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INTRODUCCION
Hace sólo unos meses encontré a una religiosa amiga. La conocía desde hacía más de
15 años, pero apenas la había visto cuatro veces, a lo largo de este tiempo, por trabajar los dos
en países separados por más de 10.000 kms. de distancia.
Esta vez la encontré nerviosa. Tropezaba de vez en cuando en algunas palabras. Me
miraba huidizamente. Capté enseguida que algo muy serio le preocupaba por dentro. Poco a
poco se fue serenando y... desahogándose. Por fin, adentrándose cada vez más en su problema,
tocó fondo.
Había descubierto un amigo con quien tenía el gozo de compartir muchas cosas con
facilidad y confianza. Tuve la impresión que, seguía tercamente fiel a su opción fundamental.
Abiertamente, sin tapujos ni racionalizaciones, me dijo preocupada:
-“¿No será que no amo a Dios lo suficiente, puesto que mi corazón necesita amar
a esta persona tanto?”.
¡Otra vez la competencia! Dios no es un sumando más en la lista de nuestros afectos
humanos. Puede estar en todos y más allá de todos. No se ama al hombre a costa de Dios, sino
precisamente al revés.
A lo largo de nuestra conversación me di cuenta que su amistad con ese sacerdote era
cordial y liberadora. No recortaba el horizonte sin fronteras, propio de nuestra vocación al
servicio incondicional del Evangelio de Jesucristo. Al contrario, lo ampliaba. No era menos
religiosa por causa de esa amistad. Era más. Su vida, antes un tanto irrelevante y mortecina,
había recuperado su entusiasmo primero, su cercanía a los demás, estaba llena de vibración y
de profundidad espiritual.
Y, ¿entonces? ¿Cuál era la causa de aquel mal disimulado nerviosismo y, hasta diría,
ligero sentido de culpabilidad?
Sencillamente creo que la educación en el amor había sido deficiente y su formación para
vivir en plenitud y gozo el voto de castidad, deformante. En otros tiempos, la amistad entre
religiosas se ha sentido cargada de un gran lastre de prejuicios.
Todavía hoy existen “muchas personas consagradas a Dios (que) siguen pensando que,
para ellas, una amistad un poco profunda es un atentado contra el voto de castidad. Les parece
que el haber entregado el corazón a Dios significa que hasta el final de la vida dicho voto ha de
ser sobrellevado y conocido en soledad, con la única excepción de Dios, naturalmente. Se tiene
miedo a encariñarse, miedo a recibir con gozo la amistad que se ofrece, miedo de aceptar
manifestaciones de afecto absolutamente carentes de ambigüedad. Y, sin embargo, hay en el
mundo montañas de afectos y océanos de simpatía que carecen de dador y receptor. Ahora bien,
los que están destinados a manifestar en el mundo el amor de Dios deberían ser los primeros
dadores y receptores. Deberían sembrar la simpatía y la alegría, y encargarse gustosos de
recoger la cosecha cuando dicha simpatía y alegría brotan del corazón de los hombres que se
saben amados”1.
1
RONDET,M. Y RAGUIN, I., El celibato evangélico en un mundo mixto.
Ed. Sal Terrae. Santander 1980, p. 120.
2
NICOLAS, A., El horizonte de la esperanza. La vida religiosa hoy.
Ed. Sígueme, Salamanca 1978,. P. 203.
2
Evangelio. Amar a todos quiere decir más bien amar a cada uno en particular, esforzarse por
estar totalmente presente en todo acercamiento humano y no rozarse con una multitud anónima.
“Sí y no. Eran excepcionales en un contexto socio- cultural en el que existían muy pocas
mujeres que podían encontrarse con hombres como Francisco de Sales en un plano de
igualdad. Hoy serían menos excepcionales, por el mayor acceso que la mujer tiene a la
cultura en todas sus variantes. Eran también excepcionales por la calidad humana y
espiritual de los que las vivieron. Pero los santos abren caminos nuevos al Pueblo de
Dios. Esas amistades extraordinarias ¿no se le concedían a la Iglesia para que, en los
momentos en que los hombres y mujeres iban a encontrarse a niveles de intimidad y de
mayor comunión al servicio de Dios, pudieran tener ante los ojos grandes ejemplos de
amistad espiritual que iluminaran su camino? Todos no llegarán a la claridad del amor
purificado que tuvieron Francisco de Sales y Juana de Chantal, pero ¿se les va a prohibir
que, en situación análoga, intenten imitarles?”. 3
por las confidencias, los religiosos/ as que han arrastrado años de aridez humana y espiritual,
tiempos de dolorosa prueba al no sentirse acogidos, comprendidos, estimulados, en una palabra
humanamente queridos y valorados. Surgió un día una amistad en el horizonte de su vida y todo
se iluminó de luz y de belleza. Brotó también la ilusión y la esperanza. No fue esa amistad
sucedáneo de la consagración sino un fermento dinamizador de un compromiso más
comprometido y totalizante con Jesucristo y su Evangelio.
Escribía un religioso:
“Nos ha ayudado a los dos (a él y a una religiosa) a sacar a la luz nuestras mejores
cualidades. Esta experiencia ha sido para mi determinante. Me ha ayudado a madurar y
es una presencia que llama a la vida e intuye cosas que sin ella no habría comprendido
jamás. La mujer tiene intuiciones que no tiene el hombre. Entre nosotros hay un
intercambio bello y profundo... Es una simbiosis espiritual que penetra mi mismo
ministerio. Santa Catalina llamaba a su director espiritual: ‘Padre e hija’. Así ha sido para
nosotros...”
Es claro que las vinculaciones afectivas con una persona del otro sexo estarán
condicionadas por algunas circunstancias que podrán favorecerlas o dificultarlas. En este terreno
personal no valen las normas generales.
Una de las circunstancias, que pueden ser fundamentales, es la de la edad. Si la amistad
entre el hombre y la mujer siempre corre riesgos de derivar hacia lo erótico, es natural que esa
proclividad sea mayor en la juventud. Por eso, en esta etapa de la vida será más necesario estar
alerta sobre uno mismo y una dirección espiritual más cercana y transparente para evitar
posibles desviaciones. Y no basta tener sólo en cuenta el propio problema. Hay que atender
también a la situación de la otra persona, a la que se le pueden hacer un gran mal sin
pretenderlo, creándole dependencias afectivas.
Tampoco deben ignorarse las interpretaciones que pueden dar a la amistad en las
propias comunidades y aún en los ambientes eclesiales donde trabajan los dos. Eviten las
tensiones inútiles en la comunidad religiosa y en las comunidades eclesiales, usando la
discreción necesaria en sus relaciones mutuas. Es cierto también que las comunidades no debe
fácilmente escandalizarse ni asustarse por ciertas muestras de afecto que no pasan de ser
legítimas y normales. Ojalá que nuestras comunidades acogieran con comprensión,
acompañaran de cerca y apoyaran con tino esas amistades para ayudarlas a crecer en fidelidad
a la vocación religiosa.
También habrá que tener en cuenta las diferentes etapas por las que pasa la vida
espiritual de los interesados. Hay situaciones en que uno se siente seguro en la vocación y es
capaz de superar toda suerte de peligros. Pero hay etapas también en las que uno atraviesa por
caminos de depresión o desaliento, en que fácilmente se es vulnerable a tentaciones, incluso
menos intensas. Un religioso/ a deberá siempre conocerse y medir sinceramente el estado de
ánimo en que se encuentra y, de acuerdo a él, espaciar los encuentros o aliviar la intensidad de
las confidencias, si, en determinados momentos, significan par él o ella un verdadero peligro.
Esta relación de amistad estará necesariamente marcada por la atracción y
complementariedad de los sexos y no es extraño que el gozo de compartir en amistad se
convierta en la tentación de poseer en exclusividad. Esto no significa reprobar esa amistad, sino
protegerla para que pueda crecer auténtica y verdadera. Más aún, que en algunos casos, una
experiencia tan rica y revitalizadora haya desembocado en un claro “enamoramiento” e incluso
en un abandono de la vida religiosa, sólo significa, a mi manera de ver, que la amistad entre
nosotros, como todo lo humano, lleva la marca de la propia ambigüedad y que el deseo de
abrirse al otro y compartir con él en profundidad y confidencia, puede degenerar en la tentación
de poseerlo en exclusiva. Y por eso, será siempre necesaria una prudencia espiritual que evite
tanto una actitud de temor exagerado como el trato de excesiva confianza que olvide la realidad
humana con sus debilidades en este punto.
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Tenemos que vivir nuestras amistades como religiosos/ as sin miedos y sin utopías:
Sin miedos que arraigan muchas veces en el inconsciente y frenan el despliegue de la
capacidad de amar, y
Sin utopías, para tener la sana conciencia de que también esta experiencia, por la
ambigüedad que entraña, debe ser sometida constantemente a una crítica y lúcida revisión.
CRITERIOS DE EVALUACION
Para ello, es necesario tener en cuenta algunos elementos que podrían ser como los hitos
de referencia a la hora de juzgar si el rumbo de esta aventura humana es correcto y acertado.
Suele decirse- y con razón- que a mayor grado de madurez afectiva, la amistad será más
provechosa y tendrá menos peligros. Se suelen traer los casos de algunos santos que
tuvieron esta clase de amistades. No es necesario llegar a santo para que sea lícito tener una
amistad íntima. Con todo, la experiencia enseña que la madurez afectiva no es un seguro
infalible. Muchas personas maduras han abandonado su vocación porque han pasado la
frontera del amor célibe y han buscado expresiones de cariño propias de enamorados.
Ponerse en ciertas situaciones límite es suscitar estímulos que provocan reacciones
incontrolables. El problema está en señalar cuando una amistad heterosexual ayuda a los
dos a vivir más plenamente su vocación religiosa y cuándo comienza a ser una simple
enamoramiento.
Sería señal de que se pasó la frontera y se entró en terreno pantanoso, si comienzan a
detectarse algunos de los siguientes rasgos:
Amor de exclusividad en que una tercera persona estorba. Y se siente celos si se le ve
con otro.
Se busca prolongar su presencia y se siente dolor de separarse.
Fascinación psicosomática: idealización de sus rasgos físicos y de sus cualidades
morales. Y ceguedad para no ver sus defectos que todos los demás ven.
Absorción del pensamiento y afecto mientras se estudia o se reza. Deseo de conocer
todos lo detalles de su vida. Son típicas las conversaciones por teléfono “¿Qué estas
haciendo?”.
Búsqueda de intimidad y de descubrir sus sentimientos más personales, especialmente
los que dicen relación conmigo.
Tendencia a expresar el cariño con contacto físico, besos y abrazos prolongados.
Si se dan varios de estos síntomas y especialmente el último, hay que afrontar el problema
con muchas sinceridad y ser muy transparente con quien puede ayudar a superarlo. De lo
contrario se enfrían las relaciones con Dios, la sequedad en la oración se hace persistente y
el corazón un vacío desesperante y busca saciarse. Si el proceso es avanzado, no queda
otra solución normalmente que el alejamiento.
El problema está en ver, decía más arriba, si esa amistad heterosexual nos ayuda a
crecer y a madurar en nuestra opción fundamental por Jesucristo y su causa, es decir, si nos
ayuda a vivir más plenamente nuestra vocación religiosa. En eso quiero detenerme ahora.
Se supone que ambos (o uno de ellos, si sólo uno es religioso) han elegido el celibato por
el Reino libre, consciente e irrevocablemente.
es una AMISTAD SANA Y LIBERADORA. Aquí también es verdad aquel criterio de indiscutible
validez: ”por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7, 20), y los frutos serán gozo, paz, apertura a Dios y
a los demás y crecimiento en nuestra opción vocacional personal y comunitaria, signos todos
ellos de la acción del Espíritu que, captados en un auténtico discernimiento, van afinando las
formas que toma la amistad en la línea de la opción fundamental. una auténtica amistad nos
hace más libres, más serenos, más disponibles, más capaces de afrontar las dificultades en el
contexto que se vive.
Una verdadera amistad no debe hipotecar el corazón sino que debe liberarlo para amar más
y mejor. No debe aislarnos de los demás sino que debe dejar siempre la puerta abierta a todos
los que llaman. Una cosa es encontrar en el otro un confidente con el que se comparte más
fácilmente las alegrías, las penas, las inquietudes y esperanzas, y otra muy distinta, levantar una
barrera de exclusividad que acote la amistad y coloque bien a la vista el cartel de “propiedad
privada”.
Atrapar a otro, acaparar su amor en exclusiva, chantajearlo afectivamente, crearle una
dependencia psicológica (hasta los mismos Directores Espirituales y Maestros de novicios/ as
deben llevar cuidado); vaciarlo de su singularidad, no respetar su “soledad” a la que él sólo y
Dios tienen acceso, uncirlo sutilmente al carro de nuestro afecto, es señal clara de la
ambigüedad encubierta y meterse por mal camino.
Padecer todo esto sin capacidad de reacción significa que un intruso nos ha robado el
ejercicio de nuestra libertad de amar o ha entrado un invasor en nuestra personalidad. Cualquier
forma de dominio, de posesión, de exclusividad o brote del impulso sexual debe servirnos de luz
roja en nuestro camino. Estamos entrando en un callejón sin salida.
Una amistad generosa y gratuita libre de ambigüedades, fiel, sin repliegues sobre sí misma y
sin miedos, tiene que pasar por la cruz. Todo amor célibe implica una renuncia no sólo fisiológica,
sino sobre todo, afectiva. Y ésta es la que más cuesta.
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Y aquí quiero hacer un paréntesis que juzgo de gran importancia. En materia de castidad
(aunque también toca a toda nuestra espiritualidad) creo que una excesiva influencia de
psicología de origen norteamericano, quizás superficialmente asumida, es un peligro. Toda la
teorías de la “self- realization” y de la plenitud de los “feelings”; lleva a algunas personas a
pensar en su “propia realización” y en poder expresar y llenar su mundo de “sentimientos” por
una vía, a mi parecer, equivocada. No creo que ni humanamente ni mucho menos
evangélicamente haya una verdadera “realización personal” que no pase por la abnegación, por
el servicio desinteresado sin ir buscando el aprecio continuo de los demás. En definitiva, la
“realización personal” cristiana creo que pasa por el misterio “pascual”, por el morir como la
simiente para dar fruto, etc. Y el “éxito humano” de nuestra labor de evangelización no está
prometido en ningún lugar del Evangelio. Y creo que algunos, demasiados influidos por esta
psicología, buscan la “realización” a través del reconocimiento externo y del “éxito” en la vida; y
la búsqueda de plenitud en su vida de “sentimientos” les lleva a exigir de la comunidad a veces
más de lo que se da realísticamente en una vida familiar natural, o les conduce a que las
personas les muestre afectivamente su aprecio de una manera algo infantil. Y cuando en la
cotidianidad de la vida vienen los pequeños fracasos o no obtienen éxitos fulgurantes, o las
personas no llenan sus “feelings”, entonces empiezan a buscar subterfugios que no tienen nada
que ver ni con criterios de vida “perdida” por es Señor ni con una castidad consagrada que
mantiene el corazón no reprimido pero tampoco en búsqueda de sí mismo.
El religioso por su celibato no renuncia al amor y a la amistad. Al contrario, su vocación le
exige vivirlos en plenitud, sin fronteras y a fondo perdido. Se renuncia al desarrollo afectivo que
lleva consigo el amor conyugal y se acepta una soledad “fecunda”, fruto de una presencia.
Soledad no es indiferencia, ni ruptura con los afectos humanos, ni privación de relaciones
personales. Soledad en un religioso significa que él relativiza todos sus afectos humanos en
función de su compromiso absoluto con Dios en Cristo. Soledad no quiere decir apatía sino, más
bien, una sensibilidad afinada por el dinamismo vivificante del Espíritu. El sentimiento de soledad
no debe cerrar el corazón sino abrirlo. Por ello, la soledad del religioso es perfectamente
compatible con amistades madura. La soledad es ausencia de intrusos que nos quiten la libertad
de amar. Es fruto de una PRESENCIA que le da su sentido último y su riqueza. Esta soledad
implica ausencia, sí, pero no de contactos humanos maduros y cordiales, sino de invasores de la
personalidad que imposibiliten el ejercicio de la libertad de amar, la universalidad y gratuidad del
amor.
La amistad, pues, como resume san Agustín, es una unión entre personas que aman a Dios
con todo el corazón, se aman mutuamente y están unidas por toda la eternidad, la una a la
otra, y a Cristo mismo. La amistad es un trampolín de lanzamiento hacia la perfección, que
es esencialmente amor de Dios y del prójimo, de tal modo que el hombre, por la amistad con
otro hombre, pueda penetrar más plena y totalmente en la amistad con Dios”.
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