ¡Ah!,
cuán grande es el fruto de estas conversaciones, puesto que agradan tanto a Nuestro
Señor, que no deja de estar en medio de dos o tres personas reunidas en su nombre.
¡Ah!, quién conociera cuán grande es este honor y las grandes gracias que Nuestro
Señor comunica en ellas, cuando se hacen en el tiempo adecuado y de manera digna
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 469

de Él. Todo el mundo quisiera hablar sólo de cosas santas y piadosas para gozar de
esta dicha».

10. Su devoción a los santos ángeles


Otra de sus devociones preferidas era a los santos ángeles, sobre todo a los que
Dios nos ha dado como guardianes; y a la verdad que esos ángeles tienen todo el
derecho a esperar de nosotros esa devoción. Sabía que estaba destinado a formar
sociedad con ellos en el cielo, y consideraba como un deber mantener su compañía
sobre la tierra, tener trato con ellos, consultarlos en las dudas, implorar su ayuda en
los peligros y ponerse todos los días, mañana y tarde, y a menudo durante el día, bajo
su protección. Además, a veces reunía a todos los Hermanos para dirigirles alguna
oración especial en ocasiones extraordinarias.
Si el ángel guardián del Hermano Bartolomé recibía de él testimonios particulares
de agradecimiento, reverencia y devoción, no los agotaba todos con él. Este buen
Hermano veneraba a todos, sobre todo a los que tienen confiado el cuidado de sus
alumnos o de aquellas personas con las que mantenía relación. Para ganarse a éstos,
su secreto era ganarse a sus santos ángeles y confiarles sus intereses. Indicaba a
menudo a los Hermanos que se encomendaran a los ángeles guardianes de sus
alumnos, y una de las prácticas que señalaba a los que iban de viaje era saludar a los
santos ángeles de las personas que encontrasen por el camino, y que los invocasen
para quedar a resguardo de las malas conversaciones y malos ejemplos, que por
desgracia son demasiado comunes entre los que hacen el mismo camino.
El gran san José, cuyo nombre había recibido en el bautismo, era otro objeto de su
más tierna devoción. En cada una de sus principales acciones se imponía la
obligación de implorar su protección, pues estaba convencido de que goza de todo
crédito ante el Hombre Dios, que recibió de él los servicios de un padre, y al que Él
honró en la tierra por este título tan glorioso.
En fin, su caridad por las almas del Purgatorio le había inspirado la loable
costumbre de no pasar ningún día sin hacer por ellas, para aliviarlas, alguna práctica
de mortificación y alguna oración en particular.

11. Su regularidad
El primer puesto que el Hermano Bartolomé ocupaba en la sociedad, lejos de
servirle de pretexto abusivo para sustraerse a la obligación de las Reglas, le servía
para ser censor constante que le reprochaba hasta las menores infracciones. Algunos
le echaban la culpa de todas las negligencias de los demás; otros le advertían de que
debía ser el apoyo y el guardián de las normas del Instituto; otros, en fin, le decían que
tenía que unir el ejemplo a la autoridad para mantenerlas y para hacer que se
observasen a la letra. Estaba convencido de que la perfecta Regularidad es para una
comunidad lo que el alma es al cuerpo, espíritu y vida; que el grado de regularidad
470 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

mide el grado de piedad, de fervor y de perfección que deben reinar en ella; y que la
relajación, la decadencia y la ruina de la regularidad en una casa lleva a la extinción
del espíritu de Dios, de la gracia y de la santidad. Él era manso y tranquilo por carácter
y por virtud, pero se mostraba en cierto modo inquieto en este punto, como centinela
alerta para velar por la observancia de las Reglas, y como juez severo en las
<2b-52>
ocasiones en que notaba descuido, y como inflexible vengador de las infracciones
voluntarias. Para conservar la Regla en toda su pureza y en su primitivo vigor, y
pasársela a sus sucesores tan entera como la había recibido del señor De La Salle, su
primer cuidado fue hacerse el más fiel observante de la misma; el segundo, ser su
celoso defensor, y el tercero, constituirse en su vengador denodado. De ese modo, la
regularidad a la sombra del ejemplo, de la autoridad, de las instrucciones y de los
castigos, al encontrar todo crédito y toda protección, se ponía al abrigo de la
relajación y de la negligencia, e incluso de la inadvertencia. Los más tibios, al ver a su
superior como observante escrupuloso hasta de las más leves reglas, que iba con el
ejemplo por delante de las instrucciones, que sostenía sus lecciones con advertencias
y reproches y castigaba con justas penitencias las infracciones a la Regla, en las que
intervenía el corazón, se sentían obligados a vigilarse exactamente y a observar a la
letra las leyes que no se podían violar impunemente, sin llamar la atención y sin
evidente escándalo.
El Hermano Bartolomé comenzó, pues, a ejemplo de su divino maestro, a hacer
antes de enseñar. Era religioso, hasta el escrúpulo, en la observancia de las Reglas. No
hacía distinción entre las grandes y las pequeñas en lo referente a la fidelidad. Todas
le parecían importantes; todas le indicaban la voluntad de Dios; todas le mostraban la
peligrosas consecuencias de su infracción. Con esta disposición de corazón acudía
con exactitud a todos los ejercicios de comunidad. El primer sonido de la campana le
ponía en movimiento para obedecer; entre sus Hermanos sólo se distinguía por el
fervor. Su preeminencia sobre los demás sólo se dejaba sentir por el valor que daba a
las reglas más sencillas, y se sometía a ellas con amor, estima, respeto y celo. En sus
ocupaciones y enfermedades, lejos de buscar en el primer puesto un pretexto para
dispensas o mitigaciones, modificaciones o interpretaciones favorables de la Regla,
sólo encontraba en ello obligaciones más estrechas para observarlas a la letra, sin
omitir ni una coma, y haciéndose modelo viviente de la fidelidad que se les debe. Así,
en lo referente al alojamiento, a los hábitos, a la comida y todo lo demás, quería ser
semejante a sus Hermanos y no quería ninguna diferencia entre ellos y él, si no era la
escrupulosa fidelidad a los Reglamentos.
Inútilmente se le presionaba para que no se privara de las mitigaciones requeridas
por sus fatigas, ocupaciones, trabajos y precaria salud. No las admitía, y decía que las
Reglas eran para él, por lo menos, tanto como para los demás, y que no debía
concederse nada que negaría a los Hermanos. Tener una habitación separada y una
cama fuera del dormitorio común eran motivos de mortificación. Si los aceptaba era
sólo en el transcurso de sus visitas, cuando la necesidad le obligaba a ello. En ese
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 471

caso, hacía que en la habitación y la cama preparadas para él durmiese otro Hermano,
y él iba al dormitorio común, para no tener nada singular para él. Es cierto que tenía
un despacho, como lo permite la Regla, para escribir y guardar los documentos
reservados; pero no permanecía en él sino el tiempo preciso, y en seguida volvía al
lugar de los ejercicios comunes como a su elemento natural.
Si se veía forzado a hablar a alguien durante el tiempo de silencio, lo hacía siempre
en voz baja, y de manera adecuada a favorecer una virtud que es el alma de la
regularidad. Ésa es la idea que él tenía del silencio, por lo cual mostraba gran celo en
observarlo. Según él, el silencio era, respecto
<2b-53>
de la regularidad, lo que la regularidad es respecto de la piedad, del fervor y de la
perfección: el nervio, la base y la raíz; todo el bien o el mal de una comunidad
depende de la fidelidad o infidelidad a guardarlo. En efecto, donde reina el silencio,
reina el recogimiento, el espíritu de retiro y de oración, el espíritu interior y el espíritu
regular; es decir, que la santidad entra en una casa con el silencio, y se retira cuando
éste sale. Nuestro Hermano, tan bien dispuesto a favor del silencio, se mostraba a la
vez religioso observante y generoso defensor. Lo recomendaba con frecuencia en sus
charlas, mostrando la importancia y sus importantes ventajas, y castigaba las
infracciones con penitencias severas para aquellos a quienes sus amonestaciones no
habían podido corregir.
En una palabra, su celo por la regularidad le hacía sufrir, por poco que la viese
alterada. Podía decir con el Profeta: Cuando he visto a los transgresores de tus leyes,
mi corazón ha recibido una llaga de dolor. Mi celo me ha hecho sufrir cuando he sido
testigo de que se olvidaban tus divinos mandatos.
Este mismo celo le hacía tomar la pluma para recomendar a sus Hermanos la
perfecta observancia de sus reglas. «Sea fiel a todos sus deberes y a sus ejercicios
—escribe a uno de ellos—. Sea fervoroso, y crea, mi carísimo Hermano, que le
costará mucho menos el hacerlos bien, y además estará contento. Vamos —añade
para animarle—, tenga mucho ánimo, mi carísimo Hermano, mi buen amigo. Nuestro
Señor está plenamente dispuesto a ayudarle, con tal que usted quiera acudir a Él con
humildad, con confianza y con perseverancia, y que realice lo que le manda, que es
ser muy regular, recogido y velar mucho sobre usted mismo».
Habiendo sabido que este Hermano se relajaba en este punto, le habla de manera
más severa, en estos términos: «¡Vaya!, usted comienza ya a no ser fiel a la
regularidad. Usted sabe lo que dice Nuestro Señor de la infidelidad a las cosas
pequeñas: que quien no es fiel en ellas no lo será tampoco en las grandes. Dios une sus
gracias a la fidelidad que tenemos en observar las cosas que usted llama pequeñas; y
cuando faltamos en ello, perdemos sus gracias, y nos hacemos más débiles y más
tibios; y es a través de estas infidelidades como uno se pierde poco a poco. Ponga,
pues, mucho cuidado en ello».
472 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Luego le anima a hacerse fiel servidor de Dios, por la práctica de esta virtud, y le
habla así: «Se trata, carísimo Hermano, de declararos de una vez a favor o en contra
de Dios; de serle servidor fiel, o enemigo suyo. ¿Cuál de los dos prefiere usted? Sólo
hay dos caminos; si usted toma el ancho, se declara contra Dios y le declara la guerra.
Me parece que el camino por el cual marcha todavía no es completamente el ancho,
pero lleva a él muy pronto. Examínelo delante de Dios».
El celo de este santo varón para mantener la regularidad en quienes estaban
confiados a sus cuidados era siempre nuevo, porque se consideraba responsable de la
inobservancia de las reglas, y no perdonaba nada para apartarle de ellas. Su celo no
era importuno, es cierto, pues era prudente y dulce; pero por eso mismo era más
eficaz, y aquellos a quienes exhortaba se sentían forzados a corregirse y a reconocer
que debían trabajar en llegar a ser como su superior lo deseaba.
«Nada agrada más a Dios —escribe a otro Hermano— como observar
<2b-54>
cada punto de la Regla, y ser fiel a las prácticas de Comunidad. Es a lo que Él une sus
gracias. De eso depende nuestra salvación eterna. Pues Dios no pretende concedernos
sus gracias en vano. Quiere que seamos fieles a ellas, y en cuanto advierte que somos
infieles a ellas, sabe muy bien cómo vengarse. Así, pues, el ser fieles o no depende de
nosotros; si somos fieles, estamos en el camino de la salvación; si somos infieles, nos
apartamos de él. Entonces es cuando nuestra ruina es inevitable; entonces, digo, es
cuando comenzamos a caer en el pecado, y al no ser ya fieles a las cosas pequeñas,
muy pronto dejamos de serlo en las grandes».
Tales eran las saludables instrucciones que este prudente superior daba a sus
súbditos para mantenerlos en la regularidad. Por eso tuvo la alegría de verla
restablecida en su primer fervor. Sobre este punto no escuchaba ni las excusas ni los
pretextos frívolos que la tibieza inspira a los que se cansan de ella. Era enemigo de la
relajación y amigo de la perfección de sus Hermanos, y se declaraba contra las
dispensas y los privilegios que una justa necesidad no hacía legítimos.
«No vea nada mejor ni más necesario —escribe a un Hermano— sino conformarse
a lo que tiene prescrito, y hacer cada cosa a su tiempo: la meditación, la oración, el
estudio y la escritura a la hora señalada; le recomiendo sobre todo, mi carísimo
Hermano, que no haga nada sin permiso, sino lo que está ordenado y es obligación
suya, pues es más difícil a un director o a un superior conceder algo cuando ya se ha
comenzado sin permiso, que concederlo antes de que se haya empezado».
En fin, la caída de uno de los suyos, a quien la relajación le había disgustado
insensiblemente de su estado y llegó a salir, le pareció ocasión favorable para animar
el espíritu de regularidad en la sociedad, y la aprovechó para escribir una carta
circular a todos los Hermanos, propia para causar impresión, mostrándoles el funesto
final a donde lleva la irregularidad. Esta carta es del 11 de septiembre de 1719.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 473

«Les comunico —dice— que uno de nuestros Hermanos, salido desde hace un año,
ha caído en la demencia, aunque cuando estaba con nosotros tenía buen juicio e
inteligencia. Se descuidó en la práctica de la regularidad y perdió poco a poco el
espíritu de su estado y el amor a la virtud. Se marchó, sin decir nada, a su pueblo,
donde esperaba que le fuera bien. Actualmente es despreciado y no asiste a la santa
Misa ni a los oficios divinos. Rogad a Dios por él y comunicadlo a nuestros carísimos
Hermanos, para que teman imitarle y se inclinen al amor de su estado, etc.».
Este ejemplo tuvo el fruto que esperaba, pues quienes estaban tentados en su
vocación se espantaron por la pérdida de quien lo había abandonado. Hubo, incluso,
algunos que, impresionados por este ejemplo de la debilidad humana, y en una
especie de desesperación por no poder perseverar, ante el ejemplo de otros más
veteranos que ellos, que no eran fieles, necesitaron consuelo y ayuda.
«No se angustien —les escribe el prudente superior— por quienes han salido de
nuestra sociedad, por muy veteranos que fueran. Judas era uno de los apóstoles de
Nuestro Señor, y más antiguo que los setenta y dos discípulos; con todo, cayó. Los
que salen de una comunidad después de haber permanecido durante mucho tiempo,
creen encontrar su bien, y se encuentran con su pérdida. No caen en esta desgracia por
haber sido los más obedientes, los más regulares, lo más humildes y los más
virtuosos; sino por haber sido los más irregulares, los más indóciles, los más tibios. Al
salir, purifican la comunidad y facilitan que goce de mejor salud».
<2b-55>

12. Su mortificación
Esta exacta regularidad, que era el alma de la conducta del Hermano Bartolomé, no
se desmentía nunca, porque estaba fundada sobre la perfecta mortificación, que es su
cimiento inquebrantable. Estaba lleno de dulzura y de bondad para con los demás,
pero lleno de rigor consigo mismo. Era amigo de las mortificaciones; cuando la
divina Providencia no se las proporcionaba a su gusto, encontraba el arte de
procurárselas en todo. Aunque, a decir verdad, estaba de ordinario dispensado de
tener ese cuidado, pues en el cargo que ocupaba encontraba nuevas cruces cada día, lo
que le daba pie a aplicarse las palabras del Apóstol: Señor, nuestros días son una
continua mortificación. Sus penas, de todo tipo, se multiplicaban tanto fuera como
dentro, y en la sucesión de unas y otras la única variedad era lo que distinguía el fin de
una y el principio de otra. Pero el santo uso que hacía de ellas para el provecho de su
alma le mantenía ecuánime y tranquilo, y no reflejaba sobre su rostro ninguna nube de
turbación que pudiera notarse al exterior, como la molestia de algún Hermano o la
indocilidad de otro; la pérdida de uno o la deserción de otro. Todo ello causaba en su
corazón un dolor continuo; y lo mismo su solicitud por todas las casas, el cuidado de
proveer a sus necesidades y la atención de mantenerlos en la piedad y en el espíritu de
su santa vocación, que creaban en su espíritu un trabajo espinoso y sin descanso; y
474 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tanto los asuntos desdichados como las persecuciones y las contradicciones


domésticas o de fuera, daban señales de amargura a su caridad.
Se entregaba de tan buena gana a las cruces y las abrazaba con tanta generosidad,
que se podría decir que, más que llevar él la cruz, era la cruz la que le llevaba a él.
«Buen ánimo —escribe a un Hermano que soportaba la suya—; espero que Nuestro
Señor nos ayudará y nos hará reyes, si le servimos algún tiempo en calidad de bravos
y fieles soldados. La eternidad es bastante larga para descansar de los pequeños
trabajos de esta vida».
Con estas miras de fe se animaba él mismo a caminar con valentía sobre las huellas
de Jesús, llevando la cruz. Pensaba que la recompensa era proporcionada a la pena;
que un peso inmenso de gloria es el fruto de un momento de tribulación; que la
resurrección futura es el germen de la muerte mística; que la participación en los
sufrimientos de Jesucristo nos hará participar de su felicidad, y que se reina con Él en
el cielo cuando se comparten con Él, en la tierra, sus dolores. Nada le parecía difícil:
el cáliz de amargura que Jesucristo presenta a todos los elegidos le parecía dulce para
beber.
De ahí una aplicación constante a crucificar su carne, a la que castigaba a menudo
con duras disciplinas y otras clases de maceraciones, que su débil salud y su delicada
complexión podían soportar. Sobre todo, cuidaba muchísimo el dominio de sus
sentidos, manteniéndolos en santa cautividad, sin concederles nada por indulgencia o
sin verdadera necesidad. Extendía este espíritu de mortificación, en todo momento, a
las cosas más pequeñas, imponiéndose la norma de negar a la naturaleza hasta las más
pequeñas satisfacciones, y mantenerla en una especie de martirio, privándole de toda
las cosas superfluas, y sin escuchar sus inclinaciones si no era para contradecirlas y
aniquilarlas.
Eso era lo que se notaba en él en los repasos, en los viajes, en los vestidos y en las
enfermedades. Se sabe muy bien que es en estas circunstancias cuando la carne trata
de emanciparse y el hombre se muestra al natural tal como es. Y sólo la virtud que se
funda en la verdadera y sólida mortificación
<2b-56>
brilla esplendorosa de todo lo que halaga los sentidos, y se conserva entera en el seno
de los dolores y de los sufrimientos.
Así fue la de un hombre que no iba a la mesa sino con el espíritu de los santos, esto
es, como si fuese a una especie de tormento. Confuso por verse degradado a realizar
una acción común con todas las bestias, sólo pensaba en hacerla en cristiano, en
religioso y como hombre espiritual. Es decir, que no satisfecho con referirle motivos
sobrenaturales, hacerla por orden de Dios, por sumisión a la Providencia y en unión a
Jesucristo en la acción de tomar sus comidas, se aplicaba, siguiendo a este divino
modelo, a practicar las virtudes que pueden realizarse durante esta actividad baja y
grosera. A pesar de que la alimentación de los Hermanos era en sí misma vil y
mortificante, para el Hermano Bartolomé no lo era en medida suficiente, y discurría
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 475

cómo mortificarse más en las comidas, ya fuera por la cantidad, ya por la manera de
tomarlas. No había nada soso, mal aderezado o repugnante que no fuese bueno para
él. Comía sin prestar atención a la comida, al menos aparentemente, y jamás se
quejaba de los alimentos. En los viajes, por muy fatigado o agotado que estuviese, no
mostraba prisa por ir a descansar, ni para escoger habitación y cama, ni prestaba
atención a los alimentos. Se le colocaba donde se quería y se le ofrecía lo que había; se
le servía cuando placía y nunca mostraba ninguna inclinación o contradicción. Todo
le resultaba indiferente; o más bien, lo peor, lo más pobre, lo más molesto era lo que le
gustaba. De ese modo llevaba la edificación y el buen olor de Jesucristo a todos
los,lugares por donde pasaba. Quiero decir en los albergues donde aquellos que le
daban alojamiento solían decir que serían felices si todos sus huéspedes se parecieran
a él. No era diferente de sí mismo en el alojamiento y en los vestidos. El espíritu de
pobreza, que tiene una relación tan íntima con la mortificación, sólo le daba atracción
por los más destartalados e incómodos. Parecía que había tomado por norma llevar
sólo hábitos viejos y muy zurcidos; según decía, eran los más cómodos. Ésta era una
buena razón que le movía a rechazar todos los nuevos. Si se le quería obligar a que los
aceptara, había que servirse de algún truco o encontrar la manera de quitárselos sin
que lo supiera. Con más razón aún, se negaba a aceptar cualquier muestra de
singularidad. Ni siquiera se permitía pensar que le dieran alguna cosa de más o que no
fuera totalmente conforme con las que llevan los Hermanos. Así, fue imposible que
aceptara que le hicieran una bata para la habitación, durante una enfermedad que
parecía exigirla; la razón era que ni la regla, ni el espíritu de pobreza, ni la
uniformidad podían permitirlo. Cuando necesitaba coser los hábitos o arreglar los
zapatos, lo pedía con la actitud de un pobre que lo pide de limosna. Si le faltaba
alguna cosa de la que pudiera prescindir, sufría la privación en silencio, de manera
que era precisa mucha atención para saber qué necesitaba y procurárselo. Una vez
sucedió que quien retiraba la ropa usada recogió las sábanas y puso otras limpias,
pero olvidó hacerlo para el Hermano Bartolomé. Se desconoció durante mucho
tiempo, si no fuera porque se descubrió por casualidad; pues este hombre
mortificado, que se acostaba cada noche en su cama, no hizo ni siquiera suponer que
le faltaban las sábanas. Su paciencia en las enfermedades era otro efecto de su
mortificación. Tranquilo, alegre, contento, no se le hubiera considerado enfermo si
no se le hubiera visto en la cama, y si no se hubiera sabido la
<2b-57>
enfermedad que le aquejaba. Tomaba con indiferencia todo lo que le presentaban,
estuviera dulce o amargo, y nunca mostraba repugnancia ni inclinación hacia ello. Su
silencio sepultaba en el olvido todos los descuidos de quienes le servían y los males
que no podía ocultar. Ni quejas ni murmullos salían de su boca, ni en su cara se
mostraba sombra de enfado o descontento. De manera que se iba a ver al enfermo
para edificarse, y los enfermeros le atendían con verdadero placer. La misma atención
ponía durante la convalecencia, que es tiempo en que el fervor puede sufrir más, y que
en efecto, él lo experimentaba; la misma atención, digo, ponía en no conceder nada
476 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

superfluo a la naturaleza, a no halagarla con mitigaciones peligrosas y a que no se


emancipase con una falsa libertad. Tal proceder le daba derecho a dar lecciones sobre
la mortificación y recomendar su práctica.
«Cuando tenga cuidado —escribe a uno de sus Hermanos— de conducirse según el
espíritu de Dios y de estar bien unido a Él por la meditación y por vuestra fidelidad a
vuestras obligaciones, no tendrá dificultad para mortificar sus sentidos. Usted sabe
que esto es necesario para ser verdadero discípulo de Jesucristo, pues la carne que no
es mortificada queda sujeta a muchos pecados, y en peligro de perecer eternamente».
El que vive según la carne, morirá, dice san Pablo; y dice él mismo en otro lugar:
Todos los que son de Jesucristo han crucificado su carne con sus vicios y pasiones.
«Por tanto, cuando usted sea muy mortificado, tendrá más gusto por la oración y más
alejamiento de su propia voluntad, del orgullo, de la pereza, y no tendrá facilidad para
faltar en muchas cosas pequeñas».
«No se fíe nada y no se haga ilusión. Sin mortificación de los sentidos y de las
pasiones, no se puede vivir en cristiano. Ni siquiera se puede conservar la gracia de
Dios. ¿Desea usted su salvación con seguridad? Haga a Dios el sacrificio de usted
mismo, mortificándose en todo, sus ojos, su lengua y sus oídos, etc.».
Este santo varón estaba tan persuadido de que la mortificación es una virtud capital
y esencial, que tenía costumbre de decir que no había que esperar mucho de una
persona poco mortificada. Por lo cual no dejaba de alentar a los que la Providencia le
había encomendado a que trabajasen con valentía para adquirir esta virtud.
«Hermanos míos —les decía a menudo con el Apóstol—, no es a la carne a la que
somos deudores para vivir según la carne; pues si vivís según la carne, moriréis; pero
si por el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis». Añadía que no debían
esperar mucho progreso en la oración sin mortificarse. A este propósito, decía:
«Oración sin mortificación es ilusión; mortificación sin oración es más o menos lo
mismo; pues estas dos cosas son necesarias para hacer a un hombre virtuoso y
cristiano. Practiquen bien la oración en todo momento, si pueden, y recibirán gracias,
luces y fuerzas para mortificarse; pues no hay verdadera virtud sin oración ni
mortificación».
Un Hermano le pidió que remediara sus dificultades cambiándole de la casa donde
estaba y que le enviara a otra; pero él le aconsejó que cambiara él mismo de
disposición y que renunciara a su propio espíritu.
«Es preciso, carísimo Hermano —le dice— tener mucho cuidado para no
<2b-58>
oír demasiado al espíritu propio, que no quiere ninguna contradicción ni renunciarse,
superando las repugnancias, pues sabe usted que tenemos estricta obligación de
mortificarnos y vencernos para vivir según el espíritu del Evangelio. Nuestro Señor
dijo a todos los hombres: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz cada día y sígame».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 477

Y escribe a otro: «Ánimo, carísimo Hermano, buen ánimo. Usted sufre un poco en
el sitio donde está. He ahí el camino y la escala del cielo por la que camina a grandes
pasos. Comparto todas sus dificultades, y ruego a Nuestro Señor que tenga a bien
concederle la gracia de aprovechar de las pequeñas dificultades y contrariedades que
le ocurren. Trate de ver en ello la justicia de Dios llena de misericordia para con usted,
ya que esto servirá para purificarle y saldar todas sus deudas. ¡Ay, qué feliz es usted
por cumplir el purgatorio en este mundo! Hay que pasar por ello para llegar al cielo, o
en esta vida o en la otra. Piense en ello, se lo ruego, y rece, como ya ha hecho, para
pedir a Dios la paciencia en los motivos de pena y de mortificación que le puedan
suceder».
Tales eran los consejos saludables que este santo Hermano daba a aquellos de los
suyos que lo necesitaban; y tenía gracia para darlos, ya que tan bien lo cumplía él
mismo con sus ejemplos.

13. Su paciencia y mansedumbre


Una persona tan mortificada era un hombre paciente y manso, que sabía sufrir y
callar, y que por ser tan tranquilo en el interior de sí mismo, no mostraba
exteriormente más que una dulzura victoriosa sobre las pasiones humanas. Desde
luego, hay que reconocer que en el puesto que él ocupaba necesitaba mucha
mansedumbre y paciencia. Estaba a la cabeza de un Instituto nacido y cultivado en el
seno de la pobreza y de la ignominia, de la persecución y de la cruz; y al reemplazar al
señor De La Salle, le sucedió también en todas sus dificultades y humillaciones.
Internamente, al principio se encontró con varios falsos Hermanos que no quisieron
reconocerle en calidad de superior; eran sujetos soberbios y revoltosos que se
levantaron contra él y despreciaron su proceder; estas personas, olvidándose de sí
mismas, le injuriaron y le llenaron de reproches, considerándose con derecho a
mirarle como un ambicioso y tratarle como a un intruso. El silencio y la paciencia
fueron las únicas armas que empleó el prudente superior para combatir a sus
enemigos domésticos, que al final se rindieron a la irradiación de su virtud. Sólo uno
de ellos fue más obstinado, que aumentó en orgullo y siguió su rebelión; pero los
Hermanos hicieron justicia arrancándolo del cuerpo, convencidos de que un sujeto a
quien la longanimidad de su superior no había podido ganar, era incorregible.
En el exterior, el sucesor del señor De La Salle tuvo como enemigos
irreconciliables a todos los que lo habían sido del santo fundador. Era gente tanto más
peligrosa cuanto que pensaba buscar el bien del Instituto persiguiendo al fundador. Y
gente tanto más de temer por cuanto mostraba menos pasión y parecía moverse sólo
por motivos nobles y de celo por la gloria de Dios. El Hermano Bartolomé, visto
siempre como el hombre de confianza del señor De La Salle, como su brazo derecho,
como el más apegado a su persona de todos sus hijos, al convertirse en el objeto de la
aversión secreta de esas gentes y de su envidia disfrazada, también se convirtió en
objeto de sus persecuciones; y cuando ocupó el puesto del fundador, tuvo que
478 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

afrontar él solo todos los esfuerzos de aquellos rabiosos enemigos de todas las reglas,
de todas las prácticas
<2b-59>
y de todos los usos introducidos en la sociedad desde su nacimiento, cuya abolición se
empeñaban en conseguir por todos los medios posibles.
El paciente sucesor del señor De La Salle, instruido en su escuela y formado con
sus ejemplos, se defendió de todo eso como él: sufriendo y callando. Con esta
perseverancia a sufrir con humildad, alcanzó completa victoria sobre todos sus
enemigos, de dentro y de fuera, y adquirió para su sociedad una paz y una
tranquilidad que la hicieron florecer en la piedad y en el fervor primitivo.
La dulzura le ayudó también mucho para lograr esta victoria, al irle ganando
insensiblemente el corazón de aquellos cuya paciencia les había ganado la estima. La
mansedumbre, esta virtud tan amable, fue el alma de su gobierno, y le dio una
verdadera imagen de ser el más dulce de los hombres, de aquel que se propuo como
modelo de dulzura.
El Hermano Bartolomé al principio llevó tan lejos esta virtud que algunos de los
Hermanos, celosos del buen orden y de la exacta disciplina, temieron que entrara la
relajación. Pero se tranquilizaron al ver que su superior juntaba la complacencia con
la firmeza y la severidad con la bondad, y sólo usaba la dulzura para mantener la
perfecta regularidad. Y que igualmente, sabía comprender la debilidad humana y
sostenerla, corregía y consolaba, y se hacía obedecer llevando al cumplimiento del
deber, por amenazas o por penitencias eficaces, a quienes se apartaban de ella,
abusando de su bondad.
Este prudente temperamento de firmeza y de mansedumbre consiguió todo el
efecto que se podía esperar. Sirvió de salvaguarda y defensa a la regla, de estímulo y
compromiso al fervor; para los flojos y tibios, sirvió de barrera y de muralla, y a las
almas de buena voluntad, de atractivo y de apoyo. Unos, temiendo contristar a un
hombre que se conducía con la ternura de un padre, mostraron hacia él un corazón de
hijos sumisos y dóciles. Otros, intentando no abusar de la paciencia de un maestro
que sin atender a tal cualidad sustituía los ruegos a los mandatos, consideraron una
obligación ir por delante de todos sus deseos, y ejecutarlos como si fueran órdenes.
Algunos, al ver que su superior no se vengaba de su indocilidad y de la falta de respeto
sino humillándose y pidiéndoles perdón, se sentían más culpables que si hubiesen
sido condenados a rigurosas penitencias, y ellos mismos se las imponían y satisfacían
por sus faltas. Y otros, en fin, encantados por la dulzura de un Hermano que sabía
sazonar de gracia y unción las reprimendas y correcciones, de modo que no sentían su
aguijón, sabían con gusto que se ocupaba de su vigilancia y de su exactitud, y se
hacían fieles a su deber.
El Hermano Bartolomé, convencido de que el espíritu de dulzura es el espíritu de
Jesucristo, y que sólo él consigue gobernar las almas, no olvidaba nada para
inspirárselo a los directores de las casas. A menudo les decía: «Con una palabra dulce
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 479

o con un gesto de bondad, ganarán a aquellos que ni los largos discursos, llenos de
fuerza y de razonamientos, han podido doblegar. Quien se rebela contra el azote y la
corrección, se doblega y se rinde a un testimonio de caridad. El corazón que se
amarga contra la reprimenda, se deja vencer por una ligera caricia. Así es el corazón
humano: quiere ser gobernado por el amor y la dulzura. Dios que le conoce, que le ha
hecho, y que sabe atraerlo como y cuando le place, no emplea ni la imposición ni la
dureza; le toca, le
<2b-60>
ablanda, y se hace gustar; y Él consigue lo que quiera haciéndose amar. Ése es el
modelo de un buen gobierno. ¿Puede uno equivocarse imitando el proceder de Dios?
¿No es el espíritu de Jesucristo el espíritu de mansedumbre? ¿No es esta virtud la que
Él nos da para que la estudiemos y la copiemos? Quienes emplean el rigor y la
severidad, las amenazas y los castigos para conseguir hacerse obedecer, tienen el
espíritu de Elías, y no el de Jesucristo. No fue con el rugido de los truenos o por la
amenaza del fuego del cielo, como este divino Salvador atrajo a la Magdalena a sus
pies, al publicano tras sus huellas, a la samaritana a la penitencia, y en su seguimiento
a los más grandes pecadores; fue con los encantos de su dulzura y con los atractivos
de su amor. Lo que Él hizo es lo que deben hacer ustedes. ¿Tienen un modelo más
excelente que imitar?».
Con este mismo espíritu, el prudente superior mandaba a los directores de las casas
que purificaran su celo de toda acritud, de toda pasión y de toda amargura, sin dejar
escapar, en las correcciones y reprimendas, ningún signo de turbación, de
impaciencia o de vehemencia; tampoco quería que se mostrasen demasiado
ardorosos y precipitados para levantar a los que habían caído, o que se lo hiciesen
sentir con reproches demasiado hirientes, que producen llagas que se ulceran cuando
no se trata debidamente a los que han quedado heridos. Si alguno de vuestros
Hermanos ha caído —les decía sobre este punto siguiendo al gran Apóstol—, a
vosotros, que debéis ser verdaderos hombres espirituales, corresponde levantarle
con espíritu de mansedumbre. Prestad atención a estas palabras: Que quien está de
pie, tema caer. Recordando su propia debilidad, que trate con bondad la del prójimo, y
que no olvide nunca que, al estar sujeto como él a la tentación, puede seguirle en el
mismo precipicio».
Este espíritu de mansedumbre que le acompañaba a todas partes, le proporcionaba
a menudo armas victoriosas sobre los más duros corazones. Cierto día se hallaba con
otro Hermano en un viaje desde Ruán a París, por el Sena, con cuatro libertinos.
Después de aguantar en silencio sus burlas, y de escuchar con un corazón herido los
chistes y burlas que aquellos descreídos hacían de lo más santo que hay en la religión,
pensó que lo mejor en aquella situación era rezar en lugar de hablar, y oponer un
humilde silencio a los discursos impíos, y el buen ejemplo al escándalo; y así, con su
compañero, se puso a rezar y a hacer santas lecturas. Pero era justamente lo que
esperaban aquellos descreídos para lanzar el veneno de una incredulidad descarada e
impúdica contra las verdades fundamentales del cristianismo. Después de haber
480 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

lanzado contra la piedad todos los dardos que una lengua impía, malvada y satírica
puede emplear, añadieron en tono de burla que, al parecer, aquellos buenos
Hermanos eran del número de los que temían el infierno. Dichas estas palabras, los
impíos permanecieron en silencio como para aplaudir tan feliz descubrimiento, o
para llamar la atención sobre tan sabias palabras. En seguida, el más atrevido tomó la
palabra, haciendo gala de impiedad, para reírse de la creencia en el infierno, y
encontró en sus compañeros de incredulidad los más firmes defensores.
Todo el mundo callaba y el silencio parecía dar la victoria al libertinaje más
palpable. Cuando el Hermano Bartolomé, con el fin de detener el escándalo y borrar
sus muestras, tomó la palabra para rechazar un error tan favorable a la corrupción de
las costumbres, lo hizo con tanta gracia y unción que los descreídos, confundidos y
desengañados a la vez, confesaron y retractaron inmediatamente una doctrina que
sólo nace de la impiedad y que conduce a
<2b-61>
todos los pecados. El que había sido el más sinvergüenza fue el primero en retirar sus
afirmaciones, honrando al Hermano Bartolomé, porque era el único que hubiera
podido convencerle en un punto en el que la mala vida tiene tanto interés en alterar la
fe. Los otros, a su vez, hicieron la misma confesión, y cambiando de conducta
después de haber cambiado su creencia, mostraron profundos testimonios de estima
al que poco antes habían ultrajado con desprecio.
Así era como la mansedumbre de este Hermano encontraba la manera de triunfar
de las almas más duras. No rechazaba a nadie, y si ocurría que presenciaba alguna
falta de un Hermano, no le reprendía inmediatamente, con vehemencia, sino que le
dejaba tiempo para reconocerlo; y si veía que la seguía un sincero arrepentimiento, la
olvidaba y la enterraba en el silencio. Es lo que aconsejaba a los Hermanos directores,
y les advertía que utilizasen debidamente las reprimendas y que mezclaran en ellas,
por decir así, la amargura con el azúcar de la dulzura.
«Le recomiendo —dice a uno de ellos— la suavidad en vuestras advertencias y
reprensiones. Hable con peso y medida, lentamente mejor que con vehemencia. Le
aconsejo y le ruego que actúe siempre, sobre todo con sus Hermanos, con mucha
moderación y calma en sus palabras; pues la impetuosidad en el hablar causa y
produce la imprudencia; etc.».
Pero como hay que estar atento en extremo sobre uno mismo para no excederse
alguna vez en las palabras, y hay que tener una paciencia a toda prueba para no
deslizarse a decir una palabra más alta que la otra, les aconsejaba que pusieran mucha
atención en ello.
«Usted nota —dice a un director—, desde hace tiempo, que la paciencia es
necesaria en todo momento, ya que siempre hay alguna cosa que le contraría en su
empleo, sobre todo cuando quiere cumplirlo debidamente. La cruz está plantada en
todas partes, en el refectorio, en el dormitorio, en el oratorio, en la sala de ejercicios...
En una palabra, en cualquier estado y empleo hay cruces que le esperan, etc.».
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 481

Él mismo confesaba que necesitaba mucho esta virtud, y suplicaba a sus Hermanos
que la pidiesen a Dios para él.
«¡Ah! —exclama escribiendo a uno de ellos—, ¡qué oficio es el de superior de
nuestra sociedad! Se lo digo a usted, entre nosotros; habría que tener una buena
provisión de paciencia. ¡Bueno!, yo le ruego que la pida a Dios para mí, etc.».

14. Su humildad
¿Qué diré de la humildad de este buen Hermano? Desde que entró en la sociedad,
su vida fue un ejercicio continuo de ella, y un ejemplo perfecto. Es lo que se habrá
podido ver en la vida del señor De La Salle y en este resumen que hacemos de la suya.
Humilde novicio, humilde maestro, humilde discípulo, humilde superior, parece
que de todas las virtudes, fue ésta la que más ansiara del santo fundador y la que mejor
imitó.
¡Cuántas veces disputó con el santo varón a propósito de la obediencia, del último
puesto y de la humillación! Cada uno de ellos violentaba al otro para ponerse a sus
pies, para pedir permisos y volver al estado de dependencia. Si el señor De La Salle,
llevándose siempre la victoria, obligaba al Hermano Bartolomé a que mandara, que
<2b-62>
retomara la autoridad y que actuara como superior para con él, el Hermano
Bartolomé, confundido, encontraba en las humillaciones del fundador nuevos
motivos para humillarse.
Este Hermano nunca olvidó ni quién era el que así se comportaba con él, como el
más humilde de los novicios, ni el provecho que debía sacar de los ejemplos de
humildad que le daba aquel santo sacerdote, aquel doctor, antiguo canónigo de
Reims, su director y su padre. Ni tampoco olvidó nunca este Hermano quién era él
respecto de aquel santo varón, un simple Hermano, su alumno, su discípulo, su
penitente. De manera que cuanto más se rebajaba uno, más se humillaba el otro.
El Hermano Bartolomé, elegido superior, al ver con frecuencia a sus pies al señor
De La Salle, sumiso a sus deseos y pidiéndole permisos, llegó a verse como más
pequeño ante sí mismo, más anonadado ante Dios y más humillado en su propio
interior. Manteniendo siempre la desconfianza de sus propias luces, forzaba a su
maestro a que hablara y le enseñara lo que tenía que hacer, decir o callar; y sólo dejaba
sentir su autoridad sobre el santo varón para obligarle, por la virtud de la obediencia, a
guiar de la mano a su discípulo y a gobernar la sociedad en nombre suyo.
Respecto de las personas de fuera, el Hermano Bartolomé tenía actitudes y
palabras tan humildes, que casi siempre lograba desarmarlos y les hacía que
expresaran movimientos más favorables hacia él o hacia los Hermanos.
482 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Aquellas mismas personas que más opuestas estaban contra el Instituto, cambiaban
sus disposiciones para con él, cuando veían al superior a sus pies y pedir perdón por
pretendidas faltas, de las cuales ni él ni los Hermanos eran culpables.
Si la lejanía de los lugares le impedía ir personalmente para rebajarse ante los
poderosos indispuestos con los Hermanos, para amansarlos, les escribía en términos
tan humildes y con un estilo tan adecuado para calmarles, que, en efecto, la lectura de
sus cartas parecía convertirlos en otros hombres. Es lo que ya vimos que sucedió con
los señores obispos de Boloña y Macón.
Un proceder parecido de humildad se daba en este virtuoso superior respecto de los
Hermanos. La autoridad que ostentaba le llenaba de confusión, y lejos de envanecerle
le servía de motivo para humillarse ante ellos. El honor que le hicieron de ponerle al
frente de ellos, le parecía una prueba patente de la humildad de sus corazones, y era
para él como una voz humillante que le decía que era el único entre todos ellos que
estuviera lleno de orgullo. De manera que considerando su elección como un aviso de
su indignidad, creía que él era el único incapaz de cumplir debidamente el cargo al
que le habían elevado.
Con este mismo espíritu honraba a los Hermanos ancianos, como si fueran sus
padres; también a sus compañeros de noviciado, como a maestros suyos, y a los más
jóvenes, como a hijos de Dios. Hablaba a todos con actitud de respeto y con una
especie de reverencia que atraía hacia él la de todos los demás, sin que se diera cuenta.
En esto, participaba del espíritu de san Pablo, y practicaba a la letra los consejos que
daba a su discípulo Timoteo.
Sumiso interiormente a toda criatura, según la máxima de los Apóstoles, obedecía
más que mandaba; se humillaba en todos los encuentros, incluso delante de aquellos
que necesitaban serlo. Empleaba los ruegos en vez de las amenazas y de las
reprimendas. En cuestiones indiferentes cumplía la voluntad de los que deberían
haber indagado la suya, y se prestaba a las inclinaciones y a los deseos de cualquiera,
cuando su deber se lo permitía.
<2b-63>
No hay, pues, que extrañarse si un hombre tan humilde no hacía nada sin consejo;
si él tenía en cuenta, con tanta facilidad y alegría, las luces del prójimo; si no hacía
nada sin haber consultado, mientras vivió, a su profeta, el señor De La Salle; si
remitía todos los asuntos de la sociedad al consejo de sus Asistentes, y si no quería
decidir nada, en asuntos de importancia, que no fuera aprobado por la asamblea de los
Hermanos o aceptado por los principales de ellos. No hay que extrañarse tampoco si
en los viajes el Hermano Bartolomé dejaba de lado su cualidad de superior para
revestir de ella al acompañante, obligándole a ejercer la autoridad con respecto a él, y
mostrarla delante de toda la gente. Y no era sólo con los Hermanos antiguos con
quienes procedía así; lo practicaba incluso con los más jóvenes novicios. En cierta
ocasión llevaba consigo a un novicio tosco y corto de entendederas, y al llegar a un
monasterio en el que iban a pedir alojamiento, le mandó que al llegar al convento se
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 483

presentara como el superior. Y así lo hizo. El novicio habló al prior en calidad de tal,
respondió a las preguntas que le hicieron y recibió las muestras de distinción;
mientras tanto, el Hermano Bartolomé, sumido en humilde silencio, hacía de
acompañante. Pero el virtuoso Hermano no se detuvo en eso. Cuando entraron en la
habitación de los huéspedes, se arrojó a los pies de su nuevo superior y le dijo:
«Carísimo Hermano, hasta ahora, en el viaje, he mandado yo; ahora lo tiene que hacer
usted; aquí estoy preparado a recibir sus órdenes». El novicio, aturdido por este
manifestación de humildad, se arrodilló, a su vez, asegurando que se quedaría allí, en
aquella postura, hasta que él se levantara. Comienzo por obedecerle, y me levanto,
replicó el Hermano Bartolomé. El novicio, molesto por este lenguaje y tratando de
terminar aquella situación, pidió al Hermano que comenzara alguna lectura sagrada.
Con mucho gusto, respondió el Hermano Bartolomé, indíqueme el lugar donde
quiere que lea. A la hora de la cena quiso acusarse de sus faltas al nuevo superior,
pidiéndole una penitencia, según la costumbre de la Congregación; pero el novicio,
desconcertado por estos actos de humildad, que no esperaba, le rogó que lo retrasara
hasta el final del viaje. Así se comportaba el superior de los Hermanos con todos sus
demás compañeros de viaje. Les enseñaba a obedecer y a humillarse con su ejemplo;
y ellos terminaban el tiempo de su compañía con nuevas ganas de ejercitarse en esta
santa práctica.
Después de todo, a nuestro orgullo le cuesta mucho menos humillarnos a nosotros
mismos que ser humillados por los demás. Haciéndolo pocas veces, lo hacemos
perfectamente. El gusto particular, el espíritu natural, el amor propio, apenas sufren
cuando se hunde la espada de la humillación en lo profundo del alma. La vanidad es
un veneno que sabe correr hasta en las acciones humillantes en el exterior; y muy a
menudo se lleva un orgullo refinado, bajo la apariencia del desprecio de sí mismo.
Pero verse despreciado, criticado y censurado por los otros, incluso por sus inferiores,
sin pena, sin resentimiento, aceptar y admitir las injurias y las falsas acusaciones con
espíritu de mansedumbre, con el sentimiento de la propia indignidad y con la
persuasión íntima de que se merece el tratamiento más vil, y que quienes lo hacen
cumplen algo justo y nos conocen a fondo, es un testimonio de humildad que no es
equívoco.
Éste es el sello con que estaba marcado el Hermano Bartolomé. Apenas
<2b-64>
salido del Noviciado se convirtió en el confidente del señor De La Salle, y apenas era
un neófito cuando tuvo que ocupar su puesto. ¿Qué le atrajo la confianza del
fundador? La envidia de algunos Hermanos veteranos y todos los dardos satíricos e
hirientes que se derivan de ella. ¿Cómo los recibió nuestro Hermano? Con una
modestia y humildad que cambiaron el corazón de los envidiosos y que cambiaron su
envidia en admiración y estima, hacia una virtud superior a su malicia. ¿Qué llevó al
primer puesto a aquel que sucedió al fundador? Las contradicciones, las rebeldías y
las injurias de parte de algunos soberbios. Hubo quienes le tacharon de ambición, que
484 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

criticaron su proceder, que le hablaron o escribieron de manera ofensiva. Los calmó


con sus humildes respuestas:
«Jamás disputaré con nuestros Hermanos, si Dios lo quiere, por cuestión de la
superioridad. Estoy y siempre estaré dispuesto a cederla a quien la sociedad quiera
escoger para este cargo, que yo considero como una pesada carga. En cuanto a mí,
personalmente, me gustaría más ser el último de los novicios, y soportar no sólo el
peso de dirigir nuestra sociedad, sino incluso la de la casa más pequeña y menor de
todas; esto sería muy ventajoso para mí. Por lo demás, estoy seguro que hay personas
externas que no querrían que los Hermanos tuviesen como superior a uno de ellos,
pero es evidente que Dios no les ha dado las luces necesarias para la dirección del
Instituto. Es imposible que tales personas, que no conviven con nuestros Hermanos, y
que no los conocen, puedan gobernarlo alguna vez. Éste es el sentir de las personas de
comunidad más competentes que hay en Francia. Todas están de acuerdo en afirmar
que los Hermanos deben gobernarse por sí mismos, sin lo cual habría que esperar la
división y la destrucción de la sociedad, etc.».
«En lo que a mí concierne, de buena gana me descargaría de la pesada carga que
nuestros Hermanos me han impuesto por penitencia; cuando se quiera, estoy
preparado. Cuando nuestros Hermanos puedan y quieran celebrar una nueva
asamblea, les daré las manos y les rogaré que me liberen de este peso, porque estoy
demasiado cargado. ¡Ah, qué carga tan pesada es el cuidado de gobernar nuestra
sociedad! Tengo razón al temer el juicio, por la enorme cuenta que tendré que dar en
él. Le ruego que me descargue de una parte de esta enorme cuenta por medio de su
fidelidad a la observancia regular y a la práctica de todas las virtudes que le adornan, y
actuando de modo que nuestros Hermanos que están bajo su gobierno sean también
muy fieles a ellas. Usted es el guardián, el depositario y el defensor de nuestras reglas
en su casa. Ruegue a Dios que os ayude en esto, y que os comunique su Espíritu Santo
para no gobernarse sino por Él».
El amor que nuestro virtuoso Hermano profesaba a la santa virtud de la humildad,
le comunicaba un celo siempre renovado para recomendarla a sus discípulos. Cuando
era maestro de novicios, los exhortaba a que construyeran el edificio de la vida
espiritual sobre estos cimientos.Y era ésta la práctica de la virtud que nunca dejaba de
recomendar a todos los Hermanos, tanto a los veteranos como a los más nuevos.
Escribe a uno de ellos: «Para conservar la pureza, virtud evangélica, es preciso que
se humille hasta el centro de la tierra. Es preciso que le reprendan, que le examinen,
que se le rechace. Es preciso que vea a sus Hermanos como sus superiores e imite a
Nuestro Señor, que ha despreciado todos los honores
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del mundo, que ha estimado como algo digno de Él la pobreza, los sufrimientos y las
humillaciones, y que se hizo obediente hasta la muerte de cruz. Si usted le imita en
esto, el demonio no sabrá por dónde atacarle, etc.».
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15. Su amor a la castidad


Sólo diré una palabra sobre la castidad de un hombre que consideró siempre esta
virtud como el tesoro precioso que merece ser comprado al precio de todo lo demás.
En efecto, el principal motivo que le retiró del siglo y que le ocultó en una comunidad
donde se vivía en total separación del mundo, fue el amor que tenía por esta virtud.
Pensaba que no tenía seguridad para ella en un mundo que tiende trampas por todas
partes, y donde la gente no se oculta para intentar corromperla, y por eso tomó la
generosa decisión de retirarse primero a la Trapa, y luego a la casa de los Hermanos,
con la esperanza de salvarla del naufragio y conservarla sin mancha en este puerto y
asilo.
A fin de triunfar en esto, no perdonó nada de su parte. Si la castidad merecía todos
sus cuidados, él se los dedicó todos por entero. Sacrificios, mortificaciones,
oraciones... nada se le hizo costoso para salvaguardar este tesoro. Con todo, ¡oh
profundidad de los juicios de Dios!, a pesar de tantas precauciones, de la vigilancia y
de las ayudas, nunca pudo sustraerse a los ataques del tentador, que le persiguió
durante casi todo el tiempo de su vida. El Hermano Bartolomé se vio expuesto a
menudo a los insultos del espíritu inmundo, que le perseguía por todas partes, y que
no terminaba su ofensiva sino para preparar otras batallas más rudas. Para librarse de
ellas, en vano empleó todos los medios que la sagrada Escritura y los santos padres
recomiendan: retiro, recogimiento, oración, meditación, comuniones, penitencias,
mortificación de los sentidos, humillaciones, apertura de su interior, etc. Este
ejercicio continuo de virtud, en lugar de apagar en su carne el fuego de la tentación,
parecía incrementarla; en lugar de borrar de su imaginación las imágenes lascivas que
el demonio pintaba en ella, parecía renovarlas. Dios lo permitía así para multiplicar y
medir la corona de este casto Hermano, sobre los múltiples y furiosos ataques que
estaba forzado a sostener.
En fin, cansado y fatigado de tan cruel guerra, esperó encontrar la paz en sí mismo
quitándole al demonio el poder de tentarlo. Con esta finalidad hizo voto de no salir del
Instituto. Este voto le devolvió la calma por algún tiempo, pero no para siempre, pues
este voto no apagaba la concupiscencia en su fondo, y todavía dejaba al espíritu
seductor la materia adecuada para formar sus tentaciones; sabe pintarlas con tanta
maña que la imaginación las ve más bellas que lo que parecen a los ojos mismos a
quienes se ofrecen. Con frecuencia, cuando más intenta el alma alejarlas, más se
esfuerza el maligno por acercarlas. Si no puede mancharla, al menos intenta cansarla,
disgustarla y turbarla, y se complace en perseguirla, si no consigue vencerla. Este
maligno placer fue la única ventaja que pudo sacar de la cruel guerra que hizo a un
soldado siempre dispuesto a combatirla, siempre alerta para no dejarse sorprender y
revestido siempre de la armadura de Dios, con la cual rechazaba todos los dardos
encendidos del demonio.
De esta forma, la victoria se declaraba siempre a favor de un hombre a quien la
tentación le hacía más fervoroso, y en quien operaba los felices efectos que Dios
486 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

espera de ello, que son humillar, probar e instruir, como lo explica el santo autor de la
Imitación de Cristo (L. 1. c. 13).
<2b-66>
A vista de la llaga de una concupiscencia inflamada e irritada, que no podía cerrar
ni curar, y con el sentimiento de un corazón tan inclinado a la voluptuosidad, en una
especie de abandono a los deseos más inflamados, a las pasiones más vergonzosas y a
la más cruel persecución de los demonios, a los cuales se creía expuesto, y, en fin, a la
proximidad del precipicio en el que estaba amenazado de caer, gemía, se humillaba,
oraba, se armaba de paciencia, y llamaba en su ayuda el ejercicio de las más heroicas
virtudes. De ese modo, sus combates multiplicados sólo servían para incrementar sus
méritos. Salía de ellos más vigilante, más humilde, más agradecido a Dios y más
comprensivo con las debilidades de sus Hermanos.
Semejante al soberano pastor que siente todas nuestras enfermedades, que ha
querido ser tentado en todo y que se ha hecho en todo semejante a los hijos de Adán,
salvo en el pecado, el sucesor del señor De La Salle aprendía por la experiencia diaria
de sus miserias a compadecerse de sus Hermanos, a escucharlos con bondad, a
consolarlos con ternura y a soportar con corazón de madre sus debilidades. Eso es lo
que aprendió y lo que practicó con suma fidelidad, y eso es también lo que hizo que su
gobierno fuera tan amable.
A un Hermano que le expresaba la pena que sufría al verse reducido a combatir sin
descanso al ángel de Satanás, le escribe así: «No es nada extraordinario que se vea
tentado contra la castidad. Todo el tiempo que el hombre permanezca sobre la tierra
en su cuerpo de barro, siempre estará en situación de volverse hacia la porquería. Esto
debe humillarle y moverle a velar sin cesar sobre usted mismo y a mantenerse en
guardia. Para ello es preciso rechazar todas las ocasiones de tentación, en la medida
que sea posible, rezar mucho y a menudo a Dios, y pedir los consejos de un prudente
confesor».
Consejos tan saludables muestran a las claras cuál era su atención para purificar de
toda mancha los vasos del Señor que le estaban confiados. Pero si les impulsaba a huir
de todo lo que tuviera sombra de impureza, les recomendaba que no se alarmaran por
los pensamientos sucios y por los fantasmas con que el demonio trata de manchar la
imaginación, pues la turbación y el desaliento sirven para mantenerlos, en vez de
alejarlos. El ánimo en resistir, el fervor en la oración, la fidelidad a humillarse, la
práctica confiada de la verdadera obediencia, la mortificación de la carne y de los
sentidos, la comunión fervorosa y frecuente, el amor al retiro y a la oración, el recurso
a la Santísima Virgen y a los santos ángeles custodios, el candor y la sencillez para
descubrir el fondo del alma a sus directores: he ahí las armas que les mandaba utilizar
contra el espíritu inmundo, y que los santos nos aconsejan como las únicas
victoriosas. En fin, mucha modestia y profundo recogimiento, eran, según él, uno de
los medios más excelentes para cerrar la entrada del alma a este espíritu infernal. Por
eso nada recomendaba tanto como el recogimiento de la vista. En su opinión, los
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 487

Hermanos abrían demasiado los ojos para ir a su empleo. En esto, como en todo lo
demás, él daba ejemplo. Sólo en caso de necesidad miraba los objetos que agradan
más al corazón que a los ojos cuando uno se los encuentra. Era fiel a cerrarlos sobre
aquellas personas jóvenes a los que Job negaba su mirada, como consecuencia del
pacto que había hecho, y vivía sobre la tierra como una persona que se prepara para
ver a Jesucristo y que considera que cualquier otro objeto es indigno de su mirada. A
esta libertad para abrir demasiado los ojos atribuía la mayoría de las tentaciones.
Escribe a un Hermano: «Su disipación de los ojos y de la mente podrían
<2b-67>
contribuir mucho a las tentaciones que tiene. En tanto que le sea posible, debe intentar
no dar ocasión a la tentación. Nuestro Señor le manda que vigile y ore en todo
momento, por miedo a caer. Trate, por tanto, de acostumbrarse a vigilar sobre sus ojos
y sobre su mente, si quiere avanzar por el camino de la santidad».
Al mismo Hermano, que le había manifestado la dificultad que tenía para dominar
sus ojos continuamente, le responde con estas pocas palabras: «Como los ojos son los
mayores enemigos que tenemos, debe vigilar muy bien sobre ellos, por temor a que le
lleven a la perdición. Nuestro Señor dice que si tu ojo te escandaliza, debes arrancarlo
y arrojarlo lejos de ti; si este divino mandato no se interpreta a la letra, sí debemos
entenderlo en sentido espiritual, es decir, que debemos tomar todas las precauciones
posibles para no dar libertad a nuestros ojos, por temor a que nos escandalicen y nos
hagan caer. Por la disipación de los ojos nos hacemos tan exteriores y tan sensuales
que nos llenamos de las criaturas y de las cosas sensibles, vaciándonos de Dios y de
las cosas espirituales. Preste mucha atención a este punto, etc.».
En fin, decía que el recogimiento, para ser provechoso, debía ir acompañado de
frecuentes jaculatorias, de diversas elevaciones del corazón a Dios y de la
elaboración de diversos actos de algunas virtudes, como la fe, la esperanza, el amor,
la contrición, la humidad y la resignación. «Este recogimiento —añadía— es el que
produce excelentes efectos; si no es así, sólo es apariencia, hipocresía o imaginación».

16. Su prudencia
Acabemos diciendo breves palabras sobre su exquisita prudencia. Se han visto
algunos rasgos en lo que ya se ha dicho. Brilló, sobre todo, en la destreza que tuvo
para ganarse al difunto señor obispo de Mâcon, y en disponerle a favor de los
Hermanos. ¡Y qué beneficio le consiguió esta rara virtud ante el difunto señor obispo
de Boloña! Consiguió detener sus sentimientos de indignación y arrebatar de sus
manos las armas que había tomado contra los inocentes, cuyo único pecado era
negarse a poner su nombre en la lista de los apelantes.
Si la prudencia es una virtud tan rara, es que presupone otras virtudes poco
comunes. Estas virtudes son la humildad, la mortificación y la oración. La humildad,
que elimina el espíritu de presunción y de buena opinión de sí mismo, manteniendo al
488 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

alma en santa desconfianza contra sus luces, la dispone a recibir la iluminación de


Dios. La mortificación, que ahoga las pasiones que turban, oscurecen y pervierten el
juicio del corazón, prepara para aceptar la verdad y hacer una buena elección. La
oración, que acerca al hombre al Sol de justicia, le reviste de sus luces y le enseña lo
que tiene que decir o callar, hacer o evitar. De esta manera, la discreción es el fruto
precioso de la unión con Dios. Supuesto todo esto, el Hermano Bartolomé, tan
humilde, tan mortificado, tan recogido y tan interior, fue un hombre guiado por la
prudencia, que ha regulado todas sus gestiones. En efecto, todo lo hacía con peso y
medida. De su boca no salían las palabras si no estaban bien limadas, según la
expresión de un santo padre. Sus palabras iban siempre sazonadas con aquella sal que
pide el Apóstol, que les da el gusto y las hace útiles. La gracia y la unción salían de sus
labios, porque no decía a los hombres sino lo que había aprendido de Dios.
Hablaba poco, pero sin hacerse molesto para la conversación, por una especie de
taciturnidad estúpida, afectada o melancólica; y cuando hablaba, se
<2b-68>
explicaba en pocas palabras, según la máxima de su santo padre el señor De La Salle,
y que él inculcaba profundamente en los Hermanos, sobre todo a los directores, y con
razón, pues la discreción es el alma del buen gobierno, y lo que es para el inferior la
virtud de la obediencia, es para el superior la virtud de la prudencia.
«Sea el ejemplo de todos nuestros Hermanos —es lo que escribe a uno de los
directores—. Vigile sobre sus palabras en todos los pasos que dé. Escuche mucho y
hable poco, y en pocas palabras, para cometer menos faltas. No hable con
precipitación en los recreos; dé a cada Hermano todo el tiempo que necesite para
explicarse, y no reprenda con sequedad las faltas de los Hermanos durante ese
tiempo; incluso, repréndalos lo menos que pueda, pues lo contrario no puede por
menos que turbar la conversación y causar pena a los Hermanos; más bien, deje para
otro momento lo que tenga que decirles, pues será más conveniente y mejor recibido,
y producirá más fruto».
También quería que los Hermanos directores mostrasen suma prudencia con
aquellos que acudían a él para exponerle sus dificultades, y que empleasen todos los
medios posibles para ayudarles a que cumplieran este deber con fidelidad, pues es
uno de los cuatro sostenes exteriores de la sociedad. He aquí cómo escribe a uno de
ellos que le había expuesto las dificultades que encontraba en este punto:
«Respecto de la rendición de la cuenta de conducta, lo sabe usted muy bien, mi
carísimo Hermano, es una cosa muy necesaria, y hay que comprometer en ello a
nuestros queridos Hermanos, cueste lo que cueste. No debe usted molestarse si no
acuden a usted los días que tienen señalados; pero es preciso que usted los llame
como hace la gallina con sus pollitos. Como la rendición de la cuenta de conducta es
uno de los actos más humillantes y más difíciles, y que exige mucha apertura de
corazón y sencillez en las personas y de confianza en aquellos que la reciben, es muy
importante que el Hermano director, para conseguirlo, adopte todas las medidas
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 489

necesarias para ayudar en ello a los Hermanos; pues este ejercicio, bien realizado por
parte de los inferiores y del director, es uno de los mejores medios para dirigir bien a
los Hermanos, para que se mantengan en el espíritu de nuestro Instituto y para
ayudarles a que se santifiquen».
Hacia el final de la carta le advierte que no caiga en una falta muy importante
consistente en que, cuando un Hermano haya cometido una falta, se lo diga durante el
recreo. «Hay que tener mucho cuidado durante los recreos no hablar de una falta que
algún Hermano haya cometido recientemente, pues eso no estaría bien y podría tener
malas consecuencias».
Éste es, pues, el compendio de la vida de quien tuvo el honor de haber sido el
primero en ocupar el puesto del patriarca de los Hermanos durante su vida y después
de su muerte, y que tuvo la dicha de representarle en su persona por la imitación de
sus virtudes. Lleno de su espíritu, moldeado con sus ejemplos, los Hermanos no se
dieron cuenta de que su padre había muerto mientras conservaron en vida a quien era
su verdadera imagen. Al perderle, todos lloraron de nuevo a los dos, y cuando
perdieron a su sucesor, pensaron que habían perdido otra vez al señor De La Salle.

***
<2b-69>

Hermano PARIS, llamado Hermano JOSÉ

El primero que presenta el orden del tiempo es el Hermano Paris, llamado luego
Hermano José, recibido por el señor De La Salle en 1683, en la época misma en que el
santo varón se despojó de su canonjía. Fue uno de sus más fervorosos y uno de los
primeros discípulos. Aunque era de cierta edad y aunque estaba afectado por el asma,
y bastante enfermo, su exactitud a la Regla causaba sonrojo y servía de ejemplo a los
jóvenes y a los más robustos. Lejos de buscar en sus incomodidades motivos
legítimos para dispensarse de algunos ejercicios, veía en ellos razones urgentes para
hacerse violencia y apresurar el paso en la vía estrecha. Era todo lo que la obediencia
quería: sastre, despensero, etc.; y desempeñaba él solo los oficios de varias personas
con un celo que ocultaba el número real de sus años y el peso de sus males habituales.
Estuvo encargado de la ropería de la casa más pobre del mundo, y lo mejor era
siempre para sus Hermanos, y lo peor, para él. Escogía siempre los hábitos más
usados y los más zurcidos. Era una necesidad para él encontrar en todo lo que era de
su uso algo que mortificara la carne y con qué humillar su espíritu para que estuviera
perfectamente contento, pues ése, junto con la oración, era el mayor atractivo que
sentía.
490 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

En efecto, practicaba a la letra el mandato del Señor: Orad sin cesar, sine
intermissione orate. En cualquier lugar donde se le viera, estaba ciertamente rezando.
Estando ocupado en mil actividades en la casa, parecía olvidarlas para acordarse sólo
de rezar; o más bien, al ejecutar todas sus actividades, las hacía en espíritu de oración;
de manera que en todos los lugares a donde le llamaba el deber, en todos los oficios de
los que le había encargado la obediencia, tenía el secreto de encontrar a Dios, de
hablarle, de conversar con Él, y de hacer lo que se hace en la casa de oración. Si sus
ocupaciones le dejaban algún momento libre, se arrodillaba para continuar su oración
con más tranquilidad. Para favorecer esta oración continua recurría a la oración vocal
como ayuda para la mental, unía una y otra, o hacía que se sucedieran. Así, pues, con
frecuencia se le veía mover los labios, rezando, y decir palabras que le ayudaban a
recoger su corazón y mantener su atención en Dios.
En 1688 fue enviado a Laón para atender la escuela; el Hermano Bourlette, que
había muerto allí en olor de santidad, pareció que resucitaba en él, con su misma
humildad, con el mismo recogimiento, con el mismo desprecio del mundo, el mismo
celo por la instrucción y la edificación de los jóvenes. Tanto el párroco como todos
los feligreses estuvieron encantados de contar con este nuevo Hermano, y les pareció
que se reparaba así la pérdida que habían tenido por la muerte de otro Hermano, a
quien consideraban como un santo.
En 1691, el señor De La Salle, contento por ver que reinaba el fervor en su primer
Noviciado, establecido en Vaugirard, tal como él lo quería, llamó a él, durante las
vacaciones, a los Hermanos de las cuatro casas de Reims, Guisa, Rethel y Laón para
que participaran en sus ejercicios y se renovaran en el espíritu. La orden, dada a
nuestro Hermano José, fue cumplida de inmediato. Por muy fatigoso que fuera un
viaje tan largo para una persona cargada de años,
<2b-70>
muy afectada por el asma y además con la molestia de un nuevo mal, el de una lupia
enorme en la rodilla, que le había salido a causa de su asiduidad a rezar arrodillado, no
tardó ni un momento en partir, y llegó a tiempo al lugar señalado para encontrarse
todos los Hermanos, y así poder hacer juntos la caminata en grupo. La cita era una
hospedería a las afueras de Soissons, que tenía un cisne como emblema. Los primeros
en llegar tenían orden de esperar allí a los que llegaran después, con el fin de hacer en
comunidad el viaje de Soissons a París. El pobre Hermano José, que había hecho el
camino de Laón a Soissons, que es de siete leguas, a duras penas, con dolores terribles
y sosteniendo la lupia, tan grande como su cabeza, con un tirante, apareció al fin con
su compañero, resuelto a hacer a pie el resto del viaje. Sus fuerzas, con toda
seguridad, no hubieran respondido a su ánimo, y se hubieran agotado antes de llegar
al término, pues el camino que faltaba era de veintidós leguas. Pero este verdadero
obediente no miraba para nada su dificultad, y estaba dispuesto a morir o a quedarse
en el camino antes que faltar a la obediencia.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 491

Los otros Hermanos, sorprendidos y edificados por una virtud tan rara, tuvieron
lástima de él, y a pesar de su repugnancia, le obligaron a tomar la barcaza que le
llevaría a Beaumont, a siete leguas de París. Cuando llegó allí, le fue necesario
terminar el viaje tal como lo había comenzado, llevando su cruz, es decir, la lupia
gigantesca que llevaba en la rodilla, y que le daba tanto dolor que cada paso era una
especie de suplicio. Estas angustias no terminaron cuando llegó a Vaugirard, pues
apenas entró en la casa, olvidando su edad, su asma, su lupia y el cansancio del viaje,
se entregó a los ejercicios de piedad y de mortificación con el ardor del más joven, del
más robusto y del más fervoroso novicio. El señor De La Salle, acostumbrado como
estaba a las prácticas de virtud, de las que había dado tantos ejemplos, quedó
extrañado de la mortificación de su discípulo. Él ignoraba sus nuevas enfermedades,
pues de haberlas conocido le hubiera mandado quedarse tranquilo en Laón y ni
siquiera hubiera pensado en llamarle a París. Quedó agradablemente sorprendido y
maravillosamente edificado al ver a este anciano tan enfermo y lleno de dolores, con
una virtud tan consumada; no sabía qué admirar más, si su obediencia ciega, su ánimo
para afrontar tantas y tan penosas pruebas, o su fervor, que era un ejemplo
maravilloso. Cuando el Hermano José terminó el mes de vacaciones a su gusto, sin
perdonar a su cuerpo, sin acordarse de su edad ni de sus males, el prudente superior le
mandó de nuevo a Laón, de forma definitiva, por una circunstancia que le hizo más
llevadero el viaje que a la venida. Pero su virtud encontró en seguida un nuevo
ejercicio de mortificación, porque le salió una nueva lupia en la otra rodilla. Esta
nueva cruz sirvió para incrementar su paciencia, pero este nuevo sufrimiento, unido a
los anteriores, no le liberaron del trabajo de la escuela, y en ella encontró una muerte
bastante parecida a la del mártir san Casiano. He aquí cómo sucedió.
Tres años después de su regreso a Laón, es decir, en 1694, un alumno mayor, ya
fuera por malicia, ya por venganza de algún castigo que le impusiera, colocó en el
asiento de la silla una navaja, de tal modo que, cuando se sentó, la hoja entró hasta el
hueso en la carne del Hermano. La herida fue mortal, y acabó con él en pocos días.
Con esta especie de martirio quiso Dios recompensar el celo de un hombre que se
sacrificaba con tanta generosidad para instruir
<2b-71>
a la juventud. Siendo ya mártir por la paciencia, debía serlo también por la caridad, y
así tuvo el honor de ser víctima de uno de sus alumnos, y parecerse al santo que fue
atormentado y muerto por los suyos.
Este Hermano tuvo además el honor de ser enterrado junto al Hermano Bourlette, a
quien la ciudad de Laón honra como un santo; como la virtud les hizo tan semejantes,
era conveniente que tuvieran la misma tumba.

***
492 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Hermano JEAN-HENRY,
JUAN ENRIQUE

Este Hermano era de la diócesis de Reims, en Champaña. Cuando tenía unos 15


años se presentó a la naciente Comunidad de las Escuelas Cristianas pidiendo que le
admitiesen. Su corta edad era una dificultad para ello, pero el señor De La Salle le
recibió en la llamada comunidad de Petits Frères [o Hermanos jóvenes, que equivalía
al Noviciado Menor], que servía como primera prueba para la vocación. Aquel
muchacho, que mostraba profunda sencillez y una clara inclinación a la virtud, se
hizo digno de la gracia que solicitaba, y el Hermano Enrique L’heureux le dio el
hábito del Instituto, con lo cual, dos años después de su ingreso, pasó a la comunidad
de los Hermanos Mayores. Era el tiempo en que el señor De La Salle iba a
establecerse en París, y el joven Hermano, con sus 17 años, parecía un hombre
consumado en la virtud. Fue el modelo de los novicios en todo tipo de virtudes desde
que entró en el Noviciado. Su regularidad, mortificación y fervor eran tan grandes
que parecía que no se podía añadir nada más. Los demás Hermanos se hicieron sus
admiradores, y al observarle conocían los defectos que tenían que corregir, el arte y la
manera de santificar las propias acciones, la fidelidad que requieren las cosas
pequeñas, y lo que ellos tenían que añadir a su recogimiento, a su obediencia y a las
demás virtudes. En resumen, que el joven neófito parecía ya un hombre perfecto, y al
señor De La Salle le pareció adecuado para ponerle al frente de la comunidad de
Reims, para reemplazar al Hermano Henrique L’heureux, al que envió a París con
vistas a que se ordenase sacerdote, con el propósito de dejar en sus manos el gobierno
del naciente Instituto.
Nuestro Hermano Juan Enrique, nombrado, por el fundador mismo, director de la
comunidad que era la cuna del Instituto, se mostró digno de su cargo, por la
renovación del fervor y por la exactitud en el cumplimiento de las Reglas, de modo
que venía a ser como un espejo para todos los demás. Su proceder contenía a todos,
así como su ejemplo los edificaba. A falta del don de la palabra, que no tenía, hacía
hablar a sus acciones, a sus virtudes, a sus modales, y de esa manera suplía los dones
que la naturaleza no le había dado. En efecto, este buen Hermano, incapaz de hacer
una exhortación y de ejercer así el ministerio de la palabra, lo cual parecía exigirle su
cargo de director, lo suplía con elocuentes actos de humildad, de piedad y de santidad,
de forma que hablaba mucho al corazón cuando la boca se mantenía cerrada. Con el
ejemplo decía todo lo que tenía que decir. Con su proceder mostraba todo lo que se
tenía que practicar, y haciéndolo, hablaba tan alto y eficazmente que todos quedaban
perfectamente instruidos sobre lo que había que hacer o evitar.
Por lo demás, la humilde forma con que se portaba cuando tenía que dar una
conferencia espiritual a sus Hermanos, o dirigirles una exhortación
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 493

<2b-72>
piadosa, era ya una exhortación emocionante, pues, para mostrar públicamente su
incapacidad, tomaba un libro y leía en él, con tanta gracia y unción que los Hermanos
se quedaban más edificados que si se tratara de discursos preparados. Si este buen
Hermano añadía al texto que leía alguna cosa propia, comentándolo o parafraseándolo,
sus palabras eran espíritu y vida, y lo poco que decía producía en el corazón de los
oyentes impresiones tales que ellos mismos se sorprendían; tan cierto es que el
ejemplo de una gran virtud es el más persuasivo de todos los oradores, y tal vez el
único eficaz sobre los corazones.
¿Cómo no hubiera podido encontrar este Hermano gracia ante los demás, pues sólo
sabía estimar la pura virtud, y consideraba como nada todos los dones que no sirven
para llegar a la santidad? Si la naturaleza, ingrata, le había negado los talentos que
hacen brillar y que aprecia el mundo, la gracia le había compensado con dones de
primogénito que forman a los perfectos hijos de Dios. Le había adornado,
especialmente, con una sencillez y una obediencia tales que le hacían vencer las
pasiones de aquellos a quienes tenía que dirigir. El único uso que hacía de su cargo y
de su autoridad era obedecer, recibiendo con fidelidad, sobre todo, las órdenes del
señor De La Salle, y ejecutándolas a la letra. En este asunto era tan exacto y puntual
que ni siquiera hubiera cambiado de sitio una silla si no hubiera recibido, por escrito,
de su superior, la orden de hacerlo.
En 1691 fue llamado a pasar el mes de vacaciones en Vaugirard, siguiendo los
ejercicios del Noviciado, que funcionaba allí. Salió de Reims con otros cinco
Hermanos para dirigirse a Soissons, que era el lugar de encuentro con los Hermanos
de Laón, Guisa y Rethel, como se dijo en el relato de la vida del Hermano José. Este
viaje, que fue tan penoso para el Hermano José, se convirtió en un verdadero martirio
para el Hermano Juan Enrique, y los dos mostraron en este encuentro una obediencia
ciega y una disposición heroica para sufrirlo todo. En efecto, si el Hermano José era
anciano, asmático y con una enorme lupia en su rodilla, el Hermano Juan, aunque
joven, sufría de reuma agudo y de un agudo dolor de ciática en las caderas, y no podía
dar dos pasos sin balancear todo el cuerpo, de derecha a izquierda, poniendo en
movimiento todas las partes del cuerpo, de pies a cabeza, con agitación violenta y
dolorosa. En varias ocasiones se había intentado curarle, pero inútilmente, pues la
medicina había agotado para él todos los recursos de la ciencia; el mal, más fuerte que
los remedios, se había empeñado en hacer de este joven una especie de anciano
decrépito, a quien las piernas se negaban a obedecer.
Esta dificultad extrema para caminar, que a cualquier otro le hubiera hecho
imposible emprender un viaje de treinta y cinco leguas, no detuvo en Reims a un
hombre a quien el mndato del superior llamaba a París. Estaba convencido de que el
verdadero obediente siempre canta victoria, y por eso se puso en camino resuelto a
sufrir todo y a exponerse a cualquier riesgo antes que faltar a la obediencia. Es
evidente que era necesario tomar una resolución tan radical para emprender
semejante viaje, que desde el comienzo hasta el final fue un verdadero tormento para
494 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

todos sus compañeros, lo mismo que para él. En efecto, los acompañantes estaban
obligados a seguirle paso a paso, sin apenas poder darlos sino con enorme sufrimiento
y violencia, y por turno tenían que prestarle servicios caritativos, penosos y molestos
para ellos, como llevarle por las axilas para ayudarle a avanzar; de ese modo
<2b-73>
recorrieron las trece leguas que hay desde Reims a Soissons, con una dificultad
enorme por ambas partes, sin hallar otra ayuda que en la paciencia y en la caridad, que
buena falta les hacían.
No puedo dejar de señalar aquí lo que dice la Sagrada Escritura, y que confirma la
vida de cada santo en particular: Que Dios aflige a los que ama, y que procura
proporcionar las dificultades a las recompensas que les destina; y que la grandeza de
su amor es la medida que emplea para tallar las cruces que desea que lleven.
El Hermano Juan Enrique llegó con mucha dificultad a Soissons, y lejos de
sucumbir a las fatigas de un viaje tan molesto, se dispuso a continuarlo, encantado de
terminar una caminata en la que cada paso que daba le costaba tanto sufrimiento
como si anduviera sobre espinas, y que tan bien le recordaba las penalidades del
estrecho camino que conduce al cielo. Con este propósito, supo disimular tan bien
que pareció que la fatiga del viaje hecho hasta entonces con tantos dolores le había
entrenado, haciendo que desapareciera el mal, y le permitía caminar casi con
normalidad. Así lo creyeron los Hermanos, por lo cual no cayeron en la cuenta de que
podían embarcarle por el río, con el Hermano José. Pero al día siguiente se dieron
cuenta de que se habían engañado, cuando habían hecho ya tres o cuatro leguas desde
Soissons, y se percataron de que el Hermano sucumbía a la terrible dificultad. Pero
ahora la ocasión era hermosa para todos, porque podían practicar la paciencia, y
determinaron aprovecharlo realizando un camino de penas y méritos. Verlos caminar
con un enfermo que había que llevar casi en volandas producía piedad en quienes lo
veían; pero también edificaba a la gente, que no sabía qué admirar más, si el valor del
enfermo o la caridad de sus compañeros. Cada cinco o seis pasos tenían que pararse, y
en ese momento de descanso, los Hermanos se reemplazaban para sostenerle por los
brazos y ayudar a avanzar a aquel hombre que no podía echar un pie por delante del
otro. No sabría decir quién era en esos momentos el que más sufría. Por un lado, el
Hermano Juan Enrique sentía a cada paso renovarse los dolores y que se agotaban sus
fuerzas; muchas veces desfallecía y creía que cada paso era el último; por otro lado,
los Hermanos estaban alarmados, y aparte de la dificultad para sostenerle y hacerle
caminar, temían que expirase entre sus brazos. De este modo hicieron veintidós
leguas, sin encontrar ningún alivio para el Hermano, pero ya a las puertas de París
alquilaron una carreta en la cual colocaron, sobre haces de paja, al Hermano Juan
Enrique, que estaba más muerto que vivo. Esta solución llegó a tiempo, pues no
hubiera sido posible continuar por más tiempo el camino sin que el Hermano hubiese
dado su último suspiro.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 495

Los demás Hermanos, que habían tenido que soportar, además de las molestias del
viaje, las dificultades de llevar por turno a un enfermo, estaban tan cansados que
movieron a piedad al carretero, que invitó a que algunos se sirvieran de la comodidad
de la carreta, sin aumentar el precio del servicio. Dos o tres de los más fatigados
aprovecharon la oferta, y subieron. Algunos decidieron ir por delante de la carreta,
para servir de guía al carretero, y otros decidieron seguir por un atajo. Si el carretero
les ofreció la comodidad de su carro a los más fatigados, y sin aumentar el precio, no
fue lo mismo con el populacho, que se burlaba de ellos y les hizo pagar cara la
comodidad de la carreta, y tuvieron que soportar sus insultos desde la puerta de San
Martín hasta la parroquia de San Sulpicio. El espectáculo de tres o cuatro Hermanos,
vestidos de negro, de una manera tan singular para aquella gente, fue motivo de
<2b-74>
muchas burlas para los mirones de París. Así se dirigieron los Hermanos a Vaugirard
para comenzar allí un retiro tan largo como el mes de vacaciones, después de haberse
preparado durante el viaje con un prolongado ejercicio de paciencia y de caridad.
El señor De La Salle, informado de todos los avatares del viaje, pareció muy
sorprendido, y comprendió que era necesario facilitar el transporte a los Hermanos
achacosos durante su viaje; lo tuvo presente en lo sucesivo, pues hasta entonces no
había prestado atención a ello, a pesar de que llevaba más de doce años trabajando en
la formación del Instituto.
El Hermano Juan Enrique, llegado al fin, después de sufrimientos impensables y
casi moribundo, no al lugar de su reposo, sino al centro de su fervor, desde el día
siguiente apareció como resucitado, y olvidando tanto los dolores pasados como los
dolores presentes de su enfermedad habitual, fue el primero en acudir a las
penitencias y a las humillaciones, como si tuviera que reparar el tiempo que pensaba
haber perdido durante el viaje.
Una vez transcurrido el mes en ejercicios de fervor, regresó a Reims, por orden del
señor De La Salle, para seguir como director. Algún tiempo después le llamó a París
para que dirigiera el Noviciado en la Casa Grande.
En París se mostró tal como se había comportado en Reims, como un hombre
perfecto y un modelo consumado, siempre a la cabeza de los Novicios, y decía por
medio de sus actos lo que no podía decir con la boca. Todo hablaba en él: su silencio,
su modestia, su recogimiento, su fervor, etc. Al verle tan desentendido de las
necesidades del cuerpo, se hubiera pensado que el suyo, de distinta naturaleza que el
nuestro, no tenía necesidades que satisfacer, y que estaba ya espiritualizado y
participando del estado de la resurrección futura, lo cual permitía a su alma toda la
libertad necesaria para adorar, alabar, bendecir y amar a su Dios con todo placer, sin
distracción y sin interrupción. Como estaba totalmente absorto en Dios, sus actos
servían para continuar su oración, y parecía ser incapaz de pensar en otra cosa que en
la que debe ser el único objeto de nuestra mente y también de nuestro corazón.
496 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

El señor De La Salle, con el fin de sacarle de esta profunda abstracción y para


ponerle como modelo que imitar a todos los Hermanos, en todo tipo de ocupaciones,
le encargó de algunos trabajos externos, adecuados para hacerle salir de sí mismo y
proyectarle hacia el exterior. Pero el Hermano Juan Enrique encontró el secreto para
mantenerse recogido en esas actividades que podían distraerle, como si estuviera a
los pies del crucifijo: el mismo silencio, la misma vigilancia sobre sus sentidos y la
misma unión con Dios. Hiciera lo que hiciera, y en cualquier lugar, ya fuera, ya
viniera, parecía que estaba a los pies del Altísimo, en un diálogo íntimo con quien está
en todas partes.
Esta forma de atenta ocupación con Dios le hacía en cierto modo impecable. Si la
fragilidad humana le dejaba caer en algunas faltas, eran éstas tan leves y ligeras, y tan
pronto borradas, que al no sentir su mancha, se sentía en dificultad cuando tenía que
acusarse de sus culpas antes de la cena; entonces, al no reprocharle nada particular su
conciencia, tenía que recurrir a acusaciones vagas e imprecisas, o a acusarse de culpas
generales o universales, sin poder concretar de qué; o bien, se tenía que acusar de
imperfecciones poco importantes, como haber hecho ruido en la casa, no haber
cerrado las puertas o haber andado con precipitación.
<2b-75>
Con todo, estas pretendidas faltas no quedaban sin castigo. En el señor De La Salle
encontraban un juez severo que condenaba con buenas penitencias al que se acusaba
de ellas, suponiéndole efectivamente culpable. Unas veces le mandaba que hiciera
oración ante la puerta que había dejado abierta, otras veces le mandaba que se azotase
con las disciplinas. El Hermano, obediente con exactitud escrupulosa, continuaba
esas penitencias hasta que la orden del superior le llamaba al refectorio; pero
entonces, otra mortificación sucedía a la primera, pues cuando el Hermano regresaba
se encontraba con que la comida estaba casi para acabar, y en tal caso salía en ayunas,
o casi, como había entrado, pues había terminado el tiempo de la comida, y era
costumbre en la casa que quienes cumplían alguna penitencia durante la comida,
juntasen la acción de gracias con el Benedicite, dejando intacta su ración casi entera,
para poder ir al recreo con el conjunto de la comunidad.
De esta manera, el buen Hermano Juan Enrique tenía la costumbre de cambiar por
una comida espiritual la comida corporal, haciendo oración o azotándose con las
disciplinas. En el primero de estos actos, se le encontraba junto a la puerta en actitud
tan recogida como si estuviese al pie del altar. En el segundo, era tanto el ruido que
hacía al azotarse que quien iba a avisarle para que terminase la penitencia tenía
dificultad para hacerse oír. Ambos actos llevaban como recompensa el ayuno, pero él
se quedaba tan alegre y contento que parecía que no tenía otro placer mayor en la
tierra que el de rezar y hacer penitencia.
El santo superior tenía sus razones para ejercer este rigor de caridad con un hombre
que nunca se cansaba de practicar humillaciones y mortificaciones. Alimentaba la
virtud de este piadoso Hermano procurándole un alimento que tanto le gustaba.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 497

Además, quienes lo veían entendían que si imperfecciones tan leves o faltas tan
ligeras merecían castigos tan severos, ellos tenían que temer hasta la sombra del
pecado y hasta la apariencia del mal; igualmente se reanimaba así el fervor que
decaía, con ejemplos apropiados para encenderlo de nuevo en los corazones más
fríos. En fin, quería también probar que los heroísmos de virtud que parecen
anticuados en los escritos de san Juan Clímaco, de Casiano y otros autores, pueden
darse de nuevo en personas de los tiempos recientes.
Aparte de los oficios que desempeñaba el Hermano Juan Enrique, el señor De La
Salle le encomendó otro, el de reemplazarle, cuando estuviera ausente, en presidir los
ejercicios de los Hermanos que trabajaban en la escuela y de los Hermanos
empleados en la casa. Este deber lo cumplió con su fidelidad y su sencillez habituales.
En el año 1699 cayó enfermo, y el final de su vida fue el triunfo de su virtud. Los
ejemplos de humildad, de paciencia, de sumisión a los deseos de Dios y de fervor que
dio, fueron tan nuevos y extraordinarios que parecía haberse despojado totalmente de
los instintos de la carne y de la corrupción del hombre viejo. Su fervor y su devoción
crecían con el mal, y estando ya cercano a la muerte, se mostró con los sentimientos y
disposiciones que caracterizan a los santos, y que consuman su predestinación eterna.
El señor De La Salle quiso que los demás Hermanos fuesen testigos y aprovecharan
del ejemplo, y convocó a todos a la enfermería por la mañana, antes de la oración. Su
propósito era que vieran por sí mismos cuán dulce y santa es la muerte cuando la vida
ha sido fervorosa, y animar a todos a trabajar para llegar a ser santos, contemplando
cómo uno de ellos moría como un santo.
<2b-76>
En efecto, este buen Hermano, tan aplicado durante su vida a morir a todo lo que no
es Dios, parecía estar tan lleno y tan animado de su espíritu, tan transportado por su
amor, tan ocupado por el deseo de verle y poseerle, que se podría decir que él no vivía
ya, sino que era Jesucristo quien vivía en él, y que el final de su vida era el comienzo
de la vida de los bienaventurados.
Toda la comunidad estaba reunida ante los ojos de este santo moribundo, y quiso
darles el último adiós de una forma tan enternecedora y tan animada por el espíritu de
Dios, que era evidente que no hablaba él, sino el Espíritu Santo. Cuando su lengua,
muda o estéril durante toda su vida, no había podido mantener una reflexión durante
un cuarto de hora, ahora, convertida en órgano del Espíritu Santo, se hizo tan fecunda
que les dirigió una exhortación que duró casi media hora, aunque estaba a las puertas
de la muerte y a punto de entrar en agonía, con gran extrañeza del señor De La Salle y
de todos los que estaban presentes.
Lo que este piadoso moribundo acababa de decir pareció tan precioso y tan digno
de recordárselo a los Hermanos que el señor De La Salle, para que se les grabara
mejor, lo tomó como materia de la siguiente meditación, convencido de que no hacía
falta ningún otro punto. Se lo comunicó a los Hermanos ausentes con estas breves
palabras: «Rogad por el Hermano Henry, que ha fallecido con extraordinarios
498 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

sentimientos de piedad el 1 de julio de 1699». Estas sencillas palabras, salidas de la


pluma de un hombre de virtud eminente, y que difícilmente podría encontrar cosas
extraordinarias en otros, después de haber dado él mismo tantos ejemplos, hacen
patente el elogio de este buen Hermano, del que acabamos de resumir la vida. Éste es
el Hermano que creyó haber visto varias veces a aquella religiosa de la que se habló
en la vida del señor De La Salle, que hizo su purgatorio en la Casa Grande de los
Hermanos, la cual había sido anteriormente monasterio de las Hijas de las Diez
Virtudes de la Santísima Virgen. Si la visión fue real, la sencillez, el fervor y la pureza
de vida del Hermano Juan Enrique fueron, según las apariencias, las causas de que así
sucediera.

***

Hermano DOMINIQUE, Domingo

Había nacido en la localidad de Villies-le-Bel, de la diócesis de París, hacia 1701.


Fue a ver al señor De La Salle pidiendo ser admitido en la sociedad, en la que un año
antes había entrado un hermano suyo. Los dos eran corpulentos y de temperamento
muy fuerte. A primera vista de este joven de buen aspecto y de atrayente fisionomía, y
cuyo modo de ser parecía respirar la piedad, el prudente superior pensó que se trataba
de un santo que le enviaba el cielo para que lo formase. Charlando con el postulante,
le preguntó por la familia, y entendió que era muy piadosa y adecuada para poblar la
Jerusalén celestial.
Eran cuatro hijos varones, de los que uno era novicio con los Hermanos, y una
muchacha, más el padre. Vivían juntos en el pueblo, con el trabajo de sus manos,
dedicados al cultivo de las viñas y de los campos, con singular edificación. Los seis
formaban una familia que se distinguía por la especial devoción a la Santísima
Virgen. El hecho que sigue da testimonio de ello. El padre había mandado poner
sobre la puerta de la casa, en un nicho, una imagen de la Santísima Virgen, lo cual
molestó a los recolectores de
<2b-77>
impuestos, que seguían la religión pretendidamente Reformada, que le amenazaron
con aumentarle considerablemente su aportación a menos que retirase la imagen.
Pero el padre y los hijos respondieron con valor, como si fueran una sola voz, que
preferían el honor de María a aceptar la indigna propuesta que les hacían, por lo cual
aceptaban que les aumentasen los impuestos antes que ultrajar a la Madre de Dios. El
efecto siguió a la amenaza, y la piadosa familia aceptó gozosa el aumento de
impuestos que les impuso la impiedad calvinista.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 499

El joven de quien hablamos era el más pequeño de la familia, pero el más piadoso y
virtuoso de los cuatro hermanos. El señor De La Salle le le abrió con sumo gusto la
puerta de una casa en la que deseaba ver a todos los varones de la familia, satisfacción
que le dio poco más tarde. El Hermano Dominique, que es el nombre que le fue dado
en religión al joven de quien hablamos, ingresó en el noviciado, diría yo, casi como
las almas de los elegidos entran en el cielo, con la firme decisión de pensar sólo en
amar y servir a Dios. Y cumplió esta resolución, pues apartadas de su mente todas las
criaturas, sólo tenía presente a Dios, y todo su cuidado fue hacer que cada uno de sus
actos tuviera la plenitud de méritos, y enriquecer su alma de todas las virtudes de su
estado. Sus días estaban repletos de prácticas de penitencia, de mortificación, de
humillación, de obediencia y de caridad, sucediendo unas a otras, y diferenciadas tan
sólo por nuevos grados de fervor. Para abreviar, lo diré todo en una frase: su
aplicación a Dios era tan firme y su trabajo para adquirir la perfección tan continuo,
que sus fuerzas parecieron agotarse. El espíritu interior fue minando en poco tiempo
la salud de un hombre tan fuerte y robusto y fue necesario retirarle del noviciado y
dedicarle a empleos exteriores, con el fin de moderar la actividad del fuego celeste
que le consumía.
Temiendo que su temperamento, que se alteraba a ojos vistas, sucumbiera bajo el
peso de su fervor ilimitado y del recogimiento, que parecía tenerle absorto en Dios, le
confiaron al Hermano encargado de formar a los nuevos maestros y de enseñarles los
ejercicios de su empleo. Éste, después de haberle enseñado todo lo que debía saber
para cumplir tan importante trabajo, le puso en la clase de los más pequeños, es decir,
con los alumnos que requieren más vigilancia y atención, y que son capaces de disipar
a aquellos que les dirigen. Era normal que el Hermano Dominique, con sus ojos
pendientes de aquellas cabecitas ligeras, que se mueven sin cesar y que no son
capaces de estarse quietos ni mostrarse tranquilos, perdiera algo de su recogimiento y
se viera forzado a apartar sus pensamientos de Dios y aplicarse a los niños. Pero,
tratando de no ver a los niños sino en Dios, encontró la manera de pensar en Dios
pensando en los niños.
En medio de esta tropa siempre distraída y en constante movimiento, no perdió
nada de su unión con Dios. En cierta ocasión entró en su clase el Inspector de la
Escuela, una hora después de haber comenzado la escuela, para ver cómo se las
arreglaba y si tenía alguna dificultad, y le encontró como en éxtasis, fuera de sí
mismo. Al verle así, le preguntó si encontraba algún contratiempo, pero el joven
maestro, mostrando a los niños con la mano, le respondió: No veo más que a Dios.
Esta respuesta obligó al Inspector a retirarse y dejar con Dios a quien sabía
encontrarle por todas partes.
El trabajo en la clase, realizado de esta manera, no produjo el efecto que esperaban
los superiores, pues lejos de afectar al profundo recogimiento del
<2b-78>
500 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Hermano Dominique, vino a ser muy buen alimento; y sólo sirvió para alterar más su
salud, en vez de restablecerla; de manera que fue necesario retirarle de la clase y
encomendarle ocupaciones más externas y capaces de hacerle salir un poco de sí
mismo. Así se hizo, y su salud comenzó a mejorar. Cuando pensaron que ya se había
restablecido, se le nombró maestro de Novicios, para sustituir al Hermano Juan
Enrique, que había fallecido. Pero no pasó mucho tiempo sin notar que su fervor se
fortalecía en todos sus aspectos, y gozando de plena libertad, volvía a dañar su salud.
Para impedir que sucumbiera se le puso de nuevo en el trabajo de la escuela, y como
es normal que haya más trabajo en las que son de reciente creación, se le envió a
Darnétal, lugar cercano a Ruán, que había sido abierta hacía algunos meses. Sin
embargo, ni el viaje desde París a Ruán, ni el trabajo de la clase, actividades ambas
muy propias para distraerle, lograron que perdiera nada en su vida interior, ni le
aliviaron en nada. Por eso, por el temor de perder a tan excelente sujeto, fue llamado a
la casa de San Yon, donde el aire era puro y vivo, para ver si mejoraba la salud del
cuerpo. Se le nombró subdirector del Noviciado, para que ayudara al Hermano
Bartolomé, pero esto cavó su tumba, en vez de ayudarle a prolongar la vida.
Cuando el Hermano Dominique llegó a San Yon, encontró en el Noviciado a su
padre y a dos de sus Hermanos, que estaban acabando el noviciado. Se comprende
fácilmente que la sorpresa fue recíproca, cuando el hijo vio que se sometía a su
autoridad a la persona que le había dado la vida, y cuando éste vio que su hijo le servía
de padre espiritual. La fe y la gracia, deshaciendo en esta ocasión el orden de la
naturaleza, trabajaron igualmente en uno y en otro para santificarlos. Este relato nos
lleva a la necesidad de decir unas ideas sobre el ingreso del padre y de los otros dos
hijos en el nuevo Instituto.
Este buen anciano fue a presentarse al señor De La Salle para pedirle una plaza en
su casa, y quedó muy sorprendido de la condición que le puso para concederle lo que
pedía. La condición consistía en que debería llevar con él a sus dos hijos varones si
quería ser admitido. «Si viene solo —le dijo el superior—, la puerta le estará cerrada;
pero la tendrá abierta si se presenta en compañía de los otros dos hijos». «Mi deseo y
el de mis hijos —dijo el anciano— quedarían satisfechos, si fuera posible, pues tanto
ellos como yo deseamos con igual ansia ofrecernos a Dios y terminar nuestros días en
su casa; pero tengo una hija, que también tiene la misma inclinación de ser toda de
Dios, pero no tiene bienes para entrar en un convento. Por tanto, es preciso que mis
dos hijos sigan con ella, para cuidarla». Al señor De La Salle le gustó oír hablar así a
aquel buen hombre, y se percató de que tanto el padre como los hijos estaban elegidos
por Dios. Quedó tan impresionado que se sirvió de su influencia para conseguir que la
hija ingresara cuanto antes en un convento de París. Lo consiguió, y la muchacha
perseveró en ello hasta la muerte, con gran edificación. Terminada esta gestión, el
padre y los dos hijos vendieron la casa y los muebles y acudieron, si me puedo servir
de la expresión, a obligar al señor De La Salle a mantener su palabra, y que los
aceptara, cosa que él hizo con satisfacción.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 501

Tanto el padre como sus dos hijos caminaban con fervor por los caminos de la vida
espiritual, como Novicios, cuando vieron con extrañeza que el Hermano Dominique
era puesto al frente de ellos, y que los animaba a ir más de prisa. No sé a cuál de los
dos debo admirar más, si al padre o al hijo, pues ambos ofrecen ejemplos de virtud
<2b-79>
que honrarían a los solitarios de la Tebaida. El Hermano Dominique, padre según el
espíritu de quien era hijo según la carne, muerto a todos los sentimientos de la
naturaleza, sólo pensaba en hacer caminar por una vida suprahumana a aquel que le
había dado la vida, sin perdonar nada, ni la edad, ni las antiguas costumbres del
anciano. Sin ningún miramiento para la carne y la sangre, castigaba en su persona,
con severidad y en público, las más pequeñas irregularidades, que siendo excusables
incluso en un joven, parecía que no merecían compasión en un viejo. El padre,
cuando estaba bajo la mirada del hijo, tenía que estar atento a todos sus gestos, y a
adecuarlos de tal modo con las reglas de la perfección que se hacían irreprensibles. Si
cometía alguna falta, ya podía esperarse correcciones humillantes y penitencias
rigurosas. Era necesario que el buen padre, olvidándose tanto del número de sus años
como de las dificultades que la naturaleza encuentra en una vida tan diferente de la
suya, apresurase el paso para correr tras las huellas de un hijo que volaba por el
camino de la perfección, con el pensamiento de que cuanto más anciano era, más
cerca estaba del término de sus trabajos.
Eso es lo que practicaba este buen hombre, llamado Hermano Hilarión. Recibía
con espíritu de fe las lecciones, los reproches, las correcciones y penitencias que le
imponía su hijo, con una humildad tal como si las recibiera de boca del mismo
Jesucristo. Un solo ejemplo, entre otros varios, bastará para dar testimonio de la
paciencia de este santo hombre. Cierto día se estaba cumpliendo el punto de regla que
manda que los Hermanos se corten el pelo cada dos meses; el anciano, que era muy
sensible al frío en la cabeza, notó que se lo estaban cortando en exceso, y temiendo las
consecuencias, expresó por algunas palabras en voz baja, o por algún signo, el
disgusto que le producía. Si tal movimiento de la naturaleza fue una falta, no quedó
impune, pues el Hermano Dominique, que fue testigo del mismo, primero lo tachó de
falta de mortificación y luego se lo reprochó en términos propios para humillarle, y
mandó al Hermano que le estaba cortando el pelo que se lo rebajara aún más, sin
ningún miramiento hacia su edad ni hacia su repugnancia; tales humillación y
penitencia el Hermano Hilarión las recibió con actitud sumisa y dócil, con una
paciencia que encantó a cuantos estaban presentes.
Hay que reconocer, además, que tenía una extraordinaria virtud. Con sus setenta
años, salmodiaba con los demás el oficio de la Santísima Virgen con todo su esfuerzo.
Fue humilde y obediente, como un fervoroso novicio de quince años, todo el tiempo
que vivió en la Sociedad. Fue modelo de obediencia, y prefirió perder la vida que
faltar a esta virtud, y esto sucedió de la manera siguiente. Después de haber
desempeñado en San Yon el oficio de portero con especial edificación hasta 1713, la
obediencia le trasladó a Guisa, como cocinero. Esta orden la recibió al principio de la
502 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

cuaresma, y él la cumplió con un valor superior a todas las dificultades. El tiempo no


podía ser peor, pues ya se sabe que en esa época la nieve, el deshielo y la lluvia hacen
casi impracticables los caminos. La pobreza de las casas de San Yon y de París no
permitía proporcionar a este anciano septuagenario ninguna comodidad para su viaje,
y lo tuvo que realizar a pie. Ni siquiera se pensó en ello, porque ofrecía un rostro de
buena salud y su ánimo mostraba fuerzas mucho mayores a la que en realidad tenía.
Llegó a París después de haber recorrido las 28 leguas que separan la capital del reino
de la de Normandía en aparente estado de salud, que le permitiría terminar felizmente
el resto del camino, que era de 40 leguas. Así,
<2b-80>
después de un día de reposo en París, continuó su viaje hacia Guisa. Pero no pudo
llegar, pues agotadas sus fuerzas y aquejado de alguna enfermedad, tuvo que
detenerse en un lugar llamado Cressi, que está a cuatro leguas de Guisa, y allí murió
con sumisión a la voluntad de Dios, entregado a su divino querer, con las
disposiciones que se admiran en los santos, que muestran la diferencia que hay entre
su muerte y la de los demás cristianos, y que se manifiesta en sus vidas. La noticia de
su muerte y las circunstancias en que sucedió entristeció sensiblemente al señor De
La Salle, que en aquella época estaba en la Provenza. El santo fundador le reprochó al
Hermano Bartolomé el haber enviado tan lejos, a pie, en una estación tan mala, a un
hombre de edad tan avanzada. El Hermano Bartolomé tuvo que justificar este envío
porque lo consideraba absolutamente necesario y porque era imposible hacerlo de
otro modo.
En cuanto al Hermano Domingo, para estas fechas ya había muerto; le había
consumido el fervor el fuego divino que se había encendido en su corazón, creciendo
cada día en él más y más, le había convertido en víctima de amor. Su cuerpo cayó en
una especie de languidez que minó su salud insensiblemente durante dieciocho
meses, y le llevó a la tumba, aunque no consiguió que su alma fuese esclava de su
enfermedad. Al contrario, parecía que la caridad, aprovechando la debilidad de la
carne, su enemiga, se tomó el placer de ofrecérsela a Dios en sacrificio, para coronar
una vida de puro amor, que hubiera deseado para sí un serafín, si es que pudiera morir.
Su muerte ocurrió en San Yon en 1707, y precedió en seis años la de su buen padre, el
Hermano Hilarión. Éste murió víctima de la obediencia, y el primero, víctima del
amor divino.

***
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 503

Hermano Luis
El Hermano Luis era de la parroquia de Veserni, cerca de Dijón, y entró en el
Instituto de los Hermanos hacia 1709, a la edad de 20 años. Su eminente piedad y su
sencillez de paloma le ganaron el aprecio del señor De La Salle. En el Noviciado no
parecía un novicio, sino una persona perfecta y consumada en virtudes. Habría que
componer todo un libro, dice uno de quienes mejor le conocieron, si se quisieran citar
los ejemplos que allí dio. Esto hizo que pocos años después de terminar el Noviciado,
aunque todavía neófito, y aunque estaba poco dotado de las cualidades naturales que
son las más meritorias a los ojos de los hombres, fuera considerado digno, por su
superior, de ocupar el cargo de director, que cumplió con éxito, pues su notable virtud
suplía la poca capacidad y equilibraba lo que la naturaleza le había negado. Su
regularidad, su paciencia, su mansedumbre y su caridad compensaban perfectamente,
a los ojos de sus Hermanos, lo que le faltaba en su inteligencia, de forma que muy
pronto se hizo dueño de sus corazones y de su aprecio. Incluso aquellos que eran
molestos y cuyo mal humor se dejaba notar, se sometían en seguida al deber y
honraban su proceder con una confianza filial y una subordinación tierna y
respetuosa. Se mostraba siempre perfectamente tranquilo, siempre ecuánime, sin
turbación ni inquietud, sin enfado, incluso en las ocasiones más difíciles y capaces de
alterar la paz del corazón, y así no veían nunca en él ni el enfado, ni la pasión, ni el
sufrimiento reflejados en su rostro. Por eso le miraban como a una persona que ya no
tiene nada de hombre, sino como
<2b-81>
a un sujeto lleno del Espíritu Santo. En efecto, quienes convivían con él nunca le
vieron, no digo enfadado, sino ni siquiera emocionado; le vieron siempre ecuánime
cuando tenían que tratar con él. Nunca le oyeron expresar ni una palabra o un rasgo de
impaciencia. Nunca advirtieron en su exterior ni en su interior, en su forma de actuar,
ningún signo de enfado, de resentimiento, de descontento, que a veces deja escapar el
amor propio cuando se siente herido.
El Hermano Luis sólo amaba al creador en las criaturas; amaba todas ellas con
tanta pureza y tan santamente que le daba lo mismo verse ofendido que alabado,
criticado que aplaudido, abandonado que apoyado o protegido. Todas las cosas tenían
un lugar en su corazón, y todas eran, o no, borradas de él, según que las mirase en
Dios o fuera de Dios por los ojos de la fe, o por los de la carne. La misma caridad que
las hacía entrar en él para amar a Dios en ellas, las hacía salir de él para no amar nada
fuera de Dios. A esto se aplicaba con sumo cuidado este buen Hermano. Estaba
convencido de que la separación total del mundo es el mejor medio para vaciarse de
su espíritu y perder su recuerdo; sólo se mostraba a los hombres cuando la necesidad
le obligaba. Se aplicaba a cultivar su interior y a conservar la pureza de corazón por
medio del retiro y la soledad. De esta manera vivió en la ciudad de Rhetel, a donde fue
enviado como director de la escuela, tan desconocido como un cartujo en su celda,
504 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

durante doce o trece años, viviendo en la tierra como si estuviera solo con Dios. Este
desprendimiento de las criaturas, ayudado por el amor al retiro, hizo de él un hombre
de profunda oración; si la obediencia se lo hubiera permitido, habría pasado los días y
las noches en este santo ejercicio. Con todo, aunque tan solitario y tan amigo del
retiro, no era huraño. Quienes trataban con él le encontraban afable, atento, gracioso y
de conversación agradable. Con tales disposiciones, contentaba a todo el mundo; los
seglares estimaban y respetaban en él a un hombre a quien veían raras veces pero que
tenía el aspecto de un ciudadano del cielo; los Hermanos que vivían con él, y que sólo
recibían de su parte ejemplos de virtud y testimonios de caridad, no tenían otros
sentimientos. Tanto unos como otros le amaban y lloraron su muerte, sabiendo que al
perderle habían perdido a un santo.
Dejó la tierra para ir al cielo, como esperamos, el 9 de marzo de 1728, a la edad de
unos cuarenta años, de los que veinte los había pasado en la Sociedad. Su
enfermedad, que duró 15 días, fue con toda probabilidad el fin de su Purgatorio, pues
cuando se declaró fue el comienzo de una vida de sufrimientos y un prolongado
ejercicio de paciencia. Recibió los sacramentos con sentimientos de piedad
extraordinarios, que denotaban y caracterizaban la muerte de los santos. Dios le
concedió gozar de perfecta consciencia durante toda la enfermedad, excepto en la
última media hora, y la utilizó para terminar la vida tal como la había pasado, en un
ejercicio actual y casi continuo de oración, de conformidad con la voluntad de Dios,
de abandono a su querer, de paciencia en los dolores, de caridad y de mansedumbre
con sus Hermanos, de amor de Dios y de deseo de verle en el cielo. Este santo deseo
de reunirse con su Creador creció en él a medida que fue creciendo en edad y en
perfección. Cuando en su última enfermedad advirtió que la prisión de su cuerpo se
deshacía, este deseo se inflamó, y todos sus pensamientos y deseos se vieron hacia
este Dios inmenso, el único que construye la fidelidad del hombre.
<2b-82>
El deseo de poseerle constituía el tema ordinario de sus conversaciones, y llegó a ser
tan impetuoso y vehemente que quienes eran testigos del mismo pensaban que había
contribuido en gran manera a separar del cuerpo un alma que no podía soportar por
más tiempo la ausencia de Dios.
Si es verdad que la voz del pueblo es la voz de Dios, el Hermano Luis, al dejar este
mundo, fue al cielo, y el último momento de su vida fue el primero de su reunión con
Dios en la gloria. La fama de santo que se había ganado en Rhetel, con una vida tan
pura, tan mortificada, tan regular, tan retirada y tan perfecta durante todo el tiempo
que vivió allí, le siguió a la tumba, pero no fue enterrada con su cuerpo, lo que hizo
decir a algunas personas que, en lugar de rezar por él, le rogaban que rezase a Dios por
ellos. Cuando todos los eclesiásticos estaban reunidos en la sacristía para el entierro,
el decano les dijo: Vamos a buscar a un santo, al más santo parroquiano de mi
parroquia. Llegado con su clero a donde estaba el cuerpo, las lágrimas apagaron su
voz, y cayeron con tal abundancia que no pudo terminar el De profundis que había
comenzado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 505

Puesto que hay que juzgar al árbol por los frutos, según las palabras de Jesucristo, y
al hombre hay que juzgarlo por sus obras, el relato abreviado de las virtudes de este
buen Hermano va a hablar por él, y podrá justificar la idea de santidad que se ganó.
1. Su piedad y su sentido religioso se dibujaban en todo su exterior y en su rostro,
sobre todo cuando oraba. En esos momentos en que estaba abismado en su nada
delante de la divina Majestad, no se le podía mirar sin quedar impregnado del respeto
hacia la presencia de Dios que le llenaba por completo. Estaba de tal modo inundado
de ella que, según su propia confesión, la distracción no encontraba ningún resquicio
en su alma, y por tanto, no podía entrar. Había estudiado seriamente el método de
oración y de seguir la santa Misa que el señor De La Salle había prescrito a los suyos,
y su uso se le había hecho tan fácil que le resultaba totalmente natural. La meditación
y la oración le eran tan familiares que no podía vivir sin rezar lo hacía en todas partes,
por ejemplo en las enfermedades. Algunas horas antes de su muerte todos le veían
cómo elevaba su corazón a Dios y cómo movía sus labios invocándole. Este profundo
espíritu de oración consiguió que viviera en cualquier lugar como un extraño, sin
relacionarse, sin mostrarse, sin conversar con nadie; en un desapego total a todas las
cosas, y en un trato íntimo con Dios, no tuvo dificultad para cambiar de lugar, según
la loable costumbre de las comunidades, cuya finalidad es tener los corazones libres y
desprendidos de cualquier criatura.
2. Su obediencia no tenía límites, y para que fuera universal en todas partes y
siempre, cuando encontraba dificultades en ella, después de haberlas expuesto con
sencillez y candor, añadía: a pesar de lo que acabo de exponer, me someto a cumplir
todo lo que le agrade. Su primer esfuerzo desde que entró en el Instituto fue adquirir
el espíritu de su estado y conseguir la sencillez de espíritu y la rectitud de corazón,
que mostrando sólo a Dios en los superiores, aprende a recibir sus deseos como
salidos de Su Divina Majestad, sin ponerse a examinarlas. Esto es lo que oyó de su
boca quien nos ha ayudado a componer esta breve nota biográfica.
3. Soportar los defectos y las debilidades del prójimo equivale a
<2b-83>
amar a los enemigos; lo que la caridad tiene de más sublime y de más heroico, el
Hermano Luis lo consideraba su deber principal, y lo cumplía con tal perfección que
cada Hermano pensaba que era él quien ocupaba el primer puesto en su corazón.
Tenía fama de ser el consolador de las personas atribuladas, y era su caridad quien le
había ganado ese título en la ciudad, y en virtud de ella muchas personas se acercaban
a él, y nunca se iban sin valor y alegría en el alma. Para animarlos a la paciencia, tenía
costumbre de decirles: Cuando sufro, pienso que Dios me ama; sólo siento inquietud
en este punto cuando me faltan los dolores.
4. Aunque este buen Hermano no tuviera por nacimiento grandes dotes, y aunque
las que tuvo fueran mucho más escasas que las de otros muchos para el trabajo de la
clase y para la instrucción de los niños, consiguió, sin embargo, muchos más
resultados que la mayoría, gracias al esfuerzo en el trabajo, a su entrega y a su celo.
506 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Sobre todo consideraba como deber suyo y como algo placentero enseñar a sus
alumnos a rezar, y a hacerlo con piedad, sentido religioso y recogimiento; y también a
enseñarles el catecismo y a confesarse debidamente. El trabajo que se tomaba para
ello no resultaba inútil. Los niños se forman más por medio de los ejemplos que por
las palabras, y cuando le veían cómo rezaba en la escuela, con tan singular devoción,
se acostumbraban a imitarle, cerrando los ojos, cruzando los brazos, y con piedad
edificante. Sus alumnos estaban tan instruidos sobre la manera de confesarse, que los
confesores que los atendían se maravillaban. Éste es el testimonio que dio el párroco
de Rhetel: «Antes los niños eran tan traviesos que no querían confesarse; pero desde
que recibieron las enseñanzas del Hermano Luis, muestran los frutos en su
comportamiento y en su vida ordenada; ya no hay dificultad para oírles en confesión,
porque saben confesarse muy bien. Es el elogio que me han hecho de ellos los
confesores de la parroquia y el que también doy yo mismo, que lo sé por
experiencia».
5. En fin, se puede juzgar de la perfección de este buen Hermano por la magnitud
de su paciencia. Esta regla no puede ser falsa, pues es el mismo Espíritu Santo el que
nos dice, por medio del Apóstol Santiago, que la perfección es el fruto de la
paciencia: Opus perfectum habet.
Cuando el Hermano Luis estaba aún en el Noviciado, se le declaró una especie de
ciática y un reuma severo que se le extendía a casi todos los miembros del cuerpo, que
sirvieron para probar su virtud y procurarle el purgatorio ya en este mundo. Este mal
le causaba dolores agudos y continuos, tan prolongados como su vida. El remedio que
se utilizó para curarlo o aliviarlo fue un nuevo tormento, que le convirtió en un
verdadero mártir de paciencia.
Por orden del médico, se extendía al enfermo, desnudo, cubierto por encima con
varias mantas, sobre una parrilla sostenida en el aire, y se colocaban por debajo dos o
tres cubetas llenas de fuego, en las cuales se quemaban granos de jengibre para que
desprendieran humo curativo. Fácilmente se puede uno imaginar que ese remedio era
un verdadero suplicio. El señor De La Salle, como se ha visto en su vida, tuvo que
utilizarlo también para una enfermedad parecida. Pocas personas querrían
experimentarlo. Sólo personas tan mortificadas como el señor De La Salle o el
Hermano Luis querrían someterse a semejante tortura, que a ellos, al menos, les sirvió
para que brillara su virtud. El discípulo, a ejemplo del maestro sobre esta especie de
parrilla ardiente, supo lo que san Lorenzo
<2b-84>
sufrió en el suyo para ofrecerse a Dios en sacrificio. Si su martirio no fue tan cruel
como el del santo mártir, sí fue más largo, pues duró veinte años, sin que el tormento
del que hablamos tuviera un final. La virtud del Hermano tuvo, pues, todo el tiempo
que quiso para purificarla. Cada día era para él una jornada de dolores y adecuada
para renovar su sacrificio. Si hubiera escuchado a su enfermedad, le hubiera tenido
constantemente como clavado en el lecho. Tenía que salir de la cama haciendo
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 507

esfuerzos violentos; pero los hacía. Cada mañana era un nuevo comenzar. La
naturaleza le decía que no era posible salir de aquel lecho de dolor, y si le hubiera
hecho caso, en ella se habría quedado; pero el fervor, que hace milagros, le persuadía
de que haciéndose violencia lo conseguiría, y le obligaba a levantarse. Ese mismo
fervor le llevaba cada día fuera de casa, para ir a las seis de la mañana a la santa Misa.
La naturaleza se alarmaba, pero él no le hacía caso. En efecto, caminar sobre el
adoquinado de la calle le causaba tanto dolor que todo su cuerpo se estremecía cuando
estaba en la puerta, a punto de salir. Si su pie tropezaba en alguna piedra saliente, o
mal colocada, el dolor que sentía llegaba a producirle convulsiones.
Con todo, esta especie de martirio no impedía al Hermano Luis atender la clase; su
celo era más fuerte que su enfermedad. Otra dificultad que encontraba era cuando
tenía que acompañar a los alumnos a la iglesia para asistir a la misa, pues tenía que
subir quince escalones para llegar a la puerta. Entonces, dos de los alumnos más
fuertes le sostenían por los brazos, y otro por detrás, y así le ayudaban a subir y a
avanzar.
Lo más extraño es que esta enfermedad, que no siempre se manifiesta con la misma
fuerza, pues depende del tiempo y de las estaciones del año, no le impedía emprender
viajes largos cuando la obediencia se lo mandaba.
En 1716 fue de Rhetel a San Yon para la elección del Hermano Bartolomé, y en
1720 para la del Hermano Timoteo; también en 1725, para recibir la bula del Papa
Benedicto XIII, pues fue de los 32 participantes en esta importante Asamblea. Estos
viajes fueron para él otros tantos tormentos, pues soportaba dolores increíbles, que
herían el corazón de los acompañantes, que admiraban la admirable virtud de este
hombre, que lejos de quejarse, bendecía a Dios y se lo agradecía continuamente,
porque se dignaba dejarle participar de la cruz de su querido Hijo. En esta última
Asamblea el Hermano Luis se mostró tal como era: un santo que sólo daba ejemplos
de humildad, de sumisión y de las demás virtudes. En fin, su paciencia iba creciendo a
medida que se aproximaba a su final, y le hacía superior a todos los dolores; lleno de
fortaleza tomaba él mismo, sin reparo alguno, todo lo que le ofrecían, sin prestar
atención y sin ninguna muestra de amor propio, sin pensar en otra cosa que en ofrecer
a Dios sus sufrimientos e inmolarse por Él, atendiendo siempre a su amor y
suspirando por el cielo.
508 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2b-85>

Hermano ESTANISLAO

1. Nacimiento, edad e ingreso de este joven en el Instituto


Este Hermano falleció en 1732 y dejó en la Sociedad tal olor de santidad que
parece merecer un lugar entre los discípulos más fervorosos del señor De La Salle. Si
ha sido el último en el orden del tiempo, no fue así en el orden de la gracia. Conoció al
santo fundador algún tiempo antes de que muriera, y adquirió de tal manera su
espíritu que todos le miraban como la viva imagen del santo varón y el ejemplo del
fervor primitivo. En el mundo se llamaba Albin Boucher, y había nacido el 15 de
febrero de 1698, en la parroquia de San Remigio, en Charleville. Poseía todas las
cualidades de cuerpo y de alma que en el mundo ayudan a que sean apreciados con
agrado los que las poseen; y que de ordinario se ven oscurecidas por el contagio del
siglo. Pero a él sólo le sirvieron para ofrecer a Dios, en la vida religiosa, un sacrificio
más perfecto. Si se puede juzgar de sus primeros años por los últimos, y medir la
inocencia de su infancia por la perfección que mostró en su juventud, que consagró a
Dios, se puede decir que fue un hijo de gracia en el mundo, pues desde su ingreso en el
Instituto fue un ejemplo perfecto de todas las virtudes.

2. Su fervor en el Noviciado
Al ver a este joven comenzar con paso de gigante su carrera en la perfección, sin
manifestar casi nada que sea propio de un hijo de Adán, hay que concluir, al parecer,
que unió el don de la perseverancia a la inocencia bautismal. La concupiscencia
parecía que estaba apagada en él, y la virtud parecía tan fácil que le resultaba
connatural. Ya llegó a ser un ejemplo vivo antes, incluso, de ser novicio. Su ingreso
en la Sociedad tuvo lugar el 14 de septiembre de 1717, día de la Exaltación de la Santa
Cruz, y fue como su entrada al Calvario. Cada paso que dio le fue aproximando a
Jesús Crucificado, al cual se esforzó por parecerse, y con Él quiso vivir y morir. La
Cruz, que quería marcar un triunfo en la vida de este joven, al parecer eligió el día
señalado por la Iglesia para la fiesta de su Exaltación para indicar que le escogía como
una de sus más ilustres víctimas.
En efecto, el primer cuidado de este Novicio, al que se dio el nombre de Estanislao,
fue crucificar su carne y todos sus sentidos, y morir a sí mismo, dejando a Dios la
labor de martirizarle con nuevas dificultades y añadir los más crueles sufrimientos a
las más rigurosas prácticas de continua mortificación. Progresó tanto en esta ciencia,
que entre el grupo de Novicios, todos muy mortificados, parecía ser el único muerto a
sí mismo. Siendo el ejemplo de sus Hermanos, casi hacía que se desanimasen. Todos
corrían a grandes pasos por las vías estrechas que conducen a la Vida, pero ninguno
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 509

podía seguir a un hombre que no parecía caminar, sino volar a la perfección. Todo en
él mostraba al hombre que sólo obra por el espíritu de Dios, que sólo respira en Dios y
que no vive sino para Dios. Todas sus acciones, tanto las ordinarias como las
extraordinarias, sus palabras, conversaciones, ejercicios de piedad, ocupaciones de
su profesión, todo quedaba marcado por la señal de los perfectos hijos de Dios, que
sólo actúan por la gracia y que están movidos por el Espíritu Santo. Todo exhalaba en
él el olor de santidad que denotaba a aquellos que se le aproximaban o le veían
<2b-86>
que el Hermano Estanislao sólo tenía en la tierra el cuerpo, pero que su espíritu estaba
en el cielo y que su alma sólo mantenía trato con Dios.

3. Su recogimiento
Su recogimiento era tan profundo y tan constante que vivía con los Hermanos sin
casi conocerlos. Y habrían seguido siendo desconocidos si no fuera porque el oficio
de barbero, que él ejercía en la casa, le obligara a mirarlos; hasta el punto que los
nuevos postulantes sólo caían bajo su mirada cuando los tenía sentados para
arreglarles la barba. En sus rendiciones de cuenta de conciencia, él mismo confesó
que si este deber de caridad no le hubiera impuesto la necesidad de mirar a sus
Hermanos, sus ojos hubieran permanecido cerrados, y los recién llegados a la casa
hubieran sido para él como si no estuvieran en ella, pues todo su esfuerzo era vivir en
la tierra como si en ella no estuvieran más que Dios y él. Una vigilancia tan exacta
sobre sus sentidos, que según las palabras del Espíritu Santo son las puertas por donde
entra el pecado en el alma, sostenida por esta vivencia continua en su interior, y
seguida de una dulce y permanente unión con Dios, le hacían, en cierto modo,
impecable, al menos a los ojos de los hombres y de sus mismos superiores, que
ponían su atención, casualmente, en sus actos para descubrir alguna falta que
reprender y corregir. Si alguna se le escapaba no era sino por olvido, inadvertencia o
ignorancia; y aun así, eran tan raras que el Hermano Director de la casa tenía que
aprovechar al momento sus fragilidades humanas, si quería justificar de alguna
manera las correcciones y las humillaciones que le imponía, y que están en uso en las
comunidades fervorosas. Y aún más, pues para probar su virtud y facilitarle alguna
humillación, que son su alimento, los superiores, a falta de deficiencias reales, tenían
que reprocharle como tales los piadosos excesos de su mortificación.

4. Su mortificación
Llevaba tan lejos esta virtud, que exponía sus manos a los rigores del tiempo
durante los extremos fríos del invierno, hasta el punto que causaba compasión, y a
veces hasta horror, a quienes le veían, a causa de las grietas sangrantes, lívidas y
abiertas. Y no eran solamente las manos los miembros que tenían que sufrir, o por el
rigor de la estación, o por las mortificaciones que se imponía; todo el cuerpo, aterido
510 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

por el frío, inspiraba la misma pena, pues huía del fuego como del enemigo de su
penitencia. Los superiores, para obligarle a que se aproximara al fuego, se lo
recriminaban como si fuera una falta; pero era una falta muy habitual en la vida de los
santos; ellos consideraban que era una mortificación excesiva y le mandaban que la
mitigase un poco, para conceder a la natualeza, tan maltratada en él, el alivio a que
tenía derecho.

5. La muerte de sí mismo
La muerte de sí mismo, que es fruto de la perfecta mortificación, fue el término al
que el Hermano Estanislao, que corría con tanta generosidad por los caminos más
afrentosos para la naturaleza, no tardó en llegar. A fuerza de mortificar su cuerpo,
parecía que le había hecho insensible, o que había convertido el sufrimiento en algo
agradable. Baste como testimonio un solo ejemplo, que edificó y sorprendió por igual
a los Hermanos que lo presenciaron. Estanislao, en un invierno muy riguroso, durante
el cual tenía, como era habitual, tenía las manos, y sobre todo los dedos, agrietados y
llenos de heridas, un día poco faltó, a la entrada del refectorio, para quedar aplastado
por el cuerpo de un Hermano grueso y pesado. He aquí cómo ocurrió el incidente.
Este Hermano, después de colocar unos libros encima de la mesa, dio un paso hacia
atrás, y por descuido puso sus pies sobre los dedos de Estanislao, inclinado sobre el
<2b-87>
suelo para besarlo, y se mantuvo de pie, en esa situación, algún tiempo considerable,
sin darse cuenta. Para colmo de infortunio, este Hermano, que era grueso y pesado,
como hemos dicho, llevaba unos zapatos proporcionados a su talla, y muy toscos,
como los llevaban por entonces los Hermanos, y dejó sentir todo su peso al sufrido
Hermano, descansando a plomo sobre sus dedos, que aparecían como triturados.
Cualquier quejido o signo de dolor que se le hubiera escapado a otro menos
mortificado que Estanislao, hubiera advertido a los demás la dureza de aquella
distracción, y hubiera librado al novicio de aquel suplicio; pero la ocasión de sufrir
era demasiado bella para Estanislao, y tuvo mucho cuidado para no desaprovecharla.
Soportó con tal paciencia y con tan profundo silencio aquel dolor que el otro no pudo
sospechar nada de la tortura que le estaba infligiendo, y se mantuvo buen rato en la
posición que lo originaba. El novicio, por su parte, se mantuvo tranquilo como si sus
dedos fueran de hierro, inaccesibles al dolor, mientras su Hermano los aplastaba con
sus pies. En fin, cuando el Hermano los retiró y dejó libre a Estanislao, éste retiró sus
manos, y sin permitirse ni siquiera mirarlas, cruzó los brazos con un aire tan dulce y
tan tranquilo como si no hubiera sufrido nada. Este rasgo singular de una
mortificación poco común hubiera quedado en el olvido, si no hubiera sido
presenciado por algunos Hermanos, que tuvieron cuidado de prestar atención a ello,
en uno de esos momentos críticos en que la naturaleza, si no está totalmente
mortificada, deja escapar algún movimiento de dolor y de impaciencia.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 511

6. Su mortificación interior
Esta muerte externa tenía como principio la muerte interior. Si su virtud dominante
era crucificar su carne y mortificar sus sentidos, su vigilancia era entonces mayor
para regular todos los movimientos de su corazón y para destruir todos los instintos
del hombre viejo. No tenía indulgencia ni piedad con todo lo que podía tener
apariencia de amor propio, y era su norma no concederle nada, y hacerle morir de
muerte lenta, a fuerza de negarle cualquier cosa que pudiera alimentarlo. Pasiones,
inclinaciones, repugnancias, antipatías y simpatías... sólo las conocía para vencerlas
y ofrecer sacrificios a Dios. Sacrificios sustanciosos a los ojos del Altísimo, según las
palabras de la Escritura: Holocausta medullata, y tanto más aceptables a Su Majestad
cuanto más costosos son para quien los ofrece. El ejemplo que sigue permitirá ver
hasta qué punto ponía Estanislao su atención en inmolar, en su corazón, los primeros
síntomas del mal.
Cierto día, cuando era todavía postulante, al salir de la capilla acabada la oración de
la tarde, los demás vieron cómo tomaba las manos de un recién llegado, y le daba
muestras de especial ternura. Este testimonio de amistad, realizado durante el tiempo
del silencio solemne, y por una persona que se mostraba siempre tan recogida y tan
encerrada en su interior, chocó a cuantos lo observaron; el Hermano director, que
también fue testigo, le preguntó el motivo de aquellas muestras de afecto dadas tan a
destiempo. Es que siento por este buen postulante, sin saber por qué y sin que me
haya dado motivo para ello, una antipatía extraordinaria, dijo ingenuamente
Estanislao, y quiero mostrar al Señor que no consiento en ello. Incluso he pedido al
Señor, en mi última comunión, que le conceda una parte de las gracias que tenía
destinadas para mí. Una respuesta tan inesperada y tan edificante, para todos los que
la oyeron, fue un testimonio de la vigilancia de este siervo de Dios para asfixiar y
aplastar en su corazón a los hijos de Babilonia, en el instante mismo de su
concepción, y una lección adecuada para enseñarles
<2b-88>
a mortificar los primeros síntomas del pecado, aunque fueran involuntarios. Sin
embargo, el Hermano director no quiso manifestar a Estanislao la estima que merecía
su virtud, y atribuyó a ignorancia y simplicidad el ejemplo que había dado, y le dijo
que en tales ocasiones bastaba con retractar interiormente, con actos de caridad, los
sentimientos opuestos que sintiera.

7. Su atractivo por las humillaciones


Aunque los Hermanos se mostrasen muy respetuosos con este joven, que era la
honra de su sociedad y su modelo en la virtud, no le ahorraban el alimento del que
estaba hambriento. He oído hablar de las humillaciones y de las mortificaciones por
las que sentía santa pasión. Si se deseaba complacerle, era necesario facilitárselas, y
su mejor amigo venía a ser quien mejor y más le ejercitaba en la mortificación. Por
512 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

eso se puede decir que estaba contento, pues puede decirse que si estaba ansioso de
desprecios, con frecuencia se vio colmado de ellos. Todos podían permitirse mostrar
su talento en este género de humillación, sin que él mostrase la más mínima muestra
de resentimiento ni pusiera en su rostro alguna señal de enfado. A todos daba libertad,
no digo sólo a sus superiores, sino a todos los Hermanos, para contradecirle,
censurarle y condenarle, y todos podían aprovechar tal disposición sin temor a que se
enfadara o se turbara. ¿Qué digo? Puesto que humillarle era complacer sus
inclinaciones y favorecer sus deseos, se ganaba su corazón y su gratitud el que mejor
sabía humillarle, con más intensidad y sin medida.
Las palabras duras, las reprimendas severas, los avisos humillantes, las órdenes
imperiosas o las correcciones públicas..., en una palabra, todo lo que exaspera el
orgullo del hombre, para él era verdadero gozo. No podía impedir en tales ocasiones
que en su rostro se mostrasen señales de su consentimiento en el corazón. Y ese
contento parecía disminuir sensiblemente, e incluso desaparecer, cuando cesaban de
humillarle. De manera que el superior, experto en despertar en el corazón de
Estanislao tanto la alegría como la tristeza, según le humillase o no, o que estuviera
atento o descuidado a hacerlo, sólo le veía contento cuando había cumplido bien su
deber en este punto, y sólo le notaba triste cuando lo había olvidado. Estos sentimientos
heroicos no son imaginaciones que pongo en este virtuoso joven, sino que su propio
corazón los expresó con frecuencia por su boca, pues cuando parecía triste y el
director le preguntaba el motivo, respondía con sencillez y candor: Es porque usted
me descuida, usted no me prueba, y me deja crecer en mis vicios. Incluso añadía que
nunca se acostaba más contento que cuando había sido humillado y mortificado con
severidad. Como tales días eran para él días de fiesta y alegría, las noches que les seguían
eran noches de descanso y de tranquilidad. Igualmente, cuidaba mucho ir de vez en
cuando a manifestar su gratitud a algún Hermano que le había humillado, y le rogaba
que una vez más le cubriera de vergüenza y de confusión delante de todos los demás.

8. Su candor y apertura de corazón con los superiores


El candor y la apertura de corazón que tenía con aquellos que ocupaban para con él
el lugar de Dios, era otra fuente de alegría y de paz. El espíritu de fe le hacía ver en
ellos a Jesucristo, y manifestaba hacia ellos confianza filial, respeto íntimo y perfecta
franqueza. No les ocultaba nada. No hubiera podido vivir en paz si pensase que les
había disimulado algo. Sus rendiciones
<2b-89>
eran fieles reflejos de su alma: la sencillez formaba su estilo, y la sinceridad, el fondo que
la componía. Pero si era fiel a mostrar a sus superiores todos los pliegues y repliegues
de su corazón, no lo era menos a seguir sus consejos. En este asunto era realmente
escrupuloso, y fue esta apertura del corazón para descubrir su interior, y con su obediencia y
docilidad para dejarse guiar, la que le llevó a verse libre, pocos años antes de su
muerte, de los escrúpulos que atormentaban su alma, como se va a decir en seguida.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 513

Su devoción a la Santísima Madre de Dios era singular, y se medía por el gran amor
que tenía a su divino Hijo. Se encendía, sobre todo, al recitar el rosario, que era para él
una oración de gusto siempre nuevo. Al pronunciar el nombre de María sentía
especial dulzura, que reanimaba su ternura para con Ella; y las palabras María, Madre
de Dios, eran para él palabras de vida. Éstas son expresiones que él utilizó al dar
cuenta de conciencia al Hermano director de la casa donde estaba.
Su respeto hacia la palabra de Dios, sobre todo al santo Evangelio, se manifestaba
en la lectura que hacía de él cada día. En la devoción con que lo realizaba se advertía que
su alma estaba santamente sedienta de ese pan de vida, y que constituía sus delicias.

9. Su primer fervor en el Noviciado; sus progresos continuos


después del Noviciado
Así fue Estanislao en el Noviciado, y así fue después del Noviciado por el resto de
su vida. Los cambios de fervor y tibieza, tan ordinarios en las almas imperfectas y que
sólo tienen virtud a medias, no se reflejaban en él. Entregado todo a Dios desde que le
conoció, jamás decayó de su primer fervor, y si algún cambio se podía notar en él, era
el de la perfección que se incrementaba día a día, y que permaneciendo la misma en su
esencia, sólo variaba en que iba aumentando progresivamente. Lo que había sido para
los novicios lo fue también para los Hermanos: un ejemplo vivo y modelo de todas las
virtudes; las poseía todas, y las practicaba en grado eminente, y sería difícil señalar
cuál de ellas descollaba más en él.

10. Su regularidad
Lo que en las comunidades religiosas se llama regularidad, y que de hecho es su
sostén y salvaguardia, le inducía a observar hasta el escrúpulo las más mínimas
normas. Todo lo que prescribe la Regla, grande o pequeño, constituía para él una ley
soberana, que él nunca se permitía, no digo transgredir, pero ni siquiera descuidar. En
este asunto ignoraba tanto la argucia peligrosa de interpretarlas, dándoles un sentido
favorable a la laxitud, como la poca edificante manía de buscar pretextos especiosos
para incurrir en la infidelidad de guardarlas, y la perniciosa habilidad de dispensarse
de ellas por motivos que el fervor no escucha a menos que esté totalmente apagado.
Como la fe le presentaba todos los artículos de su regla como las órdenes dadas por
Dios, cada uno de ellos le merecía toda la atención posible, toda su fidelidad y todo su
respeto. Si el Espíritu Santo mismo los hubiera revelado, si un ángel del cielo hubiera
descendido del mismo para traerlos, si el mismo Dios los hubiera presentado escritos
por su dedo, no hubiera podido honrarlos con mayor respeto, observarlos con más
fervor y exactitud ni manifestar mayor estima hacia ellos.
514 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

11. Su exactitud en el silencio


Este joven Hermano era también un hombre de profundo silencio, persuadido de
que esta virtud es aliada del recogimiento, el alimento de la oración y el nervio de la
regularidad. La regularidad, en efecto, y el silencio tienen relaciones tan fuertes que
la pérdida de la primera produce la decadencia del segundo. Una casa donde reina el
silencio es casa de oración, de recogimiento y de retiro. La paz y la unión que
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impregnan las comunidades hacen de ellas paraísos en la tierra; la exacta observancia
de las reglas, que constituye la honra y el fervor del espíritu, que debe ser el alma de
todos los ejercicios, reina habitualmente donde existe el silencio. Todas las demás
virtudes encuentran su debilidad en la violación del silencio; y a medida que va
desapareciendo en una casa, se introducen en ella la confusión, la irregularidad, la
disipación, la tibieza, la rutina en los ejercicios de piedad, el descuido en la
preparación de los sacramentos, las murmuraciones y los pecados contra la caridad y
las demás virtudes. Estanislao lo sabía, no por experiencia, sino por la luz del Espíritu
Santo y por la lectura de las Vidas de los santos y la historia de las órdenes religiosas,
que le demostraron que debían su decadencia a la inobservancia de una virtud que
siempre les mantuvo en su primitivo fervor, mientras se la respetaba religiosamente.
Por esos motivos le veían tan exacto en guardar el silencio que parecía que había
puesto un candado en sus labios para quitar a su lengua la libertad de hablar. Pero él
llevaba aún más lejos la ley del silencio, pues no eran sólo sus labios los que estaban
en cautividad y sin libertad para abrirse, sino también sus ojos y sus orejas, de manera
que podría decirse que el amor del silencio le hacía, en cierto modo, sordo, ciego y
mudo, y le situaba en cierta imposibilidad de usar sus sentidos. En una palabra, era tan
rígido observante del silencio que sentía escrúpulo en decir cualquier palabra si no la
consideraba necesaria.

12. Su espíritu interior


Se comprenderá fácilmente que una persona así tenía total facilidad para morar
dentro de sí mismo, para cultivar su interior, y para que el recogimiento fuera en él
algo como natural. Con la lengua dominada, con los ojos y los oídos cerrados a los
objetos que penetran por los sentidos, llenan la imaginación y distraen el espíritu, y
que conllevan un caos de ideas y de imágenes inútiles, mancillan el alma y la impiden
unirse a Dios, tenía plena libertad para ponerse en contacto con el invisible, verle con
los ojos de la fe y tenerle siempre presente.
Ése era el beneficio del que gozaba nuestro joven Hermano, y la recompensa que le
merecía la exacta observancia del silencio. El efecto era un profundo recogimiento; el
fruto, la dulce unión con Dios, y la consecuencia, la luz del Espíritu Santo. En una
palabra, la presencia de Dios se le había hecho tan familiar que la mantenía
constantemente, y un año antes de su muerte, casi no la perdió ni un instante.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 515

13. Su espíritu de oración


Del mismo modo, la oración constituía todo su atractivo y el único ejercicio que
hubiera deseado que nunca terminara. Lo que acabo de decir prueba que esa oración
era continua, y que las horas señaladas en la comunidad para hacerla no marcaban el
momento del comienzo ni del final de la suya. Sin embargo, el beneficio que
encontraba en la oración común era poder entregarse a ella con todo su ser, libre de
cualquier otra preocupación, y prolongarla en el seno de Dios con la misma actitud
con que el niño se arroja en el regazo de su madre. Por otro lado, cualquier momento,
cualquier actividad eran para él momentos adecuados para la oración; pues entregándose
a los diversos trabajos de su vocación, su alma permanecía siempre con plena libertad
para rezar sin interrupción; y así cumplía una ley que sólo resulta fácil y dulce para los
corazones puros y para las almas de gracia, que en todo hallan a Dios y todo lo ven en
Él, y saben en todo momento y lugar conversar con Él y perpetuar la oración.

14. Su modestia singular


La unión tan íntima con Dios producía en este santo joven una modestia singular.
Su corazón estaba penetrado del sentimiento de la presencia de Dios en todos los lugares
y del respeto que requiere, y por eso mantenía su cuerpo con tan buena compostura,
<2b-91>
tan tranquilo y tan modesto que no se podía verle sin admirarle y sin quedar
edificado.De esta forma, la modestia le atraía el respeto y le ganaba los corazones.
Como tenía como principio la profunda unión con Dios, el efecto que producía en
quienes la veían era el pensamiento de Dios y sentimientos de devoción. Y eso era
también lo que producía en los seglares que eran testigos de ella, y en los alumnos que
instruía, y eso les formaba en la virtud más con el ejemplo que por las lecciones que
les impartía.
En todas partes en donde aparecía el Hermano, tanto en las calles como en las
iglesias, su modestia le distinguía y hablaba a su favor, aun a pesar suyo. En todos los
lugares donde dio clase se hacía amar, a causa del atractivo que esta virtud producía
en los corazones y por las singulares muestras de caridad que daba a sus discípulos.
De manera que para retirarle de las escuelas en que había sido colocado, era preciso
hacer cierta violencia, o algún truco, y con frecuencia afrontar la tenacidad de los
fundadores de la escuela, que no querían resignarse a dejarle marchar.

15. Su obediencia
¿Qué puedo decir de su obediencia? Esta virtud parecía que había nacido con él.
Sea que fuera dócil y sumiso por naturaleza, sea que hubiera llegado a serlo por la
gracia, era persona que ya no tenía voluntad si no era para obedecer. La obediencia
era la dueña de su corazón, estaba colocada en medio de él y dirigía todos sus
516 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

movimientos. Todas sus acciones no tenían otro principio, y habría considerado


como perdida la que no hubiera sido consagrada a Dios o no hubiera estado animada
por este motivo.
Nunca se pudo advertir en él ni malestar por las órdenes que se le daban, por muy
difíciles que fueran, ni enfado contra quien se las daba, por muy indigno que fuera en
su persona, o porque sus modales fuesen secos e imperiosos, ni tampoco repugnancia
por las cosas que le mandaban, por muy contrarias que fuesen a sus preferencias o
inclinaciones, ni tampoco la mínima señal de impaciencia o descontento en ocasiones
poco esperadas, o por las circunstancias que se aprovechaban para darle órdenes. Este
verdadero obediente de corazón y de espíritu sólo sabía obedecer a la letra, sin
permitirse razonar, ni excusarse, ni diferir la obediencia. En él, todo obedecía: el
espíritu, renunciando a sus luces; el corazón, porque sacrificaba sus repugnancias; la
mano, cumpliendo las órdenes con puntualidad y alegría, con reverencia y con una
devoción tal que hacían la obediencia agradable a quienes eran testigos de la suya.
Sus Hermanos estaban edificados por ello, y sus superiores, encantados; y él recogía a
manos llenas las flores y los frutos de una virtud que hacía preciosas y de gran mérito
ante Dios las acciones más pequeñas, cuando ella es el principio de que dimanan.

16. La perfecta obediencia le libera de los escrúpulos


Por medio de esta perfecta obediencia tuvo el secreto de encontrar el paraíso en la
tierra y saborear en el cumplimiento de la voluntad de Dios una paz que el mundo no
puede dar ni quitar. A este objetivo se orientaron como a su centro todas sus
resoluciones. Igual que el amor de Dios es el fin de la ley y el objetivo al que lleva la
observancia de todos los preceptos y la práctica de los consejos, así la conformidad
con la voluntad de Dios es la señal que marca el amor verdadero y el término al que
conducen todas las virtudes. De este modo, Estanislao, después de haber conseguido
adquirir esta virtud con un trabajo generoso y constante, la orientó hacia el
cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios, como se ve por las resoluciones que
tomó en su último retiro. Son las siguientes:
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Yo, el abajo firmante, grandísimo pecador, después de haber tomado el 23 de
octubre la resolución de buscar
<2b-92>
en todo la voluntad de Dios para practicarla, la renuevo por tercera vez en este
momento, día 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración; así, hace ya nueve meses y
seis días que la practico. Buen Jesús, dame la gracia de practicarla por los méritos
de tu sagrada pasión. Firmado, Hermano Estanislao, 6 de agosto de 1730. Solo Dios.
Añado la resolución de seguir con fidelidad el feliz atractivo de permanecer en mi
nada, por una continua humildad, llevada a la práctica con la ayuda de Dios.
El 8 de septiembre he tomado la resolución de renunciar a mi interés, de no pensar
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 517

en adelante más que en mis pecados, incluso si me encuentro en el lecho de la muerte,


para ir exclusivamente a Dios.
Esta última resolución, según las apariencias, la hizo por motivo de los escrúpulos
que le atenazaron durante siete u ocho años, y que le atormentaron terriblemente. El
remedio para un mal tan tenaz y opresor es el candor y la apertura de corazón a su
director y superior junto con una sumisión ciega a sus luces y a la exacta fidelidad en
seguir sus consejos. Éste es el único remedio eficaz contra los escrúpulos. Todos los
demás son vanos o de poco provecho. Si se ve que hay tan pocas personas que están
afectadas por el aguijón de los escrúpulos que se curen, es porque pocas saben tener
una confianza plena, y cegar su juicio personal sacrificando sus propias luces.
Estanislao era obediente, y a esta virtud le debió el verse liberado de sus
escrúpulos. Como era fiel en manifestar a su superior y director hasta los más
sencillos movimientos de su corazón y a exponer hasta el mínimo detalle de lo que
ocurría en su interior, y porque fue fiel a seguir al pie de la letra todos los consejos que
le daban, vio esta fidelidad recompensada con la libertad de los hijos de Dios y del
perfecto reposo de su conciencia. Y además, posteriormente hizo progresos
inconmensurables en la perfección, pues al no encontrar en su camino otras espinas
de escrúpulos que le molestasen y que le detuviesen casi a cada paso que daba,
avanzaba casi en volandas con alegría y facilidad.
A la virtud de Estanislao, en esta situación, sólo le faltaba superar una prueba por
parte de Dios para llegar a su máximo grado. Los sufrimientos eran necesarios al joven
Hermano para coronar su semejanza con Jesucristo crucificado, considerado como el
varón de dolores. Es verdad que la mortificación había perfeccionado en él esta semejanza
y que todas las demás virtudes colaboraron para hacerla perfecta; pero sin la ayuda de
la paciencia no lo habría terminado. Ésta fue la que puso en su trabajo la última mano.
Un cólico violento y casi continuo fue el mal que sirvió de purgatorio a este
virtuoso joven, y lo que terminó de purificar su alma, poniéndola en disposición,
como podemos creer, de reunirse a su soberano bien cuando salió de su cuerpo.
Normalmente, cuanto más crueles son los males, más breves son, pues la naturaleza no
los puede soportar durante mucho tiempo; el cuerpo se destruye por la violencia del
mal que le ataca; por eso, cuanto mayor es el dolor, más contribuye a que dure poco.
¿Y si es largo y cruel? Entonces la virtud ordinaria parece que se debilita. Para soportarlo
en paz y con alegría, es necesaria la mayor virtud; y en estas circunstancias, el grado
de virtud hay que medirlo por el grado de paciencia. Esta regla nunca falla, y nos va a
servir para formar un juicio justo de la perfección del joven Hermano.
El cólico le atacó los últimos cuatro años de vida, pero con tanto
<2b-93>
furor que hizo de él un mártir de paciencia antes de convertirle en víctima de la
muerte. El mal era continuo, y si a veces se mitigaba, sólo servía para preparar a
Estanislao a dolores más vivos. Los efectos eran frecuentes vómitos, que resultaban
518 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

peores que la misma enfermedad. En este estado, a menudo no podía tragar los
alimentos que tomaba, y tenía que vomitarlos con enormes esfuerzos y náuseas, que
aumentaban su tormento. Pero este sufrimiento no destruía el ánimo del joven. Su
fervor, enfrentado, por decirlo así, con fuerzas parecidas, a la violencia de la enfermedad,
le ayudaba a sostenerse, sin interrumpir los ejercicios de comunidad ni el trabajo de la
escuela. Si algunas veces, por el dolor redoblado, tenía que ceder, era la obediencia la
que ganaba la batalla. En tales casos, era necesaria la orden del Hermano Director
para obligarle a no añadir a tanto sufrimiento las del trabajo y de la regularidad. Con
una enfermedad tan violenta y pertinaz, la capacidad de los médicos quedó agotada. Todas
las medicinas que le aplicaban resultaban inútiles, y sólo servían para empeorarlo.
Ellos agotaron en el enfermo su ciencia, pero no pudieron agotar su paciencia.
La duración de la enfermedad y los nuevos ataques que se repetían obligaban a
llamar a menudo a los médicos, que le habían abandonado, y les forzaban a emplear
nuevos remedios contra un mal que consideraban incurable.
Dios lo permitía así para probar una virtud capaz de sufrirlo todo, que se purificaba
y progresaba a través de la tribulación. Remedios de todo tipo, algunos tan insoportables
como la misma enfermedad, y tan repetidos como los violentos ataques que le venían,
encontraban y dejaban a Estanislao en su imperturbable tranquilidad. La paz y el gozo
que reflejaba su semblante señalaban, a pesar suyo, la dicha que encontraba en los
sufrimientos. Su perfecta y constante resignación a la voluntad de Dios parecía anular
los más vivos dolores, y hacérselos agradables.
En esta situación, este nuevo Job era la admiración de la comunidad. Quienes le
cuidaban se acercaban a él con edificación, y cuando le dejaban lo lamentaban,
porque dejaban de sentir el olor de sus virtudes.
Lo que no se pudo encontrar en las medicinas se buscó en el cambio de lugares, por
lo cual se le fue trasladando de ciudad en ciudad, con la esperanza de que un aire
nuevo pudiera, al menos, proporcionar cierto alivio en la violencia de sus dolores.
Pero fue en vano, pues Aquel que mide la grandeza de las cruces por la grandeza de su
amor por los elegidos, hizo inútiles todas las precauciones de los superiores. Más aún,
pues parece que tuvieron la inspiración de poner a Estanislao al frente del Noviciado
que acababa de abrirse en Aviñón, como si se pudiera encontrar su curación en un
incremento de fervor y en la obligación de dar a los novicios ejemplos nuevos de
regularidad y de mortificación. Dios, al menos, pretendía poner ante los novicios un
modelo digno de imitar, y aleccionarles con el ejemplo de un hombre que sabía unir la
práctica de la paciencia con los sufrimientos más crueles y con la dirección del
Noviciado; pues el hombre sostenido por la gracia lo puede todo cuando está
dispuesto a secundarla y cuando sabe violentarse hasta cierto grado.
Estanislao, a la cabeza de los novicios, se consideraba como uno de ellos, y el que, de
<2b-94>
todos, más necesidad tenía de renunciarse. Parecía que olvidaba su cuerpo para
recordar el lugar que le obligaba a mostrar, con sus acciones, la prueba de las
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 519

verdades que enseñaba, y a confirmar con sus ejemplos las lecciones que daba sobre
la mortificación, la humildad y otras virtudes. Su celo por la santificación de sus
discípulos y por su santificación iba tan lejos que, a ejemplo de san Pablo, tuvo como
norma olvidarse de los intereses de su salud y sacrificar su cuerpo, casi consumido ya
por los sufrimientos. A menudo les daba dos conferencias cada día, con una gracia y
una unción que encendía en su corazón lo que la mansedumbre y la caridad
completaban, la obra de su salvación y el deseo efectivo de la perfección. Su palabra
era eficaz, pues brotaba de un corazón inflamado de caridad y de un alma toda ella
recogida y unida a Dios. La oración era el horno donde sus palabras se encendían.
Parecía que era el Espíritu de Dios quien se las dictaba, y eran como otras tantas
flechas que atravesaban las almas. Así era el dueño de los corazones de sus discípulos
y dejaba en ellos las huellas que la gracia había dejado en él mismo, y los moldeaba
para la virtud con sus instrucciones, apoyadas por sus ejemplos. Sin embargo, como
si todo esto sólo hubiese servido para escandalizar, a menudo se ponía de rodillas
delante de ellos, y les suplicaba que pidiesen por un pecador, o les pedía perdón por
los malos ejemplos que les daba.
Un maestro de Novicios semejante hubiera hecho de cada uno de ellos hombres
capaces de llegar a ser como él, más adelante, si le hubiesen dado el tiempo suficiente
para cultivarlos; pero la persistencia del cólico, que con el tiempo se hacía más cruel,
obligó a los superiores a descargar de la dirección del noviciado a un hombre que iba
a quedar agotado en poco tiempo si se le mantenía en tal cargo de fervor, que exigen
hombres tal como él era, llenos de fuego y de ardor por la mortificación y por las más
austeras virtudes del Evangelio.
El empleo que se le confió, muy diferente del anterior, fue el de recorrer, con el
cargo de Visitador, las casas del Instituto establecidas en sus provincias. Se esperaba
que los viajes, que pueden ser útiles para una salud alterada por una aplicación
excesiva, podrían servir para restablecer la de un hombre que no se podía curar
mientras estuviese tan retirado en sí mismo, y tan aplicado a Dios. Con todo, los
viajes no pudieron ni distraerlo ni aliviarlo; sólo sirvieron para mostrar a todos los
Hermanos, en todas partes, que era una imagen viva del señor De La Salle y que venía
a ser como su más perfecto discípulo.
Por todos los lugares por donde pasó dejó tras sus huellas el buen olor de su piedad,
de su mansedumbre, de su paciencia y de sus demás virtudes. Los Hermanos vieron
en él a un hombre lleno del espíritu de su santo fundador y un retrato fiel del mismo.
Pero el cólico que llevaba a todas partes fue el instrumento del que se valió la bondad
de Dios, más que su justicia, para convertirlo en su víctima. Hasta este momento, los
sufrimientos con los que se había familiarizado no le habían ni atado al lecho ni
impedido realizar sus trabajos o interrumpir sus ejercicios de piedad. Arrastrando su
cuerpo, más que llevándolo, era el primero en llegar a sus ejercicios de comunidad, y
nunca se dispensó de ninguna observancia regular. Los más agudos dolores parecían
iluminar su devoción y favorecer su recogimiento y su unión con Dios, que tan íntima
parecía, sobre todo durante la oración. El fuego divino, del que esto provenía, al
520 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

mostrarse al exterior, marcaba en su rostro un aspecto seráfico, e inflamaba


totalmente su corazón. Pero al final se vio forzado a sucumbir bajo la fuerza de aquel
mal que el tiempo iba agravando mientras
<2b-95>
debilitaba su cuerpo, y tuvo que permanecer en el lecho del dolor para consumar su
sacrificio.
Su paciencia creció con sus sufrimientos y su piedad se alimentaba de los dolores
más amargos para la naturaleza. Durante los nueve meses que permaneció en la
enfermería, leía o rezaba. Siempre estaba ocupado, y sólo había que hablarle de Dios
o de cosas santas si no se le quería entristecer. Cualquier entretenimiento o cualquier
palabra inútil sólo servía para afligirle, en ver de complacerle.
Si a veces la violencia del mal arrancaba de su boca algún suspiro, él mismo se
reprochaba tal debilidad como una falta; temía que el exceso del dolor hubiese puesto
en su corazón alguna señal de poca mortificación, y se arrepentía de ello
inmediatamente, y preguntaba si habría ofendido a Dios con su impaciencia.
En esta especie de martirio, Dios estaba siempre presente en su mente, y esta dulce
presencia alentaba el ánimo de Estanislao. Le sostenía, le consolaba, e incluso, a
veces, embriagaba su alma del gozo de los santos, mientras su cuerpo seguía siendo
presa de los tormentos. De este modo, podía decir con el Apóstol: Mi corazón
sobreabunda de gozo, mientras mi carne está presa por los dolores. Este gozo tan
sensible y tan confiado hacía que este hombre de dolores fuese objeto de santa
envidia. Los Hermanos que eran testigos de ello hubieran querido participar de aquel
suplicio si hubiesen podido participar también de su gracia y de su virtud. Uno de
ellos le dijo en cierta ocasión: Creo, carísimo Hermano, que sufre mucho. Y ésta fue
su respuesta: Sufro, es cierto; pero estoy bien recompensado, pues tengo continuamente
la presencia de Dios.
En fin, murió como había vivido, tal es la expresión del Hermano Director a quien
Dios le concedió la gracia de asistir a Estanislao en su enfermedad, y de ella se sirvió
para informar por carta a toda la Sociedad de la dichosa muerte de este siervo de Dios
que tanto le había honrado y edificado por su virtud. Es decir, que vivió como santo y
murió como santo, lo cual sucedió el día de san Carlos Borromeo, al que profesaba
particular devoción, 4 de noviembre de 1731, a los 34 años de edad y 15 de su ingreso
en el Instituto. Su muerte fue tan tranquila como larga y violenta había sido su
enfermedad, y aunque ocurrida en los momentos más dolorosos del cólico, fue
apacible, como un efecto sensible de la gracia y como justa recompensa de su
invencible paciencia y de su constante mortificación.

***
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 521

<2b-96>
RELATO DE ALGUNAS COSAS,
MUY INSTRUCTIVAS Y EDIFICANTES
QUE NO SE INCLUYERON
EN LA HISTORIA DE LA VIDA DEL SEÑOR DE LA SALLE
Y DE SUS PRIMEROS DISCÍPULOS

Quienes hayan leído con atención la Vida del señor De La Salle y de sus primeros
discípulos, el origen, establecimiento y crecimiento del Instituto de las Escuelas
Cristianas y caritativas, no podrán dejar de reconocer como autor a Dios, y tendrán
que confesar que una obra que lleva tan marcadas las huellas de la divina Providencia
es la obra de Dios.
Nunca una obra encontró tantas dificultades en sus comienzos y en su desarrollo;
nunca hubo una obra que chocara con tantas contradicciones y con tantos
contradictores en su cuna y en su nacimiento; jamás una obra se enfrentó a más
obstáculos y enemigos, tanto de dentro como de fuera, y en todo momento. Sin
embargo, esa obra subsiste, se extiende, florece, y cada día que pasa la ve crecer,
fortificarse y extenderse por todas partes. Cien veces se ha visto amenazada de
hundirse, y una mano invisible la ha sostenido y fortalecido. Si alguna vez Dios
permitió que estuviera a punto de quedar sepultada, fue para resucitarla y hacerla salir
triunfante de la tumba. Se ha visto, y es motivo de admiración en curso de esta
historia, con qué aparente lentitud, y sin embargo con qué eficaz virtud, ha guiado el
Todopoderoso esta obra a su perfección aprovechando incluso el esfuerzo de quienes
se empeñaban en destruirla.
Eso es lo que deben meditar a menudo los discípulos del señor De La Salle para
afianzarse en su santa vocación. Su Instituto, que de manera tan visible es obra de
Dios, merece toda estima y todo su amor. La instrucción y la educación cristiana de la
juventud debe tener para ellos un atractivo que se renueve cada día. Su Regla,
actualmente ya aprobada por la Santa Sede, tal como el Espíritu Santo se la inspiró a
su santo Fundador, sin modificación, sin cambio, debe ser la ley de su corazón; su
vocación les convierte en ángeles visibles de los niños, sus padres espirituales, los
sustitutos de sus progenitores,
<2b-97>
los instrumentos de la divina Providencia y los cooperadores de Jesucristo; y esa
vocación debe ser a sus ojos lo que es a los ojos de Dios: sublime, apostólica y divina;
y les obliga a entregarse a ella, y a considerarla como el Arca de Noé, fuera de la cual
para ellos sólo existe el naufragio.
Para confirmarles en esta justa idea vamos a referir aquí algunos hechos
particulares que demuestran con suficiente evidencia el cuidado que la divina
Providencia tiene de las Escuelas Cristianas, de los niños que acuden a ellas y de los
522 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

maestros que les enseñan; y también, al contrario, las desgracias en que se sumen los
Hermanos que abandonan su santo estado o que no lo siguen santamente.
Exponemos estos hechos tal como han sucedido, sin dar nombres. Si no conviene
considerarlos como milagros o prodigios, al menos permítasenos, respecto de los
Hermanos que se han visto afectados por ellos, que los tengamos por sucesos
singulares, que la divina Providencia ha dispuesto para imprimir en los demás un
respeto siempre nuevo por su santa vocación, una resolución eficaz para vivirla con
fervor y un temor infinito a abandonarla.

CAPÍTULO PRIMERO

Algunos hechos particulares que muestran el cuidado


que la divina Providencia tiene de las Escuelas Cristianas

En la ciudad de Laón, en Picardía, cuando dos de los Hermanos que en ella


atienden la escuela, uno de ellos se dio cuenta de que el techo de la sala donde daba
clase se resquebrajaba insensiblemente y que comenzaba a caerse. Avisado de ello al
otro Hermano, que era el primer maestro, para recibir la orden sobre lo que convenía
hacer, éste, persona muy simple, dijo que había que continuar la clase sin temer nada;
el otro obedeció con la sumisión de un niño. Terminada la escuela, y cuando los
alumnos salían, en cuanto los dos últimos niños habían descendido la escalera, el
techo cayó por completo. ¿No debe servir este hecho como garantía de la protección
de Dios a las Escuelas caritativas? ¿No puede ser considerado como testimonio del
cielo en favor de la obediencia sencilla y ciega?
En la ciudad de Calais los Hermanos llevaban un día a misa, de dos en dos y con
mucha modestia, según su piadosa costumbre, a los hijos de los marineros. Todos
pasaron perpendicularmente por debajo de un andamio formado por dos grandes
planchas de dos o tres toesas (toesa = 1,94 m), que servían para cubrir una casa de dos
pisos. Apenas terminaron de pasar los últimos alumnos, cuando el andamio se
derrumbó con un ruido enorme, y pilló debajo al obrero que trabajaba, que expiró casi
al momento, sin poder recibir ningún sacramento, por mucha prisa que se dio el
sacerdote para socorrerle. En medio de tal desgracia, todos cuantos fueron testigos
del hecho bendijeron a Dios por haber preservado a tantos niños de una muerte
segura. El caso de este andamio, ¿no parece respetar la loable práctica de los
Hermanos, de llevar diariamente a los alumnos a la santa misa? ¿No parece como si la
mano de Dios sostuviera el andamio mientras pasaban los niños, para dar un
testimonio de aprobación de la santa acción que iban a hacer?
<2b-98>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 523

En la ciudad de Chartres, cuando todos los alumnos con el maestro estaban en la


escuela, la mitad del techo de una clase se cayó con un ruido enorme. Los vecinos
pensaron que los niños de esta clase habían muerto, con su maestro, y corrieron al
lugar. Con diligencia se pusieron a retirar los escombros y el yeso del techo
derrumbado, y encontraron que ni el maestro ni los alumnos estaban heridos. Lo más
llamativo es que un alumno de la clase de los mayores estaba esperando a que sonara
el reloj para tocar la campana para la oración antes de la misa. Estaba en la parte alta
de la casa, en el granero de encima de la clase, y cayó con el techo, que se hundió bajo
sus pies, y encima de él cayó una puerta, que hubiera podido aplastarle; sin embargo,
ninguno quedó herido.
El siguiente hecho sucedió en la misma ciudad, y es de otro tipo. Mientras los
Hermanos llevaban a los alumnos a la santa misa, uno de ellos, muchacho revoltoso,
se separó de la fila y entró en un taller de albañilería que estaba cercano; de repente,
una piedra cayó sobre él y lo aplastó. Una muerte tan repentina e imprevista, justo
pero terrible castigo por su falta de piedad, sirvió a los otros niños de advertencia para
ser siempre fieles a seguir a los Hermanos que le llevan a la santa misa.
En París llevaron los Hermanos a sus alumnos a los Teatinos para oír la misa y
recibir la ceniza, tal como el señor De La Salle lo prescribió en la Regla; al salir de la
iglesia, un niño de unos nueve o diez años fue atropellado por una carroza que iba
demasiado rápida, y quedó bajo las ruedas, que pasaron por encima de sus piernas. Se
las tendría que haber roto, y todos lo creían así; los gritos del niño confirmaban esta
opinión. Con todo, cuando le levantaron y se le revisó, sólo se le encontró un moratón
en la pierna, y tan ligero que no le impidió asistir a la escuela al día siguiente. Bien sé
que si una carroza va a mucha velocidad, su peso puede ser más ligero y rápido, y no
hay tiempo para que deje su efecto como si fuera más despacio; pero hay que
convenir que su peso es suficiente para romper las piernas de un niño. Así, pues, no se
puede decir que sea malo que digamos: Digitus Deus hic est: aquí está el dedo de
Dios.
Sea como fuere, si uno se niega a reconocer en este accidente una protección
particular de Dios, y afirma que una carroza puede correr con tanta velocidad que
pase la rueda sobre las piernas de un hombre y no le haga nada, o una leve herida, no
creo que pueda dejar de reconocer el dedo de Dios en el accidente que sigue.
Los Hermanos llevaban en otra ocasión a sus alumnos a la iglesia, y no sé por qué
desdichada causa uno de ellos cayó debajo de una carreta cargada de piedras y tirada
por cuatro caballos; le pasó junto a la cabeza y el hombro, y luego sobre el estómago y
el resto del cuerpo. Bien se puede creer que bajo tal peso habría quedado destrozado y
maltrecho; con todo, se levantó sin ninguna lesión y volvió a clase por la tarde, como
si nada le hubiera ocurrido.
Dejamos a aquellos que no pueden soportar ni el nombre de milagro, a esas mentes
privilegiadas que no lo quieren ver en nada, a esos sutiles filósofos que saben explicar
524 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

todo por las leyes de la naturaleza, que demuestren que este hecho no tiene nada de
prodigioso, y no merece que se le atribuya a Aquel que sabe hacer cosas admirables.
Podría referir otros casos semejantes, maravillas que ha obrado Dios en favor de
las Escuelas caritativas; pero eso creo que baste para los corazones rectos, cuya
caridad les predispone a creer lo que edifica a uno; y ya son excesivos para
<2b-99>
aquellos espíritus que se glorian de no creer en nada extraordinario. Se necesitaría
todo un libro si se quisieran detallar las bendiciones que Dios ha derramado y derrama
todavía cada día sobre los Hermanos y sobre sus trabajos, cuando los realizan según
el espíritu de las Reglas que su santo Instituto les ha prescrito. Se puede decir,
realmente, que reciben el céntuplo ya en esta vida: son bendecidos fuera y dentro. En
todas partes a donde les envía la obediencia encuentran satisfacción. Su vida, a pesar
de ser dura, laboriosa, pobre y mortificada, se les hace suave. En paz con ellos
mismos, en paz con los Hermanos, en paz con sus alumnos, en paz con los superiores,
constituyen las delicias de aquellas personas que tienen que convivir con ellos.
Después, mueren como han vivido, aunque a menudo en la flor de la edad, con una
tranquilidad y una alegría que sirve de presagio a la felicidad eterna. En una palabra,
viven como santos y mueren como predestinados. Durante su vida son ejemplos de
virtud, y en su muerte son el buen olor de Jesucristo.
Nos hemos limitado a referir la vida, muy resumida, de algunos de ellos, aunque
son numerosos los que tienen una vida semejante, y que merecerían, al menos, que se
hiciera de ellos un elogio, para contrarrestar la de otros, muy pocos, cuyas desdichas y
muertes funestas relataremos. Casi todos los demás que han fallecido desde la
fundación del Instituto, aproximadamente unos cien, han encontrado la recompensa
de su vida consagrada a la instrucción cristiana de la juventud pobre en una muerte
serena, tranquila y santa. Además la experiencia ha demostrado que aquellos que han
mostrado mayor apego a su santa vocación, más celo en el desempeño de su empleo,
más fidelidad a sus reglas y mayor docilidad y sumisión a las orientaciones de sus
superiores, han visto sus escuelas muy florecientes. Los niños han salido de sus
manos mejor instruidos, mejor dispuestos y más cristianos. También se puede decir
que todos los Hermanos, aunque la mayoría fallecieron con menos de treinta años,
han sido recompensados con una muerte preciosa y que dan ganas de tener otra así. La
muerte, lejos de tener algo de terrible, para ellos era el objeto de sus más profundos
deseos. Semejantes a la mujer fuerte de la Escritura, ellos reían y mostraban un rostro
tranquilo al acercarse la eternidad. La muerte no venía demasiado pronto para su
gusto: tan grande era la alegría que sentían de reunirse con Dios. Su deseo de recibir a
Jesucristo como viático, les hacía suspirar y les hacía prolongados en exceso y tristes
los momentos que se tardaba en llevarles este germen de vida y de inmortalidad.
Antes y después de la comunión, insensibles a sus males, parecía que olvidaban estar
enfermos, y se les veía prepararse para la fiesta de la eternidad como hombres que
habían vivido en el mundo, pero con un fuerte deseo de abandonarlo. Su paz, su
paciencia, su alegría en las enfermedades más vivas y dolorosas, su resignación a la
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 525

voluntad de Dios y su abandono a su querer les hacían admirables y un espectáculo de


edificación para los mismos médicos y cirujanos, que no son personas que se dejen
edificar fácilmente. Éstos, al extirpar a un Hermano una lupia de tres libras de peso,
de la forma como este tipo de operaciones se hace habitualmente, que es de las más
crueles en cirugía, después de haber admirado la paciencia de un hombre que se había
dejado sajar y desgarrar en carne viva sin inmutarse, sin ni siquiera arrojar ni un
suspiro, como si estuviese muerto, no pudieron por menos que hacerse sus
panegiristas y dijeron al enfermo: Hermano, tiene usted tal paciencia
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que nunca hemos visto nada semejante. Fue el médico de Incurables quien hizo esta
operación, en presencia del cirujano del Hospital general de París. Uno y otro,
testigos de la heroica paciencia del Hermano, no cesaron de hacer su elogio, y
volvieron encantados de haber visto a un hombre sometido a las cuchillas y a los
cuchillos inmóvil, y tal como la historia nos representa a los mártires bajo la espada
de los verdugos.
¡Cuántas veces se ha visto a niños instruidos por estos maestros tan hábiles, tan
piadosos y celosos, convertirse ellos mismos en los maestros de sus padres y dar a
aquellos de quienes habían recibido la vida, y de los que cabía esperar educación,
lecciones sobre la piedad, sobre la doctrina cristiana y sobre las costumbres! ¡Qué
cambios no se han notado en todo tiempo, y se notan cada día en los alumnos internos
confiados a los Hermanos! Puestos en sus manos, de ordinario, como díscolos y
desordenados, han salido de ellas tan cambiados que los padres apenas los reconocían
y no dejaban de bendecir a Dios por su conversión. Incluso se puede asegurar que
todos han cambiado de conducta y de costumbres al permanecer en una escuela tan
santa. Algunos de ellos, totalmente convertidos a Dios, no podían decidirse a
abandonar el lugar donde habían recibido el espíritu de gracia, y pidieron con
insistencia el hábito de Hermano y lo honraron con una vida regular y virtuosa.
Más de una vez los Hermanos fueron parados en la calle y recibieron la gratitud de
personas desconocidas, por la buena educación que daban a la juventud. ¡Qué
agradecido les estoy!, dijo en cierta ocasión un burgués de París a un Hermano que
encontró. ¡Cuánta gratitud tengo para su comunidad! Tengo un hijo que actualmente
es causa de mi honor; antes de entrar en su escuela, caminaba por el camino del mal;
desde que ha salido de ella, camina por la senda del cielo.
¿No es realmente algo extraordinario ver que reina un profundo silencio y una
absoluta tranquilidad en una clase llena de alumnos, que sólo cesan de ser tal como
los hizo la naturaleza cuando están bajo la mirada de los Hermanos? ¿Y no es menos
sorprendente ver a los maestros enseñar a una multitud de niños sin hablar, solamente
con algunos signos que expresan su pensamiento? Esto es lo que ha admirado a
personas distinguidas cuando han tenido la curiosidad de ser testigos de ello. Algunos
fueron a ver al señor De La Salle a la calle de la Princesa, cuando vivía en esta casa, y
en la cual estaba la escuela de San Sulpicio, y no podían creer lo que les decía, que en
526 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

aquella casa, donde reinaba absoluto silencio, había quinientos niños repartidos en
varias clases. Quisieron verlo con sus propios ojos, pues apenas daban crédito a ello.
Su sorpresa aumentó cuando entraron y vieron a los Hermanos y a aquella multitud de
cabecitas ligeras, tan tranquilas como lo está el auditorio en el sermón de un elocuente
predicador. Edificados por un espectáculo que les parecía tan nuevo se quedaron dos
horas inmóviles, y atentos a contemplar cómo leían los alumnos y las señales que
hacían los Hermanos para corregir las faltas, para imponer orden y compostura y para
exigir el silencio que veían que reinaba allí.
Entre las bendiciones con que Dios corona los trabajos de los Hermanos piadosos,
regulares, celosos y aplicados a impartir la escuela del modo como les está prescrito
por su santo fundador, se puede contar también la predilección que los niños les
manifiestan. Con frecuencia se ha visto, incluso en los mismos lugares donde los
Hermanos han sufrido más persecuciones, como en París y Ruán, a niños pequeños,
de dos y de tres años, salir de sus casas, o de entre los brazos de sus madres, o
<2b-101>
abandonar sus sencillos juegos, para ir hasta los Hermanos, con los brazos abiertos,
con el deseo de abrazarlos, gritando: ¡Son nuestros Hermanos, son nuestros
Hermanos! Se ha visto a otros de las mismas escuelas, que encantados con el silencio,
la modestia, la paciencia, la moderación y otras virtudes de sus maestros, hacerles
signo para que se acercaran a ellos, como para hablarles, y arrojarse a su cuello,
cuando están próximos, para besarles con cariño, sin poder dar otra razón de una
acción tan extraordinaria en las escuelas que ésta: Es que le quiero. Y lo más
sorprendente es que esos escolares que parecen más apegados a los Hermanos son
aquellos que han sido corregidos según el espíritu de la Regla; pues es verdad que la
manera de corregir, tal como la prescribe el señor De La Salle, es adecuada para
ganarse el afecto y el cariño de los niños; o de otro modo, los Hermanos que son fieles
a cumplir los reglamentos que su santo fundador les ha dejado, sobre el modo de
enseñar y de dirigir la clase, saben gobernarla tan bien, mantener la atención y el
silencio, que no necesitan emplear castigos para que los niños cumplan con su deber.
El exquisito arte que el santo fundador enseña a los suyos para establecer el orden,
el silencio y la atención entre un grupo de pequeños, nacidos indóciles, inquietos,
ligeros y revoltosos, es enseñarles la virtud por medio de la práctica, e inspirarles la
estima, la atracción y el amor con el ejemplo, uniendo los testimonios de
mansedumbre, de bondad y de caridad para ganar los corazones. Una vez que el
Hermano se ha ganado la estima y el afecto de sus alumnos, hace con ellos lo que
quiere; en tal caso, los castigos son inútiles, y si las correcciones son necesarias en
algunas ocasiones, si se hacen con caridad, lejos de enfadar a los niños, consiguen
ganarse su corazón. Éste es el objetivo que el señor De La Salle quiere que esté
presente en la forma de dirigir una clase; y después de ofrecer medios excelentes para
mantener en el deber, en cualquier circunstancia, a una multitud de niños, traviesos
por naturaleza, o que han llegado a serlo por mala educación, señala cómo prevenir o
corregir sus faltas, de cualquier clase, y concluye que para lograr eliminar en una
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 527

escuela todos los desórdenes, hay que esforzarse por eliminar los castigos y las
correcciones numerosas.
¿Pero cómo conseguirlo? ¿Eso es posible? Se llega a ello siguiendo el camino por
el que han caminado tantos Hermanos, muy expertos en el arte de enseñar y de educar
cristianamente a la juventud. Comenzaron por practicar antes de enseñar, como san
Lucas dice de Jesucristo. Dieron magníficos ejemplos de virtud. Se mostraron a los
niños como personas amables, pacientes, caritativos, celosos; hablaron con sus actos
más que con sus palabras: atentos, vigilantes, asiduos, regulares, silenciosos, fieles a
las más sencillas reglas de su fundador sobre la forma de llevar una clase; se ganaron
primero el afecto de sus alumnos, y luego su silencio, su aplicación y el deseo de
aprovechar. De ese modo, siendo dueños del corazón de los niños, no tuvieron
necesidad de imponer castigos, que sólo sirven para agriar e irritar a los niños. Ése es
el arte de enseñar a la juventud, es el que enseñó a los suyos el señor De La Salle, y el
que sus discípulos practican con maravilloso éxito. Sólo en las escuelas desordenadas
se habla de castigos; las muchas correcciones no hacen el elogio del maestro; si habla
poco, si es paciente, si es bondadoso, si está atento y es aplicado, con toda seguridad
hará que sean así sus alumnos. Los Hermanos se han encontrado tan a gusto en el
método de enseñar sin emplear casi nunca los castigos, que empiezan
<2b-102>
a tener como norma eliminarlos por completo de sus escuelas. En distintos lugares
han abierto nuevas escuelas con excelente resultado, sin que hasta el presente hayan
tenido que utilizarlo para nada. Los niños educados de ese modo se muestran más
suaves y dóciles, y a veces, incluso, saben corregir a sus mismos padres cuando
quieren imponerles castigos violentos y apasionados. Ustedes no hacen como los
Hermanos, pues ellos no nos corrigen de esa manera. Es lo que un niño dijo un día a
su madre enfadada, que le daba patadas y puñetazos. Así se lo confesó la madre al
Hermano, confusa por su comportamiento, cuando llevó a su hijo a la escuela.
Si esta manera de dar clase es de excelente provecho para los niños, no es menos
beneficiosa para los Hermanos que la observan con fidelidad inviolable, pues se
puede decir que santifican sus almas y al mismo tiempo conservan su cuerpo con
salud. En efecto, si un Hermano sale cada día enriquecido de méritos, cuando da la
clase según el espíritu y el método del señor De La Salle, sale de ella fresco, tranquilo
y sin agotamiento. Las mismas virtudes del silencio, de la paciencia, de la
mansedumbre, de la caridad, de la vigilancia, del celo y de la paz, que santifican el
alma, impiden que se altere su salud con la superfluidad de las palabras, con gritos o
disgustos redoblados, con una agitación fatigosa y por una inquietud agotadora. De
manera que el trabajo de la escuela, en vez de servir a los Hermanos de excusa para
dispensarse de los ayunos de la Iglesia, les parece un alivio que les ayuda a
observarlo. Eso no se creerá fácilmente, y sin embargo es cierto. Sucedió en varias
ocasiones que personas distinguidas por su cargo o por su ciencia quisieron
convencer al señor De La Salle que escogiera para sus escuelas un lugar cómodo en el
barrio de San Germán, para quitar a los Hermanos la fatiga de ir todos los días a
528 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

buscar a los niños en los diversos sitios en las barriadas muy alejadas, o al menos que
les suprimiera el ayuno, pues no parecía compatible con un empleo tan penoso y
agotador. Pero él respondía a los primeros que a los Hermanos les correspondía ir a
buscar los pobres, pues estaba seguro de que éstos no se molestarían en ir desde lejos
a buscar a la instrucción. Y a los últimos, les respondía que una clase bien dada no
agotaba la salud, y sólo se sentirían fatigados aquellos que la imparten mal, es decir,
los que hablan mucho y se agitan, y no observan las reglas.
En efecto, incluso los Hermanos más jóvenes tienen experiencia de esto. La
práctica de la clase nunca ha afectado a su salud cuando han seguido las normas que
tienen prescritas. El ayuno, unido al trabajo, no les ha resultado difícil de soportar. De
manera que es una especie de sentencia cierta que corre entre ellos, que quien sale de
clase con la cabeza o con el pecho cansado, es que no sabe dar clase. Además, nunca
han considerado como una dificultad el ir a buscar a los niños a los extremos de la
ciudad, y volver en ayunas a casa durante la Cuaresma y durante los demás tiempos
en que se practica el ayuno. O si han tenido dificultad, la gracia de la vocación y el
consuelo de seguir fielmente las reglas les hacen esta práctica dulce y llevadera.
En el transcurso ordinario de las cosas, desde hace tantísimo tiempo, muchos
Hermanos han ido a diferentes lugares a dar escuela, en los barrios más alejados de las
ciudades, en invierno y en verano, haga buen tiempo o malo, y regresan a casa,
mañana y tarde, a las horas señaladas, y podría haber sucedido una desgracia a alguno
de ellos. Pero esto no ha sucedido nunca, sin duda por
<2b-103>
la protección señalada de la divina Providencia, aunque a veces han caído chimeneas
en los lugares por donde iban a pasar, o piedras o tejas, que les han rozado los hábitos.
Los Hermanos de Grenoble, que estaban un día conversando junto a un largo muro,
apenas se habían retirado al sonido de la campana, que indicaba el final del recreo,
cuando el muro se cayó en su totalidad. ¡Feliz puntualidad a la regla, que les salvó la
vida! Si no hubiesen obedecido al primer sonido de la campana, que les llamaba como
si fuera la voz de Dios, hubiesen muerto aplastados por los escombros del muro.
Pero como siempre y en todas las comunidades, incluso las más santas y más
regulares, ha habido personas infieles a su vocación que han experimentado la
justicia de Dios por haber abusado de sus gracias, y que han sido ejemplos terribles de
su venganza, después de haber sido motivo de escándalo para sus Hermanos; por eso
creemos que no podemos terminar mejor la Historia del Instituto de las Escuelas
Cristianas y caritativas y de la Vida del señor De La Salle y de sus primeros
discípulos, que con un relato breve de las desgracias ocurridas a los Hermanos que
fueron irregulares o que abandonaron su Instituto. Nada más adecuado que este relato
para avivar la piedad de quienes se relajan, para animar a los tibios, para mantener el
fervor en aquellos que lo tienen, para inculcar un santo temor de abusar de la gracia y
para inspirar el espíritu de la regularidad y de la fidelidad a los propios deberes; y
sobre todo, para imprimir gran apego a la vocación y un santo horror a abandonarla.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Vida de algunos Hermanos 529

Fue, sin duda, para procurar estos buenos efectos en el espíritu de los fieles, que la
Historia Eclesiástica no olvidó relatar la caída de algunos hombres excepcionales,
como Taciano, Tertuliano, Orígenes, Osio, Apolinar y muchos otros; que aquellos
que escribieron para la posteridad la vida de los padres del desierto y de los antiguos
solitarios, no dejaron en el silencio el recuerdo de algunos de ellos que se perdieron en
la tierra de los santos; y que quienes escribieron el nacimiento y el fervor de tantas
Órdenes diversas de monjes y de religiosos que poblaron la Iglesia como ángeles
encarnados y el cielo de ciudadanos, pensaron instruir a sus lectores dándoles el
nombre de algunos de ellos que supieron condenarse en la compañía de los santos.
Tampoco la misma Sagrada Escritura nos dejó ignorar los desórdenes de los primeros
habitantes de la tierra; ni la depravación de aquellos que estaban destinados a
repoblarla después del diluvio; ni las faltas de los Patriarcas, de los Profetas y de los
grandes siervos de Dios; y aun menos los crímenes de los Reyes de Israel, de sus
sacerdotes y pontífices. No sin profundas razones nos relata las caídas de David,
Salomón, Sansón, san Pedro, y la pérdida de Judas ante la mirada del mismo
Jesucristo. Seguramente han querido enseñarnos que no hay sobre la tierra ningún
lugar privilegiado, ni compañía santa, donde la salvación no corra riesgos; que no hay
ningún punto inaccesible al demonio, a la tentación y al pecado; que el hombre se
basta a sí mismo para perderse, y que en todas partes por donde lleva su cuerpo, lleva
con él a su enemigo; que la concupiscencia nunca muere en él, y debe temer siempre
el mortal veneno; que el corazón humano no está purgado perfectamente de los vicios
y de las pasiones hasta que da su último suspiro; y que, en consecuencia, hay que
temer en todas partes, humillarse siempre, combatir por doquier, orar en toda ocasión,
desconfiar siempre de sí mismo, y no bajar nunca las armas de la mortificación hasta
que se cese de vivir.
<2b-104>
Para imprimir en los Hermanos estos saludables sentimientos, es por lo que vamos
a añadir un relato abreviado de las desgracias que tuvieron algunos de ellos, que
fueron infieles a la gracia de su vocación, unidos a otros de los que ya tuvimos
ocasión de hablar en la vida del señor De La Salle.
Es consolador saber que el número de quienes vamos a relatar su muerte
precipitada en el capítulo siguiente es muy pequeño, y se reduce a cinco como mucho;
al paso que casi un centenar de otros han fallecido en la paz del Señor, según la
expresión de la Escritura, y han dejado después de su muerte el buen olor de
Jesucristo, habiendo dejado durante su vida grandes ejemplos de virtud.
530 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

CAPÍTULO II

Muertes repentinas con que Dios parece haber querido castigar


en el Instituto a algunos Hermanos díscolos e irregulares

I. El primero de estos desgraciados fue un joven de la diócesis de Reims, que se


había presentado a la edad de catorce o quince años para ingresar en la casa, y fue
recibido en 1722. Durante todo su Noviciado, que hizo en San Yon, ofreció grandes
esperanzas de que un día sería un sujeto de mucho valor; se tenía de él esta idea no
sólo mientras duró su periodo de prueba, sino también mientras permaneció en la
escuela de Ruán, donde mostró buena inclinación por la virtud, unida a un talento
particular para la instrucción de la juventud. Pero enviado a Chartres, comenzó
insensiblemente a cambiar por su poca fidelidad a las Reglas. Avisado y corregido
por ello, no se enmendó más que en apariencia, importándole poco el recaer en sus
primeras faltas cuando no estaba bajo la mirada del Hermano director. No sé si el
ansia de escribir bien fue el efecto o la causa de sus irregularidades. Lo cierto es que
mostró una fuerte pasión por perfeccionarse en la escritura. Todos los momentos y
todos los lugares le parecían adecuados para dedicarse a ello. De ese modo,
aprovechaba cualquier tiempo, o más bien, lo robaba a sus obligaciones, para
ejercitarse en ella, y lo hacía sin permiso cuando podía esconderse. Como una
infidelidad lleva a otra, la avaricia le llevó a apoderarse de todo lo que le interesaba
cuando caía en sus manos; y entre otras cosas, de un sello del que se servía para
escribir cartas clandestinas a su padre. Este buen hombre, que vivía en un pueblo
distante unas ochenta leguas de Chartres, encantado del progreso que su hijo hacía en
la escritura, le alabó sobre manera, y le animó a perfeccionarse aún más, por medio de
cartas secretas que le hacía llegar a escondidas, y emprendió el viaje para ir a verle,
sin duda para concertar con él los medios necesarios para una salida en secreto.
Este trato irregular del hijo con su padre sólo sirvió para terminar de perderle. Su
vida desarreglada aumentaba de día en día, sin que las advertencias que recibía
pudiesen detener su deterioro; los Hermanos de Chartres se creyeron obligados a
avisar al Superior, que le mandó que fuera a Ruán, en diligencia, para ponerle en las
escuelas de esa ciudad. Durante su traslado no desaprovechó la ocasión para escribir a
su padre otra
<2b-105>
carta clandestina, como se supo más tarde, para avisar de su cambio e informarle del
tiempo en que podría salir. Tenía en esta situación toda la facilidad para hacerlo, pero
deseando convertirse en un experto maestro de escritura, pensó continuar su estancia
por cierto tiempo en una comunidad donde encontraba todas las facilidades posibles
para llegar a serlo. La maña que se dio para disimular este plan le llevó derecho al fin
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Traslado de los restos del señor De La Salle 531

que se había propuesto, al quedarse cierto tiempo con los Hermanos, pues fue enviado
a la clase de los mayores, la de los escribientes, de la escuela de San Eloy, cercana del
antiguo palacio de Ruán. Era lo que él anhelaba con la esperanza de terminar como
experto maestro de escritura; y no dejó de emplear nada para conseguirlo. Hizo de la
escritura su única ocupación y empleaba en ello todo el tiempo que podía robar a los
deberes personales. No contento con el tiempo que tenía en casa para este ejercicio, y
el que tenía en su clase cuando enseñaba, tomaba tiempo que tenía que dedicar a los
alumnos, pues para el tiempo de lectura se hacía sustituir por un alumno, que se
ocupaba de los demás mientras él se ocupaba en escribir.
Como tenía maravilloso talento para la escuela, sus apaños tardaron en
descubrirse. A su compañero correspondía avisar de ello, pero era de carácter tímido,
y no se atrevió a informar al Hermano director. Más aún, el mismo Hermano director
fue víctima del engaño de este Hermano malicioso, que sabía ponerse de inmediato a
su tarea en cuanto oía abrir la puerta y se daba cuenta de que el Hermano director
visitaba la escuela. De ese modo, éste encontraba al Hermano en su puesto y aplicado,
al parecer, a su deber, y no tuvo la mínima sospecha de la farsa. De esta forma
continuó con su papel durante casi dos meses, pero Dios, cansado de esta hipocresía y
de este desorden, puso fin al mismo castigando repentinamente al culpable con una
pérdida considerable de sangre por la nariz, en tres ocasiones diferentes y en tres días
consecutivos, de tal modo que su cuerpo parecía agotado. Al cuarto día se consiguió
parar la sangría, tal vez porque sus venas estaban casi vacías; pero al quinto día se le
declaró la viruela, que terminó con su vida a las seis de la tarde del día siguiente, en
medio de extrañas convulsiones, sin que se le pudiera administrar ningún sacramento.
Es verdad que el sábado anterior, con la mejor salud del mundo, se había confesado, y
que había comulgado el domingo. Pero sin mezclarnos en juzgar esa confesión y esa
comunión, creo que no nos aventuramos en asegurar que si hubiese sabido que eran
las últimas de su vida, las hubiera hecho de otra manera, y que hubiera hecho
penitencia incluso por sus mismas penitencias. Después de su muerte, su cuerpo
despidió un olor tan fétido que no fue posible llevarle a la iglesia, según es costumbre,
y hubo que llevarlo en seguida al cementerio y enterrarlo cuanto antes, mientras los
sacerdotes cantaban en el coro las oraciones habituales. Esta muerte ocurrió la
víspera del domingo anterior a Pentecostés de 1726.
II. La muerte de quien vamos a hablar ahora, ocurrida el mismo año, fue todavía
más desastrosa. Era natural de Bapaume, e ingresó con unos 20 años de edad, hacia el
final de la vida del señor De La Salle. Sus comienzos fueron excelentes, pero su final
fue funesto; pues después de haber mostrado durante uno o dos años fuerte
inclinación por la piedad, el resto de su vida fue motivo de terrible escándalo para los
Hermanos con quienes convivía, y para los directores de las casas a donde era
enviado, motivo constante de paciencia. Era prudente, regular y devoto por
temporadas y por capricho, si es que se puede usar este término,
<2b-106>
532 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

pero esto sucedía sólo cuando estaba en San Yon; pues cuando estaba en otros
lugares, sus accesos de devoción eran muy cortos. Todos los vicios que más teme el
espíritu de comunidad y los más perniciosos le eran connaturales, y era como si los
llevase en la sangre, donde le habían entrado por el descuido de su vida interior.
El espíritu de infantilismo, el espíritu de discusión, el espíritu de apropiación, el
espíritu burlón, el espíritu de crítica, murmuración y maledicencia, espíritus todos
ellos malditos, que tantos estragos hacen en las casas de Dios, todos ellos, juntos, le
animaban, a la vez o uno por uno. De manera que él no podía vivir ni dejaba a los
demás vivir en paz. Los superiores y los Hermanos más regulares y más virtuosos,
que intentaban hacerle cumplir su deber o que condenaban su conducta con la
santidad de la suya, todos ellos eran el objeto principal y habitual de su censura, de
sus murmuraciones y maledicencias. Huía de todos, los censuraba y los condenaba; y
si podía encontrar algunos que congeniaban con él, se hacía amigo de ellos y sólo
mantenía trato con ellos. Nos callamos lo demás, que no conviene desvelar, aunque es
muy adecuado para mostrar los precipicios a donde conduce la irregularidad. Baste
decir que siendo un desobediente, alejado y disimulado con sus directores, de humor
molesto y enfadoso, fue el suplicio de cuantos estuvieron encargados de dirigirle y de
los que tuvieron que vivir con él, tanto en Calais como en París y en Ruán. El confesor
de los Hermanos nunca, o rara vez, era el suyo, y cambiaba de confesor casi cada vez
que se confesaba. Para ocultar una conducta tan rara e irregular, inventaba pretextos
para retirarse de la compañía de los Hermanos, cuando iban juntos a confesarse, o
conseguía algún permiso para ir a otro lado durante ese tiempo. Cuando ya había
agotado todos los pretextos y la imaginación no le proporcionaba ninguno nuevo, se
tomaba el permiso por sí mismo, y con desconocimiento o contra el parecer del
Hermano director, se iba a buscar el confesor que él quería, unas veces uno, y otras
otro. Si el Hermano director se aventuraba a reprochárselo, estaba seguro de recibir
respuestas bruscas e insolentes. En fin, una pequeña herencia que correspondió a este
pobre hombre ya tan desviado del camino del cielo, acabó por perderle del todo.
A la muerte de su padre vino a ser heredero de una pobre casa, con tejado de paja y
muebles de escaso valor. Según el parecer de un primo suyo, que fue a darle la noticia
y que le pedía una procuración para actuar en su nombre, todo ello no pasaba de unas
trescientas libras; tal vez era cierto; pero lo fuera o no, nuestro hombre, ya por
fingimiento o por un sincero movimiento de piedad, dio a entender que quería
disponer de ello según el espíritu de Dios. Consultó y pidió consejo sobre lo que debía
hacer. El Hermano a quien se dirigió le sugirió que hiciera donación a la casa de San
Yon. Este consejo era tanto más prudente cuanto que el Hermano de quien hablamos
había hecho, según la práctica de aquel tiempo, voto perpetuo de obediencia, y había
renunciado al derecho de disponer de su pequeña herencia. ¡Pero de qué no es capaz
el hombre cuando vive entregado a sus deseos! ¿A qué tipo de pecados se puede
temer, cuando por un desprecio formal y habitual de los más pequeños, se ve
dispuesto uno a cometer los más grandes? La violación del voto de obediencia no
causó miedo a quien se había preparado a ello con otras muchas faltas importantes,
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Traslado de los restos del señor De La Salle 533

aunque menos graves. Dejó a su primo el uso de su pequeña herencia y él recibió un


pagaré de 300 libras, formalizado, y con posibilidad de retirar el dinero, en todo o en
parte, a su voluntad, y se lo guardó, contra la prohibición expresa de su regla. Y el uso
que hizo de ese dinero fue aún más pecaminoso que
<2b-107>
el hecho de guardárselo. Lo empleó para corromper y hacer salir de la sociedad a uno
de sus co-hermanos. Esto sucedió de la manera que sigue.
Desde Ruán fue trasladado a Chartres, y allí se mostró tal como había sido en otros
lugares: revoltoso, desobediente al Hermano director, molesto y siempre de mal
humor contra su compañero de escuela, tratando con los seglares e indisponiendo al
confesor de los Hermanos contra el Hermano director con falsos informes y con
calumnias.
En fin, la falta que colmó todas las demás fue el pernicioso consejo que dio a uno de
los Hermanos de la misma casa, tentado de abandonar su estado, proporcionándole el
medio de ejecutarlo. Para este fin, retiró treinta o cuarenta libras de las 300 que se
había guardado, como se ha dicho, y con ellas compró hábitos eclesiásticos para el
que deseaba marcharse, para facilitarle la entrada en un lugar donde tenía el propósito
de estudiar. Pero Dios, que se complace en destruir los proyectos que su espíritu no
inspiró, deshizo éste con la muerte de los dos culpables que lo habían preparado. El
que salió murió dos años después de su deserción en la misma ciudad, y vio cómo se
deshacían todos sus planes. El otro, más culpable, fue enviado a otra casa de los
Hermanos, por la zona de Lyon, y se ahogó desgraciadamente el 16 de julio de 1726.
Le había sobrevenido alguna enfermedad y el médico le recetó unos baños. Siguiendo
este consejo se fue a bañar en el río, y allí encontró el final de su vida irregular y
escandalosa. Es todo lo que puedo decir de este accidente, pues nadie logró saber
nunca de qué modo se había ahogado.
III. El Hermano que sigue falleció en San Yon, a los 26 años de edad, en 1730, y
no da menos que pensar. Con todo, hay motivo para creer que Dios le castigó en este
mundo, abreviando sus días, cuando menos lo pensaba, para tener misericordia de él
en la otra vida.
Fue admitido por caridad en 1723, con 18 a 19 años de edad. Vivía en Troyes con
su madre, muy pobre, que vivía casi de limosna; iba a la escuela de los Hermanos de
esa ciudad, y ofrecía grandes esperanzas de que sería excelente servidor de Dios. Era
bondadoso y piadoso y se sintió impulsado a retirarse del mundo para entregarse
totalmente a Dios; quiso ser como ellos, y le obtuvieron una plaza para el noviciado
de San Yon, donde fue un modelo para todos. Terminada su probación, ejerció las
funciones de su estado en las escuelas de Ruán y después fue enviado a Laón, donde
comenzó su deterioro, que parece que nació de un profundo deseo apasionado por
escribir bien. Insistió tanto al Hermano director para que le permitiera ejercitarse en
ello, aunque sólo daba clase en una de las clases bajas, que fue más una extorsión que
una concesión como lo obtuvo, pues el Hermano director pensó que era mejor ceder
534 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

prudentemente a sus insistencias, para descontentar al Hermano, pues tenía esperanza


de que no abusaría de ello y que no perdería su fervor. Como tenía buena mano y
disposiciones para escribir bien, en poco tiempo realizó grandes progresos. Con este
éxito se inflamó más su pasión y experimentó en sí mismo lo que dice el santo autor
de la Imitación de Cristo, y que ratifica la experiencia constante: Que una inclinación
favorecida se convierte en pasión, y que una pasión escuchada y seguida se hace más
ardiente, en vez de apagarse. De manera que el único secreto para librarse de la guerra
intestina que produce en nosotros la violencia de los deseos es mortificarlos y
someterlos a la obediencia. El Hermano superior se percató de que su indulgencia,
lejos de curar
<2b-108>
el mal, lo empeoró, y que el joven Hermano se hacía más apasionado para ejercitarse
en escribir, y pedía poder dedicar más tiempo del que permite la Regla; por ello
cambió su proceder, con el designio de exterminar o moderar en aquel joven la pasión
naciente. Lejos de acceder a su petición, tuvo cuidado de ocuparle, a veces en trabajos
como barrer la casa o hacer cualquier otro trabajo durante el tiempo destinado a la
escritura.
Este proceder era prudente. Si el joven Hermano se hubiera sometido, habría
encontrado el verdadero remedio para su mal, y no hubiera experimentado, para su
desgracia, que un deseo, por inocente que sea en sí mismo, lleva a grandes excesos
cuando no se tiene cuidado de regularlo por la obediencia o por la mortificación.
Lejos de atenerse a la orden de su superior y de sacrificar de buena gana a la
obediencia un deseo legítimo en sí, pero peligroso por su fuerza, se enfadó con el
médico que quería curarle, y comenzó a quejarse y a murmurar, reaccionando con
arrebatos de humor y actitudes toscas, y luego llegó a la resistencia. Este desorden
produjo otro, y fue el alejarse de los sacramentos, seguido del disgusto por los
ejercicios de piedad y la infidelidad a las reglas.
Para contener el mal y evitar su funesto progreso, pareció oportuno cambiarle de
casa, y molestarle lo mínimo sobre su inclinación dominante. Se hizo así, pero esta
condescendencia, que al principio pareció que producía buenos efectos, los produjo
sólo muy malos. Esta complacencia no hizo más que cubrir el fuego de la pasión, pero
no apagarlo; o más bien, le puso en la ocasión de abrasarse en ella y de estallar, pues
nuestro hombre, con toda la libertad para ejercitarse en la escritura, se hizo un
verdadero experto; y cuando se consideró como tal, el demonio que le había guiado a
donde él quería, no tardó en precipitarle en el abismo que le había ocultado, y le
inspiró abandonar su estado, asegurándole que su pluma le podía conseguir buena
fortuna en el mundo. El joven, ilusionado con esta idea, admitió todas las demás que
el espíritu maligno le sugirió sobre el disgusto de su vocación, el deseo de una vida
más libre, la aversión secreta a las prácticas de la obediencia, la humildad y la
mortificación. En fin, el tentador, sintiéndose tan bien escuchado, le persuadió a que
huyera con el hábito de Hermano, y que buscara su buena suerte. Así lo hizo, y olvidó
los votos con los cuales se había comprometido el año anterior. Se le había admitido a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Carta del autor al Superior General 535

emitir los votos trienales porque tenía verdadero talento para dar escuela, y se había
hecho necesario, y porque entregado a su voluntad de perfeccionarse en la escritura,
parecía que cumplía bastante bien sus obligaciones.
Su evasión creó un serio problema a los Hermanos con quienes convivía, porque
no disponían de nadie para reemplazarle. Con todo, el desertor a quien Satanás había
engañado, lejos de encontrar la fortuna imaginaria que le daría su pluma, fue errando
de ciudad en ciudad, y en todos los lugares no dejaba de sembrar maledicencias
contra la sociedad que acababa de abandonar. Pero dijera lo que dijera, parece que
sintió inquietud y turbación por su pecado, y buscó el modo de tranquilizar su
conciencia, que se lo reprochaba; y así, consultó su caso, pero con personas que le
inclinaron del lado de la codicia. Aquellos a quienes acudió eran casuistas, moralistas
baratos (seguidores del jansenismo), que tienen como norma soberana seguir en todo
la solución más probable, y cuando se enfrentan a opiniones diversas, se inclinan por
la que menos favorece la codicia.
Al fin y al cabo, el desertor encontró los doctores que buscaba, y tal como los
quería, lo cual suele suceder, como efecto de la justicia divina, a aquellos que quieren
que se les hable el lenguaje de sus deseos; y ya seducido por el
<2b-109>
demonio, le ocurrió que aquellos moralistas se reían de sus pretendidos votos, que no
hicieron más que burlarse de ellos, y le respondieron que no debía preocuparse por
ellos, porque no obligaban a nada. Y de esa forma, el espíritu de la mentira habló al
oído de aquel cuyo corazón ya se había ganado por medio de personas engañadoras y
engañadas, aunque se presentasen como defensores de la verdad.
El joven, que antes de su salida había encontrado modo de mantener correspondencia
con su madre, para prepararla a lo que pensaba hacer, la informó en seguida en cuanto
tuvo libertad para hacerlo. La madre, que sólo atendía la voz de la carne y de la
sangre, afectada por los sufrimientos de su hijo y por su propio interés, consideró un
deber llamarle para que volviera con ella, con la esperanza de que la buena pluma del
hijo les daría para vivir a los dos, y sacarles de la miseria en que habían nacido. Ése
fue el consejo que recibió de varias personas de la ciudad, poco amigas de condenar
las nuevas doctrinas, y en consecuencia, poco amigas de los Hermanos, cuando les
mostró las cartas de su hijo. Engañaron a la madre de la misma forma que el demonio
había engañado al hijo, sugiriéndole que con su experta mano para la escritura, sería
para ella y para él mismo un recurso contra la pobreza, y que debía insistirle para que
regresara cuanto antes, establecerse en la ciudad y enseñar la caligrafía.
Durante este tiempo, el desertor, sea por verdadero arrepentimiento de su falta, o
porque ya estaba cansado de ir errando de un sitio a otro, o tal vez porque había
comprobado que una experta mano para la caligrafía no libraba a nadie del hambre, o
porque sólo encontraba miserias donde se había ilusionado con encontrar tesoros,
escribió una carta al Hermano superior de San Yon y le rogó que le diera en Guisa un
lugar en la casa de los Hermanos. Eso se le concedió, pero el diablo no le dejó mucho
536 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

tiempo. Acostumbrado a dirigirle en sus proyectos, le persuadió que realizara una


segunda deserción. Con todo, el joven, errando según el gusto de sus deseos, dejó
Guisa para ir a vivir en la casa de los Hermanos de Versalles, donde sus desarreglos
no le permitieron permanecer de forma duradera. Pues el Hermano director, que se
daba cuenta de sus progresos y de las consecuencias, escribió al Hermano Superior
del Instituto y le pidió que retirara de su casa a este hombre que era una piedra de
escándalo. El Superior llamó a San Yon a este pobre hombre descaminado, con la
esperanza de hacerle volver al buen camino, y le mandó ir en la quincena de Pascua,
tiempo adecuado para que recapacitara y volviera sobre sí mismo. El Hermano
Superior, lleno del espíritu de gracia, hizo todo lo que la caridad puede inspirar para
suscitarlo en él. Pero fue inútil. Al cabo de tres semanas le tuvieron que abrir las
puertas de este lugar de fervor para ir a dar escuela en Ruán, hasta la fiesta de la
Asunción, día, decía él, en que expiraban sus votos trienales. No sé por qué pensaba
aún en sus votos, pues en su opinión, eran vínculos de papel, fáciles de romper, o más
bien, compromisos quiméricos que conservaba porque así lo quería, tal como
personas ilustradas le habían asegurado (fueron apelantes); pero a pesar de lo que le
dijeron, parece que su opinión no le daba seguridad y que su conciencia no podía
concordar con sus sentimientos. Enviado a la casa de Ruán, fue encargado de una
clase de los pequeños, y se ofendió por ello. Pidió la clase de los escribientes, pero se
lo negaron, pues se quería que no tuviera ocasiones para comunicarse con personas de
fuera con la mediación de los alumnos mayores, y le dieron a entender que podían
prescindir de él. Se tenía el designio de mantenerle en la humildad y de hacerle entrar
en sí mismo. Pero no se consiguió,
<2b-110>
pues hizo más mal que todo el que había hecho anteriormente; y a sus escándalos
añadió otros nuevos más grandes y contagiosos, ya que se alejó de los sacramentos,
habló mal de las reglas y se enfrentó al Hermano director, rechazando con desprecio
sus consejos caritativos. Su mal comportamiento pasó a la clase, pues a pesar del
talento que tenía para darla bien, comenzó a descuidarla. Empleaba el tiempo en
corregir a los alumnos, en pegarles, y descargaba su descontento y su mal humor en
aquellas víctimas inocentes, dando como motivo que se sentía reprimido y que
aquella escuela no le convenía. Se mantuvo en esta triste disposición durante casi un
mes: era tiempo para que Dios abreviase este tiempo de escándalos por el bien de las
clases, por la paz de la casa, y para su propia salvación. Y es lo que hizo por un efecto
de su bondad, permitiendo que el culpable se viese afectado por una fiebre maligna,
cuyo progreso ninguna medicina pudo atajar. Estuvo enfermo cinco o seis días,
falleció y fue inhumado en San Yon. Hubo que hacerlo sin retraso, pues la infección
que exhalaba su cuerpo era insoportable, y no permitió esperar. Con todo, Dios tuvo
piedad de él y le concedió la gracia de reconocer sus desvaríos y sus faltas. Así lo
confesó humildemente cuando le llevaron los últimos sacramentos, que recibió por la
misericordia infinita del Salvador.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Carta del autor al Superior General 537

Unos ocho días después de su muerte se recibió una carta trepidante de parte de un
magistrado de la ciudad de Troyes, escrita sin duda a petición de la madre del joven de
quien hablamos, en la cual se mandaba que nadie se atreviese a retenerle en la casa, y
menos aún que le permitieran emitir votos. Que si hacían eso, la casa se arrepentiría; y
añadía otras amenazas que es inútil referir. Al parecer, la madre esperaba a su hijo de
un día para otro, y había tomado todas las medidas para que se estableciera en la
ciudad de Troyes, pero los desconcertó, más por un efecto de la caridad que de su
justicia. No permitió al joven, para su salvación y por el honor del Instituto, que
quebrantase los votos de religión, ni que siguiera los perniciosos consejos de aquellos
jansenistas que le habían autorizado la transgresión. Podemos imaginar la sorpresa de
la madre y del atrevido magistrado cuando recibieron la noticia de esta muerte tan
poco esperada.
IV. Al año siguiente, 1731, en el mimo mes de junio, falleció en Dieppe un joven
Hermano, poco antes de que expirasen sus votos trienales, al término de los cuales
había proyectado retirarse, lo cual se supo después de su muerte. Era de la Baja
Normandía, y sus padres le habían mandado como interno a San Yon, a la edad
aproximada de catorce años. Movido por los buenos ejemplos de los Hermanos que
tuvo allí, pidió el hábito después de haber permanecido dos años en la casa; y se lo
concedieron con el consentimiento de sus padres. Durante tres o cuatro años se
comportó con buena edificación, tanto en el Noviciado como en las escuelas de Ruán
y Calais, donde estuvo más de dos años. Vuelto a esta ciudad para renovar los votos
trienales, fue uno de los escogidos para comenzar la escuela de Dieppe. Allí fue
donde a la edad de veinte años comenzó a desviarse, por el ansia de acercarse al
mundo, que es enfermedad ordinaria y sumamente peligrosa para quienes no tienen
conocimiento de él, ni experiencia, y se lo imaginan totalmente diferente de lo que es.
Seducido por la idea del mundo, que el demonio le pintaba en su mente con rasgos tan
agradables que le hacían pensar que sería feliz si volvía a él, no tardó en disgustarse
de su estado y en seguida comenzó a descuidar su santificación, la fidelidad a las
cosas pequeñas y
<2b-111>
la práctica de la obediencia y de la mortificación, negligencia que marcha siempre en
pos del disgusto voluntario de la vocación; una vez que fue irregular, poco atento y
poco fiel a su empleo, se hizo travieso y desobediente, enfrentándose sin ningún
respeto al Hermano director cuando le exigía el deber. Como la relajación conduce
paso a paso de un desorden a otro, este Hermano se formó la idea de formarse un
pequeño peculio; pero como es casi imposible entre personas cuya vida es tan pobre y
tan alejada de las ocasiones, formó su tesoro con mil bagatelas, a las que tenía
apegado el corazón, y que ocultaba con cuidado como cosas preciosas. Por mucho
cuidado que tuviera el Hermano director para impedir que tuviera trato con personas
de fuera, sí que lo hizo, y se comunicó secretamente con una señora de la ciudad que
le sirvió de mensajera; recibía las cartas que llegaban de su tierra y llevaba al correo
538 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

las cartas que él escribía sin saberlo el Hermano Director; fue la misma mujer quien lo
manifestó después de la muerte del joven Hermano.
De esta manera ocultó a sus superiores la relación secreta que mantenía con sus
familiares, y que llegó muy lejos, hasta el punto de que su padre fue desde la Baja
Normandía hasta Dieppe, donde se alojó en la casa de la dama de quien hemos
hablado, para disponer, al parecer, la salida de su hijo con él. La realización del plan
se haría en el momento en que terminaran los votos del Hermano. Pero Dios, que
había dispuesto las cosas de otro modo, sacó de este mundo al hijo infiel, antes de que
el padre hubiese regresado a su tierra, por una viruela que se le declaró y que ningún
remedio pudo contrarrestar. Con todo, recibió los últimos sacramentos, y deseamos
que eso fuera la señal de su felicidad eterna.
V. Otro Hermano, admitido en 1702 en el Noviciado, que estaba entonces en la
Casa Grande, en la calle de Vaugirard, y que parecía haberlo seguido con edificación,
fue enviado a Calais, donde su fervor se mantuvo durante cuatro o cinco años. No
tenía excesivo talento para dar clase, pero Dios bendijo su esfuerzo, porque era fiel a
las reglas que el santo fundador les prescribió para realizarla debidamente, sobre todo
hablar poco, mantener exacto silencio y mantenerse con paciencia y tranquilidad.
De Calais fue enviado a Provenza en 1708, y poco después a Grenoble, donde se
estropeó hasta el punto de que los patrocinadores de la escuela le expulsaron de la
ciudad. Con todo, mantuvo la esperanza de volver a su puesto, por mediación del
señor de Montmartin, obispo de la ciudad; pero no pudo conseguir nada del prelado,
avisado previamente por los señores que le expulsaron. Este nuevo contratiempo le
obligó a marchar a Dijón, donde se despojó del hábito. En fin, confuso por su falta, se
fue a Marsella a encontrar a su buen padre, el señor De La Salle, que era hombre de
misericordia, siempre dispuesto a perdonar. Y obtuvo el perdón, aunque no lo
merecía, y después de admitirle en el Noviciado, le dio de nuevo el hábito y le mandó
a Mende. Aquí, abusando de nuevo de la indulgencia de su bienhechor, se marchó sin
permiso de la casa, con el pretexto de que no podía soportar el frío, y se fue a la casa
de los Hermanos de Alais, donde falleció al cabo de siete días a consecuencia de una
pleuresía que contrajo en el camino. Su muerte ocurrió en 1713. ¡Qué feliz hubiera
sido si, a ejemplo de Jesucristo, hubiera preferido perder la vida antes que la
obediencia, tal como dice san Bernardo: fue doblemente desdichado, por haber
perdido la vida y por haberla perdido por su desobediencia!
<2b-112>
Hay que notar que los cinco Hermanos de los que hemos hablado tenían la ventaja
de estar dotados de un carácter fuerte y robusto; y aunque esperamos que Dios, por su
infinita bondad, haya tenido misericordia de ellos, los que fueron testigos de su
conducta desordenada consideraron su muerte como prematura, ocurrida antes de los
treinta años, y como efecto de la venganza de Dios, que abrevia los días de quienes no
emplean bien su vida y no honran a su padre, es decir, al superior.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Carta del autor al Superior General 539

CAPÍTULO III

Desgracias que han sucedido y castigado a algunos Hermanos


infieles a su vocación, después de haberla abandonado
vergonzosamente
El mismo año en que el señor De La Salle se trasladó a París, uno de los Hermanos
que dejó en Reims, bajo la dirección del Hermano Lheureux, fue objeto del engaño
del demonio, que le inspiró la idea de alcanzar mucha mayor perfección en otra
comunidad.
Este hombre, de 25 años de edad, era sensato, devoto, regular, fervoroso y
generoso en la práctica de todos los tipos de mortificación que reinaban entonces en el
naciente Instituto; pero era muy apegado su criterio, y esto fue lo que le perdió, pues
por este flanco le atacó el tentador, sugiriéndole el deseo de una vida más perfecta en
otro pretendido estado más perfecto. La ilusión era una mentira burda, y a poco que se
hubiera propuesto comparar, sin prejuicios, la casa donde estaba con todas las demás
del mundo, hubiera reconocido su error. En efecto, ¿en qué lugar de la tierra hubiera
podido encontrar un mayor espíritu de penitencia, de abnegación, de mortificación,
de obediencia, de pobreza, de humildad, de abyección, de horror al mundo, de
recogimiento, de oración y de fervor, y por consiguiente, de perfección, que en la casa
donde se hallaba? ¿Dónde habría encontrado mayores ejemplos de todas las virtudes,
que en aquellos que quería quitar? ¿Dónde habría podido encontrar un mejor maestro
de la vida espiritual que el señor De La Salle, cuya vida apostólica difundía tan
insigne olor de santidad? Los que han leído su vida y la de sus primeros discípulos
saben que no exageramos.
El ansia de cambiar de estado, so pretexto de mayor perfección, era una burda
ilusión. En vano el Hermano Lheureux y la madre de aquel de quien hablamos, viuda
de excepcional virtud, pretendieron convencerle: un hombre que se escuchaba
demasiado a sí mismo no estaba dispuesto a oír los prudentes consejos de sus
superiores. Así, ignorando que se estaba escuchando a sí mismo, escogió la voz de la
antigua serpiente, y le sucedió lo mismo que a Eva: se dejó arrojar del Paraíso
terrenal, o más bien, se expulsó él mismo, pues no pudiendo obtener del Hermano
Lheureux que le entregara sus ropas de seglar, se marchó, con fuerte escándalo de los
otros Hermanos, con el hábito de la casa, aunque más tarde lo devolvió.
Algunos días más tarde, forzado tal vez por los remordimientos de la conciencia, o
por consejo de su madre, cuyo corazón sufrió terriblemente a causa de su salida,
volvió a presentarse para ingresar de nuevo. El Hermano Lheureux le abrió las
manos, pero con unas condiciones adecuadas para reparar el escándalo que había
dado, y una consistía en llevar durante tres meses la ropa seglar que había vuelto a
vestir, y que diera la clase vestido de aquel modo.
540 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2b-113>
El desertor aceptó voluntariamente las demás condiciones, pero el orgullo, que era su
pecado dominante, no le permitió someterse a la última.
La idea de un estado más perfecto seguía aún rondando su cabeza, pero no duró
mucho; pues salido de la ciudad, y cuando iba a pedir el ingreso en otra comunidad
religiosa, perdió la idea y el deseo y se enroló con el primer capitán que encontró.
Formando parte de aquel grupo de hombres, quiso comerciar con tabaco de
contrabando, aprovechando su nuevo estado; pero todo el provecho que consiguió
fue la cárcel, pues al entrar en la primera ciudad por donde pasaron, fue cacheado y
descubierto, por lo cual fue a prisión y su capitán no quiso reconocerle como suyo.
Ése fue el estado de mayor perfección que encontró, muy adecuado para abatir su
orgullo, por lo que se vio burlonamente humillado. La miseria le abrió los ojos que
había cerrado a la luz que le ofrecieron sus superiores, y de la presunción pasó a la
desesperación. Escribió a su madre, hablándole de su situación y de su desesperación,
por si ella encontraba el modo de liberarle. Esta pobre mujer, para conseguirlo, se
apresuró a dar la noticia a los Hermanos, para implorar la ayuda de sus oraciones,
mientras ella echaba mano de todos los medios imaginables para hacer salir a su
desgraciado hijo de la cárcel. Éste pudo salir, efectivamente, pero fue para ir a la
tumba, pues enfadado con sus compañeros de patrulla por unas palabras de burla que
algunos le dijeron sobre su mala aventura, se enzarzó con ellos y pagó con su vida la
reacción de su orgullo ofendido. Recibió una herida de espada que sólo le permitió el
tiempo justo para confesarse. Yo conocí a este desgraciado cuando era muy joven,
añade la persona que nos relata el hecho. Fui testigo de su fervor y me escandalizó su
caída, y estuve presente cuando el Hermano Lheureux informó de ello en la
comunidad, a fin de aleccionar a los demás, y enseñarles a sacar provecho del
infortunio de este desgraciado, cuya presunción le llevó a la muerte.

Un Hermano sirviente, culpable de las mismas faltas, encontró su castigo en una


muerte bastante parecida. En 1720 fue enviado a Laón, en Picardía, para ocuparse del
servicio temporal de los Hermanos, y se dedicó a poner por obra un secreto que decía
tener, y era el de curar las enfermedades, sobre todo la de púrpura (sarampión). Su
falsa caridad producía dos efectos que afectaban tanto a la comunidad como a la
salvación de su alma. Descuidaba su deber, o más bien lo abandonaba, que era el
cuidado temporal de la casa, y se volvía un hombre totalmente exterior, disipado y
aseglarado, entregándose totalmente al exterior.
Para detener el progreso de este doble mal, le mandaron que no se dedicara a la
medicina y que no ejerciera tal oficio; no porque se quisiera privar a la gente de la
ayuda de su remedio, pues la caridad exigía esa comunicación; pero se le pedía que no
fuese a todas las casas de los enfermos que le necesitaban, y menos aún que hiciera él
mismo la aplicación del remedio, sobre todo a personas de otro sexo. Este último
punto era importante, pues la prudencia requería prohibírselo, y así se hizo. Pero el
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Carta del Superior General 541

Hermano, caritativo en apariencia, aunque en realidad soberbio, no obedeció. Así,


andaba por todos los sitios donde no debía, y casi nunca estaba en la casa. Incluso por
la noche estaba ausente con bastante frecuencia, y aunque enviado para el servicio de
los Hermanos, eran éstos los únicos a quienes no servía.
<2b-114>
Este mal era demasiado grande para soportarlo, y por eso el Hermano Bartolomé
creyó que era su obligación detenerlo, con prohibiciones repetidas; pero el Hermano,
que había despreciado las órdenes del Hermano director, tampoco tuvo en cuenta las
del Hermano superior. Incluso, extrañado por tal orden, sembró sus quejas por toda la
ciudad, y llegaron a oídos de los magistrados, que le llamaron y le mandaron que
siguiera sin temer nada. Muy dócil a estas órdenes que él mismo había solicitado, al
menos indirectamente con sus quejas, y que su amor propio esperaba, continuó con su
forma de vida y desobedeció sin escrúpulo a sus legítimos superiores para obedecer a
los que él se había escogido.
La solución que podía parar estos desórdenes era retirarle de la casa de Laón, a la
que él molestaba, y enviarle a otra. Ésa fue la decisión, y le mandaron una obediencia.
Pero no se ganó nada, pues el pretendido médico (así indico al Hermano que había
usurpado tal oficio), con tanta fama y experiencia, pensó que bastaría notificárselo a
los magistrados para hacerla nula y vana. En efecto, en cuanto fueron informados, le
aconsejaron que abandonara su estado, con la promesa de tener cuidado de él. Siguió
este pernicioso consejo, del cual tuvo tiempo suficiente para arrepentirse. ¿Pues qué
sucedió? El Hermano médico perdió todo su prestigio en cuanto dejó de ser Hermano.
En cuanto abandonó el hábito, la gente se disgustó de él. Avergonzado y despreciado
en la ciudad, la abandonó para retirarse a una ermita, donde unos pastores que le
odiaban, no se sabe por qué, le asesinaron y cometieron con su cuerpo todo tipo de
inauditas crueldades.

Si el Hermano que fue llamado Onésimo no encontró el castigo de sus desórdenes


en una muerte tan trágica, no tenía menos méritos para conseguirla. Si se le ha
mencionado con su nombre, es porque sus desórdenes, llegados al público, le
hicieron demasiado conocido. Se puede decir, incluso, para su deshonra, que llevó el
escándalo más lejos que nadie. Fue recibido en la Casa Grande de la calle Vaugirard,
cerca de París, a los 20 años de edad, aproximadamente. Su conducta pareció bastante
regular durante algún tiempo; pero hacia 1707 se convirtió en un verdadero
delincuente, y sin abandonar su estado (lo que hubiera sido deseable), cometió la
iniquidad en la tierra de los santos, que manchó con actos que sólo piden el silencio.
El deterioro de este Hermano parece que tuvo como principio el exceso de
familiaridad con los niños. Esta familiaridad le llevó a abusos de libertad de todo tipo,
y yo diría que a verdaderas extravagancias. He aquí una que no tiene parangón.
Bromeando con uno de los alumnos, le atravesó la lengua de parte a parte. El padre,
justamente irritado, llevó sus quejas ante el Lugarteniente del Rey (fue en la ciudad de
542 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Guisa), que llamó a su presencia a los cuatro Hermanos y les ordenó abandonar
Guisa, y que no volvieran. Con todo, este señor fue apaciguado por el confesor de los
Hermanos, que fue a arrojarse a sus pies para que revocara la orden, haciéndole notar
que no era justo que pagasen justos por pecadores, y que la ciudad perdiera los
beneficios inestimables de las Escuelas caritativas; perdonó a los inocentes y se
contentó con que el castigo sólo recayera en aquel que lo había merecido.
Este castigo era justo, y debía ser seguido de otro mayor, pues el señor De La Salle,
al parecer, debería haber imitado al oficial de Guisa, y haber expulsado de su sociedad
al necio que había sido expulsado de Guisa. Si el santo fundador hubiera seguido este
criterio, habría ahorrado a su comunidad otros escándalos. Pero su caridad
<2b-115>
hacia los suyos no le permitía dar tal ejemplo de severidad, que a veces, sin embargo,
es necesaria en las comunidades, porque ocurre que el miembro podrido estropea a
los demás, o causa un perjuicio considerable al cuerpo, creándole mala fama. Es lo
que sucedió: el señor De La Salle, en vez de expulsar al libertino de quien hablamos,
le envió a París, a dar clase en la parroquia de San Roque, cuya ruina causó por una
acción indigna en la que fue sorprendido. La vergüenza que esto le causó le llevó a
perder el espíritu; dejó el hábito de Hermano que había deshonrado, y huyó para
desaparecer al conocimiento de su testigo, quien se valió de la falta de uno solo para
expulsar a todos los Hermanos, y hacer que dejaran la escuela que subsistía desde
hacía varios años con buenos resultados. Si es extraño que el señor De La Salle no
expulsara de su comunidad a un hombre que lo merecía desde que fue arrojado de
Guisa, más extraño aún es que le recibiera de nuevo en la casa después de haber
salido, y después de haber sido arrojado de la escuela de San Roque, cuya destrucción
había causado.
El culpable, ingresado de nuevo, permaneció tal como era y fue enviado a San Yon,
para cuidar de los internos, y de nuevo deshonró su empleo con hechos vergonzosos,
que llegaron a conocimiento del Vicario General de Ruán, que dio orden de
expulsarlo de la sociedad, lo cual ejecutaron los Hermanos, muy contentos, en 1710,
cuando estaba ausente el señor De La Salle, que se encontraba haciendo la visita de
las casas.
El impúdico pecador, contando con la caridad sin medida del santo fundador,
cuando éste volvió se presentó de nuevo para pedirle la admisión; pero el santo, que
no quería decidir nada por sí mismo ni mezclarse en asuntos de gobierno, remitió esta
petición a la asamblea de los Hermanos que estaba reunida para nombrar un superior
que le sustituyera, y fue rechazada por unanimidad.
El desgraciado, hundido por sus miserias y no sabiendo a dónde ir, se retiró a un
pueblo cerca de Chartres, para dar escuela, y allí murió en 1720, abandonado por todo
el mundo, privado de los sacramentos y entregado al terrible verdugo de sus
remordimientos de conciencia, como los Hermanos de la ciudad supieron por boca de
un pariente suyo.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 543

El final de un joven de Campaña, que dejó el Instituto, no fue más feliz. La


Providencia le condujo a la casa de los Hermanos de la siguiente manera. Un celoso
provenzal, llamado Hermano Chrétien, había regresado de Canadá, a donde le había
llevado su ardiente caridad para dedicarse a la instrucción de los nativos, como
maestro de escuela. Una vez regresado, con el deseo de reclutar algunos jóvenes
generosos y de buena voluntad que estuvieran dispuestos a cruzar los mares, e ir, tras
sus pasos, a atender escuelas de caridad, en una tierra que con frecuencia devora a sus
habitantes y donde se corría el riesgo incluso de obtener la corona del martirio,
encontró al joven de quien hablamos, y le juntó a otros ocho, formando un grupo. El
Hermano Chrétien tenía el propósito de asegurarlos en el deseo de acompañarle a
Canadá, y de ejercitarles en el oficio de maestros de escuela caritativa. Así, los nueve
comenzaron un retiro en la casa de los Hermanos del barrio de San Germán, y después
les dejó algún tiempo más para facilitarles el aprendizaje del empleo a que los
destinaba; para todos ellos era una buena ventaja dejarse instruir por maestros
expertos, para no encontrarse sin experiencia más allá del océano.
El joven de quien hablamos, natural de Champaña, que tenía unos 22 años,
<2b-116>
durante la estancia que hizo en la casa de los Hermanos quedó impresionado por los
ejemplos de virtud que vio, y pidió ser admitido entre ellos, cosa que obtuvo en 1721.
Fue enviado a San Yon, donde hizo su noviciado con edificación. Desde allí fue
llamado a París para dar clase. En este empleo casi no tuvo necesidad de aprendizaje,
pues por naturaleza y educación parecía estar hecho para esa labor. Era hijo único de
un notario, y había sido educado en la casa paterna, entre contratos y escrituras, y
había llegado a ser tan perfecto calígrafo y tan bien formado en todas las cualidades
del cuerpo y del espíritu, como se puede desear en la vocación de Hermano. Había
nacido, al parecer, para vestir el hábito y desempeñar sus funciones. Durante el
primer año llenó su puesto a la perfección, pero su celo se agotó con el tiempo, el
disgusto se formó, el descuido en los ejercicios siguió, y esto dio lugar, al parecer, a
su mal humor; y él ocultó su situación y sus tentaciones al Hermano director. El
demonio, una vez que consiguió cerrar su corazón a los superiores, dio buena cuenta
de él. Pero al comienzo no le atacó con la atracción del placer o de una vida más libre,
sino, por el contrario, por el deseo de una vida más solitaria y austera. Para favorecer
ese plan, el joven comenzó a trabar relaciones con los de fuera, sirviéndose de los
alumnos; incluso, una vez, abandonó la escuela para ir a informarse a los cartujos. El
Hermano director, que cayó en la cuenta, le dijo que se equivocaba ocultándose a sus
ojos para solicitar la entrada en aquellos religiosos, pues no debía temer que se le
pusiera obstáculo si Dios le llamaba y si le abrían las puertas de aquella santa casa.
Esta apertura de corazón por parte del Hermano director reabrió el suyo. Y acordaron
ir juntos a los cartujos para hablar al padre vicario, que algún tiempo después fue
elegido Prior en París, y que hoy ocupa el mismo cargo en Ruán.
El postulante entró en el despacho del padre vicario, introdujo también al Hermano
director, y le pidió, a pesar de la repugnancia de éste, que estuviera presente en la
544 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

visita, que terminó con un rechazo. En efecto, el padre vicario, lleno de estima por el
Instituto del señor De La Salle, no dejó nada que emplear para inspirársela al joven
champañés y mantenerle en su santa vocación; le habló también de forma muy
amable de su padre, pero eso no pareció afectar al postulante.
Al encontrar cerrada la puerta de los cartujos, no desesperó y fue a probar suerte en
la de Sept-Fons (Siete Fuentes), y con este propósito volvió a San Yon para retomar
sus hábitos, y de allí se encaminó hacia el célebre monasterio citado; pero no quedó
mucho tiempo. Yendo de un lugar a otro, siguiendo su capricho, encontró cerca de la
Provenza un trabajo de Secretario en casa de una persona importante, a quien contó
sus aventuras y le manifestó gran pesar por haber abandonado la santa comunidad que
le había acogido en París; esta persona le aconsejó que hiciera todo lo posible para
repararlo, y que intentara de nuevo, por el bien de su alma, volver al santo estado que
con tanta imprudencia había abandonado.
El joven champañés, dócil a este sabio consejo, lo siguió, y escribió a Marsella al
Hermano Superior, para suplicarle que volviera a darle en el Instituto una plaza que
no merecía. El superior le dio respuesta afirmativa, y le mandó que fuera allí a dar
escuela; así entró por segunda vez en aquel lugar de salvación, pero no pudo
permanecer más que un año, pues lejos de cambiar de corazón y de conducta, se
volvió más libertino, al disponer de más libertad y sentir menos escrúpulo.
Cuando estaba en tan funesta situación, le comunicaron la muerte de su padre. Esta
noticia le indujo a salir otra vez del santo estado que
<2b-117>
había abrazado. De vuelta a su tierra, se casó, y ejerció el cargo de su padre hasta 1728
ó 1729, pero fue para su desgracia, pues habiendo falsificado algunas firmas, con el
rumor de que la justicia le buscaba, huyó a París, para esconderse de las partes
perjudicadas; pero le encontraron y fue condenado a la horca, sentencia que se
ejecutó en la plaza de la Grève, y al patíbulo fue donde le condujo la ilusión de un
estado perfecto, castigo visible de una santa vocación traicionada y despreciada;
desgracia que nació de un corazón cerrado a sus superiores.
Podemos relatar ahora el fin desastroso de un Hermano sirviente, que durante
varios años fue hortelano en San Yon, y a quien el señor de Pontcarré, padre, Primer
Presidente, que acudía con frecuencia a esta casa a tomar el aire, apreciaba a causa de
su sencillez y de su piedad.
Era muy vigoroso y muy trabajador, y prestó buenos servicios manuales desde el
año 1707, en que entró, hasta su evasión. Era fervoroso, mortificado, hombre de
oración durante ocho o nueve años; corría a grandes pasos por el camino de la
santidad, y hubiera llegado a serlo, si la malicia del tentador no le hubiese apartado
con la idea de mayor perfección.
Su mente, captada por esta ilusión, escuchándose demasiado y muy poco a sus
superiores, terminó en el fanatismo más grosero y exagerado. El padre Granada, san
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 545

Francisco de Sales, el padre Rodríguez, el padre Saint-Jure, y otros autores


semejantes, de doctrina tan pura, segura, sólida, y tan universalmente aprobada en la
Iglesia, sólo contenían, a su parecer, el alfabeto de la vida espiritual y los primeros
elementos de la virtud. ¿Dónde creía él que se podía encontrar la médula y la
substancia? En Malaval y en otros libros de quietistas condenados.
Esta falsa idea de espiritualidad, que engañaba su espíritu, halagó su corazón con la
presunción y la buena opinión de sí mismo; embriagado con su pretendido mérito,
con las gracias de distinción con que se imaginaba que estaba favorecido, y del estado
de perfección en el que él mismo se colocaba. sus Hermanos, sus superiores y el
mismo señor De La Salle, a quienes consideraba como personas de una virtud
ordinaria, poco esclarecidos en los caminos de Dios e incapaces de dirigir a un
hombre como él, quedaban todos sumergidos en su desprecio. Les hacía muy poco
caso, y mucho menos de sus consejos.
Este hombre, cultivado, como se imaginaba, en el colmo de la perfección, no se
preocupaba de que le aconsejasen. No sé si pensaba que en la tierra no había persona
capaz de hacerlo. Los que se atrevían a inspirarle alguno para hacerle volver al
sentido común, sólo atraían su indignación y sus miradas de desprecio. Extrañado y
como escandalizado de que osaran ofrecer sus luces a una persona iluminada y guiada
por el espíritu de Dios mismo, manifestaba tener piedad de su presunción y honraba
en sí mismo una virtud que los demás no honraban lo suficiente.
Mirando así, por encima del hombro, a sus hermanos, todo lo que veía en ellos y en
su estado era pequeño. La hinchazón de su corazón le volvió crítico, y abiertamente se
quejó de que la vida de los Hermanos no fuera más austera, ni los tiempos de oración
suficientemente largos. Esta idea desvariada le llevó a ayunos exagerados; apenas
comía, y esto terminó vaciándole más la cabeza, y le convirtió en juguete del
demonio.
Como la casa de los cartujos de Ruán estaba próxima a San Yon, la cercanía le trajo
la idea de entrar en ella. Quiso ofrecerse a los cartujos, y le fue permitido; pero perdió
el deseo y el gusto de hacerlo
<2b-118>
antes de que le dijeran que allí encontraría menos tiempo dedicado a la oración que en
San Yon. Con todo esto, ofrecía al demonio una buena ocasión para que éste no la
aprovechase. El tentador le puso tan cerca del precipicio que le ocultaba, que no dejó
de empujarle a él, y le sugirió el alejamiento de los sacramentos.
El nuevo estilita, por encima de sus prácticas comunes, de los deberes ordinarios de
la religión y de los ejercicios regulares de la comunidad, viviendo al son que le venía
de sus ideas, dejó de acudir al refectorio, no se acercaba a los sacramentos y no seguía
la vida de comunidad. Convencido de que la oración le ocupaba por completo, y que
un contemplativo no debe distraerse de su unión con Dios por una sumisión a las
leyes comunes que estorban al espíritu de Dios, se retiraba noche y día a una torre que
había en la huerta, para continuar allí su ilusorio trato con Dios.
546 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

El señor De La Salle y los Hermanos veían con pena cómo este fanático corría tras
los fantasmas de la perfección, mientras abandonaba la verdad, e incluso mientras
corría tras su perdición; pero ni ellos ni otras personas a las que se llamó para curar
este espíritu herido, podían impedirle sus ilusiones, y no pudieron lograr nada de un
hombre cuyo espíritu de orgullo le había cegado.
¿A dónde llegó, pues, el sistema de una vida tan perfecta? A saltar por la noche las
tapias de la propiedad. Es lo que este pobre iluminado hizo después de la muerte del
señor De La Salle. ¿Qué fue de él? Después de haber errado de un lugar a otro durante
cierto tiempo, al final se ofreció como hortelano a una casa de religiosas, y murió
antes de haber transcurrido un año, en manos de los cirujanos, que tuvieron que
amputarle las piernas. Se las había dejado helar por el frío durante los rigores del
invierno, y había descuidado los remedios que le hubieran curado. Esta negligencia le
causó la gangrena e hizo que el mal fuera incurable. Para salvarle la vida tuvieron que
cortarle las piernas, pero no resistió a una operación tan cruel. Tenemos que pensar
que este pobre descarriado merece nuestras lágrimas más que otra cosa. Había
comenzado para santo, y hubiera acabado como tal si hubiera podido tener una baja
opinión de sí mismo, con una obediencia ciega y una confianza filial, apoyada en la
fe, para con sus superiores.
Lo que le sucedió a otro joven, natural de Grenoble, es otro ejemoplo de la justicia
divina. Hizo su noviciado en San Yon, y después fue enviado a la escuela de Troyes.
Desde ese momento no mostró excesivo fervor, pues en lugar de bendecir a Dios con
la fatiga del viaje, comenzó a murmurar. De vuelta a San Yon, para renovar los votos
trienales, después de haber dado clase en Troyes hasta 1728, la obediencia le envió a
la escuela de Laón.
Le asaltó la tentación habitual de los neófitos del Instituto, de la que se sirve el
demonio para llevar a la deserción a los débiles, que es la esperanza de ganar dinero, o
de tener una vida más feliz en el mundo. Me refiero a la pasión de llegar a ser experto
calígrafo, que para nuestro Hermano fue el comienzo de su pérdida, y le preparó la
salida. Pidió tiempo para ejercitarse en la caligrafía; pero el Hermano director, que
adivinó el motivo de la petición, no se lo concedió. La pena que le produjo esta
negativa le convirtió en odiosa la casa de los Hermanos, y huyó. Pero como no tenía
dinero y no sabía a dónde ir, fue a ver, casa por casa, a la mayoría de los canónigos de
la catedral tratando de suscitar su compasión contándoles sus penas imaginarias y
otros cuentos suyos, para que le dieran
<2b-119>
alguna ayuda. Obtuvo en parte lo que quería, pues aquellos caritativos canónigos, en
vez de ayudarle para que huyera, le condujeron a la comunidad, con harto sentimiento
de ésta, y comprometieron al Hermano director para que accediera a sus deseos de
ejercitarse en la caligrafía.
Ése fue el primer escalón que se construyó este joven para descender a su pérdida.
Y no tardó en dar los sucesivos. Aunque este Hermano estaba bien dotado para dar
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 547

clase, esta cualidad no le salvaba, porque a causa de su irregularidad y de los


trastornos que causaba, los Hermanos directores se veían forzados a pedir su cambio,
si es que él mismo, enojado por todo, no se adelantaba a pedirlo. De ese modo fue
pasando por diversas escuelas, una tras otra, sin estar satisfecho en ninguna y sin que
los superiores le pudieran fijar en alguna de ellas. La experiencia demuestra que
quien no contenta a Dios, vive descontento de sí mismo y contagia luego a todos los
que conviven con él. Además, el disgusto en el estado pocas veces deja de conducir a
la deserción, y esto es natural; y sin una especie de milagro, no puede ocurrir de otra
manera en las casas donde la salida es todavía libre.
De esta manera, el joven Hermano, pasando de una casa a otra, llevaba consigo sus
inquietudes y el secreto deseo de salirse. Este deseo, que comenzó de esa manera, a
veces estaba a punto de estallar, pero se serenaba, tanto por las cartas del Hermano
Superior como por los avisos de un prudente seglar. Esta persona se ganó la confianza
del Hermano, que le mostraba las cartas del Hermano superior, y quedaba encantado
al leerlas, y utilizó él mismo las expresiones conmovedoras y las fuertes razones que
usaba para mantener en su vocación al que quería abandonarla. Incluso llegó a
decirle, en presencia de otros dos Hermanos, que se condenaría infaliblemente si no
seguía los sabios consejos dados por la boca del mismo Dios. Si el joven Hermano
hizo en esta ocasión algún esfuerzo para seguir aquellos consejos, tal esfuerzo no fue
suficiente ni tampoco duradero. La vida que llevaba en la casa de los Hermanos no
difería mucho de la que pretendía llevar fuera de ella, y esto no podía durar mucho
tiempo.Tenía horror a la pobreza y a la mortificación, e incluso a todas las demás
virtudes. «No puedo —decía— observar una pobreza tan grande y hacer tanto tiempo
de oración. Cuando salgo de ella tengo el cuerpo molido». El rosario, sobre todo, le
era insoportable. Era sensual y amigo de su cuerpo, y por eso no podía sufrir ni el
menor frío sin deshacerse en quejas. Como la sensualidad no tiene mucho de que
satisfacerse en la mesa de los Hermanos, nunca salía de ella sin murmurar; de manera
que parece que era de él de quien hablaba el profeta cuando dice: estas personas no
dejan de murmurar si se deja de contentar su sensualidad. Por consiguiente, era ya
tiempo, para él y para la sociedad, de que dejase su lugar a otro, y que abandonara un
Instituto donde nunca había arraigado, o cuyo espíritu había perdido con sus
infidelidades.
Lo hizo en Dijón, en 1731, y antes de salir pidió al Hermano director, que no le
conocía bien, una carta de recomendación por su vida y costumbres, y el dinero
necesario para ir a Grenoble. Pero en vez de tomar el camino de esta ciudad, tomó el
de Troyes, donde ya había arreglado las cosas secretamente desde hacía tiempo.
Llegó a ella despojado por los ladrones, y la estratagema que ideó para reparar esta
mala suerte fue acudir a las casas de todos los bienhechores de los Hermanos que él
conocía, y a las casas de los alumnos que había tenido en la clase, para mover a
compasión e implorar la caridad. Lo hizo con tanto éxito que llegó a reunir 150 libras,
que le sirvieron, siguiendo el consejo y la protección de un seguidor de la
<2b-120>
548 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

nueva doctrina, para abrir una escuela en la ciudad, enfrente de la escuela de los
Hermanos, después de haber obtenido permiso del obispado. Esto fue para él un
triunfo, pero muy efímero. Su establecimiento, tan feliz en apariencia, le facilitó
contraer matrimonio, más feliz aún en apariencia, pero de hecho, muy desgraciado.
Este matrimonio tuvo lugar en Troyes, con una mujer que le aportó 900 libras por
dote, pero también la situación, las costumbres y el modo de ser de una muchacha que
había perdido su honor y había tenido ya dos niños. Parece que fue la justicia divina la
que permitió esta unión para castigar a dos culpables, a cada uno de ellos con el otro.
Apenas celebrado el sacramento, la mujer, llena de disgusto y de aversión por el
hombre con quien acababa de casarse, huyó, divorciándose de él y llevándose toda la
cubertería del cocinero, que aparentemente estaba preparando el banquete de bodas.
El marido, que había perdido a su mujer en cuanto se había unido a él, la buscó por
muchos lugares, incluso anunciándolo por el pregonero, al son de trompeta; la
encontró y se la llevó a su casa. Pero sólo la conservó por pocos días, pues temeroso y
lleno de miedo de que su esposa lo matase, llevó a su casa a un joven guardián. De ese
modo, pensando que había puesto a su mujer en una especie de prisión, él mismo se
encontró preso; pero la cautividad recíproca no duró más que doce días; pues la mujer
empaquetó todas sus cosas y cuanto cayó en sus manos y le abandonó por segunda
vez, dando como razón que su marido estaba poseído del demonio y que no podía
permanecer con él. Y para poner entre él y ella mayor distancia, y quitarse la
esperanza de volver a verse, se marchó a París; pero aquí cambió de idea, y concibió
el designio de deshacerse de él haciendo que le encerrasen, para lo cual contaba con la
ayuda de personas con poder. Así, le escribió para que fuera a estar con ella, pero él se
guardó mucho de hacerlo, convencido de que sólo intentaba tenderle una trampa.
La justicia divina no limitó su castigo con este hombre que tanto había abusado de
sus gracias. Todos sus alumnos le dejaron, y para colmo de desgracias, aquellas
personas que tanto habían trabajado para pervertirle le metieron en el juego de las
cartas, y en una noche perdió 40 escudos. Entonces, desesperado de su suerte, y como
si la miseria no hubiera acudido a acogerle demasiado pronto, corrió él delante de
ella, y vendió por 80 escudos toda la dote que su mujer le había aportado, que era de
un valor de 900 libras. Luego, avergonzado de su conducta y de sus desgracias,
desapareció y no se le vio más, dejando a todo el mundo admirando la venganza de
Dios sobre aquel desdichado.

No acabaría nunca si quisiera referir el desgraciado final de muchos otros que


abandonaron la sociedad de las Escuelas Cristianas. Y casi no he encontrado ni uno
que en el mundo se haya hallado con lo que iba a buscar. Creían encontrar una vida
más libre, o un porvenir más feliz, y sólo encontraron la miseria y las cadenas de una
mujer cargada de niños; y, por desgracia, ella misma apropiada para hacerle más
infeliz.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 549

Si se ha prestado atención al comportamiento de aquellos cuyas desdichas hemos


esbozado, se verá que su deserción ha tenido como origen una de estas dos cosas: el
abuso de las gracias o el deseo de una vida más cómoda. El abuso de las gracias ha
conducido a la pérdida de algunos de los que hemos hablado, y a buen número de otros de
los que no hablamos. ¿Cómo ocurrió? Paso a paso, por grados, insensiblemente.
<2b-121>
El primer grado de su caída fue la relajación; el segundo, el desprecio de las cosas
pequeñas; el tercero, la infidelidad a las reglas; el cuarto, la falta de sencillez y de
apertura de corazón a los Hermanos directores y superiores; el quinto, la indocilidad
para dejarse dirigir, que provenía de la falta de fe para ver a Jesucristo en sus
superiores; el sexto, el alejamiento de los sacramentos y el disgusto de los ejercicios
de piedad. Cuando el demonio ha llevado hasta este punto a un Hermano, lo demás le
resulta fácil; empieza en seguida un curso rápido de impiedad, que conlleva el
disgusto de su vocación, y termina con su pérdida con escándalos reiterados en la casa
de Dios, y todo se corona, pronto o tarde, con la deserción, que casi de manera
infalible es seguida de una extrema miseria y del abandono de Dios.
El otro principio de la caída de muchos es el deseo de una vida más cómoda y más
feliz en el mundo. El espíritu maligno ataca con esta tentación a dos clases de
personas muy diferentes. Los primeros son los jóvenes a quienes el Espíritu Santo
llamó en edad temprana a la vida retirada, para poner al abrigo su inocencia, o al
menos para preservar allí sus almas de la corrupción del siglo, mientras no son aún
presa de los vicios y de las pasiones. Éstos, cuando comienzan a relajarse, se hacen
poco a poco susceptibles de los atractivos del mundo, que tan felizmente habían
abandonado. Como no tienen ni conocimiento ni experiencia, se imaginan todo muy
distinto de lo que es. La idea de esta dicha imaginaria, que han perdido al
abandonarlo, les hace gemir por no poder participar de ella. Este pesar les disgusta
muy pronto de su santa vocación y les enseña a suspirar por el siglo que el demonio
les representa como una especie de paraíso terrenal. El tentador, entonces, les va
elevando en espíritu sobre una alta montaña, y parece mostrarles, como a Jesucristo,
los reinos de la tierra, su gloria, sus riquezas y su felicidad, y les dice: Yo os dejaré
participar de todo esto si queréis abandonar vuestro estado y seguirme a las regiones
del placer.
Cuando el corazón de un joven se ha abierto a este deseo, ya no piensa más que en
los medios de realizarlo. Estos medios piensa que los tiene en su mano, si es buen
maestro o experto en caligrafía. Sólo tiene que salir del Instituto y encontrará, en
cualquier lugar a donde vaya, multitud de alumnos que le pagarán sus servicios con
dinero, los mismos que son gratuitos en las escuelas de caridad. Su talento le lleva a
pensar en la fama que tendrá, que le dará vida cómoda y que le pondrá en disposición
de encontrar un matrimonio ventajoso. Eso es lo que el demonio no cesa de repetirle.
Con la idea de este cambio, de una vida pobre, mortificada y retirada por otra vida
cómoda y feliz, si a estas horas no era experto en caligrafía, se apresura a aprenderla y
550 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

descuida todos los demás ejercicios para entregarse a su afición; trastornado por las
repetidas importunidades de los permisos para dedicar en ello el tiempo asignado a
las cosas santas, o se los toma por su cuenta o, si se le niegan, murmura, se queja, se
enfada y nunca queda satisfecho en este punto.
En fin, cuando ya ha llegado a lo que deseaba, y se ha hecho un experto maestro de
caligrafía, se apresura a salir. Él piensa que le esperan en la puerta sus compañeros de
fortuna, y se imagina que está a punto de poner ya el pie en el jardín del Edén. Una vez
que ha salido, no tarda mucho en desengañarse y reconocer su error. Las miserias que
le reciben y las desdichas que lo aplastan le abren, por fin, los ojos, pero demasiado
tarde, para ver que corriendo tras el fantasma de una vida más feliz, ha perdido las
verdadera dulzuras
<2b-122>
del servicio de Dios, y sólo ha encontrado la realidad de los males de la vida presente.
Los otros que corren la misma desgracia por otro camino son los que entraron en el
Instituto a una edad tal que ya les había permitido experimentar el mundo, contraer
sus vicios y su maldito espíritu, y no trabajan lo suficiente para deshacerse de ellos en
el Noviciado, y no se entregan a Dios en la medida que la santidad de su vocación les
pide y que la gracia les solicita; o bien, después de haberlo hecho durante algún
tiempo, se cansan y se hastían por verse obligados a imponerse una continua
violencia.
Cuando están tentados de marcharse y de buscar en esta vida el paraíso que
esperaban en la otra, escuchan a la antigua serpiente, que no deja de decirles que
disponen de un medio para liberarse de la cautividad, y pasar de la pobreza a la
comodidad, y de un estado de penitencia y de mortificación a otro de alegría y de
placeres; que ese medio es marcharse, establecerse en el mundo y buscar fortuna en el
ejercicio de su pluma caligráfica.
Una vez salidos, aquel que les había mostrado el mundo con su gloria y sus
placeres los deja presos de la miseria y se ríe de ellos cuando los ve postrados en el
estercolero. Apenas son muy pocos aquellos a los que no se les haya visto mendigar
un mendrugo o dormir en un granero, sobre paja; algunos han quedado abandonados
en una chabola, donde falta de todo y no tiene más que las cuatro paredes, con una
mujer y cuatro o cinco hijos casi desnudos. Viviendo así, si es que puede decirse,
traslucen las armas de la justicia divina y las señales del abandono de Dios. Eran
desgraciados cuando, disgustados, estaban en el Instituto, porque la idea de una vida
más dulce y el deseo de hacer fortuna en el mundo les volvía la vida molesta,
disgustosa, insoportable, y habían perdido el espíritu, la gracia y la unción de su
vocación. Y fueron más desgraciados después de salir, porque Dios los deja
abandonados a la pobreza y a las demás miserias de la vida, en medio de una familia
que a cada momento parece reprocharles su infidelidad y mostrarles la venganza que
Dios se toma, por el estado lastimoso en que ha quedado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 551

Un joven de París, de 19 años, se empeñó en salir del Instituto dos años después de
haber ingresado en él, a pesar de las consideraciones de los Superiores y de su tía,
mujer muy virtuosa, y pensó que encontraba una vida más agradable casándose; pero
se engañó, pues su mujer concibió un disgusto tan fuerte por él, y una aversión tal, que
al cabo de seis semanas lo abandonó sin que se pudiera más tarde unirlos de nuevo. Él
mismo hizo esta declaración a un Hermano que encontró por las calles de París: Soy
fulano de tal; pida que recen por mí, porque lo necesito mucho; he dejado el Instituto
y ya no puedo arrepentirme. Estoy haciendo una penitencia terrible porque Dios me
ha castigado como merecía.
Otro, que salió con la esperanza de que con sus padres lograría hacer fortuna, al
verse abandonado y despreciado, se volvió loco.
Un novicio, hijo de un cirujano de París, al salir de San Yon, entró en el ejército, al
servicio del Rey, pero se vio condenado a galeras como desertor. Hacía doce años que
el pobre desgraciado espiaba su doble falta, cuando el señor De La Salle fue a
Marsella, y el santo varón, conmovido, trabajó por librarle, y lo consiguió.
No hace tampoco mucho tiempo, pues el hecho ocurrió en 1730, cuando un joven
<2b-123>
de 18 años, buen maestro de escuela, después de dos o tres años de comunidad, quiso
volverse al mundo, por la fiesta de Pascua. El día del Corpus mató a un hombre, al
disparar un fusil durante la procesión. Esta desgracia le obligó a huir, pero fue
ahorcado en efigie.
No se necesitan más casos para mostrar las desgracias que siguen a los que
abandonan una vocación tan santa.
Los funestos ejemplos que acabamos de relatar servirán para asegurar a los
vacilantes a abrir los ojos a los que están tentados en este punto, y a consolar a que
siempre se han mantenido firmes; y, en fin, a poner en el corazón y en la boca de todos
la alabanza y la gratitud para agradecer a la bondad divina, que les llamó a un estado
tan santo.

FIN
552 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<2b-125>

APROBACIÓN

He leído este Compendio de la Vida de algunos Hermanos del Instituto de las


Escuelas Cristianas, fallecidos en olor de santidad, que es la continuación de la Vida
del señor DE LA SALLE, que aprobé yo por orden de Monseñor, el Guarda de Sellos.
No he encontrado en este Compendio nada que no sea edificante, y que no
recomiende en gran manera la santidad y la religiosidad del señor DE LA SALLE, tan
conocido entre el público por la fundación de las Escuelas Cristianas.
En la Sorbona, a 16 de agosto de 1734.

DE MARCILLY

Los ejemplares han sido depositados


Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 553

<3-1>

RELATO

de la forma en que el cuerpo del señor DE LA SALLE, inhumado en la parroquia de


San Severo, barrio de Ruán, fue trasladado, el 16 de julio de 1734, a la casa de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, a su iglesia, recién construida y dedicada al
Santísimo Niño Jesús.

Hace quince años los Hermanos vieron salir de su casa, con gran pena, el cuerpo
del Señor De La Salle, después de su muerte, para ser enterrado en la parroquia de San
Severo. Este precioso depósito les pertenecía como a hijos, discípulos y herederos.
¿Pero qué hubieran podido hacer para conservarlo? En aquel momento no tenían ni
Letras Patentes ni Bula. Todavía no eran religiosos ni estaban autorizados a formar
comunidad. Su capilla era tan pequeña y pobre que no tenía apariencia para poder
colocar en ella, con honor, el cuerpo del piadoso fundador.
Por otro lado, el párroco de San Severo, que sabía estimar la virtud del señor De La
Salle, a quien consideraba parroquiano suyo, no estaba dispuesto a desprenderse de
su cuerpo muerto; lo enterró, pues, en su parroquia con toda la solemnidad que pudo,
al pie del altar de una de sus capillas, para no confundir el cuerpo del piadoso difunto
con ningún otro, y tributar a su memoria la honra que su virtud parecía merecer. Hizo
cubrir la tumba con una losa en la que el epitafio que mandó grabar hablaba de la
persona que descansaba allí.
Ya desde entonces, los Hermanos, doblemente afligidos por la pérdida que
acababan de sufrir, de su virtuoso padre, que la muerte les había arrebatado, y de los
preciosos restos de su cuerpo, pensaron en hacer que volviesen con ellos, y a tomar
posesión de un tesoro que consideraban que les pertenecía.
¿Pero cómo conseguirlo? Ni siquiera podían imaginarlo. Encontraban tres
obstáculos para realizar sus piadosos deseos, casi insuperables: el primero era la
disposición del señor cura párroco, que estaba satisfecho de conservar tan precioso
depósito en su iglesia; el segundo, la pobreza extrema, que era asunto difícil de
superar, la tercera , y lo más difícil de vencer, era el estado mismo de la casa, que no
estaba bien constituido, ni debidamente asegurado por la falta de Letras Patentes del
Rey y de las Bulas de Roma.
¿Pero halla el amor algo que sea imposible? ¿No es, según la expresión de la
Escritura, tan fuerte como la muerte? Él fue quien impulsó a los Hermanos a intentar
todo para recuperar el cuerpo del señor De La Salle, y el que les hizo esperar contra
toda esperanza que podrían poseerlo. Por otro lado, la frase que el piadoso fundador
dijo poco antes de morir, que la casa de San Yon sería muy floreciente, les animó.
554 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Para conseguir este propósito, era preciso obtener del Rey las Letras Patentes, para
asegurar su estado, y obtener de Roma una Bula de aprobación de sus Reglas y de su
Instituto.
Trabajaron en ello y Dios favoreció en poco tiempo su deseo mejor de lo que
podían
<3-2>
esperar. Desaparecidos los dos primeros obstáculos, el tercero bastaba para impedir
sus piadosos deseos, pues la pobreza no les permitía emprender la construcción de
una iglesia. Sin embargo, llenos de confianza en la divina Providencia, de la cual el
santo fundador había recibido ayudas milagrosas tantas veces durante su vida, a
petición del Hermano Timoteo, su Superior, concibieron el designio de construirla.
Realizada la empresa en poco tiempo (con un éxito que no extrañó menos a los
mismos Hermanos que a los habitantes de la ciudad de Ruán) y totalmente preparada
para recibir los huesos del señor De La Salle, el superior de los Hermanos adoptó
todas las medidas necesarias para hacer trasladarlos con honor desde la iglesia
parroquial de San Severo a la tumba de su iglesia, preparada para esta finalidad.
Para hacer más solemne la ceremonia, después de obtener el consentimiento del
párroco, era necesario comprometer al señor arzobispo a que presidiera él mismo la
ceremonia, o a que enviara a uno de sus Vicarios Mayores para hacerlo en su nombre,
que invitara a numerosos eclesiásticos a que asistieran, y que rogara a los principales
de la ciudad que honraran el acto con su presencia.
El Hermano Superior obtuvo total satisfacción en todos estos puntos. El señor
párroco de San Severo se avino con la mejor actitud del mundo a los piadosos deseos
de los Hermanos; incluso fue más allá de su petición, ofreciéndose, por propia
voluntad, a cumplir la promesa que les había hecho en varias ocasiones de
devolverles el cuerpo de su piadoso fundador cuando quisieran. Más aún, los
administradores de la parroquia quisieron obstaculizar el traslado del cuerpo del
señor De La Salle, pero él se lo impidió, diciéndoles que no pretendieran oponerse a
ello, ya que tratándose de una exhumación (ceremonia puramente eclesiástica), no
tenían ningún derecho a impedirla, sobre todo habiendo obtenido el consentimiento
del señor arzobispo y el suyo; y, en fin, que quedaban advertidos de no oponerse a
ello, pues se exponían a la indignación de las autoridades y a la confusión de que se
realizase a pesar de ellos.
En efecto, el señor Primer Presidente había recibido una carta del señor de
Pont-Carré, su padre, anteriormente primer Presidente del Parlamento de Normandía,
que le rogaba que apoyase el deseo de los Hermanos, y él mismo estaba dispuesto a
hacerlo.
El señor arzobispo, a quien los Hermanos habían presentado una petición sobre
este asunto, también había aceptado.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 555

Cuando ya no hubo más obstáculos que temer sobre este punto, al señor Primer
Presidente y otros Presidentes de «Mortier» se les rogó, igual que al señor Intendente,
al señor Procurador General, al señor Deán de la catedral y a otras personas
distinguidas, que asistieran a la ceremonia, lo que prometieron.
A los señores párrocos de San Maclou, de San Viviano, de San Godardo y de San
Eloy, que tienen escuelas en sus parroquias, se les pidió que llevaran a sus clérigos.
También se comprometió a los superiores de los Seminarios de San Viviano y de San
Nicasio, y además a otros párrocos, que mandaran a sus eclesiásticos con roquete,
para honrar la comitiva.
Una vez que estuvo todo dispuesto, y señalada la ceremonia para el 16 de julio por
la tarde, primero se dispuso que en el arzobispado que el prelado, personalmente,
dirigiría la exhumación y después el transporte del cuerpo. Pero este primer plan se
cambió, y se dispuso que presidiera la ceremonia en su totalidad el sñor Bridel,
archidiácono de la Metrópoli y Gran Vicario de la diócesis, y que el señor arzobispo
fuera al día siguiente
<3-3>
para bendecir la iglesia de los Hermanos y celebrar la santa Misa, lo cual se ejecutó de
la manera que sigue.
Hemos olvidado decir que, en cuanto el Hermano superior hubo asegurado el éxito
de su plan, escribió a todos los Hermanos directores de las casas de las Escuelas
distribuidas por toda Francia, para que acudieran a San Yon y estuvieran presentes en
el traslado del cuerpo de su santo fundador.
No podía ofrecerles mayor consuelo, pues casi todos conocieron al señor De La
Salle, y se formaron con él, y algunos fueron testigos de los inicios del Instituto.
Por eso, todos se pusieron en camino en cuanto recibieron la carta, con extrema
alegría, y acudieron con la misma prontitud a San Yon, para honrar con su presencia
una ceremonia que les resultaba tan agradable y llenarse del espíritu de su padre al
estar junto a sus huesos.
Entre las 3 y las 4 de la tarde se abrió la tumba del señor De La Salle, en presencia
del señor Bridel, del señor párroco de San Severo, revestidos de roquete y estola, del
señor Deán de la catedral, del señor abate de Chanron, Vicario Mayor, del abate
Térisse, arcediano y Vicario Mayor, del señor abate Dossemont, también arcediano, y
otros canónigos y párrocos de la ciudad; del señor de Pont-Carré de Vierme, jefe de
pedidos en París, hermano del señor Primer Presidente; del hijo del señor marqués de
Cani, del señor conde d’Enneval, y otras numerosas personas de todos los estados y
todas las edades, a los que no se pudo impedir que entraran en la iglesia, aunque las
puertas estuvieron cerradas y guardadas por los miembros de la «cincuentena» y de la
compañía de arcabuceros, que tenían orden del señor Primer Presidente de estar allí
para evitar los tumultos.
556 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

La losa que cubría el cuerpo del señor De La Salle era de grosor considerable y se
tardó bastante tiempo y costó buenos esfuerzos levantarla. La sepultura donde estaba
inhumado era muy profunda, y no se necesitó menos esfuerzo y menos tiempo para
descubrirla.
En fin, después de mucho trabajo se vio la caja y se encontraron los huesos del
señor De La Salle en su totalidad, en su posición natural, la carne totalmente
consumida y también los ornamentos sacerdotales con que se había recubierto el
cuerpo, salvo la pequeña cruz de madera que tenía entre las manos, la borla de su
bonete cuadrado y los zapatos.
El medio utilizado para sacar de tierra el cuerpo tal como se encontraba, y
colocarlo en una caja de plomo, preparada para ello, fue pasar unas sábanas por
debajo del féretro en el que estaba depositado, para sostenerlo de esa manera; se
acordó trasladarlo todo entero a la nueva caja de plomo, revestida, a su vez, de otra de
madera, en el estado en que fue encontrado. Estaban presentes el señor Hénault,
médico, y el señor Jourdain, cirujano, que hicieron las comprobaciones y aseguraron
que estaba completo.
El señor Bridel levantó su atestado en Acta, y un notario, a quien se había llamado,
levantó también el suyo; después de lo cual se cerró el nuevo ataúd y se le colocó en
medio del presbiterio, rodeado de candelabros.
Los Hermanos, según sus ansias, se apoderaron de trozos del primer ataúd; algunos
eclesiásticos y otras personas presentes, también quisieron tener recuerdos. Algunos
consiguieron trozos de la estola, y otros se guardaron la borla
<3-4>
del bonete cuadrado, que estaba entera, y algunos se llevaron las suelas y laterales de
sus zapatos, que habían superado la corrupción; ninguna de estas cosas, ni tampoco
los huesos, desprendieron en ningún momento mal olor.
La caravana se retrasó todo lo que se pudo, porque se esperaba al señor Primer
Presidente y a otras personas distinguidas, que querían honrar el acto con su
presencia. Pero como se retrasaban, hubo que comenzar con el canto de los salmos.
Dieciséis eclesiásticos, en roquete y estola, tuvieron la devoción de llevar los
preciosos restos de un hombre al que veneraban como a uno de los mayores siervos de
Dios en el mundo.
Otros cuatro tuvieron el honor de llevar los cuatro ángulos del cobertor: el señor
abate Térisse, Vicario Mayor, arcediano y canónigo, y el señor abate Dossemont,
también arcediano y canónigo de la iglesia metropolitana, llevaban los de atrás; otros
dos canónigos de la misma iglesia, que conocieron particularmente al señor De La
Salle, llevaban los de delante. Iban precedidos por los párrocos de San Severo, de San
Maclou, de San Eloy, de San Viviano, de San Godardo, de San Salvador, de San
Martín du Pont, de San Vigor y otros, que habían llevado a sus eclesiásticos.
Asistieron también los seminaristas de San Viviano y de San Nicasio, y otros, que
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 557

unidos a los primeros formaron un grupo nutrido de clérigos en procesión, cuya


cabecera ya había llegado a la iglesia de los Hermanos cuando los últimos aún no
habían salido de la parroquia, aunque la distancia entre ambas es bastante larga.
En su guarnición estaban el batallón de la Cincuentena y los Arcabuceros, para
impedir los tumultos y apartar al pueblo. Se cree que una cuarta parte o un tercio de la
gente de la ciudad de Ruán había acudido a la ceremonia. Los Hermanos llegados
desde las provincias, unidos a los demás de la casa, en número de ochenta, llevaban
un velón encendido en la mano, delante del clero, para recibir los preciosos restos de
un hombre que, durante casi cuarenta años, les dio un número infinito de ejemplos de
las más heroicas virtudes. El señor Decano de la catedral y el señor abate de Chanron,
Vicario Mayor, y otros eclesiásticos distinguidos, con capa larga, iban seguidos de
una multitud innumerable de personas, de toda clase y de toda edad. Se estima que el
número de eclesiásticos en roquete, y que formaban la procesión, llevando un cirio en
la mano, pasaba de trescientos, y que más de treinta mil personas acompañaban,
precedían o seguían la comitiva. Había religiosos de todas las órdenes.
Una vez que llegó el cuerpo a la iglesia de los Hermanos, cantando los salmos y las
oraciones que se acostumbran a rezar en semejantes ceremonias, llegaron el señor
Primer Presidente, el señor Enneval, el de Courmoulins, Presidente «a mortier», con
el señor Procurador General, la esposa del Primer Presidente, la esposa del señor
Intendente y otras damas de distinción. El señor Primer Presidente quiso ver el
cuerpo, por lo cual se abrió el féretro, para satisfacerle, y le fue mostrado.
El señor abate Bridel bendijo la fosa donde iba a reposar, y luego se colocó en ella,
hacia las nueve de la tarde, después de haber soldado la caja de plomo.
Al día siguiente, el señor arzobispo de Ruán acudió a bendecir la iglesia de los
Hermanos y celebró en ella la primera misa.
Así es como los Hermanos de las Escuelas Cristianas han tenido la dicha de volver
a poseer el precioso cuerpo de su fundador. Su felicidad será perfecta si conservan
siempre su espíritu.
558 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<4-1a>

CARTA

del autor de la Vida del señor De La Salle


al Hermano Superior del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas

Mi carísimo Hermano:
Estoy sorprendido por las reflexiones que algunos de sus Hermanos hacen sobre la
Vida del Señor De La Salle, para desalentar, al parecer, a los demás. Le diré que no sé
si reír o llorar, pues esas observaciones manifiestan su pequeñez de espíritu y su poca
virtud. Sin duda, el demonio busca cómo hacer inútil una obra, cuyo éxito prevé y
teme para la santificación de los Hermanos. Voy a examinar estas observaciones una
tras otra.

PRIMERA QUEJA
Hay algunas palabras horrorosas, que son ofensivas e injuriosas a la sociedad de
los Hermanos.

I. Esta observación, carísimo Hermano, es ella misma injuriosa y ofensiva para


quien aprobó el libro, para el autor, para algunas personas doctas, para usted
mismo y para algunos de sus principales Hermanos.
1. Es injuriosa para quien aprobó el libro, que es doctor por la Sorbona, tan exacto y
tan delicado en lo referente a la reputación del prójimo, que ha eliminado todo lo
que encontró que directa o indirectamente se refiriese al prójimo, y todo lo que le
parecía demasiado fuerte en los términos.
2. Es injuriosa para el autor, que ha trabajado solamente con las Memorias que usted
y los principales Hermanos le han proporcionado, en las cuales, lo que toma se
halla en términos formales o equivalentes.
3. Es injuriosa para las personas doctas que han visto la obra, pues a pesar del secreto
que se busca en este asunto, no ha permitido mostrarlo a muchas personas; sin
embargo, sí se ha comunicarlo a algunos confidentes doctos, que han tenido toda
libertad para suprimir todo lo que han querido, cosa que han hecho con mucho
rigor.
4. La observación es injuriosa para usted mismo, y para algunos otros de sus
principales Hermanos a quien la obra se presentó, que la leyeron con la libertad de
quitar de ella lo que quisieran, y usted sabe muy bien que usted suprimió algunos
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 559

párrafos y todo lo que quiso. Siendo así, pregunto si los Hermanos que se extrañan
y que se molestan, sin motivo, como usted verá en lo que sigue, por algunos
términos, muestran mucha humildad, y pretenden censurar lo que las personas
clarividentes, lo que usted mismo y lo que algunos de los principales Hermanos
han aprobado.

II. ¿Cuál es el deber de un historiador? Referir los hechos tal como son, y hacer
hablar al mundo como el mundo habla. Pues bien, yo les pregunto: ¿no ha dicho el
mundo, y no dice todos los días, lo que ofende a los Hermanos? Esos términos
ofensivos, para repetir las expresiones de sus Hermanos, ¿no están aún todos los días
en boca de la gente del mundo, en contra de los Hermanos, y generalmente los
maestros y maestras de escuelas caritativas? ¿No ha
<4-1b>
oído usted mismo muchas veces estos términos ofensivos? ¿Estos Hermanos no los
han oído nunca? Por nuestra parte, no oímos otra cosa cada día; usted sabe que no
hace aún dos meses que uno de sus amigos y protectores, enfadado con ustedes,
empleó esos términos ofensivos.

III. Los Hermanos aludidos han cometido un serio error al extrañarse de esos
pretendidos términos ofensivos, pues esos términos no se refieren a los Hermanos,
sino a los primeros maestros seglares, a los que se unió el señor De La Salle, que todos
salieron, y de los que no quedó ni uno solo. Para convencerle de ello, carísimo
Hermano, tome de nuevo el libro, y verá que el señor De La Salle todavía no se había
despojado de su canonjía ni de sus bienes cuando quiso unirse por primera vez a los
maestros de escuela que el señor Niel había escogido. Pues bien, yo le pregunto: ¿es
que estos jóvenes seglares, que desempeñaban este oficio, como los otros, para tener
de qué subsistir, no eran verdaderos pordioseros? ¿El mundo y el mismo señor De La
Salle los miraban de otro modo? ¿Pero eran ya Hermanos aquellos jóvenes seglares?
¿Formaban ya entonces una comunidad propiamente dicha? En fin, ¿acaso quedó uno
solo en la sociedad de los Hermanos? Así, pues, lo que se dice de ellos no afecta para
nada a los Hermanos. He ahí, por consiguiente, el error de los Hermanos censores tan
extrañados de los términos ofensivos puestos en evidencia.

IV. Digamos aún algo más contundente. Lo que a esos Hermanos críticos molesta es
lo que el señor De La Salle dijo en varias ocasiones, y lo que ha dejado por escrito en
una Memoria que se encontró después de su muerte. Usted sabe que dijo claramente,
hablando de estos jóvenes maestros de escuela a los cuales la gracia le movía a
asociarse, y hacia los cuales sentía tan profunda repugnancia, que los consideraba por
debajo de su criado; es lo que confesó en repetidas ocasiones. Usted tiene todavía una
560 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Memoria, y puede mostrarla a esos Hermanos que están molestos. ¿Qué replicarán a
semejante prueba?

V. Vayamos al fondo. Esos términos ofensivos que extrañan a esos Hermanos que
están molestos, ¿chocarían a un hombre humilde y amigo de la humillación, incluso si
se aplicaran a los Hermanos? ¿Pueden acaso encontrar motivo para criticar al Autor
porque haya referido lo que el mundo ha dicho, y lo que el demonio presentaba ante el
señor De La Salle, intentando que abandonara su empresa?

VI. Si el autor es censurable por haber referido como historiador lo que el mundo
decía, y lo que la misma naturaleza decía al señor De La Salle con el horror que sentía
hacia el estado que deseaba abrazar, los evangelistas serán también censurables por
haber relatado las injurias atroces que los fariseos y los judíos le decían a Jesucristo.
¿Qué pretendían al dejar por escrito que estos hombres perversos trataban a Jesucristo
de samaritano, de mago, de encantador,
<4-2a>
de borracho, de amigo de la buena comida, de perturbador del descanso público, de
hombre que no hacía prodigios sino por obra de Belcebú? ¿Por qué refieren que el
mundo decía que era el hijo de un carpintero, que nunca había estudiado, que era un
blasfemo y enemigo de la ley? ¿Por qué san Mateo dice de sí mismo en su Evangelio
que era un publicano, término ofensivo entre los judíos? ¿Por qué los demás
evangelistas dicen que eran pobres pescadores, que vivían de ese oficio, y que eran
gente simple e ignorante? ¿Por qué ellos mismos cuentan al detalle las faltas y los
defectos de rusticidad, grosería e imperfecciones de los Apóstoles? ¿Por qué dice san
Pablo de sí mismo que era un blasfemo y perseguidor de la Iglesia, y que él y todos los
Apóstoles eran los desperdicios, la miseria y el deshecho del mundo? ¿Por qué la
Sagrada Escritura refiere que Saúl y David reconocían que eran de las más bajas
familias de Israel, y como las heces del pueblo? En fin, para decirlo en una palabra,
¿por qué refiere los pecados de tantos otros y las faltas de los mayores santos? Si los
santos Apóstoles eran humildes, y no se extrañaron de los términos ofensivos que la
Historia evangélica refiere sobre ellos, los Hermanos que son humildes tampoco se
extrañan de los términos en cuestión, aun cuando fuera verdad que que esos términos
les atañen; cosa que además no es cierto.

VII. ¿Por qué razón los santos evangelistas han referido tantas cosas humillantes
para los Apóstoles? Es porque esa relación contribuía a la gloria de Dios, y ponía de
relieve el resplandor de la humildad, de la mansedumbre, de la paciencia y de las
demás virtudes de Jesucristo. ¿Por qué en todas las Vidas de Santos, los historiadores
han referido cosas semejantes? Era para mostrar la santidad de aquellos cuya vida
escribían. De forma parecida, ¿no era necesario para mostrar la virtud del señor De La
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 561

Salle, referir que aquellos con los cuales iba a unirse eran considerados como
pordioseros y miserabless, como más o menos lo eran en realidad?

SEGUNDA QUEJA
¿Era necesario poner en la vida del señor De La Salle algunas de las reglas y
prácticas del Instituto?

I. Si no se necesitaba poner esto en la Vida del señor De La Salle, ¿qué se habría


puesto? ¿Con qué se habría hecho? ¿No son todos estos puntos juntos los que hacen
ver la santidad y la virtud del fundador?

II. El autor de la Vida del señor De La Salle, al hacerlo así, no ha hecho otra cosa que
lo que tienen costumbre de hacer los autores de vidas. Léanse las nuevas Vidas de san
Francisco, de san Juan de la Cruz, la Historia de los Carmelitas y de las Carmelitas
Descalzas, la Vida de santa Teresa, de san Pedro de Alcántara, de san Vicente de
Paúl, de César de Bus, de san Ignacio, de san Javier, y de otros cien semejantes, y se
encontrará la misma cosa.

III. ¿Para qué se escriben las Vidas de los santos, y sobre todo las de los fundadores?
Es para edificar a los fieles con el relato de sus virtudes y de sus prácticas; para
mostrar a sus hijos el proceder que deben tener, el término al que deben llegar, la
diferencia que existe aún entre ellos y sus primeros padres, y animarlos a caminar con
pasos largos sobre sus huellas. Es para reprochar a los tibios su laxitud, para mostrar a
los que se pierden el camino recto por el que deben entrar, y en fin, para hacer sentir a
los que son irregulares cuánta
<4-2b>
vergüenza deben sentir por parecerse tan poco a sus modelos. Si no se hace esto al
relatar las Vidas de los santos, se trabajaría en vano. De donde se deduce que los
Hermanos que se quejan por ello no pueden ser considerados como fervorosos. Si ven
mal que se manifieste en la vida del fundador lo que deben ser, es porque temen que el
mundo sepa que no son los que deben ser.

IV. Hay que decir todo, y es que los Hermanos que se quejan de esto deberían, por el
contrario, sentirse satisfechos de que se refieran algunos artículos de las reglas y
prácticas que están en uso entre ellos, pues sus reglas y sus prácticas son las pruebas
de la perfección de su estado, de la virtud de los primeros Hermanos y de la santidad
del fundador.
562 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

V. Una queja parecida se ha hecho con motivo de la nueva Vida de María de


Alacoque, escrita por el señor arzobispo de Sens. Algunas Hijas de la Visitación han
murmurado de que se había puesto en evidencia la relajación del Monasterio de la
Visitación de París, y revela los defectos de algunas religiosas. ¿Quiénes son las Hijas
que se han quejado? Las tibias e imperfectas; las virtuosas se han reído de ello.

VI. ¿Qué reglas se han incluido? Las que son de suma importancia para que las
conozca la gente y para inculcar a los Hermanos. ¿Qué es lo que se oye todos los días
a la gente? Que los Hermanos abandonarán muy pronto su estado y entrarán en el
claustro; que aspirarán a recibir las órdenes sagradas, etc. Era, pues, muy importante,
para desengañar al público, que con este pretexto se opone a que se establezcan en las
ciudades, darles a conocer las reglas esenciales, que les prohíben acceder al
sacerdocio. Si se habla también de la reglas, de los recreos, y de algunas otras que
tienen mucha importancia, es para inculcárselas a los Hermanos, para mostrarles la
necesidad, sus frutos inestimables, y hacer que comprendan que el Instituto se
arruinará cuando se introduzca la relajación en sus artículos. Tampoco en esto hay
nada que no sea practicado por quienes han escrito las Vidas de los fundadores de
Órdenes religiosas. Y en fin, ¿se pueden o se deben ocultar las reglas impresas,
aprobadas por la Santa Sede y autorizadas por Letras Patentes? ¿Quiénes serán los
Regulares que no consideren un honor mostrar sus Reglas? Los jesuitas, se dirá, tal
vez. No es verdad; esas Reglas están impresas y se encuentran en todas las bibliotecas
importantes. Si este tipo de obras no se encuentran fácilmente, es porque cada Orden
sólo manda imprimir los ejemplares que necesita ella. Por lo demás, las reglas de los
Institutos son tan conocidas que se encuentran en los libros de sus más famosos
teólogos, que las han explicado. El célebre Suárez, en los excelentes Tratados sobre la
Religión, y otros jesuitas en tratados sobre el tema, explican sus Reglas más
importantes. Siento vergüenza de añadir más, por lo ridículas y ñoñas que me parecen
esas quejas en boca de quienes las hacen.

TERCERA QUEJA
¿Para qué se refieren algunos hechos y algunos desórdenes de ciertos Hermanos,
incluso de los que murieron entre nosotros en la flor de la edad? ¿Por qué se quiere
ver como castigo de Dios lo que en ellos se relata? ¿Tales relatos no son
maledicencias?

Esta tercera queja es también una señal de pequeñez de espíritu y de ignorancia, si


está bien fundada. Todas las historias sagradas y profanas están llenas de
maledicencias. Si es maledicencia referir tales hechos,
<4-3a>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 563

¿por qué la Escritura narra la caída de los ángeles y el pecado de Adán? ¿Por qué
habla del crimen de Caín y de la corrupción generalizada de todos los habitantes de la
tierra, que fue castigada con el diluvio? ¿Por qué instruye sobre las abominaciones de
otros muchos? ¿Por qué detalla la impiedad de Cam, que se mofó de su padre Noé; del
ridículo designio de quienes construyeron la Torre de Babel; de la detestable
impureza de Sodoma, y de la rebelión del Faraón contra Dios? ¿Por qué hace luego la
Escritura un relato tan minucioso de todos los pecados de Israel y de sus Reyes, de los
judíos y de sus sacerdotes, desde la salida de Egipto hasta la venida de Jesucristo? Los
libros del Génesis, de los Jueces, de los Reyes, de los Paralipómenos, de Esdras y de
los Macabeos, ¿están, pues, llenos de esas pretendidas maledicencias? ¿Por qué los
evangelistas, tan santos y tan llenos de Dios, han expuesto tan minuciosamente los
pecados y la hipocresía de los escribas y fariseos, de los sacerdotes y pontífices, de su
odio y envidia contra Jesucristo, de sus calumnias y de sus imposturas, y de su furor,
que llegó hasta el punto de hacerle morir? ¿Por qué estos santos escritores refieren la
caída de san Pedro, la perfidia de Judas, la incredulidad de santo Tomás, la huida y la
falta de valentía de todos los demás Apóstoles? ¿Se dirá, pues, que el Evangelio está
lleno de maledicencias? Los Hechos de los Apóstoles están escritos siguiendo el
mismo estilo, igual que las cartas de san Pablo, y no tienen ninguna dificultad en
nombrar a los que le han abandonado y a los que han naufragado en la fe? ¿Por qué la
Historia de la Iglesia, al referir las Actas de los Mártires y las acciones heroicas de los
santos, nos da el nombre de algunos cristianos que apostataron, de los tiranos que
persiguieron a la Iglesia, de los herejes y de los heresiarcas que combatieron la fe, de
los reyes perversos y de los malos prelados que la escandalizaron? ¿Por qué nos relata
la caída de hombres insignes, como Tasiano, Orígenes, Tertuliano, Osio, Apolinar,
Nestorio, Eutiquio, e infinidad de otros? ¿Por qué san Lucas nos cuenta la hipocresía
de Ananías y de Safira, su mujer, y a su ejemplo los que escribieron las vidas de los
Padres del Desierto, nos dicen los nombres de algunos de ellos, que tuvieron terribles
caídas, y que escandalizaron a la Iglesia? ¿Por qué motivo los autores que escribieron
las Crónicas de sus Órdenes han tenido cuidado de dar los nombres de algunos
religiosos que fueron escandalosos y que deshonraron la santidad de su profesión?
Si se quisieran extraer de todos estos historiadores semejantes maledicencias, se
compondrían bastantes volúmenes enormes. Contentémonos con señalar algunos
ejemplos. ¿Por qué el autor de las Crónicas de san Francisco, y el último autor de su
Vida impresa recientemente, nos relatan las irregularidades, las murmuraciones y las
relajaciones de Fray Elías, ocurridas durante la vida de san Francisco, y su apostasía,
que tuvo lugar después de la muerte del santo? ¿Por qué nombra también a otros hijos
de este santo patriarca, a los que llamaba Bastardos de la Orden, como el desgraciado
guardián a quien el santo maldijo y que pereció miserablemente? ¿Por qué relata en la
Vida de san Pedro de Alcántara los ultrajes, las calumnias y los malos tratos que
sufrió este santo por parte de los religiosos cuya reforma había emprendido? ¿Por qué
se hacen relatos parecidos en la vida de san Juan de la Cruz? ¿Por qué en la Historia de
los Carmelitas y de las Carmelitas Descalzas da nombres y apellidos de aquellos que
después de haber abrazado la Reforma la
564 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

<4-3b>
abandonaron, y quisieron introducir la relajación, y causaron graves desórdenes ante
los mismos ojos de santa Teresa?
No acabaríamos nunca si quisiéramos refutar esta queja con todas las pruebas que
presentan las historias recientes, tanto sagradas como profanas; en ellas, todo está
repleto de maledicencias, si el relato de los hechos que se consideran maledicencias
en la Vida del señor De La Salle son, efectivamente, maledicencias.
Tal vez se pretenda responder que esos hechos relatados por los historiadores
sagrados y profanos eran ya antiguos cuando los escribieron; y que los hechos que se
habla en la Vida del señor De La Salle son recientes; pero respuesta es vana, pues
decir mal del prójimo, cuando debe decirse, sea después de un año o de cien años de
ocurrida, es maledicencia. La mayoría de los hechos criminales de los que hablan los
historiadores sagrados o profanos, y que provocaban la vergüenza de los culpables,
eran de fecha reciente cuando los escribieron. El recuerdo estaba aún vivo, o hacía
poco que sus autores habían fallecido, y todo el mundo los conocía. Por tanto, no hay
ninguna diferencia entre esos hechos y los que se recogen en la Vida del señor De La
Salle. Pero vayamos al fondo y enseñemos a pobres Hermanos lo que es la
maledicencia.
La maledicencia consiste en revelar las faltas ocultas y secretas del prójimo, sin
necesidad ni utilidad; por eso, decir un pecado del prójimo que es público y conocido,
no es maledicencia. Incluso está bien hecho cuando la necesidad y el bien público lo
exigen; por esta razón está permitido a un juez difamar la reputación de una persona
que ha cometido un crimen que afecta al público. He ahí por qué las historias sagradas
y profanas están llenas de relatos que estos Hermanos tachan de maledicencias
porque es de interés público conocer los castigos que Dios utiliza para enseñar a
temer el pecado, la relajación y la irregularidad. Los Los versados en la lectura de la
historia eclesiástica, sobre todo de las Órdenes e Institutos religiosos, señalan que no
hay casi ninguna que no tenga casos de caídas de alguno de sus miembros, mientras
ofrecen un número infinito de ejemplos de virtudes heroicas, y que tienen cuidado de
dar el nombre de los escandalosos y de las desgracias que han merecido, mientras que
se da el número de los que se han santificado. ¿Por qué hacer una vez más un relato
desventajoso para la fama de algunos particulares? Porque el bien público lo requiere,
y uno queda más afectado de los desastres y la pérdida de miembros irregulares de
una comunidad, que del resplandor de las acciones santas de los demás. Cuando se
leen esos escritos, que algunos Hermanos llaman maledicencias, con un corazón bien
dispuesto, ¿qué sucede? 1. Se adoran los juicios de Dios y se aprende a temblar.
2. Se teme la propia caída, convencidos de estas palabras de san Pablo: El que está en
pie tema no caiga. 3. Se aprende a vaciarse de la buena opinión de uno mismo, y a
destruir su presunción, al ver el ejemplo de personas más virtuosas que nosotros que
han caído, y que también nosotros caeríamos si Dios no nos sostuviera. 4. Se aprende
a despreciarse a sí mismo y a no menospreciar a nadie, y a persuadirse de que no se
tiene tanta virtud como uno pensaba tener. 5. Se aprende a velar sobre sí mismo y a
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 565

temer, como el santo Job, cada uno de sus pasos, y a alejarse de los escollos donde han
caído los demás. 6. Se hace uno más fervoroso, más
<4-4a>
regular, más fiel a las cosas pequeñas, más exacto a obrar sólo por obediencia, y a
descubrir todo su interior a sus superiores, etc., al ver que los otros no han caído sino
por falta de humildad y de fidelidad a estas virtudes. En fin, se aprende a velar y a
orar, como lo recomienda Jesucristo, y a recurrir a Dios continuamente para pedirle la
gracia de la perseverancia. He ahí los bienes que produce la lectura de estos hechos a
los que llaman maledicencias. He ahí por qué el Espíritu Santo, en la Escritura, ha
referido tantos tipos de historias sagradas. He ahí por qué los otros escritores
eclesiásticos narran en la vida de los santos, o en la Historia de su Instituto, estos
relatos que esos buenos Hermanos llaman maledicencias. Igualmente, también es
cierto que no hay nada que haya afectado tanto en la Vida del señor De La Salle, que
esos relatos sobre los Hermanos díscolos que se comportaron mal. Quienes han
escuchado su lectura han experimentado los buenos efectos que hemos dicho; hay
incluso comunidades donde ese tipo de relatos han causado tal impresión que a los
superiores les han pedido que los hicieran leer hasta tres veces.
Por todo lo dicho, mi carísimo Hermano, que las quejas de que me habla, por parte
de algunos de sus discípulos, están muy mal fundadas, y la verdadera fuente de que
proceden es la ignorancia, o una desviación mental, o un fondo de orgullo. Un
Hermano humilde nunca hará primera queja; uno fervoroso se cuidará de hacer la
segunda, y una persona inteligente no hablará de la tercera.
Con profundo respeto, quedo todo suyo, etc.

***

CARTA
del Hermano Superior del Instituto
de los Hermanos de las Escuelas Cristianas
al Hermano Director de la Casa de...

No sabría disimular, mi carísimo Hermano, que los que han conocido su proceder
se hayan escandalizado de que un simple Hermano se haya arrogado la autoridad (es
su misma expresión) de borrar en la Vida del señor De La Salle palabras que el censor
del libro aprobó, y que personas doctas han considerado adecuadas, como yo mismo y
los principales Hermanos. Han considerado este proceder como un atentado contra
nuestra autoridad, y un acto que da muy mal ejemplo. Esas quejas se han llevado a
personas doctas y al autor. Los primeros se han reído de ellas, y dicen que habría que
566 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

poner esos términos ofensivos de que se quejan en la Vida del señor De La Salle, si no
lo estuvieran ya, y se han extrañado de que algunos de los nuestros se hayan
extrañado. Han añadido que un poco de humildad habría eliminado todas estas vanas
reflexiones. Las cartas cuyos extractos le envío, le harán ver que quienes aman a
nuestro Instituto piensan de modo muy distinto sobre la Vida del señor de La Salle,
que nuestros Hermanos críticos.

***

<4-4b>
Extracto de una carta escrita por el Sr. GUYART,
canónigo de Nuestra Señora de Laón

Reverendísimo Hermano:
Debe de estar sorprendido por mi retraso en agradecerle los dos volúmenes de la
Vida del señor De La Salle, mi querido e íntimo amigo, que me ha enviado. Le diré
sinceramente que me he sentido contento por hacer la lectura de ellos antes de
responder a la justa gratitud que le debo. Casi acabo de terminarla, con mucha
satisfacción, y en ella todo está conforme con la verdad. Tuve la suerte de convivir
con él, cuando comenzaba a formar a los primeros maestros de Escuela, en una casa
enfrente de la mía, e incluso cuando él los llevó a vivir con él, con ropas seglares, y tal
como se encuentra en su historia, su espíritu, su modo de ser. Está bien escrita, con
hermoso estilo, llena de santos ejemplos y de expresiones conmovedoras, no sólo
para los Hermanos, sino también para las personas que quieren avanzar en la práctica
de las virtudes cristianas. Es una abundancia de gracias en todo el proceder de este
santo varón. Yo le rezo todos los días y le considero como mi protector ante Dios. No
dudo que los anticonstituconistas criticarán su vida, sobre el orden, los sentimientos,
las repeticiones, la prolijidad y las pretendidas minucias, y de algunos pasajes que no
serán de su agrado. Ésa es la suerte de los mejores libros, sobre todo en los momentos
en que nos hallamos. Yo la he leído con gusto; en ella he admirado todo, y no
encuentro en ella nada inútil. En cuanto a la última Parte, veo que será sobre todo para
uno de los Hermanos, o de personas que no pueden leer demasiado, y quieren
retenerlo. Por mi parte, yo no me canso nunca, y después de la primera lectura espero
releerlo de nuevo, pues todo lo que se dice en él me conmueve. Yo ya tengo 80 años, y
estoy en situación de no poder hacer nada; ruegue por mí.
Quedo suyo, etc. En Laón, a 26 de octubre de 1734.

***
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 567

Otra carta del Sr. DE TRUCHIS,


canónigo de Nuestra Señora de Chartres

Mi carísimo Hermano:
No sólo estoy edificado, sino encantado de la Vida del señor De La Salle. La
palabra que me ha venido para expresar mis sentimientos es que fue un acendrado
cristiano, que confunde a todos los demás. No veo ninguna acción que no surja de una
virtud sublime. Enviaré un ejemplar, en cuanto pueda, a dos mil leguas de aquí, a
Alsacia y al Languedoc.
Quedo suyo, etc.
En Chartres, a 29 de septiembre de 1734.
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 569

ÍNDICE
de los Complementos del tomo II de Blain

Compendio de la Vida de algunos Hermanos


del Instituto de las Escuelas Cristianas
fallecidos en olor de santidad

Prefacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-1>
Compendio de la vida del Hermano Bartolomé, primer Superior General de la
Sociedad de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, después del señor De
La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-3>
Capítulo I: Que contiene la historia de la vida del Hermano Bartolomé. . . . . . . . <2b-4>
1. Su nacimiento y su familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-3>
2. Estudia y se consagra al estado eclesiástico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-5>
3. Se siente movido a abandonar el mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-5>
4. Vanos esfuerzos que hicieron sus padres para apartarle de su propósito. . . . <2b-6>
5. Va a la Trapa, pero no es recibido en ella . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-7>
6. Oye hablar del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y siente
que su corazón se inclina por esta vocación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-8>
7. Tentaciones que soportó en este asunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-9>
8. Su ingreso en el Noviciado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-9>
9. Sufre nuevas tentaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-10>
10. Una desdichada enfermedad que le sobreviene le cura de su tentación. . . . <2b-11>
11. El señor De La Salle le llama a París y le encarga del Noviciado . . . . . . . . <2b-11>
12. Su proceder con los Novicios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-12>
13. Vuelve a asaltarle la tentación de dejar su estado, pero la supera con el voto
que hizo de permanecer en él . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-13>
14. Después de hacer este voto, supo que su padre había muerto, y conoció la
desolación de su madre, que le conjuraba a que no la abandonase . . . . . . . . <2b-13>
15. Su virtud le merece la confianza del señor De La Salle y le hace objeto de la
envidia de algunos Hermanos veteranos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-14>
16. Cae enfermo y recobra la salud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-14>
17. Plan de vida que elaboró en un Retiro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-15>
18. Se ve al frente de la comunidad por la retirada del señor De La Salle;
dificultades que encuentra.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-16>
19. Todos los Hermanos le reconocen como superior, salvo dos o tres. . . . . . . <2b-17>
570 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

20. Nuevas tormentas que surgen contra el Instituto en ausencia del fundador. <2b-18>
21. Disputa de humildad entre el señor De La Salle y el Hermano Bartolomé por
el último lugar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-18>
22. El señor De La Salle deja el nombre y el cargo de Superior. El Hermano
Bartolomé es elegido para sustituirle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-19>
23. Proceder del nuevo superior bajo la mirada del señor De La Salle . . . . . . . <2b-20>
24. Muerte del señor De La Salle. Cuán sensible fue para el Hermano Bartolomé <2b-21>
25. El Hermano Bartolomé, después de la muerte del señor De La Salle, apoya
su manera de gobernar sobre la humildad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-22>
26. Sus viajes a Saint-Omer, y luego a Calais y Boloña . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-22>
27. Su último viaje a París; regreso a Ruán; enfermedad y muerte . . . . . . . . . . <2b-24>
Capítulo II: Las virtudes del Hermano Bartolomé . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-29>
1. La fe del Hermano Bartolomé . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-29>
2. Su espíritu de fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-34>
3. Su confianza en Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-36>
4. Su caridad para con Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-39>
5. Su celo por la salvación del prójimo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-41>
6. Característica de su caridad por el prójimo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-43>
7. Su piedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-46>
8. Su devoción al Santísimo Sacramento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-48>
9. Su devoción a la Santísima Virgen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-49>
10. Su devoción a los santos ángeles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-51>
11. Su regularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-51>
12. Su mortificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-55>
13. Su paciencia y mansedumbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-58>
14. Su humildad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-61>
15. Su amor a la castidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-65>
16. Su prudencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-67>
Hermano PARIS, llamado Hermano JOSÉ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-69>
Hermano JEAN-HENRY, JUAN ENRIQUE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-71>
Hermano DOMINIQUE, Domingo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-77>
Hermano Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-80>
Hermano ESTANISLAO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-85>
1. Nacimiento, edad e ingreso de este joven en el Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-85>
2. Su fervor en el Noviciado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-85>
Tomo 3 - BLAIN - Parte cuarta - Índice de los complementos del tomo II 571

3. Su recogimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-86>
4. Su mortificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-86>
5. La muerte de sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-86>
6. Su mortificación interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-87>
7. Su atractivo por las humillaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-88>
8. Su candor y apertura de corazón con los superiores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-88>
9. Su primer fervor en el Noviciado; sus progresos continuos después del
Noviciado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-89>
10. Su regularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-89>
11. Su exactitud en el silencio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-89>
12. Su espíritu interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-90>
13. Su espíritu de oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-90>
14. Su modestia singular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-90>
15. Su obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-91>
16. La perfecta obediencia le libera de los escrúpulos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-91>

Relato de algunas cosas, muy instructivas y edificantes


que no se incluyeron en la historia de la vida del señor De La Salle
y de sus primeros discípulos

Capítulo I: Algunos hechos particulares que muestran el cuidado que la divina


Providencia tiene de las Escuelas Cristianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-97>
Capítulo II: Muertes repentinas con que Dios parece haber querido castigar en el
Instituto a algunos Hermanos díscolos e irregulares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-104>
Capítulo III: Desgracias que han sucedido y castigado a algunos Hermanos
infieles a su vocación, después de haberla abandonado vergonzosamente . . <2b-112>

Aprobación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2b-125>

Relato de la traslación de los restos del señor De La Salle a San Yon . . . . . . . . . . <3-1>
Carta del autor de la Vida del señor De La Salle al Hermano Superior del Instituto <4-1a>
de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Carta del Hermano Superior del Instituto de los Hermanos de las Escuelas <4-4b>
Cristianas al Hermano Director de la Casa de.... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Extracto de una carta escrita por el Sr. GUYART, canónigo de Nuestra Señora de <4-4b>
Laón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Otra carta del Sr. DE TRUCHIS, canónigo de Nuestra Señora de Chartres. . . . . . . . <4-4b>
DICHOS Y ESCRITOS

ATRIBUIDOS

AL SEÑOR DE LA SALLE
Modo de citar, ejemplos:
Bd 65 : Bernard, página 65.
Ca 127 : Maillefer Carbon (o Maillefer I, 1723), página 127.
Re 220 : Maillefer Reims (o Maillefer II, 1740), página 220.
I.167 : Blain, tomo I, Cahier Lasallien n. 7, página 167.
II.145 : Blain, omo II, Cahier Lasallien n. 8, página 145.
En Blain I y II, se indica el sector de la página, con las letras A, B, C, D, E,
considerando la página dividida en cinco sectores, de arriba abajo.
DICHOS Y ESCRITOS ATRIBUIDOS
AL SEÑOR DE LA SALLE

Los biógrafos conocieron cierto número de las obras redactadas, y a veces


publicadas, por el señor De La Salle. Maillefer y Blain dan, incluso, una lista
aproximada de las obras publicadas:

I.145.B: Incluso llegó a acostumbrarse a velar tan bien en el futuro, que con
frecuencia se pasó noches enteras en oración, o componiendo libros, o dedicándose a
resolver los asuntos urgentes de su Instituto.
Bd 20: Pasó muchas veces noches enteras entregado a los asuntos de su Instituto o
a componer libros.
I.341.C: Una vez que el señor De La Salle hubo recogido a su gusto, en un cuerpo
de Reglas, todas las prácticas y usos de la comunidad, pensó enriquecerlo con otras
varias obras, muy útiles para los Hermanos y para sus escuelas. Entre ellas están la
Urbanidad cristiana, las Instrucciones sobre la santa Misa, el modo de oírla bien y
de recibir dignamente los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía,
catecismos de todo tipo, pequeños para los niños, otros para los Hermanos, más
amplios, profundos y doctos, mezclados con reglas de moral y prácticas piadosas.
Estos catecismos constituyen la fuente en donde obtienen los maestros de las
Escuelas Cristianas sus conocimientos para explicar las grandes verdades de la
religión. También compuso meditaciones y otros libros de piedad, para uso particular
de sus discípulos.
Re 182-184; Ca 111-112. En todas estas obras se reconoce fácilmente el espíritu
de Dios, del que estaba animado, y su profundo cristianismo, del que estaba lleno, del
cual ha explicado todos los deberes en detalle. Están escritos con estilo sencillo y
fluido, y al mismo tiempo tan afectuoso que no es posible leerlos sin sentir ternura. Al
primero lo tituló El deber de un cristiano para con Dios y los medios de poder
cumplirlo debidamente; está escrito en forma de diálogo, para lograr que pueda ser
leído por todos. El objetivo que se propone en la primera parte es instruir al cristiano
sobre sus obligaciones y lo desarrolla de manera clara y precisa. La segunda parte
contiene Las Reglas del culto exterior del Cristiano y los medios de cumplirlos con
fruto. Este propósito le ha llevado naturalmente a dar amplia explicación de las
576 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

ceremonias de la Iglesia, de sus misterios y de las principales fiestas del año. El


segundo tratado es un método práctico de la manera de confesarse bien y de las
disposiciones con que hay que aproximarse a los sacramentos de la Penitencia y de
la Eucaristía. Entra con gran detalle en lo que concierne a la confesión, y ha incluido,
al final de este método, consideraciones y oraciones sacadas en su mayor parte de la
Sagrada Escritura. El tercer libro que compuso es el titulado Reglas de cortesía y
urbanidad cristiana, donde él expone con pruebas, con ejemplos sacados de la
Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. Es la obra que trabajó con mayor
cuidado. Fue recibida por el público con tanto éxito que desde entonces ha sido
necesario hacer numerosas ediciones. Además tenemos de él otros tratados que no se
han hecho públicos. Tales son la Colección de sus Reglas y el de Máximas de piedad,
que hizo para uso de los Novicios
El Recueil de ses Règles, podrían ser las Reglas comunes; las Maximes de
piété.podría ser el Recueil de différents petits traités. Con todo, les Règles
communes se habían publicado en 1726, y el Recueil, en 1711, o tal vez antes.
Cf. CL 25, CL 15. Tanto las Règles como el Recueil estaban reservados a los
Hermanos.

LA GUÍA DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS


II.367.DE: Deseoso de que se guardase el mayor orden y la más exacta disciplina,
se resolvió a escribir una especie de Regla, en la cual explica, de manera sólida al par
que agradable y edificante, todo cuanto se debe observar en las clases, cuyas
prescripciones han tenido siempre a mucha honra los Hermanos el seguir con
escrupulosa exactitud. No quiere que se dediquen de tal modo a lo accesorio que
descuiden lo principal. Puede observarse en esta Regla que, después de haberse
extendido mucho acerca del orden en la enseñanza de la lectura y escritura y las
demás cosas necesarias, insiste particularmente sobre el método para enseñar a los
niños a conocer la religión y a vivir como buenos cristianos.
Es extraño que no se pueda leer aquí el título exacto de la obra impresa en 1720. La
presentación que se hace de ella difícilmente puede aplicarse a ninguna otra
publicación del señor De La Salle. Fácilmente se reconocen alguna cabeceras de
capítulos de la Guía.

LOS DEBERES DEL CRISTIANO PARA CON DIOS:


II.102.BC: También revisó el libro de Los Deberes del cristiano, del que dio una
tercera edición más exacta... Al poco tiempo de terminar la edición de la que hemos
hablado, se sintió asaltado violentamente por el reuma (1714).
Re 241-242; Ca 136-137: Retocó el libro de Los Deberes de un Cristiano, del que
preparó una tercera edición corregida y aumentada. Las partes añadidas no fueron del
agrado del impresor, de manera que para contentarle consintió que fuesen suprimidas
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 577

y que el libro fuese reimpreso según la primera edición. (Véase el texto del CL 20,
V-VII, O.C, II).
II.491.E: Nunca, decía él, suplicaremos sin fruto a los santos que intercedan por
nosotros y nos alcancen de Dios misericordia; pues si cuando vivían en este mundo se
compadecían de los pecadores y pedían a Dios por ellos, con mayor razón tendrán
entrañas de misericordia hacia los hombres, puesto que tienen siempre a la vista a
Aquel que es fuente de misericordia y conocen mucho mejor nuestras miserias que
cuando estaban en esta vida, al paso que su caridad y amor, en vez de disminuir, se ha
perfeccionado y aumentado.
II.270.D.E: En las instrucciones que compuso este santo Fundador para los
Hermanos sobre asuntos de religión, pone en la explicación del primer mandamiento
cinco señales del verdadero amor de Dios: la primera es pensar a menudo en Él; la
segunda, hablar de Dios con frecuencia u oír hablar de Él con gusto; la tercera,
fidelidad en cumplir con los deberes propios y en hacer la voluntad de Dios en todas
las cosas; la cuarta, un corazón bondadoso para todo el mundo, sobre todo para los
enemigos, y la quinta, el ejercicio del amor de Dios con actos frecuentes y continuas
aspiraciones. (Cita muy libre y deformada de Da 96-97).
II.491 C.: Es menester, dice, que quienes rezan el oficio de la Santísima Virgen lo
hagan con piedad y devoción extraordinarias, y para que produzca el fruto que la
Iglesia desea, han de considerarse tres cosas. Primera, la excelencia y dignidad de la
Virgen Santísima en cuyo honor se reza. Segunda, su amor para con los que se ponen
debajo de su protección. La tercera, la mucha necesidad que tenemos de su
intercesión para con Dios. (Cita textual de Da 483).
II.489.E-490.A: Si nos es útil —decía— encomendarnos a los santos, más
ventajoso nos es dirigir nuestras oraciones a la Virgen Santísima, puesto que, siendo
la criatura más perfecta y la más elevada en la gloria, tiene poder muy grande ante
Dios, y nos puede ayudar mucho con su poderosa intercesión para conseguir nuestra
salvación eterna y el remedio en nuestras necesidades temporales, cosas que nunca
niega a los que lo piden con verdadera piedad y con un corazón enteramente
despegado de todo afecto al pecado.

EXPLICACIÓN DEL MÉTODO DE ORACIÓN


II.164.B: Su amor hacia este santo ejercicio le hizo tomar la pluma para hacer su
elogio y para inspirar la atracción por la descripción de sus ventajas y de sus
excelencias. En una pequeña obra, bajo el título de Explicación del Método de
Oración mental trató de facilitar las vías para hacerla, y desarrolló la manera de
realizarla adecuadamente.
II.164.C: Después de ello, les leía algunas páginas de su libro y les enseñaba el
modo de emplear útilmente el tiempo de la meditación.
578 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.287.B: Gustaba de explicársela muy menudamente, y pensó que sería hacerles


un favor necesario el componer un librito sobre ella y hacerlo imprimir para su uso.

MEDITACIONES
II.429.E-430.A: De la necesidad de la obediencia. Véase a manera de paradigma
el excelente comentario del Santo Fundador, al explicar estas palabras del Evangelio:
Jesús estaba sujeto a María y José. «¡Lección admirable es ésta para cuantos están
encargados de instruir a los demás en las verdades cristianas! Jesucristo se preparó
con la sumisión y obediencia a la obra magna de la redención de los hombres y
conversión de las almas, porque sabía que no hay cosa tan capaz de procurarla con
más provecho y certeza, como el prepararse a ella por mucho tiempo con la práctica
de vida humilde y sumisa. Por este motivo, en la primitiva Iglesia y, sobre todo, en el
Oriente, se elegía por obispos a personas que hubiesen vivido largo tiempo en
obediencia. Vosotros, a quienes Dios ha llamado a un ministerio que os obliga a
trabajar en la salvación de las almas, debéis prepararos con la práctica continua de la
obediencia a haceros dignos de tan santo empleo y producir en él opimos frutos.
Cuanto más fieles seáis a la gracia de Jesucristo que os quiere perfectos en la virtud de
la obediencia, tanto más bendecirá Dios vuestros trabajos, porque quien obedece a
sus superiores, a Dios mismo obedece, etcétera».
II.429.E: Por ser la obediencia la virtud principal y más necesaria a los religiosos y
a todas las personas que viven en Comunidad, importa sobremanera —dice el Sr. de
la Salle, que se les explique bien la extensión, esencia y práctica de esta virtud. Ya lo
hizo él mismo de manera muy sucinta y sólida en el tratadito acerca de este asunto, y
más ampliamente en meditaciones compuestas para los Hermanos.
II.435.E-436.A: Al fin, por fervorosa que sea una comunidad, no todos obedecen
con la misma constancia ni con igual generosidad. Unos tienen algún deseo de
obedecer, pero deseos ineficaces; otros quieren obedecer, pero con querer débil, que
cede a la tentación; otros tienen una como voluntad de elección en la obediencia;
ejecutan la parte de la obediencia que les gusta y dejan la que les disgusta. El santo
Fundador divide estas personas en tres clases de desobedientes, al explicar el
Evangelio de la Domínica de Sexagésima (Med. p. 55).
II.225.E: «Como quiera que el Papa es el Vicario de Jesucristo, cabeza le la
Iglesia y sucesor de San Pedro, su autoridad se extiende a toda la Iglesia; por eso
todos los fieles deben considerarle como padre, cuya misión es enseñar la doctrina
cristiana; y vosotros debéis venerar particularmente al Papa como al santo pastor del
rebaño de Jesucristo, y hasta tal punto habéis de acatar sus palabras, que os ha de
bastar que una cosa venga de él para someteros al momento». Éste es el gran
documento que dio a sus Hermanos en la meditación que compuso para la fiesta de la
Cátedra de San Pedro en Antioquía:
«La Iglesia —añade en la ya citada meditación— es nuestra madre, a la que
debemos mantenernos invariablemente unidos y a la cual debemos asirnos con lazos
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 579

indisolubles de entera dependencia en todo cuanto atañe a la religión; debemos ser


sumisos a todas sus decisiones y acatarlas como oráculos. A ella corresponde darnos
a conocer la verdad, y debemos recibirla de su boca sin ninguna duda y sin examen.
Lo único que hemos de decir a cuanto nos propone, es creo, sin titubear y sin dudar».
(M. 106,1).
II.362.DE-363.A: Del ejemplo pasó a las razones para demostrar a sus discípulos
la excelencia, la importancia y las ventajas de su profesión. Nada puede decirse
acerca de tan noble materia que no lo haya tratado en las meditaciones que compuso
sobre el particular.
Les recuerda los ejemplos de Jesucristo y de sus apóstoles, quienes fueron los
primeros catequistas de la nueva ley.
Les descubre el mérito del empleo de enseñar la doctrina cristiana, recordando los
elogios que se leen en las obras de eminentes doctores de la Iglesia y el celo que
manifestaron santos ilustres para catequizar a los mayores y pequeños.
Les muestra la importancia de tal ministerio por la necesidad indispensable de
saber la religión y las verdades de la salvación.
Les manifestaba sus ventajas trazándoles el cuadro de los vicios y pecados que
resultan de la humillante ignorancia de los deberes del cristianismo, y mostrándoles
los buenos efectos que producen la instrucción y santa educación de los niños que
algún día formarán el cuerpo de la república cristiana.
Les anima con la consideración de los premios que el cielo reserva a los que
cumplen con celo y perseverancia un oficio que el mismo Hijo de Dios consagró con
su ejemplo.
Les revela el origen divino de la doctrina que Jesucristo sacó del seno de su Padre,
la cual vino a enseñar en la tierra, y que ellos enseñan en pos de él.
Les recuerda las terribles penas y maldiciones con que la justicia divina castiga a
los que hacen esta obra con negligencia.
Les descubre las santas industrias y piadosos artificios de que deben valerse para
ganar el respeto, estima y confianza de los niños, y procurar en las escuelas el
silencio, la atención, los adelantos y el progreso en la piedad.
Los anima a la perseverancia en el amor de su ministerio, por las gracias a él
vinculadas, y los consuelos que reporta el sacrificio del amor propio y de la
naturaleza.
En fin, nada perdona para realzar a los ojos de sus discípulos la gloria y la dignidad
de una vocación consagrada a evangelizar a los pobres y a los pequeños, haciéndoles
notar que el Hijo de Dios hecho hombre caracterizó su misión por ese lado.
II.492.B: Añadía, para dar a sus discípulos elevada idea de su empleo e inspirarles
hacia esa ocupación afición y gusto, con la estimación competente, que ellos mismos
eran los ángeles visibles de los niños. Por este noble motivo, les exhortaba a unirse
580 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

mentalmente con aquellos nobles espíritus, a dirigirse a ellos con confianza, a


portarse en su presencia con el respeto que exige la excelencia de estos espíritus
soberanos y a oír con fidelidad sus inspiraciones, pues nos hablan en nombre del
Señor, como lo dice la Escritura. Quería que los Hermanos no emprendiesen cosa
alguna sin implorar antes su protección

COLECCIÓN DE VARIOS TRATADITOS


II.287.C: Y para obligarlos a darse a la oración con cuidado, les pone regla expresa
de dar cuenta al Hermano Director todas las semanas del modo como hacen la
oración.
II.429.E: Por ser la obediencia la virtud principal y más necesaria a los religiosos y
a todas las personas que viven en Comunidad, importa sobremanera —dice el Sr. de
la Salle, que se les explique bien la extensión, esencia y práctica de esta virtud. Ya lo
hizo él mismo de manera muy sucinta y sólida en el tratadito acerca de este asunto, y
más ampliamente en meditaciones compuestas para los Hermanos.
II.430.C: La obediencia, según él (Colección, pp. 40 ss.), para ser perfecta debe ir
acompañada de estas nueve condiciones: l.a, cristiana y religiosa; 2.a, universal; 3.a,
indiferente; 4.a, exacta y entera; 5.a, pronta; 6.a, ciega; 7.a, sencilla; 8.a, humilde y
respetuosa; 9.a, cordial y afectuosa. La primera de esas condiciones —dice — indica
el motivo, que ha de mover a obedecer; las tres siguientes se refieren principalmente a
la persona a quien se obedece, y a las cosas en que se obedece; la quinta señala el
tiempo preciso en que se ha de obedecer, y las cuatro últimas expresan el modo como
debe obedecerse. Creo que se pueden compendiar esas nueve condiciones en cinco,
que vamos a explicar, según la intención del santo varón y casi con sus mismas
palabras.
II.432.C: Puede verse cómo se explica La Salle cuando trata de esta materia en la
Colección sobre la Ob., n. 23.
II.433.D: He aquí como el Sr. de la Salle aplica a los Hermanos, en particular, esa
doctrina general. La segunda condición de la obediencia es que sea universal,
obedeciendo a todos, directores, iguales e inferiores, sin distinción; en todo lo
ordenado, y en todo tiempo y lugar; los defectos contrarios son: obedecer a un
director y no a otro, en un lugar o en una casa y no en otra (Colección: De la
obediencia).
II.437.B: En fin, la obediencia ha de ser interna o, según la expresión del santo
varón, cristiana y religiosa: es éste a nuestro juicio el último carácter y distintivo de la
obediencia; pero el Sr. de la Salle la ponía como primera condición de esa virtud. He
aquí sus propias palabras (Medit., p. 42): «La primera condición de la obediencia es
que sea cristiana y religiosa; es decir, que debe obedecerse por virtud y espíritu de
religión, como al mismo Dios, a quien se honra y respeta en la persona del Director,
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 581

revestido de su autoridad, y así, sólo por el motivo de obedecer a Dios y cumplir su


voluntad. Los defectos contrarios a esta condición de la obediencia son:
1.° No tener esa mira y sentimiento de que a Dios es a quien se obedece en la
persona del Director.
2.° No obedecer a causa de los defectos de un Director, y por cualesquiera razones,
aunque buenas en apariencia, u obedecer más bien a otro, porque se siente más
simpatía hacia él, porque tiene éste mayor talento, ciencia o prudencia.
3.° Obedecer sólo porque no se puede dejar de hacerlo, o por temor de alguna
reprensión o penitencia.
4.° Preferir en cosas mandadas, aconsejadas o de regla, movimientos interiores o
pretensas inspiraciones, o aun las inclinaciones personales; en una palabra, el propio
parecer a la obediencia; o los avisos y dictamen de los demás, al dictamen del
Director, por parecer mejores aquéllos que éstos».
II.434.E-435.A: Toda esa doctrina está contenida en estas pocas palabras del Sr.
de la Salle: «La quinta condición de la obediencia es que sea pronta, obedeciendo
inmediatamente, y en el instante mismo en que se nos manda, al primer sonido de la
campana; interrumpiendo la letra medio escrita, o la sílaba que se había principiado a
leer; dejando una cosa a medio hacer, para empezar otra; una palabra sin concluir en
el recreo, cuando se toca para terminarlo; dejando a la persona con quien hablamos,
cuando llaman a algún acto de Comunidad; en fin, dejando por concluir todas las
cosas por más necesarias que parezcan, a no ser que haya autorización expresa para
continuarlas».
II.435.DE: Lo que yo llamé obediencia valerosa, nuestro santo varón lo llama
obediencia cordial y afectuosa. He aquí cómo habla de ella: «La novena condición de
la obediencia es que sea cordial y afectuosa, es decir, que se ha de aceptar con gusto
todo mandato, y ejecutarlo con alegría y libertad de espíritu, sin apenarse por nada,
por difícil y desagradable que parezca. Los defectos contrarios son: primero, recibir
las órdenes del Hermano Director con frialdad, indiferencia o aire melancólico;
segundo, entristecerse por lo mandado, ejecutarlo sin gusto, con flojedad,
murmurando o manifestando repugnancia; tercero, indisponerse contra el que manda,
o contra los que comunican de su parte lo mandado, o lo hacen ejecutar; cuarto,
manifestar disgusto o resentimiento hacia el Hermano Director o hacia algún otro,
por causa de una orden recibida. En una palabra, todo lo que da a conocer que no se
está contento de lo mandado o que le cuesta trabajo ejecutarlo» (Colec., núm. 9, pág.
55).
II.493.A: Les prescribió que, en las conversaciones después de la comida, tratasen
de las vidas y hechos de los santos; y así lo dejó escrito en el catálogo que les compuso
de las diferentes materias de que deben tratar en las conversaciones. «Hablarán
—dice — de la vida de los santos, y en especial de aquellos en quienes se ha
manifestado más el espíritu de nuestro Instituto, y también de los que tuvieron
582 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

particularmente el espíritu de mortificación y de celo de la salvación del prójimo», y


nombra luego a algunos a los cuales tenía él particular devoción.
II.252.DE: Tenía tanto horror al nombre solo de impureza que, a imitación del
Apóstol, no quería que se pronunciase entre los Hermanos. Por eso dejó este aviso por
escrito en la colección de las cosas que deben servirles de materia para las
conversaciones. En él, después de haberles encomendado que escogiesen por materia
de sus conversaciones las virtudes, sobre todo las que convienen a su estado, añade
que deben también incluir los vicios y los defectos para patentizar su fealdad, inspirar
odio contra ellos y excitarse mutuamente a combatirlos y destruirlos, a excepción del
vicio de la impureza, del cual de tal manera se han de olvidar, que pierdan hasta la
idea de él y ni siquiera les pase su nombre por el pensamiento.
II.292.AB: Le iba tan bien con ese método, que hizo para su uso particular, y
después para el de sus discípulos, una colección de aspiraciones a Dios, entresacadas
de los versículos de los salmos y de los pasajes de la Sagrada Escritura más tiernos,
II.164.D: Para facilitarles la entrada en esta vida espiritual, compuso para ellos una
Colección de sentencias escogidas, de sentimientos vivos y llenos de ardor, de
diversas instrucciones cortas y clarividentes, y de oraciones jaculatorias de todo tipo.
Su propósito era proporcionarles una especie de almacén de armas espirituales contra
las sugerencias malignas y contra los pensamientos inútiles que abusan del alma y la
llenan de vanidades, y a menudo excitan las pasiones y la dejan vacía de Dios.
II.228.CD: «Apreciad mucho —les dice— el santo ejercicio de la oración por
cuanto es el fundamento y el sostén de todas las virtudes y la fuente de las luces y de
todas las gracias que necesitamos, tanto para santificarnos como para desempeñar
bien nuestros empleos».
«No busquéis nada sensible —añade— en el ejercicio de la oración, atentos sólo a
lo que enseña la fe y a lo que mueve al odio y destrucción del pecado, al desasimiento
de las cosas creadas, a la imitación de Jesucristo y al ejercicio de las virtudes que Él
practicó, esforzándoos en imitarle con la mayor perfección posible. Procurad emplear
útilmente todo el tiempo de la oración; deteneos más en los afectos y resoluciones que
en los razonamientos y consideraciones; no toméis sólo resoluciones vagas y
generales, sino tomadlas siempre particulares y poned los medios propios para
cumplirlas».
I.288.E-289.A: «Cuando conversáis con Dios en la oración, o pensáis en Él, echad
siempre sobre vuestra vileza e indignidad infinita una mirada que os mantenga en
profundo respeto y anonadamiento delante de Dios».
II.276.CD: «El silencio —dice en su Colección— es lo que hay de más apreciable
en una comunidad, pues es custodio de todas las virtudes y obstáculo a todos los
vicios, ya que impide las murmuraciones, las palabras contra la caridad, verdad y
modestia, y a él se debe el que todos se ocupen en cosas necesarias y el que no se
disipen con conversaciones demasiado exteriores ni con palabras inútiles. El que no
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 583

refrena su lengua no puede ser hombre espiritual, y es medio seguro para llegar
pronto a la perfección el no pecar por su lengua.
Aunque el silencio sea tan necesario en una casa religiosa, con todo, sería poco
fructuoso si sólo fuese exterior y si, al par que uno pone, según dice el Real Profeta
(Salmo 140, v. 25), guarda en sus labios, diese entrada en el corazón a pensamientos
inútiles, que causan destrozo espiritual tanto más funesto cuanto es menos conocido».
Por ese motivo añade que el silencio exterior debe ir acompañado del silencio
interior, olvidándose de lo criado para acordarse de Dios y de su santa presencia, pues
ésta ha de ser la ocupación interior del alma.
II.226.B: «Adheríos universalmente a todo lo que se refiere a la fe; huid de las
novedades, seguid la tradición de la Iglesia, no recibáis sino lo que ella recibe,
condenad lo que ella condena, aprobad lo que ella aprueba, bien sea por los concilios
o por los soberanos pontífices, tributadle en todo pronta obediencia».
II.232.B: «Acordaos siempre de estas palabras: El justo vive de fe. Sea vuestro
primer cuidado conduciros por espíritu de fe y no por capricho, antojo o humor; ni por
inclinación, ni por seguir la costumbre de los hombres y del mundo, ni aun por la sola
razón, sino por la fe y por la palabra de Jesucristo, haciendo de ella la norma de
vuestra conducta.
Que vuestra fe —añade— obre por la caridad y os mueva al desprendimiento de
todo, es decir, que procuréis con sumo cuidado estar siempre dispuestos a perderlo
todo antes que a Dios; a dejarlo todo antes que su santa voluntad conocida, y a
sacrificarlo todo, honra, salud y vida, por la gloria e intereses de Dios, imitando a
Jesucristo».
II.232.D: «El primer efecto de la fe —decía— es aficionarnos fuertemente al
conocimiento, amor e imitación de Jesucristo, y a la unión con Él; al conocimiento,
pues en esto consiste la vida eterna; al amor, puesto que el que no le ama es anatema; a
la imitación, porque los predestinados deben hacerse conformes a Él; a la unión,
porque somos, respecto de Jesucristo, como los sarmientos, que se secan luego
cuando se les separa de la cepa».
II.443.A: «Ninguna virtud necesitáis tanto —dice — como la obediencia, por ser
virtud esencial a vuestro estado y la única capaz de sosteneros en él, y porque, aun
cuando poseyerais todas las demás virtudes sin ésta, no tendrían más que la
apariencia exterior de virtud, pues la obediencia es la que da a las demás virtudes de
una persona que vive en Comunidad la forma que les es propia».
II.329.B: «Para adquirir perfecta regularidad —dice en otra parte— hay que mirar
las prácticas de Comunidad, no por lo que aparecen por de fuera, sino que se las debe
considerar con relación a la voluntad de Dios, que es la misma en todas, cualesquiera
que sean» (Colección, art. de la Regularidad).
II.460.B: El santo varón tenía declarada guerra cruel a sus sentidos, porque según
dice en las instrucciones a sus discípulos: «Los sentidos son las puertas por donde
584 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

ordinariamente entra el pecado en nuestra alma; por eso se aplicaron tanto los santos a
mortificarlos, para caer más difícilmente en pecado. Debéis velar tanto sobre vuestros
sentidos que, en lo que les concierne, los apartéis aun de toda apariencia de mal, como
dice San Pablo. Importa también sobremanera que no los pongáis indiferentemente
en todos los objetos que se os ofrecen, y que os acostumbréis a no usar de ellos sin
reflexión, porque si no, contraeríais el hábito de contentar vuestra sensualidad, de lo
que luego os costaría mucho corregiros. El uso de los sentidos es necesario a los
hombres, pero como es tan fácil abusar de ellos, y con tal abuso incurrir en graves
desórdenes, no les es menos necesario mortificarlos. Lo que debe animaros a la
mortificación de los sentidos es el considerar que, cuanto más los mortifiquéis, tanto
más disfrutaréis de paz interior y gozaréis de la presencia de Dios. Otro motivo que os
excitará a soportar gustosos la dificultad que experimentéis en mortificar vuestros
sentidos será pensar a menudo que muchos han sido castigados severamente por
haberse entregado a los placeres de los sentidos, en ocasiones que parecían de poca
importancia. Tal fue el castigo de la mujer de Lot, por haber vuelto la vista atrás para
ver las ciudades de Sodoma y Gomorra, consumidas por el fuego del cielo. Ofreced a
Dios de cuando en cuando un acto de mortificación de alguno de vuestros sentidos,
que, haciéndoos morir insensiblemente a vosotros mismos, sea un sacrificio casi
continuo, que os sirva para tributar a Dios vuestros homenajes, y se eleve hacia Él
como agradable incienso en olor de suavidad».
II.459.B: «Adorad a Nuestro Señor Jesucristo en su estado de víctima; sea vuestro
principal cuidado revestiros, por Él, del espíritu de penitencia; pedidle a menudo el
corazón y las disposiciones de un verdadero penitente; penetraos de la fuerza y virtud
de estas prácticas.
1. En primer lugar, a ejemplo de Jesucristo, que se hizo hombre, víctima de
propiciación por el pecado, debe el penitente tener siempre delante de sí su pecado, y
esto ha de ser el fundamento de todos los demás deberes que, a causa de sus pecados,
tiene para con Dios. Delante de mí tengo siempre mi pecado, decía David. El pecador
debe llevar perpetua confusión por causa de su pecado, en su rostro y delante de Dios,
así como Nuestro Señor se presentó delante de su Padre lleno de vergüenza por
nuestras ofensas, según lo dijo el Profeta: Cubrió la vergüenza mi rostro. En segundo
lugar delante de todos, sintiendo confusión al verse entre los siervos de Dios, cargado
de crímenes y llevando sobre sí el horrible y vergonzoso peso de sus propios pecados;
ocultándose por esta razón en la soledad, en cuanto le fuere posible, y permaneciendo
siempre en ella en espíritu. En tercer lugar, también debe tener esta confusión
respecto de sí mismo, no pudiendo sufrirse ni soportarse por causa de esa vergüenza y
pesar, a ejemplo de Job cuando decía: Me he hecho pesado a mí mismo. Conservad, si
es posible, continuamente en el corazón la vergüenza, dolor y detestación de vuestros
crímenes, en unión con Jesucristo, que vivió en sacrificio perpetuo de corazón
verdaderamente contrito por los pecados del mundo. A vista de tantos crímenes,
someteos a menudo interiormente a la justicia infinita, eterna y omnipotente de Dios,
para sobrellevar los efectos de su venganza y cuantos castigos tenga a bien enviaros
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 585

en satisfacción de vuestros pecados. Haced, de cuando en cuando, la profesión de


penitente que va a continuación, y tomad también cada día por práctica de penitencia
lo que más os cueste en vuestro estado y empleo».
II.459.E-460.AB: Profesión de penitente
«En honor y unión de Nuestro Señor Jesucristo, vuestro Hijo, víctima delante de
Vos por mis pecados y por los de todo el mundo, hago profesión, oh Dios mío, de
hacer penitencia todos los días de mi vida, y considerarme siempre y en toda ocasión
como pobre y miserable pecador, y muy indigno penitente. 1. Para satisfacer esta
obligación, formo la resolución de llevar siempre conmigo la imagen de Jesucristo,
víctima soberana del pecado, contemplarla y abrazarla frecuentemente, a fin de que,
con sus miradas amables e interiores, renueve en mí el recuerdo de la obligación que
tengo de hacer penitencia. 2. Hago acto de desagravio a la justicia y santidad de Dios,
a quien he ofendido con mis pecados. 3. Quiero conformarme hoy con todas las
disposiciones interiores de Jesucristo víctima, para hacer penitencia con Él, como
uno de sus miembros y de sus hijos. 4. Os ofrezco, oh Dios mío, todas mis obras, y os
suplico las aceptéis en satisfacción de mis pecados. 5. Haré hoy, con el auxilio de
vuestra santa gracia, tal ... o cual ... acción en espíritu de penitencia; sufriré hoy tal o
cual cosa, y me mortificaré en tales ocasiones, a fin de que Dios, que es infinitamente
justo, y que ningún derecho debe perder sobre sus criaturas, no exija de mí en el otro
mundo entera venganza y rigurosísima satisfacción. Animadme, Dios mío, del santo
espíritu de penitencia, y renovad en mí el que de Vos recibí en el Bautismo, y haced
que manifieste estos sentimientos y disposiciones en toda la conducta de mi vida.
Esto os prometo hacer, oh Dios mío, y esta gracia os pido por Jesucristo Señor
Nuestro. Amén».
II. 420.ABC: Ahí tuvieron origen tantas instrucciones como les dio y dejó sobre
ese punto, de las cuales voy a dar breves extractos.
«1. Debéis —les decía— considerar la humildad como el fundamento de todas las
demás virtudes sin el cual no se puede tener sólida piedad, puesto que la piedad sin la
humildad no es de ordinario más que pura hipocresía o ilusión.
2. Para adquirir esa virtud tan necesaria para la salvación es preciso trabajar mucho
en conocerse a sí mismo. Pensad a menudo y estad persuadidos de que sois los más
débiles e imperfectos de los hombres, y que sólo vuestra soberbia puede haceros creer
lo contrario; y a cualquier hombre malo de quien oigáis hablar, tenedlo por mucho
mejor que vosotros; formad bajo concepto de vosotros mismos y no os creáis útiles
para nada, considerando que Dios se sirve de vosotros como de vil instrumento, y que
sois capaces de atraer su maldición.
3. Nunca digáis de vosotros mismos nada que pueda granjearos el menor aprecio
en la opinión de los demás. Huid de las alabanzas y aprobación de los hombres, y si
oís decir algo en loor vuestro, pensad que la honra es debida a Dios sólo y a vosotros
la confusión; guardad silencio y humillaos delante de Dios, persuadidos de que sólo
sois nada y pecado.
586 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

4. Por el contrario, que vuestro gozo sea el sufrir humildemente los desprecios y
repulsas de que fuereis objeto como cosa justísima: cuando podáis escoger, tomad
siempre lo peor. En las conversaciones y en los recreos, no os apresuréis a hablar, y
hablad con sencillez, sin emplear palabras rebuscadas o afectadas, sin desaprobar lo
que dicen los demás, sin interrumpirlos.
5. En fin, cuando fuereis reprendidos o amonestados por vuestras faltas, no os
justifiquéis, a no ser que vuestro Superior os ordene decir la verdad. Considerad a
menudo lo que podéis por vosotros mismos y lo que hicisteis cuando Dios os dejó a
vuestras fuerzas; miraos como capaces únicamente de perderos y temed hasta por las
obras que os parecen las mejores».
II.401.AB: «Amad la pobreza —dice a sus hijos en los escritos que ha dejado—
como Jesucristo la amó, y como el medio más propio que podáis tomar para adelantar
en la perfección. Estad siempre dispuestos a mendigar si la Providencia lo quiere, y a
morir en la última miseria. Nada poseáis, de nada dispongáis, ni siquiera de vosotros
mismos; en fin, aspirad siempre al desprendimiento y falta de las cosas, para haceros
semejantes a Jesucristo, que, por amor nuestro, careció de todo durante su vida. Ésta
fue también la práctica de todos los santos que se retiraron del mundo y trabajaron en
la salvación de las almas, como los Apóstoles y otros. Imitadlos despreciando las
cosas temporales, ya que vuestro estado y empleo es semejante al suyo. No tengáis
nada propio, antes considerad cuanto tenéis como perteneciendo en común a todos
vuestros hermanos, dándolo, cediéndolo y dejándolo sin dificultad. Privaos en cuanto
podáis no sólo de lo superfluo, sino aun de cosas útiles y necesarias, y alegraos
cuando de algo carecéis».
II.466.B: «Esta virtud —dice nuestro santo sacerdote (Colección: De la
paciencia)— dispone el corazón a sufrir en general todos los males de espíritu y de
cuerpo por amor de Dios y a imitación de Jesucristo; estimad mucho esta virtud y
practicadla a menudo, entregándoos del todo a Dios para sufrir las cosas más
desagradables. 1. Admitiéndolas y aceptándolas por sumisión a la voluntad de Dios,
cuando se presentan al pensamiento. 2. Recibiéndolas con paciencia y humildad y sin
quejarse cuando os sobrevengan. 3. En silencio y sin darlas a conocer a nadie. 4. Con
estimación, mirándolas como verdaderos bienes. 5. Con deseo, gozo y
agradecimiento...».
II. 486.DE-487.A: «Sería —les decía— mucho abuso y gran desorden en vuestra
alma el que la frecuencia de comuniones disminuyera su fervor. Por el contrario, nada
dispone mejor a la comunión siguiente que la anterior; y si no resistimos a la gracia
que el divino Sacramento comunica, éste nos harta sin quitarnos el hambre y deseo de
comulgar, así como la gloria de tal manera satisface a los bienaventurados, que jamás
pierden el deseo de ver a Dios, y después de haberle contemplado un millón de años,
tanto desean verle como si acabaran de entrar en el cielo. ¿Son éstos los deseos que
sentís de recibir la sagrada comunión? Es consejo muy provechoso traer a la
memoria, al tiempo de comulgar y en la acción de gracias, aquellas cosas en que de
ordinario halla uno mayor dificultad en el servicio de Dios y amonestarse en esta
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 587

forma. Pues bien, he aquí a tu Dios, que se da todo a ti, ¿no quieres tú entregarte todo a
Él? Y puesto que no depende más que de tal dificultad, ¿no quieres vencerla por amor
suyo? Y por el respeto que le tienes, ¿no querrás darle eso? ¡Sin duda no te atreverás a
rehusárselo! De este modo hay que excitarse y determinarse suavemente a vencerse.
Considerad bien que no hay en toda la vida tiempo más precioso que el de la
sagrada comunión y el que la sigue, durante el cual tenéis la dicha de tratar cara a cara
e íntimamente con Jesucristo. Pero si bien lo pensáis, reconoceréis no haber sacado el
fruto que debíais de estas sagradas comunicaciones. Averiguad la causa de ello. ¿No
será, acaso, porque queréis hablar siempre, y no escucháis a Nuestro Señor, que
también quisiera haceros oír su voz? ¿No será, tal vez, por ser negligente durante ese
tiempo? ¿Os entregáis a Jesucristo para conformaros con todos sus designios sobre
vosotros, y para cumplirlos? No debierais preocuparos tanto en buscar cada día
nuevos pensamientos para comulgar bien, porque los mejores son los más sencillos y
comunes, pues nada tan conmovedor y poderoso para uniros interiormente con Dios,
como el considerar las enseñanzas más comunes de la fe acerca de este divino
sacramento».

LA REGLA DEL HERMANO DIRECTOR


II.144.C: En la Regla del Hermano Director de cada casa, de la que hablaremos
más adelante, se manda que este Hermano esté presente en el recreo con preferencia a
la oración; y si tiene necesidad de ausentarse de uno de estos ejercicios, que tome otro
momento para cumplir con la oración.
II.314.E-315A: Por eso la recomienda con mucha eficacia en la Regla del
Hermano Director, artículo 22: «El Hermano Director tendrá tal concepto de la
importancia del recogimiento para él y para los demás, que lo mirará como el
principal sostén interior de la piedad, y la disipación de los ojos como origen de toda
clase de desórdenes en una comunidad».
II.322.D: He aquí aproximadamente los términos en que se expresa en el artículo
l9 de la Regla del Hermano Director:
«El Hermano Director no tolerará en ninguno de los Hermanos nada que sea o
pueda ser contra la regularidad y el buen orden de la casa que está a su cargo. Cuidará
de no faltar ni dejar faltar a ningún punto de regularidad, por pequeño que sea,
trabajando en cumplir él y en hacer cumplir a los Hermanos puestos bajo su dirección
exacta, plena y enteramente la voluntad de Dios manifestada por las Reglas
y legítimas costumbres del Instituto, y esté persuadido de que su principal deber y
solicitud para con sus súbditos es fundarlos bien en verdadero espíritu de fe y mantenerlos
en él, y enseñarles a tener en todas sus acciones como regla de conducta el
cumplimiento de la voluntad de Dios.
588 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

DE LA ALIMENTACIÓN DE LOS HERMANOS DE ESTE INSTITUTO (TEXTO UNIDO A


LA REGLA DEL HERMANO DIRECTOR, TANTO EN LA DE 1718 COMO EN LA DE 1740).
I.234.D: La carne de caza y cualquier otro manjar delicado, quedaron prohibidos.
Sólo se permitió la carne común, la más barata del mercado. Para los días de vigilia
sólo se permitieron verduras cocidas, sin demasiada preparación. El pescado quedó
excluido, salvo aquel cuya calidad y precio permiten que lo usen los pobres. En una
palabra, en la mesa todo debía reflejar el espíritu de pobreza y de penitencia, de la
cual se hacía profesión. Además se estableció que estos alimentos, tan poco atractivos
para la sensualidad, se servirían con peso y medida, es decir, en poca cantidad.
Re 61; Ca 40: Reguló la alimentación y quiso que no se sirviera más que carne
magra, de la más común. Se excluían en la mesa las aves de caza y otros alimentos
delicados. Los días de abstinencia se debían servir verduras y hierbas cocidas sin
excesiva preparación. Todo debía reflejar el espíritu de pobreza del que se hacía
profesión.
Bd 71: Excluyendo de su mesa todo lo que oliera a delicadeza, deseoso de que no
se sirvieran más que carnes de tienda, y verduras los viernes y sábados, así como los
días de ayuno.

REGLAS COMUNES
II.136.B: Fue entonces cuando compuso los capítulos de la modestia y del buen
gobierno, tomados en parte de las Reglas y Constituciones de San Ignacio, que añadió
al Instituto de los Hermanos con especial habilidad; igualmente compuso el de la
Regularidad y algunos otros asuntos que todavía no estaban en las Reglas.
II. 323.CD: (Modificado) cuidó de hacerles notar que los reglamentos de menos
monta observados por amor de Dios son, a los ojos de su divina Majestad, de mucho
mérito, y que aun cuando no obligaran so pena de pecado, apenas si se quebrantan sin
pecado; porque, según la doctrina de los maestros de la vida espiritual, y hasta de los
principales teólogos, esa falta de fidelidad, si es deliberada y voluntaria, proviene,
como de principio, de la pereza, de la flojedad, de la curiosidad, del apego a su propio
parecer o de cualquier otro vicio. Se esforzaba en convencerles de que el sacrificio de
la obediencia perfecta y entera a todas las Reglas no sería tan heroico si la
importancia de cada una de ellas fuese visible y manifiesta; pero, con todo, nada era
más verdadero que unas prácticas sencillas en apariencia les conducirían a elevada
perfección, si se movían a observarlas con fidelidad por el deseo de agradar a Dios y
por este solo principio.
II.361.A: No permite que nadie, bajo ningún pretexto, reciba la tonsura, ni siquiera
lleve sobrepelliz, ni cante con los clérigos en la iglesia.
Re 89; Ca 59: Estableció, incluso, un reglamento por el cual se les prohibía aspirar
a él, [y establecía] no admitir nunca sacerdotes entre ellos.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 589

II.231.E-232.A: «El espíritu de este Instituto es primeramente el espíritu de fe que


debe llevar a los que lo componen a no mirar nada sino con los ojos de la fe; a no hacer
nada sino por Dios y a atribuirlo todo a Dios, participando siempre de estos
sentimientos de Job: El Señor me lo dio todo, el Señor me lo ha quitado; como agradó
al Señor, así se ha hecho.
Los Hermanos de esta Sociedad animarán todas sus obras con sentimientos de fe; y
al hacerlas, atenderán siempre a las órdenes y voluntad de Dios, que adorarán en todas
las cosas, y por las cuales procurarán conducirse y regularse.
Procurarán vigilar de continuo sobre sí mismos para no ejecutar, en cuanto les sea
posible, ninguna acción por impulso natural, por costumbre o por algún motivo
humano; antes cuidarán de hacerlas todas guiados por Dios, movidos de su espíritu y
con intención de agradarle.
Estarán atentos, cuanto puedan, a la santa presencia de Dios, y cuidarán de
renovarla de cuando en cuando; bien persuadidos de que no han de pensar sino en Él y
en lo que les ordena».
II.362.A: «El espíritu del Instituto —dice en sus Reglas— consiste en el celo
ardiente de instruir a los niños y educarlos en el santo temor de Dios, moverlos a
conservar su inocencia si no la hubieren perdido, e inspirarles gran alejamiento y
sumo horror del pecado y de todo cuanto pudiera hacerles perder la pureza. Para
conformarse con este espíritu —añade— los Hermanos de la Sociedad se esforzarán
por medio de la oración, instrucciones, vigilancia y buena conducta en la escuela en
procurar la salvación de los niños que les están confiados, educándolos en la piedad y
en el verdadero espíritu cristiano; esto es, según las Reglas y las máximas del
Evangelio» (Reglas, cap. II).
II.231.A: Movido de ese mismo espíritu de fe, dio en 1692 como regla a los
Hermanos la práctica santa que les había inspirado antes con su ejemplo, de llevar
siempre consigo el Nuevo Testamento. [...] la misma Regla obliga a los novicios y a
las Hermanos a leer de rodillas una página de este sagrado libro.
II.82.E-83.A: El prelado [...] le insistió para que se quedara a comer con él; pero el
santo varón, que tenía siempre preparada una excusa en lo que eran prácticas de
comunidad, para evitar este honor, rogó al prelado que viese como normal que él
mismo sirviera a los Hermanos de ejemplo de la Regla que les había dado.
Re 113; Ca 75: El señor obispo le recibió como a amigo y le pidió repetidas veces
que se quedara a comer con él; pero [La Salle] se excusaba siempre amparándose
modestamente en la Regla, que no le permitía aprovechar tal honor.
Bd 65: Esto mismo hacía que evitara ir a comer a la ciudad, ni siquiera a casa de sus
familiares, por muchos ruegos e insistencia que le hicieran, y así comenzaba desde
entonces a dar ejemplo a los Hermanos de su comunidad de una práctica a la que les
ha obligado por un punto de la Regla, a la cual él mismo fue muy fiel por el resto de su
vida.
590 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Re 220; Ca 127: Se apresuró a ofrecerle alojamiento en su casa y también le


ofreció su mesa, pero él evitó aceptar ambos ofrecimientos por considerarlos
incompatibles con las Reglas del Instituto.
II.288.CD: «Los Hermanos de este Instituto —dice en su Regla— deben amar
mucho el santo ejercicio de la oración y deben considerarlo como el primero y
principal de sus ejercicios diarios y el que mejor puede atraer la bendición de Dios
sobre todos los demás; serán exactos en hacerla diariamente en el tiempo y por cuanto
tiempo prescribe la Regla; y no se ausentarán de este ejercicio sin necesidad urgente
que no pueda diferirse» (Reglas, IV, 1).
II.145.E-146.A: Para ser escuchado en este punto, había establecido en la
comunidad, desde 1696 hasta 1710, más o menos, la práctica del ayuno y de la
comunión diaria, es decir, que todos los días había uno o varios Hermanos, según su
número en cada casa, que ayunaban y comulgaban por turno cada semana, para pedir
a Dios dignos Hermanos Directores. Luego, a petición de los Hermanos veteranos
reunidos en París, el ayuno fue fijado por el señor De La Salle el viernes, para todos, y
ha llegado a ser el ayuno de regla, en cierto modo, o más bien un ayuno consagrado
por la costumbre, con la misma finalidad, igual que la comunión del jueves o del día
de asueto de la semana.
II.143.C: Algunos años después el santo varón incluyó en la Regla lo que había
autorizado por la práctica, e hizo de ello el capítulo sexto de sus Reglas.
Este capítulo sobre la manera de comportarse durante los recreos, tan conforme
con las máximas del Evangelio y de los santos, estaba en uso entre los Hermanos
desde hacía veinticuatro años, sin que hubiera habido, durante ese tiempo, ninguno
que lo contradijese. Pero fue en la asamblea de 1717 cuando tres o cuatro Hermanos
propusieron a los demás modificar una regla que parecía poner a la naturaleza en un
espacio tan estrecho, puesto que se les permitía revisarla con amplitud.
II.144.CD: Todos los puntos de regla que componen el capítulo de los recreos son
los antídotos particulares de los defectos que se pueden introducir en ellos, y que de
hecho se deslizaron a pesar de la exquisita atención y de los cuidados del vigilante
superior. Para apartar todos los desórdenes que se habían cometido ante sus ojos,
detalló la práctica de las virtudes contrarias. Y como la luz del Espíritu Santo le decía
que reglas tan importantes podían recibir cierta mengua por la residencia de personas
extrañas con los Hermanos, cerró las puertas de sus casas con escuela a los
internados, enemigos del silencio, demasiado libres en los recreos y que en todas
partes donde existen llevan la disipación, la licencia y la irregularidad.
II.136.CD: Entre otros artículos, se ordena a los Hermanos «no hablar antes de
haber saludado al Hermano Director, y de que hayan recibido permiso de él; no hablar
de nadie en particular sino para decir bien de él; no informarse de nada que sea
curioso o inútil; guardar silencio cuando se separa de los demás; no cometer ninguna
ligereza, chanza o gesto indecente; no elevar demasiado la voz, no reír ruidosamente;
no contradecir ni desaprobar lo que se diga, lo cual pertenece al Hermano Director; en
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 591

fin, conversar de cosas edificantes que lleven al amor de Dios y a la práctica de la


virtud».
Re 110-111; Ca 74: Comprometió a los Hermanos a no hablarse sino con mucho
respeto y a abstenerse de términos que llevasen cierto aire de familiaridad; y para
prevenir las contestaciones que nacen, de ordinario, de la diversidad de los
sentimientos, reguló que en las conversaciones [del recreo] habría uno que hablara, y
que los otros le escucharían; y que si uno de ellos tuviera algo que decir, pediría
permiso al más antiguo, al tiempo que le saludaba.
I.268.D: Así pues, para corregirlos de ese defecto tan edificante que sólo la
humildad podía condenar, tomó la decisión de incluir en la regla una norma que
decía: durante el recreo, no hablarán de ninguna persona viva en particular. Por eso
se vio forzado, en lo sucesivo, a modificar esta regla tan cómoda para su humildad y
tan pesada para sus discípulos, y se añadieron estas palabras: si no es para hablar bien
de ella.
II.302.D: Por eso se vio forzado, en lo sucesivo, a modificar esta regla tan cómoda
para su humildad y tan pesada para sus discípulos, y se añadieron estas palabras: si no
es para hablar bien de ella.
II.408.D: Les prohibió por Regla expresa hablar de persona alguna viva.
II.360.D: En una palabra, el modo de portarse los Hermanos en las escuelas con
sus alumnos, con ellos mismos y con las personas de fuera, los días y tiempos en que
deben darla; las correcciones que han de emplear en ellas: todo está determinado en
las Reglas que el siervo de Dios les dio.
II.490.B: Celebraba con particular devoción todas sus fiestas, aun las que no son
de guardar, como la Visitación y otras. Y para que los Hermanos hiciesen lo mismo,
se lo dejó escrito en las Reglas.
I.255.C: El párroco ordenó al Hermano Bourlette [...] que diera a los alumnos
vacaciones para ocho o diez días. El humilde Hermano se excusó, pensando que no
podía hacerlo en conciencia sin orden escrita del señor De La Salle.
II.440.DE: Si se quiere ver esa clase de obediencia admirablemente reducida a la
práctica, basta leer el capítulo XII de las Reglas que el santo varón dio a sus
discípulos.
«Los Hermanos —dice — considerarán siempre a Dios en la persona de su
Director y cuidarán de no dirigirse a él sino como a quien está investido de la
autoridad de Dios: disposición en la cual se pondrán antes de llegar a su presencia. No
le hablarán sino con profundo respeto, siempre en voz baja y en términos que
manifiesten la veneración que le profesan como a lugarteniente de Dios a quien deben
reconocer y respetar en la persona de su Director.
No pasarán nunca por delante del Hermano Director sin hacerle una inclinación
respetuosa. Tendrán humilde y entera confianza en él, y siempre que lo juzguen
592 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

conveniente podrán descubrirle libremente sus penas, la afición, facilidad o dificultad


que encuentran en la práctica de la virtud y darle a conocer con sencillez y en
particular lo que en ellos pasa. Cuando le den la cuenta de conducta, lo harán con la
disposición y mira de dársela a Dios. Recibirán con sumo respeto los avisos del
Hermano Director como dados por el mismo Dios; no mirando al Hermano Director
sino como al órgano y voz de Dios, por quien les da Dios a conocer los medios que
deben emplear para ir a Él. Recibirán con el mismo sentimiento de respeto y sumisión
todas las órdenes y mandatos del Hermano Director, no considerando en él más que la
autoridad de Dios que se le ha comunicado, y a su divina Majestad a quien
representa».
II.322.E-323.AB: Lo que dice en el capítulo 16 de las Reglas comunes, que trata
de la regularidad, es todavía más recio y más persuasivo, según se puede ver a
continuación:
«Los Hermanos profesarán singular estima a todo cuanto atañe a la regularidad,
por insignificante que parezca, considerándola como su primer medio de
santificación; porque en ella encuentran el principal auxilio para la guarda de los
Mandamientos de Dios y la defensa principal contra todas las tentaciones de los
demonios, por violentas que sean, y porque a ella vincula Dios particularmente sus
gracias.
La regularidad es también el primer sostén de las Comunidades, y en tal manera
que mientras ella subsiste las hace inconmovibles; y la inobservancia es, por el
contrario, el primer origen de su destrucción y de la pérdida de sus miembros. Por
estos motivos los Hermanos preferirán las Reglas y las prácticas de su Instituto a
cualesquiera otras prácticas, por santas que fueren en sí mismas, a menos que sean
Mandamientos de Dios o de la Iglesia. Cada uno de los Hermanos tendrá particular
empeño en no hacer nada que sea o pueda ser contra la regularidad y buen orden de la
Casa. Por lo cual, todos cuidarán mucho de no faltar, ni siquiera en lo más mínimo, a
la regularidad; queriendo cumplir en todo, y muy exactamente, la voluntad de Dios
que les es manifestada por las Reglas y Prácticas de su Instituto».
II.144.C: El señor De La Salle, que unía tantas luces a una profunda experiencia,
estaba convencido de ello, hasta el punto de que la regla de los recreos es uno de los
cuatros sostenes fundamentales de su Instituto.
II.330.B: No podía sufrir que sus Hermanos tuviesen en particular alguna cosa no
permitida por la Regla. Ni siquiera quería que empleasen las palabras mío y tuyo.
Sólo les permitía el término nuestro, para recordarles que todo estaba en común. Si
notaba en alguno afición a un objeto cualquiera, le reprendía severamente, como
introductor de novedades y transgresor de las Reglas.
II.251.E-252.A: «Los Hermanos —dice — que hayan hecho voto de castidad y
los que se disponen a hacerlo deben estar persuadidos de que no se tolerará en el
Instituto a ninguno en quien se haya notado o se note algo exterior contrario a la
pureza» (Reglas, cap. XX, De la Castidad).
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 593

«Por tanto, su primero y principal cuidado respecto al exterior será hacer que
resplandezca en ellos la castidad sobre todas las virtudes. Para conservar esta virtud
con todo el esmero que requiere observarán dos cosas: 1. Estarán muy sobre sí para
guardar sobriedad en la bebida y en la comida y sobre todo en el vino, enemigo de la
castidad, y cuidarán de aguarlo mucho. 2. Manifestarán mucho pudor en todo. El
primer vestido que se pongan al levantarse y el último que se quiten al acostarse será
la sotana. Cuando hablen con personas de otro sexo, se mantendrán siempre a algunos
pasos de distancia y nunca las mirarán fijamente. No les hablarán nunca sino con
muchísima reserva y de modo muy ajeno de la menor libertad o familiaridad, y
procurarán terminar con las mismas en pocas palabras».
II.446.C: En segundo lugar, su obediencia a la Iglesia y a los superiores
eclesiásticos no tuvo límites. La tenía profundamente grabada en el corazón, y da
principio al capítulo de la Regla que trata de la obediencia con estas palabras: «Los
Hermanos se aplicarán con esmero, y ante todas las cosas, a hacerse perfectamente
obedientes a nuestro Santísimo Padre el Papa, a todas las disposiciones de la Iglesia y
a sus superiores» (Regla, cap. XXI).
II.441.B: Para esto, en el Capítulo XXI de la Regla, recomienda a sus discípulos
«que sean muy exactos en dejarlo todo a la primera señal del Hermano Director,
considerando que Dios mismo es quien los llama y les manda; que no hagan cosa
alguna sin permiso, por pequeña o poco importante que parezca, para que puedan
tener la seguridad de cumplir en todo la voluntad de Dios».
II.441.C: Exige de los Hermanos «que no entren en ningún lugar sino en aquel en
que está entonces la Comunidad, ni salgan de casa, ni aun siquiera del sitio en que se
hallen, sin permiso; que no lean libro ni papel alguno ni copien nada sin permiso, sin
exceptuar los libros espirituales, para cuya elección y lectura lo necesitan también»;
esta ley se extiende a todas las necesidades y achaques corporales.
II.309.E-310.A: He aquí el capítulo XXIII de su Regla sobre la modestia:
«Puede decirse en general que los Hermanos deben mostrar en todas sus acciones
exteriores gran modestia y humildad, unidas juntamente con la sabiduría que requiere
su profesión. Mas para guardar la modestia que les conviene observarán las
prescripciones siguientes:
— Llevarán siempre la cabeza derecha, inclinándola un poco hacia delante; no la
volverán atrás ni de un lado a otro. El recogimiento será de tanta importancia para los
Hermanos que lo mirarán como uno de los principales sostenes de la sociedad, y la
disipación de los ojos como origen de toda clase de desórdenes en una Comunidad.
Para adquirirlo tendrán de ordinario los ojos bajos, sin alzarlos excesivamente ni
volverlos de un lado a otro.
— Andarán pausadamente y en silencio, guardando gran recato en los ojos y en
todo el exterior, no balanceando los brazos, y evitando la demasiada precipitación, a
no ser que alguna necesidad les obligue a apresurarse.
594 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

— Procurarán que sus gestos y todos los movimientos de su cuerpo sean tales que
puedan dar edificación a todos.
— Finalmente, tendrán siempre los hábitos limpios y aseados y los llevarán con la
decencia y modestia propias de una persona de su profesión».
I.309.CD: El señor De La Salle pensó que este punto era de tanta importancia que
le llevó incluso a prohibir el deseo de estudiar latín, y a mandar que no lo usaran
aquellos que lo supieran, bajo ningún pretexto, para ponerlos a todos al mismo nivel y
para mantenerlos a todos en el espíritu de sencillez y de simplicidad que debe
caracterizar su estado. Esta regla es la guardiana de las demás y el baluarte que las
defiende.
I.378.A: Además es un artículo de sus Constituciones que no aprenderán la lengua
latina, o no harán uso de ella.
RE 89; Ca 59: Les prescribió, además, renunciar en lo sucesivo al estudio de la
lengua latina, sin permitir utilizarla, bajo cualquier pretexto, a quienes la hubieran
aprendido. Esta norma, que constituye uno de los principales artículos de su Regla, y
que se observa religiosamente entre ellos [...].
II.493.D: Quizá, para imitar a este gran santo (San Ignacio), estableció en su
Instituto la piadosa costumbre de decir al fin de todos los actos de comunidad estas
santas palabras: ¡Viva Jesús en nuestros corazones!... ¡Por siempre!..., lo cual es
como el santo y seña entre los Hermanos.
II.491.CD: En las fiestas de la Virgen Santísima hacía durar los maitines de tres
lecciones y los laudes cinco cuartos de hora enteros. Había mandado además en las
Reglas que se rezase de pie este oficio parvo. Las otras horas se salmodiaban con
igual lentitud. De modo que desde las cuatro y media de la mañana hasta las doce
permanecían en la capilla en ayunas y casi siempre de rodillas: todo este tiempo se
invertía en oración, o en oír la santa misa, o de pie salmodiando el oficio. Cuando se
hallaba al frente de los Hermanos, ninguno parecía aburrirse, animados como estaban
todos a imitación de su santo Fundador, de celo y fervor en honra de la Virgen
Santísima. Por la noche, antes de la cena, hacía a los Hermanos una ferviente
exhortación de media hora sobre la fiesta de aquel día.

REGLAS DE EDUCACIÓN Y CORTESÍA CRISTIANA


II.457.D: Como esas obras y otras varias que compuso más adelante interesan
solamente a sus discípulos, es inútil hablar aquí de ellas. Haré, sin embargo, una
excepción, de la que tiene por título Reglas del decoro y urbanidad cristiana, la cual
tuvo tan favorable acogida en el público que fue preciso hacer de ella varias
ediciones. Pretenden muchos que el santo varón es entre todos los autores que
escribieron sobre este asunto el que lo hizo con mejor éxito: supo confirmar sus reglas
con ejemplos sacados de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, y hacer
entrar en los pormenores de la urbanidad y el decoro. las prácticas de la humildad
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 595

cristiana y las máximas del Evangelio. Hay que confesar, no obstante, que ésta es la
obrita más cuidada entre todas las que el santo sacerdote escribió.
Re 183-184; Ca 112: El tercer libro que compuso es el titulado Reglas de cortesía
y urbanidad cristiana, donde la explica por medio de pruebas y ejemplos sacados de
la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. Es la obra que trabajó con mayor
cuidado. Fue recibida por el público con tanto éxito que desde entonces ha sido
necesario hacer numerosas ediciones.
Bd 72: Como él mismo dice en el libro que escribió de las reglas de urbanidad civil
y cristiana, el hambre hace que se encuentre todo sabroso.
II.227.BC: «En lo que principalmente debéis trabajar —repite en varios escritos
dirigidos a los Hermanos— es en ser cada día mejores y en dirigir todos vuestros
conocimientos a cumplir bien con vuestras obligaciones y haceros cada día más
virtuosos», y en cuanto a lo demás, decía siempre: «Creo todo cuanto la Iglesia
enseña, y me someto a lo que ella decida por boca del Papa y de la mayor parte de los
obispos unidos a él».

Diversas memorias

MEMORIA DE LOS COMIENZOS

I.326.A: Con estas palabras termina la memoria con la cual hemos trabajado hasta
ahora, desde el comienzo de este segundo libro, lo cual ha dejado por escrito en una
Memoria que se encontró después de su muerte...Usted tiene todavía una Memoria, y
puede mostrarla a esos Hermanos que están molestos.
Bd 22-23: Nuestro siervo de Dios lo ha relatado él mismo, en resumen, en un
manuscrito que se encontró, escrito de su propia mano, y que tuvo escondido durante
más de veinte años, y que felizmente se descubrió... De este manuscrito sacaremos
todo lo que vamos a decir hasta el año catorce de su institución, pues este escrito no va
más allá. Añadiremos solamente lo que su humildad le forzó a dejar en silencio.
1.o una dirección externa:
I.167.D: «Yo me había figurado —dice en una memoria escrita de su mano para
aleccionar a los Hermanos— por qué caminos la divina Providencia había dado
nacimiento a su Instituto, que la dirección que yo tomaba de las escuelas y de los
maestros sería solamente una dirección externa, que no me comprometería respecto
de ellos a nada más, sino a proveer a su sustento y a cuidar de que cumplieran su
empleo con piedad y aplicación».
Bd 34: Pues aunque se hubiera hecho cargo de los maestros recientemente
establecidos en la ciudad de Reims, con sus cuidados y buenos consejos, él se
596 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

figuraba —así lo dice él mismo— que la dirección que tomaba de las escuelas y de los
maestros sería solamente una guía externa, que no le comprometería a nada respecto
de ellos, sino sólo a cuidarlos, visitándolos en algunas ocasiones, para que se
aplicasen a su empleo con piedad, y cuidar de que tuvieran lo necesario para poder
subsistir.

2º. Yo no pensaba para nada en ello:


I.169.CD: «Fueron esas dos circunstancias, a saber, el encuentro con el señor Nyel
y la propuesta que me hizo esta señora, por las que comencé a cuidar de las escuelas
de niños. Antes, yo no había pensado, en absoluto, en ello; si bien, no es que nadie me
hubiera propuesto el proyecto. Algunos amigos del señor Roland habían intentado
sugerírmelo, pero la idea no arraigó en mi espíritu, y jamás hubiera pensado en
realizarla».
Bd 30: Así fue como Dios se sirvió de estas dos personas, a saber, el señor Nyel y la
señora l’Évêque, para llevar al señor de La Salle a encargarse de estas escuelas, en lo
cual no había pensado nunca, como ya lo hemos señalado anteriormente, y como él
mismo lo testifica en su manuscrito. Es cierto, sin embargo, que varias personas que
él conocía y que habían estado vinculadas al señor Roland, le habían sugerido algunas
veces que debía establecer las escuelas para los niños, como el señor Roland las había
establecido para las niñas. Pero esta propuesta no había entrado jamás en su mente, y
nunca tuvo la más mínima idea de ejecutarla, sobre todo porque se veía provisto de la
canonjía, encargado de la comunidad de las Hermanas [huérfanas] y del gobierno de
su familia.

3.º El gobierno de Dios:


I.169.DE: «Incluso, si hubiera pensado que por el cuidado, de pura caridad, que
me tomaba de los maestros de escuela me hubiera visto obligado alguna vez a vivir
con ellos, lo hubiera abandonado; pues, yo, casi naturalmente, valoraba en menos que
a mi criado a aquellas personas a quienes me veía obligado a emplear en las escuelas,
sobre todo, en el comienzo; por eso, la simple idea de tener que vivir con ellos me
hubiera resultado insoportable. En efecto, cuando hice que vinieran a mi casa, yo sentí al
principio mucha dificultad; y eso duró dos años. Por este motivo, aparentemente,
Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y suavidad, y que no acostumbra a
forzar la inclinación de los hombres, queriendo comprometerme a que tomara por
entero el cuidado de las escuelas, lo hizo de manera totalmente imperceptible y en
mucho tiempo; de modo que un compromiso me llevaba a otro, sin haberlo previsto
en los comienzos».
Bd 30: Y si, en este tiempo, hubiera creído que este compromiso le iba a obligar en
lo sucesivo a convivir con estos maestros de escuela, jamás hubiera asumido cuidar ni
de los maestros ni de las escuelas. Pues como naturalmente, él no tenía en mucho el
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 597

estado de estos maestros, que eran muy simples, y le hubiera resultado, por
consiguiente, una penitencia insoportable pensar que debía permanecer y convivir
con ellos; [y] esto le hizo sufrir mucho al inicio, cuando les hizo ir a su casa, lo que
ocurrió dos años después.
Bd 33: Pero, para comprender mejor el proceder de la divina Providencia con él,
escuchémosle hablar a él mismo: «Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y
suavidad, y que no acostumbra a forzar la inclinación de los hombres, queriendo
comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las escuelas, lo hizo de manera
totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un compromiso me
llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos».
Re 13-14; Ca 10: De este modo, Dios le hacía probar sus fuerzas para ponerle, sin
que él se diera cuenta, en situación de emprender la fundación de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, que constituyó el objeto principal de sus trabajos durante el resto
de su vida. Se vio encargado de éste por caminos tan simples e imprevistos que no
puede uno dejar de admirar el dedo de Dios, que guiaba sus pasos. Él mismo quedó
sorprendido por ello, hasta maravillarse, como se advierte en una carta que escribió
más tarde a una persona piadosa que le consultó sobre los medios que había utilizado
para poner los primeros cimientos de su Instituto. «Dios —dice—, que gobierna todas
las cosas con prudencia y suavidad, y que no tiene costumbre de forzar la inclinación
de los hombres, queriendo comprometerme a que tomase el cuidado de las escuelas,
lo hizo de manera casi imperceptible y en breve tiempo, de manera que un
compromiso me conducía a otro, sin haberlo previsto al comienzo».

4.º Canónigo, párroco o simple sacerdote:


I.192.C: Hay que decirlo todo, y es que el señor De La Salle miraba una canonjía
en sí misma como uno de los últimos empleos de la Iglesia. Lo decimos después de
haberlo dicho él, y ésos son los términos con que se ha expresado en su Memoria.
I.193.BC: Esta voluntad de su superior le indicó la de Dios, y se persuadió de que
no estaba llamado ni a ser párroco ni a seguir como canónigo. Sin embargo, se
mantenía, como ya hemos dicho y como lo dijo él mismo, en este último estado en
espera de conocer la orden de Dios para salir de él, sin atreverse a abandonar, por sí
mismo, el lugar en que el Señor le había puesto.
Bd 49: Desde entonces, sin embargo, siempre guardó el propósito de dejar su
beneficio, pues tampoco se creía llamado al estado de canónigo; y si se mantenía en
él, era sencillamente porque estaba persuadido de que no debía abandonar un estado
en el que, al parecer, Dios le había colocado, aunque a la sazón ya no se sentía
llamado; y si no lo dejaba, era porque esperaba que Dios le mostrase, visiblemente, el
estado al cual le destinaba.
598 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Bd 54: Por verse liberado de una función en la que se consideraba poco útil para la
Iglesia, a ejemplo de santo Domingo, como lo dice en una meditación que compuso
para la fiesta de este santo.

5.º Comunidad fundada o no:


I.326.A: «Desde que dejé todo, —decía a menudo él mismo—, no he conocido a
uno solo que se haya visto tentado de salir con el pretexto de que nuestra comunidad
no tiene bienes fundacionales». Con estas palabras termina la memoria con la cual
hemos trabajado hasta ahora, desde el comienzo de este segundo libro.

6º. docilidad con los párrocos de San Sulpicio:


I.300.E-301.A: Respecto del señor de la Barmondière, no hizo nada sino con el
consejo del señor Baudrand; y respecto del señor Baudrand, no actuó en nada sino
con los sabios consejos del señor Tronson. Sin esta consulta, no habría dado ni un
paso, y no habría hecho nada por sí mismo. Ése es el testimonio que ha dejado de sí
mismo el virtuoso superior de los Hermanos en la memoria que dejó escrita de su
mano.
I.339.A: Con todo, el siervo de Dios, con relación al señor de la Barmondière,
nunca hizo nada sino por consejo del señor Baudrand; y respecto del señor Baudrand,
no hacía nada sino con el parecer de personas a quienes el mismo señor Baudrand
tenía en gran estima, como ya se dijo.

TROZOS QUE PODRÍAN PROVENIR DE LA MEMORIA DE LOS COMIENZOS

1.º Una visita al señor de La Barmondière:


I.200.E-201.A: Durante el breve tiempo que estuvo en París, nuestro virtuoso
canónigo visitó al señor de La Barmondière, a la sazón párroco de San Sulpicio. El
señor De La Salle, que nos ha dejado este hecho por escrito, no nos ha permitido
conocer lo que habló con este fiel servidor de Dios sobre su nuevo Instituto, pues su
humildad jamás le permitió revelar nada que pudiera servir para su alabanza.
Re 46; Ca 31: Durante la corta estancia que pasó en París tuvo ocasión de saludar
al señor de La Barmondière, párroco de San Sulpicio, que le preguntó el motivo de su
viaje, lo cual le dio ocasión para expansionarse con él y comunicarle las razones que
le determinaban a desprenderse de su canonicato y abrazar un estado de pobreza. Al
párroco le gustaron sus razones y coincidió con sus miras. Le hizo prometer que le
enviaría dos Hermanos para abrir una escuela gratuita en su parroquia, que, como se
sabe, era la más extensa de París.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 599

2.º Deficiente conducta de los primeros maestros.


Bd 37: como él mismo dice, no podía soportar sino con mucha pena, que los
maestros siguiesen viviendo y comportándose tan mal como lo hacían.

3.º Se precisa la vocación del señor De La Salle:


I.193.D: Después de fervorosas oraciones, después de muchas consultas, le
pareció de forma clara, hacia finales del año 1682 (dice él mismo), que Dios le
llamaba a asumir el cuidado de las Escuelas; y que teniendo que ser el primero en
todos los ejercicios de la comunidad, no podía asistir al Oficio con tanta asiduidad
como le exigía su director.
Bd 49: Hacia finales del año 1682, al señor de La Salle le pareció visiblemente que
Dios le llamaba a tomar el cuidado de las escuelas. Comprendió que debía ser el
primero [en asistir] a los ejercicios que había establecido en la casa, para dar ejemplo
a aquellos para quienes los había puesto, [creyó] que no podía cumplir esto y ser, al
mismo tiempo, asiduo al oficio divino del coro [de la catedral], lo cual su director no
podía aprobar, ya que le exigía que fuese muy exacto a éste.

MEMORIA SOBRE EL HÁBITO Y OTRAS MEMORIAS


ATRIBUIDAS A DE LA SALLE
I.240.E: Temiendo que la autoridad o que la multitud de personas a quienes
disgustaba el hábito causaran impresión en quienes lo llevaban, redactó un escrito
para justificar su modo de vestir, y en él expuso de manera tan sólida y mesurada los
motivos de su resistencia, que ganó para su parecer a los que más opuestos parecían a
él.
I.300.A: El siervo de Dios tomó una vez más la pluma para desvelar los motivos
que le habían determinado a dar a los Hermanos el hábito que tienen y elaborar una
memoria sobre esta cuestión. Este escrito es tan claro y tan sólido, que la persona a
quien se lo mostró y a quien había pedido consejo, le sugirió que se mantuviese firme.
Es verdad que el señor De La Salle no ha dado el nombre de la persona a quien
consultó, y que se contentó con decir que era persona muy prudente.
II.305.E: Quien les oyera creería que les asistían las más sólidas razones, pero para
juzgarlas bastaba confrontarlas con las del siervo de Dios. La sola lectura de éstas
hacía comprender que tenía luces superiores, y que venían de lo alto.
Bd 70: Al mismo tiempo, deseoso de hacer ver que la intención que tenía de no
cambiar en nada el hábito de los Hermanos era la adecuada, puso por escrito las
razones que le impulsaban a ello; son razones tan justas y sólidas que es casi
imposible que una mente sensata pueda hallar algo que rechazar. Hizo que las vieran
sus directores y los superiores del seminario de San Sulpicio, que las aprobaron, lo
600 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

cual le confirmó aún más en la resolución que tenía de mantenerse firme en que el
hábito de los Hermanos de su Instituto conservara siempre su antigua forma.
Re 40; Ca 27: No quiso, por tanto, ceder a las razones de cortesía que se le
expusieron, y como le tacharon de testarudo y de suficiente, consideró que era justo
exponer por escrito las razones de su resistencia. Lo hizo de manera sólida y cristiana,
y de esa manera ganó para su opinión a quienes parecía que eran los más opuestos.

MEMORIA EN FAVOR DE LA LECTURA EN FRANCÉS


I.375.B: Pero el señor De La Salle, que había cambiado el uso tradicional apoyado
en importantes motivos, pidió ser escuchado, y explicó el cambio con tan serias
razones, que el prelado se rindió. Éstas son fundamentalmente:
I.376.C: Ha parecido necesario recoger estas razones con el fin de cerrar la boca de
muchos que critican que, en contra de la costumbre habitual, en las escuelas gratuitas
se comience a aprender a leer con el francés antes de hacerlo con el latín. Esperamos
que si quienes censuran este uso quieren prestar atención a los motivos que lo avalan,
serán los primeros que lo aconsejen.
II.302.C: Cuando el Excmo. Sr. Desmarets, obispo de Chartres, quiso aconsejarle
un cambio en el modo de enseñar en las escuelas, le encontró dispuesto a seguir su
voluntad; pero aquél no pudo resistir el peso de las razones que el siervo de Dios le
presentó en un memorial.
I.375-376: «1. La lectura del francés es de mucha mayor utilidad y más universal
que la lectura del latín.
2. Al ser la lengua francesa la nativa, es, sin comparación, mucho más fácil de
enseñar que la latina, a niños que entienden aquélla pero que no comprenden ésta.
3. En consecuencia, se necesita mucho menos tiempo para enseñar a leer en francés
que para enseñar a leer en latín.
4. La lectura del francés prepara para la lectura en latín; en cambio, la lectura en
latín no prepara para la francesa, como enseña la experiencia. La razón es que para
leer correctamente el latín, basta con apoyar todas las sílabas y pronunciar
debidamente todas las palabras, lo cual resulta fácil si se saber deletrear y leer en
francés. De donde se sigue que las personas que saben leer correctamente el francés
aprenden fácilmente a leer el latín; y que, al contrario, se requiere aún mucho tiempo
para enseñar a leer en francés, después de haber dedicado también mucho para
enseñar a leer en latín.
5. ¿Por qué se necesita mucho tiempo para enseñar a leer en latín? Ya se ha dicho:
porque las palabras son extrañas para las personas que no entienden el sentido de las
mismas, y les resulta difícil retener sílabas y deletrear correctamente palabras cuyo
significado no comprenden.
6. ¿Qué utilidad puede tener la lectura del latín para personas que no lo utilizarán
nunca en su vida? ¿O qué uso pueden hacer de la lengua latina los jóvenes de uno y
otro sexo que acuden a las escuelas cristianas y gratuitas? Las religiosas que recitan el
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 601

Oficio Divino en latín sí necesitan, realmente, saber leerlo muy bien; pero de cien
niñas que acuden a las escuelas gratuitas, ¿habrá apenas una que llegue a ser joven de
coro en un monasterio? De igual modo, de cien niños que asisten a las Escuelas de los
Hermanos, ¿cuántos hay que tengan que estudiar luego la lengua latina? Y aun
cuando hubiera varios, ¿se tendría que favorecerlos con perjuicio de los demás?
7. La experiencia enseña que aquellos y aquellas que acuden a las escuelas
cristianas no perseveran mucho tiempo en su asistencia; no acuden durante el tiempo
necesario para aprender a leer bien el latín y el francés. En cuanto tienen edad para
trabajar, se les retira; y ya no pueden volver, a causa de la necesidad de ganarse la
vida. Siendo así, si se comienza enseñándoles a leer en latín, los inconvenientes que
se siguen de ello son los siguientes: se retiran antes de haber aprendido a leer el
francés, o de saber hacerlo debidamente; cuando se retiran no saben leer el latín sino
imperfectamente, y en poco tiempo olvidan lo que sabían; de ello se sigue que nunca
saben leer, ni en latín ni en francés.
8. Y, en fin, el inconveniente más perjudicial es que casi nunca aprenden la
doctrina cristiana.
9. En efecto, cuando se comienza enseñando a los jóvenes a leer el francés, al
menos saben leerlo bien cuando dejan la escuela. Al saber leer bien, pueden instruirse
por sí mismos en la doctrina cristiana; pueden aprender en los catecismos impresos;
pueden santificar los domingos y fiestas con la lectura de libros buenos y con
oraciones bien compuestas en lengua francesa. Por el contrario, si al retirarse de las
escuelas cristianas y gratuitas no saben leer más que el latín, y de forma muy
imperfecta, permanecen toda su vida en la ignorancia de los deberes del cristianismo.
10. Finalmente, la experiencia enseña que casi todos aquellos y aquellas que no
entienden el latín, que no tienen estudios, ni usan la lengua latina, sobre todo las
personas corrientes, y con mucha más razón los pobres que acuden a las escuelas
cristianas, nunca llegan a saber leer bien el latín; y cuando lo leen, dan lástima a
quienes entienden esta lengua. Por lo tanto, es totalmente inútil dedicar mucho
tiempo para enseñar a leer debidamente una lengua a personas que nunca la han de
utilizar». (En el original hay un error en la numeración de párrafos).

MEMORIA CON MOTIVO DE UN PROCESO


Re 79; Ca 54: Se vio forzado a dar por escrito las razones de su defensa, y lo hizo
con tanta fuerza y precisión que el asunto se zanjó en poco tiempo en beneficio suyo...
Desde entonces no tuvo ningún altercado con los maestros de escuela de París hasta
finales del año 1699, en que atacaron de nuevo,

MEMORIA Y PETICIÓN A LOS ADMINISTRADORES DEL ASILO DE RUÁN


II.25.BCDE: Este distinguido magistrado apreció adecuadamente las razones de
la memoria, y aconsejó al siervo de Dios que las desarrollara en una petición y las
602 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

presentara a los administradores de la Oficina; al mismo tiempo le prometió que la


apoyaría. Y es lo que hizo.
La petición constaba de dos artículos. En el primero se suplicaba a los señores
administradores que aceptasen la retirada de los Hermanos, después de haberles
expuesto los motivos. En el segundo, los Hermanos se ofrecían a encargarse de las
escuelas gratuitas de la ciudad con las condiciones con que estaban fundadas, y
contentarse con la escasa paga que tenían asignada.
Re:171-172; Ca 106: A los administradores les dio a conocer sus penas y
dificultades. Les dijo que era imposible continuar dedicándose a la instrucción de los
pobres del Asilo, pues los Hermanos estaban sobrecargados de trabajo, y porque los
ejercicios de la casa eran incompatibles con los suyos; que no había proporción
alguna entre su modo de vivir y el del asilo; que les rogaba que vieran con buenos ojos
que se retirasen a una casa particular donde les sería posible vivir de acuerdo con sus
compromisos, que esto no les impediría, si se juzgaba oportuno, seguir llevando las
escuelas de la ciudad, tal como se habían comprometido.

MEMORIA SOBRE LOS FINES DEL INSTITUTO


Por una petición que le hizo el joven abate Clément
II.73.A: El santo sacerdote respondió que no podía colaborar en la realización de
tal proyecto si quedaba fuera de la esfera del Instituto. ¿Pero cuáles eran los fines del
Instituto de los Hermanos? El señor De La Salle no se lo dijo. La curiosidad del joven
le indujo a pedir una memoria sobre ello, y la caridad del señor De La Salle le movió a
dársela allí mismo.

MEMORIA JUSTIFICATIVA EN EL PROCESO DEL ABATE CLÉMENT


II.72.CD: Todavía conservamos la memoria justificativa que el señor De La Salle
escribió sobre este asunto antes de marcharse. Será suficiente que hagamos un
extracto del mismo.
II.77.E: Sin abrir la boca para defenderse, puso en manos de algunas personas de
confianza y autoridad algunos documentos, una memoria y trece cartas del abate, que
constituían su justificación, y les rogó que, por caridad, le hicieran justicia.
(Cfr. varias alusiones: II.384.CD; 415.B).

MEMORIA EN RESPUESTA A UN LIBELO CALUMNIOSO


II.91.E-92.A: El contagio de este panfleto se extendió por todas partes, y el siervo
de Dios pensó que tenía la obligación de oponerle una contención. Redactó una
respuesta, en la cual dejaba hablar sólo la verdad, y en la cual la caridad sazonaba
todas las expresiones. No dejó escapar de su pluma ninguna que pudiera satisfacer el
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 603

amor propio herido, que pudiera molestar a sus adversarios y que les diera a entender
que estaba herido por los dardos de su cólera. Se contentó con exponer lo que era falso
en su calumnia, sin permitirse nada que pudiera herir a sus calumniadores. Lo más
fuerte que decía era que aprendía por experiencia cuánto debía temer la Iglesia de un
partido que se fortalecía cada día, y que preveía con dolor las llagas que de ella
recibiría la esposa de Jesucristo.
Re 229-230; Ca 131: El señor de La Salle, al verse atacado en su reputación, creyó
que era su deber defender su persona. Elaboró una respuesta en la cual, sin apartarse
de los límites de la moderación y de la caridad cristiana, deshacía la falsedad de las
acusaciones que se alegaban contra su gobierno.

Fórmulas de compromiso

REGLAS QUE ME HE IMPUESTO


II.320.A: Se había impuesto a la vez tres clases de yugos. El primero, el de la Regla
común de los Hermanos, cuya práctica es muy molesta para la naturaleza y de
perfección muy subida. El segundo, el de un reglamento particular acomodado a las
observancias del Instituto. El tercero, el reglamento general cuya copia se acaba de
leer, el cual añadía a los demás nuevas cadenas que atasen su libertad y propia
voluntad.
II.318.A: Para ver hasta qué punto había cautivado su libertad, basta leer el
reglamento particular que se había impuesto.
II.319.E: Tal era el reglamento que se había obligado a guardar; y nos hace sentir
la pérdida del particular de que habla,
II.318-319: Reglas que me he impuesto:
«1.a No saldré de casa sin necesidad y sin haber empleado un cuarto de hora en
examinar delante de Dios si la necesidad es real o imaginaria. Si el negocio es
apremiante, tomaré cuando menos el tiempo de un Miserere a tal efecto y para poner
en mi mente algún buen pensamiento.
2.a Dedicaré cada día un cuarto de hora y con fijeza para renovar la consagración de
mí mismo a la Santísima Trinidad.
3.a Será regla constante de mi conducta no hacer distinción entre los negocios
propios del estado y el negocio de la salvación y perfección, en la seguridad de que
jamás operará uno mejor su salvación ni adquirirá más perfección que cumpliendo
con los deberes de su cargo, con tal que se haga con la idea de cumplir la voluntad de
Dios. Debe tenerse siempre esa intención.
604 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

4.a Cuando salga de visita, cuidaré de no hablar sino lo necesario y de no hablar de


negocios del mundo, ni de cosas inútiles, y de emplear en ella una media hora a lo
más.
5.a Por lo menos veinte veces al día uniré mis acciones con las de Nuestro Señor, y
procuraré tener en ellas miras e intenciones semejantes a las suyas. Tendré, al efecto,
un papelito en el cual apuntaré cuantas veces lo hubiera hecho; y, cuantas veces
hubiere faltado al día, rezaré otros tantos padrenuestros, besando el suelo a cada
padrenuestro antes de acostarme.
6.a Cuando mis Hermanos vinieren a pedirme algún consejo, antes de dárselo
rogaré al Señor. Si es de alguna importancia, me tomaré cierto tiempo para orar sobre
el particular, y cuando menos, cuidaré de mantenerme por todo ese tiempo en
recogimiento y de levantar mi corazón a Dios breves momentos.
7.a Cuando me descubran sus faltas, me consideraré culpable de ellas ante Dios por
mi pobre conducta, por no haberlas prevenido, bien sea con los consejos que debiera
darles, bien sea vigilando sobre ellos, y si les impongo alguna penitencia, yo me
impondré otra mayor, y si la falta es considerable, además de la penitencia, vacaré un
rato en particular como media hora y hasta una hora, varios días seguidos, sobre todo
por la noche, para pedir a Dios perdón de ella. Si me considero como haciendo las
veces de Dios ante de ellos, será con la convicción de que tengo obligación de cargar
con sus pecados, así como Nuestro Señor cargó con los nuestros, y que es una carga
que Dios me impone respecto de ellos.
8.a Miraré siempre la obra de mi salvación y de la fundación y gobierno de nuestra
Comunidad como la obra de Dios, por cuyo motivo le dejaré el cuidado de todo ello,
para no hacer nada de lo que me concierna sino por orden suya; y le consultaré
largamente, sobre todo cuanto tenga que hacer tocante a cualquiera de ambas cosas; y
le diré a menudo estas palabras del profeta Habacuc: Domine opus tuum, Señor,
ejecuta tu obra. (Hab. III, 2).
9.a He de considerarme a menudo como instrumento, que para nada sirve sino
cuando está en manos del artífice; así, pues, debo esperar las órdenes de la
Providencia de Dios para obrar; y, al mismo tiempo, no debo dejarlas pasar cuando
son manifiestas.
10.a. Sea cual fuere mi situación o estado, seguiré siempre un orden y reglamento
diario, con la gracia de Nuestro Señor en la cual únicamente confío, pues esto nunca
he podido conseguir, y la primera cosa que hiciere, cuando cambie de estado, será
formar nuevo plan, y al efecto tendré siempre un día de retiro.
11.a Antes de ir de misión al campo tendré un día de retiro para disponerme, y
procuraré ponerme en estado de hacer, por lo menos mientras dure el viaje, tres horas
de oración diarias.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 605

12.a Si una persona, ya superior, ya inferior, o igual, me molestare, o como


comúnmente se dice me ofendiere en algo, cuidaré bien de no decirlo, y cuando me
hablen de ello los disculparé y daré a entender que tuvieron razón.
13.a Es preciso que examine bien el tiempo que perdí, y que evite el perderlo en
adelante: sólo mucha vigilancia puede remediarlo, y aun parece que únicamente un
retiro prolongado puede procurarme esa vigilancia.
14.a Parece buena regla de conducta no cuidar tanto de saber lo que se tiene que
hacer, cuanto de hacer perfectamente lo que se sabe.
15.a Por la mañana dedicaré un cuarto de hora a prever los negocios del día, para
conformarme con ellos, las ocasiones que pueda tener de caer, para preservarme de
ellas, y tomaré providencias para mi conducta durante el día.
16.a Antes falté a menudo en rezar el Santo Rosario, aunque es oración de Regla en
nuestra Comunidad; es preciso que en adelante no me acueste sin haberlo rezado.
17.a Tampoco he de pasar día alguno, excepto cuando esté de viaje, sin visitar al
Santísimo Sacramento; y aun estando de viaje, si me ocurre pasar cerca de la iglesia
de algún pueblo, me arrodillaré para adorar al Santísimo, y lo haré cuantas veces eso
me sucediere.
18.a Procuraré levantar mi corazón a Dios siempre que comenzare alguna acción; y
cualquier cosa que emprenda procuraré no hacerla sin previa oración.
19.a La Regla de la Comunidad dice que no debe entrarse, ya sea en la casa, ya sea
en una habitación, sin orar a Dios y renovar la atención en Él; procuraré no olvidarlo.
20.a Rezaré cada día una vez el paternoster con la mayor devoción, atención y fe
que pueda, en reverencia y acatamiento de Nuestro Señor, que nos lo enseñó y nos
mandó rezarlo.
II.301.D: He aquí cómo habla de ella en el Reglamento que se había prescrito: La
cosa que más a pechos he de tomar, es el renunciar a mi propio juicio y a mis propias
luces, no siguiéndolas en nada, por lo que a mí se refiere.

FÓRMULAS DE VOTOS, TESTAMENTO, ACTAS


I.313.BC: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, postrados con
profundo respeto ante vuestra infinita y adorable Majestad, nos consagramos
enteramente a Vos, para procurar con todas nuestras fuerzas y con todos nuestros
cuidados el establecimiento de la Sociedad de las Escuelas Cristianas, del modo que
nos parezca más agradable a Vos y más ventajoso para dicha Sociedad. Y a este fin,
yo, Juan Bautista de La Salle, sacerdote; yo, Nicolás Vuyart, y yo, Gabriel Drolin,
desde ahora y para siempre, y hasta el último que sobreviva, o hasta la completa
consumación del establecimiento de dicha Sociedad, hacemos voto de asociación y
de unión, para procurar y mantener dicho establecimiento, sin podernos marchar,
incluso si no quedáramos más que nosotros tres en dicha Sociedad, y aunque nos
606 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

viéramos obligados a pedir limosna y a vivir de sólo pan. En vista de lo cual,


prometemos hacer unánimemente y de común acuerdo todo lo que creamos, en
conciencia y sin ninguna consideración humana, que es de mayor bien para dicha
Sociedad. Hecho el veintiuno de noviembre, día de la Presentación de la Santísima
Virgen, de 1691. En fe de lo cual hemos firmado».

Fórmula de votos, con los Hermanos de las Escuelas Cristianas


II.336.DE: He aquí cómo empieza: Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, postrado con el más profundo respeto ante vuestra infinita y adorable
majestad, me consagro enteramente a Vos para procurar vuestra gloria cuanto me
fuere posible y lo exigiereis de mí, etc.
II.449.B: Hacía el voto de obediencia parecido al de los demás Hermanos,
prometiendo obedecer al Superior del Instituto y al cuerpo de la Sociedad;

Al día siguiente de los votos de 1694, el acta de elección del señor De La Salle
como superior:
I.347.E-348.AB: El prudente superior no quiso que su elección tuviera como
consecuencia que antes o después de su muerte se volviera a dar a un sacerdote la
calidad de superior de los Hermanos, y no quiso consentir en ella sino a condición de
que los doce firmaran el acta de su elección, y que a ella se añadiera la exclusión
formal de cualquier sacerdote, o de cualquier otro con órdenes sagradas, para
gobernar a los Hermanos. Con sumo gusto le contentaron en este punto, para tener el
placer de verle continuar, sin repugnancia, en su cargo de superior. Todos firmaron el
acta que sigue: «Los abajo firmantes, Nicolás Vuyard, Gabriel Drolin, etc., después
de habernos asociado con el señor Juan Bautista De La Salle, sacerdote, para tener
juntos las Escuelas gratuitas, por medio de los votos que hicimos en el día de ayer,
reconocemos que como consecuencia de tales votos, y de la asociación que hemos
contraído con ellos, hemos escogido como superior al señor Juan Bautista De La
Salle, a quien prometemos obedecer con total sumisión, lo mismo que a quienes nos
sean dados como superiores. También declaramos que queremos que la presente
elección no tenga ninguna consecuencia en el futuro. Y que nuestra intención es que
después del citado señor De La Salle, en el futuro y para siempre, no haya ninguno, ni
admitido entre nosotros ni escogido como superior, que sea sacerdote, o que haya
recibido las órdenes sagradas; que no tendremos ni admitiremos ningún superior que
no esté asociado, y que no haya hecho voto como nosotros y como todos los demás
que se nos asocien en el futuro. Hecho en Vaugirard, el 7 de junio de 1694».
Re 110; Ca 73: Luego pidió que se elaborara el acta de elección, en la cual tuvo
mucho cuidado de incluir que en lo sucesivo no se podría elegir sino a un Hermano
del Instituto como Superior general. Después de ello, fue a celebrar la misa.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 607

Después de los votos perpetuos del 6 de junio de 1694:


I.392.CD: Desde entonces pensó que era preciso trabajar para obtener la
aprobación de la Santa Sede. Es lo que indica él mismo en el primer artículo de su
testamento. Es lo que quiso dar a entender cuando a su nombre añadió el calificativo
de Sacerdote Romano, al firmar el voto del que se habló anteriormente.

En otra parte el biógrafo vuelve sobre el mismo tema:


I.344.A: El acta de este voto está firmada de su propia mano de la siguiente
manera, J. B. De La Salle, sacerdote romano.

Acta de cesión de un legado a favor del Instituto:


II.158.E-159.A: Llamó a París al Hermano Bartolomé, superior general, y puso en
su mano el legado que se le había hecho, acompañada de un acta por la cual
renunciaba en favor del Instituto.

TESTAMENTO DEL SEÑOR DE LA SALLE


II.173.DE: «Encomiendo a Dios primero mi alma, y luego a todos los Hermanos
de la Sociedad de las Escuelas Cristianas, a los cuales me ha unido, y les recomiendo,
por encima de todo, que tengan siempre entera sumisión a la Iglesia, sobre todo en
estos calamitosos tiempos; y para dar muestras de ello, que no se separen en nada de
Nuestro Santo Padre el Papa y de la Iglesia de Roma, recordando siempre que he
enviado a Roma dos Hermanos para pedir a Dios la gracia de que su Sociedad se
mantenga siempre enteramente sumisa. Les recomiendo también que tengan
profunda devoción a Nuestro Señor, que amen mucho la sagrada comunión y el
ejercicio de la oración mental, y que tengan particular devoción a la Santísima Virgen
y a san José, patrón y protector de su Sociedad; que cumplan con su empleo con celo y
desinterés; que tengan entre ellos unión íntima y obediencia ciega a sus superiores,
que es el fundamento y el sostén de toda perfección en una comunidad».
II.492.DE: Había tomado a San José por patrono y protector de su Instituto. Al
morir recomendó a sus discípulos, como lo había hecho ya tantas veces durante su
vida, que sobresaliesen por su devoción a San José.
Re 295; Ca 162: He aquí, en fin, el precioso depósito que les dejó al morir, como
última muestra de su ternura: «Encomiendo a Dios mi alma, y luego a todos los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, a los cuales me ha unido. Les recomiendo que
tengan una gran devoción a Nuestro Señor, que amen mucho la sagrada comunión y
el santo ejercicio de la oración; que tengan también devoción particular a la santísima
Virgen y a San José, patrono y protector de la sociedad; que cumplan su empleo con
celo y sumo desinterés; que tengan obediencia ciega a sus superiores, que es el
fundamento y el sostén de toda perfección de una comunidad».
608 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Las cartas

CARTAS A LOS HERMANOS, O A HERMANOS


DE LOS CUALES SÓLO LOS BIÓGRAFOS DAN EL CONTENIDO:
II.372.B: Si se enteraba de que algunos de los Hermanos no aprovechaban sus
consejos y desfallecían en la vocación, al punto se ponía en marcha, para que su
presencia consiguiese lo que sus cartas no habían podido,
II.102.C: Los Hermanos, que habían sido tan azotados y tan expuestos a la
seducción, centraron toda su vigilancia. Por medio de cartas sostenía a unos y
consolaba a otros.
II.ab.76.B: Estas pocas palabras: «Rogad por el Hermano Henry, que ha muerto
con sentimientos extraordinarios de piedad el 1 de julio de 1699», que escribió el
santo fundador para recomendar a las oraciones de todos los Hermanos ausentes;
estas pocas palabras, digo, salidas de la pluma de un hombre de eminente virtud...
hacen el elogio de este buen Hermano.
Re 211: Los Hermanos (de Les Vans) tuvieron cuidado de informar con exactitud
al señor de La Salle de las alarmas que había levantado un suceso tan extraordinario, y
el modo como se habían dispuesto para conjurar la libertad. Éste les respondió que
bendecía a Dios por haberlos inspirado recurrir sólo a Él, y por no haber utilizado para
su defensa más que las armas de la oración. Añadió que le habían llenado de alegría al
darle a conocer que había encontrado discípulos dignos de sufrir la humillación por
honor de nuestra religión.

En 1717, para preparar la asamblea general que elegiría al Hermaano


Bartolomé:
Re 270; Ca 150: El señor de La Salle dio orden a todos los Hermanos directores de
las casas del Instituto de estar en la de San Yon el día señalado, para hacer el retiro
que debía preceder la elección.
Al Hermano Bartolomé después de recibir un legado:
Re 284; Ca 156: En cuanto el asunto quedó terminado, pidió al Hermano
Bartolomé que fuera a París. A su llegada, puso en sus manos el dinero de la
donación, y le entregó un acta por la cual cedía todos sus derechos y poderes en favor
de los Hermanos del Instituto.
Al Hermano Bartolomé, desde su elección:
II.413.D: Tributaba toda clase de respetos al Hermano Bartolomé, su sucesor, y
encabezaba las cartas que le dirigía con estas palabras: Muy venerable Hermano,
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 609

ofrezco a Vuestra Reverencia mis humildísimos respetos y obediencia como obligado


que estoy a ello por parte de Dios.
A los Hermanos que le escribían después de la elección del Hermano Bartolomé:
II.152.D: Cuídese mucho en lo sucesivo de dirigirse a mí para cosas de este tipo.
Usted tiene un superior: a él debe exponerle sus dificultades. Por mi parte, no quiero
mezclarme en nada de esto, sino sólo en pensar en la muerte y en llorar mis pecados.
Re 274; Ca 152: Al responder a ellas cuidaba de tener la precaución de decir que
no debían dirigirse a él, que ya estaba, gracias a Dios, descargado de los asuntos del
Instituto y que no le convenía mezclarse en ellos; que el poco tiempo que le quedaba
de vida lo había tomado para pensar en la muerte, en las lágrimas y en la penitencia, y
para no ocuparse más que de sus propias necesidades.

CARTAS A DIVERSAS PERSONAS EXTERNAS AL INSTITUTO


A Mons. Le Tellier, su arzobispo, sobre la dimisión del canonicato:
I.209.C: El mismo señor De La Salle le escribió, y en su carta manifestó con
generosidad la respuesta que había dado, y la aprobación que había obtenido de boca
del superior del seminario, que había acudido a pedirle otra distinta.
Al abad de la Trapa, sucesor del abad de Rancé:
I.435.C: Después de haber agradecido al abad de la Trapa la noticia que le daba y
que había calmado su inquietud al saber que los dos Hermanos habían llegado a la
Trapa, le suplicó que los enviase de nuevo, y que no recibiera a ningún otro en el
futuro sin su consentimiento; y así lo hizo.
A Mons. Colbert, arzobispo de Ruán:
II.29.E: n.m. No quiso decidir nada sin haber escrito antes a monseñor Colbert
para conocer su parecer sobre este asunto. Le comunicaba su proyecto de establecer
el noviciado en Ruán y le suplicó que le concediese su aprobación, si lo consideraba
oportuno. La respuesta fue muy favorable.
Al obispo de Saint-Omer:
II.406.CD: Al volver de decir misa escribió al prelado, de quien recibió pronta
respuesta, en la cual le suplicaba viniese cuanto antes a verse con él en San Omer,
Al Padre Barré:
Re 42-43; Ca 29: Pero como nunca emprendía algo importante sin consejo,
recurrió al Padre Barré, religioso mínimo, de quien ya hemos hablado. Le escribió
cuál era su propósito y le rogó que le diera su parecer sin halagarle para nada.
Al párroco de San Sulpicio y responsables de las escuelas:
I.213.BC: Se excusó por carta ante el señor de la Barmondière, por la
imposibilidad en que se encontraba de cumplir su promesa, y le rogó que esperase el
610 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

momento favorable de la Providencia, que sabe conducir todo a sus fines, como le
place. Escribió también al señor l’Espagnol, que cuidaba de la escuela de San
Sulpicio, y le decía que le aconsejaban que se quedara en Reims, y que no podía ir a
París.
Bd 57: Y para no hacer esperar más a quienes le esperaban en París, escribió al
señor l’Espagnol, a la sazón encargado de las escuelas de caridad de la parroquia de
San Sulpicio, para comunicarle que le aconsejaban que no fuera a París; y que por tal
motivo le rogaba que no tomase a mal el que no fuera.
Re 52; Ca 34: En consecuencia escribió al señor de La Barmondière que la
voluntad de Dios se oponía a que fuera tan pronto a crear su establecimiento, y que
todo lo que podía hacer un débil instrumento como él, era someterse a ella.
I.285.E-286.A: Al no tener seguridad sobre la decisión que debería tomar, dio una
respuesta ambigua, que reflejaba su indecisión.
Re 69-70; Ca 47: Al no tener seguridad sobre la decisión que debería tomar, dio
una respuestas ambigua, que reflejaba su indecisión.
I 286.B: El piadoso fundador escribió al maestro de las escuelas de San Sulpicio y
le decía que estaría satisfecho si el señor párroco aceptaba a dos Hermanos y a él con
ellos.
I.286.D: Por todo ello, el señor De La Salle deseaba recibir directamente del señor
párroco una respuesta positiva. Y para poder conseguirla respondió que su hermano,
que se disponía a ingresar en el seminario de San Sulpicio, hablaría del proyecto y
tomaría las medidas convenientes para resolverlo.
Re 70; Ca 47: Le escribió que hubiera deseado encontrarse en Reims cuando él se
había tomado la molestia de viajar para hablar con él, pero que aparte de este contratiempo,
sería satisfecho de inmediato si el señor párroco de San Sulpicio estaba de acuerdo
con que enviase dos Hermanos para compartir su trabajo y que él mismo estaba
dispuesto a llevarlos a París si el asunto se resolvía según sus deseos
A Mons. Deshayes sobre la escuela de Darnétal:
II.16.BC: El señor De La Salle, al considerar la ciudad de Ruán como el lugar de
origen de su sociedad, creyó que había que atenderla con generosidad y con entero
desinterés. Así, sin inquietarse por la alimentación y el vestido de sus hijos, concedió
todo lo que pedían, en la respuesta que dio al señor Deshayes. Pero les puso la
condición expresa de que aquellos que enviase a Darnétal se limitarían a desempeñar
la función de maestros de escuela, como se hacía en todos los demás lugares. Tomó
esta precaución porque temía que se quisiera obligar a los Hermanos a hacer lo que
tienen costumbre de realizar en los pueblos los maestros de la escuela, como cantar,
ponerse el roquete y ayudar al párroco en su ministerio, funciones todas ellas
prohibidas a los Hermanos por reglas esenciales.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 611

Al señor de La Chétardie, que pedía que volvieran los Hermanos:


II.42.DE: El santo sacerdote le contestó que había preferido retirarse a tiempo,
antes que ver las escuelas expuestas continuamente a agitaciones que causaban
considerables perjuicios a los Hermanos; que el modo con que se había procedido con
él desde hacía tiempo, había desalentado a algunos; que no tenía posibilidad de
reemplazarlos de forma inmediata, y que no estaba dispuesto a enviar a otros, sino en
la medida en que se le confirmara que estarían tranquilos y seguros bajo su
protección.
Re 187; Ca 113: El señor de La Salle le respondió que había preferido ceder a la
situación, a verse todos los días expuesto a soportar nuevas querellas que causaban un
perjuicio importante a los Hermanos de las escuelas, ya que el mal procedimiento que
se había seguido con ellos había desanimado a algunos después del último ataque, a
quienes no podía sustituir fácilmente, y que estaba dispuesto a no enviar otros si no
obtenía la seguridad de que habrían de tener una situación más tranquila y a cubierto
de la envidia de los maestros de escuela de París.
Con relación a un convertido:
II.340.DE: Vino, en efecto, a París a verse con el Hermano Director, quien le
recibió y le puso solo en una celda, en virtud de la orden que le habían dado, en carta
que le fue presentada por ese hombre.
II.341.A: Presentose con una recomendación del Sr. de la Salle para que se le
admitiera en la casa y permaneció en ella dos años.
A los padres de un novicio:
Re 137; Ca 89: El señor de La Salle tuvo cuidado de informar de este paso a los
padres de su novicio, que hasta entonces no habían podido convencerse de que el
asunto fuera en serio, y que se imaginaban que se trataba sólo de un ardor de juventud
que se apagaría fácilmente. Pero la carta del señor de La Salle les llevó a nuevas
reflexiones.
Al abate Clément:
II.74.BC: El siervo de Dios informó al abate de la propuesta que se hacía, pero no
le gustó y la rechazó a pesar de las consideraciones que le hizo el señor De La Salle.
La razón de su rechazo se basaba en la lejanía de dicha casa, que le impediría visitarla
con frecuencia. Incluso, sobre ello, escribió una carta muy dura al santo sacerdote, y
además de exponerle los motivos de su rechazo le avisaba del peligro de dejar una
cosa buena por otra mala. El siervo de Dios llegó, incluso, a manifestarle que tenía
miedo a comprometerse, en su compañía, a dar algún paso en falso.
A sor Luisa de Parmenia:
Re 247; Ca 139: Continuó manteniendo con ella un santo intercambio de cartas,
para resolver sus dudas y consultarla sobre los suyos.
612 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

A una persona de gran piedad:


II.495.A: El siervo de Dios, lleno de caridad, le escribió una carta muy
consoladora y le prometió sus oraciones.
A un ex-Hermano:
II.284.E: El santo varón supo que quería casarse; le escribió para disuadirle de ello
y le aseguró que Dios no bendeciría su matrimonio.

CARTAS A DIVERSOS HERMANOS


A un Hermano, después de un proceso:
I.363.B: El señor De La Salle reconoció el dedo de Dios en el modo de
desenvolverse este asunto, y consideró la feliz conclusión del mismo como un favor
singular de la divina bondad. Así se explicó él mismo en una carta que escribió a un
Hermano de provincias. Le decía, entre otras cosas, que parecía que Dios sólo le
había devuelto la salud para concluir este proceso con sentencia favorable para las
Escuelas Cristianas.
Al Hermano Poncio, depositario de un dinero:
II.378.C: Hallábase cierto día la Comunidad de Vaugirard reducida al último
extremo por falta de provisiones. En tal apuro encargó el santo Fundador al Hermano
ecónomo que llevase una carta al Hermano Poncio, en la cual le decía que se sirviera
poner en manos del portador cierta cantidad de que era depositario.
A un Hermano que tenía las obras del Padre Maimbourg:
II.222.C: Recibió de él severa reprensión y mandato expreso de deshacerse de
ellas aunque fuese con detrimento de sus intereses. Hallábase el Sr. de la Salle en San
Yon cuando envió esta orden, la cual fue desde luego ejecutada.

CARTAS CITADAS POR BLAIN, Y SÓLO POR ÉL


Al Hermano Bartolomé, maestro de novicios:
II.313.D: «He visto en San Yon que andaba con los brazos caídos con negligencia
—le decía—; es cosa indecorosa para un maestro de novicios que ha de ser en todo el
modelo de aquellos a quienes instruye. Es preciso que ande muy pausadamente, y con
los brazos cruzados, y no permita a sus novicios que vayan de otra manera».
II.328.BC: «Le escribo, carísimo Hermano, muy sorprendido de ver vuestro
noviciado en el estado en que está: se reduce a dos o tres novicios sin formación
ninguna y que guardan la Regla con tanta imperfección como si acabasen de ingresar.
Hay además cinco postulantes llenos de pasiones, y apenas pueden presenciar
ejemplo que imitar. Como el nuevo maestro de novicios no está hecho a este cargo, y
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 613

casi no sabe lo que tiene que hacer, ni lo que deben hacer los novicios —dice que ni él
ni los novicios saben cómo arreglarse.
No creo haber visto, a lo menos de muchos años acá, semejante noviciado en la
Comunidad; ¿y piensa con eso abrir nuevos establecimientos?
Hasta se quejan —añade— de que los novicios de Ruán no están muy penetrados
del espíritu de su estado, y no hacen caso de las cosas pequeñas.
Le suplico piense en remediar todo esto cuanto antes, pues ya sabe que la
estabilidad del Instituto depende de los novicios bien formados y bien regulares».
«Estoy —le dice— en estado de poder asistir a los actos principales como los
demás; podría dormir en el dormitorio común y comer con la Comunidad; le suplico
no se oponga a ello. Le esperamos inmediatamente, pues esta casa necesita de su
presencia. Quedo, carísimo Hermano, suyo en Nuestro Señor, etc». (Carta 4).
II.275.A: «Una idea me domina, y es que como hace tanto tiempo he dedicado tan
breve espacio a la oración, creo que me conviene emplear en ella mucho tiempo para
conocer la voluntad de Dios en las cosas que debo hacer. Por ahora lo que más me
conviene pedir en ella es que me dé a conocer lo que de mí quiere Dios, y que me
conceda la gracia de estar dispuesto siempre para hacer lo que de mí exija su santísima
voluntad». (Carta 5).
II.203.B: No conviene —decía en una de sus cartas al Rvdo. Hermano Bartolomé—
tener trato ninguno con esas personas; menos aún, depender de ellas.
II.450.A: «Ya sabe —le dice en una de sus cartas— que estoy siempre dispuesto a
obedecerle en todas las cosas: estoy actualmente en la sumisión, y no hice voto de
obediencia para hacer lo que se me antoje».
II.450.A: «Si se me mira —dice en otra carta— como unido a los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, parece que mi estado presente ha de ser de sumisión, sin dar un
paso, con respecto a ellos, como no sea por obediencia».
Al Hermano Ecónomo de San Yon:
II.264.AB: «Por ahí —dice — encontraréis el medio de atraeros el afecto de los
habitantes de una ciudad donde no sois amados; podréis sufrir un poco, pero esto no
durará. Por lo demás, estad seguros de que Dios os dará siempre las cosas necesarias
para la vida, si le servís bien».
A un director:
II.473.A: Que todo Director había de tener paciencia tan grande y virtud tan
probada, que estuviese siempre dispuesto a sufrirlo todo, sin demostrar ninguna pena
ni descontento.
II.312.B: «Suya es la culpa —le contestó—, ¿por qué no procura adquirir esa
igualdad de espíritu que le es tan necesaria? Sus Hermanos se quejan de que jamás se
le ve igual, y dicen comúnmente que se parece a las puertas de una cárcel».
614 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.410.D: Bien, pues, Hermano —escribía cierto día a uno de los antiguos—, ¿aún
está en ponerse bajo de mi dirección? Me encargaré con gusto de dirigirle, pero con
la condición de que me advertirá sin adularme: esto le pertenece, puesto que es el
más antiguo de nuestros Hermanos.
Exhortación a un Hermano:
II.313.E-314.AB: «La disipación y la curiosidad —le dice— son enorme mal en el
servicio de Dios. Trabaje, pues, Hermano mío, en restaurar su interior; bien sabe que
esto es lo principal y lo que conduce a Dios.
Sus ojos son los dos mayores enemigos que tiene: he aquí por qué debe vigilarlos
continuamente para no dejarles ver sino lo que la necesidad exige.
El mayor bien que puede procurarse es el recogimiento, y cuando lo haya
adquirido, podrá decir lo que Salomón dijo de la sabiduría: Que todos los bienes le
han venido con él.
La curiosidad es uno de los mayores impedimentos para conservar la piedad;
guárdese de ella y aplíquese sobre todo al recogimiento y a la presencia de Dios; es el
medio más seguro para hacerse hombre interior. Por amor de Dios trabaje en ello, ya
ve los males que la disipación le causa; conque refrene sus ojos y su lengua. Nada le
importe tanto como esta práctica; por este medio Dios le mirará con ojos benignos en
sus ejercicios, y le excitará a hacerlos bien tanto interior como exteriormente, que
Dios no pide sólo lo exterior de sus acciones, sino que se hagan con buenas
disposiciones interiores». (Carta 103).
II.314.B: «Se queja de que ha de combatir con un ejército de pensamientos
inútiles; si se aplicase bien a la presencia de Dios, no le sería tan fácil el tenerlos
inútiles».
II.472.D: «Cuide de no dejarse llevar de la impaciencia en el ejercicio de su
ministerio, pues de esa manera no obtendrá provecho alguno. Cuando se sienta
tentado de impaciencia, contenga el movimiento y espere que haya pasado para
obrar; y cuando se haya dejado llevar de alguna impaciencia como las que me señala
en su última, pida a su Hermano Director que le imponga alguna penitencia, pues éste
será remedio eficaz para enmendarse de un defecto de tan tristes consecuencias».
II.232.E: «El espíritu de fe —escribía a uno de ellos— es la participación del
espíritu de Dios que mora en nosotros, el cual nos mueve a gobernar nuestra vida y
arreglar nuestra conducta conforme a las máximas y sentimientos que la fe nos
enseña; de manera que en lo que principalmente se ha de ocupar ha de ser en adquirir
este espíritu a fin de servirse de él como de escudo en el cual se emboten los dardos
inflamados con que le acometa el enemigo» (Ef., VI, 16).
II.268.D: «No le dé cuidado lo porvenir —escribía a uno de ellos—; confíelo todo
a Dios, que cuidará de usted».
II.268.D: «Procure en medio de sus achaques entregarse totalmente en las manos
de Dios, pues a Él toca disponer de usted como le plazca; no se deje amilanar por las
penas e incomodidades, esta vida está llena de ellas; es preciso, mientras sea joven,
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 615

disponerse a aceptarlas de buen grado, y ayudarse como hasta aquí lo ha hecho, de las
máximas del Evangelio para recibirlas con provecho».
II.329.A: «Le suplico —dice a otro— que tenga mucha afición a la observancia
de sus Reglas, pues Nuestro Señor no le bendecirá sino en cuanto procure guardarlas
con exactitud; y si me pide un medio fácil para ello, le diré que debe mirar en ellas la
voluntad de Dios, y verá cómo entonces no se le hará difícil: en observancia, entre
todas las Reglas, la que con más empeño ha de guardar es la exactitud en no hacer
nada sin permiso: es de muchísima importancia» (Carta 108).
II.247.B: «Me pide, carísimo Hermano, la decisión sobre una dificultad, etc. No
puedo contestar otra cosa sobre el particular sino que, siendo los obispos los prelados
y yo un simple sacerdote, no soy juez en esta materia; al Papa y a los obispos es a
quienes hay que dirigirse para saber de ellos lo que piensan sobre lo que usted me
pregunta, y qué juicios forman de ello».
II.170.BC: «Le ruego por el amor de Dios, mi querido Hermano —escribía a uno
de los más antiguos, cuya confianza nunca pudo perder—, que en lo sucesivo no
piense en dirigirse a mí en modo alguno. Tiene usted sus superiores a quienes debe
comunicar sus asuntos espirituales y temporales. De ahora en adelante yo no quiero
pensar más que en prepararme a la muerte, que muy pronto me debe separar de todas
las criaturas, etc». (Carta 110).
Al señor Gense:
II.228.B: «He sabido con mucha satisfacción —le dice— el celo que despliega en
la defensa de la religión, tan turbada actualmente en este reino; permítame, señor, que
me una a usted para el mismo fin, pues Dios me ha dispensado la gracia de emplearme
en él hasta el presente. No dejaré de suplicarle con insistencia que se digne bendecir
su celo y darle feliz éxito, para que sea como infranqueable barrera contra las
maquinaciones con que el demonio intenta quitar la paz a la Iglesia en estos
desgraciados tiempos» (Carta 115).
II.413.E-414.A: «Permítame... añadir unas letras a la carta del Hermano
Bartolomé, Superior de los Hermanos, para suplicarle tenga a bien concederle el
favor que se ha atrevido a pedirle.
Estoy tan persuadido de su celo y de su afecto a los Hermanos, que creo
firmemente no era necesaria mi intervención y que su carta le habría bastado, puesto
que conozco su buen corazón.
Sin embargo, tengo tanto gusto y complacencia en aprovechar la ocasión que se me
presenta para renovarle mis humildes afectos y el alto concepto en que le tengo, que
me atrevo a suplicarle se sirva aceptar estas cuatro líneas como testimonio del
profundísimo respeto que le profesa su muy humilde y obediente servidor, De la
Salle, pobre Sacerdote».
616 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

A una persona importante de Saint-Denis:


II.413.D: «Permitidme os diga, señor, que os han informado mal por lo que a mí
toca, al deciros que hacía tanto bien en la Iglesia, y que enviaba maestros a las
ciudades y a los pueblos para instruir a la juventud.
Es verdad que empecé a formar Hermanos para tener escuelas gratuitamente; pero
hace tiempo que no estoy encargado de su dirección. El Hermano que actualmente
rige el Instituto y a quien todos, incluso los de San Dionisio, reconocen por Superior,
es el Hermano Bartolomé, que vive en esta casa». (Carta 117).
A un amigo íntimo:
II.247.CDE-248.A: «Ésta es —le dice— la tercera vez que he tomado la pluma
para tener la honra de escribirle desde principios de este año. deseándoselo bueno y
feliz».
«No se enoje si le manifiesto la pena que me aflige, de la cual es usted la causa, y es
el verle mezclado con sus compañeros en el entredicho y que para librarse de él se lo
haya hecho levantar por jueces seglares, reconociéndoles por el mismo hecho como
verdaderos superiores en orden a las funciones o ministerios eclesiásticos, pues si
como tales los reconoce, extraño mucho que no haya acudido a ellos para que le
entregasen el cáliz y la sobrepelliz con las competentes ceremonias, puesto que según
parecer suyo tienen ellos el mismo derecho que su legítimo prelado. Pero ¿cómo se le
ha ocurrido reconocer por jueces competentes a los seglares en asunto tan
esencialmente eclesiástico?
Y ¿cómo ha osado recurrir a jurisdicción puramente secular, usted que tan
ilustrado está en los derechos de su estado y para quien no son ciertamente
indiferentes las prerrogativas de él, antes se muestra de ellas tan celoso?
Me dirá que no ha sido solo y que con usted han acudido muchos otros; pues
entonces, ¿fue por respeto humano? Tal vez añada que fue por habérselo encargado
sus compañeros; pero bien sabe que ningún derecho tienen sobre usted para obligarle
a prevaricar contra los derechos de la Iglesia y a someterle a una jurisdicción secular a
propósito de materia ajena del todo a su jurisdicción.
Bien sé la sumisión que San Pedro y San Pablo han querido que se tuviese a las
potestades de la tierra; pero jamás pretendieron que se extendieran hasta las cosas
espirituales, y cuando se apela a una potestad superior, es preciso que lo sea in eodem
genere, puramente por cosas que pertenecen a la competencia de esa jurisdicción
superior y no de otras, tales como el uso del cáliz y de la sobrepelliz con respecto a
jueces seglares» (Carta 118).
«Se podría —añade— aplicar al caso presente, aunque no del todo en el mismo
sentido, lo que dice San Pablo en el capítulo sexto de su primera Epístola a los
Corintios: ¿Osa alguno de vosotros, teniendo negocio contra otro, ir a juicio ante los
inicuos, esto es, los gentiles, y no delante de los santos, esto es, ante los cristianos?
Y yo diré de buena gana al eclesiástico que tenga algún negocio con su superior:
¿Cómo se atreve a hacerse juzgar por jueces seglares y no por eclesiásticos que son
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 617

sus jueces naturales en tales circunstancias? ¿Ignoráis acaso —añade el santo


apóstol— que los santos juzgarán de este mundo? ¿E ignoráis que los prelados de la
Iglesia están establecidos como jueces vuestros en la materia de lo que se trata?
II.390-391: «La aversión contra el prójimo —escribe a otra persona— y el
resentirse de las injurias impide que nuestras oraciones lleguen a Dios; si nuestros
corazones están divididos por la cólera y por el odio, es imposible conservar la unión
con Jesucristo, y así, dejando de ser miembros de su cuerpo místico, no podemos
esperar que el Padre nos oiga, puesto que no reconoce en nosotros el espíritu de su
Hijo».
Le da después algunos avisos muy importantes para mantener la caridad.
«1.° Confórmese —le dice— usando de caritativa condescendencia, con todas las
flaquezas del prójimo; sobre todo impóngase como ley el ocultar su opinión
tratándose de cosas indiferentes.
2.° No sea jamás duro en el trato con el prójimo, y persuádase íntimamente que él
es mejor que usted, lo que no le costará mucho si procura estudiarse a sí mismo, lo
cual le hará fácil el vencer sus repugnancias.
3.° Buscará todos los días ocasiones de servir a aquellos que le son antipáticos.
Después de examinarse todas las mañanas sobre ese punto, tomará resoluciones que
pondrá fielmente en práctica con sosiego y humildad.
4.° Cuide especialmente de prevenir las necesidades de los más flacos e
imperfectos, por más que en ello sienta natural repugnancia, conformándose, no
obstante, en todo al orden y a las prácticas regulares de la Comunidad; y si se ve
precisado a negar algo, hágalo de tal modo que todos queden contentos de la negativa.
5.° Sea cordial con todos, hable con mansedumbre y condescendencia,
proponiéndose imitar la manera de hablar y de contestar de Jesucristo cuando más le
maltrataban.
6.° Nunca hablará de los defectos o del proceder de nuestro prójimo. Cuando se
hable de ellos, interpretará en bien sus acciones, y si no cree poder hacerlo, guardará
silencio.
7.° No haga recaer jamás ninguna falta en el prójimo, con el fin de encubrir las
suyas; aun cuando la hubiera cometido él y no tuviera usted en ella parte alguna, ha de
estar contento de que se crea que ha sido usted, y eso por espíritu de caridad y de
humillación. Acostúmbrese a no disculparse jamás; menos aún a defenderse a costa
de los demás.
8.° No se queje de los otros, a no obligarle a ello la necesidad; y cuando esté
obligado a hacerlo, que no sea en son de queja.
9.° Por poca razón que lleven los otros en sus pareceres y deseos, cuando no pueda
condescender con ellos, por observar sus reglas, déjelos contentos con palabras
afables y humildes.
618 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

10.° Si incurre en alguna falta contradiciendo imprudentemente a alguno, o


manifestando los resentimientos que tiene contra él, al caer en la cuenta de lo que está
haciendo, si habla, cállese; y si le importunan deseando saber la causa de tan
repentino silencio, dirá que no tiene razón de hablar así. Cae usted en muchos otros
defectos más notables, a los que debe atender, en vez de interpretar torcidamente las
acciones de los demás.
11.° Está usted lleno de celo, mas ese celo no es según la ciencia, pues quiere que se
reprendan a otros sus defectos, y no quiere ser reprendido por los suyos. Soporte los
defectos del prójimo e interprételos en buen sentido.
12.° En fin, tendrá por regla invariable no hablar nunca de las imperfecciones de
los demás, ni reprenderlos por ellas, por graves que le parezcan. Represéntese,
cuando vea a uno caer en algún defecto, lo que dice el Evangelio: Ves la paja en el ojo
de tu hermano, y no ves la viga que está atravesada en el tuyo» (Carta 119).
A una sobrina religiosa:
II.275-DE-276.A: «Querida sobrina —le dijo por escrito—, había contestado a la
carta con que me honraste el día de la Ascensión, pero como no pudo llegar a tus
manos te mando esta otra respuesta. Mucho te agradezco el que hayas puesto en mi
conocimiento el día de tu profesión, y me uno a la alegría que ella te proporciona y a
tu vivo deseo de consagrarte enteramente a Dios. Es el medio de proporcionarte ya en
esta vida goce anticipado de la eterna.
¡Por cuán dichosa te tengo al deshacerte así de los cuidados y estorbos del mundo!
No dejaré de unir mis oraciones a las tuyas y pedir a Dios para ti la gracia de hacer
bien ese sacrificio.
Yo bien desearía poder presenciarlo, pero dos motivos me lo impiden: el primero
es que soy aquí el único sacerdote para confesar a cincuenta personas, y difícilmente
se podría encontrar otro para esta casa tan distante de la ciudad, lo cual me impide
dejarla actualmente; el segundo es que teniendo un superior, no soy dueño de mí
mismo, de modo que te suplico te contentes con que me una a ese santo acto con la
misma intención y santas disposiciones con que lo harás por la gracia del Señor.
Quedo con toda la estima y afecto posible, etc». (Carta 120).
A una persona dirigida por él:
II.473-474: «1. Échese —le dice— en los brazos de Dios y de su santísima Madre,
para que la sostengan en su flaqueza, no de modo sensible y consolador, sino como
Dios quiere y usted lo merece. La violencia que se tenga que hacer no será nunca tan
grande, ni tan larga, tanto de parte de Dios, que es quien la ha de consolar, como por
parte de usted, que no ha de vivir mucho tiempo en el mundo; pero aunque hubiese de
durar mucho tiempo, ¿no merecen eso y mucho más sus pecados, el ejemplo de
Cristo, el amor de Dios y la posesión de la eterna bienaventuranza?
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 619

2. En sus flaquezas, apóyese en Jesucristo y confíe en su bondad que no la dejará


caer en sus miserias, si no dan motivo a ello sus infidelidades. Tenga, pues, paciencia,
aguarde, y el consuelo llegará a su tiempo.
3. Todas las turbaciones y penas que tiene son poderosos medios para satisfacer a
Dios por lo pasado. Sea fiel y crea que dará muy estrecha cuenta del uso que de ellas
hubiere hecho. Le recomiendo y encarecidamente le ruego que permanezca
firmemente asida a la cruz de Cristo; no la suelte; y por más que el infierno ruja, diga
con entereza que por su parte no se apartará de ella, y que no hay cosa que de ella la
pueda separar. Nuestro Señor vendrá luego en su auxilio y la sostendrá con su mano.
4. Seamos pobres de buena gana; y puesto que nuestro Dios es siempre fidelísimo,
tranquilicémonos y apacigüémonos con esto. Arrastremos nuestra pobre existencia
tanto tiempo como le plazca, sin quejarnos de ello a nadie, ni siquiera al que nos
pueda librar. Busquemos en todo puramente la voluntad de Dios. Confieso que la
continua violencia que ha de hacerse no tiene nada agradable para la naturaleza; pero
¡cuánto no hemos de sufrir para rescatar el paraíso perdido y evitar el infierno
merecido! Todo ha de referirse a esos dos grandes objetos de la eternidad. Sea Dios su
único auxilio en todos los combates y en los abatimientos de la naturaleza; y por
único remedio en sus penas, acuda confiadamente a visitar a Jesús sacramentado.
5. Si el estado en que se encuentra es un martirio, es lo mejor que puede desear,
porque es el que antes la santificará. Por poca conformidad que tenga en las
tribulaciones será bastante: lo que hay que temer es que las manifieste a otras
personas fuera de las que la dirigen. En esto ha de tener mucho cuidado.
6. Bien sé, querida Hermana, que padece mucho, y mucho la compadezco en sus
aflicciones, pero me parece que no debería quejarse tanto. El desamparo que
experimenta es solamente exterior, y esas tinieblas tan densas en que se encuentra son
medios que Dios le proporciona para que vaya a Él con más seguridad. Bien sabe que
cuanto más tinieblas y oscuridades haya en el modo con que la dirijan, tanto más fe
habrá, y que sólo la fe constituye la vida o camino de los que son de Dios. Dígase a sí
misma en ese abismo: Aun cuando estuviere condenada, haré cuanto pueda por Dios.
Y aun cuando entre veinte acciones no hiciera más que una buena o medio buena,
siempre será algo por amor de Dios. Bueno será que se humille algunas veces por el
estado en que se encuentra; pero lo que más necesita y le irá mejor será buen ánimo y
confianza en Dios. Una vez más, le suplico, acuda a Dios por medio de la oración. ¿Se
enojará Dios por ventura de que acuda a Él? Dios la libre de pensar tal cosa de su
bondad. Créame, la oración atrae siempre alguna gracia aun sobre los mayores
pecadores; es casi su único refugio: y aunque no hiciera más que estar delante de
Dios, le será siempre muy útil para sostenerse en sus penas y para ayudarse a
soportarlas con paciencia. Hágala en cuanto pueda ante el Santísimo. Esto le ayudará
mucho a tranquilizar el alma.
7. No se deje persuadir, sin motivo, de que está desamparada de Dios. Crea, al
contrario, que Dios está más dispuesto que nunca a recibirla en sus brazos; y a medida
620 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

que el mal aumenta, aumenta también su misericordia y se derrama sobre usted con
más abundancia. Él sabe cuán grande es su flaqueza, y que es preciso que su gracia
establezca y confirme en usted lo que su debilidad y flojedad pueden hacerle perder a
cada paso».
II.222.C: El santo Fundador estaba tan desprendido de su propio juicio y tan alerta
contra toda doctrina sospechosa, que suprimió en la oración diaria de los Hermanos
estas palabras: Protesto, Dios mío, de que, aun cuando no hubiese otra vida que
esperar después de ésta, no dejaría por eso de amaros, después de la observación que
le hizo un piadoso eclesiástico de que esas palabras olían a quietismo, o parecían
tener relación con las proposiciones contenidas en el libro de las Máximas de los
Santos.
A una religiosa fervorosa:
II.421.E-422: «Persuádase —le dice— de que la vida que profesa exige de usted
muy diferente humildad, distinta renuncia del mundo, de su espíritu y de sí misma del
que se exige a los demás; de modo que lo que en otras se podría tolerar, no debe
sufrirlo en usted en manera alguna. Al considerarse como un desecho del infierno,
póngase a los pies de todo el mundo y admírese de que la puedan sufrir y de que la
tierra la sostenga todavía. Pero mire cuán lejos está de pensar eso, avergüéncese de no
conocerse y pida a Nuestro Señor que grabe esa humildad en el fondo de su corazón.
En esto de humillarse, aborrecerse y reducirse a la nada, nunca hará demasiado, y éste
es el único medio de salvación que le queda. Si, pues, quiere adelantar mucho en esta
virtud, observe lo siguiente:
1.° De cualquiera parte que le venga la humillación, recíbala como cosa que le es
justamente debida.
2.° Aguarde las humillaciones, a no ser que le dé Dios particular impulso de ir a
buscarlas y le venga a la mano la ocasión.
3.° En lo que ha de mostrar afición particular, Hermana, es en lo que la humilla y se
opone a su natural inclinación. No hay mejor medio para destruir el orgullo del
corazón, como la práctica frecuente y diaria de las humillaciones. Si las desea y ama
para estar unida en todo con Nuestro Señor, le procurará muchas ocasiones, además
de las que encuentra ya por parte de su alma y de su índole. Si tiene hambre de esas
humillaciones y del apartamiento del mundo, lo conseguirá con la gracia de Nuestro
Señor.
4.° Mírese siempre por la parte en que tiene más motivos de humillación y
humíllese en todo y con todos. Humíllese cuando hace sufrir a los otros, considerando
que es lo único de que es capaz, y cuando vea que se zahieren sus acciones,
persuádase de que tienen razón.
5.° Es bueno que esté desacreditada, de esta manera será enemiga del mundo,
estará más alejada de él y a la vez más unida con Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 621

6.° Cuando la reprendan por alguna falta que no haya cometido y cuando la
desprecien, dé las gracias con gran mansedumbre y humildad a las que se portaren así,
como si le hubiesen hecho favor muy singular, dando a entender que está dispuesta a
enmendarse. Ya sabe que no se le debe ningún respeto ni favor, ni siquiera
aprobación. Ni aun merece ser escuchada: sean éstos sus sentimientos.
7.° Póngase siempre en el último lugar y en el más incómodo de todos, a pesar de la
repugnancia que oponga su soberbia. Piense que siempre será para usted dicha muy
grande el que la traten como a sierva de las demás, y lo debería desear con empeño:
primero, para abatir su soberbia y vencer su flojedad, y en fin, a causa de sus pecados,
cuyo número y enormidad deben mantenerla a los pies de todo el mundo y en
particular a los de sus Hermanas. Cuando esté convencida de que no merece delante
de Dios más que desprecios, y no vea en las criaturas sino instrumentos de que se
valen su misericordia y su justicia, unas veces para elevarla, otras para abatirla, y se
penetre bien de que la divina Providencia sólo las emplea para salvarla y para su
gloria, poco la conmoverán todos los malos tratos.
8.° Colóquese siempre en su lugar; es decir, a los pies de los demonios, donde
tantas veces mereció estar, y a donde iría para siempre si Dios no la tuviese de la
mano, y, con esta mira, colóquese debajo de los pies de sus Hermanas, sin pretender
que deban tener con usted ninguna consideración, ni guardar miramiento alguno.
Crea que no hay ninguna que no la supere en virtud y en inteligencia. Pues nadie
muestra tener menos virtud y talento que el que arriesga la eternidad, como tantas
veces lo hizo. Si puede, Hermana mía, grabar esos sentimientos en su corazón y obrar
en conformidad con ellos, amar la abyección y los desprecios de las criaturas,
buscarlos y abrazarlos, como cosa que le es debida, creo que será medio eficaz, y tal
vez el único, para atraerse la misericordia del Señor» (Carta 123).
A una religiosa:
II.353-354: «Acuérdese sin cesar —le dice— que lo que ha de hacer es procurar
salvarse, pues está en el mundo para eso, y que el Salvador, que previó sus flaquezas,
quiso también morir para merecerle las gracias y los medios de trabajar útilmente en
ello. Es preciso, pues:
1.° Que renuncie al malhadado qué dirán, considerando que una pecadora como
usted no debe ya cuidar de su honra y de su reputación, que tiene perdidas delante de
Dios y de los santos, ni debe abrigar otros deseos que el de ser conocida por lo que es.
2.° Es necesario que aprenda a conocerse mejor de lo que se conoce, pues le digo
que no conoce ni la milésima parte de la enormidad de su vida; mientras se esté en esa
ceguera estará en la mentira, y por consiguiente alejada de Dios, que es la verdad,
etcétera.
3.° Suplico a Nuestro Señor que la haga humilde, pura y penitente. Son tres cosas
de que tiene igual necesidad. Pídaselas todos los días con lágrimas y suspiros, y sobre
todo desconfíe de sí misma poniendo toda su esperanza en Aquel que, según dice el
Profeta, puede sacar del estiércol al pobre para sentarlo con los príncipes de su reino.
622 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

4.° Aunque naturalmente tenga poca disposición para la virtud, Dios, sin embargo,
quiere depositarla en usted por su poder y amor.
5.° No sentirá mucha dificultad en darse a Dios, si tiene algo de generosidad;
espero que se la dará. Ánimo, hermana: un poco de deseo de padecer, y todo se le hará
fácil y suave.
6.° Considere que su estado es de Dios, en consecuencia, si se cansa de él, se opone
manifiestamente a su mandato. Bendígale todos los días por haberla llamado a la
participación de sus variados padecimientos y confúndase dolidamente de serle infiel
en ellos.
7.° ¿Acaso no es para usted el mayor de los negocios el entregarse enteramente a
Dios? Es, según me parece, la única cosa en que debe pensar.
8.° Si busca a Dios y no el consuelo, pondrá fácilmente su espíritu en paz.
9.° Algunas veces parece que Nuestro Señor duerme con respecto a nosotros, pero
después sabe despertarse y hacernos andar. No debemos ir más de prisa ni de modo
distinto del que quiere Él, y debemos descansar cuando Él lo desea.
10.° ¿Será aún indispensable, hermana, para mantenerse en el servicio de Dios que
le conceda ternuras y gustos sensibles? ¿No quiere ser suya por principio de solo su
amor? Échese en sus brazos; Él es su Padre y la guiará en los malos caminos, esto es,
en las tentaciones.
11.° Aun cuando se dirige a los hombres, no ha de esperar la salvación de ellos,
sino de Dios sólo; quizás por falta de ese sentimiento de fe, Dios no le da el socorro
cuando lo necesita.
12.° En fin, suplico a Nuestro Señor que le abra los ojos más y más, para conocer
por una parte la profundidad del abismo de donde salió y por otra la intimidad del
amor que la sacó de él, para que este doble conocimiento la obligue a corresponderle
con amor y fidelidad proporcionados a sus culpas y a sus beneficios. Así sea» (Carta
125).
II.289-290.A: «1.° Sea la oración mental para usted —le decía— frecuente
ejercicio, y en sus sequedades acuda a ella por consuelo, porque en ella se encuentra a
Dios con más pureza; permanezca en ella con fe y constancia en las sequedades y
oscuridades, aunque sea sin gusto, que no es malo este estado, antes es muy bueno
y apto para santificarse.
2.° La oración, hecha en la forma que le he dicho, la conducirá en poco tiempo y sin
más diligencia a la presencia de Dios.
3.° La oración es preferible a todo. Después de su Oficio divino, debe ser ella para
usted punto esencial de regla.
4.° La oración de padecimiento vale más que cualquiera otra, y, cuando Dios la
ponga en ella, debe considerarla como dicha muy grande para usted. No tome libro
por ese tiempo, no hace falta.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 623

5.° No se asuste por verse privada de Dios ni por las sequedades en la oración,
usted es la única causa de ello; renúnciese a sí misma, hágase violencia, sea fiel a lo
que la gracia le pide, y por indigna que sea de las caricias y de los favores del Esposo
de las almas, la colmará de ellas.
6.° Sea tanto más fiel a la oración cuanto más sienta por un lado, en lo íntimo de su
alma, que Dios la lleva a ella, y por otro, que el demonio pone todo el empeño posible
en desviarla de la misma.
7.° La oración debe ser su principal apoyo, no la deje nunca, a no ser que esté
enferma. Ella disipará las tinieblas y la ignorancia de su mente. Mire las cosas con la
lumbre de la fe; bástele estar en la presencia de Dios, que aun esto es demasiado para
usted; no se pare en los gustos sensibles; antes bien, témalos y no se fíe de ellos.
8.° Su oración, según la hace, es buena, siga con ella. Dios se encuentra en ella
y obra por usted, de modo que basta que renuncie alguna que otra vez con paz y
tranquilidad de corazón a todas las molestias y distracciones que siente en ello, y que
se entregue en lo demás a Nuestro Señor para que venga a vivir en usted y se haga
dueño de sus pasiones.
9.° Debe considerar el estado en que se encuentra en la oración como penitencia
que Dios le impone por sus pecados; no saldrá de él tan pronto, y es preciso que lo
sufra con paciencia y hasta con alegría; ¿acaso no le basta a una miserable criatura el
saber que está en la presencia de Dios? Esta reflexión convendría la hiciese de cuando
en cuando, bien sea entre día, bien sea durante la oración, para procurarse algo de
recogimiento interior y exterior.
10.° El estado en que, según me dice, está en la oración, no es ociosidad peligrosa,
como usted cree; con tal que tenga a Dios y vaya a Él, ¿qué cuidado le ha de dar de lo
demás? No necesita el Señor de sus esfuerzos. Es necesario evitar la ociosidad en la
oración, pero no conviene embrollarse con multitud de actos, basta que procure andar
en la presencia de Dios y con eso se da Dios por contento.
11.° En fin, una vez más acuda a la oración y persevere en ella delante de Dios en
estado de anonadamiento y de desprendimiento de todo cuanto no es Dios. Pídale con
sencillez de corazón el medio de salir del estado de miseria en que se halla. Si no
puede hacer oración, dígale a Dios que no puede y permanezca tranquila; Él no la
obligará a lo imposible; o bien dígale como los Apóstoles: Señor, enséñame a orar, y
después quédese anonadada delante de Él como inútil para todo, y ésta será su
oración» (Carta 126).
Sobre el silencio interior:
II.276.DE: «Esa clase de silencio —escribe el Sr. de la Salle a una persona
piadosa— ha de ser la herencia del alma verdaderamente solitaria y separada del
amor al mundo; debe permanecer en reposo y callada porque es un medio de elevarse
sin cesar sobre sí misma, y nada hay más peligroso para ella como dejarse arrancar de
esa conversación divina para rebajarse a hablar con los hombres».
624 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.276.E-277: «Es tiempo —dice en otra carta a la misma persona— de hablar


poco y obrar mucho. Sea todo su estudio mucho silencio, mucha humildad y mucha
oración, pues eso es lo que Dios quiere de usted: por eso debe pensar poco, desear y
saber poco, ése es el medio de vivir contenta».
Da después a la misma persona, para la guarda del silencio, los siguientes avisos:
«El silencio es virtud muy útil y necesaria para adorar a Dios, para servirle en
espíritu y en verdad, para resistir a las tentaciones y para preservarse de pecados. Es
preciso aprender a callar, a disimular y a hablar bien cuando la necesidad lo pide, y
para no propasarse en este punto, procure observar bien las reglas siguientes:
1. No hable fuera de los recreos, sin mucha necesidad; y en el tiempo mismo de los
recreos, hable poco: su estado presente pide sea fiel en esto, y no debe decir una sola
palabra sobre lo que pasa, pero no olvide que su silencio no debe ser altanero.
2. Cuide bien de no justificarse en nada; confiese al contrario su culpa, pero sin
decir mentira alguna, y guarde silencio en todo, cuando no pueda hablar sin
justificarse. Nada veo en usted que le dé lugar a hacerlo.
3. Jamás hable de los negocios de la casa, ni de lo que crea se haga en ella contra el
buen orden; en este caso se contentará con encomendarlo a Dios, y cuando se hable de
negocios y cosas indiferentes, jamás diga su parecer, y eso en vista de su escaso
entendimiento.
4. Permanezca siempre callada en las ligeras contrariedades que los demás le
ocasionen, y Dios solo sea testigo de su inocencia.
5. Por fin, si después de haber sido reservada dice luego lo que le costó trabajo
guardar, y si habla hasta de las gracias que Dios le hubiere concedido, perderá el fruto
de su silencio y deberá imponerse una penitencia» (Carta 128).
II.296.E: «Crea —escribía a cierta persona religiosa por él dirigida— que no
adelantará en el camino del amor a no ser que sea fiel en no cerrar su corazón a las
inspiraciones de la gracia. Sabe lo que dice el Espíritu Santo por boca del profeta: Si
oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones, pues sería el medio de alejarlo
de usted, quizás para siempre» (Carta 129).
A una persona, sobre la fe:
II.232.E-233.A: «Por el camino de la fe —escribía a otra persona— la quiere Dios
llevar a sí, y eso exige principalmente de usted. Esto quizá repugne a la naturaleza;
pero ¿no es bastante para el alma el conocimiento de Dios? La sabiduría y ciencia de
los doctores más entendidos no equivale ni con mucho a este importante
conocimiento. Emprenda, pues, ese camino, y mire que no es cosa de mera
conveniencia, sino que la experiencia que tiene de lo mal que le ha ido por los otros, le
enseña que es de verdadera necesidad seguir por éste» (Carta 130).
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 625

A la misma persona:
II.233.AB: «En ese espíritu de fe —le dice en otra parte— en que la quiere Dios,
vivió la Santísima Virgen, por eso puede encomendarse seguramente a Ella,
suplicándole que la lleve a Dios por ese camino o por el que más le plazca» (Carta
131).
II.233.B: «Mírelo todo con los ojos de la fe. No debe dejarla por ningún motivo,
sea el que fuere. Un solo día en que viva con este espíritu le proporcionará más
recogimiento interior, más unión con Dios y más vigilancia sobre sí misma que un
mes de esas penitencias y austeridades hacia las cuales se siente tan inclinada.
Créame, no deja de experimentar sus efectos, aunque tal vez ahora no lo comprenda.
No me cansaré de repetirlo: cuanto mayor sea la pureza y simplicidad de fe con que
mire las cosas, tanto más pronto se sentirá animada de la sencillez de acción en que
Dios la quiere» (Carta 132).
A la misma persona:
II.233.C: «Me ha causado gran consuelo y viva alegría saber que ahora vive en paz
y animada del espíritu de fe. Con mucha razón dice que a la luz de ese espíritu se ven
las cosas muy de otra manera que miradas a la sola luz de la razón y consideradas en sí
mismas, sin pasar adelante» (Carta 133).

CARTAS CITADAS POR BLAIN Y MENCIONADAS POR OTRAS FUENTES


II.369.DE: «Hermano mío, recibí su carta; mucho me satisface el que su alma esté
en gran tranquilidad; suplico a Dios la mantenga en ella; mucha alegría me ha
causado también la buena disposición en que está, según me dice, de perseverar en la
sociedad hasta el fin de la vida, y aumenta mucho más esta alegría su deseo de volver
al noviciado; es señal segura de las ganas que siente de adelantar en la virtud, lo cual
me complace en extremo, etc».
A un Hermano que le hablaba de la pobreza de su casa:
II.400.DE-401.AB: «Es preciso amar la pobreza, carísimo Hermano; Nuestro
Señor fue muy pobre, aunque hubiera podido ser rico; debe, pues, imitar a este divino
modelo. Sin embargo, me parece que no quisiera usted carecer de nada para estar
contento. Y ¿quién no desearía ser pobre con esa condición? Aun los mismos grandes
y poderosos del mundo dejarían de este modo todas sus riquezas para gozar de una
ventaja que los haría más felices que los príncipes y los reyes de la tierra. Acuérdese,
le suplico, de que no vino a la religión para tener cumplidas sus comodidades y
gustos, sino para abrazarse con la pobreza y con sus efectos. Y dije sus efectos,
porque de nada le serviría amar la virtud, si no amase todo lo que de ella depende y lo
que le pueda ser ocasión de practicarla.
¿Soy pobre, dice? ¡Cuánto me gusta esta palabra!, pues decir que es pobre, es decir
que es bienaventurado: Bienaventurados los pobres, decía Jesucristo a sus Apóstoles.
626 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Lo mismo le digo yo. ¡Oh cuán feliz es! Dice que nunca había estado tan pobre;
mejor: jamás había tenido tantos medios de practicar la virtud como ahora. Podría
agregar a esto lo que un papa contestó a un jesuita que le exponía la extremada
pobreza de su casa, la cual, decía él, jamás había estado tan pobre. Tanto mejor —le
respondió—; cuanto más pobres seáis, tanto más virtuosos seréis. Las riquezas
estragan ordinariamente las costumbres de los buenos religiosos, y la estrecha
observancia del voto de pobreza es uno de los mayores bienes que se pueda
proporcionar a las casas religiosas».
Re 57; Ca 37: «Es verdad, le decía, que usted es pobre. Nuestro Señor lo fue,
aunque pudo ser rico. Usted tiene que imitar a este divino modelo, y sin embargo, me
parece que usted quisiera que no le faltara nada. ¡Vaya!, ¿quién no quisiera ser pobre
con esa condición? ¿No abandonarían sus riquezas los grandes y los poderosos de la
tierra para procurarse un beneficio que les hiciera más felices que a los mismos reyes?
Le suplico que recuerde que no vino a la Comunidad para disponer de todas las
comodidades, sino para abrazar el estado de pobreza con sus incomodidades. Usted
es pobre, dice, ¡cómo me gusta esa palabra! Pues decir que es pobre equivale a decir
que es feliz. Usted no ha sido nunca tan pobre, dice; tanto mejor, pues nunca ha tenido
tantos medios para practicar la virtud, etc».
II.443.BC: «Paréceme, carísimo Hermano, que debería ser más sumiso y rendido
de lo que es. No hemos venido a la religión para andar regateando en la obediencia.
No se han de poner condiciones, la sumisión ha de ser la regla de nuestra conducta.
Esté seguro de que Dios no le bendecirá si no se porta de esta manera. Por amor de
Dios, no formule jamás proposiciones semejantes a las que ha expuesto en su última,
pues no convienen a un obediente. Cierto que debemos confiar en la gracia de Dios;
pero en la religión puede decirse que las gracias van vinculadas a la obediencia. Pida,
pues, a Dios obediencia ciega; no hay cosa que le sea tan necesaria como ésta.
Escuche las inspiraciones, y no siga sus repugnancias ni huya de los trabajos, que no
consiste la sumisión en no sentir repugnancia, sino en vencerla cuando se siente. Me
alegro mucho de que sienta tanta inclinación a la virtud, pero la principal que ha de
practicar ha de ser la sumisión. Quedo en Nuestro Señor, etc.».
II.369.D: «Mucho me alegro —dice a uno de éstos— de que haya salido del
miserable estado en que ha vivido durante tanto tiempo, y de que reconozca el cambio
que Dios ha obrado en usted; le aseguro que experimento la mayor alegría cuando me
notifican que aquellos que están bajo mi dirección andan con ánimo por las sendas de
la justicia. Suplico a Dios, amadísimo Hermano, continúe lo que empezó en usted, y
le doy gracias por haberle infundido el amor de la santa virtud de mortificación. Y
puesto que ya conoce bien sus defectos, tales como su escasa obediencia y
observancia de las Reglas, le suplico piense delante de Dios en los medios de
enmendarlos; mucho me alegra la total entrega que hace de sí mismo en las manos de
Dios para que disponga de su persona según el divino beneplácito en todas las cosas».
II.443.DE: «Lo que conviene al Hermano es la obediencia; las penas que piensa
haberme ocasionado no me son de ningún modo sensibles por lo que a mí tocan, no
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 627

me conmueven esas cosas, lo que sí siento es que todavía no conozca lo que le es


provechoso. Tenga por cierto que lo más conveniente para usted es lo que la
obediencia le da. Por eso fije la atención en su conducta no solamente por lo que a
usted hace, sino también en sus relaciones con los otros, pues no es posible agradar a
Dios sin conformarse con los demás, ni tener paz ni reposo en el alma sin cuidarse de
los otros, para quienes ha de ser modelo de edificación. Le suplico pida a Dios le
toque el corazón y le haga dócil a sus inspiraciones. Esmérese en contentarle con sus
acciones; por mi parte también rogaré por usted. Cuide mucho de que las penas que le
molestan no le impidan sacar provecho de su retiro, y aprenda en él a obedecer como
conviene. Quedo, Hermano mío, su afmo. en Nuestro Señor, De la Salle.
II.368.E-369.A: «Veo con gusto, Hermano mío, la buena disposición en que está
de trabajar con fortaleza en corregir sus defectos y en vencerse cuando la ocasión se
ofrezca. Acuda mucho a Dios. Humíllese a vista de su flaqueza cuando haya caído en
algunos defectos. Sea fiel en declararlos y esté seguro de que la pena que experimenta
para hacerlo, unida a la penitencia que se le imponga, le ayudará a corregirse de sus
faltas. Con razón dice que las reflexiones que se hace de cuando en cuando, acerca de
su estado, no son más que ardides del demonio, que sólo busca desanimarle e
impedirle sufrir con amor las penas que le son anejas. Esté persuadido de que la
verdadera dicha del cristiano consiste en hacerse violencia para sufrir todas las penas
que Dios envía. Le suplico que le conceda esa gracia».
II.368.D: «La caridad y el celo —escribe a uno de ellos— son el sostén de la
sociedad. Me alegra mucho la buena disposición en que está, amado Hermano mío;
con mucho gusto veo que estima su estado. Procure conservar esa gracia, y obre de
modo que haya entre todos mucha caridad para procurar la salvación del prójimo, y
que todo se haga con probidad y decoro, como entre hermanos que deben amarse
mutuamente y soportar los defectos unos de otros. Pídale mucho a Dios esa paz y esa
unión. Es verdad, según me dice, que necesita de mucha caridad para mantenerse en
la paz; mas asegúrese de que no necesita menos la virtud de la obediencia, noble fruto
de la santa caridad».
II.369.B: «Yo no sé —le dice— cómo no me ha descubierto antes su tentación,
Hermano mío, ¿no sabe que el mal está medio curado cuando se lo da a conocer al
médico? Vea, pues, cuán débil es, aun después de haber renovado la protesta de
pertenecer del todo a Dios. No es verdad —añade— que en su estado se sufra sin
mérito; cada estado tiene sus penas. No le ha de asombrar el que tenga que sufrir, así
lo ha ordenado el mismo Dios, para que por ese medio alcancemos méritos».
II.472.E: «Hermano mío, si hubiese sufrido con paciencia la pena que le
sobrevino, ¡cuántas gracias habría merecido de Dios! Cuide, pues, en adelante, de
sufrir con paciencia. Si quiere agradar a Dios, ofrézcale sus penas en unión con las de
Jesús Nuestro Señor. La turbación que tiene con respecto a sus defectos no le puede
acarrear ningún provecho. Debe pensar ante el acatamiento del Señor en los medios
de enmendarlos. Tenga un poco de paciencia, que Dios lo remediará todo».
628 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.481.A: «Guárdese mucho, Hermano, de hablar de modo altanero, que como me


dice emplea algunas veces; no es propio del espíritu de Dios hablar de esta manera,
sino que ha de procurar que sus discursos y conversaciones anden siempre
acompañados de la humildad y mansedumbre. La lengua mansa —dice el Sabio—
quebranta la ira (Prov. 25, 15). Nada le hará tan agradable a Dios como estas dos
virtudes. Pero si debe hablar con mansedumbre y humildad a nuestros Hermanos, no
por eso debe descuidar el hacer lo mismo con los extraños. Así lo exige San Pablo a
todos los cristianos (Ef., 4, 1). No rechace, pues, nunca a nadie; eso es muy poco
edificante. Hable, al contrario, con urbanidad, lo cual es muy conforme al espíritu de
Dios».
II.389.DE-390.A: «Ya sabe, carísimo Hermano —escribe a uno de ellos—, que es
menester amarnos unos a otros, y con ese objeto soportarnos mutuamente las faltas en
que la flaqueza humana nos hace caer a menudo. Así se cumple particularmente el
precepto de la caridad, que ha de abundar en usted. Es preciso amar a los Hermanos
para saber reprenderlos con dulzura y caridad, pues sin esto la reprensión no produce
generalmente su fruto. Los Hermanos han de vencerse a sí mismos para corregirse de
sus defectos; debe usted también vencerse para corregirse de los suyos y darles buen
ejemplo; ordinariamente los corregirá mejor así que con todas las reprensiones duras
que pueda dirigirles. No se asuste aunque caigan algunos en falta; por el contrario,
avíselos cordial y afectuosamente, y sobre todo con pocas palabras, pues esto es de
mucha importancia. Le suplico tenga con ellos maneras persuasivas y obre de modo
que una de sus principales ocupaciones sea la de fomentar la unión entre los
Hermanos; pido a Dios le dé a usted mismo esa unión».
II.328.E-329.A: «Tengo mucho gusto —dice a uno de ellos— de que se
complazca en guardar las Reglas. El grande amor que manifiesta por ello es señal de
su vocación. Tiene razón en sentir que las Reglas no se guarden bien; pero lo que ha
de poner remedio a las faltas no es el sentimiento que experimenta de que se
quebranten, sino el buen ejemplo que dará en su observancia; sea usted el primer
móvil y trabaje con prudencia en que se observen. ¿Le parece muy difícil? Procure ser
piadoso, modesto y muy observante de sus Reglas: con esto dará buen ejemplo a sus
Hermanos. Pido a Dios que le conceda esa gracia».
II.420.D: «Yo creo —escribe a un Hermano— que no hay duda de que la virtud
que más falta le hace es la humildad. Piense que no posee entera sumisión de voluntad
y juicio: Hermano mío, procure, le ruego, adquirirla; y sepa que nadie es feliz en este
mundo sino el que tiene humildad, sumisión y paciencia: tres virtudes inseparables, y
que necesita en igual grado. Trabaje, pues, en adquirirlas, y verá que cuanto más las
posea, tanto más descanso y satisfacción disfrutará en su estado. Nada omito para
consolarle y sacarle de apuros; pero, créame, Hermano, el mejor medio para
conservar la paz del corazón es la práctica de las virtudes que acabo de proponerle,
me parece, con todo, por su última, que no pone bastante empeño en adquirirlas. Le
suplico ponga cuidado en esto, pues nada de provecho hará sin ellas».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 629

II.421.CD: «Es preciso alegrarse de los avisos. En vez de resentirse porque le


reprenden sus defectos pasados, bendiga a Dios sin cesar por eso. Procure, pues, le
repito, aprovecharse de ello. Pues entonces ¿qué humildad es la suya si no puede
sufrir una cosa que le causa tan ligera confusión? Bien veo ahora lo que desea,
Hermano mío: quiere hacer profesión de ser amador de la humildad y juicioso
apreciador de ella, y entre tanto huye cuanto puede de la humillación. ¿De qué le sirve
amar la virtud si no la practica? ¿Por qué se queja de que los otros no tienen bastante
caridad y no de que usted no tiene bastante humildad? ¿Qué provecho sacará de tener
tan buenas disposiciones para esa virtud sino hacerse más culpable a los ojos de Dios?
Procure, pues, no quejarse en adelante de las advertencias que le hagan; y no crea que
su Director tenga algo contra usted. Si es exacto en reprenderle y en imponerle
penitencias y no lo es de igual modo con los otros, será porque le ve dispuesto a
recibirlas bien y quiere su progreso en la virtud. Obre de modo que eso sea verdad y
en adelante sea su primer cuidado alegrarse de las reprensiones y penitencias que le
impongan y corregirse de sus defectos. Es en las ocasiones donde se encuentran los
medios para esto. Vele, pues, sobre sí mismo, para no resentirse de lo que es un bien
para usted. Pido a Dios que le conceda tal gracia, y quedo en Nuestro Señor...».
II.420.E-421.A: «Cuide de no molestarse cuando le avisen de sus defectos de
cualquier manera que se los digan. Mucho más le dijeron a Nuestro Señor, de quien
hace profesión de ser discípulo; si lo es efectivamente, se alegrará de ser tratado como
su maestro, el cual sufrió con paciencia toda suerte de injurias, y lo mismo hicieron
los santos, sus verdaderos siervos. Cuando le avisen de modo que parece ofenderle, o
que le desprecian, adore la justicia de Dios en aquel que le advierte del defecto. Ame
mucho, Hermano mío, este ejercicio, y mírelo como medio de que Dios se sirve para
corregirle de sus faltas, y aun cuando en él no hubiese otra ventaja que la misma
humillación, debería desearlo y amarlo, etc.».
II.268.E: «La divina y adorable Providencia —dice — quiere dejarle en el estado
en que se encontraba, carísimo Hermano: es preciso querer lo que ella quiere, confíe
en ella; a eso estamos obligados por nuestra profesión y debemos adorar
continuamente sus designios sobre nosotros; si desea salir de ese estado para buscar
consuelos, es de temer que busque sólo su propio consuelo, más bien que al Dios de
los consuelos».
II.288.AB: «No sé por qué dice, carísimo Hermano, que se están en la oración más
bien cinco cuartos de hora que una hora. Yo creo que la oración se hace en todas
partes igual y concluye a la misma hora. Se incomoda porque la oración es demasiado
larga, señal de que no le gusta mucho. ¡Ay, Hermano mío, ella es el sostén del alma, y
parece que la quiere descuidar! Si no puede encontrar gusto en una cosa, discurra en
otra; en tiempo de sequedad, aplique el método de reflexiones, humíllese delante de
Dios en vista de sus defectos. La disipación a la que se deja arrastrar es causa de la
dificultad que tiene en aplicarse a la oración; es la señal y el efecto del desarreglo de
su interior; así es que le recomiendo mucho que se vigile en evitar esa falta; estudie
bien, sobre todo, el método de oración que está en uso en el Instituto y sígalo. No me
630 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

sorprende el que no siguiéndolo tenga muchas dificultades en darse a la oración;


ahora tiene medio de tratar con Dios, de entrar a menudo dentro de sí mismo; hágalo,
se lo suplico».
II.276.C: «Sea muy exacto en guardar el silencio —escribía a uno de ellos—; es
uno de los principales puntos de regularidad, sin el cual una casa cae pronto en
desorden. Quizás me diga que tendría gran deseo de guardarlo, pero que la ocasión en
la que se encuentra continuamente de contestar a los que le preguntan no se lo
permite: es disculpa baladí, ¿acaso no sabe en qué ocasiones ha de contestar y en qué
otras ha de callar? Sólo la caridad le debe hacer contestar, y en cualquiera otra
ocasión, ha de guardar el silencio».
II.297.AB: «Tenga entendido —le dice a otro—, cuando tenga algo que hacer, que
nadie es feliz en este mundo sino cuando obra por Dios, por su amor y únicamente
para agradarle. Se conoce que su amor es muy insignificante, y no me sorprende, pues
dice que piensa raras veces en Dios. ¿Qué medio podemos tener para adelantar en la
virtud del Santo amor si no pensamos nunca en Aquel que debe ser siempre el objeto
de nuestros pensamientos? Sepa, pues, que mientras permanezca en ese estado,
siempre tendrá repugnancia a todas las virtudes. Ya sabe que no practica ninguna en
las sequedades que padece. Humíllese, pues, mucho delante de Dios; demuéstrele
que está tan contento como si experimentase gusto y que a Él es a quien busca y no al
gusto. Cuando se vea en la tribulación, acuda a Dios, manifestándole que, siendo Él
su refugio, ha de ser su consuelo. Aplíquese a sus ejercicios de tal modo, que no pueda
decir que habiendo empezado en espíritu, acaba en carne, esto es, de modo todo
material. Se necesita mortificación para no obrar sino por Dios y mirando en todo a
Dios. Quedo en su santo amor, carísimo Hermano, etc».
II.296.E-297.A: «Bien sabe —dijo a uno de sus Hermanos— cuánto importa
seguir las inspiraciones que Dios le envía; son muy preciosas, y Dios tiene cifradas en
ellas ordinariamente sus gracias. No pretende dárselas en balde: Él sabrá vengarse, si
es infiel a ellas. Son, pues, muy preciosas las inspiraciones que Dios nos da, y no nos
comunica sus gracias sino en proporción a lo fieles que somos en seguirlas».
II.314.CD: «Aplíquese mucho a la presencia de Dios, Hermano mío, mire esta
práctica como su soberana felicidad. La reserva y la atención sobre sí mismo ha de
bastar para procurársela. Le servirán de medios para vencerse en las ocasiones, le
impedirán hacer sus acciones de modo rutinario y le inducirán a tener siempre a la
vista la voluntad de Dios, que es la única cosa que ha de tener por fin. No sin motivos
dice que es demasiado disipado; cierto es que lo es demasiado, Hermano mío, pues el
pensamiento y la presencia de Dios le son extraños, y no están en usted ni aun en los
ejercicios más santos. Le suplico que procure obrar siempre por Dios y por
sentimientos de fe, puesto que ése es el espíritu de su estado. Le compadezco mucho
en la circunstancia en que se encuentra y siento de veras la pena que experimenta de
verse obligado a rechazar de continuo los pensamientos inútiles que le agobian; pero
si he de decirle la verdad, sólo le molestan en esa forma porque no hace sus ejercicios
con bastante fervor, y emplea el tiempo en muchas cosas inútiles. Esfuércese, se lo
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 631

suplico en el nombre de Jesucristo, en vencer su negligencia sobre esto, pues nada le


puede perjudicar tanto en el servicio de Dios. Quedo en su santo amor, etc».
A una religiosa:
II.331-332: «1.° Las Reglas deben servirle de norma en sus acciones y no el
ejemplo de quienes las quebrantan. Si ha leído las explicaciones de las Reglas de la
Trapa, habrá sin duda aprendido en ellas que no es singularidad guardar las prácticas
regulares de la Comunidad cuando muchos otros las quebrantan. Deje que juzguen de
usted lo que quieran; con tal que cumplan con su deber, no le ha de importar eso nada.
2.° Sea celosa de sí misma, y si tiene celo de los demás, sea únicamente dándoles
buen ejemplo.
3.° Considérese como novicia, y haga lo mismo que haría una novicia con respecto
a todas las observancias regulares. ¡Con qué cuidado, ardor y afición no observa hasta
los pormenores y cuánto cuida de no omitir ninguno! He aquí lo que ha de ser, y lo
que tal vez no es. Le suplico que lo piense.
4.° La flojedad y los razonamientos la inducen a cometer muchas faltas; considere
en adelante sus Reglas como explicación y aplicación de lo que está contenido en el
Evangelio y guárdelas de igual modo. El espíritu de fe le hará entrar en esos
sentimientos y en esa práctica.
5.° Como no hay que seguir fácilmente los pensamientos que a uno se le ocurren de
hacer algún bien ni tomarlos ligeramente como inspiraciones de Dios, es preciso
igualmente alejarse en extremo de todos los que llevan a la relajación; débese hasta
tener santo horror de ellos. Antes de determinarse por unos ni por otros, debe tomar
consejo; si urge obrar, o no tiene ocasión de tomar consejo, es preciso acudir a Dios y
hacer después resueltamente, con valor y sencillez de corazón, lo que crea que le
aconsejarían en semejante circunstancia; las oposiciones de la naturaleza deben más
bien hacer emprender que dejar la empresa.
6.° Le aconsejo que se porte en todas las cosas, en lo que se refiere a la observancia
de sus Reglas, como consciente de la presencia de Dios, y no para complacer a los
hombres, pues sepa que el cuidar de que los hombres no la reprendan en nada y el
cuidarse poco de Dios es ser farisaica, hipócrita y no cristiana.
7.° En fin, Hermana, observe su Regla y su reglamento diario; mire una y otro
como lo más esencial; esto le valdrá más que obrar milagros. Ante todas las cosas,
sea, por amor de Dios, más exacta en lo que más contraria a la naturaleza y le causa
más pena, que en lo que más le agrada. Me alegro de que tenga salud para seguir a la
Comunidad: es lo que debe procurar y lo que deseo de usted, por ser medio excelente
de agradar a Dios, en cuyo amor soy, etc.».
Bd 77: «Sus Reglas —le dice— deben servirle de guía en todos sus actos, y no los
ejemplos de quienes las quebrantan. Si ha leído bien al señor de la Trapa, habrá
aprendido, sin duda, en él, que no es singularidad el observar las Reglas en una
632 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

comunidad cuando algunos no las observan. Que piensen de nosotros lo que quieran;
mientras cumpla con su deber, no se preocupe en absoluto.
Considérese y actúe como lo haría una fervorosa novicia respecto de todas las
prácticas regulares. En adelante considere que las Reglas son para usted como la
explicación y la aplicación que le hacen a usted de cuanto contiene el Evangelio.
Obsérvelas del mismo modo. El espíritu de fe le permitirá ponerse en tales
sentimientos y en este proceder. Recuerde que quien descuida las cosas pequeñas
caerá en grandes faltas. Observe su regla y su reglamento diario, y haga de uno y de
otro lo esencial para usted; eso tendrá más valor que hacer milagros
A la misma religiosa:
II.444.B: «No atraerá las gracias de Nuestro Señor sobre usted sino obedeciendo y
sometiéndose a todo por amor de Dios».
II.444.BCD: 1.° Obedecerá uniéndose en espíritu y aun anonadándose en la
intención de Nuestro Señor, que reside en aquellos que hacen sus veces en la tierra,
para ejecutar la voluntad de Dios. Adore a menudo su divino Espíritu, por cuyos
movimientos ha de obrar y dejarse conducir.
2.° Sea fiel en pedir permiso para las menores exenciones, y no escuche en eso los
discursos de su entendimiento. La naturaleza nada pide con tanto empeño como el
sacudir el yugo de la sumisión. Le suplico, pues, que sea muy fiel en hacerlo así.
3.° Es natural hacer sin trabajo lo que parece bien mandado; pero el obedecer por
natural inclinación no es obediencia; el ejecutar sin discernimiento lo mandado,
aunque opuesto a nuestros gustos o inclinaciones, tal es la obediencia que Dios pide
de nosotros.
4.° Es menester obrar en la obediencia por espíritu de fe, para que sea pura. No
hemos de examinar las intenciones y motivos que tienen para mandarnos tal o cual
cosa, sino ahogar todos nuestros razonamientos y dificultades, haciendo las cosas
porque nos mandan; de este modo se ha de portar en adelante.
5.° Haga lo que tiene prescrito, y obedezca siempre ciegamente, por más repugnancia
y sentimiento que experimente en hacer lo que se le manda; no manifieste al superior
nada que le pueda inclinar a darle alguna orden contraria a la primera, a no ser que
esté de por medio la gloria de Dios, pues entonces puede proponer su parecer, sin
desear, con todo, que le sigan.
6.° Jamás resuelva nada por sí misma, pues es esto contrario a la obediencia y a la
dependencia que ha de haber en la religión; cuide de recibir órdenes de sus superiores
para todo lo que haya de hacer, y cuando le digan, prescriban o manden algo, acéptelo
y ejecútelo sin réplica, por ridículo que le parezca lo que le digan o manden hacer,
pues sepa que, en el punto en que se pare a discutir, ya no hay obediencia. ¡Donosa
abediencia la del que obedece en lo que quiere! No obre así, le suplico; no discuta ya
por nada, ni con nadie; todo es bueno a los ojos de Dios, cuando lo sazona la
obediencia. Ruégole, pues, que procure animarse de ese espíritu».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 633

Bd: 76: «No atraerá las gracias de Dios sobre usted sino obedeciendo y
sometiéndose en todo por amor de Dios. Obedezca con anonadamiento interior al
Espíritu de Nuestro Señor, que reside en quienes ocupan su lugar, para cumplir la
voluntad de Dios. Adore a menudo a este Espíritu, de acuerdo con cuyas mociones
debe usted actuar y dejarse guiar. Sea fiel en pedir permiso para las mínimas [cosas]
exenciones, y no escuche en eso los razonamientos de su espíritu. Nada pide la
naturaleza con más fuerza que sacudir el yugo de la sumisión. Es natural realizar sin
dificultad lo que se conforma con nuestro sentimiento y hacerlo sólo por inclinación;
eso no es obedecer. Pero cumplir lo que se nos manda sin enjuiciarlo, por muy
contrario que sea a nuestro sentimiento o a nuestras inclinaciones, ésa es la
obediencia. Hay que obrar por espíritu de fe, para que sea pura. Nunca hay que
examinar las miras y las razones que haya habido para mandarnos una cosa, sino que
hemos de sofocar todos nuestros razonamientos y dificultades; actuar sólo porque se
nos manda, he ahí cómo debe usted obrar en adelante. Ha de saber —continúa— que,
en cuanto uno quiere comenzar a buscar razones, ya no hay obediencia. ¡Hermosa
perfección amar sólo lo que gusta! No obre así, se lo ruego; no razone en nada, ni
respecto de nadie. Ante Dios, todo es bueno cuando lo sazona la obediencia».
En la diócesis de Boloña se corió el rumor de que el sñor De La Salle figuraba entre
los apelantes. Esto le dio ocasión paraa escribir esta carta:
II.224.CDE: «Ruán, a 28 de enero de 1719. No creo haber dado por mi parte
fundamento alguno al señor Deán para decir que soy del número de los apelantes;
nunca me pasó por el pensamiento tal cosa, ni pensé jamás abrazar la doctrina de los
apelantes al futuro Concilio; harto respeto me merece nuestro Santísimo Padre y
sobrada sumisión las decisiones de la Santa Sede para dejar de acatarlas. Quiero
conformarme en esto con San Jerónimo, quien, en una dificultad suscitada en el seno
de la Iglesia por los arrianos, que exigían de él que admitiese en Dios tres hipóstasis,
creyó deber consultar a la silla de San Pedro, sobre la cual sabía, según dijo, estaba
edificada la Iglesia, y dirigiéndose al Papa Dámaso, le manifestó que si Su Santidad le
mandaba reconocer en Dios tres hipóstasis, a pesar de los inconvenientes que en ello
encontraba él, no temería confesar las tres hipóstasis, por lo cual concluyó su carta
este santo, suplicando con insistencia a Su Santidad, por Jesucristo crucificado, que
es el Salvador del mundo, y por la Trinidad de las tres personas divinas en una misma
naturaleza, se sirviese autorizarle, por escrito, para confesar o negar en Dios tres
hipóstasis. El Sr. Deán no debe, pues, sorprenderse de que, conformándome con este
gran santo, tan ilustrado en cuanto a las cuestiones de religión atañe, baste que aquel
que hoy está sentado sobre la cátedra de San Pedro se haya declarado, por una bula
aceptada por casi todos los obispos del mundo, y haya condenado las ciento una
proposiciones sacadas del libro del Padre Quesnel, para que yo, después de una
decisión tan auténtica de la Iglesia, diga con San Agustín que la causa está terminada.
He aquí mi parecer y mi disposición sobre este punto, parecer y disposición que
nunca han sido diferentes, y que jamás cambiaré. Quedo, en Nuestro Señor, etc».
634 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

CARTAS UTILIZADAS COMO RELIQUIAS


II.495.C: Viajando cierto día a pie el Hermano Gil, cuya vida es dechado de todas
las virtudes, y cuya memoria es aún muy venerada entre los Hermanos del mismo
Instituto, se vio de repente acometido de dolor de cabeza tan fuerte, que le fue
imposible proseguir su camino. Agobiado por el dolor, se acordó de que tenía en su
poder una carta del siervo de Dios, la que consideraba como reliquia. En esta
convicción, sintiose inspirado a aplicársela sobre la cabeza, colocándola dentro de su
sombrero.
II.496.D: Otro Hermano asegura que se aplicó a la cabeza una de las cartas que el
santo varón le había escrito. Hecho esto, se durmió, y al despertar se sintió
enteramente curado, y cumplió luego su voto con alegría.
II.496.E-497.A: El Hermano que ahora es el más antiguo del Instituto de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas asegura que [...] fue acometido por la noche de
violento dolor de cabeza, tan intenso que no sabía qué hacerse; entonces se acordó de
que tenía en su bolsillo una carta del santo varón; se la aplicó a la cabeza, y casi al
punto cesó el dolor y se encontró enteramente curado.

DICHOS DEL SEÑOR DE LA SALLE

En el periodo remense (1651-1688)

Actitud de niño, un día de fiesta familiar:


I.118.D: Se fue a arrojar en brazos de una persona del grupo y le pidió que le leyera
la Vida de los Santos, y le expresó el disgusto que sentía por los placeres que estaba
presenciando.
Bd 11: Se fue donde estaba su abuela, y le pidió que le leyera la vida de los santos.
Invitación a Adrián Niel. Blain escribe que dijo «así, más o menos»:
I.162.C: ¿Cuál puede ser el motivo de su venida? Eso se lo preguntará todo el
mundo, y tratarán de adivinarlo. Ésa será la ocupación de los curiosos y los
comentarios de las personas ociosas. A fuerza de darle vueltas, se llegará a descubrir
la verdad, o al menos a sospecharla. Por muy firme que intente mantenerse, acabarán
adivinándolo, y siguiendo sus pasos no tardarán en saber a dónde quiere llegar. Y
cuando lo sepan, le cerrarán todas las salidas.
El fondo de lo que sigue podría ser de la Memoria de los comienzos.
Bd 25: Y uniendo la hospitalidad al consejo, aseguró al señor Nyel que podía ir a
alojarse a su casa, y que estaría allí más seguro, porque esto no extrañaría; pues, como
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 635

iban allí, a menudo, eclesiásticos o curas del campo, creerían fácilmente que era uno
de ellos, visto que llevaba cuello (rabat), cabellos cortos y hábito negro; y que por
otro lado, no le importaba lo que pudiera decirse; añadió que estaría tranquilo y
pasaría desconocido de todos, y que podía pasar unos ocho días; durante ese tiempo
se tomarían medidas para hacer triunfar su proyecto; después iría a Nuestra Señora de
Liesse, donde decía que tenía que ir; y, en fin, a su regreso podría comenzar las
escuelas.
Re 19; Ca 12: Estaba dispuesto a hacerlo, pero se le hizo entender las
consecuencias que podría tener. Se le explicó que había que temer que alguien
descubriera su intención, y de ahí, que se hiciera pública. Para prevenir los
inconvenientes, se determinó que se alojara en casa del señor de La Salle, quien
inmediatamente le ofreció su casa, lo cual aceptó con gratitud el señor Niel.
También lo que sigue podría ser de la Memoria de los comienzos.
I.163.E-164.A: Se discutieron los medios para llevar adelante el proyecto, y
después de maduro examen se convino que el camino que el señor De La Salle
proponía era el más seguro y el único posible. «El medio más adecuado, y tal vez el
único —había dicho—, para asegurar a las escuelas cristianas y gratuitas para niños
un feliz comienzo, es ponerlas a seguro de las dificultades, bajo la protección de un
párroco suficientemente celoso para encargarse de ellas, bien discreto para no
traicionar el secreto, y muy generoso para sostener la empresa. Como ellos tienen la
potestad de instruir a sus parroquianos y puesto que su título de pastor le autoriza a
asegurarles maestros capaces de enseñarles la doctrina cristiana, nadie tiene derecho
a impedirlo». El consejo pareció prudente y fue aplaudido.
Bd 26: Nuestro siervo de Dios, esclarecido por las luces del cielo, solucionó todos
los obstáculos, con la propuesta que hizo. «Me parece —dijo— que no hay mejor
medio para comenzar con seguridad estas escuelas que poner a los maestros que las
deben comenzar bajo la protección de un párroco que quiera encargarse, y manifestar
que él es quien los emplea en la instrucción de sus parroquianos; y [no habrá nadie
que pueda poner obstáculos]».
Ca 13: El señor de La Salle, que no perdía de vista esta empresa, ofreció una opinión
que le parecía la más adecuada. Consistía en poner las escuelas bajo la protección de
un párroco de la ciudad.
Re20: En fin, después de madura deliberación, se acordó seguir lo que propusiera el
señor de La Salle. Según éste, lo más conveniente era poner las escuelas bajo la
protección de algún párroco de la ciudad.
Elección del párroco que acogiera la escuela:
I.164.B: El asunto se sometió a deliberación, y la primera elección recayó en los
cuatro párrocos más reputados; ¿pero a cuál de ellos dar la preferencia? Era otra duda
más incómoda. Sin embargo, las luces del señor De La Salle en seguida permitieron
inclinarse a favor del párroco de San Mauricio, y los consultores determinaron darle
636 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

sus votos. «El párroco de San Sinforiano, el primero de los cuatro propuestos —dijo
nuestro piadoso canónigo—, sería la persona que buscamos si se llevara bien con los
superiores; pero, por desgracia, no es apreciado; por tanto no hay que pensar en él. El
segundo no es demasiado prudente; el tercero, sobrino y deudor del señor Oficial, a
quien debe todo lo que es, le está muy sumiso, y a la primera indicación de su
bienhechor y tío, despediría a los maestros de escuela; por eso, pues, no es el que
debamos escoger». Sin embargo, era éste por quien se inclinaba el padre Brétagne, y
quien se hubiera llevado su voto, si la razón dada por el señor De La Salle hubiera
podido ser contradicha. La elección recayó, pues, en el señor Dorigny, párroco de San
Mauricio.
Bd.27: Se propusieron cuatro que nuestro hombre de Dios, cuyos puntos de vista
eran admirables, examinó uno después [de otro; y dijo del primero que no era
estimado de sus superiores; respecto del segundo, que no se debía pensar en él,
porque no tenía suficiente celo; y del tercero, que era sobrino del señor oficial, a quien
debía cuanto era, y bastaría, sin duda, que su tío le dijera que despidiese a los maestros
para no poderle contradecir; aunque el reverendo padre Bretagne se inclinaba a su
favor, el resto de la asamblea convino fácilmente con todo lo que había dicho el señor
de La Salle, tanto del tercero como de los otros dos. Ellos creyeron que no debían
poner] los ojos sobre ningún otro distinto del señor párroco de San Mauricio.
I.164.E-165.A: El párroco de San Mauricio quedó agradablemente sorprendido de
la grata oferta que el señor De La Salle acudía a hacerle, de tener una escuela, de lo
que él ya había formado el propósito, y de la cual conseguiría obtener todos los
beneficios sin ningún gasto por su parte. «La única condición que se le pide en este
asunto —añadió el piadoso canónigo— es que usted aparezca como el autor de esta
escuela, y prestarle su nombre. Casi todos sus parroquianos son pobres, y usted les
debe una instrucción que ellos no se pueden procurar. Usted se la dará por medio del
señor Niel y de su joven compañero, que nosotros le presentaremos para que
desempeñen el oficio de maestros de escuela. Tómelos como suyos, y si la ocasión se
presenta, aparente haberles encomendado la tarea de instruir a sus parroquianos».
Aceptación del párroco Dorigny:
I.165.B: El señor De La Salle no dejó de aprovechar el ofrecimiento del párroco de
San Mauricio y le pidió que se contentase con cien escudos de pensión anual, que la
señora de Maillefer, a quien no se nombraba, debía proporcionar por los dos
maestros.
Bd 28: Se avino, asimismo, a alojar a estos maestros de escuela en su casa, lo cual
hacía el proyecto aún más seguro. Se creyó que se contentaría con los cien escudos de
pensión que la señora Maillefer proporcionaría anualmente a los dos maestros que
atenderían esta escuela, que fue felizmente puesta en marcha, gracias a los cuidados
del hombre de Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 637

Adrián Niel: ausencia, recuerdo, muerte...


I.173.C: En vano quiso el señor De La Salle hacerle ver la imprudencia de su
empresa, mostrándole que la Semana Santa no era el tiempo adecuado para viajar a
Guisa, y menos aún para hacer las gestiones necesarias para abrir una escuela; que su
ausencia, al abandonar a su discreción a cinco o seis maestros, los exponía al
desorden; que ni ellos ni él podrían pasar el tiempo más santo del año con el
recogimiento, la piedad y la edificación que exige.
Bd. 39: Nuestro devoto canónigo hizo cuanto pudo para disuadirle de realizar este
viaje, explicándole el inconveniente que suponía abandonar así, en el tiempo de
Pascua, a cinco o seis jóvenes maestros, que observaban una conducta poco ordenada
y con menos piedad [sólida] aún, para dejarlos hacer lo que les pareciera y pasar este
santo tiempo de manera poco conforme con las intenciones de la Iglesia.
Ca 18: Habló de ello al señor de La Salle, que no aprobó su propósito, porque le
parecía demasiado poco meditado. Le habló, incluso, de que sus frecuentes ausencias
resultaban perjudiciales a los maestros, y que convenía que no los dejase así
abandonados a sí mismos, sobre todo en el tiempo de Pascua.
Re 27: Quiso tener el beneplácito del señor de La Salle, quien le dijo que no hacía
falta precipitarse, que su gestión sería prematura, y que al precipitarse de ese modo, la
escuela corría peligro de fracasar. Además, le hizo ver con dulzura que sus frecuentes
ausencias eran perjudiciales para los maestros; y que [por otro lado] su presencia y su
asiduidad en velar sobre su comportamiento los mantendría en su deber, sobre todo
en el tiempo de Pascua, que se aproximaba.
Ofrecimiento de Niel al señor De La Salle:
Bd 67: El señor de La Salle se negó durante mucho tiempo a recibir este
ofrecimiento, pues no creía en modo alguno, y así lo pensaba, que Dios quisiera
servirse de su ministerio para extender las casas de su Instituto.
A la muerte de Adrián Niel:
I.282.C: El señor De La Salle pareció verdaderamente afectado, y en cuanto
conoció la noticia, en todas sus conversaciones manifestó lo mucho que le había
afligido esta pérdida. Inmediatamente mandó hacer rezar en público y en privado por
el eterno descanso del piadoso difunto. Además, para honrar su memoria mandó
cubrir de duelo la iglesia de las Hermanas del Niño Jesús, y él mismo celebró en ella
una misa solemne.
II.16.D: El brillo de la nueva escuela llegó muy pronto a Ruán, y despertó el celo
de algunas personas de bien, que desearon tener en la ciudad el beneficio de que ya
gozaba el amplio y próspero barrio cercano. Desde entonces formaron el proyecto de
establecer allí a los Hermanos, y no tardó en ser realizado, como se va a ver; lo que el
señor De La Salle había previsto e incluso predicho.
638 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.21.A: Se puede decir que los deseos del santo fundador se cumplieron en esta
ocasión, pues hacía más de doce años que anhelaba que sus Hermanos se hiciesen
cargo de las escuelas que había tenido el señor Niel. Incluso había asegurado, con
espíritu como profético, que ellas serían su herencia, y ahora veía con gozo que su
predicción se cumplía.
Inquietud de los maestros por el porvenir:
Bd 47: Después que los maestros comenzaron a vivir con el señor de La Salle,
hasta finales del año 1682, él notó que había varios que estaban tentados de no
continuar, porque, según ellos, no encontraban seguridad en su estado. Y como el
santo sacerdote trató de animarlos a que siguieran, persuadiéndolos de que se
abandonasen a Dios, que no les faltaría en la necesidad, ellos le replicaron que
pensaban que él podía hablar así muy a gusto, ya que cuando las escuelas se vinieran
abajo, él seguiría a salvo, pues contaba con su canonjía y con sus bienes, que le
proporcionarían todo lo necesario para vivir.
Re 41-42; Ca 28: «Hombres de poca fe —les dijo—, ¿es así como queréis señalar
límites a la Providencia de Dios? ¿No sabéis que Él no los pone a su bondad? Si Él
tiene cuidado, como dice Él mismo, de las hierbas y de los lirios del campo, si Él
alimenta con tanto cuidado a los pájaros y a los demás animales que hay sobre la
tierra, aunque no tienen bienes, ni rentas, ni bodegas, ni graneros, ¡con cuánta más
razón debéis esperar vosotros que Él tenga cuidado de vosotros, que os consagráis a
su servicio! No os inquietéis, pues, más por el fututo; Dios conoce vuestras
necesidades y no dejará de proveer abundantemente si le sois fieles».

¿FUNDAR O NO FUNDAR ECONÓMICAMENTE?


La Salle reflexiona y acude al Padre Barré, en París.
Bd 37: Le hizo un relato de todo lo que pasaba en Reims, a propósito de la conducta
de los maestros de escuela.
Oración del santo, deseoso de conocer el plan de la Providencia:
Bd 59: «Dios mío, yo no sé si hay que sostenerlas o no. No me corresponde a mí
establecer comunidades, ni saber el modo de establecerlas. A ti corresponde, Dios
mío, saberlo y hacerlo, y de la manera que te plazca. No me atrevo a fundarlas porque
no conozco tu voluntad; y no contribuiré en nada a sostener nuestras casas. Si Tú las
sostienes, estarán bien sostenidas; si Tú no las sostienes, quedarán sin apoyo. Te
ruego, Dios mío, que me des a conocer tu voluntad en este proceder».
I.218.C: «Dios mío, yo no sé si hay que dotar o no de fondos a las escuelas; no me
corresponde a mí fundar las comunidades, ni saber cómo hay que fundarlas. A Vos
corresponde saberlo y hacerlo de la manera que os plazca. Yo no me atrevo a dotarlas
de fondos porque no sé vuestra voluntad. No contribuiré, pues, en nada a dotar de
fondos a nuestras casas: si vos las dotáis de fondos, ellas quedarán dotadas de fondos;
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 639

si no las dotáis de fondos, ellas quedarán sin fondos. Os ruego que me deis a conocer
vuestra santa voluntad».
Cuando el arzobispo de Reims le ofrece patrocinar sus fundaciones:
Bd 83: Le expresó toda la gratitud posible, y le reconoció humildemente la
benevolencia que le manifestaba, pero se excusó, a causa de la promesa que había
hecho al señor párroco de San Sulpicio, de darle dos Hermanos para llevar las
escuelas de su parroquia, y la necesidad que tenía de acompañarlos.
Docilidad a su director espiritual:
Bd 60: Le dijo que si no era su voluntad, desconfiaría, y no lo haría; y que sólo se
desprendería en la medida en que él lo quisiera. Y añadió que si le decía que
conservase algo, lo haría [de] aunque le ordenase que no se reservase más que cinco
sueldos. Ésas son sus propias palabras.
I.219.1: «No me desprenderé de ellos si usted no lo quiere; me desharé de ellos en
la medida que usted lo quiera; si usted me dice que conserve alguna cosa, aunque no
sean más que cinco sueldos, los conservaré».
I.199.C: Él mismo confesó más de una vez a sus discípulos que cuando el infierno
se desencadenaba, más incluso que el mundo, le planteó tan furiosos ataques que él
personalmente no los hubiera podido afrontar si el brazo del Altísimo no hubiera
intervenido en su defensa.
I.200.D: Pues bien, respondió al demonio diciéndoselo a sí mismo, será cuestión
de ir a pedir limosna; y si es necesario, lo haremos.

ABANDONO DE LA CANONJÍA
I.136.C: En varias ocasiones, ha confesado que le parecía que una voz interior,
acomodada a la voz externa que salía de la boca de su obispo, le decía, igual que él,
que no estaba llamado a ser párroco
Re 8; Ca 7: Incluso, posteriormente, manifestó en varias ocasiones que en aquel
momento le pareció oír una voz interior que le decía que no estaba llamado a dirigir
una parroquia.
Bd 49: Desde entonces, sin embargo, siempre guardó el propósito de dejar su
beneficio, pues tampoco se creía llamado al estado de canónigo.
Bd 52: Y se quedó allí, inmóvil, durante varias horas, (sumido) en un abandono
total a la voluntad de Dios, y le rogó que respecto de su persona, hiciese su voluntad, y
no la suya.
Re 47; Ca 31-32: Entró en la catedral, y allí, postrado ante el Santísimo
Sacramento, pidió a Dios con renovado fervor las luces que necesitaba en ese
momento para conocer su voluntad, y la fuerza que le era necesaria para seguirla.
640 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Bd 50: Por segunda vez propuso a su director el deseo de dejar la canonjía, pero
éste no se lo permitió. Con todo, estos rechazos no lograron frenar a nuestro fervoroso
siervo de Dios, sino al contrario; siguió exponiendo a su director todas las razones
que podía para inclinarle a que se aviniera a su deseo.
Bd 52: Le propuso su designio de renunciar a su canonjía e ir a París; él le preguntó
si había consultado a alguien y le respondió que había consultado al señor Philbert, y
que se lo había aconsejado.
Re 48; Ca 31-32: El señor de La Salle aprovechó con habilidad esta pregunta para
darle cuenta exacta de todas sus gestiones, y añadió que el último a quien consultó fue
al señor Philbert, su vicario mayor, que estaba de acuerdo en que, en las
circunstancias en que él se hallaba, no debía dudar en desprenderse de su canonicato.
I.203.C: Monseñor le Tellier, ya casi ganado, se limitó a preguntarle si había
pedido consejo en un asunto de tanta importancia. El señor De La Salle le respondió
que lo había consultado, y que su plan había sido aprobado por el señor Philbert. En
ese momento, este canónigo estaba en el coro, y el prelado lo hizo llamar.
Bd 54: Cuando el señor de La Salle expuso al señor arzobispo el deseo que sentía
de dejar el beneficio, le dio también el nombre de una persona para sustituirlo. Esta
persona fue el señor Faubert.
Re 49; Ca 33: Confesó, incluso, que si hubiera encontrado a alguien más digno de
sucederle, hubiera recaído en él su dimisión.
I.205.CD: Si el santo varón lo hubiese podido prever, según le oyeron decir, no
hubiera ido a buscar al señor Faubert entre las últimas categorías de los sacerdotes,
donde hacía maravillas y vivía como digno discípulo de Jesucristo y un fervoroso
ministro de segundo rango, para hacerle ocupar su lugar entre los canónigos.
Bd 54: Pero como los honores cambian las costumbres, no continuó por mucho
tiempo sus predicaciones, y su fervor se enfrió poco a poco, lo que hizo decir al señor
de La Salle que si hubiera sabido el uso que iba a hacer, nunca le hubiera cedido su
[canonjía] beneficio.
I.204.D: Hizo decaer la petición con esta corta respuesta: me lo han aconsejado.
Re 48: Ca 32: Respondió sencillamente que había consultado a varios amigos y
no se lo habían aconsejado; y, además, que no pensaba que Dios le pidiese tal
preferencia.
Bd 55: A lo que él respondió que no se lo habían aconsejado.
I.209.A: «Si mi hermano —replicó— no fuera mi hermano, no tendría ninguna
dificultad para que entrase en mi elección, y para darle la preferencia por encima de
aquel a quien he designado, para satisfacer los deseos del señor arzobispo. ¿Pero
puedo y debo someterme a la voz de la naturaleza y a las solicitudes que la apoyan?».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 641

Bd 55: A la propuesta que le hizo el superior, le respondió que si le sugería que


prefiriese a su hermano al que había nombrado, estaría dispuesto a realizar el deseo
del prelado, suponiendo que no fuera su hermano.
Re 50; Ca 33: El señor de La Salle, después de haberse explayado con él y de
haberle respondido como ya había hecho a quienes se habían mezclado en este
asunto, añadió que su decisión la había tomado delante de Dios, y que no podía
cambiarla.
Bd 44: Aunque él mismo les pidió en diversas ocasiones que se lo dijesen en
cuanto advirtieran alguna razón para ello.

A los Hermanos reunidos en asamblea (1686, 1694, 1717)


Con ocasión de la primera asamblea de Hermanos:
Re 62; Ca 41: En una exposición muy emotiva les expuso las reflexiones que él se
había hecho sobre la inconstancia natural del hombre y sobre la necesidad que éste
tenía de ligarse al bien por medio de compromisos santos y duraderos. Añadió que
hasta entonces habían estado como fluctuando e indeterminados en su vocación; que
les rogaba que considerasen si en su situación no sería conveniente comprometerse
con algún voto a vivir en comunidad de acuerdo con las Reglas que habían observado
hasta entonces.
I.232.E: «Vuestro corazón encontrará su propia obra en el libro que se compondrá,
y las normas que contenga os parecerán aceptables, porque los legisladores seréis
vosotros mismos. Llegado al punto al que os quería guiar —añadió—, testigo de
vuestro fervor y de vuestras disposiciones, quiero tomar medidas con vosotros para
fijar vuestro estado, asegurar vuestra vocación, cimentar vuestra unión y comenzar el
edificio del cual sois las primeras piedras».
I.235.BC: El prudente superior sometió, pues, a su deliberación tres cosas: 1. Si se
emitirían votos; 2. Qué votos se harían; 3. Por cuanto tiempo se harían, si sería sólo
por un año o por varios, o para siempre.
A los Hermanos, deseosos de emitir los votos religiosos:
Bd 73: El hombre de Dios, que tenía razones muy sólidas, como es fácil de
suponer, para apartarles de hacer tan pronto votos perpetuos de obediencia, y menos
aún de castidad, les hizo ver que no había que precipitar nada, y que había que probar,
durante algún tiempo, si era la voluntad de Dios.
I.237.DE: El señor De La Salle escuchaba a todos, y después de sopesar las
razones en pro y en contra, concluyó que no había que apresurarse en proponer el voto
de castidad a quienes no habían vivido en la casa un tiempo suficiente, o que no
habían dado pruebas de una virtud constante; y que para mantenerlos en ella, bastaba
642 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

dejar que se ligasen con el voto simple y anual de obediencia, renovado cada año, el
cual les retendría tanto tiempo como durase su buena voluntad.
Con motivo de la segunda Asamblea:
Bd 74: Explicó a los Hermanos, con muy sólidas razones, en una exposición que
les hizo, la necesidad que sentía de que fuese un Hermano el superior del Instituto.
Re 64; Ca 42: Les expuso que, puesto que aumentaba suficientemente el número
[de Hermanos], se podía proceder a la elección de un superior; que él consideraba que
varios de ellos eran capaces de gobernarlos; que esto era importante para su bien
común, e incluso necesario; que procediesen a una elección libre, con la cual
nombrarían a aquel entre cuya manos depositarían el gobierno.
I.262-263: Les dijo que el número de las escuelas había aumentado; que entre ellos
había sujetos muy buenos, sensatos, prudentes, virtuosos y capaces de estar al frente
de ellos; que era importante que escogiesen a uno de entre ellos para ocupar su lugar,
pues el bien del Instituto exigía que fuese gobernado por uno de ellos...
En la asamblea de 1694:
I.343.C: Al instruirles a fondo sobre el mérito y la excelencia de los votos
perpetuos, les habló de las obligaciones y de los peligros. Les expuso con viveza que
estos lazos de perfección se convierten a menudo en trampas, en expresión de san
Pablo, en relación con el voto de castidad, en el que caen las almas presuntuosas o
imprudentes; que no a todos se les da hacerlos por vocación; que aquellos a quienes
no se les concede esta gracia los hacen para su propia desgracia; que más vale
volverse atrás por precaución que seguir adelante con temeridad en un paso tan
resbaladizo; que un retraso prudente para probarse a sí mismo y consultar la voluntad
de Dios no tiene ninguna consecuencia peligrosa; y que, por el contrario, la
precipitación en este asunto expone a diversos arrepentimientos, y a veces a horribles
sacrilegios, y al menos a pedir dispensas vergonzosas y odiosas.
Re 107-108; Ca 72: Luego les dirigió una exhortación donde les presentó la
importancia de la acción que iban a hacer. Les dijo que un compromiso para toda la
vida era un sacrificio muy agradable a Dios, cuando se apoyaba en una resolución
firme; que les había dejado plena libertad para pensar en ello y que confiaba que no lo
harían con ninguna mira humana.
Re 108; Ca 72: Añadió que desde que el número de Hermanos había aumentado,
estaba pensando en dejar el cargo de Superior del Instituto entre sus manos, que no le
convenía seguir más a su cabeza, que no era más que un pobre sacerdote, en quien no
debían poner su confianza, sino sólo en Dios que era su padre y su protector. Se
extendió sobre esta idea para mostrarles la necesidad en que estaban para otorgarle
esta satisfacción, y visto el bien que necesitaba el Instituto, que escogieran a uno de
entre ellos, a quien juzgasen capaz de cumplir tal cargo.
I.344-345: «que puesto que la Providencia los había unido por medio de votos
perpetuos, era prudente buscar medios para hacer más fuerte y sólida esta unión, de
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 643

modo que ni el mundo ni el demonio los pudieran alterar; que el primer medio era
poner su confianza sólo en Dios, recordando que quienes se apoyan en el hombre, se
apoyan sobre una caña frágil, que al romperse bajo la mano en que se sostiene, la
hiere, tal como dice la Escritura; que no deberían mirarle a él sino como a un pobre
sacerdote, sin recursos y sin poder para sostenerlos; que sería una locura contar sobre
un hombre mortal, y poner sus esperanzas en un poder humano; que no debían olvidar
que tres años antes había estado a las puertas de la muerte, y que en tres días podía
ocurrirle lo mismo, y que en tal caso, estarían forzados a elegir otro superior; que más
valía prevenir que esperar a que esto ocurriera para hacer esta elección por necesidad;
que razones muy importantes requerían que se apresurasen a hacerlo, y que el retraso
de esta cuestión, que podría durar hasta su muerte, conllevaría gravísimos inconvenientes
para su Sociedad».
A propósito de la petición de Hermanos para Chartres:
I.370.A: Con todo, el humilde superior, antes de prometer sujetos al señor obispo
de Chartres, quiso contar con el consentimiento de los Hermanos. En la asamblea que
celebró, les expuso la propuesta del ilustre prelado, y después de ponderar su
eminente piedad y el celo ardiente para la religión, les dejó que decidieran lo que
creyeran mejor.
Re 111-112; Ca 74: Reunió a los Hermanos y les propuso los planes del obispo de
Chartres y el deseo que tenía él de complacerle.
Por el cierre de las Escuelas Dominicales:
I.436.CD: Incluso escucharon con un corazón duro al siervo de Dios esbozarles el
triste estado en el que iban a ponerle con su deserción. «Saben ustedes, —les dijo—
cuánto interés tiene el señor de la Chétardie en la escuela dominical, y en las ciencias
que la sostienen. Ellas desaparecen si ustedes se retiran. ¿Cómo podré comunicarle la
triste noticia al señor párroco de San Sulpicio, tan santamente apasionado por este
tipo de escuela, que fue idea suya, y en la cual ha visto tantos frutos? ¿Qué van a
conseguir ustedes si dejan caer la escuela, si no es enterrar también las otras en sus
ruinas, y terminar de quitarme mi apoyo, y al mayor protector y bienhechor del
Instituto?».
I.437.DE: El señor De La Salle, muy apurado por este acuerdo unánime de sus
discípulos contra un plan que era tan útil, se contentó con responder que, sin entrar a
examinar las razones que podían apoyar su repugnancia, por una razón superior
debían hacer el sacrificio; que la obediencia, la desconfianza en sí mismos y la pureza
de intención les servirían de defensa contra aquel escollo, donde la débil virtud de los
dos primeros maestros de geometría y de dibujo se había hundido; que era necesario
sostener la escuela dominical cuyo fruto era sensible y abundante, y que estaba
seguro de que se hundiría si se dejaban de enseñar aquellas ciencias. En fin, les dijo
que no era él el dueño del proyecto, y que sabían muy bien que era el señor párroco de
San Sulpicio, de quien dependían, y cuya ayuda les era necesaria; que el señor
párroco tenía sumo interés en aquella obra, y que había que temer que su resistencia
644 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

pudiera ser castigada con su indiferencia y su abandono; que, por tanto, entre esos dos
peligros, había que evitar el mayor, que era enfrentarse con su bienhechor y protector.
Promulgación de la Bula Unigenitus
II.106.CDE: Esperó a que esta célebre Bula de Clemente XI, que condena las
ciento una proposiciones sacadas del libro titulado Reflexiones morales sobre el
Nuevo Testamento, estuviera revestida de todas las formalidades necesarias. Entonces
consideró como asunto de conciencia declararse y confesar de boca los sentimientos
de su corazón... Leyó a sus discípulos la célebre Bula Unigenitus, con la Instrucción
pastoral del clero. Insistió en cada una de las ciento una proposiciones, explicó su
sentido, mostró el veneno oculto o manifiesto, y señaló claramente el error y el
peligro.
Asamblea de 1717
II.132.BC: Reunió a los de Ruán y a los de San Yon, y les expuso la decisión que
había tomado de abandonar el cargo de superior y perder incluso el nombre, después
de haberse negado desde hacía tiempo a ejercer sus funciones. Les dijo que no
deberían oponerse a este plan, puesto que estaba ya en parte realizado; que al haberles
acostumbrado a prescindir de él, despojándose de su autoridad en favor de otro, les
había preparado para quitarle también el título; que era conveniente que mientras él
vivía, eligiesen a uno de los miembros de su cuerpo para colocarlo al frente y seguir
su gobierno; que no había mucho tiempo que perder, para prevenir los impedimentos
que su muerte podría acarrear a la ejecución de un asunto tan importante; y que
deberían adoptar todas las precauciones y todas las medidas adecuadas para que esta
elección fuese canónica y según todas las normas; y, en fin, les abrió su corazón y les
expuso los motivos de aprensión que sentía respecto del futuro.
II.132.D: El siervo de Dios les quitó estas dificultades y les prometió seguir
estando por completo a su disposición, y seguir siendo para con ellos lo que había
sido hasta entonces, llevarlos en su corazón, escucharlos, continuar sus servicios y
prestarles toda la asistencia que un buen padre debe a sus hijos.
Re 268; Ca 149: El señor de La Salle prometió que no les abandonaría mientras
viera que tenían necesidad de él, y que estaría siempre dispuesto a escucharlos y a
darles los consejos que necesitasen. Añadió que les rogaba que apresurasen el tiempo
de la elección, pues preveía que no viviría aún mucho tiempo, y que era de suma
importancia que se hiciera mientras vivía.
Re 271; Ca 150: Fue él quien abrió el retiro con un discurso de los más emotivos.
Tuvo cuidado de exponer en él las razones que había tenido al convocarlos, les
manifestó lo importante que eran para el bien general del Instituto que expresaran su
voto para darle un sucesor que pudiera mantener la regularidad, la paz y la unión que
reinaba entre ellos, que les exhortaba a despojarse de todo prejuicio para escoger una
persona digna de llenar un puesto que requería cualidades adecuadas para gobernar
con mansedumbre y al mismo tiempo con firmeza; les dijo, en fin, que debían rezar
mucho para alcanzar las luces del Espíritu Santo, que debía presidir su elección.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 645

II. 134.C: El señor De La Salle hizo la apertura con una plática fervorosa sobre la
importancia de guiarse bien en la acción que iban a realizar. Luego les propuso la
forma de proceder santamente en la asamblea, y para la elección de un superior. Él
mismo la había redactado, tomándola en parte de las Constituciones y Reglas de san
Ignacio. También había compuesto una oración en francés para invocar al Espíritu
Santo e implorar su asistencia, que les dejó para que se sirvieran de ella.
II.134-135: se retiró... después de haberles recomendado que dejasen al Espíritu
Santo presidir él mismo su asamblea, y que le suplicaran sin cesar que les mostrase
aquel que Él había elegido para superior. «Purificad —les decía— vuestras
intenciones y vuestros deseos... Proceded en esta elección como hicieron los Apóstoles.
Mantened vuestros corazones en entera indiferencia... Escogeréis ciertamente a aquel
a quien Dios mismo ha escogido, si buscáis un hombre que sea según su corazón, y no
según el vuestro; un hombre de gracia, y en quien actúe la gracia, y no un hombre de
vuestro gusto y que favorezca a la naturaleza.
Elección del Hermano Bartolomé
II.135.D: Hace mucho que ejerce las funciones, respondió.
Re 272; Ca 151: No pareció extrañado por esta elección y respondió: «Hacía ya
tiempo que estaba elegido».

CONCERNIENTE AL GOBIERNO DEL INSTITUTO:


Al obispo de Chartres:
I.369.E: El siervo de Dios, con el pretexto de que aún no tenía suficientes sujetos
bien formados, le suplicó que esperara.
Al señor Ponton:
Re 127; Ca 84: Las peticiones reiteradas del señor Ponton no causaron impresión
en el ánimo del señor de La Salle. No quería precipitar nada, y se contentaba con
responder que no descuidaría nada de lo que de él dependiera para satisfacer su deseo
cuando le diera garantía de abrir un establecimiento sólido.
Reserva sobre cuestiones de gobierno:
II.305.A: «Que, no debiendo de haber en una comunidad como la suya sino una o
dos personas que interviniesen en los negocios y en el cuidado de los intereses, los
otros habían de concretar toda su aplicación a sí mismos y a su santificación, y que la
intervención que se les pudiera dar en los negocios de la casa sólo serviría para
turbarlos».
Sobre las intrigas en París después de regresar de la Provenza:
II.123.D: Abandonó todo a Dios, dijo que no podía responder y que se le estaba
tendiendo una trampa.
646 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.124.A: Pues —decía— si pongo por escrito que la comunidad de los Hermanos
será dirigida por ***, se me echará encima el señor arzobispo de París; si digo que
estará sometida al gobierno del prelado, atraeré sobre mí y sobre los Hermanos la
persecución de estos señores».
Cuando los Hermanos respondieron por él:
II.124.E: ¡Oh Dios mío!, ¡qué carga tan pesada me habéis quitado del corazón!

EN SUS RELACIONES CON OTROS


A un Hermano de la escuela de Santiago de Reims:
Bd 67: Y le dijo que cuando él daba clase en esta escuela, cuidaba mucho de que
los niños hicieran un recorrido largo, para que guardaran mejor el orden;
Re 73: Y le dijo que cuando él daba clase en esta escuela, cuidaba mucho de que los
niños hicieran un recorrido largo, para que guardaran mejor el orden;
Re 76: Ca 51: Aprovechó el momento favorable para detallarle las razones que
tenía para tomar la decisión de retirarse.
En una visita al señor de la Chétardie:
I.439.B: El señor de la Chétardie olvidó incluso en ese momento quién era su
interlocutor, y le trató de mentiroso... Pues bien, señor, replicó con mucho respeto,
con esta mentira me voy a celebrar la santa misa.
En los procesos de París:
I.362.C: Los Hermanos citados comparecieron ante el tribunal acompañados de su
superior, que, después de un silencio que se hizo, tomó tan a propósito el momento de
hablar que no se le pudo negar la gracia de reconocerle su buen derecho. Él mismo,
pues, defendió su causa, en la que estaba interesada únicamente la caridad, y lo hizo
con tanta sensatez y con tan sólidas razones que arrastró, por decirlo así, al juez a
ponerse de su lado, y dejó en el ambiente un interrogante para los maestros de
escuela, que los llenó de confusión, e hizo ganar la causa a los Hermanos.
I.363.A: Desafió a los maestros de escuela a que aportaran la mínima prueba de lo
que decían, y se comprometía a aceptar la pérdida de la causa y a cerrar todas las
escuelas de los Hermanos si sus rivales podían demostrar que no eran gratuitas.
II.337.A: Siguioles él, y después de haber sido mero espectador en la defensa que
de sí hicieron los Hermanos, empezó a hablar cuando ellos callaron; y defendió su
causa con tanta vehemencia que al punto fue dictada la sentencia en su favor, a pesar
de los gritos de los maestros de escuela, quienes para evitar que se les condenase a
pagar las costas protestaban que no tenían nada que ver con él.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 647

En una visita al arzobispo de París:


Re 99; Ca 66: Fue, pues, a encontrar al señor arzobispo para pedirle que le
permitiera erigir una capilla dentro de su casa, con la facultad de celebrar misa en ella.
Al párroco de Vaugirard:
Re 100-101; Ca 67: El señor de La Salle convino con él, de buena fe, que tenía
razón para quejarse; pero también le rogó que considerase sin prejuicio los motivos
por los que tuvo que actuar así. «Usted sabe —le dijo— que el Noviciado de esta casa
está formado por jóvenes que han salido recientemente del mundo; todavía no han
perdido las impresiones del mismo, y sería peligroso para ellos exponerlos
demasiado a volver a él. En las grandes asambleas que se tienen en su parroquia, a
causa de la proximidad de París, se hallan jóvenes libertinos que se lanzan sin
discreción a decir bromas pecaminosas y a burlarse de nuestros Hermanos, lo cual es
propio para disgustarles de su vocación. He ahí las razones que me han llevado a
solicitar el permiso de erigir esta capilla doméstica que a usted le parece atentar
contra las reglas de la Iglesia». Añadió que no ignoraba la sumisión que él y los
Hermanos le debían como a su Pastor, que le conocían y reconocerían siempre en
calidad de tal, que él, para dar pruebas públicas, iría de vez en cuando a celebrar la
misa a su iglesia, y que llevaría allí a los Hermanos de la comunidad.
Re 102; Ca 68: Pero éste le respondía siempre que no había podido hacer de otra
manera por las razones que le había repetido en varias conversaciones que había
mantenido con él; que era inútil que se enfadase, puesto que la cosa estaba hecha y él
no tenía medio de cambiarla.
I.350-351: El hombre de Dios conversó más tarde con el señor párroco, y estuvo de
acuerdo en que la causa, en general, era buena, y le dijo que comprendía de buena
gana que se quejara con tanta energía. «Es loable que un pastor quiera poblar su redil
—le dijo—, y que su celo abarque todos los deberes de su cargo, y eso es muy
edificante. Está claro que el espíritu de la Iglesia quiere que vayan a la parroquia».
I.351.C: Después de estos razonamientos el siervo de Dios rogó al señor cura
párroco que prestase atención al peligro que corrían unos jóvenes salidos
recientemente del mundo, cuya impronta no habían perdido todavía, ni la inclinación
ni el atractivo, al encontrarse en una iglesia, frecuentada por gente menuda, que acude
desde París, y que dan ejemplos muy distintos de aquellos que hay que imitar... Y que
en fin, no podría dejar de reconocer que unos novicios, que necesitaban recogimiento,
espíritu interior y mucha soledad, no podrían acudir a la parroquia sin peligro de
perder, más que de ganar, devoción; y que, en consecuencia, le rogaba que accediese
a que los mantuviera encerrados en su casa.
I.351.E: Con todo, se acordó que iría el primer jueves de mes a celebrar en la
parroquia una misa solemne del Santísimo Sacramento y que llevaría a ella a los
Hermanos.
648 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Al párroco de San Nicolás, de Ruán:


I.354.CD: En vano intentó el señor De La Salle hacerle comprender que era
imposible satisfacer su doble deseo: ofrecer el pan bendito e ir a distribuirlo, porque
era imprescindible que llevaran ellos mismos a los niños a la misa mayor y a las
vísperas de sus propias parroquias, y de acompañarlos con su presencia para
mantenerlos en la modestia. «Este deber —añadió— es necesario para la buena
educación de la juventud, y esencial para el Instituto de los Hermanos. ¿Lo deben
abandonar para estar presentes en la iglesia de San Nicolás? ¿Les parecería bien a los
párrocos de Saint-Maclou, de Saint-Godard y de Saint-Eloy que los maestros dejasen
a sus alumnos, los domingos y fiestas, abandonados a su libertad, o más bien, a su
libertinaje? Así, dejados a su voluntad, ¿no perderían esos niños, en esos días, el fruto
de las enseñanzas de toda la semana? ¡Vaya!, ¿de qué serviría la institución de las
Escuelas Cristianas, si aquellos que las dirigen dejan los días del señor a la discreción
de un chiquillería nacida en el libertinaje y en la ignorancia?».
II.168.C: En vano el santo sacerdote intentó probar que no se violaba el acuerdo
sino en los artículos en que la experiencia había demostrado que eran impracticables;
en vano se intentó que viera los inconvenientes que ya se habían dado, y los
desórdenes que habían seguido a la ejecución de estos puntos siempre que se había
intentado cumplirlos; pero nunca quiso escucharlo.
Al abate Huchon, que se oponía al traslado de un Hermano de Versalles:
II.67.A: «¿Qué medio tiene para detener la pérdida de un Hermano cuando éste
encuentra protectores poderosos que le autorizan a resistirse a las órdenes de su
superior». Esto fue lo que el señor De La Salle no dejó de exponer al señor Huchon;
pero éste no le escuchó.
Elogio del conde del Charmel:
I.329.DE: El señor De La Salle, por su parte, tuvo singular estima a este piadoso
señor, y en cierta ocasión hizo su elogio en dos palabras, al decir de él que era un
hombre de continua oración.
Confidencia a los señores Gense y de La Cocherie:
II.357.E-358.AB: Después de haberse cuidadosamente enterado por él mismo de
todo cuanto se relacionaba con la nueva Sociedad, por la cual se interesaban en gran
manera, le preguntaron cómo había podido resolverse a emprender obra tan útil en
verdad a la Iglesia, pero tan llena de espinas y de dificultades. «Les confieso, señores
—contestó con su acostumbrada sencillez—, que si Dios, manifestándome el bien
que podía procurar este Instituto, me hubiese también descubierto las penas y cruces,
compañeras inseparables de su fundación, el valor me habría faltado, y lejos de
encargarme de él, ni siquiera hubiera osado tocarlo con el dedo, en vez de encargarme
de él».
Puesto por blanco de la contradicción, me he visto perseguido por varios prelados,
aun por aquellos de quienes esperaba algún socorro. Mis propios hijos, aquellos
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 649

mismos a quienes había formado en Jesucristo, que había querido con más ternura,
que había rodeado de solícitos cuidados y de quienes esperaba los mayores servicios,
se alzaron contra mí y añadieron a las cruces de fuera las domésticas, que fueron para
mí las más sensibles. En una palabra, si Dios no hubiese alargado la mano de modo
tan visible para sostener ese edificio, tiempo ha que estaría sepultado en sus mismas
ruinas. Los magistrados se unieron a nuestros enemigos, apoyando con su autoridad
los esfuerzos que éstos hacían para derribarnos. Como nuestro ministerio perjudicaba
aparentemente a los maestros de escuela, encontramos en cada uno de ellos un
enemigo declarado e irreconciliable, y reunidos todos en corporación se sirvieron
muchas veces de los poderes del siglo para destruirnos. Pero, sin embargo, a pesar de
tantos esfuerzos para derribar este edificio y de hallarse no pocas veces al borde
mismo de la ruina, la mano del Señor lo ha ido sosteniendo, y esto es para mí prenda
segura de que subsistirá, y que triunfando por fin de las personas, prestará a la Iglesia
los servicios que tiene derecho a esperar de él».
Al comprador de la Casa Grande:
II.3.E: Nadie se presentó para alquilarla. Entonces el señor De La Salle aprovechó
la ocasión de este retraso en el alquiler para pedir al nuevo propietario, que era
persona bondadosa, que les diera tiempo para buscar una casa apropiada para su
comunidad.
Búsqueda de una casa adecuada:
II.44.BD: El santo fundador fue a verla de incógnito, y dijo al Hermano que la
había encontrado que hiciera todo lo posible para conseguirla.
Traslado del Noviciado a Ruán:
Re 174; Ca 107: Se aventuró a hacer la propuesta al señor arzobispo y al señor
Primer Presidente, que se habían declarado sus protectores.
San Yon:
II.264.B: «Cierto día que yo trabajaba en la huerta de San Yon, con el intento de
plantar en ella vides, árboles y otras cosas, me lo prohibió; la razón que me dio fue
que, teniendo firme esperanza de que Dios pondría los Hermanos en posesión de
aquel sitio, el embellecerlo y mejorarlo era querer encarecerlo y tendríamos que
pagarlo después más caro».
Seminario de Maestros en Saint-Denis:
II.75.AB: Yo no sé por qué razón el señor De La Salle propuso al abate Clément,
después de la compra de la casa de Saint-Denis, que se uniera con el señor Desplaces,
que formaba en comunidad a buen número de eclesiásticos, dejándole entender que
en él encontraría a personas adecuadas para dirigir el seminario de maestros de
escuela para el campo, y a los niños que él proyectaba educar.
650 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Durante las grandes pruebas (1702, 1712-1714)

Seminario de Maestros de San Hipólito:


Re 156; Ca 100: El señor de La Salle no tuvo dificultad para proponer a su amigo
el plan que tenía desde hacía varios años para encontrar los medios de establecer un
seminario destinado a proporcionar maestros de escuela para las zonas rurales.
Al Hno. Vuyart:
Re 159; Ca 101: El señor de La Salle le habló, sin resultado, de sus compromisos
personales, de la intención del párroco difunto, y el abuso de confianza que él había
tenido en su honradez.
Inspección de la Casa Grande:
Re 140; Ca 91: Cuando la visita hubo terminado, el señor de La Salle se creyó
obligado a ir a agradecer a Su Eminencia la bondad que había tenido al enviar a su
Vicario general.
Re 142: El señor de La Salle [...] hizo cuanto pudo para persuadirles de que se
sometieran a las órdenes de Su Eminencia, pero sus razones fueron inútiles.
Re 144; Ca 93: Fue, pues, a echarse a sus pies, y allí, bañado en lágrimas, suplicó a
Su Eminencia que no tomara como ofensa una falta que sólo provenía de la gran
repugnancia que sentían hacia el superior que había escogido. Le aseguró que no
había descuidado nada para hacer que condescendieran a sus órdenes, pero que se
habían encontrado tan turbados en el primer momento, que no habían querido
decidirse por nada, y que esperaba hacerles volver con el tiempo a una postura más
razonable.
Dificultades en las escuelas de San Sulpicio:
II.37.DE: Los Hermanos, disgustados y cansados, rogaron al señor De La Salle
que les permitiese retirarse y ceder un terreno que ya no podían defender por más
tiempo [...] Se lo permitió, después de haber consultado con varias personas
prudentes.
Citas judiciales por el caso Clément:
II.79.E: Pues se decía a sí mismo que por qué le habrían enviado tales citaciones
donde se empleaban las citadas expresiones, si no era para darle a entender que ya no
le consideraban como su superior.
Ocultación en el Sur:
II.274.B: Ésa es la explicación que daba él mismo de su conducta a los que le
echaban en cara el que se hiciera invisible al mundo: «¿Qué queréis que vaya a hacer
en él —contestaba— si constantemente me están armando lazos?»
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 651

II.274.C: Me oculto por dos motivos: el primero, para llorar mis pecados, que me
acarrearon esa persecución; el segundo, para pedir a Dios por mis perseguidores y
quitarles con mi ausencia el objeto cuya presencia ocasiona sus faltas.
Re 232; Ca 132: Creyó que sus pecados eran la causa de todo ello. Dominado por
este pensamiento determinó alejarse y ceder a la tempestad hasta que pluguiese a
Dios amainarla; «persuadido —decía— de que mi ausencia podrá calmar la agitación
de mis enemigos e inspirarles pensamientos de paz hacia mis queridos hijos».
Re 233; Ca 133: Le dijo que estaba sorprendido de que todavía se pensara en él;
que se había esperado que, al dejar Marsella para retirarse a la soledad, los hombres se
habrían acostumbrado fácilmente a olvidarle por completo; que esta esperanza era su
alegría; y que habría deseado que los Hermanos le hubieran desconocido hasta el
punto de no informarse del lugar de su retiro; que encontraba allí tanto gusto que
estaba resuelto a mantenerse allí oculto y condenarse a un silencio perpetuo.
II.98.C: ¡Bendito sea Dios!, mi querido Hermano. ¿Pero por qué piensa usted en
dirigirse a mí? ¿No conoce mi insuficiencia para mandar a los demás? ¿Ignora que
varios Hermanos parece que no quieren saber nada de mí, y parece que se dijeron
para mí aquellas palabras del Evangelio: Nolumus hunc regnare super nos. No le
queremos más como superior? Y tienen razón, añadió, pues soy incapaz de serlo.
Re 234; Ca 133: «Dios sea bendito, mi querido Hermano. ¡Vaya! ¿Por qué piensa
usted en dirigirse a mí para esto? ¿No conoce usted mi incapacidad para mandar a los
otros? ¿No sabe que varios de entre ustedes no me quieren como superior? Y tienen
razón, pues soy incapaz».
II.105.B: El santo sacerdote le confesó que sentía un inmenso deseo de pasar el
resto de sus días en la soledad, que tanto atractivo tenía para él, y de no pensar sino en
Dios y en sí mismo.
Parmenia:
Re 246; Ca 139: El señor de La Salle [...] tuvo una larga conversación con ella, en
la cual le expuso las penas y dificultades que habían agitado su vida desde que había
emprendido la fundación de las Escuelas Cristianas.

DURANTE SUS ÚLTIMOS AÑOS


A propósito del legado del señor Rogier:
Re 279; Ca 154: «¿Cómo es posible que piensen —decía— en hacer testamentos
en favor mío? ¿No saben que he renunciado a todos los bienes del mundo y que no se
me permite tener nada como propio?».
652 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Expedición de Hermanos al Canadá:


II.153.DE: «¡Ah, Dios mío!, ¿qué van a hacer? Van a emprender una cosa que os
va a traer una infinidad de problemas, y que tendrá consecuencias desastrosas .. El
santo varón repitió: ¿Qué van a hacer?».
En una inspección hecha a San Yon:
II.405.BC: «Señor, me atrevo a aseguraros que la casa no está tan mal ordenada
como se le ha dicho; damos a cada cual el oficio que le conviene. Los novicios no
tienen más ocupación que la de cumplir con sus ejercicios de piedad, de animarse del
espíritu de su vocación y formarse en la práctica de las virtudes que les convienen;
por lo que hace a los Hermanos sirvientes, sólo están ocupados en los quehaceres de
la casa: como quiera que a éstos sólo se les exigen trabajos manuales, no se les pide
que sepan leer y escribir. Los terceros son jóvenes que empiezan a formarse en las
clases inferiores, bajo la dirección de otros más experimentados, y se espera para
darles ocupación a que estén en disposición de saberla desempeñar satisfactoriamente.
Entonces se les coloca a las órdenes de un director sabio y prudente, que cuida de que
cumplan bien con su empleo, y está obligado a darme cuenta de ello. Con respecto a
los pensionistas, su alimento está regulado por el precio de su pensión. Algunos dan
cien libras, otros pagan cincuenta escudos [1 escudo = 5 pesetas], los hay que pagan
doscientas, trescientas y hasta cuatrocientas libras y otros más, y es justo que tasemos
la diferencia de alimentación por la diferencia del precio. Fuera de esto, todos están
buenos».
Al notario de París:
II.157.AB: Después de responder que él ya no era el superior de los Hermanos,
añadió que no podía apropiarse de un título del que estaba despojado, y se negó a dar
su asentimiento en calidad de tal.
Re 283-284; Ca 156: El señor de La Salle dijo al notario que ya no lo era y que no
firmaría nada si no se eliminaba este título [...] El señor de La Salle insistió con
fuerza, y dijo que no consentiría que se le honrase con un título que ya no tenía.
San Nicolás du Chardonet:
Re 285; Ca 157: Le respondió que encontraba tanta atracción por permanecer en
el seminario, donde gozaba de gran tranquilidad y donde encontraba todos los medios
de pensar en su salvación, que tendría mucho pesar por dejarlo. El señor de La Salle
respondió que, efectivamente, la razón que le daba era un motivo para mantenerle
alejado de su regreso; que era tiempo, más que nunca, de que renunciara a cualquier
otro asunto, para ocuparse únicamente de su salvación.
A los Hermanos de París:
II.159.DE: El santo fundador no tenía nada que hacer en la Sociedad, y yendo allí,
según su parecer, ocuparía inútilmente un lugar. Eso es lo que respondía a aquellos de
sus hijos que le presionaban para que volviese con ellos.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 653

II.160.B: «Soy yo quien debe ser dirigido y no dirigir —añadía—; es tiempo de


que comience la obra de mi propia santificación, después de haber trabajado tanto
tiempo en la de los demás. Puesto que Dios me da tan excelente ocasión, debo
aprovecharla. Si la dejo escapar, será una falta que tendré que reprocharme el resto de
mis días. Hace mucho tiempo que mando; ha llegado el tiempo de obedecer, y debo
enseñaros, con mi ejemplo, a preferir el estado de dependencia al estado de autoridad.
He salido felizmente de todos los cuidados extraños a mi salvación, y estoy
despegado de todas las distracciones que interrumpen el trato con Dios, ¿por qué iría
yo a turbar el dulce reposo de que gozo, para retomar las preocupaciones? Por eso,
pesando todas estas reflexiones, estoy tentado de terminar mis días en el lugar donde
estoy».
II.161.A: El humilde sacerdote [...] respondió que, puesto que era incapaz de
gobernar, su presencia sería inútil para los Hermanos, y su ausencia no ocasionaría
ningún perjuicio; que como aún no sabía obedecer con perfección, su mayor
beneficio sería no salir de un lugar donde no hacía otra cosa que aprenderlo.
Re 290; Ca 159: El señor de La Salle le dijo que él conocía mejor que nadie la
necesidad que tenía de sufrir para expiar sus pecados, y que le permitiera no
obedecerle en esta ocasión.
A los Hermanos en San Yon:
II.410.E: Suplicó al que hacía sus veces en casa le permitiese comer en el
refectorio al extremo de la mesa en el último lugar, después del jardinero y del
carretero...
II.152.C: Yo no soy nada: acuda al Hermano superior.
II.275.A: El que no es nada, nada tiene que decir y no tiene que ocuparse en nada.
Me parece —añadía— que lo que más me conviene es el retiro, el anonadamiento, el
olvidó del mundo por parte de él y por mi parte y el entregarme a Dios; eso es a lo que
debo atenerme.
II.407.A: «No me toca a mí —decía a los Hermanos— tratar ese negocio, no tengo
ningún título para hacerlo. No siendo ya nada en la Comunidad, no me corresponde
obrar como Superior».
II.413.C: «Ya no soy más que la bestia de carga de la casa de San Yon, y queréis
que haga lo que no conviene de ningún modo. La divina Providencia —añadía— me
puso en la nada con respecto a los Hermanos del Instituto; me parece que es muy
conforme a los designios de la Providencia el mantenerme en ella».
II.413.CD: Si quiere —le dijo— que los intereses de la casa de San Yon y los del
Instituto no sufran detrimento, es necesario que ya no intervenga en manera alguna,
porque más valgo para destruir que para edificar.
654 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.417.A: El Sr. de la Salle, replicando según su costumbre que no era ya bueno


para nada o bien que era el burro de la casa, quería obligar al más antiguo a hacer las
veces de Superior.
II.153..B: Carísimo Hermano, yo no necesito nada; vaya a preguntar si se quiere
que yo salga.
II.450.D: ¿Será preciso que salga? ...Vaya a preguntarlo a su Director.
Re 277-278: Un día que el Hermano Director de la casa le envió uno para limpiar la
habitación, no lo quiso admitir, y le envió diciendo que aquellas atenciones le
inclinaban a creer que querían echarle de la casa.
Ca 153-154: «No necesito nada. ¿Quieren acaso hacerme salir de la casa?».
A un Hermano que fue a informarse de la hora a la que celebraría la misa:
II.450.D: Hay que preguntarlo al Hermano Francisco; era éste el que en ausencia
del Hermano Bartolomé dirigía la casa.
En la última conferencia que dio a los novicios:
II.441.E-442.A: «Si sois perfectos obedientes, compareceréis con confianza ante
el tribunal de Jesucristo, pues cuando este Juez divino os pida cuenta de vuestra
conducta, podréis contestarle: Señor, preguntad, si os place, a mi Director: Nada hice
sino obedecer a sus mandatos, persuadido de que obedeciéndole obedecía a Vos,
según vos mismo nos lo decís en el Evangelio. Por ese motivo, nada tendréis que
temer».
Durante su enfermedad:
II.458.BC: Preguntole con interés lo que tenía, y el paciente enfermo, con su
acostumbrado semblante alegre, le contestó que gracias a Dios no tenía nada; que
todavía estaba en ayunas.
II.458.C: Habiéndole preguntado por qué no había comido una manzana asada,
contestó que no se había atrevido porque no le había dicho que la comiese.
II.458.C: Como le pidiese un poco de bebida, un Hermano le llevó aceite de
quemar en vez de tisana, por inadvertencia, tomando una taza por otra. Ese acto
singular de mortificación habría quedado oculto, si no se hubiera visto obligado a
confesarlo cuando se lo preguntaron: «Bien vi que el buen Hermano se había
equivocado».
El Hermano Bartolomé manifestó a otro Hermano:
II.410.B: «El Sr. de la Salle acaba de decirme que su enfermedad arruina la casa, y
que mejor sería dejarle morir que hacer tantos gastos».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 655

Al Hermano enfermero, que le preguntaba cómo se encontraba:


II.469.C: Tengo siempre dolor de cabeza tan fuerte, que me parece como si me la
partiesen. Pero lo que más pena me da es que no puedo dedicarme ni a escribir, ni a
leer, ni a nada. Bendito sea Dios.
A uno de los principales Hermanos:
II.470.E: No me es posible tener salud mientras esté en compañía del Hermano...
II.386.B: Experimentó vivo sentimiento cuando no le vio (a un determinado
Hermano) junto a sí; sintiendo de veras su separación, se quejó a ellos de que le
habían quitado su buen amigo.
A los Hermanos, a lo largo del último año de vida:
II.170.B: Él les hablaba sin cesar de la muerte, y les aseguraba que la suya no
estaba lejos, que no debían contarle ya entre los vivos y que, por esta razón, debían
acostumbrarse a prescindir de él.
Re 288; Ca 158: Les hablaba sin cesar de la cercanía de su muerte, y les decía que
debían acostumbrarse a pasarse sin él, porque estaba persuadido de que apenas le
quedaba tiempo de vida.

ANTE LA CERCANÍA DE SU MUERTE


En 1690, durante una enfermedad que le puso al borde de la muerte:
I.306.D: Os recomiendo mucha unión y mucha obediencia.
Re 86; Ca 58: Les repitió las dos palabras que tanto había repetido: la unión y la
sumisión.
En 1718, durante su última enfermedad:
Re 290: Entonces dijo al médico que él no le podría curar, que su hora se
aproximaba y que era necesario recurrir al Médico soberano, el único que sabía lo que
le convenía.
II.171.E: Entonces rogó a los Hermanos que no hicieran gastos y que ahorraran los
costes de las medicinas. Añadió que su hora se aproximaba y que sólo había que
recurrir al Médico soberano, que era el único que podría aliviar su mal.
Re 291; Ca 160: «Espero —decía— que muy pronto seré liberado de la cautividad
de Egipto y que seré introducido en la verdadera tierra prometida».
II.171.C: Entonces rogó a los Hermanos que no hicieran gastos y que ahorraran los
costes de las medicinas. Añadió que su hora se aproximaba y que sólo había que
recurrir al Médico soberano, que era el único que podría aliviar su mal.
656 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Dos o tres días antes de su muerte, a un canónigo que le visitaba, refriéndose a la


retirada de poderes:
II.169.D: Yo había tenido la sospecha, respondió el piadoso moribundo, por lo que
tuvo a bien decirme en su última visita.
La víspera de su muerte:
II.172.E: Pidió el santo Viático con una diligencia que sorprendió, y [...] dio orden
de que se dispusiera todo para recibir a su Señor con decencia.
Re 293; Ca 160: Pidió el santo viático con una urgencia que sorprendió, e indicó
que se dispusiera todo lo necesario para hacerlo dignamente.
II.173.A: Avergonzado por recibir en su lecho al príncipe de la Eternidad, insistió
tanto para que le sacaran de la cama, y le revistieran de estola y roquete, que no se lo
pudieron negar.
Re 293; Ca 160: Sintió vergüenza de recibirle en la cama, y pidió que le levantaran
y le pusiera en una silla.
Al párroco de San Severo, que le dijo: «Sepa que va a morir y que muy pronto
tendrá que comparecer ante Dios».
II.172.C: Lo sé, respondió el señor De La Salle, y estoy en todo sumiso a sus
órdenes. Mi suerte está en sus manos; hágase su voluntad.
Re 292; Ca 160: «Ya he pensado en ello, señor —le dijo el señor de La Salle—, y
estoy convencido de que mi hora se aproxima. Mi suerte está en sus manos, que se
cumpla su voluntad».
A los Hermanos, sobre el porvenir de San Yon:
II.193.C: La predicción del señor De La Salle, que dijo la víspera de su muerte que
esta casa florecería.
II.498.D: Estando el siervo de Dios cercano a la agonía, dijo estas palabras: San
Yon llegará a ser una casa floreciente; el Hermano N. lo verá.
II.498.E: Otro Hermano, en sus apuntes, habla a la larga sobre esa predicción. He
aquí sus palabras: «Nuestro santo Fundador dijo poco tiempo antes de su muerte que
dentro de pocos años se notaría gran cambio en San Yon; que esta casa tendría
mucha fama, que haría mucho bien en la provincia, y hasta en todo el reino, etcétera.
Llegó a nombrar a un Hermano presente, diciéndole que lo vería».
Re 309: La predicción del señor de La Salle, que poco antes de su muerte les había
asegurado que Dios visitaría la casa de San Yon y que llegaría a ser floreciente.
Cfr. varias alusiones a esta predicción en II.499.A; Re 287.
A los Hermanos que le urgían a que tomase algún alivio:
II.170.E: Les respondía que la víctima tenía que ser muy pronto inmolada, y que
había que trabajar por purificarla.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 657

Re 289: Les dijo que la víctima estaba preparada para ser inmolada, y que era
necesario trabajar en purificarla para hacerla agradable a Dios.
A su confesor, después de confesarse:
II.469.D: Padre, estoy tan débil, que he pedido a Dios que me mande la muerte.
A un seglar que estaba presente y le pidió un consejo:
II.173.D: Sólo a usted le corresponde salvarse, pues Dios le colma de gracias,
pero usted no las aprovecha; no se encamina hacia Él como debería; usted entierra
los talentos que se le han dado.
Re 294; Ca 161: «Sólo a usted le corresponde salvarse, pues Dios le colma de
gracias, pero no las aprovecha. No va hacia Él como debería hacerlo. Está enterrando
los talentos que Él le ha dado».
A los Hermanos que pedían su bendición:
II.174.A: Que el Señor os bendiga a todos.
Re 296; Ca 162: «Que el Señor os bendiga a todos».
Últimas recomendaciones a los Hermanos:
II.174.B: «Si queréis perseverar —dijo— y morir en vuestro estado, no tengáis
nunca trato con la gente del mundo, pues poco a poco tomaréis gusto a sus maneras de
actuar y entraréis tanto en sus conversaciones que no podréis, por educación, por
menos que aplaudir sus razonamientos, aunque muy perniciosos; lo cual será causa
de que caigáis en la infidelidad, y al no ser ya fieles en observar vuestras reglas, os
disgustaréis de vuestro estado y al final lo abandonaréis».
Re 296: Ca 162: «Si queréis perseverar y morir en vuestro estado, no tengáis
relación con las personas del mundo, pues poco a poco tomaréis gusto a sus formas de
actuar y os aficionaréis a su modo de hablar, que por cortesía no podréis por menos
que aplaudir sus razonamientos, aunque muy perniciosos, lo que será causa de que
caigáis en la infidelidad, y al no ser fieles a la observancia de las Reglas, os
disgustaréis de vuestro estado, y al final, lo abandonaréis».
El Hermano Bartolomé le preguntó si aceptaba sus dolores:
II.174.D: Sí, respondió. Adoro en todo la voluntad de Dios para conmigo.
Re297; 103: Él respondió con voz mortecina: «Sí, adoro en todo la voluntad de
Dios para conmigo».
Después de su muerte, a un Hermano que iba a abandonar el Instituto:
II.497.E: Hijo mío, conozco el fondo de tu corazón; te digo de parte de Dios que
perseveres en el estado a que te ha llamado su divina Providencia, y que observes en
él las Reglas al pie de la letra. Si lo haces tendrás la vida eterna. Si no perseveras en
él y te vuelves al mundo, te perderás.
658 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

SUS ENSEÑANZAS

AMOR DE DIOS, CARIDAD FRATERNA

II.296.B: «Hermanos míos, no deseéis sino a Dios, no busquéis más que a Dios,
llenaos del Espíritu de Dios».
II.296.C: ¿Acaso no merece Dios que se haga violencia por su amor?
II.296.C: ¡Vamos! ¿no quiere hacer eso por amor de Dios?
Nunca se cansaba de repetirles esta lección, ni tampoco la que el discípulo amado
tenía siempre en los labios: Hijitos mios, amaos unos a los otros.
II.295.BC: Hermanos míos, no hagáis nada sino por Dios; o bien: Reine su puro
amor en vuestros corazones; sea Él siempre el principio de todas vuestras
intenciones y el centro de vuestros deseos.
No cesando de repetirse estas palabras de San Pablo: Todo cuanto hagáis y todo
cuanto digáis, enderezadlo a Dios en nombre de Jesucristo (Col 3, 17). Y éstas: Ya
sea que comáis, ya sea que bebáis o hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo todo a
gloria de Dios (1 Cor 10, 31).
Para tener a sus hijos continuamente alerta en este punto, acostumbraba a decirles a
la menor falta que les veía cometer:
II.95.B: ¿Hace usted esto por Dios?
Re 204; Ca 124: El señor de La Salle, lleno de compasión, le reconvino con
dulzura por la enormidad de su falta, e hizo todo lo que la caridad de un padre tierno le
inspiraba para comprometerle a repararla con un retorno sincero.
Hallábase una vez el santo varón guardando la puerta de casa, cuando llamó el
Hermano Director de Ruán, que muy de mañana había venido para hablarle; sin
darle tiempo para decir una palabra,
II.465.D: Le reprendió severamente por haber dejado tan de mañana la casa, los
Hermanos y los ejercicios de Comunidad, añadiendo otras cosas por este mismo
estilo.
Otra vez el prudente Superior, tomando ocasión de una falta muy leve para
mortificar a cierto Hermano a quien quería probar,
II.465.E: le dio una corrección pública en el patio, en voz alta, y de manera
mortificante.
Como oyese a un Hermano Director reprender a otro Hermano con aspereza,
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 659

II.479.D: Le llamó aparte y le preguntó si todavía no había aprendido a dominar


sus pasiones desde que se consagró al divino servicio. «¡Pues qué! —le dijo con
encantadora mansedumbre—, así imita a Jesucristo reprendiendo con tal aspereza y
severidad a su Hermano. ¿Ignora acaso que siéndole superior por el cargo debería
superarle en la virtud? ¿Cómo se atreve a exhortarle a la práctica de la mansedumbre
si usted mismo no la practica? ¿No podrá contestarle, por ejemplo, cuando le aconseje
que trate a los otros con dulzura y humildad, que no le hacen mella sus palabras que
tan contrarias son a sus obras? Empiece, pues, desde ahora a practicar esta virtud, a
fin de poder después exhortar, sin temor a ningún reproche; tenga entendido, si no lo
sabe, que el Señor le guiará en la justicia y le enseñará sus caminos, si cuida de
adquirir la mansedumbre que le falta».
Queriendo después añadir el remedio a la reprensión, añadió:
II.479.E-480.A: «Vaya a reparar su falta postrándose a los pies de su Hermano, y
después de habérselos besado, le pedirá perdón con toda humildad por haberle
hablado tan agriamente, y le suplicará que una sus oraciones a las de usted para
ayudarle a alcanzar de Dios el espíritu de mansedumbre».
A los que descuidaban la mansedumbre,
II.480.E: decía a menudo que los tales no perseverarían en la religión;
Y respecto a los enfermos:
II.378.DE: Para acceder a su deseo el Sr. de la Salle mandó que fuesen en busca de
tal remedio (muy caro)... Mandó luego que le aplicaran una de esas medicinas
caseras, cuyo coste no pasaba de veinte o veinticinco céntimos,
II.496.B: Puso la mano sobre su mal y le hizo la señal de la cruz con el pulgar,
diciéndole que iba a rogar a Dios por él.

CONFIANZA EN DIOS, ESPÍRITU DE FE


II.60.E: «No temáis —les decía—, Dios no falta nunca a los que esperan en Él.
Todo se concede a la fe viva y a la confianza perfecta, incluso los milagros, si son
necesarios. Jesucristo se ha obligado a proporcionar a los que buscan su reino y su
justicia todo lo demás. Nunca se lo ha negado a quienes le sirven. Cada página de la
Escritura es un testimonio de esta verdad. Después de todo, nada sucede en el mundo
sino lo que Dios permite o desea. Los bienes y los males, la pobreza y la riqueza salen
de su mano. Es ella la que los distribuye, y siempre con bondad y sabiduría. Si hemos
recibido de su liberalidad tantos bienes, ¿por qué no vamos a aceptar de su justicia
algún castigo? Él es el Señor, hágase todo lo que le plazca. Si ponemos nuestros
deseos en su beneplácito, aliviaremos nuestras penas, terminarán nuestras
inquietudes, y del fondo de la pobreza sacaremos un tesoro de méritos. Aun cuando
deberíamos morir de hambre, si Dios ve que somos sumisos, coronará nuestra virtud,
al menos en el cielo, y nos colocará entre los mártires de la paciencia».
660 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

En toda circunstancia, en todos los negocios, tenía costumbre de repetir:


II.281.E-282.A: Es preciso orar mucho para conocer la voluntad de Dios y
alcanzar su auxilio.
Re II, II: Para defenderse de sus enemigos no empleó más armas que la paciencia.
II.468.CD: repetía una y otra vez las palabras de Job: El Señor me lo dio todo; el
Señor me lo ha quitado; bendito sea su santo nombre.
I.331.E-332.A: El único alivio que el piadoso paciente se permitía durante un
tratamiento tan cruel, era suspirar y repetir sin cesar estas palabras, con
mansedumbre: ¡Dios mío, Dios mío!, y también a menudo aquellas otras que tenía
siempre en su boca: ¡Bendito sea Dios!
Re 115; Ca 76: Él sufría la incomodidad sin quejarse, y en sus mayores dolores,
repetía a menudo estas palabras que se le habían hecho familiares: ¡Bendito sea Dios!
II.102.E: Él los consolaba y se consolaba con ellos, recordando el ejemplo de Job,
y repitiendo estas palabras: ¡Bendito sea Dios! Cúmplase su voluntad y no la nuestra.
Si recibimos de Él la salud, es justo que aceptemos también la enfermedad. Sea
eternamente bendito su santo nombre! Estas primeras y últimas palabras, grabadas en
el fondo de su alma, salían sin cesar de su boca, y las dio a sus hijos como divisa.
Re 243; Ca 137: Los Hermanos le expresaron su extrañeza, y él les respondió con
el santo Job: «¡Bendito sea Dios!; que se haga su voluntad, y no la nuestra. Si
recibimos de Él la salud, ¿no debemos recibir también las enfermedades de la misma
forma? Que su nombre sea bendito eternamente».
II.469.C: Tengo siempre dolor de cabeza tan fuerte, que me parece como si me la
partiesen. Pero lo que más pena me da es que no puedo dedicarme ni a escribir, ni a
leer, ni a nada. Bendito sea Dios.
Bd 59-60: Y un día, para hacerles experimentar lo que les decía, después de
citarles aquellas palabras del evangelio en las que Jesucristo dice que se busque
primero el Reino de Dios y su justicia, y que el resto, a quien obre así, le será dado por
añadidura, les dijo, para moverlos a que dieran gracias a esta divina Providencia:
«Gracias a Dios, mis queridos hermanos, aunque nosotros no tenemos ni bienes, ni
rentas, he ahí que han transcurrido dos deplorables años de sequía; no debemos nada a
nadie en nuestras casas, mientras que hay varias casas religiosas que se han arruinado,
a pesar de estar bien sostenidas, porque se han visto forzadas a vender y a pedir
prestado para poder subsistir».
I.222.CD: «Recordad, mis carísimos Hermanos, los angustiosos días de los que
acabamos de salir. El hambre os ha mostrado todos los males que produce en los
pobres y todas las heridas que deja en las fortunas de los ricos. Esta ciudad vino a ser
como un asilo, donde los pobres se refugiaban con todas sus miserias para arrastrar
una vida lánguida, a la que el hambre pondría fin muy pronto. Durante todo ese
tiempo, en el que incluso los más ricos no estaban seguros de encontrar con dinero un
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 661

pan, tan raro como precioso, ¿qué os ha faltado a vosotros? Gracias a Dios, aunque
nosotros no tenemos ni rentas ni capital, hemos visto pasar estos dos nefastos años sin
carecer de lo necesario. No debemos nada a nadie, mientras que algunas comunidades
opulentas se han arruinado con préstamos o con ventas desastrosas, que necesitaban
para poder subsistir».
Re 55-56; Ca 36: Con la tranquilidad ordinaria, les respondió que Dios era un buen
Padre, que no abandonaba jamás a los que le eran fieles; que debían tener la seguridad
de que nada les faltaría siempre que ellos se dedicaran a complacerle.
Esta respuesta fue una especie de predicción para lo sucesivo, pues al año
siguiente, en que siguieron faltando los víveres, tuvo ocasión de rememorar el
recuerdo: «Gracias a Dios, carísimos Hermanos míos —les dijo—, aunque no
tengamos bienes, ni rentas, he ahí que han pasado dos años desastrosos de escasez;
nosotros no hemos carecido de nada; no debemos nada a nadie en ninguna de nuestras
casas; mientras vemos que varias comunidades bien fundadas se han arruinado a
pesar de sus muchos bienes, pues se han visto obligadas a vender sus fondos y a pedir
préstamos para atender a su subsistencia».
Bd 18: Nada se le hacía difícil cuando se trataba de la gloria de Dios, por penoso
que pareciera y poco fácil de conseguir. En tales ocasiones, ponía su confianza en
Dios y decía: «Si es su obra, se solucionará»;
Re 75; Ca 51: Decía que si su empresa era la obra de Dios, Él la sostendría contra
la malicia de los hombres; pero si no entraba en el orden de su Providencia, era justo
soportar su destrucción, sin tener derecho a quejarse por ello.
II.35-36: A menudo se refería al célebre oráculo de Gamaliel: «Si esta obra es de
Dios, ¿quién podrá destruirla? Y si Dios no es su principio, yo consiento en que se
arruine... Si la prueba de que una obra es de Dios es la persecución, consolémonos,
pues nuestro Instituto es obra suya; la cruz que le acompaña por doquier es la mejor
prueba».
II.117.C: Esperó contra toda esperanza, a ejemplo de Abraham, persuadido de que
cuando pluguiera a Dios, sabría suscitar, de las mismas piedras, nuevos hijos, y
rehacer el Instituto de las Escuelas cristianas con nuevo brillo. ¡Bendito sea Dios!,
añadió; si es su obra, Él tendrá cuidado de ella.
II.32.A: Que Dios no le pediría cuenta más que del presente, y no del futuro, y que
estaba resuelto a serle fiel hasta el final.
II.267.D: Que no juzgaba ser entonces del caso hacer alguna diligencia sobre el
particular, y que siendo el Instituto de los Hermanos obra de la Providencia, se debía
dejar a ésta el cuidado de obtener las letras patentes.
II.267.D: Dejaos conducir por la Providencia —les dijo—, las podréis pedir
después de mi muerte, si queréis.
662 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Re 133: Ya lo habían tratado con el señor de La Salle, que les respondió que no se
inquietasen demasiado; que había que esperar los momentos señalados por la
Providencia y que debían contentarse con seguirlos.
II.259.B: Aquel que los manda les dará con qué vivir, era la única respuesta que
daba a las reconvenciones de tales Hermanos,
II.261.DE: Confiando que el Amo de la viña que iban a trabajar no les olvidaría.
Eso es lo que contestaba a veces a aquellos Hermanos
Re 104-105; Ca 70: El señor de La Salle se indignó por su poca fe y les respondió
con viveza: «Si tenéis miedo de que el excesivo número os hunda, echadme a mí».
Pero luego, con su habitual aire dulce y afable, les dio a entender cuán equivocados
estaban por desconfiar de la Providencia, que todavía no les había faltado nunca; que
debían poner toda su confianza en Dios, puesto que era de Él solo de quien debieran
esperar los socorros que necesitaban.
II.60.AB: El señor De La Salle se consolaba y consolaba [...] con esta sensata
réplica: Han hecho un buen retiro, que les será provechoso para su salvación».
II.349.E: Hemos hecho —decía— todo cuanto dependía de nosotros; a Dios
pertenece hacer lo restante, la conversión es su obra. Hay que esperar sus momentos.
Exige de nosotros el cuidado y no la curación.
I.308.D: Adoró sus eternos designios y dijo, allí mismo, que la muerte prematura
del Hermano l’Heureux era una advertencia del cielo, que señalaba que el Instituto no
debía contar con sacerdotes.
Re 88; Ca 59: Esta pérdida fue tan sensible para él, que no pudo retener las
lágrimas, y se vio forzado a tomarse algún tiempo para calmar el dolor que le produjo
tal noticia. Después de esto, echándose en cara su debilidad, dijo a los Hermanos que
le rodeaban que Dios le daba a entender, por medio de esta muerte precipitada, que no
quería que hubiese sacerdotes en su Instituto.
I.258.B: Demos gracias a Dios, he ahí otro más en el cielo.
I.334.B: El señor De La Salle daba a sus discípulos, más temerosos que él sobre el
futuro, una lección diaria sobre aquellas palabras de Jesucristo: No os inquietéis ni
digáis qué comeremos o qué beberemos y con qué nos cubriremos. Pues así hablan
los paganos, y vuestro Padre celestial sabe que necesitáis todo eso.
I.335.CD: Diciendo a sus Hermanos In domo mea non est panis, en mi casa no hay
pan, los animó y los exhortó a la paciencia,
II.6.E: Cuando el siervo de Dios carecía de todo, tomaba el camino hacia la casa de
sus bienhechoras y decía con humor: Vamos a la Cruz, y volvía cargado de sus
donativos.
II.60.D: Voy a celebrar la santa misa y a pedir a Dios que envíe a nuestra
comunidad lo que es necesario para vivir hoy, porque está desprovista de todo
alimento y no tiene con qué comprarlo.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 663

Re 201; Ca 123: Respondió: «Voy a celebrar la santa misa y a pedir a Dios que
envíe a nuestra comunidad lo que necesita para vivir hoy, pues está totalmente
desprovista de alimentos y no hay medios con qué conseguirlos».
II.256.C: ¿Cree usted en el Evangelio? Sí, señor, le contestó éste. Entonces el
santo sacerdote le despidió con estas palabras de Jesucristo: Buscad primero el reino
de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.
II.262.A: Estad sin cuidado —les contestaba—, que ya proveerá la divina
Providencia.
II.262.E-263.A: Su inquietud subió de punto cuando el Sr. de la Salle le hubo
asegurado que no tenía ni oro ni plata; pero, sin embargo, se quedó algo tranquilo
cuando el santo sacerdote añadió que había que acudir a Dios.
II.263.B: El humilde sacerdote quedó confuso de la alabanza, y después de haber
sabido de qué modo se había valido la bondad divina para asistir a su familia, contestó
que se había de dar gracias a Dios por ello y admirar su Providencia. He aquí
—añadió— cómo Dios asiste a los que ponen en Él su confianza.
II.263.C: El siervo de Dios dijo a un Hermano que le siguiese con un puchero, le
llevó al seminario de San Sulpicio, en donde, habiéndole mandado esperar a la puerta,
se fue a suplicar al Superior se sirviese darle por caridad caldo para sus enfermos.
II.263.E: Entonces iba a avisar al buen Padre, el cual me contestaba que sirviese lo
que Dios me daba y que su bondad proveería.
II.265.B: Por respuesta siempre nos decía lo mismo: que tuviésemos paciencia,
que la divina Providencia atendería a todo.
II.265.C: Un día, en San Yon, estando sin pan y sin dinero, nuestro buen Padre dijo
al Hermano José que fuese con otro a casa de los Cartujos, que eran vecinos, para
implorar su caridad.
II.265.E: Bendito sea Dios —dijo el siervo de Dios—, se conoce que es voluntad
de Dios que nos asistan los Cartujos. Volved allí y entregadle el paquete que habéis
encontrado.
I.393.A: Abandonó, pues, en los brazos de la Providencia a los dos generosos
Hermanos, que con su palabra encomendaron a ella el cuidado de proveer a su
subsistencia cuando llegasen al lugar donde les enviaba la obediencia,
II.158.A: El señor De La Salle exhortó a los suyos a que se abandonaran a la divina
Providencia, y a esperar contra toda esperanza, llegar a ser tranquilos poseedores de
un lugar que parecía estar hecho para ellos. Incluso les dijo que había que pensar en
comprarlo. Esta propuesta les sorprendió.
I.320.B: Cuando el caritativo portador de la comida de los novicios llegó
consternado a la casa para dar la noticia al señor De La Salle, respondió con
semblante alegre: ¡Bendito sea Dios! Luego pidió con mansedumbre al Hermano que
664 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

regresara a París a buscar las provisiones de otra comida, que sirvió al mismo tiempo
de comida y de cena.
Re 104; Va 69: Pero el que estaba encargado de su parte de llevar las provisiones
fue asaltado en el camino por ladrones que le quitaron todo. Volvió a casa muy
mortificado por su desgracia. El señor de La Salle, al verle emocionado, le dijo con
aire tranquilo: «¡Bendito sea Dios!, hay que ir a buscar más».
II.261.D: Matadme, si Dios os ha dado licencia para ello.
II.266.D: Bendito sea Dios —contestó—, no me habéis hecho mucho favor, pues
ese dinero estaba destinado a satisfacer una deuda.
II.350.D: Ninguna otra palabra salió de sus labios sino ésta, que ya le era familiar
en tales casos: Bendito sea Dios.
II.378.B: Viéndose burlado, dijo: «Bendigo a Dios de que no me haya pedido más,
pues la inclinación que sentía por él y la sinceridad con que a mi parecer hablaba, no
me hubieran permitido negárselo. Ese joven —añadió— necesitaba dinero, y la
necesidad le inspiró el hacer este papel».
II.380.D: En cierta ocasión se mostró una persona excesivamente indignada,
delante del humilde sacerdote, contra los que le hicieron tan mala partida, mas presto
le cerró la boca diciendo que no se habían de mirar tan humanamente las cosas, sino
adorar en todo la voluntad de Dios.
II.88.E: Bendito sea Dios, respondió el siervo de Dios; parece que Dios lo quiere
así.
Re 227-228; Ca 130: Respondió al señor párroco: «¡Bendito sea Dios! Al parecer
no era su voluntad que esta escuela se abriera».
II.94.B: A la voz del prelado, como a la voz de Dios, volvió a casa, y al entrar dijo a
sus Hermanos: Bendito sea Dios; heme aquí vuelto de Roma. No es su voluntad que
vaya allí. Quiere que me dedique a otro asunto.
Re 237; Ca 135: Volvió a juntarse con los Hermanos, a quienes dijo al saludarlos:
«Bendito sea Dios, heme aquí, ya regresado de Roma. No es su voluntad que vaya
allí. Quiere que me ocupe de otra cosa».
I.363.B: El señor De La Salle reconoció el dedo de Dios en el modo de
desenvolverse este asunto, y consideró la feliz conclusión del mismo como un favor
singular de la divina bondad. Así se explicó él mismo en una carta que escribió a un
Hermano de provincias. Le decía, entre otras cosas, que parecía que Dios sólo le
había devuelto la salud para concluir este proceso con sentencia favorable para las
Escuelas Cristianas.
II.273.E: Éste contestó con su acostumbrada mansedumbre: Bendito sea Dios; no
acostumbro a llevarlas conmigo. Pues, Señor —le contestó el Hermano—, no podrá
usted celebrar. Alabado sea Dios, contestó de nuevo el siervo de Dios.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 665

HUMILDAD, OLVIDO DE SÍ MISMO

I.221.C: El señor le Tellier correspondió a la caridad del uno y a la humildad del


otro respondiéndoles que eran dos locos. Discúlpeme, monseñor, respondió el
humilde sacerdote, no hay más que uno. Quería decir que ese título le correspondía a
él, y que el duque no lo merecía.
I.266.D: A estas palabras, el humilde de corazón se arrojó de rodillas delante de
todos, y después de acusarse de temeridad y de desobediencia, rogó al Hermano
l’Heureux que le impusiera una penitencia.
I.268.C: Y acusó a cuantos le habían alabado de haber pecado, y exageró cuanto
pudo la gravedad de esta pretendida falta, y les aseguró que no los perdonaría sino a
condición de que le dejaran en el futuro en absoluto olvido.
I.295.C: Le oyó responder que como no estaba encargado de la conducta del señor
Compagnon, no la había examinado... y le oyó decir «que el único favor que le pedía
era que le dijese los defectos que notaba en su proceder, y que le diera los consejos
que necesitaba».
Re 76-77; Ca 87: Se dirigió al señor de La Salle y le preguntó si tenía quejas que
presentar. Éste le rogó con humildad que se contentara con señalarle las deficiencias
que encontrara en su gobierno, y darle los consejos convenientes para corregirlas.
Re 240: Ca 136: El señor de La Salle había tenido la precaución de prohibir al
Hermano que le acompañaba que dijera quién era; temía que se sintieran inclinados a
tributarle en esta casa los honores que se acostumbran a rendir a los canónigos de
Reims.
II.100.C: El santo sacerdote fue recibido con bondad, pero no con las muestras de
distinción que tienen costumbre de manifestar en aquella santa casa a los canónigos
de Reims, pues quiso que ignorasen que él había estado distinguido con aquella
dignidad, y no permitió al Hermano que le acompañaba que lo dijese.
II.404.C: Hay quien dice mal de sí y sentiría en el alma que creyesen lo que dice.
Es fácil exclamar soy un pecador. No consiste la humildad en decirlo, sino en creerlo,
y en complacerse en que los otros lo piensen y lo digan. El Sr. de la Salle no hacía esa
confesión solamente de boca, sino que salía de la abundancia de su corazón y
solamente en ocasiones en que parecía exigirlo su humildad.
II.406.C: ¿Qué queréis que haga? —contestó—. Los que conocéis en París,
después de haber arruinado el noviciado, en mi ausencia, se meten a gobernar la
Comunidad, sin permitir que yo me ocupe en ello.
II.409.A: El piadoso artificio que la humildad del varón de Dios le inspiró para
obtener los poderes y recibirlos como simple sacerdote, capellán de los Hermanos,
fue suplicar al Hermano Bartolomé que fuese a pedirle las licencias en calidad de
Superior
666 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

II.416.E: Le vieron en Provenza no atreverse a ocuparse en cosa alguna,


persuadido, como decía él, de que lo echaba todo a perder, y que era más a propósito
para derribar que para edificar.
Otras veces, en lo más recio de las desencadenadas tempestades que se levantaron
contra el Instituto, suplicaba a los Hermanos le echasen al mar, si querían que las
tempestades se apaciguasen, mittite me in mare, et cessabit tempestas. Echadme al
mar y cesará la tempestad; es decir, que les suplicaba consintiesen en su renuncia o
en su deposición.
II.405.E: Ya en su casa, dijo a los Hermanos, en el transporte de su santa ira, que el
señor Gense, al ocultar un pintor para que le retratase, se había burlado de él.
El Hermano Bartolomé, vivamente mortificado por la lectura de esa carta (una
carta ofensiva, que el santo leyó delante de varios Hermanos), se ruborizó de la
desvergüenza de su autor y dijo al santo sacerdote: Pero, Padre, ¿qué necesidad hay
de leer semejante carta?
II.415.E: Hermano —replicó con alegría el siervo de Dios, que se tenía por
dichoso de verse tan maltratado por uno de sus hijos—, ¿acaso no es verdad lo que
contiene?
Estando cierto día en el jardín rezando el Oficio, escapósele el caballo que le servía
a veces en sus viajes y entró en un campo vecino sin que al principio causase daño
alguno en él; el amo se enfureció tanto por ello que se dirigió furioso al siervo de Dios
y le dio una bofetada.
II.419.B: El santo varón, sin manifestar la menor pena, se postró inmediatamente a
los pies de aquel bárbaro y le pidió perdón por el daño que pudiera haberle causado.
En la otra ocasión fue a visitar a Monseñor d’Aubigné, Arzobispo de Ruán, que le
despidió después de haberle tratado con desprecio
II.419.C: El humilde Sacerdote, colmado de alegría, se volvió bendiciendo a Dios
y cantando sus alabanzas. Como el Hermano que le acompañaba se mostrase
sorprendido de esa alegría cuya causa no podía adivinar, le dijo: Considero este día
como uno de los más felices de mi vida.
En esas ocasiones decía a los que conocían los malos tratos que recibía y le
manifestaban la pena que les causaba.
II.419.D: «¿No sabéis que estamos destinados a los desprecios y a las
persecuciones? A esto debemos todos resolvernos al entrar en el servicio de Dios.
Pero ¡qué dicha! —añadía— la de padecer algo por Aquel que tanto padeció por
nosotros. ¿No sabéis que lo que a Dios agrada más es que llevemos con alegría los
males y penas que nos hacen padecer con injusticia, teniendo siempre fija nuestra
atención en agradarle con esto? A eso hemos sido llamados».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 667

A los que le reprochaban obedecer a un Hermano:


II.449.E: ¡Pues, qué! ¿Los ministros del Señor no deben humillarse? ¿No han de
enseñar más con los ejemplos que con las palabras?
Notada por los Hermanos esa grande abstinencia, preguntole uno de ellos, con
libertad de hijo, la causa de semejante mortificación, y le respondió:
II.462.B: Que había salido tan satisfecho de la mesa de un canónigo, que a la
fuerza le había hecho quedar a comer, que necesitaba dieta.

MODESTIA, RECOGIMIENTO, HUIDA DEL MUNDO


Modestia y gravedad que necesitan los Hermanos:
II.313.A: «Una de las virtudes más necesarias a los Hermanos —decía — es la
modestia. No debe notarse en ellos nada que no respire gravedad; y todo lo que huele
a liviandad debe ser enteramente desterrado de la Sociedad».
El recogimiento:
II.313.E: «Andad recogidos —decía a menudo— y tendréis la presencia de Dios,
y si al contrario os dejáis llevar de la disipación, seréis el receptáculo de todos los
vicios».
II.485.D: Si durante este tiempo venían a hablarle de algún negocio, por importante
que fuese, contestaba tranquilamente que después de la misa lo arreglaría.
A los que faltaban al silencio, a la modestia o al respecto en la iglesia, les decía
con tono severo:
II.234.D: ¿Ignoráis — les decía— que estáis en la casa de Dios?
II.234.E: ¿Así es, Hermano mío, cómo hay que portarse en este lugar santo?
II.103.D: Su primer cuidado al salir de su enfermedad fue hacer un retiro para
reparar «sus pérdidas». Así llamaba él a las omisiones de sus rezos y de otros
ejercicios de devoción habituales.
Re243-244: Ca 138: Cuando estuvo algo aliviado, quiso esforzarse en reparar sus
pérdidas (así llamaba él al tiempo que no había podido dedicar a sus ejercicios
ordinarios).
Cuando le reprendían por ello y le preguntaban por qué se ausentaba así de su
propia familia, de hijos a quienes dejaba huérfanos e inquietos por su ausencia.
II.274.B: contestaba que la necesidad y la caridad le obligaban a ello: la necesidad,
porque le hacía falta un tiempo de recogimiento y de retiro para reparar la debilidad
del hombre interior; la caridad, para no atraer a los Hermanos disturbios, disgustos y
negocios desagradables.
668 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

EL DOMINIO DE SÍ
Después de varias pruebas que habrían podido desanimarle.
Re 212: Confesó, incluso, que no experimentaba ya con tanta frecuencia estas
incertidumbres y estas desconfianzas que de ordinario le hacían fluctuante e indeciso
cuando era cuestión de tomar decisiones respecto de nuevas fundaciones que le
proponían que hiciera en diversas provincias.
A propósito de los Hermanos fácilmente impacientes:
II.472.DE: Por la cual, con santo celo, repetía a los que en esto se desmandaban,
aunque fuese en cosas pequeñas, alegando que quien no podía sufrir, sin responder,
cosa de poca monta, menos podría sufrir después otra de más peso.
La modestia de los ojos.
Un novicio, al salir de la santa misa se paró a mirar el patio:
II.290.E: fue hacia el novicio y le dijo: Si yo fuese su director, le daría tan buena
penitencia que le quitaría por mucho tiempo las ganas de fijar su atención en otros
objetos, en vez de pensar sólo en Aquel que le visitó en la sagrada comunión.
Cuando veía a alguien que caminaba con disipación:
II.313.D: ¡Ay! Hermano mío, tenga mucho cuidado con sus ojos.
Habiendo notado que uno disipaba su vista, dijo en particular a su director:
II.315.AB: que cierto Hermano que le nombró tenía unos ojos horribles. Usaba
ordinariamente de esa expresión para demostrar cuánto horror profesaba a la
disipación de los ojos.
El biógrafo cree poder generalizar:
II.316.A: El Sr. de la Salle les había inculcado tanto que los ojos son las ventanas
por donde la muerte del pecado entra en el alma, que para cerrarle todos los accesos se
hacían medio ciegos, no dando más extensión a sus miradas que la necesaria para
dirigir sus pasos.

EL DOMINIO EN LAS PALABRAS:


II.276.A: Hablaba poco y raras veces, porque decía que el silencio es medio
poderoso para conservar el recogimiento interior, así como la costumbre de hablar
demasiado distrae y hace perder el recuerdo de Dios.
II.304.B: ¡Cuántas palabras inútiles! —les decía algunas veces—, con dos podía
expresarse igualmente. ¿Es por ventura el espíritu de Dios quien le mueve a hablar?
o bien les decía: Aprenda a callarse para hablar mejor.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 669

Impedía los golpes de risa, y más si podían molestar:


II.313.B: Todo eso —decía— sólo sirve para herir la caridad y ofender la
modestia.
Si el Hermano Lheureux era lento al hablar:
I.310.E: En eso seguía el consejo que le había dado el señor De La Salle, que no
precipitara sus respuestas, sino que las preparase en su mente antes de confiarlas a sus
labios.

LA HUIDA DEL MUNDO:


II.398.E: ¿Acaso —decía al que parecía hacer alarde de limpieza— desea agradar
a los hombres? Si es así, no es servidor de Jesucristo. No hemos dejado el mundo
para conformarnos con sus gustos, sino para despreciarle a. él y sus máximas.
Re 56; Ca 37: A uno de los suyos, en quien advertía este defecto, como si todavía
quisiera agradar a los hombres, le interpeló: «Si eso es así, usted ya no es siervo de
Jesucristo; no hemos dejado el mundo para conformarnos a él, sino para despreciarlo,
y también sus máximas».

PRECAUCIÓN FRENTE A LAS MUJERES:


I.305.C: «En realidad —dijo—, no hay inconveniente en que venga a verme
enfermo en mi lecho; pero era un valioso ejemplo que no nos permitiéramos, ni a
usted ni a mí, esta libertad. En el futuro, ningún Hermano verá mal que la puerta de su
habitación esté cerrada para las mujeres, y que se prohíba la entrada en ella incluso a
sus familiares cercanos, cuando sepa que mi abuela tampoco tuvo el privilegio de
verme enfermo, sino en el recibidor».
Huía de todas ellas en cuanto le era posible, y para mantenerse a saludable
distancia de ellas, las consideraba y procuraba que sus discípulos las considerasen
con el mismo espanto que si tuviesen a la vista demonios revestidos de carne.
II.249.C: «En efecto —añadía—, la mujer es, con respecto al hombre, una especie
de demonio encarnado que le tienta, que sorprende su corazón y lo lleva al mal. De
modo que viniendo a ser todas las mujeres con respecto a nosotros demonios y lazos,
en donde no dejan de ser sorprendidos los que no desconfían de ellas, ¿por qué no las
miraríamos desde ese aspecto tan favorable a la castidad y a nuestra seguridad?».
II.252.E: «Es ilusión —contestaba—; si es imposible tocar la pez con la mano sin
mancharse, remover cenizas sin quedarse con algo de ellas, tocar el fuego sin
quemarse, tampoco es posible hablar de ese vicio, peligroso hasta en su nombre y
memoria, sin que la mente quede imbuida de ideas desagradables. Es más fácil
olvidarlo enteramente que acordarse de él sin peligro.
670 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

MORTIFICACIÓN, SOPORTE DE SUFRIMIENTOS E INJURIAS


Victoria sobre el sueño:
Bd 19: ¿Pero qué diremos de lo que hizo para vencer el sueño, del que confesó él
mismo que era su mayor enemigo?
I.145.A: Por lo cual había ordenado a su criado que fuera todos los días a
despertarle a una hora fija, y a que le obligara a abrir los ojos con inoportuna
insistencia, y conseguir de ese modo la primera victoria del día sobre sí mismo.
Mortificación en la comida:
Un día, el Hermano cocinero, puso ajenjo en las raciones, y la mayoría de los
Hermanos no pudieron comer, a causa de su sabor amargo.
Bd 72: se informó del motivo que había impedido a los Hermanos comer como de
ordinario. Se le preguntó si no había sentido amargor en su ración. Respondió que no,
y que había comido la suya como de ordinario, sin prestar atención al amargor del que
le hablaban.
Re 61-62; Ca 41: Al final de la comida preguntó por qué la comunidad no había
comido. Cuando le dijeron la causa, confesó que no se había dado cuenta.
El Hermano no desaprovecho la ocasión de hacerle ver que esta nueva pena era el
fruto de su larga abstinencia, y para hacerle un reproche respetuoso por haberlo
llevado demasiado lejos.
I.270.B: El señor De La Salle no se convenció, y atribuyó la causa de sus vómitos a
la poca precaución del cocinero, que preparó la sopa en una marmita poco limpia.
Sus enseñanzas en materia de mortificación:
II.253.A: «Haced, pues —decía—, la guerra a vuestro cuerpo, mortificad vuestra
carne y quedaréis victoriosos en los combates del espíritu inmundo, y os libraréis con
el tiempo y la constancia de sus asaltos y de todos los instintos de la naturaleza que le
proporcionan armas para acometernos. Entre una carne sensual e inmortificada y ese
vicio, la unión es infalible. El atractivo del placer se embota por el sentimiento del
dolor, y el cuerpo que gime bajo el peso de las austeridades pierde hasta la idea del
deleite. Creedme —decía el loado San Antonio a sus discípulos, según lo refiere San
Atanasio—: el espíritu inmundo teme las vigilias, los ayunos, la pobreza voluntaria y
la vida austera. Cuando halla carne cebada y bien cuidada, tiene hecha la mitad de su
trabajo; es leña, estopa y paja preparada donde le es fácil encender fuego con dardos
inflamados y chispas infernales que los pensamientos obscenos traen consigo».
Uno de los Hermanos le preguntó en cierta ocasión por qué había prohibido el
ejercicio de tantos tipos de penitencia tan adecuados para alimentar el fervor,
I.430.B: y su única respuesta fue: Dios nos ha dado a conocer que no era
necesario continuarlas ahora.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 671

Cuando algunos de sus Hermanos, inclinándose más a la maceración de la carne


que a la mortificación del espíritu, le pedían permiso para tomar alguna disciplina, les
contestaba con agrado: por esto repetía a menudo:
II.464.A: Más quiero una onza de mortificación interior que una libra de
mortificación exterior.
II.464.B: ¡Ay! Hermano, discipline bien su espíritu: he ahí la disciplina que le
conviene y que más le puede aprovechar.
Re 58; Ca 38: pero al mismo tiempo les recomendaba que se entregasen a ella (a la
pnitencia) con discreción: «Debéis temer —les decía— que el demonio se valga de
vuestro fervor para haceros decaer».
La paciencia en los contratiempos:
II.472.C: Lo echaréis todo a perder, les decía a menudo, si no cuidáis de moderar
en vosotros esas impaciencias que molestan de ordinario a todos los que enseñáis.
Un día de mal tiempo que se había puesto en camino:
II.368.B: La caridad no mira qué tiempo hace, cuando se trata de sacar a un alma
del mal camino.
A veces imponía inmediatamente alguna penitencia a esta clase de personas para
humillar su genio altanero.
II.480.B: las solía llamar alborotadores o aguafiestas.
Soportar el sufrimiento:
Siempre contento, cuando le preguntaban en sus enfermedades si encontraba bien
lo que hacían o si lo que le daban era bueno, contestaba con aire jovial:
II.469.B: Bien está, eso es bueno, Hermano mío.
A una persona que le aconsejaba enviase a algunos de sus Hermanos a respirar los
aires nativos para encontrar alivio en sus achaques:
II.375.E: Los aires nativos de los Hermanos de la.s Escuelas Cristianas están en
el Paraíso.
Soportar las injurias:
II.470.B: Los Hermanos deben sufrirlo todo y no hacer sufrir a nadie. Y lo
confirmó con el ejemplo de los Apóstoles, revestidos de la virtud del Espíritu Santo,
de los cuales está escrito: Se retiraron de la presencia del Consejo muy gozosos,
porque habían sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de Jesús.
Pronunció este pasaje de los Hechos de los Apóstoles con un celo que parecía
devorarle... El santo sacerdote pronunció las palabras de los Hechos de los Apóstoles
en latín contra su costumbre.
672 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Bd 63: El santo fundador, lejos de desanimarse por tantas contradicciones, se


alegraba con sus fervorosos neófitos y, a ejemplo de los apóstoles, se consideraban
felices de poder sufrir algo por amor de Jesucristo.
II.418.E: Bendecid a Dios, Hermanos míos, que permite seamos tratados como su
Hijo, quien recibió aún más ultrajes que nosotros, y eso que era Dios.
Daba la enhorabuena a sus Hermanos cuando habían participado de los oprobios de
Jesucristo, diciéndoles con San Pedro:
II.230.D: «Sois felices, pues sufrís algo por la justicia; las afrentas no pueden
perjudicar sino a los que no sufren por Dios. Cuando las persecuciones se sufren con
paciencia y se aceptan con alegría y con amor, son por lo mismo cosas preciosas y
queridas como los joyeles que adornan la corona de la gloria; los que pretenden
humillaros, enriquecen, sin quererlo, vuestra corona».
I.376.E: Tenía como máxima que abunda más la gracia donde hay menos
naturaleza, y que las obras contra las que el demonio suscita mayores persecuciones
son aquellas que resultan más útiles para el prójimo y rinden mayor gloria a Dios.
A los maestros de escuela de París que estaban saqueando una escuela:
I.362.B: Tomad, llevadme también a mí.

OBEDIENCIA
Ejemplos de obediencia dados por De La Salle:
II.465.A: Para evitar esto no decía nunca: Quiero o no quiero, le ordeno, le mando.
No podía determinarse en nada por sí mismo, ni usar del derecho de seguir su gusto en
cosa alguna.
Su sumisión a la Iglesia:
A propósito de la promulgación de la bula Unigenitus, que condenaba las 101
proposiciones del libro Reflexiones morales:
II.106.D: Consideró como asunto de conciencia declararse y confesar de boca los
sentimientos de su corazón, sin preocuparse de exponerse a la ira de un grupo
poderoso.
II.221.E-222.A: « ¿Cómo —dijo a la señora— guarda usted un libro que la Iglesia
acaba de proscribir y condenar? ¿Acaso los anatemas fulminados contra quienes los
retienen no son parte a infundirle miedo? ¿Ha aprendido usted, por ventura, a reírse
de los terribles rayos de la Iglesia y a deshacerse del temor saludable de ellos, como
de un miedo quimérico, con la lectura de ese libro que se burla de las amenazas de la
Iglesia y con el ejemplo de su autor, que autoriza y enseña a despreciar la excomunión
con sus propias acciones?».
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 673

II.225.D: Todo aquel —les corntestó— que está unido a la cátedra de San Pedro,
ése es de mi partido: Ego interim clamito, si quis Cathedrae Petri jungitur, meus est
(Q. ad. D). Con estas palabras da a entender San Jerónimo que sólo los que están
unidos a la cátedra de San Pedro son del partido bueno.
II.226.V: «Hay —decía— personas que no contentas con oponerse a la doctrina y
las máximas de Jesucristo, y no respetar las decisiones de la Iglesia, se meten a
disertar sobre las cuestiones de la predestinación y de la gracia, sobre las cuales
deberían guardar eterno silencio porque no alcanzan a comprenderlas».
Re 67; Ca 45: El señor de La Salle le respondió que la obediencia que le había
prometido en la ordenación era un motivo más que suficiente para obligarle a
someterse a su autoridad; pero le rogó que considerase que desde hacía cinco años se
había comprometido con el párroco de San Sulpicio de París, a quien había prometido
enviar dos Hermanos para abrir escuelas en su parroquia, y que no creía que debiera
faltar a la palabra que le había dado.
Re 65; Ca 43: Pero él, por su lado, le rogó que le dejara la libertad de actuar así,
para no perder nada del mérito de la obediencia que le debía, como a su Superior.
Bd 78: Les rogó que le permitieran ir a pedir permiso para hablarles.
I.412.A: Dijo a los Hermanos de París y a los que hubieran tenido que salir, que
estuvieran presentes en casa después de vísperas, sin indicarles para qué, y lo dijo con
aire de indiferencia, propio para apartar cualquier curiosidad o sospecha.
I.416.E: El señor De La Salle, al guiarle, le rogó que esperase algún tiempo, y le
prometió que sabría doblegar a los Hermanos a su deber y llevarlos a la sumisión.
I.421.E: Con esta disposición se fue a echarse a los pies del señor arzobispo, y
lleno de lágrimas, le expresó su deseo de reparar su honor, por la repugnancia que los
Hermanos habían manifestado por el nuevo superior, y le suplicó que no creyera que
era él el autor. Aseguró que no había descuidado nada para hacer que prestasen a Su
Eminencia obediencia pronta y ciega, y puso como garantes y testigos de la verdad a
los señores Pirot y Bricot.
I.422.A: Y a los Hermanos que le consultaban, el único consejo que les daba era el
de obedecer.
II.119.BC: «Quiero obedecer a los Hermanos —replicaba—, que me mandan
regresar a París». No se pudo remover su resolución; incluso se confirmó en ella,
diciendo que después de haber enseñado la obediencia durante tanto tiempo con
palabras, era justo comenzar a enseñarla con la práctica.
II.120.A: Algunas personas de la ciudad, a las que conocía y fue a visitar, quisieron
retenerle algún tiempo, pero él se disculpó, poniendo como excusa que la obediencia
le forzaba a regresar cuanto antes a París.
Re 255-256; Ca 143: Sus amigos de Grenoble le insistían en esta idea. Pero al
final, después de haber reflexionado mucho, les dijo que habiendo hecho voto de
674 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

obediencia, estaba decidido a someterse, y dar, por medio de esta sumisión a las
órdenes que los Hermanos les expresaban en esta carta, un ejemplo auténtico de la
dependencia que había prometido ante el altar. En vano se le hizo ver que no tenía por
qué recibir órdenes de los Hermanos, que eran sus inferiores. Persistió en su decisión,
y dijo que después de haber enseñado durante mucho tiempo la obediencia, era justo
que ahora la practicase, ya que Dios le ponía delante una ocasión favorable en la que
su amor propio no se saliese con la suya.
II.120.B: Ya estoy aquí; ¿qué deseáis de mí?
Re 257; Ca 144: «Heme aquí, que he llegado, ¿qué deseáis de mí?». Los
Hermanos, sorprendidos y llenos de respeto, le respondieron que le rogaban que
tomase de nuevo el gobierno del Instituto. El señor de La Salle trató de defenderse, y
les dijo que puesto que se habían sostenido con tanto éxito durante su ausencia, tenían
motivo para esperar que Dios no los abandonaría, y que había que continuar a hacer
como se había comenzado. Que, en lo tocante a él, estaba resuelto a vivir, en adelante,
en el estado particular al que la Providencia le había llevado, por vías secretas que le
indicaban su vocación, y que era preciso pensar en elegir un Superior general, que con
su buen gobierno pudiera reparar las faltas que él había hecho. CF. II.120.BC.
II.121.CD: El aviso que había recibido de su muerte facilitó su regreso a París, a
donde no hubiera osado volver si su rival estuviera aún vivo. Así se lo declaró el
mismo señor De La Salle a algunos Hermanos de confianza.
II.450.C: Preguntaba al Hermano Director de los novicios de qué quería que
hablase. Este Hermano [...] lo hizo, y juntando la humildad con la obediencia, le
preguntaba con maravillosa humildad y sencillez, después de haber hablado, si lo que
había dicho era bueno, conveniente y apropiado, y le suplicaba se lo declarase con
franqueza.
A cierto novicio que le pidió la explicación de un pasaje del Nuevo Testamento,
II.450.C: Le envió a que lo preguntase al Hermano Director, como a quien,
teniendo autoridad sobre él, tendría gracia para explicárselo.
II.145.CD: El señor De La Salle, después de un profundo estudio de las causas de
la decadencia de los monasterios y de los desórdenes de las comunidades más
florecientes, ha pensado que los culpables son los superiores. Según él, ha sido culpa
suya si el demonio ha causado tanto destrozo en estos paraísos terrenales; fue por
negligencia suya que se introdujeron primero la relajación y luego los vicios y los
desórdenes. Si hubieran sido vigilantes, firmes, regulares, los jardines de delicias del
Sagrado Esposo no habrían caído en baldío; hoy serían lo mismo que fueron en su
origen.
II.145.E: El santo sacerdote decía a menudo que el Instituto está en manos de los
Hermanos directores; que eran ellos los que trabajaban en destruirlo o edificarlo; que
su regularidad iba unida a la de ellos, y que el fervor no se mantendría sino por la
fidelidad a la Regla y a sus obligaciones.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 675

I.378.E-279.A: «Semejante sentencia, —dijo a quien se la mostraba— sólo puede


emanar de la autoridad episcopal; es, pues, consecuencia necesaria que el señor
obispo de Chartres haya prestado en esta ocasión su autoridad a los magistrados, o
que los magistrados la hayan usurpado».
II.439.CDE: Es menester honrar a Cristo, o mejor adorar a Cristo, oculto en la
persona del superior y, para valerme de las mismas expresiones del santo Fundador,
encubierto debajo sus apariencias exteriores como bajo de una especie de velo
sacramental.
II.441.B: Según él, la práctica de la obediencia es el camino real que conduce al
cielo; la vía más corta, la más abreviada y fácil para alcanzar la perfección; el sendero
seguro que nos trazó Jesucristo con su ejemplo, y fuera del cual sólo hay ilusión y
peligro manifiesto de perderse. Y de tal modo consideraba a la obediencia como el
camino abreviado de la vida espiritual; la sustancia y la medula de la piedad; la vida
de todos los ejercicios del cristiano; la fuente, madre y salvaguardia de todas las
virtudes.
I.443.A: Dios no aceptaría ya un sacrificio que no era del gusto de los superiores.
II.448.D: Nada cambio —dice él mismo— en las cosas que emprendo por su
consejo, porque considero orden de Dios lo que me han aconsejado.
II.227.C: Que los que están encargados de instruir y de educar a los niños en las
verdades de la Iglesia católica, apostólica y romana, debían, ante todas las cosas, huir
de toda novedad y autorizar con ejemplos elocuentes las instrucciones que dan acerca
del respeto debido a la Santa Sede y a los obispos que están unidos con ella, porque de
ellos, en cierto modo, depende la extensión y conservación de la religión, y la
experiencia ha comprobado que tanto la herejía como la verdadera fe son
principalmente deudoras, a los maestros de escuela, de su propagación y de sus
progresos.

MEDITACIÓN, ORACIONES, DEVOCIONES


II.164.B: No hay nada de grande en su alma, decía; tiene pocas gracias y dones del
cielo. Donde no reina el espíritu de Dios como dueño, manda el espíritu natural y el
amor propio no deja sitio a la caridad.
II.284.D: Os había dicho que fueseis siempre adelante.
II.286.ABC: l.° No se deben desear las vías extraordinarias y sublimes, porque son
de suyo peligrosas y es muy fácil engañarse en ellas. 2.º El medio único y seguro de
preparar el alma a la unión con Dios es la práctica constante de la humildad, de la
mortificación, de la obediencia y de la pureza de corazón. 3.° Es temeridad ciega y
presunción insoportable querer elevarse uno por sí mismo a la contemplación y a la
oración pasiva, pues es hasta imposible. 4.° No se deben buscar ni desear las
oraciones sublimes porque no constituyen la verdadera virtud y hasta pueden estar
676 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

separadas de ella. Es decir, que es muy posible que alguien se crea levantado a esa alta
oración, sin ser por eso virtuoso, y que puede uno ser perfecto careciendo de ella
como lo demuestra el ejemplo de infinidad de santos.
II.287.C: Les decía que debían considerar la oración como el alma de todos sus
ejercicios y el sostén de su Instituto; que un Hermano de escuela, sin espíritu de
oración, era un soldado sin armas, y que no podía perseverar en su vocación si perdía
el gusto a ese pan del alma.
II.292.B: ¿No teméis a Dios, no sabéis que os está mirando?
II.246.A: Prefería que la cocina padeciera, y que a expensas de ella había que
atender el adorno de la casa de Dios.
II.486.B: Vaya, Hermano, acérquese al médico, y después de haberle expuesto sus
miserias, pídale que le cure.
II.486.BC: Vaya, pues, a comulgar —le decía— para tenerlo.
II.490.B: Declarándoles que si querían comulgar con frecuencia, habían de vivir
santamente, y que si tanto ansiaban el Pan de vida, habían de comprarlo al precio de
vida de recogimiento y mortificación, añadiéndoles que no sabían lo que valía bien
tan grande si para obtenerlo no se daban a la práctica de las virtudes.
II.489.ABC: no permitía nombrarla sin añadir el superlativo Santísima Virgen, lo
cual él practicaba en todo tiempo, como puede verse en todas sus obras. Llegaba a
reprender a los que por inadvertencia y descuido la llamaban simplemente la Virgen,
o la Santa Virgen: Decid, pues, Santísima —exclamaba con vehemencia y fervor—,
que bien se lo merece.
Caminaba el santo por una calle de París, y se encontró con el Hermano Ecónomo,
que iba a comprar provisiones, e iba como despreocupado:
II.283.C: Le preguntó dónde estaba el rosario, y le mostró el que llevaba en la
mano.
II.490.DE: No permitía nombrarla sin añadir el superlativo Santísima Virgen, lo
cual él practicaba en todo tiempo, como puede verse en todas sus obras. Llegaba a
reprender a los que por inadvertencia y descuido la llamaban simplemente la Virgen,
o la Santa Virgen: Decid, pues, Santísima —exclamaba con vehemencia y fervor—,
que bien se lo merece.
II.235.E: Si rezaba el oficio de la Santísima Virgen con los novicios, lo hacía
también con la cabeza descubierta, de pie.
II.491.A: Terminaba todas sus acciones... por ... el Sub tuum praesidium, etc.
Después de la oración mental, acababa con la consagración de sí mismo, rezando la
hermosa oración: O Domina mea, sancta Maria, etc... Por lo que toca a la última
acción del día, la concluía siempre con ésta, que fue la última oración que dijo al
morir: Maria mater gratiae, etc.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 677

II.174.D: Luego, vuelto en sí por unos momentos, se le sugirió el pensamiento de


implorar la asistencia de la Santísima Virgen, con esta oración de la Iglesia, que él
tenía costumbre de dirigir todos los días al final de la jornada: Maria Mater gratiae,
etc.
Re 297; Ca 162: Recobró un poco el conocimiento, y se le ayudó a implorar la
asistencia de la Santísima Virgen con la oración de la Iglesia que tenía costumbre de
dirigirla todos los días al final de la jornada: «Maria mater gratiae», etc.
II.492.A: Aseguraba haber obtenido la que pidió por intercesión del príncipe de la
milicia celestial (San Miguel).
II.492.C: Él mismo aseguraba que les debía el haber conservado la vida, sobre
todo una vez que, en París, escapó de la muerte como por milagro, pues habíanle
embestido dos ladrones espada en mano para matarle; y otra vez en el campo, en
donde fue acometido por gente de la misma calaña que, después de haberle quitado lo
que tenía, le ataron a un árbol con intento de asesinarle.
Su devoción a ciertos santos:
II.493.E: No hallaba términos bastante elocuentes para ponderar el celo
infatigable con que trabajaron en ganar almas a Jesucristo. En fin, no hablaba con
menos veneración de San Carlos Borromeo y de San Francisco de Sales, y pedía sin
cesar a Dios, por su intercesión, el espíritu de que entrambos se hallaban animados, el
celo y la mortificación del uno y la angelical mansedumbre del otro.
Algunas fórmulas de oraciones:
II.134.CD: También había compuesto una oración en francés para invocar al
Espíritu Santo e implorar su asistencia, que les dejó para que se sirvieran de ella.
II.291.E: Dios mío, os amo con todo mi corazón; no permitáis que yo os ofenda;
o bien: Señor, si me desamparáis, voy a perecer; y muy a menudo: ¡Bendito sea Dios!
Hasta durante el sueño estaba ocupado con Dios, y le oía a veces proferir estas
palabras:
II.292.E: Dios mío, bien sabéis que no quiero más que a Vos.
Prefirió borrar de la oración unos términos (Protesto, Dios mío, que aun cuando no
hubiera otra vida que esperar después de ésta, no dejaría de amaros), cuya supresión
no alteraba esencialmente el sentido de la frase, a dar lugar a que se creyese que su
sumisión a la Iglesia era equívoca, o que no era total y absoluta (I.222.C).
I.380.AB: El señor De La Salle podía decir con san Pablo cuando envió a sus
discípulos a la capital de Beocia: Se me ha abierto una gran puerta para enseñar a los
pequeños y a los pobres abandonados la doctrina cristiana; pero he encontrado
numerosas contradicciones y enemigos.
I.380.AB: Era muy esperado en Calais, solicitado con santa impaciencia y fue
recibido con honor y con alegría, por lo que también podía decir con el mismo
678 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

apóstol, que había sido recibido como un ángel del cielo y como ministro de
Jesucristo.
II.89.B: Decía como este santo varón de la Biblia: Sea mi consuelo que al
afligirme no me perdonáis, y que multiplicas las llagas según tu deseo, o según el
número de mis pecados.
II.97.AB: El santo varón se hallaba entonces en este estado de víctima crucificada,
y ofrecía a Dios las palabras que el profeta-rey pone en boca de Jesucristo en la cruz:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Unas veces añadía: ¿Me
separarán de Ti mis pecados? ¿Cuándo quedaré reconciliado contigo, Señor?
II.97.AB: Y otras decía, con el santo rey Ezequías: Mis ojos se han debilitado de
tanto mirar al cielo y de dirigirte mis votos y mis deseos.
II.97.D: Y decía también con el profeta-rey: Tengo mis ojos pegados a esas
montañas donde Tú has puesto tu trono, y de las cuales yo espero la ayuda. Mi alma
desfallece mientras espero a aquel que es mi salvación. ¿Cuándo querrás, Señor,
consolarme? Mis lágrimas brotan sin cesar de mis ojos, día y noche, mientras me
preguntan, o más bien, yo me pregunto: ¿Dónde está tu Dios?
II.97.D: Ya estaba el santo varón a punto de encontrar su Tabor, en medio de aquel
desierto, y decía como san Pedro: ¡Señor, qué bueno es estar aquí...!
II.400.C: Cuando algunos Hermanos le exponían su extremada pobreza y la pena
que por ella sentían, les contestaba con el santo Tobías: ¿Qué teméis? ¿Por qué os
dejáis abatir? Es verdad que somos pobres, pero ¿no sabéis que tendremos muchos
bienes si tenemos a Dios, si nos apartamos del pecado, si hacemos buenas obras y
cuanto Dios exige de nosotros?
II.418.E-419.A: Para hacerles amar con constancia los desprecios, les citaba a
menudo esta sentencia del Apóstol: En mil maneras somos atribulados, pero no nos
abatimos; en perplejidades no nos desconcertamos: perseguidos, pero no
desamparados; abatidos, no nos anonadamos; traemos siempre en el cuerpo la
mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos.
Por lo cual no desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se corrompe,
nuestro hombre interior se renueva de día en día. Porque las aflicciones tan breves y
tan ligeras de la vida presente nos producen el eterno peso de sublime e
incomparable gloria (2 Cor 4, 8).
II.291.C: Señor —decía—, bienaventurado el hombre que tiene en Vos su amparo
y dispuso en su corazón los grados por los cuales pudiese subir hasta Vos y
consolarse con vuestra dulce conversación en este valle de lágrimas. Os amaré,
Señor —exclamaba otras veces—, Vos sois mi fortaleza. El Señor es mi apoyo, mi
libertador y el poderoso amigo que me salva. Vos sois el Dios de mi corazón —solía
decir— y mi herencia para siempre.
II.291.E: Señor, por la mañana me visitáis, y luego os retiráis de mí.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 679

POBREZA
II.261.A: Le encontraron dos ladrones que quisieron arrancarle el manteo. Ahí va
—les dijo presentándoselo—, tomadlo si lo queréis.
Cuando un Hermano, a quien había llevado con toda sencillez las medias para que
se las remendase, terminado el encargo, le dijo: Padre, tiene ya arregladas sus
medias.
II.396.E: ¡Mis medias! —replicó con santa emoción este pobre según el
Evangelio—: Hermano, si yo no tengo medias que sean mías.
se había de acudir a alguna piadosa industria o a una santa violencia para quitarle lo
viejo. Excusábase siempre diciendo que sus vestidos
II.397.C: Eran bastante buenos para un pobre sacerdote. Remendando los
nuestros —añadía otras veces— podrán todavía servirnos. No pretendemos agradar
al mundo.
Re 56; Ca 37: «Todo es bueno —decía— para un pobre sacerdote, basta con
zurcirlos, y pueden servir todavía; no nos importe que el mundo nos critique, con tal
que seamos agradables a los ojos de Dios».
Encontró un cordón del que quedó muy contento; pero no fue del gusto del otro
Hermano, quien se disgustó cuando se lo presentaron, y se fue de la lengua hasta decir
al santo Fundador: ¿Quién ha sido el necio que le ha comprado ese cordón?
II.398.B: —Es uno que entiende más que usted.
II.399.A: ¿Pues qué? ¿No es ser bastante rico, poseer el santo Evangelio, y sacar
de él, cuando se quiere, los tesoros de la vida eterna? ¿No era esa toda la riqueza de
los antiguos solitarios, y la mina de donde sacaron los tesoros de virtudes, que tanto
los enriquecieron?
Algunas enseñanzas sobre la pobreza:
I.222.E: Nuestros Hermanos, decía, sólo se sostendrán en la medida en que sean
pobres. Y perderán el espíritu de su estado cuando trabajen para procurarse
comodidades que no son necesarias para la vida.
Re 56; Ca 36: «Nuestros Hermanos no se sostendrán —decía— sino en la medida
en que sean pobres. Perderán el espíritu de su estado desde el momento en que
trabajen en facilitarse las comodidades de la vida».
Enseñando un día a dos de los Hermanos más antiguos de la comunidad una
cantidad, como de veinte escudos, que era todo el dinero que había en casa, se
manifestó inquieto y descontento:
II.267.E: ¿Qué haremos —les dijo— de todo eso? Bien veis que no somos
verdaderos pobres.
680 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Como no era una pobreza sin necesidades, sin desprecios, sin penas lo que había
buscado, tampoco fue ésa la que halló y amó; antes bien, la pobreza afrentosa,
incómoda y repugnante.
II.396.C: ¡Cuán grande riqueza es la pobreza! —exclamaba a menudo
transportado de alegría—. ¡Cuán sólidos e inaccesibles a los ladrones son sus muros!
Se mostraba más contento de recoger los frutos amargos de la extrema pobreza y de
las virtudes difíciles que ofrece la práctica de ella, que de ver entrar la abundancia por
las puertas de su casa.
II.262.B: ¡Ay, hermanos míos! —exclamaba entonces transportado de alegría—,
¡bendito sea Dios! Otras veces, cuando veía que todo faltaba en su casa... repetía con
júbilo estas palabras de Santa Teresa, cuya suavidad parecía gustar: ¡Oh, hermanos
míos, felices de nosotros si pudiésemos morir de hambre!

REGULARIDAD
Bd 77-78: Les amonestaba siempre que en cuanto fueran fieles en observar sus
reglas, se mantendrían en su estado, en la piedad, y producirían gran fruto en su
empleo, porque Dios daría su bendición.
Al despedirse de los Hermanos de Grenoble, en 1714:
Re 256; Ca 144: Los exhortó a perseverar en la observancia de su Regla.
Como observase cierto día que un Hermano estaba ocupado en recoger piedras en
la huerta... El Hermano le contestó que cumplía el mandato del Hermano Director,
quien le había encomendado dicho trabajo para aliviarle de su dolencia; como el
siervo de Dios halló que no faltaba, no le dijo nada más; pero al punto se fue a corregir
al que lo merecía, reprendiéndole porque trataba de curar el cuerpo enfermando el
alma.
II.287.DE: «Hay alivios —añadió— más útiles al uno y menos perjudiciales a la
otra que ése. Así es que en adelante eche usted mano de ellos».
Mucha pena sentía al ver que algunos desempeñaban el oficio por mero
cumplimiento. Los reprendía severamente diciéndoles:
II.367.C: Os aseguro que si no cambiáis de conducta, Dios os desamparará.
Si los encontraba poco dóciles a sus advertencias, les amenazaba con la cólera de
Dios:
II.486.C: Os aseguro que si no cambiáis de conducta, Dios os desamparará.
Sobre la Regla del recreo —dice Blain:
II. 143.AB: Yo mismo le oí decir que la Compañía de Jesús, tan virtuosa y santa, y
que incluso sus mayores enemigos se ven obligados a considerarla como muy
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 681

regular, en sus comienzos tuvo un fracaso parecido, y que se vieron obligados a


repararlo mediante nuevos reglamentos.
Varios curas de los pueblos pidieron al santo sacerdote que les enviase un Hermano
a cada una de sus parroquias.
Bd 85: Él les respondió que no podía hacer eso, porque no podía ceder más que dos
Hermanos juntos, ya que estaban obligados a vivir en comunidad.
I.278.C: Esta única razón era ya motivo, para el señor De La Salle, de adoptar la
norma de no enviar nunca a un solo Hermano, sin compañero; y jamás ha querido
quebrantar este criterio.
I.365.B: El prudente superior, que tenía como norma no enviar Hermanos a los
pueblos, a causa de las razones que ya se expusieron, le dio a entender que se podían
reemplazar con maestros de escuela educados y bien formados en la virtud y en la
ciencia de su profesión. Luego, al ver que el párroco de San Hipólito estaba dispuesto
a secundar su idea de la apertura de un seminario de maestros de escuela para zonas
rurales, le hizo la confidencia de que esperaba con santa impaciencia el día en que
pudiera ver que esta importante obra se ponía en marcha.
La regla de clausura:
Re 84-85; Ca 57: Mandó que la rogaran que esperase en el recibidor de la casa, y se
esforzó para ir a recibirla él mismo. Ella le reprochó tiernamente las precauciones que
usaba con ella; pero él, sin olvidar el respeto que sentía hacia ella, la rogó que
considerase correcto que actuara así, para no transgredir las normas de la casa, que
prohibían la entrada a las personas de su sexo.
Dejarlo todo a la primera señal:
II.321.B: Nada era preferible a la exacta observancia de la voluntad de Dios.
II.323.E-324.A: «Una faltilla —decía— parece a veces una nonada; pero en sus
efectos esa nadería tiene grandes consecuencias. Y aun cuando no fuese nada,
siempre es noble y digno sujetarse a tantas menudencias por amor de Dios, y, por
consiguiente, la principal virtud de toda persona religiosa consiste en no mirar nada
como pequeño e indiferente en sus Reglas».
II.324.BCDE-325.A: Añadía que la pena más grande de las personas de buena
voluntad y de sólida piedad en el mundo era no conocer la voluntad de Dios en
muchas cosas que la Ley y el Evangelio dejan indecisas; al paso que quienes viven
bajo la Regla están libres de esas dudas y perplejidades, y exentos de examinar lo que
Dios pide de ellos, y se encuentran prevenidos contra la liviandad del espíritu, los
caprichos del genio y la instancia de la voluntad procuraba insinuarles que la mayor
parte de las observancias regulares sólo consisten en el ejercicio de las virtudes
cristianas cuya práctica facilitan las Comunidades.
Añadía que las prácticas de Comunidad, que parecen arbitrarias e indiferentes;
eran invención de los santos, o más bien inspiración del mismo Espíritu Santo; que
682 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

habían sido autorizadas por el uso de más de catorce siglos...; que si el mundo las trata
de menudencias y de pequeñeces, porque no conoce sus consecuencias;... en fin, que
todas las inobservancias voluntarias son castigadas: las pequeñas, empujando hacia
las mayores que nos prometíamos evitar; y las invisibles, produciendo otras
exteriores que nos cubren de confusión.
II.325.BC: El Sr. de la Salle, penetrado de esas sublimes ideas, no omitía nada para
inculcarlas a sus discípulos, y hacerles comprender que no debían descuidar ninguna
y mucho menos quebrantarla de propósito, porque de la fidelidad a las Reglas
dependía su santificación. Les enseñaba a considerarlas todas como muy
importantes, a no admitir en ellas ni modificación ni excepción, a no tener ningún
miramiento con la repugnancia natural, ni con el genio, a no avergonzarse jamás de
observarlas delante de la gente del mundo, ni delante de los que no hacen caso de
ellas, en fin, a practicarlas con tanto cuidado en particular, como en comunidad y a la
vista de los superiores. Añadía que, cuando hay necesidad de dispensarse en alguna
de ellas, no debía hacerse por sí mismo, sino con permiso, y con disposición de suplir,
al primer momento libre, el acto que por necesidad hubo de omitirse.
Cierto religioso de una orden que había decaído en la observancia, le dijo con toda
sencillez que los Hermanos tenían Reglas demasiado pesadas...
II.327.B: El siervo de Dios le contestó en pocas palabras... ¿Es éste —le dijo— el
espíritu de vuestro santo Fundador?
A los que violaban las Reglas por complacer a alguien:
II.327.D: Si quebrantáis vuestras Reglas, Dios y aquellos de quienes esperáis
algún socorro os desampararán.
Como un día le suplicase cierta persona suprimiese de la Regla una menudencia,
que según ella en nada turbaría el orden y regularidad, le contestó:
II.327 D.E: «Si se empieza con eso, dentro de poco tiempo se querrá que quite otra
cosa que no será de tanta importancia; después se me suplicará que elimine un punto,
y otro día otro, de modo que poco a poco la Regla se destruirá: examinad la causa de
esto y veréis que fue la pequeñez quitada».
Al visitar a una persona de autoridad, que hasta entonces le había honrado con su
estimación, para suplicarle no exigiese de él algunas relajaciones muy perjudiciales
al bien de su Instituto, añadió:
II.328.A: que varios de sus Hermanos se lo suplicaban también con mucha
instancia.
Esa misma persona, olvidándose de lo que era, y de quién era el Señor de la Salle, le
llamó embustero y mentiroso. El siervo de Dios, sin turbarse, le contestó con
mansedumbre
II.328.A: que, si bien se consideraba cargado de innumerables faltas, no se creía
culpable de embustes ni de mentiras.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 683

Sentimientos del señor de La Salle sobre la Regularidad:


II.329.BCDE-330.A: «1. Es increíble —dice también— cuán grandes y
desastrosos son los efectos que producen inobservancias muy leves en apariencia, y
cuán fácil es caer en la relajación, pues ésta sobreviene en las Comunidades, en
primer lugar, por el poco espíritu de recogimiento, por la falta de silencio y de retiro, y
sobre todo de oración...
2. En segundo lugar, la relajación entra a veces en las Comunidades por la poca
exactitud en guardar la antigua forma de los hábitos, tomando paños más finos y más
ligeros, o cambiando algo en la forma de vestirse.
3. Introdúcese en tercer lugar relajación en la estructura de los edificios, que en
verdad han de ser sólidos y duraderos, pero conformes con la pobreza de que se ha
hecho profesión en las Comunidades. Apenas se puede creer cuánto detestaban los
santos los edificios de casas religiosas en donde todo resplandece menos el espíritu de
pobreza. San Francisco de Sales, para impedir ese desorden, exige terminantemente
que sus religiosas edifiquen a lo capuchino. Hay, sin duda, más gracia y más espíritu
de Dios en las Comunidades que construyen pobremente.
4. En cuarto lugar, conduce también las Comunidades religiosas a la relajación del
espíritu de propiedad que se ceba primero en cosas que parecen de poco valor, pero
que causa después espantosos destrozos en las personas religiosas que, como los
primeros cristianos, han de tener todo en común. Lo que en ellas se da o se recibe debe
aplicarse indiferentemente a los individuos de la Comunidad, de modo que quien
nada recibe de sus padres o amigos participa de los regalos que se hacen a los otros
como el mismo que los recibe; si no fuese así, malamente se podría llamar
Comunidad; así, pues, el alimento y los vestidos han de repartirse por igual a todos,
sin hacer ninguna distinción a no ser a favor de los enfermos e inválidos, y en este
caso, con tanto cuidado se ha de tratar al más pobre de casa, como al que en razón de
su nacimiento tenía más comodidades temporales».
Los superiores son guardianes de la Regularidad:
II.330.CD: «Es necia disculpa decir que el superior permite particularidades, tanto
con su ejemplo como con sus palabras, como si los superiores pudiesen autorizar lo
que las constituciones y el espíritu de regularidad prohíben».
«¡Qué ceguera —dice — la de los superiores que, en casas muy santas, son causa,
con su negligencia, blanda condescendencia e insoportable flojedad, de que se
introduzca en ellas el desorden! Porque la relajación empieza por cosas que no
parecen nada y apenas las conocen sino los que están llenos del espíritu de Dios. Tales
superiores, si no cambian de conducta, se hallarán en estado peligrosísimo a la hora
de la muerte, etc».
Sobre la fidelidad a los ejercicios:
II.330.DE: «El grado de fidelidad en los ejercicios y en las prácticas de
Comunidad es lo que produce diferencia tan grande en la multitud de personas que
684 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

viven en la misma Comunidad con las mismas Reglas. Siguen el mismo método de
vida, los mismos ejercicios y hacen las mismas cosas; sin embargo de esto, apenas
hay dos parecidas en la conducta y en las prácticas de las virtudes de Comunidad. La
razón está en que su fidelidad es desigual. Esa virtud inutiliza gran número de
acciones de suyo muy santas; y el descuido en practicarlas hace que con dificultad se
encuentren algunas acciones del todo buenas en la vida de una persona. Se dará
—añade— cuenta muy exacta en la hora de la muerte de la poca fidelidad a los
ejercicios, así como de las infracciones a la Regla del silencio, de la escasa aplicación
al santo ejercicio de la oración y del poco uso y fruto que se hubiese sacado de la
participación de los Sacramentos».
Tres cosas para los que quieren llevar vida regular:
II.331.AB: «La primera es no ocuparse en nada por impulso natural, sino siempre
por obediencia y en vista de la voluntad de Dios; la segunda es hacer, al fin de cada
semana, detenido examen de las infidelidades que se hubiesen cometido y renovar
sinceramente la resolución de ser más fiel en adelante; la tercera aplicarse a hacer
bien la oración. Se ha de tener por verdad infalible —añade— que todos los que en las
Comunidades viven sin oración y sin aplicarse a ella con fervor, no son ni serán jamás
fieles a sus santos ejercicios».
II.331.BC: «La primera —dice — consiste en pensar que debemos servir a Dios
en todo tiempo con la misma fidelidad, porque es siempre el mismo y nunca cambia».
«La segunda es que todas las penas del infierno deben parecer a uno menos
insoportables que la menor infidelidad a los ejercicios y a las prácticas de
Comunidad».
«La tercera es que no se debe pasar jamás ni un solo momento sin dedicarse al
servicio de Dios, porque vendrá tiempo, como dice Jesucristo, en que nada podremos
hacer por la salvación».

A sus penitentes o a sus dirigidos

Su notable discernimiento:
Bd 27: Esto es también algo que siempre se ha notado en él: el discernimiento de
espíritus. Una vez se le escapó decir que le bastaba con oír seis palabras de una
persona para conocer su forma de ser.
Discreción para la asistencia a una misa suplementaria:
I.294.D: Prohibió a los Hermanos que dijeran o hicieran algo singular y
extraordinario para cautivar el corazón de los niños, y para comprometerlos a que
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 685

acudieran a la primera misa. «Hay que exhortarles a que lo hagan —les dijo—, y a
que lo hagan sólo con miras de Dios y de su salvación, y nada más».
Discreción como confesor de los Hermanos:
Bd 44: Y desde entonces siempre ha seguido confesando a los que ingresaban en la
casa; y ni él ni varias personas con quienes lo trató hallaron en ello inconveniente
alguno, ni tampoco los confesores extraordinarios, que nunca le indicaron que lo
dejara, aunque él mismo les pidió en diversas ocasiones que se lo dijesen en cuanto
advirtieran alguna razón para ello.
Sobre la dirección de las mujeres:
I.272.C: En cuanto a las mujeres, les daba como excusa que sólo daba la bendición
en el altar.
Bd 81: A una de estas religiosas que se había puesto bajo su dirección, le
exigió que le llevara todo lo supefluo que había en su celda... y le dijo que si
deseaba estar bajo su dirección, era necesario quemar todas aquellas bagatelas
delante de él.
I.273.B: Él se la prestó con caridad, y en la primera ocasión en que ejerció su
ministerio con ella le propuso la pregunta que Jesucristo dirigió al leproso: Vis sanus
fieri? ¿Quieres ser curada? ¿De verdad desea que yo sea su director? ¿Me escoge
como su guía y su ángel custodio? ¿Ve usted en mí con los ojos de la fe a Jesucristo y
está dispuesta a obedecerme como a Él mismo? La religiosa le contestó a todo de
forma afirmativa. Entonces, le dijo que la primera señal que exigía de su obediencia y
la condición con que se comprometía a dirigirla era que le llevase todos los objetos
inútiles que tenía en su habitación.
A las religiosas de la Cruz:
Re 161; Ca 101: Les habló de Dios y de sus obligaciones con sentimientos tan
elevados que varias de ellas desearon ponerse bajo su dirección, a pesar de todas las
razones que les dio para dispensarse de ello.
A una religiosa a quien no visitó, por olvidar la cita:
II.293.E: No conoció su yerro hasta el día siguiente en que, habiendo ido a visitar a
la misma persona, oyó las quejas que le daba por no haber cumplido su palabra
haciéndola esperar, el día precedente, una visita que le había prometido y que no le
había hecho. El siervo de Dios, muy sorprendido, le dijo: Hermana, pensaba que la
había visto a usted. Mas ella, extrañando a su vez semejante réplica, le dio tanta
seguridad de lo contrario, que le obligó a convenir en lo sucedido y a darla excusas,
sin manifestarle él la causa del descuido.
A un joven calvinista encontrado de camino:
Re 116; Ca 77: Y después, camino de regreso a París, encontró en el viaje a un
joven holandés que le abordó y le pidió algún donativo que le ayudase a llegar a París.
El señor de La Salle, impresionado por su fisionomía, que le pareció hermosa,
686 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

le preguntó en latín el motivo de su viaje y de qué país era. El joven le respondió en la


misma lengua que era holandés y que iba a París para hacer fortuna. El señor
de La Salle le hizo varias preguntas, a las que él respondió con viveza; pero al
mismo tiempo, a través de la conversación, se dio cuenta que era de religión
protestante.
II.345.DE: Ese joven, que venía a probar fortuna en París, se acercó a nuestro
virtuoso Sacerdote para implorar una limosna y encontró en su caridad más socorro
de lo que él pedía; porque después de habérsela dado, comenzó a hablarle de Dios y a
exhortarle a pensar en su salvación. Por desgracia, el extranjero no entendía la lengua
francesa. Para suplir esta falta, el siervo de Dios le hizo algunas preguntas en latín, y
reconoció por las respuestas que pertenecía a la religión protestante.
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 687

ÍNDICE DE DICHOS Y ESCRITOS ATRIBUIDOS


AL SEÑOR DE LA SALLE

Dichos y escritos del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 575


La Guía de las Escuelas Cristianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 576
Los deberes del cristiano para con Dios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 576
Explicación del Método de oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 577
Meditaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 578
Colección de varios trataditos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 580
Regla Del Hermano Director. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 587
De la alimentación de los Hermanos de este Instituto. . . . . . . . . . . . . . 588
Reglas Comunes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 588
Reglas de educación y cortesía cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 594
Diversas memorias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 595
Memoria de los comienzos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 595
Trozos que podrían provenir de la Memoria de los comienzos . . . . . . 598
Memoria sobre el Hábito y otras memorias atribuidas a De La Salle. . 599
Memoria en favor de la lectura en francés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 600
Memoria con motivo de un proceso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 601
Memoria y petición a los Administradores del Asilo de Ruán . . . . . . . 602
Memoria sobre los fines del Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 602
Memoria justificativa en el proceso del abate Clément . . . . . . . . . . . . 602
Memoria en respuesta a un libelo calumnioso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 602
Fórmulas de compromiso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 602
Reglas que me he impuesto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 603
Fórmulas de Votos, Testamento, Actas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 605
Las cartas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 608
Cartas a los Hermanos, o a Hermanos de los cuales sólo los biógrafos
dan el contenido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 608
688 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Cartas a diversas personas externas al Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . 609


Cartas a diversos Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 612
Cartas citadas por Blain, y sólo por él. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 612
Cartas citadas por Blain y mencionadas por otras fuentes. . . . . . . . . . . . 625
Cartas utilizadas como reliquias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 634
Dichos del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 634
En el periodo remense (1651-1688) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 634
¿Fundar o no fundar económicamente?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 638
Abandono de la canonjía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 639
A los Hermanos reunidos (1686, 1694, 1717). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 641
Concerniente al gobierno del Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 645
En sus relaciones con otros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 646
Durante las grandes pruebas (1702, 1712-1714). . . . . . . . . . . . . . . . . . 650
Durante sus últimos años. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 651
Ante la cercanía de su muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 655
Sus enseñanzas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 658
Amor de dios, caridad fraterna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 658
Confianza en Dios, espíritu de fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 659
Humildad, olvido de sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 665
Modestia, recogimiento, huída del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 667
Dominio de sí . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 668
Dominio en las palabras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 668
La huida del mundo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 669
Precaución frente a las mujeres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 669
Mortificación, soporte de sufrimientos e injurias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 669
Obediencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 672
Meditación, oraciones, devociones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 675
Pobreza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 678
Regularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 680
A sus penitentes o a sus dirigidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 684
Tomo 3 - BLAIN - Relación de dichos y escritos de S. J. B. De La Salle 689

ÍNDICE GENERAL DEL TOMO III

Espíritu, sentimientos y virtudes de san Juan Bautista de La Salle . . 7


Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Aviso al lector: sobre la cuarta parte de la historia de la vida del señor De 11
La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo I: Pureza de la fe en el Sr. de la Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Capítulo II: La extraordinaria confianza que el señor de la Salle tenía
en Dios; su admirable desasimiento y su confianza heroica en la
divina providencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Capítulo III: Caridad del santo sacerdote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Capitulo IV: Amor del Sr. de la Salle a Nuestro Señor Jesucristo . . . 360
Capitulo V: Devoción del Sr. de la Salle a la Santísima Virgen, San
José, San Miguel, los Santos Ángeles y algunos otros santos. . . . . . 368
Capitulo VI: Algunos hechos que parecen ser milagrosos, acaecidos
antes y después de la muerte del Sr. de la Salle . . . . . . . . . . . . . . . . 376
Capítulo VII: Conclusión de esta historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 383
Decreto de Canonización del siervo de Dios Juan Bautista De La Salle,
Fundador De losHermanos de las Escuelas Cristianas . . . . . . . . . . . . . 387
Índice del Espíritu y Virtudes (paginación según el original francés) . . . 399
Complementos del tomo II de Blain . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 409
Compendio de la Vida de algunos Hermanos del Instituto de las Escuelas
Cristianas fallecidos en olor de santidad. Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . 411
Compendio de la vida del Hermano Bartolomé, primer Superior General
de la sociedad de los Hermanos De Las Escuelas Cristianas . . . . . . . . 412
Capítulo I: que contiene la historia de la vida del Hermano Bartolomé . 413
Capítulo II: Las virtudes del Hermano Bartolomé . . . . . . . . . . . . . . . 443
Hermano Paris, llamado Hermano José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 489
Hermano Jean-Henry, Juan Enrique . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 492
Hermano Dominique, Domingo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 498
Hermano Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 503
Hermano Estanislao. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 508
690 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE LA SALLE

Relato de algunas cosas, muy instructivas y edificantes que no se


incluyeron en la historia de la vida del señor De La Salle y de sus
primeros discípulos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 521
Capítulo I: Algunos hechos particulares que muestran el cuidado que
la divina Providencia tiene de las Escuelas Cristianas . . . . . . . . . . . . . . . 522
Capítulo II: Muertes repentinas con que Dios parece haber querido
castigar en el Instituto a algunos Hermanos díscolos e irregulares. . . . . . 530
Capítulo III: Desgracias que han sucedido y castigado a algunos
Hermanos infieles a su vocación, después de haberla abandonado
vergonzosamente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 539
Aprobación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 552
Relato de la forma en que el cuerpo del señor De La Salle, inhumado
en la parroquia de San Severo, barrio de Ruán,y fue trasladado el 16
de julio de 1734 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 553
Carta del autor de la Vida del Señor de La Salle al Hermano Superior
del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas . . . . . . . . . . . 558
Carta del Hermano Superior del Instituto de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas al Hermano Director de la Casa de.... . . . . . . . . . . 565
Extracto de una carta escrita por el señor Guyart, canónigo de Nuestra
Señora de Laón.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 566
Otra carta del señor De Truchis, canónigo de Nuestra Señora de
Chartes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 567
Índice de los complementos del tomo II de Blain (paginación según el
original francés). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 569
Dichos y escritos atribuidos al señor de La Salle (Cfr. detalles, p. 661) . 573
Índice de dichos y escritos atribuidos al señor De La Salle . . . . . . . . 687

Índice general del Tomo III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 689

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