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19/2/2018 Nadie estuvo con Él - Jeffrey R.

Holland

Nadie estuvo con Él


Abril 2009 Conferencia general
Je rey R. Holland
Of the Quorum of the Twelve Apostles

La verdad que se pregonó desde la cima del Calvario es que nunca


estaremos solos ni sin ayuda, aunque a veces pensemos que lo estamos.

Gracias, hermana Thompson, y gracias a las extraordinarias mujeres de la Iglesia.


Hermanos y hermanas, mi mensaje de Pascua de Resurrección de hoy va dirigido a
todos, pero en especial a aquellos que están solos o que se sienten solos, o peor
aún, a los que se sienten abandonados. Entre ellos se podrían incluir a los que
anhelan estar casados, a los que han perdido un cónyuge, a los que han perdido
hijos o a los que nunca han sido bendecidos con hijos. En nuestra compasión
abrazamos a esposas a quienes los maridos las han abandonado, esposos cuyas
esposas los han dejado, e hijos privados de uno de los padres, o de ambos. En la
amplia circunferencia de este grupo se puede hallar el soldado que está lejos del
hogar, el misionero que en las primeras semanas extraña a la familia, o el padre
desempleado que teme que su familia perciba el miedo de su mirada. En una
palabra, puede incluirnos a todos nosotros en diferentes épocas de nuestra vida.

A todos ellos les hablo de la jornada más solitaria que jamás se haya emprendido, y
de las interminables bendiciones que ella trajo a la familia humana. Me re ero a la
solitaria tarea del Salvador de llevar Él solo la carga de nuestra salvación. Con toda
razón Él diría: “He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo…
Miré, y no había quien ayudara, y me maravillé que no hubiera quien [me]
sustentase”1.

Como tan bellamente lo destacó el presidente Uchtdorf, sabemos que en las


Escrituras dice que la llegada mesiánica de Jesús a Jerusalén el domingo antes de la
Pascua, un día que equivale directamente a la mañana de hoy, fue un gran
momento público, pero el entusiasmo por seguir caminando con Él empezaría a
disminuir rápidamente.

Poco después, Él fue llevado ante los líderes israelitas de aquella época, primero
Anás, el antiguo sumo sacerdote, y luego Caifás, el sumo sacerdote de esos días. En
su prisa por juzgarlo, esos hombres y sus concilios declararon su veredicto con
rapidez e ira: “¿Qué más necesidad tenemos de testigos?”, exclamaron. “¡Es [digno]
de muerte!”2.

Después fue llevado ante los gobernantes gentiles del país. Herodes Antipas, el
tetrarca de Galilea, lo interrogó una vez, y Poncio Pilato, el gobernador romano de
Judea, lo hizo dos veces, declarando la segunda vez a la multitud: “…habiéndole
interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno”3.

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Entonces, en un acto que fue tan inexcusable como ilógico, Pilato “[azotó] a Jesús,
[y] le entregó para ser cruci cado”4. Las manos recién lavadas de Pilato nunca
pudieron haber estado más manchadas ni más sucias.

Ese rechazo, tanto eclesiástico como político, se volvió más personal cuando los
ciudadanos de las calles se volvieron también contra Jesús. Una de las ironías de la
historia es que junto con Jesús estaba encarcelado un verdadero blasfemo, un
asesino y revolucionario conocido como Barrabás, nombre o título que, en arameo,
signi ca “hijo del padre”5. Debido a que Pilato podía poner en libertad a un
prisionero, según el espíritu de la tradición de la Pascua, preguntó al pueblo: “¿A
cuál de los dos queréis que os suelte?”. Respondieron: “A Barrabás”6, de modo que
se puso en libertad a un impío “hijo del padre”, mientras que el Hijo
verdaderamente divino de Su Padre Celestial fue condenado a la cruci xión.

Éste fue además un tiempo de prueba entre aquellos que conocían a Jesús de
manera más personal. El más difícil de entender de este grupo es Judas Iscariote.
Sabemos que en el plan divino era necesario que Jesús fuese cruci cado, pero es
sumamente difícil pensar que uno de Sus testigos especiales que se sentó a Sus
pies, que lo escuchó orar, que lo vio sanar y que sintió su contacto, pudiese
traicionarlo a Él y a todo lo que representaba por treinta piezas de plata. Nunca en
la historia del mundo se ha comprado tanta infamia con tan poco dinero. No somos
nosotros los que hemos de juzgar lo que le espera a Judas, pero Jesús dijo del que
lo traicionó: “Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido” 7.

Naturalmente, había otros entre los creyentes que también tuvieron sus momentos
difíciles. Después de la Última Cena, Jesús dejó a Pedro, a Jacobo y a Juan
esperando mientras Él se fue solo al Jardín de Getsemaní. Postrándose sobre su
rostro en oración, “triste… hasta la muerte”8, dice el registro, Su sudor era como
grandes gotas de sangre9 mientras le suplicaba al Padre que pasara de Él esa copa
abrumadora y atroz. Pero, ciertamente, no pasaría. Al regresar de aquella
angustiosa oración, encontró dormidos a Sus tres discípulos principales, lo que lo
indujo a preguntar: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”10. Esto
ocurrió dos veces más hasta que a la tercera Él dice con compasión: “Dormid ya, y
descansad”11, a pesar de que para Él no habría descanso.

Más tarde, después de que Jesús fue arrestado y presentado ante el tribunal,
Pedro, a quien se acusó de conocer a Jesús y de ser uno de Sus con dentes, niega
esa acusación no sólo una, sino tres veces. No sabemos todo lo que estaba
sucediendo allí, y tampoco sabemos si el Salvador les haya dado a Sus apóstoles,
en privado, algún consejo para que se protegieran12, pero sí sabemos que Jesús era
consciente de que ni siquiera esos seres tan queridos estarían con Él hasta el nal,
de lo cual ya le había advertido a Pedro13. Entonces, al cantar el gallo, “vuelto el
Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor… Y [él], saliendo
fuera, lloró amargamente”14.

Fue así que, por necesidad divina, el círculo de apoyo alrededor de Jesús se hace
más y más pequeño, dando un signi cado al corto versículo de Mateo: “…todos los
discípulos, dejándole, huyeron”15. Pedro permaneció lo su cientemente cerca
como para que se le reconociera y confrontara; Juan permaneció al pie de la cruz
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con la madre de Jesús. En especial y como siempre, las benditas mujeres en la vida
del Salvador permanecieron tan cerca de Él como pudieron; pero básicamente, Su
solitaria jornada de regreso a Su Padre siguió sin consuelo ni compañía.

Ahora hablo con sumo cuidado, incluso con reverencia, de lo que tal vez haya sido
el momento más difícil de todos en esta solitaria jornada hacia la Expiación. Me
re ero a esos momentos nales para los cuales Jesús debió haber estado
preparado intelectual y físicamente, pero para los que quizás no haya estado
preparado emocional ni espiritualmente, aquel descenso nal hacia la paralizante
desesperación de sentir que Dios lo había desamparado, cuando exclama en
suprema soledad: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”16.

Él había previsto la pérdida del apoyo de seres mortales, pero ciertamente no había
comprendido este último. ¿Acaso Él no había dicho a Sus discípulos: “He aquí, la
hora… ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis
solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo” y “…no me ha dejado solo el
Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”17?

Con toda la convicción de mi alma, testi co que Él sí complació perfectamente a Su


Padre, y que un Padre perfecto no desamparó a Su Hijo en ese momento. De
hecho, mi creencia personal es que durante todo el ministerio terrenal de Cristo,
posiblemente el Padre nunca haya estado más cerca de Su Hijo que en esos
últimos momentos de angustioso sufrimiento. No obstante, a n de que el sacri cio
supremo de Su Hijo fuera igualmente completo como lo fue voluntario y solitario, el
Padre retiró brevemente de Jesús el consuelo de Su Espíritu, el apoyo de Su
presencia personal. Fue necesario; de hecho, fue fundamental para la
trascendencia de la Expiación que este Hijo perfecto que nunca había dicho ni
hecho nada malo, ni había tocado cosa inmunda, supiese cómo se sentiría el resto
de la humanidad, o sea nosotros, todos nosotros, cuando cometiera esos pecados.
Para que Su expiación fuese in nita y eterna, Él tenía que sentir lo que era morir no
sólo física sino espiritualmente, sentir lo que era el alejamiento del Espíritu divino, al
dejar que la persona se sintiera total, vil y completamente sola.

Pero Jesús perseveró y siguió adelante. Lo bueno en Él permitió que la fe triunfara


en un estado de completa angustia. La con anza que guiaba Su vida le indicaba, a
pesar de Sus sentimientos, que la compasión divina nunca se ausenta, que Dios es
siempre el, que Él nunca huye ni nos falla. Cuando se hubo pagado hasta el último
centavo, cuando la determinación de Cristo de ser el se manifestó de manera tan
evidente como absolutamente invencible, por n y piadosamente, el sufrimiento
“consumado” fue18. A pesar de tenerlo todo en su contra y sin nadie que lo ayudara
ni apoyara, Jesús de Nazaret, el Hijo viviente del Dios viviente, restauró la vida física
donde la muerte había prevalecido, y trajo gloriosa redención espiritual tras
horrenda obscuridad y desesperación. Con fe en el Dios que Él sabía que estaba
allí, pudo decir triunfante: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”19.

Hermanos y hermanas, uno de los grandes consuelos de esta época de Pascua de


Resurrección es que debido a que Jesús caminó totalmente solo por el largo y
solitario sendero, nosotros no tenemos que hacerlo. Su solitaria jornada
proporciona una compañía excelente para la corta versión de nuestro sendero: el
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misericordioso cuidado de nuestro Padre Celestial, la infalible compañía de este


Hijo Amado, el excelente don del Espíritu Santo, los ángeles del cielo, familiares a
ambos lados del velo, profetas y apóstoles, maestros, líderes y amigos. Se nos han
dado todos estos compañeros y más para nuestra jornada terrenal por medio de la
expiación de Jesucristo y de la restauración de Su evangelio. La verdad que se
pregonó desde la cima del Calvario es que nunca estaremos solos ni sin ayuda,
aunque a veces pensemos que lo estamos. Ciertamente, el Redentor de todos
nosotros dijo: “No os dejaré huérfanos. [Mi Padre y yo] vendr[emos] a vosotros [y
moraremos con vosotros]”20.

La otra súplica que tengo para esta época de Pascua es que esas escenas del
solitario sacri cio de Cristo, marcados con momentos de negación, abandono y, al
menos una vez, con rotunda traición, nunca tenemos que repetirlas. Él ya caminó
solo una vez; ruego que Él nunca tenga que volver a confrontar el pecado sin
nuestra ayuda y socorro, que nunca vuelva a encontrar sólo espectadores
indiferentes cuando nos vea a ustedes y a mí a lo largo de SuVía Dolorosa en
nuestros días. A medida que se acerca esta semana santa —el jueves de Pascua
con su Cordero Pascual, el viernes expiatorio con su cruz, el domingo de
Resurrección con su sepulcro vacío— ruego que declaremos que somos discípulos
cabales del Señor Jesucristo, no sólo en palabra o en la a uencia de tiempos de
comodidad, sino en hechos, en valor y en fe, incluso cuando el sendero sea solitario
y cuando nuestra cruz sea difícil de llevar. Ruego que en esta semana de Pascua y
siempre permanezcamos al lado de Jesucristo “en todo tiempo, y en todas las cosas
y en todo lugar en que [estemos], aun hasta la muerte”21, porque ciertamente así
es como Él permaneció a nuestro lado, aun hasta la muerte y cuando tuvo que
estar total y de nitivamente solo. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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